Evangelio del día: Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

Evangelio del día: Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor. ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. Y esto lo puede hacer el amor de Dios.

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MISA DEL DÍA DE PASCUA


Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 10, 34a.37-43

Pedro, tomando la palabra, dijo:  «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre».


Lectura del Salmo: Sal 118(117), 1-2.16ab-17.22-23

¡Den gracias al Señor, porque es bueno,

porque es eterno su amor!

Que lo diga el pueblo de Israel:

¡es eterno su amor!

La mano del Señor es sublime,

la mano del Señor hace proezas.

No, no moriré:

viviré para publicar lo que hizo el Señor.

La piedra que desecharon los constructores

es ahora la piedra angular.

Esto ha sido hecho por el Señor

y es admirable a nuestros ojos.


Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Colosenses 3,1-4

Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Porque ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.


Lectura del Evangelio según San Juan, Jn 20, 1-9

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto»Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.


Oración introductoria

Señor Jesús, por tu resurrección sé que estoy llamado a resucitar, para eso es la vida, para eso he sido creado. Te suplico que seas Tú la luz en mi camino y, en este momento de oración, ayuda a mis sentidos para que sepan recogerse en el silencio interior y exterior, para poder aspirar a contemplar tu gloriosa resurrección.


Petición

Pidamos a Cristo resucitado poder resucitar junto con Él, ya desde ahora!


Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua! ¡Feliz Pascua!

Es una gran alegría para mí poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas las casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento, en los hospitales, en las cárceles…

Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús ha resucitado, hay la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia. La misericordia de Dios siempre vence.

También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. Y esto lo puede hacer el amor de Dios.

Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido hasta el fondo por la senda de la humildad y de la entrega de sí, hasta descender a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este mismo amor misericordioso ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha hecho pasar a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha entrado en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad, nos ha abierto a un futuro de esperanza.

He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros: es el hombre vivo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).

Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana. Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).

He aquí, pues, la invitación que hago a todos: Acojamos la gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz.

Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para el mundo entero.

Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que tienen dificultades para encontrar el camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el fin de poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Irak, y que cese definitivamente toda violencia, y, sobre todo, para la amada Siria, para su población afectada por el conflicto y los tantos refugiados que están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor se ha de causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la crisis?

Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos terroristas. Paz para el Este la República Democrática del Congo y la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.

Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que se superen las divergencias y madure un renovado espíritu de reconciliación.

Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza la vida humana y la familia; egoísmo que continúa en la trata de personas, la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno: la trata de personas es precisamente la esclavitud más extendida en este siglo ventiuno. Paz a todo el mundo, desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y nos haga custodios responsables de la creación.

Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan en Roma y en todo el mundo, les dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / «Eterna es su misericordia»» (Sal 117,1-2).

Santo Padre Francisco: Mensaje Urbi et Orbi

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor, 31 de marzo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

«CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE»

988 El Credo cristiano —profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora— culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.

989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

990 El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

991 Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella» (Tertuliano, De resurrectione mortuorum 1, 1):

«¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe […] ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1 Co 15, 12-14. 20).

I. La Resurrección de Cristo y la nuestra

Revelación progresiva de la Resurrección

992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:

«El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2 M 7, 9). «Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14; cf. 2 M 7, 29; Dn 12, 1-13).

993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error» (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos» (Mc 12, 27).

994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).

995 Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1, 22; cf. 4, 33), «haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

Cómo resucitan los muertos

997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).

999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él «todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos» (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44):

«Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción […]; los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000 Este «cómo ocurrirá la resurrección» sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 18, 4-5).

1001 ¿Cuándo? Sin duda en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).

Resucitados con Cristo

1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día», también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:

«Sepultados con él en elBbautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos […] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).

1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece «escondida […] con Cristo en Dios» (Col 3, 3) «Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria» (Col 3, 4).

1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo»; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:

«El cuerpo es […] para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? […] No os pertenecéis […] Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Poner especial atención a la convivencia familiar, para que este día esté caracterizado por la alegría.


Diálogo con Cristo

Jesús, qué alegría poder celebrar la Pascua de Resurrección, con júbilo festejo que has vencido el miedo al sufrimiento y a la muerte… y todo para enseñarme un estilo de vida que me puede llevar a la plenitud el amor. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! Rebosa mi corazón de esa auténtica emoción que da una paz inigualable. Confío que no se apagará por los problemas y contrariedades que hoy se puedan presentar, sé que depende de mi actitud porque tu gracia lo hace posible.

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Evangelio del día: Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

Evangelio del día: Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

Mateo 26, 14-75; 27, 1-66. Domingo de Ramos en la Pasión del Señor. ¿Dónde está mi corazón?… Que esta pregunta nos acompañe durante toda esta Semana Santa.

Procesión [Lucas 19, 28-40]

Después de haber dicho esto, Jesús siguió adelante, subiendo a Jerusalén. Cuando se acercó a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan al pueblo que está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo; y si alguien les pregunta: «¿Por qué lo desatan?», respondan: «El Señor lo necesita». Los enviados partieron y encontraron todo como él les había dicho. Cuando desataron el asno, sus dueños les dijeron: «¿Por qué lo desatan?». Y ellos respondieron: «El Señor lo necesita». Luego llevaron el asno adonde estaba Jesús y, poniendo sobre él sus mantos, lo hicieron montar. Mientras él avanzaba, la gente extendía sus mantos sobre el camino. Cuando Jesús se acercaba a la pendiente del monte de los Olivos, todos los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los milagros que habían visto. Y decían:»¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!». Algunos fariseos que se encontraban entre la multitud le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Pero él respondió: «Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Misa [Mateo 26, 14-75; 27, 1-66]

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: «¿Cuánto me darán si se lo entrego?». Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo. El primer día de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: «¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?». El respondió: «Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: «El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos». Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: «Les aseguro que uno de ustedes me entregará». Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: «¿Seré yo, Señor?». El respondió: «El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!». Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: «¿Seré yo, Maestro?». «Tú lo has dicho», le respondió Jesús. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen y coman, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: «Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados. Les aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre». Después del canto de los Salmos, salieron hacia el monto de los Olivos. Entonces Jesús les dijo: «Esta misma noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Porque dice la Escritura: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero después que yo resucite, iré antes que ustedes a Galilea». Pedro, tomando la palabra, le dijo: «Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo no me escandalizaré jamás». Jesús le respondió: «Te aseguro que esta misma noche, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces». Pedro le dijo: «Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré». Y todos los discípulos dijeron lo mismo. Cuando Jesús llegó con sus discípulos a una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: «Quédense aquí, mientras yo voy allí a orar». Y llevando con él a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dijo: «Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo». Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: «Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Después volvió junto a sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: «¿Es posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora? Estén prevenidos y oren para no caer en tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil». Se alejó por segunda vez y suplicó: «Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad». Al regresar los encontró otra vez durmiendo, porque sus ojos se cerraban de sueño. Nuevamente se alejó de ellos y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Luego volvió junto a sus discípulos y les dijo: «Ahora pueden dormir y descansar: ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que me va a entregar». Jesús estaba hablando todavía, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una multitud con espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado la señal: «Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo». Inmediatamente se acercó a Jesús, diciéndole: «Salud, Maestro», y lo besó. Jesús le dijo: «Amigo, ¡cumple tu cometido!». Entonces se abalanzaron sobre él y lo detuvieron. Uno de los que estaban con Jesús sacó su espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja. Jesús le dijo: «Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere. ¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles. Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?». Y en ese momento dijo Jesús a la multitud: «¿Soy acaso un ladrón, para que salgan a arrestarme con espadas y palos? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo, y ustedes no me detuvieron». Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. Los que habían arrestado a Jesús lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del Sumo Sacerdote; entró y se sentó con los servidores, para ver cómo terminaba todo. Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte; pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos que declararon: «Este hombre dijo: «Yo puedo destruir el Templo de Dios y reconstruirlo en tres días»». El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie, dijo a Jesús: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra ti?». Pero Jesús callaba. El Sumo Sacerdote insistió: «Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le respondió: «Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en adelante verán al hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo». Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?». Ellos respondieron: «Merece la muerte». Luego lo escupieron en la cara y lo abofetearon. Otros lo golpeaban, diciéndole: «Tú, que eres el Mesías, profetiza, dinos quién te golpeó». Mientras tanto, Pedro estaba sentado afuera, en el patio. Una sirvienta se acercó y le dijo: «Tú también estabas con Jesús, el Galileo». Pero él lo negó delante de todos, diciendo: «No sé lo que quieres decir». Al retirarse hacia la puerta, lo vio otra sirvienta y dijo a los que estaban allí: «Este es uno de los que acompañaban a Jesús, el Nazareno». Y nuevamente Pedro negó con juramento: «Yo no conozco a ese hombre». Un poco más tarde, los que estaban allí se acercaron a Pedro y le dijeron: «Seguro que tú también eres uno de ellos; hasta tu acento te traiciona». Entonces Pedro se puso a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre. En seguida cantó el gallo, y Pedro recordó las palabras que Jesús había dicho: «Antes que cante el gallo, me negarás tres veces». Y saliendo, lloró amargamente. 

Cuando amaneció, todos los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la manera de hacer ejecutar a Jesús. Después de haberlo atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron. Judas, el que lo entregó, viendo que Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «He pecado, entregando sangre inocente». Ellos respondieron: «¿Qué nos importa? Es asunto tuyo». Entonces él, arrojando las monedas en el Templo, salió y se ahorcó. Los sumos sacerdotes, juntando el dinero, dijeron: «No está permitido ponerlo en el tesoro, porque es precio de sangre». Después de deliberar, compraron con él un campo, llamado «del alfarero», para sepultar a los extranjeros. Por esta razón se lo llama hasta el día de hoy «Campo de sangre». Así se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas. Con el dinero se compró el «Campo del alfarero», como el Señor me lo había ordenado. Jesús compareció ante el gobernador, y este le preguntó: «¿Tú eres el rey de los judíos?». El respondió: «Tú lo dices». Al ser acusado por los sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada. Pilato le dijo: «¿No oyes todo lo que declaran contra ti?». Jesús no respondió a ninguna de sus preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador. En cada Fiesta, el gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo. Había entonces uno famoso, llamado Barrabás. Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: «¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?». El sabía bien que lo habían entregado por envidia. Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: «No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho». Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Tomando de nuevo la palabra, el gobernador les preguntó: «¿A cuál de los dos quieren que ponga en libertad?». Ellos respondieron: «A Barrabás». Pilato continuó: «¿Y qué haré con Jesús, llamado el Mesías?». Todos respondieron: «¡Que sea crucificado!». El insistió: «¿Qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: «¡Que sea crucificado!». Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: «Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes». Y todo el pueblo respondió: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron a toda la guardia alrededor de él. Entonces lo desvistieron y le pusieron un mano rojo. Luego tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre su cabeza, pusieron una caña en su mano derecha y, doblando la rodilla delante de él, se burlaban, diciendo: «Salud, rey de los judíos». Y escupiéndolo, le quitaron la caña y con ella le golpeaban la cabeza. Después de haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron de nuevo sus vestiduras y lo llevaron a crucificar. Al salir, se encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota, que significa «lugar del Cráneo», le dieron de beber vino con hiel. El lo probó, pero no quiso tomarlo. Después de crucificarlo, los soldados sortearon sus vestiduras y se las repartieron; y sentándose allí, se quedaron para custodiarlo. Colocaron sobre su cabeza una inscripción con el motivo de su condena: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Al mismo tiempo, fueron crucificados con él dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Los que pasaban, lo insultaban y, moviendo la cabeza, decían: «Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!». De la misma manera, los sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se burlaban, diciendo: «¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo: «Yo soy Hijo de Dios». También lo insultaban los ladrones crucificados con él. Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: «Elí, Elí, lemá sabactani», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: «Está llamando a Elías». En seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber. Pero los otros le decían: «Espera, veamos si Elías viene a salvarlo». Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu. Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a mucha gente. El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: «¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!». Había allí muchas mujeres que miraban de lejos: eran las mismas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo. Entre ellas estaban María Magdalena, María –la madre de Santiago y de José– y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús, y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran. Entonces José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, y se fue. María Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro. A la mañana siguiente, es decir, después del día de la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron y se presentaron ante Pilato, diciéndole: «Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: «A los tres días resucitaré». Ordena que el sepulcro sea custodiado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos roben el cuerpo y luego digan al pueblo: ¡Ha resucitado!». Este último engaño sería peor que el primero». Pilato les respondió: «Ahí tienen la guardia, vayan y aseguren la vigilancia como lo crean conveniente». Ellos fueron y aseguraron la vigilancia del sepulcro, sellando la piedra y dejando allí la guardia.

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 50, 4-7

Salmo: Sal 22(21), 8-9.17-24

Segunda lectrua: Carta de San Pablo a los Filipenses, Flp 2, 6-11

Oración introductoria

Ven, Espíritu Santo, ilumina mi mente y, sobre todo, mi corazón. No quiero ser un simple espectador, pasivo, indiferente, que hoy aclama ¡Hosanna! Bendito el que viene… para abandonarte o traicionarte en un par de días más.

Petición

Jesús, que esta oración me dé la fuerza de voluntad para decidirme a seguirte siempre de manera apasionada y fiel.

Meditación del Santo Padre Francisco

Esta semana comienza con una procesión festiva con ramos de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Jesús.

Pero esta semana se encamina hacia el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección. Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien hacernos una sola pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo ante Jesús que entra con fiesta en Jerusalén? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O guardo las distancias? ¿Quién soy yo ante Jesús que sufre?

Hemos oído muchos nombres, tantos nombres. El grupo de dirigentes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley, que habían decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo. ¿Soy yo como uno de ellos?

También hemos oído otro nombre: Judas. Treinta monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se durmieron mientras el Señor sufría. Mi vida, ¿está adormecida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que significaba traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolverlo todo con la espada? ¿Soy yo como ellos? ¿Soy yo como Judas, que finge amar y besa al Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos dirigentes que organizan a toda prisa un tribunal y buscan falsos testigos? ¿Soy como ellos? Y cuando hago esto, si lo hago, ¿creo que de este modo salvo al pueblo?

¿Soy yo como Pilato? Cuando veo que la situación se pone difícil, ¿me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad, dejando que condenen – o condenando yo mismo – a las personas?

¿Soy yo como aquel gentío que no sabía bien si se trataba de una reunión religiosa, de un juicio o de un circo, y que elige a Barrabás? Para ellos da igual: era más divertido, para humillar a Jesús.

¿Soy como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten humillando al Señor?

¿Soy como el Cireneo, que volvía del trabajo, cansado, pero que tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a llevar la cruz?

¿Soy como aquellos que pasaban ante la cruz y se burlaban de Jesús : «¡Él era tan valiente!… Que baje de la cruz y creeremos en él»? Mofarse de Jesús…

¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la Madre de Jesús, que estaban allí y sufrían en silencio?

¿Soy como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor para enterrarlo?

¿Soy como las dos Marías que permanecen ante el sepulcro llorando y rezando?

¿Soy como aquellos jefes que al día siguiente fueron a Pilato para decirle: «Mira que éste ha dicho que resucitaría. Que no haya otro engaño», y bloquean la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que no salte fuera la vida?

¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de estas personas me parezco? Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.

Santo Padre Francisco: Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

Homilía del domingo, 13 de abril de 2014

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

¡Queridos hermanos y hermanas!

El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofrecer a todos el don de la redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había ido sumando a ellos una multitud creciente de peregrinos. San Marcos nos dice que ya al salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (cf. 10,46).

En la última parte del trayecto se produce un acontecimiento particular, que aumenta la expectativa sobre lo que está por suceder y hace que la atención se centre todavía más en Jesús. A lo largo del camino, al salir de Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo. Apenas oye decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero en vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este signo prodigioso, acompañado por aquella invocación: «Hijo de David», un estremecimiento de esperanza atraviesa la multitud, suscitando en muchos una pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de ellos a Jerusalén, no sería quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su ya inminente entrada en la ciudad santa, ¿no habría llegado tal vez el momento en el que Dios restauraría finalmente el reino de David?

También la preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado en el Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran un pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto, el ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.

Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los creyentes: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica.

Podemos descubrir aquí un primer gran mensaje que nos trae la festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera, a cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas y civilizaciones. La mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación, obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría, leemos: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).

Volvamos al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos que nos han traído hoy aquí para celebrar el Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?

Queridos jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo particular vuestra Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por eso os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos sea para vosotros el día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de vuestra vida de cristianos. Como he querido recordar en el Mensaje a los jóvenes para esta Jornada – «alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión que conduce a la verdadera alegría, como sucedió con santa Clara de Asís que, hace ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san Francisco y de sus primeros compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo de Ramos para consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor de la fe y del amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y la paz.

Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo – decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo… Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas… Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: «Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor»» (PG 97, 994). Amén.

Santo Padre Benedicto XVI

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

Homilía del domingo, 1 de abril de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Jesús y la fe de Israel en el Dios único y Salvador

587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de «contradicción» (cf. Lc 2, 34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal 118, 22).

588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los «que se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: «No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).

589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).

590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30); lo mismo cuando dice que él es «más que Jonás […] más que Salomón» (Mt 12, 41-42), «más que el Templo» (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que David llama al Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma: «Antes que naciese Abraham, Yo soy» (Jn 8, 58); e incluso: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10, 30).

591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo «nacimiento de lo alto» (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn 6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por «ignorancia» (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el «endurecimiento» (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la «incredulidad» (Rm 11, 20).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

¿A dónde vas a ir esta Semana Santa? ¿a la playa? ¿a la discoteca? No estoy diciendo que esto esté mal necesariamente, pero sí que podría estar mucho mejor. No basta con no pecar y con no hacer mal a nadie. Creo que bastantes de nosotros deberíamos cambiar –un poco al menos– nuestro modo de concebir y de pasar estos días. No son simples días de vacación, aunque no dudo que los tengamos merecidos. Pero aquí estamos hablando de algo mucho más profundo. Cristo va a ir a la cruz esta Semana Santa. Y tú, ¿a dónde?

Diálogo con Cristo

Jesús mío, se inicia un tiempo especial para crecer en el amor, en todos los sentidos. Permite que sepa desprenderme de todo lo que me impida entregarme plenamente a los demás, especialmente a aquellos con los que voy a pasar esta Semana Santa. Quiero desgastarme, trabajar y luchar, desde mi vocación, para que tu mensaje de amor alcance al mayor número posible de hombres y mujeres.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos 2016

Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos 2016

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Plaza de San Pedro

XXXI Jornada Mundial de la Juventud
Domingo 20 de marzo de 2016

Santo Domingo de Guzmán: vida de oración

Santo Domingo de Guzmán: vida de oración

Queridos hermanos y hermanas:

La Iglesia celebra hoy la memoria de santo Domingo de Guzmán, sacerdote y fundador de la Orden de Predicadores, llamados dominicos. En una catequesis anterior ya ilustré esta insigne figura y la contribución fundamental que aportó a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy, quiero poner de relieve un aspecto esencial de su espiritualidad: su vida de oración. Santo Domingo fue un hombre de oración. Enamorado de Dios, no tuvo otra aspiración que la salvación de las almas, especialmente de las que habían caído en las redes de las herejías de su tiempo; imitador de Cristo, encarnó radicalmente los tres consejos evangélicos uniendo a la proclamación de la Palabra el testimonio de una vida pobre; bajo la guía del Espíritu Santo progresó en el camino de la perfección cristiana. En todo momento la oración fue la fuerza que renovó e hizo cada vez más fecundas sus obras apostólicas.

El beato Jordán de Sajonia, fallecido en 1237, su sucesor en el gobierno de la Orden, escribió: «Durante el día nadie se mostraba más sociable que él… Viceversa, de noche, nadie era más asiduo que él en velar en oración. El día lo dedicaba al prójimo, pero la noche la entregaba a Dios» (P. Filippini, Santo Domingo visto por sus contemporáneos, Bolonia 1982, p. 133). En santo Domingo podemos ver un ejemplo de integración armoniosa entre contemplación de los misterios divinos y actividad apostólica. Según los testimonios de las personas más cercanas a él, «hablaba siempre con Dios o de Dios». Esta observación indica su comunión profunda con el Señor y, al mismo tiempo, el compromiso constante de llevar a los demás a esta comunión con Dios. No dejó escritos sobre la oración, pero la tradición dominicana recogió y transmitió su experiencia viva en una obra titulada: Los nueve modos de orar de santo Domingo. Este libro, compuesto entre 1260 y 1288 por un fraile dominico, nos ayuda a comprender algo de la vida interior del Santo y nos ayuda también a nosotros, con todas las diferencias, a aprender algo sobre cómo rezar.

Son, por tanto, nueve los modos de orar según santo Domingo, y cada uno de estos, que realizaba siempre ante Jesús crucificado, expresa una actitud corporal y una espiritual que, íntimamente compenetradas, favorecen el recogimiento y el fervor. Los primeros siete modos siguen una línea ascendente, como pasos de un camino, hacia la comunión con Dios, con la Trinidad: santo Domingo reza de pie inclinado para expresar humildad, postrado en tierra para pedir perdón por los propios pecados, de rodillas haciendo penitencia para participar en los sufrimientos del Señor, con los brazos abiertos mirando fijamente al Crucificado para contemplar al Sumo Amor, con la mirada hacia el cielo sintiéndose atraído al mundo de Dios. Por lo tanto, son tres modos: de pie, de rodillas y postrado en tierra; pero siempre con la mirada dirigida al Señor crucificado. Los dos últimos modos, sobre los que quiero reflexionar brevemente, corresponden, en cambio, a dos prácticas de piedad vividas habitualmente por el Santo. Ante todo, la meditación personal, donde la oración adquiere una dimensión aún más íntima, fervorosa y tranquilizadora. Al final del rezo de la Liturgia de las Horas, y después de la celebración de la misa, santo Domingo prolongaba el coloquio con Dios, sin ponerse límites de tiempo. Sentado tranquilamente, se recogía en sí mismo en actitud de escucha, leyendo un libro o fijando la mirada en el Crucificado. Vivía tan intensamente estos momentos de relación con Dios que también exteriormente se podían percibir sus reacciones de alegría o de llanto. Por tanto, asimiló en sí, meditando, las realidades de la fe. Los testigos cuentan que, a veces, entraba en una especie de éxtasis con el rostro transfigurado, pero inmediatamente después retomaba humildemente sus actividades cotidianas con la nueva fuerza que viene de lo Alto. Luego, la oración durante los viajes entre un convento y otro; recitaba con los compañeros las Laudes, la Hora media y las Vísperas y, atravesando los valles o las colinas, contemplaba la belleza de la creación. Entonces brotaba de su corazón un canto de alabanza y de acción de gracias a Dios por tantos dones, sobre todo por la maravilla más grande: la redención realizada por Cristo.

Queridos amigos, santo Domingo nos recuerda que en el origen del testimonio de la fe, que todo cristiano debe dar en la familia, en el trabajo, en el compromiso social y también en los momentos de distensión, está la oración, el contacto personal con Dios. Sólo esta relación real con Dios nos da la fuerza para vivir intensamente cada acontecimiento, especialmente los momentos de mayor sufrimiento. Este santo nos recuerda también la importancia de las posturas exteriores en nuestra oración. Arrodillarse, estar de pie ante el Señor, fijar la mirada en el Crucificado, detenerse y recogerse en silencio, no son secundarios, sino que nos ayudan a ponernos interiormente, con toda la persona, en relación con Dios. Quiero llamar una vez más la atención sobre la necesidad para nuestra vida espiritual de encontrar diariamente momentos para rezar con tranquilidad; debemos tomarnos este tiempo especialmente en las vacaciones, dedicar un poco de tiempo a hablar con Dios. Será un modo también para ayudar a quien está cerca de nosotros a entrar en el rayo luminoso de la presencia de Dios, que trae la paz y el amor.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 8 de agosto de 2012


Catequesis sobre santo Domingo de Guzmán

Catequesis sobre santo Domingo de Guzmán

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada presenté la luminosa figura desan Francisco de Asís. Hoy quiero hablaros de otro santo que, en la misma época, dio una contribución fundamental a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Se trata de santo Domingo, el fundador de la Orden de Predicadores, conocidos también como Frailes Dominicos.

Su sucesor al frente de la Orden, el beato Jordán de Sajonia, ofrece un retrato completo de santo Domingo en el texto de una famosa oración: «Inflamado del celo de Dios y de ardor sobrenatural, por tu caridad sin límites y el fervor del espíritu vehemente te consagraste totalmente, con el voto de pobreza perpetua, a la observancia apostólica y a la predicación evangélica». Se subraya precisamente este rasgo fundamental del testimonio de Domingo: hablaba siempreconDios ydeDios. En la vida de los santos van siempre juntos el amor al Señor y al prójimo, la búsqueda de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.

Domingo nació en España, en Caleruega, en torno al año 1170. Pertenecía a una noble familia de Castilla la Vieja y, con el apoyo de un tío sacerdote, se formó en una célebre escuela de Palencia. Se distinguió en seguida por el interés en el estudio de la Sagrada Escritura y por el amor a los pobres, hasta el punto de vender los libros, que en su tiempo constituían un bien de gran valor, para socorrer, con lo obtenido, a las víctimas de una carestía.

Ordenado sacerdote, fue elegido canónigo del cabildo de la catedral en su diócesis de origen, Osma. Aunque este nombramiento podía representar para él cierto motivo de prestigio en la Iglesia y en la sociedad, no lo interpretó como un privilegio personal, ni como el inicio de una brillante carrera eclesiástica, sino como un servicio que debía prestar con entrega y humildad. ¿Acaso no existe la tentación de hacer carrera y tener poder, una tentación de la que no están inmunes ni siquiera aquellos que tienen un papel de animación y de gobierno en la Iglesia? Lo recordé hace algunos meses, durante la consagración de cincos obispos: «No buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. (…) Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad» (Homilía en la misa de ordenación episcopal de cinco prelados, 12 de septiembre de 2009: L’Osservatore Romano,edición en lengua española, 18 de septiembre de 2009, p. 7).

El obispo de Osma, que se llamaba Diego, un pastor auténtico y celoso, notó muy pronto las cualidades espirituales de Domingo, y quiso contar con su colaboración. Juntos se dirigieron al norte de Europa, para realizar misiones diplomáticas que les había encomendado el rey de Castilla. Durante el viaje, Domingo se dio cuenta de dos enormes desafíos que debía afrontar la Iglesia de su tiempo: la existencia de pueblos aún sin evangelizar, en los confines septentrionales del continente europeo, y la laceración religiosa que debilitaba la vida cristiana en el sur de Francia, donde la acción de algunos grupos herejes creaba desorden y alejamiento de la verdad de la fe. Así, la acción misionera hacia quienes no conocen la luz del Evangelio, y la obra de nueva evangelización de las comunidades cristianas se convirtieron en las metas apostólicas que Domingo se propuso conseguir. Fue el Papa, al que el obispo Diego y Domingo se dirigieron para pedir consejo, quien pidió a este último que se dedicara a la predicación a los albigenses, un grupo hereje que sostenía una concepción dualista de la realidad, es decir, con dos principios creadores igualmente poderosos, el Bien y el Mal. Este grupo, en consecuencia, despreciaba la materia como procedente del principio del mal, rechazando también el matrimonio, hasta negar la encarnación de Cristo, los sacramentos en los que el Señor nos «toca» a través de la materia, y la resurrección de los cuerpos. Los albigenses estimaban la vida pobre y austera —en este sentido eran incluso ejemplares— y criticaban la riqueza del clero de aquel tiempo. Domingo aceptó con entusiasmo esta misión, que llevó a cabo precisamente con el ejemplo de su vida pobre y austera, con la predicación del Evangelio y con debates públicos. A esta misión de predicar la Buena Nueva dedicó el resto de su vida. Sus hijos realizarían también los demás sueños de santo Domingo: la misiónad gentes,es decir, a aquellos que aún no conocían a Jesús, y la misión a quienes vivían en las ciudades, sobre todo las universitarias, donde las nuevas tendencias intelectuales eran un desafío para la fe de los cultos.

Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero, que impulsa incesantemente a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización: de hecho, Cristo es el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo lugar tienen derecho a conocer y amar. Y es consolador ver cómo también en la Iglesia de hoy son tantos —pastores y fieles laicos, miembros de antiguas Órdenes religiosas y de nuevos movimientos eclesiales— los que con alegría entregan su vida por este ideal supremo: anunciar y dar testimonio del Evangelio.

A Domingo de Guzmán se asociaron después otros hombres, atraídos por la misma aspiración. De esta forma, progresivamente, desde la primera fundación en Tolosa, tuvo su origen la Orden de Predicadores. En efecto, Domingo, en plena obediencia a las directrices de los Papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio III, adoptó la antigua Regla de san Agustín, adaptándola a las exigencias de la vida apostólica, que lo llevaban a él y a sus compañeros a predicar trasladándose de un lugar a otro, pero volviendo después a sus propios conventos, lugares de estudio, oración y vida comunitaria. De modo especial, Domingo quiso dar relevancia a dos valores que consideraba indispensables para el éxito de la misión evangelizadora: la vida comunitaria en la pobreza y el estudio.

Ante todo, Domingo y los Frailes Predicadores se presentaban como mendicantes, es decir, sin grandes propiedades de terrenos que administrar. Este elemento los hacía más disponibles al estudio y a la predicación itinerante y constituía un testimonio concreto para la gente. El gobierno interno de los conventos y de las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de capítulos, que elegían a sus propios superiores, confirmados después por los superiores mayores; una organización, por tanto, que estimulaba la vida fraterna y la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes convicciones personales. La elección de este sistema nació precisamente del hecho de que los dominicos, como predicadores de la verdad de Dios, debían ser coherentes con lo que anunciaban. La verdad estudiada y compartida en la caridad con los hermanos es el fundamento más profundo de la alegría. El beato Jordán de Sajonia dice de santo Domingo: «Acogía a cada hombre en el gran seno de la caridad y, como amaba a todos, todos lo amaban. Se había hecho una ley personal de alegrarse con las personas felices y de llorar con aquellos que lloraban» (Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum autore Iordano de Saxonia,ed. H.C. Scheeben, [Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici,Romae, 1935]).

En segundo lugar, Domingo, con un gesto valiente, quiso que sus seguidores adquirieran una sólida formación teológica, y no dudó en enviarlos a las universidades de la época, aunque no pocos eclesiásticos miraban con desconfianza a esas instituciones culturales. Las Constituciones de la Orden de Predicadores dan mucha importancia al estudio como preparación al apostolado. Domingo quiso que sus frailes se dedicasen a él sin reservas, con diligencia y piedad; un estudio fundado en el alma de cada saber teológico, es decir, en la Sagrada Escritura, y respetuoso de las preguntas planteadas por la razón. El desarrollo de la cultura exige que quienes desempeñan el ministerio de la Palabra, en los distintos niveles, estén bien preparados. Exhorto, por tanto, a todos, pastores y laicos, a cultivar esta «dimensión cultural» de la fe, para que la belleza de la verdad cristiana pueda ser comprendida mejor y la fe pueda ser verdaderamente alimentada, fortalecida y también defendida. En este Año sacerdotal, invito a los seminaristas y a los sacerdotes a estimar el valor espiritual del estudio. La calidad del ministerio sacerdotal depende también de la generosidad con que se aplica al estudio de las verdades reveladas.

Domingo, que quiso fundar una Orden religiosa de predicadores-teólogos, nos recuerda que la teología tiene una dimensión espiritual y pastoral, que enriquece el alma y la vida. Los sacerdotes, los consagrados y también todos los fieles pueden encontrar una profunda «alegría interior» al contemplar la belleza de la verdad que viene de Dios, verdad siempre actual y siempre viva. El lema de los Frailes Predicadores —contemplata aliis tradere— nos ayuda a descubrir, además, un anhelo pastoral en el estudio contemplativo de esa verdad, por la exigencia de comunicar a los demás el fruto de la propia contemplación.

Cuando Domingo murió, en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo declaró su patrono, su obra ya había tenido gran éxito. La Orden de Predicadores, con el apoyo de la Santa Sede, se había difundido en muchos países de Europa en beneficio de toda la Iglesia. Domingo fue canonizado en 1234, y él mismo, con su santidad, nos indica dos medios indispensables para que la acción apostólica sea eficaz. Ante todo, la devoción mariana, que cultivó con ternura y que dejó como herencia preciosa a sus hijos espirituales, los cuales en la historia de la Iglesia han tenido el gran mérito de difundir la oración del santo rosario, tan arraigada en el pueblo cristiano y tan rica en valores evangélicos, una verdadera escuela de fe y de piedad. En segundo lugar, Domingo, que se hizo cargo de algunos monasterios femeninos en Francia y en Roma, creyó hasta el fondo en el valor de la oración de intercesión por el éxito del trabajo apostólico. Sólo en el cielo comprenderemos hasta qué punto la oración de las monjas de clausura acompaña eficazmente la acción apostólica. A cada una de ellas dirijo mi pensamiento agradecido y afectuoso.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 3 de febrero de 2010

Evangelio del dia: ¡Cristo ha resucitado!

Evangelio del dia: ¡Cristo ha resucitado!

Lucas 24, 35-48. Tercer Domingo del Tiempo de Pascua. Debemos superar «el miedo a la alegría» y pensar cuántas veces «no somos felices simplemente porque tenemos miedo».

[Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles] Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo». Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?». Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así esta escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 3, 13-15.17-19

Salmo: Sal 4, 2.4.7.9

Segunda lectura: Epístola I de San Juan, 1 Jn 2, 1-5a

Oración introductoria

Jesús, qué difícil es dejar a un lado las dudas, los temores, las inquietudes, para lograr el silencio interior necesario para escucharte en la oración. Por eso hoy, que me pongo ante tu presencia, confío en que me ayudarás a quitar todo lo que pueda ser factor de distracción. Tú mereces toda mi atención, agradecimiento y adoración.

Petición

Señor Resucitado, dame la gracia de tener un encuentro transformador contigo.

Meditación del Santo Padre Francisco

Hay muchos cristianos que tienen «miedo a la alegría». Cristianos «murciélagos», los definió «con un poco de humor» el Papa Francisco, que van con «cara de funeral», moviéndose en la sombra en lugar de dirigirse «a la luz de la presencia del Señor».

El hilo conductor de la meditación del [día de hoy] en la capilla de la Casa Santa Marta fue precisamente el contraste entre los sentimientos que experimentaron los Apóstoles después de la resurrección del Señor: por una parte, la alegría de saber que había resucitado, y, por otra, el miedo de verlo de nuevo en medio de ellos, de entrar en contacto real con su misterio viviente. Inspirándose en san Lucas (24, 35-48) propuesto por la liturgia, el Papa recordó, en efecto, que «la tarde de la resurrección los discípulos estaban contando lo que habían visto»: los dos discípulos de Emaús hablaban de su encuentro con Jesús durante el camino, y así también Pedro. En resumen, «todos estaban contentos porque el Señor había resucitado: estaban seguros de que el Señor había resucitado». Pero precisamente «estaban hablando de estas cosas», relata el Evangelio, «cuando se presenta Jesús en medio de ellos» y les dice: «Paz a vosotros».

En ese momento, observó el Papa, sucedió algo diferente de la paz. En efecto, el Evangelio describe a los apóstoles «aterrorizados y llenos de miedo». No «sabían qué hacer y creían ver un fantasma». Así, prosiguió el Papa, «todo el problema de Jesús era decirles: Pero mirad, no soy un fantasma; palpadme, ¡mirad mis heridas!».

Se lee además en el texto: «Como no acababan de creer por la alegría…». Este es el punto focal: los discípulos «no podían creer porque tenían miedo a la alegría». En efecto, Jesús «los llevaba a la alegría: la alegría de la resurrección, la alegría de su presencia en medio de ellos». Pero precisamente esta alegría se convirtió para ellos en «un problema para creer: por la alegría no creían y estaban atónitos».

En resumen, los discípulos «preferían pensar que Jesús era una idea, un fantasma, pero no la realidad».

«El miedo a la alegría es una enfermedad del cristiano». También nosotros, explicó el Pontífice, «tenemos miedo a la alegría», y nos decimos a nosotros mismos que «es mejor pensar: sí, Dios existe, pero está allá, Jesús ha resucitado, ¡está allá!». Como si dijéramos: «Mantengamos las distancias». Y así «tenemos miedo a la cercanía de Jesús, porque esto nos da alegría».

Esta actitud explica también por qué hay «tantos cristianos de funeral», cuya «vida parece un funeral permanente». Cristianos que «prefieren la tristeza a la alegría; se mueven mejor en la sombra que en la luz de la alegría». Precisamente «como esos animales —especificó el Papa— que logran salir solamente de noche, pero que a la luz del día no ven nada. ¡Como los murciélagos! Y con sentido del humor diríamos que son «cristianos murciélagos», que prefieren la sombra a la luz de la presencia del Señor».

En cambio, «muchas veces nos sobresaltamos cuando nos llega esta alegría o estamos llenos de miedo; o creemos ver un fantasma o pensamos que Jesús es un modo de obrar». Hasta tal punto que nos decimos a nosotros mismos: «Pero nosotros somos cristianos, ¡y debemos actuar así!». E importa muy poco que Jesús no esté. Más bien, habría que preguntar: «Pero, ¿tú hablas con Jesús? ¿Le dices: Jesús, creo que estás vivo, que has resucitado, que estás cerca de mí, que no me abandonas?». Este es el «diálogo con Jesús», propio de la vida cristiana, animado por la certeza de que «Jesús está siempre con nosotros, está siempre con nuestros problemas, con nuestras dificultades y con nuestras obras buenas».

Por eso, reafirmó el Pontífice, es necesario superar «el miedo a la alegría» y pensar en cuántas veces «no somos felices porque tenemos miedo». Como los discípulos que, explicó el Papa, «habían sido derrotados» por el misterio de la cruz. De ahí su miedo. «Y en mi tierra —añadió— hay un dicho que dice así: el que se quema con leche, ve una vaca y llora». Y así los discípulos, «quemados con el drama de la cruz, dijeron: no, ¡detengámonos aquí! Él está en el cielo, está muy bien así, ha resucitado, pero que no venga otra vez aquí, ¡porque ya no podemos más!».

El Papa Francisco concluyó su meditación invocando al Señor para que «haga con todos nosotros lo que hizo con los discípulos, que tenían miedo a la alegría: abrir nuestra mente». En efecto, se lee en el Evangelio: «Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Así pues, el Papa deseó «que el Señor abra nuestra mente y nos haga comprender que Él es una realidad viva, que tiene cuerpo, está con nosotros y nos acompaña, que ha vencido: pidamos al Señor la gracia de no tener miedo a la alegría».

Santo Padre Francisco: Ningún miedo a la alegría

Meditación del jueves, 24 de abril de 2014

Propósito

A lo largo del día, a través de jaculatorias y oraciones expresar mi gratitud y confianza en Dios.

Diálogo con Cristo

Cristo venciste a la muerte para siempre y con tu resurrección nos has traído la paz, la alegría, el gozo, la vida eterna. Éste es el mensaje del Evangelio de hoy y de todo el período pascual: ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!

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Evangelio en Catholic.net

Evangelio en Evangelio del día

Evangelio del día: Orden de Predicadores

Homilía del Papa Francisco en la Misa de Domingo de Ramos 2015

Homilía del Papa Francisco en la Misa de Domingo de Ramos 2015

En el centro de esta celebración, que se presenta tan festiva, está la palabra que hemos escuchado en el himno de la Carta a los Filipenses: «Se humilló a sí mismo» (2, 8). La humillación de Jesús.

Esta palabra nos desvela el estilo de Dios y, en consecuencia, el que debe ser del cristiano: la humildad. Un estilo que nunca dejará de sorprendernos y ponernos en crisis: nunca nos acostumbraremos a un Dios humilde.

Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades. Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: ¡Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas! Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.

En esta semana, la Semana Santa, que nos conduce a la Pascua, seguiremos este camino de la humillación de Jesús. Y sólo así será «santa» también para nosotros.

Veremos el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él. Asistiremos a la traición de Judas, uno de los Doce, que lo venderá por treinta monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por sus discípulos; llevado ante el Sanedrín, condenado a muerte, azotado y ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la «roca» de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios.

Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.

Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la «condición de siervo» (Flp 2, 7). En efecto, «humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, «despojándose», como dice la Escritura (v. 7). Esta – este vaciarse – es la humillación más grande.

Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito… Es la otra vía. El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo. Y, con él, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.

En esto, nos ayuda y nos conforta el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, en silencio y sin hacerse ver, renuncian cada día a sí mismos para servir a los demás: un familiar enfermo, un anciano solo, una persona con discapacidad, un sin techo…

Pensemos también en la humillación de los que, por mantenerse fieles al Evangelio, son discriminados y sufren las consecuencias en su propia carne. Y pensemos en nuestros hermanos y hermanas perseguidos por ser cristianos, los mártires de hoy – hay tantos – no reniegan de Jesús y soportan con dignidad insultos y ultrajes. Lo siguen por su camino. Podemos hablar en verdad de «una nube de testigos»: los mártires de hoy (cf. Hb 12, 1).

Durante esta Semana Santa, pongámonos también nosotros en este camino de la humildad, con tanto amor a Él, a nuestro Señor y Salvador. El amor nos guiará y nos dará fuerza. Y, donde está él, estaremos también nosotros (cf. Jn 12, 26).

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Evangelio del día: «He aquí la esclava del Señor»

Evangelio del día: «He aquí la esclava del Señor»

Lucas 1, 26-38. IV Domingo del Tiempo de Adviento. A pocos días ya de la fiesta de Navidad, se nos invita a dirigir la mirada al misterio inefable que María llevó durante nueve meses en su seno virginal: el misterio de Dios que se hace hombre. Este es el primer eje de la redención. El segundo es la muerte y resurrección de Jesús, y estos dos ejes inseparables manifiestan un único plan divino: salvar a la humanidad y su historia asumiéndolas hasta el fondo al hacerse plenamente cargo de todo el mal que las oprime.

En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Angel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Angel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin». María dijo al Angel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?». El Angel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios». María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho».Y el Angel se alejó.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segundo Libro de Samuel, II Sam 7, 1-5.8b-12.14a.16

Salmo: Sal 89(88), 2-5.27.29

Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 16, 25-27

Oración introductoria

Señor, así como María supo acoger el anuncio del ángel, permite que yo sepa escuchar y aceptar lo que hoy quieres decirme en mi oración, porque mi anhelo es que la verdad de tu Evangelio impregne mi modo de ver, pensar y de actuar.

Petición

Jesús, permite que siempre diga un «sí», alegre y confiado, a lo que Tú quieras pedirme.

Meditación del Santo Padre Francisco

El misterio de la relación entre Dios y el hombre no busca la publicidad, porque no lo haría verdadero. Requiere más bien el estilo del silencio. Corresponde luego a cada uno de nosotros descubrir, precisamente en el silencio, las características del misterio de Dios en la vida personal. A pocos días de la Navidad, el Papa Francisco propuso una fuerte reflexión sobre el valor del silencio. E invitó a amarlo y buscarlo así como lo hizo María, cuyo testimonio evocó en la misa celebrada [hoy].

Una reflexión basada en el pasaje del Evangelio de san Lucas propuesto por la liturgia del día (1, 26-38), que inicia con «esa frase» que «nos dice mucho» dirigida por el ángel a la Virgen: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra», y que remite también al pasaje del libro de Isaías (7, 10-14), proclamado en la primera lectura de la celebración.

«Es la sombra de Dios —explicó el Pontífice— que en la historia de la salvación custodia siempre el misterio». Es «la sombra de Dios que acompañó al pueblo en el desierto». Toda la historia de la salvación muestra que «el Señor cuidó siempre el misterio. Y cubrió el misterio. No hizo publicidad del misterio». En efecto, «el misterio que hace publicidad de sí mismo no es cristiano, no es misterio de Dios. Es un fingimiento de misterio». Precisamente el pasaje evangélico de hoy lo confirma, prosiguió el Papa. Cuando la Virgen recibe del ángel el anuncio del Hijo, «el misterio de su maternidad personal» permanece oculto.

Y ésta es una verdad que se refiere también a todos nosotros. «Esta sombra de Dios en nosotros, en nuestra vida», afirmó el Pontífice, nos ayuda a «descubrir nuestro misterio: nuestro misterio del encuentro con el Señor, nuestro misterio del camino de la vida con el Señor». En efecto, «cada uno de nosotros —explicó el Papa— sabe cómo obra misteriosamente el Señor en su corazón, en su alma. Y cuál es la nube, el poder, cómo es el estilo del Espíritu Santo para cubrir nuestro misterio. Esta nube en nosotros, en nuestra vida, se llama silencio. El silencio es precisamente la nube que cubre el misterio de nuestra relación con el Señor, de nuestra santidad y nuestros pecados».

Es un «misterio» que, continuó, «no podemos explicar. Pero cuando no hay silencio en nuestra vida el misterio se pierde, se va». He aquí, entonces, la importancia de «custodiar el misterio con el silencio: es la nube, el poder de Dios para nosotros, la fuerza del Espíritu Santo».

El Papa Francisco propuso una vez más el testimonio de la Virgen que vivió hasta el final «este silencio» en toda su vida. «Pienso —dijo el Pontífice— cuántas veces calló, cuántas veces no dijo lo que sentía para custodiar el misterio de la relación con su Hijo». Y recordó que «Pablo VI en 1964, en Nazaret, nos decía que tenemos la necesidad de renovar y reforzar, de robustecer el silencio», precisamente porque «el silencio custodia el misterio». El Papa dejó lugar luego «al silencio de la Virgen al pie de la cruz», a lo que pasaba por su mente —recordó— como hizo también Juan Pablo II.

En realidad, precisó, el Evangelio, no refiere palabra alguna de la Virgen: María «era silenciosa, pero dentro de su corazón cuántas cosas decía al Señor» en ese momento crucial de la historia. Probablemente María habrá reflexionado en las palabras del ángel que «hemos leído» en el Evangelio respecto a su Hijo: «Aquel día me dijiste que sería grande. Tú me dijiste que le darías el trono de David su padre y que reinaría para siempre. Pero ahora lo veo allí», en la cruz. María «con el silencio cubrió el misterio que no comprendía. Y con el silencio dejó que el misterio pudiera crecer y florecer» llevando a todos una gran «esperanza».

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra»: las palabras del ángel a María, dijo una vez más el Pontífice, nos aseguran que «el Señor cubre su misterio». Porque «el misterio de nuestra relación con Dios, de nuestro camino, de nuestra salvación no se puede poner al aire, hacer con él publicidad. El silencio lo custodia». El Papa Francisco concluyó su homilía con la oración de que «el Señor nos dé a todos la gracia de amar el silencio, buscarlo, tener un corazón protegido por la nube del silencio. Y así el misterio que crece en nosotros dará muchos frutos».

Santo Padre Francisco: El misterio no busca publicidad

Homilía del viernes, 20 de diciembre de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de este cuarto domingo de Adviento nos vuelve a proponer el relato de la Anunciación (Lc 1, 26-38), el misterio al que volvemos cada día al rezar el Ángelus. Esta oración nos hace revivir el momento decisivo en el que Dios llamó al corazón de María y, al recibir su «sí», comenzó a tomar carne en ella y de ella. La oración «Colecta» de la misa de hoy es la misma que se reza al final del Ángelus: «Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección».

A pocos días ya de la fiesta de Navidad, se nos invita a dirigir la mirada al misterio inefable que María llevó durante nueve meses en su seno virginal: el misterio de Dios que se hace hombre. Este es el primer eje de la redención. El segundo es la muerte y resurrección de Jesús, y estos dos ejes inseparables manifiestan un único plan divino: salvar a la humanidad y su historia asumiéndolas hasta el fondo al hacerse plenamente cargo de todo el mal que las oprime.

Este misterio de salvación, además de su dimensión histórica, tiene también una dimensión cósmica: Cristo es el sol de gracia que, con su luz, «transfigura y enciende el universo en espera» (Liturgia). La misma colocación de la fiesta de Navidad está vinculada al solsticio de invierno, cuando las jornadas, en el hemisferio boreal, comienzan a alargarse. A este respecto, tal vez no todos saben que la plaza de San Pedro es también una meridiana; en efecto, el gran obelisco arroja su sombra a lo largo de una línea que recorre el empedrado hacia la fuente que está bajo esta ventana, y en estos días la sombra es la más larga del año. Esto nos recuerda la función de la astronomía para marcar los tiempos de la oración. El Ángelus, por ejemplo, se recita por la mañana, a mediodía y por la tarde, y con la meridiana, que en otros tiempos servía precisamente para conocer el «mediodía verdadero», se regulaban los relojes.

El hecho de que precisamente hoy, 21 de diciembre, a esta misma hora, caiga el solsticio de invierno me brinda la oportunidad de saludar a todos aquellos que van a participar de varias maneras en las iniciativas del año mundial de la astronomía, el 2009, convocado en el cuarto centenario de las primeras observaciones de Galileo Galilei con el telescopio. Entre mis predecesores de venerada memoria ha habido cultivadores de esta ciencia, como Silvestre II, que la enseñó, Gregorio XIII, a quien debemos nuestro calendario, y san Pío X, que sabía construir relojes de sol. Si los cielos, según las bellas palabras del salmista, «narran la gloria de Dios» (Sal 19, 2), también las leyes de la naturaleza, que en el transcurso de los siglos tantos hombres y mujeres de ciencia nos han ayudado a entender cada vez mejor, son un gran estímulo para contemplar con gratitud las obras del Señor.

Volvamos ahora nuestra mirada a María y José, que esperan el nacimiento de Jesús, y aprendamos de ellos el secreto del recogimiento para gustar la alegría de la Navidad. Preparémonos para acoger con fe al Redentor que viene a estar con nosotros, Palabra de amor de Dios para la humanidad de todos los tiempos.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: Ángelus del IV domingo de Adviento

Domingo, 21 de diciembre de 2008

Propósito

Rechazar preocupaciones sobre las que no puedo hacer nada, para actuar confiadamente sobre lo que sí puedo cambiar.

Diálogo con Cristo

Dios mío, gracias por quedarte en la Eucaristía y por darme a María como madre y modelo de mi vida. Contemplar su gozo, su actitud de acogida y aceptación, su humildad, me motivan a exclamar con gozo: heme aquí Señor, débil e infiel, pero lleno de alegría por saber que con tu gracia, las cosas pueden y van a cambiar.

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Catequesis sobre el Domingo de Resurrección

Catequesis sobre el Domingo de Resurrección

He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros: es el hombre vivo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7). Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana. Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).

Santo Padre Francisco: Mensaje Urbi et Orbi

Domingo de Resurrección, 31 de marzo de 2013

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La Resurrección es fuente de profunda alegría. A partir de ella, los cristianos no podemos vivir más con caras tristes.


Importancia de la fiesta

El Domingo de Resurrección o de Pascua es la fiesta más importante para todos los católicos, ya que con la Resurrección de Jesús es cuando adquiere sentido toda nuestra religión. Cristo triunfó sobre la muerte y con esto nos abrió las puertas del Cielo. En la Misa dominical recordamos de una manera especial esta gran alegría. Se enciende el Cirio Pascual que representa la luz de Cristo resucitado y que permanecerá prendido hasta el día de la Ascensión, cuando Jesús sube al Cielo.

La Resurrección de Jesús es un hecho histórico, cuyas pruebas entre otras, son el sepulcro vacío y las numerosas apariciones de Jesucristo a sus apóstoles. Cuando celebramos la Resurrección de Cristo, estamos celebrando también nuestra propia liberación. Celebramos la derrota del pecado y de la muerte. En la resurrección encontramos la clave de la esperanza cristiana: si Jesús está vivo y está junto a nosotros, ¿qué podemos temer?, ¿qué nos puede preocupar?

Cualquier sufrimiento adquiere sentido con la Resurrección, pues podemos estar seguros de que, después de una corta vida en la tierra, si hemos sido fieles, llegaremos a una vida nueva y eterna, en la que gozaremos de Dios para siempre. San Pablo nos dice: «Si Cristo no hubiera resucitado, vana seria nuestra fe» (I Corintios 15,14). Si Jesús no hubiera resucitado, sus palabras hubieran quedado en el aire, sus promesas hubieran quedado sin cumplirse y dudaríamos que fuera realmente Dios. Pero, como Jesús sí resucitó, entonces sabemos que venció a la muerte y al pecado; sabemos que Jesús es Dios, sabemos que nosotros resucitaremos también, sabemos que ganó para nosotros la vida eterna y de esta manera, toda nuestra vida adquiere sentido.

La Resurrección es fuente de profunda alegría. A partir de ella, los cristianos no podemos vivir más con caras tristes. Debemos tener cara de resucitados, demostrar al mundo nuestra alegría porque Jesús ha vencido a la muerte. La Resurrección es una luz para los hombres y cada cristiano debe irradiar esa misma luz a todos los hombres haciéndolos partícipes de la alegría de la Resurrección por medio de sus palabras, su testimonio y su trabajo apostólico. Debemos estar verdaderamente alegres por la Resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. En este tiempo de Pascua que comienza, debemos aprovechar todas las gracias que Dios nos da para crecer en nuestra fe y ser mejores cristianos. Vivamos con profundidad este tiempo.

Con el Domingo de Resurrección comienza un Tiempo pascual, en el que recordamos el tiempo que Jesús permaneció con los apóstoles antes de subir a los cielos, durante la fiesta de la Ascensión.


¿Cómo se celebra el Domingo de Pascua?

Se celebra con una Misa solemne en la cual se enciende el cirio pascual, que simboliza a Cristo resucitado, luz de todas las gentes. En algunos lugares, muy de mañana, se lleva a cabo una procesión que se llama «del encuentro». En ésta, un grupo de personas llevan la imagen de la Virgen y se encuentran con otro grupo de personas que llevan la imagen de Jesús resucitado, como símbolo de la alegría de ver vivo al Señor.

En algunos países, se acostumbra celebrar la alegría de la Resurrección escondiendo dulces en los jardines para que los niños pequeños los encuentren, con base en la leyenda del «conejo de pascua».

La costumbre más extendida alrededor del mundo, para celebrar la Pascua, es la regalar huevos de dulce o chocolate a los niños y a los amigos.

A veces, ambas tradiciones se combinan y así, el buscar los huevitos escondidos simboliza la búsqueda de todo cristiano de Cristo resucitado.

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Artículo original en Catholic.net