Año tras año, las costumbres populares nos insertan dentro de algunas celebraciones que, si bien no son estrictamente catequísticas, poseen una índole mágica-religiosa que muchas veces pueden generarnos cierta confusión como, por ejemplo, los festejos en torno a la Navidad. Por supuesto que no se trata aquí de “pinchar” o “desencantar” fantasías infantiles disfrutadas por generaciones. Lo único que creemos aconsejable hacer es orientar a los niños para que rescaten los elementos esenciales de tales sucesos religiosos.
Papá Noel
La leyenda de Papa Noel, Santa Claus o San Nicolás (como se lo llama en muchos países) se remonta a fines del siglo III. Nicolás nació en una familia rica de la región del sur de Turquía (Asia Menor). Cuando fue adulto se convirtió al cristianismo. Posteriormente, fue elegido obispo y tomó la costumbre de recorrer su pueblo repartiendo regalos en las casas, para la época de la Navidad, especialmente entre los niños y adolescentes carenciados. Menos de 100 años después, Nicolás fue canonizado por sus obras de caridad. Fue enterrado en la ciudad de Bari, Italia, razón porque se lo recuerda como San Nicolás de Bari. Su nombre dio origen a Santa Claus (contracción de Sanctus Nicolaus, en latín).
Con respecto a la figura actual de Papá Noel y toda la parodia que se representa en torno a su imagen y los regalos, conviene no abusar demasiado de ello. Muchos niños quedan atemorizados y, más adelante defraudados, frente a la “mentira” de Papá Noel. Con las figuras de nuestros cuentos y representaciones no se debe explotar la buena fe de los niños ni mucho menos, realizar advertencias moralizantes en función de tales historias o personajes. Por ejemplo: “tienes que portarte bien porque si no, Papá Noel no va a traerte ningún regalo…” o “el Niño Jesús está muy enojado con lo que hiciste…”
El encuentro con Papá Noel podría transformarse —y en muchos lados se está haciendo así — en una representación alegre y entretenida en la cual toda la familia participa. Los regalos los traen los padres y se intercambian entre todos y se reparten. A los mismos chicos les gusta mucho disfrazarse o ver a sus familiares disfrazados de Santa Claus (entre paréntesis, qué lindo sería poder rescatar el nombre de San Nicolás que más tiene que ver con nuestra cultura…). De esta manera, no se finge ante los niños ni se los mantiene en la incertidumbre y todos disfrutarán mejor de la jornada navideña.
De todos modos, no habría que perder de vista el hecho central de la presencia de Papá Noel o Santa Claus y las circunstancias que dieron origen a su leyenda: homenajear el nacimiento de Jesús atendiendo de corazón a nuestros hermanos necesitados.
En todos los casos es muy importante diferenciar siempre con los chicos entre las leyendas sobre Papá Noel, Santa Claus, etcétera, y el hecho real del nacimiento de Jesús. El nacimiento de Jesús es un hecho real y verdadero. No podemos ni debemos reducir el sentido de la Navidad a un momento alegre del año, donde todos renovamos nuestras esperanzas de un mundo mejor y deseos de prosperidad.
A la celebración material añadamos la celebración espiritual. Que al centro de las celebraciones, esté el celebrado, Jesús y que no nos olvidemos del festejado en su fiesta. Por esta razón, prestemos más atención a todos los signos y gestos que nos refieren a Jesús: el armado del pesebre junto a los chicos, la preparación espiritual, la oración durante el Adviento, la oración en familia en la Nochebuena, la visita a los pesebres en los templos, asistir a un pesebre viviente.
Lo importante es la actitud interior de oración, recogimiento y alabanza a Dios por las maravillas que ha hecho al enviarnos a su Hijo Único, Jesús y que recordamos en Navidad. Y, como en todas las cosas, el ejemplo y devoción de los padres es la mejor enseñanza para los chicos.
Hay un pajarito que en medio de los rigores del invierno, cuando las demás aves han emigrado por temor de la nieve y de los hielos, se queda único señor del bosque, y por esta razón se le llama el pajarito del frío.
Cuenta una tradición que en una ocasión en que el sol estaba escondido detrás de unas nubes grises, y una niebla fría envolvía como una gasa sutil árboles y casas, salió a pasear por el bosque el Genio del Frío para gozarse en su obra: cuando hirió sus oídos el alegre canto del pajarillo.
— ¿Dónde pasaste la noche?, le preguntó.
—Entré en una cuadra. Y ¡qué calentito se estaba allí!
—Donde entras tú, también podré entrar yo, gruñó el Frío, al siguiente día se encontró en el bosque al reyezuelo, destrenzando arpegios y trinos como si tal cosa.
—¡Demonio de bicho!, pensó para su capote el Frío. Dime bribón: ¿No te has muerto todavía?
El pajarillo, reyezuelo del bosque, siguió lanzando al aire sus primorosos gorjeos.
—¿Qué cantas?, preguntó de mal talante el Frío. ¿Dónde has pasado la noche que tan cantarín estás?
—Me acurruqué en un huequecito que había en el techo de un lavadero en que las lavanderas habían hecho hervir la lejía.
—Bueno, bueno. Ya llegaré yo también hasta allí, volvió a gruñir el Frío mientras se alejaba.
¡Cómo heló aquella noche! Hasta el agua cliente de la lejía se enfrió y llegó a helarse.
A la mañana siguiente el pajarillo cantaba nuevamente. El Frío, asombrado, vencido, le volvió a preguntar airado:
—Pero, ¿no has muerto?
—¿Morir? ¿Por qué?
—¿Pues dónde pasaste la noche?
—Estuve junto al corazón de una madre, que tenía estrechamente abrazado a su chiquitín, para defenderlo del frío. Te aseguro que lugar más caliente no lo hubiera podido encontrar.
El Frío exclamó con visible mal humor: ¡Este es un sitio a donde yo jamás podré llegar!
Y tenía razón, porque el frío de la indiferencia o del olvido podrá llegar a muchos corazones, pero jamás al corazón de una madre.
* * *
Noticias Cristianas: «Historias para amar al prójimo n.º 6»
Lo primero que impresiona en Andrés es el nombre: no es hebreo, como uno se esperaría, sino griego, signo indicativo de una cierta apertura cultural de su familia.
Nos encontramos en Galilea, donde el idioma y la cultura griega están bastante presentes. En las listas de los doce, Andrés se encuentra en segundo lugar, en Mateo (10,1-4) y en Lucas (6,13-16), o en el cuarto lugar, en Marcos (3,13-18) y en los Hechos de los Apóstoles (1,13-14). En todo caso, sin duda tenía un gran prestigio dentro de las primeras comunidades cristianas.
El lazo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios. Puede leerse: «Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres»» (Mateo 4,18-19; Marcos 1,16-17). Por el cuarto Evangelio sabemos otro detalle importante: en un primer momento, Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la presencia del Señor. Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como «el cordero de Dios» (Juan 1, 36); entonces, se movió, y junto a otro discípulo, cuyo nombre no es mencionado, siguió a Jesús, quien que era llamado por Juan «cordero de Dios». El evangelista refiere: «vieron donde vivía y se quedaron con él» (Juan 1, 37-39). Andrés, por tanto, disfrutó de momentos de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación significativa: «Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo», y le condujo hacia Jesús (Juan 1,40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común. Andrés, por tanto, fue el primer apóstol que recibió la llamada y siguió a Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia bizantina le honra con el apelativo de «Protóklitos», que significa el «primer llamado». Por la relación fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla se sienten de manera especial como Iglesias hermanas entre sí. Para subrayar esta relación, mi predecesor, el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces custodiada en la Basílica vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde según la tradición, el apóstol fue crucificado.
Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente el nombre de Andrés en otras tres ocasiones, permitiéndonos conocer algo más de este hombre. La primera es la de la multiplicación de los panes en Galilea. En aquella ocasión, Andrés indicó a Jesús la presencia de un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos peces: muy poco –constató– para toda la gente que se había congregado en aquel lugar (Cf. Juan 6, 8-9). Vale la pena subrayar el realismo de Andrés: había visto al muchacho, es decir, ya le había planteado la pregunta: «Pero, ¿qué es esto para toda esta gente?» (ibídem) y se dio cuenta de la falta de recursos. Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la multitud de personas que habían ido a escucharle.
La segunda ocasión fue en Jerusalén. Saliendo de la ciudad, un discípulo le mostró el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el Templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, junto a Pedro, Santiago y Juan, le preguntó: «Dinos cuándo sucederá esto y cuál será la señal de que ya están por cumplirse todas estas cosas» (Marcos 13,1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el final del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del templo y a mantener siempre una actitud vigilante. De este episodio podemos deducir que no tenemos que tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero al mismo tiempo, tenemos que estar dispuestos a acoger las enseñanzas incluso sorprendentes y difíciles que Él nos ofrece.
En los Evangelios se registra, por último, una tercera iniciativa de Andrés. El escenario sigue siendo Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua, narra Juan, habían venido a la ciudad santa algunos griegos, quizá prosélitos o temerosos de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de Pascua.
Andrés y Felipe, los dos apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia en el Evangelio de Juan, pero precisamente de este modo se revela llena de significado. Jesús dice a sus discípulos y, por su mediación, al mundo griego: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto» (Juan 12, 23-24). ¿Qué significan estas palabras en este contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con los griegos tendrá lugar, pero el mío no será un coloquio sencillo y breve con algunas personas, llevadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, comparable a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el «grano de trigo muerto» –símbolo de mi crucifixión– se convertirá, en la resurrección, en pan de vida para el mundo: será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.
Tradiciones muy antiguas consideran que Andrés, quien transmitió a los griegos estas palabras, no sólo es el intérprete de algunos griegos en el encuentro con Cristo que acabamos de recordar, sino que es considerado como el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés; nos dicen que en el resto de su vida fue el anunciador y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, por el contrario, fue el apóstol del mundo griego: de este modo, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos hermanos, una fraternidad que se expresa simbólicamente en la relación especial de las sedes de Roma y de Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.
Una tradición sucesiva, como decía, narra la muerte de Andrés en Patras, donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz diferente a la de Jesús. En su caso, se trató de una cruz en forma de equis, es decir, con los dos maderos cruzados diagonalmente, que por este motivo es llamada «cruz de san Andrés». Esto es lo que habría dicho en aquella ocasión, según una antigua narración (inicios del siglo VI), titulada «Pasión de Andrés»:
«Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas. Antes de que el Señor subiera sobre ti, provocabas un temor terreno. Sin embargo, ahora, dotada de un amor celeste, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos regalos deparas. Confiado, por tanto, y lleno de alegría, vengo para que tú también me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti… Cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor…, tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me ha redimido. ¡Salve, oh Cruz, sí, verdaderamente, salve!».
Como podemos ver, nos encontramos ante una espiritualidad cristiana sumamente profunda, que ve en la Cruz, más que un instrumento de tortura, el medio incomparable de una asimilación plena con el Redentor, con el Grano de trigo caído en la tierra. Tenemos que aprender una lección muy importante: nuestras cruces alcanzan valor si son consideradas y acogidas como parte de la cruz de Cristo, si son tocadas por el reflejo de su luz.
Sólo por esa Cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y alcanzan su verdadero sentido.
Que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (Cf. Mateo 4, 20; Marcos 1, 18), a hablar con entusiasmo de Él a todos aquellos con los que nos encontramos, y sobre todo a cultivar con Él una relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo en Él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.
Sentada sobre el lago de Genesareth estaba Cafarnaúm, y junto a Cafarnaúm, Corozaím y Bethsaida. Bethsaida y Corozaím, pequeñas aldeas de pescadores y campesinos, miraban con envidia a Cafarnaúm, que poco a poco se había ido convirtiendo en una ciudad populosa y comercial. Situada en el camino de las caravanas que desde Damasco se dirigían al mar, había llegado a ser un punto de cita para artesanos, traficantes, mercaderes, comisionistas, soldados, recaudadores y funcionarios. De los pueblos limítrofes le llegaban sin cesar gentes deseosas de ganarse la vida o de ocupar un puesto en las covachuelas del fisco. Así habían llegado dos pescadores de Bethsaida: Simón, hijo de Jonás, y su hermano Andrés. Pero Simón venía empujado por el amor, pues al llegar a Cafarnaúm se había establecido con su mujer en casa de su suegra.
En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»
Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.
—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.
Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.
Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!
—exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»
Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.
—He hallado al Mesías—le dijo.
Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»
Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.
Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.
Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»
Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»
Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.
Juan 18, 33-37. Trigésimo cuarto Domingo del Tiempo Ordinario. Cristo Rey. Cristo reina desde la cruz y con los brazos abiertos, que abarcan a todos los pueblos de la tierra y les atrae a la unidad.
En aquel tiempo preguntó Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» Pilato le respondió: «¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?» Jesús le contestó: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis seguidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de aquí». Pilato le dijo: Conque ¿tú eres rey? Jesús le contestó:«Tú lo dices: soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».
Oración introductoria
Señor mío, Tú eres mi Dios, mi Señor, mi Redentor. Quiero que seas mi Rey, mi Dueño. Toma mi libertad, mi voluntad, mi mente y mi corazón. Quiero que Tú imperes en mí con la fuerza de tu bondad, de tu misericordia y de tu caridad. Aleja de mi alma todo aquello que me separa de Ti y ven a instaurar tu Reino en mi corazón.
Petición
Jesús, ayúdame a luchar todos los días para hacerte reinar más en mi corazón y en el de los demás. ¡Venga tu Reino!
Meditación del Papa
Queridos hermanos y hermanas, os invito por tanto a fortalecer vuestra fe en Jesucristo mediante una auténtica conversión a su persona. Sólo Él nos da la verdadera vida, y nos libera de nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Buscad las raíces de vuestra existencia en el bautismo que habéis recibido y que os ha hecho hijos de Dios. Que Jesucristo os dé a todos la fuerza para vivir como cristianos y tratar de transmitir con generosidad a las nuevas generaciones lo que habéis recibido de vuestros padres en la fe. Que el Señor os llene de su gracia.
En este día de fiesta, nos alegramos del reino de Cristo Rey en toda la tierra. Él es quien remueve todo lo que obstaculiza la reconciliación, la justicia y la paz. Recordemos que la verdadera realeza no consiste en una ostentación de poder, sino en la humildad del servicio; no en la opresión de los débiles, sino en la capacidad de protegerlos para darles vida en abundancia. Cristo reina desde la cruz y con los brazos abiertos, que abarcan a todos los pueblos de la tierra y les atrae a la unidad. Por la cruz, derriba los muros de la división, y nos reconcilia unos con otros y con el Padre.
Benedicto XVI, 20 de noviembre de 2011.
Reflexión
Hemos llegado al último domingo del tiempo ordinario, antes de iniciar el período del adviento. Y la Iglesia siempre celebra y proclama en este día a Jesucristo, Rey universal.
Las lecturas de la Misa de hoy nos presentan al Cristo Rey ya glorificado y Señor de la historia: en el Apocalipsis aparece Jesucristo, «el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra». Él es «el que es, el que era y el que viene»; o sea el Eterno, el Todopoderoso. Es este mismo Jesús glorificado a quien contempla el profeta Daniel en su visión apocalíptica: «Yo vi en una visión nocturna venir a un Hijo de hombre sobre las nubes del cielo, y a Él se le dio el poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno, no cesará; su reino no acabará».
En el Evangelio, en cambio, vemos al Jesús «terreno», al Jesús histórico, que comparece ante Pilato poco antes de ser condenado a muerte y colgado sobre la cruz. Y aparece el Cristo Hombre en toda su majestad y grandeza, como prefigurando ya su divinidad: «Tú lo dices -responde a Pilato—: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo»…. ¡Sí! Para ser Rey.
Pero Cristo no es un rey cualquiera: «Mi reino no es de este mundo». No es un reino de honores, de riquezas, de poderes y dignidades como lo entiende el mundo. Su reino es de una dimensión trascendente y muy superior. No es un reino terreno, sino celestial. Es un reino de amor, de justicia, de gracia y de paz; un reino que está muy por encima de las ambiciones humanas. Un reino que heredarán los pobres, los mansos, los que sufren, los misericordiosos, los humildes, los pacíficos, los perseguidos… Un reino, en definitiva, que poseeremos plenamente en la otra vida, pero que ya ha iniciado desde ahora.
Hay en la Biblia una relación, de suma importancia, sobre la unción de David en Hebrón como rey de Israel. Dios lo había escogido hacía muchos años, en sustitución de Saúl. Pero la vida de David había sido hasta el presente muy azarosa. Al principio fue fulgurante, cuando, matado con la honda el gigante Goliat, salían las muchachas bailando y cantando:
– ¡Saúl ha matado mil, y David ha liquidado a diez mil!
Era como decir: el próximo rey será David. Y le entraron los celos a Saúl, que, de amigo, se convirtió en enemigo implacable. Llega un momento en que David, después de una vida de guerrero valiente y estratega magnífico, consulta a Dios:
– ¿Debo ir a alguna ciudad de Judá?
– Sí; vete a Hebrón.
Allí se establece David, que desde Samuel había recibido la promesa de que un día llegaría a ser el rey de todo el pueblo. Primero le ungen como rey los hombres de Judá, y en Hebrón reinará siete años. Muerto Saúl, llegan los hombres de las diez tribus de Israel, que le dicen:
– Somos como huesos tuyos y carne tuya.
– ¿Qué queréis decirme con esto?
– Que tú, aunque viviera todavía Saúl, nos guiabas antes como jefe nuestro. Ahora, ha llegado el momento de que se cumpla la palabra del Señor sobre ti, pues te dijo: Tú apacentarás como un pastor a mi pueblo; tú serás el rey de Israel.
Subido a Jerusalén, allí reinará treinta y tres años, completando, con los siete de Hebrón, cuarenta años de reinado sobre el Pueblo de Dios.
Pero, esto será nada más que un signo: a David le promete Dios darle en uno de sus descendientes un reino eterno. Cuando llegue el momento, dirá el Angel a María:
– El hijo que vas a tener será grande; Dios le dará el trono de David, su antepasado; reinará para siempre sobre Judá, y su reinado no tendrá fin.
Jesús será Rey. ¡Pero será un Rey tan distinto del que soñaban los judíos de su tiempo!…
Nos basta ver cuándo y cómo es proclamado por los demás, y cómo se proclama Él mismo como Rey, para darnos cuenta de que va a ser y es un Rey muy especial.
– Mi reino no es de este mundo, le dice a Pilato, el cual, le pregunta a su vez:
– Entonces, ¿tú eres rey?.
– Sí; yo soy rey.
La investidura de semejante Rey es muy original. Los hombres lo hacen todo por burla, pero Dios convierte esa burla en el acto más sagrado y solemne. Herodes, un miserable reyezuelo, acaba de echarle encima una vestidura brillante y vieja, para decirle que es un rey loco… Los soldados brutos, se han dicho:
– ¿Que éste es el rey de los judíos? ¡Pues, vamos a coronarlo!
Y le ciñen una corona de espinas. Pilato lo muestra así al pueblo:
– ¡Mirad al hombre! ¡Mirad a vuestro Rey!…
Y hace colocar en el patíbulo de la cruz la causa de su condena a muerte:
– Jesús Nazareno, el Rey de los judíos.
Está claro, que nuestro Rey Jesús es un Rey muy especial. En vez de empezar su reinado -conquistado con su propia sangre- aplastando a sus enemigos, lo primero que hace es perdonar:
– Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen.
Y al ladrón, que le confiesa como Rey desde su propia cruz, le promete con gozo inmenso:
– ¡Hoy, hoy mismo, estarás conmigo en el paraíso!…
Porque su reino va a ser esto: un reinado de amor, de perdón, de santidad, de paz. Y el premio que dará a los suyos, al final de todo -acabada la guerra contra todos los enemigos de Dios-, será hacerles participar de su propio Reino en una gloria inacabable:
– Venid, benditos de mi Padre, venid al reino que os está preparado desde la creación del mundo.
La Biblia entera, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, proclama continuamente al Mesías o al Cristo como Rey de todas las cosas.
La Iglesia lo ha reconocido mejor que nadie, y modernamente ha instituido la Fiesta de Jesucristo Rey para recordar a todos los pueblos que tienen un Soberano con autoridad suprema sobre todas las naciones. Pero no hay que temerlo. Como canta un himno de Navidad ante la matanza de los Inocentes, les dice la Iglesia a todos las palabras dirigidas a Herodes: No quita los reinos de la tierra el que a todos da el Reino de los Cielos.
Jesucristo es Rey para salvar. Si lucha, no es sino contra Satanás, para arrebatarle su imperio y arrancar de sus garras las almas que lleva a la perdición. Y Jesucristo se las arrebata para salvarlas a todas.
Propósito
Asistir, preferentemente en familia, a la Sagrada Eucaristía que celebra hoy a Cristo Rey.
Diálogo con Cristo
Señor, somos súbditos fieles tuyos, del Rey de reyes. Estamos comprometidos a ser los dispensadores de tu paz, de tu perdón, de tu amor. Ahora, nos toca la lucha de cada día, e ir teñidos en sangre, como nuestro Rey en el pretorio de Pilato y en la cruz. ¿El día de mañana?…, nos tocará ceñir corona de oro y manto de púrpura, como Tu, el Rey inmortal de los siglos….
Como en otros días, ha de ser hoy el Rosario arma poderosa, para vencer en nuestra lucha interior, y para ayudar a todas las almas. Ensalza con tu lengua a Santa María: reparación te pide el Señor, y alabanzas de tu boca. Ojalá sepas y quieras tú sembrar en todo el mundo la paz y la alegría, con esta admirable devoción mariana y con tu caridad vigilante.
Estalla ahora la letanía lauretana, siempre con esplendor de luz nueva y color y sentido distintos.
Clamores al Señor, a Cristo; peticiones a cada una de las personas divinas, y a la Santísima Trinidad; piropos encendidos a Santa María: Madre de Cristo, Madre Inmaculada, Madre del Buen Consejo, Madre del Creador, Madre del Salvador…, Virgen prudentísima…, Asiento de la Sabiduría, Rosa mística, Torre de David, Arca de la Alianza, Estrella de la mañana…, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, Auxilio de los cristianos…
Y el reconocimiento de su reinado —Regina! —¡Reina!— y el de su mediación: Sub tuum præsidium confugimus, —bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios…, líbranos de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita.
Ruega por nosotros, Reina del Santísimo Rosario, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.
Como en otros días, ha de ser hoy el Rosario arma poderosa, para vencer en nuestra lucha interior, y para ayudar a todas las almas. Ensalza con tu lengua a Santa María: reparación te pide el Señor, y alabanzas de tu boca. Ojalá sepas y quieras tú sembrar en todo el mundo la paz y la alegría, con esta admirable devoción mariana y con tu caridad vigilante.
Quinto Misterio Luminoso: La Institución de la Eucaristía
Quinto Misterio Luminoso: texto original
La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13,1).
Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección.
Jesús se quedó en la Eucaristía por amor…, por ti.
—Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres… y cómo lo recibes tú.
—Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino.
Niño bueno: los amadores de la tierra ¡cómo besan las flores, la carta, el recuerdo del que aman!…
—Y tú, ¿podrás olvidarte alguna vez de que le tienes siempre a tu lado… ¡a Él!? —¿Te olvidarás… de que le puedes comer?
—¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol —Cristo— en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!
Como en otros días, ha de ser hoy el Rosario arma poderosa, para vencer en nuestra lucha interior, y para ayudar a todas las almas. Ensalza con tu lengua a Santa María: reparación te pide el Señor, y alabanzas de tu boca. Ojalá sepas y quieras tú sembrar en todo el mundo la paz y la alegría, con esta admirable devoción mariana y con tu caridad vigilante.
Cuarto Misterio Luminoso: La Transfiguración del Señor
Cuarto Misterio Luminoso: texto original
Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz (Mt 17,2).
¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!
Y una voz desde la nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco; escuchadle (Mt 17, 5).
Señor nuestro, aquí nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte.
Vultum tuum, Domine, requiram (Sal 26, 8), buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara (I Cor. 13, 12). Sí, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Sal 41,3)