Evangelio del día: Los discípulos de Emaús

Evangelio del día: Los discípulos de Emaús

Lucas 24, 13-35. Miércoles de la 1.ª semana del Tiempo de Pascua. Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.

Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojo lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 3, 1-10

Salmo: Sal 105(104), 1-9

Oración introductoria

Gracias, Señor, por buscarme, por no dejarme solo en el camino. Me conoces y sabes que soy presa fácil del desánimo y del abatimiento y me cuesta mucho reconocerte en mi oración. Ilumina mi mente y mi corazón para que sepa descubrirte y experimente esa cercanía que me llena de paz y amor.

Petición

Cristo resucitado, enciende el calor de mi fe y esperanza de tal manera, que en esta Pascua de resurrección, la vivencia de la caridad sea el distintivo de mi vida.

Meditación del Santo Padre Francisco

Comentando el episodio del Evangelio del martes de la Octava de Pascua, cuando san Juan refiere la frase de María de Magdala: «¡He visto al Señor!» después de haberle lavado los pies con sus lágrimas y secado con sus cabellos (Jn 20, 11-18), el Papa Francisco recordó que Jesús perdonó los pecados de esta mujer, porque ella «amó mucho». De este modo, volvió a proponer el testimonio de quien era «despreciada por aquellos que se consideraban justos»; sin embargo «no dice “he fracasado”». «Sencillamente llora». «Hay un momento en nuestra vida —explicó el Papa— en el que sólo las lágrimas nos preparan para ver a Jesús. ¿Cuál es el mensaje de esta mujer? «He visto al Señor».

Sobre otra cuestión quiso poner en guardia el Papa Francisco el 3 de abril: los lamentos hacen daño al corazón. No sólo aquellos contra los demás, «sino también aquellos contra nosotros mismos, cuando todo se nos presenta amargo». Centrándose en el el episodio de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), habló del desfallecimiento de estos por la muerte del Maestro. En su corazón pensaban: «Nosotros habíamos tenido tanta esperanza, pero todo fracasó»; «pienso muchas veces —reflexionó el Santo Padre— que igualmente nosotros, cuando suceden cosas difíciles, también cuando nos visita la Cruz, corremos este peligro de encerrarnos en los lamentos». Sin embargo, en ese momento el Señor «está cerca de nosotros, pero no le reconocemos. Camina con nosotros, pero no le reconocemos. Incluso nos habla, pero no le oímos». E invitó: «Estemos seguros de que el Señor nunca nos abandona: siempre está con nosotros, también en el momento difícil. Y no busquemos refugio en los lamentos: nos hacen daño al corazón».

Santo Padre Francisco: Mujeres y hombres de esperanza

Misas matutinas en la capilla de la Domus Sanctae Marthae

del 2 abril al 11 de abril de 2013

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

En este relato se nos habla de dos seguidores de Cristo que, el día siguiente al sábado, es decir, el tercero desde su muerte, tristes y abatidos dejaron Jerusalén para dirigirse a una aldea poco distante, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino, se les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocieron. Sintiéndolos desconsolados, les explicó, basándose en las Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria. Después, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, bendijo el pan y lo partió. En ese momento lo reconocieron, pero él desapareció de su vista, dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.

La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.

En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos: «Nosotros esperábamos…» (Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado…, pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.

Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.

También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por decirlo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía.

Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad.

Santo Padre Benedicto XVI

Regina Caeli del III Domingo de Pascua,  6 de abril de 2008

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II «Yo sé en quién tengo puesta mi fe»(2 Tm 1,12)

Creer solo en Dios

150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: «Jesús es Señor» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios […] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hacer una visita a Cristo Eucaristía para reflexionar sobre la Divina Providencia, a fin de que nunca me decepcione o dude de su Palabra.

Diálogo con Cristo

Señor, concédeme que mi corazón arda y esté encendido, como lo estaba el de los discípulos de Emaús tras encontrarse contigo. No permitas que nada, ni nadie, me robe la gracia de tu presencia, que es el gran tesoro de mi vida.

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Evangelio del día: Martes de la Octava de Pascua

Evangelio del día: Martes de la Octava de Pascua

Juan 20, 11-18. Martes de la Octava del Tiempo de Pascua. Si Jesús ha resucitado, entonces y sólo entonces— ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo.

María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». María respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». Jesús le dijo: «¡María!». Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: «¡Raboní!», es decir «¡Maestro!». Jesús le dijo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: «Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes». María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 2, 36-41

Salmo: Sal 33(32), 4-5.18-20.22

Oración introductoria

Señor, cuánta ofuscación, cuántos miedos, cuántas tentaciones me alejan fácilmente de mi camino a la santidad. Me cuesta rezar, me cuesta guardar silencio, me cuesta no percibir, no sentir que me estés escuchando… Pero creo y confío en que, a pesar de mi debilidad, Tú siempre estés a mi lado. ¡Ven e ilumina mi oración!

Petición

Señor, permite reconocerte en tu Palabra y en esta meditación, así como le sucedió a María Magdalena.

Meditación del Santo Padre Francisco

Comentando el episodio del Evangelio del martes de la Octava de Pascua, cuando san Juan refiere la frase de María de Magdala: «¡He visto al Señor!» después de haberle lavado los pies con sus lágrimas y secado con sus cabellos (Jn 20, 11-18), el Papa Francisco recordó que Jesús perdonó los pecados de esta mujer, porque ella «amó mucho». De este modo, volvió a proponer el testimonio de quien era «despreciada por aquellos que se consideraban justos»; sin embargo «no dice “he fracasado”». «Sencillamente llora». «Hay un momento en nuestra vida —explicó el Papa— en el que sólo las lágrimas nos preparan para ver a Jesús. ¿Cuál es el mensaje de esta mujer? «He visto al Señor».

Santo Padre Francisco: Mujeres y hombres de esperanza

Misas matutinas en la capilla de la Domus Sanctae Marthae

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí por qué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.

Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.

Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja».

Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces –y sólo entonces– ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia.

Santo Padre Benedicto XVI: Mensaje Urbi et Orbi

Domingo de Pascua el 8 de abril de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Sentido y alcance salvífico de la Resurrección

651 «Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe»(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc24, 6-7). La expresión «según las Escrituras» (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. DS 150) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros […] al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»» (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

654 Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificaciónque nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos […] así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

655 Por último, la Resurrección de Cristo —y el propio Cristo resucitado— es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron […] del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean […] los prodigios del mundo futuro» (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Ante las dificultades y frustraciones de este día, ejercitar mi fe y mi confianza en Cristo.

Diálogo con Cristo

Jesús, el conocer el amor que María Magdalena experimentó, me llena de consuelo. Ella te amó y fue fiel en el Calvario. Se mantuvo firme en su misión de propagar con energía y convicción el anuncio de tu resurrección. Y fue capaz de amar así porque se sintió amada, acogida, protegida por Ti, que ves más allá de la debilidad. Gracias, Señor, por tu amor, sé que me amas de la misma forma y espero corresponder a tan inmenso amor, ¡ayúdame a crecer en el amor!

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Evangelio del día: La mañana de Pascua

Evangelio del día: La mañana de Pascua

Mateo 28, 8-15. Lunes de la Octava de Pascua. Lunes de la 1.ª semana del Tiempo de Pascua. En aquellos tiempos, en Israel, el testimonio de las mujeres no podía tener valor oficial, jurídico, pero las mujeres vivieron una experiencia de vínculo especial con el Señor, que es fundamental para la vida concreta de la comunidad cristiana, y esto siempre, en todas las épocas, no sólo al inicio del camino de la Iglesia.

Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos. De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense». Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él. Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán». Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido. Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta consigna: «Digan así: «Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras dormíamos». Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo». Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy.

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Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 2, 14.22-33

Lectura del Salmo: Sal 16(15), 1-2a.5.7-11

Oración introductoria

Cristo, de nuevo me recuerdas que no hay que tener miedo. Bien conoces mi debilidad que produce ese temor que obstaculiza mi esfuerzo por hacer el bien. Por eso te suplico que me des la luz que busco en esta oración, esa luz de tu resurrección, que me llena de alegría y me fortalece para buscar el bien y la verdad.

Petición

Jesús Resucitado, ilumina mi fe y mi vida.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

¡Buenos días y feliz Pascua a todos vosotros! Os agradezco por haber venido también hoy tan numerosos, para compartir la alegría de la Pascua, misterio central de nuestra fe. Que la fuerza de la Resurrección de Cristo llegue a cada persona —especialmente a quien sufre— y a todas las situaciones más necesitadas de confianza y de esperanza.

Cristo ha vencido el mal de modo pleno y definitivo, pero nos corresponde a nosotros, a los hombres de cada época, acoger esta victoria en nuestra vida y en las realidades concretas de la historia y de la sociedad. Por ello me parece importante poner de relieve lo que hoy pedimos a Dios en la liturgia: «Señor Dios, que por medio del bautismo haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos, concede a cuantos han renacido en la fuente bautismal vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron» (Oración Colecta del Lunes de la Octava de Pascua).

Es verdad. Sí; el Bautismo que nos hace hijos de Dios, la Eucaristía que nos une a Cristo, tienen que llegar a ser vida, es decir, traducirse en actitudes, comportamientos, gestos, opciones. La gracia contenida en los Sacramentos pascuales es un potencial de renovación enorme para la existencia personal, para la vida de las familias, para las relaciones sociales. Pero todo esto pasa a través del corazón humano: si yo me dejo alcanzar por la gracia de Cristo resucitado, si le permito cambiarme en ese aspecto mío que no es bueno, que puede hacerme mal a mí y a los demás, permito que la victoria de Cristo se afirme en mi vida, que se ensanche su acción benéfica. ¡Este es el poder de la gracia! Sin la gracia no podemos hacer nada. ¡Sin la gracia no podemos hacer nada! Y con la gracia del Bautismo y de la Comunión eucarística puedo llegar a ser instrumento de la misericordia de Dios, de la bella misericordia de Dios.

Expresar en la vida el sacramento que hemos recibido: he aquí, queridos hermanos y hermanas, nuestro compromiso cotidiano, pero diría también nuestra alegría cotidiana. La alegría de sentirse instrumentos de la gracia de Cristo, como sarmientos de la vid que es Él mismo, animados por la savia de su Espíritu.

Recemos juntos, en el nombre del Señor muerto y resucitado, y por intercesión de María santísima, para que el Misterio pascual actúe profundamente en nosotros y en este tiempo nuestro, para que el odio deje espacio al amor, la mentira a la verdad, la venganza al perdón, la tristeza a la alegría.

Santo Padre Francisco

Regina Caeli, Lunes del Ángel, 1 de abril de 2013

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Los evangelistas no describen el acontecimiento de la resurrección en cuanto tal. Ese acontecimiento permanece misterioso, no en el sentido de menos real, sino de oculto, más allá del alcance de nuestro conocimiento: como una luz tan deslumbrante que no se puede observar con los ojos, pues de lo contrario los cegaría. Los relatos comienzan, en cambio, desde que, al alba del día después del sábado, las mujeres se dirigieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. San Mateo habla también de un terremoto y de un ángel deslumbrante que corrió la gran piedra de la tumba y se sentó encima de ella (cf. Mt 28, 2). Tras recibir del ángel el anuncio de la resurrección, las mujeres, llenas de miedo y de alegría, corrieron a dar la noticia a los discípulos, y precisamente en aquel momento se encontraron con Jesús, se postraron a sus pies y lo adoraron; y él les dijo: «No temáis; id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28, 10). En todos los Evangelios las mujeres ocupan gran espacio en los relatos de las apariciones de Jesús resucitado, como también en los de la pasión y muerte de Jesús. En aquellos tiempos, en Israel, el testimonio de las mujeres no podía tener valor oficial, jurídico, pero las mujeres vivieron una experiencia de vínculo especial con el Señor, que es fundamental para la vida concreta de la comunidad cristiana, y esto siempre, en todas las épocas, no sólo al inicio del camino de la Iglesia.

Modelo sublime y ejemplar de esta relación con Jesús, de modo especial en su Misterio pascual, es naturalmente María, la Madre del Señor. Precisamente a través de la experiencia transformadora de la Pascua de su Hijo, la Virgen María se convierte también en Madre de la Iglesia, es decir, de cada uno de los creyentes y de toda la comunidad.

Santo Padre Benedicto XVI 

Regina Caeli. Lunes del Ángel, 8 de abril de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. La Resurrección obra de la Santísima Trinidad

648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres Personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que «ha resucitado» (Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad —con su cuerpo— en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente «Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rm1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.

649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: «Doy mi vida, para recobrarla de nuevo … Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17-18). «Creemos que Jesús murió y resucitó» (1 Ts 4, 14).

650 Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: «Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, las que antes estaban separadas y segregadas, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas» (San Gregorio de Nisa, De tridui inter mortem et resurrectionem Domini nostri Iesu Christi spatio; cf. también DS 325; 359; 369; 539).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Que mi testimonio de vida sea un medio de evangelización.

Diálogo con Cristo

Jesús, que la celebración de tu resurrección me renueve en el amor. Que me lleve a un estilo de vida comprometido y responsable en la vivencia de mi fe. Que con perseverancia y astucia busque los medios para que seas conocido y amado por los demás, empezando por mi propia familia, que tanto necesita de mi testimonio y amor.

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Evangelio del día: Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

Evangelio del día: Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor. ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. Y esto lo puede hacer el amor de Dios.

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MISA DEL DÍA DE PASCUA


Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 10, 34a.37-43

Pedro, tomando la palabra, dijo:  «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre».


Lectura del Salmo: Sal 118(117), 1-2.16ab-17.22-23

¡Den gracias al Señor, porque es bueno,

porque es eterno su amor!

Que lo diga el pueblo de Israel:

¡es eterno su amor!

La mano del Señor es sublime,

la mano del Señor hace proezas.

No, no moriré:

viviré para publicar lo que hizo el Señor.

La piedra que desecharon los constructores

es ahora la piedra angular.

Esto ha sido hecho por el Señor

y es admirable a nuestros ojos.


Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Colosenses 3,1-4

Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Porque ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.


Lectura del Evangelio según San Juan, Jn 20, 1-9

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto»Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.


Oración introductoria

Señor Jesús, por tu resurrección sé que estoy llamado a resucitar, para eso es la vida, para eso he sido creado. Te suplico que seas Tú la luz en mi camino y, en este momento de oración, ayuda a mis sentidos para que sepan recogerse en el silencio interior y exterior, para poder aspirar a contemplar tu gloriosa resurrección.


Petición

Pidamos a Cristo resucitado poder resucitar junto con Él, ya desde ahora!


Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua! ¡Feliz Pascua!

Es una gran alegría para mí poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas las casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento, en los hospitales, en las cárceles…

Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús ha resucitado, hay la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia. La misericordia de Dios siempre vence.

También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. Y esto lo puede hacer el amor de Dios.

Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido hasta el fondo por la senda de la humildad y de la entrega de sí, hasta descender a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este mismo amor misericordioso ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha hecho pasar a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha entrado en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad, nos ha abierto a un futuro de esperanza.

He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros: es el hombre vivo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).

Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana. Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).

He aquí, pues, la invitación que hago a todos: Acojamos la gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz.

Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para el mundo entero.

Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que tienen dificultades para encontrar el camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el fin de poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Irak, y que cese definitivamente toda violencia, y, sobre todo, para la amada Siria, para su población afectada por el conflicto y los tantos refugiados que están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor se ha de causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la crisis?

Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos terroristas. Paz para el Este la República Democrática del Congo y la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.

Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que se superen las divergencias y madure un renovado espíritu de reconciliación.

Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza la vida humana y la familia; egoísmo que continúa en la trata de personas, la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno: la trata de personas es precisamente la esclavitud más extendida en este siglo ventiuno. Paz a todo el mundo, desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y nos haga custodios responsables de la creación.

Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan en Roma y en todo el mundo, les dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / «Eterna es su misericordia»» (Sal 117,1-2).

Santo Padre Francisco: Mensaje Urbi et Orbi

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor, 31 de marzo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

«CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE»

988 El Credo cristiano —profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora— culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.

989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

990 El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

991 Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella» (Tertuliano, De resurrectione mortuorum 1, 1):

«¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe […] ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1 Co 15, 12-14. 20).

I. La Resurrección de Cristo y la nuestra

Revelación progresiva de la Resurrección

992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:

«El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2 M 7, 9). «Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14; cf. 2 M 7, 29; Dn 12, 1-13).

993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error» (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos» (Mc 12, 27).

994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).

995 Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1, 22; cf. 4, 33), «haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

Cómo resucitan los muertos

997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).

999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él «todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos» (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44):

«Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción […]; los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000 Este «cómo ocurrirá la resurrección» sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 18, 4-5).

1001 ¿Cuándo? Sin duda en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).

Resucitados con Cristo

1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día», también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:

«Sepultados con él en elBbautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos […] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).

1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece «escondida […] con Cristo en Dios» (Col 3, 3) «Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria» (Col 3, 4).

1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo»; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:

«El cuerpo es […] para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? […] No os pertenecéis […] Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Poner especial atención a la convivencia familiar, para que este día esté caracterizado por la alegría.


Diálogo con Cristo

Jesús, qué alegría poder celebrar la Pascua de Resurrección, con júbilo festejo que has vencido el miedo al sufrimiento y a la muerte… y todo para enseñarme un estilo de vida que me puede llevar a la plenitud el amor. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! Rebosa mi corazón de esa auténtica emoción que da una paz inigualable. Confío que no se apagará por los problemas y contrariedades que hoy se puedan presentar, sé que depende de mi actitud porque tu gracia lo hace posible.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Sábado Santo de la Sepultura del Señor

Evangelio del día: Sábado Santo de la Sepultura del Señor

Sábado Santo de la Sepultura del Señor. Hermanos y hermanas, no nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. ¿Estamos acaso con frecuencia cansados, decepcionados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, pensamos no lo podemos conseguir? No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, nunca nos resignemos: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar, no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él.

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VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA


El plan salvífico de Dios: Lecturas iniciales de la Sagrada Escritura


Primera Lectura

Libro del Génesis, Gn 1, 1; 2, 2

Salmo, Sal 103, 1-2a.5-6.10.12-14ab.24.35

Antífona: Señor, envía tu Espíritu y renueva toda la tierra


Segunda lectura

Libro del Génesis, Gn 22, 1-18

Salmo, Sal 15, 5.8-11

Antífona: Protégeme, Dios mío, porque en ti me refugio


Tercera lectura

Libro del Éxodo, Éx 14, 15; 15, 1a

Salmo, Libro del Éxodo, Éx 15, 1b-6.17-18

Antífona: Cantaré al Señor, que se ha cubierto de gloria


Cuarta lectura

Libro de Isaías, Is 54, 5-14

Salmo, Sal 29, 2.4-6.11-12a.13b

Antífona: Yo te glorifico, Señor, porque tú me libraste


Quinta lectura

Libro de Isaías, Is 55, 1-11

Salmo: Libro de Isaías, Is 12, 2-6

Antífona: Sacarán aguas con alegría de las fuentes de la salvación


Sexta lectura

Libro de Baruc, Ba 3, 9-15.32; 4, 4

Salmo, Sal 18, 8-11

Antífona: Señor, tú tienes palabras de vida eterna


Séptima lectura

Libro de Ezequiel, Ez 36, 17a.18-28

Salmo: Sal 41, 3.5bcd; 42, 3-4

Antífona: Mi alma tiene sed de Dios


Primera lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 6, 3-11

¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Pro el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, par que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva. Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección. Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado. Porque el que está muerto, no debe nada al pecado. Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre él. Al morir, él murió al pecado, una vez por todas; y ahora que vive, vive para Dios. Así también ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.


Lectura del Salmo: Salmo 117, Aleluya, Aleluya, Aleluya 

¡Alaben al Señor, todas las naciones,

glorifíquenlo, todos los pueblos!

Porque es inquebrantable su amor por nosotros,

y su fidelidad permanece para siempre.

¡Aleluya!


Lectura del Evangelio según San Mateo: Mt 28, 1-10

Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos. El Angel dijo a las mujeres: «No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en seguida a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán». Esto es lo que tenía que decirles». Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos. De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense». Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él. Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Oración introductoria

Señor Jesús, dame la gracia para que sepa guardar el silencio que me puede llevar a tener un momento de intimidad contigo en esta oración. Creo en ti, Señor, te amo y confío en que Tú también quieres estar conmigo.


Petición

Señor, que sepa prepararme adecuadamente a la celebración de la Vigilia Pascual.


Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas

1. En el Evangelio de esta noche luminosa de la Vigilia Pascual, encontramos primero a las mujeres que van al sepulcro de Jesús, con aromas para ungir su cuerpo (cf. Lc 24,1-3). Van para hacer un gesto de compasión, de afecto, de amor; un gesto tradicional hacia un ser querido difunto, como hacemos también nosotros. Habían seguido a Jesús. Lo habían escuchado, se habían sentido comprendidas en su dignidad, y lo habían acompañado hasta el final, en el Calvario y en el momento en que fue bajado de la cruz. Podemos imaginar sus sentimientos cuando van a la tumba: una cierta tristeza, la pena porque Jesús les había dejado, había muerto, su historia había terminado. Ahora se volvía a la vida de antes. Pero en las mujeres permanecía el amor, y es el amor a Jesús lo que les impulsa a ir al sepulcro. Pero, a este punto, sucede algo totalmente inesperado, una vez más, que perturba sus corazones, trastorna sus programas y alterará su vida: ven corrida la piedra del sepulcro, se acercan, y no encuentran el cuerpo del Señor. Esto las deja perplejas, dudosas, llenas de preguntas: «¿Qué es lo que ocurre?», «¿qué sentido tiene todo esto?» (cf. Lc 24,4). ¿Acaso no nos pasa así también a nosotros cuando ocurre algo verdaderamente nuevo respecto a lo de todos los días? Nos quedamos parados, no lo entendemos, no sabemos cómo afrontarlo. A menudo, la novedad nos da miedo, también la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide. Somos como los apóstoles del Evangelio: muchas veces preferimos mantener nuestras seguridades, pararnos ante una tumba, pensando en el difunto, que en definitiva sólo vive en el recuerdo de la historia, como los grandes personajes del pasado. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Queridos hermanos y hermanas, en nuestra vida, tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Él nos sorprende siempre. Dios es así.

Hermanos y hermanas, no nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. ¿Estamos acaso con frecuencia cansados, decepcionados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, pensamos no lo podemos conseguir? No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, nunca nos resignemos: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar, no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él.

2. Pero volvamos al Evangelio, a las mujeres, y demos un paso hacia adelante. Encuentran la tumba vacía, el cuerpo de Jesús no está allí, algo nuevo ha sucedido, pero todo esto todavía no queda nada claro: suscita interrogantes, causa perplejidad, pero sin ofrecer una respuesta. Y he aquí dos hombres con vestidos resplandecientes, que dicen: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6). Lo que era un simple gesto, algo hecho ciertamente por amor – el ir al sepulcro –, ahora se transforma en acontecimiento, en un evento que cambia verdaderamente la vida. Ya nada es como antes, no sólo en la vida de aquellas mujeres, sino también en nuestra vida y en nuestra historia de la humanidad. Jesús no está muerto, ha resucitado, es el Viviente. No es simplemente que haya vuelto a vivir, sino que es la vida misma, porque es el Hijo de Dios, que es el que vive (cf. Nm 14,21-28; Dt 5,26, Jos 3,10). Jesús ya no es del pasado, sino que vive en el presente y está proyectado hacia el futuro, Jesús es el «hoy» eterno de Dios. Así, la novedad de Dios se presenta ante los ojos de las mujeres, de los discípulos, de todos nosotros: la victoria sobre el pecado, sobre el mal, sobre la muerte, sobre todo lo que oprime la vida, y le da un rostro menos humano. Y este es un mensaje para mí, para ti, querida hermana y querido hermano. Cuántas veces tenemos necesidad de que el Amor nos diga: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Los problemas, las preocupaciones de la vida cotidiana tienden a que nos encerremos en nosotros mismos, en la tristeza, en la amargura…, y es ahí donde está la muerte. No busquemos ahí a Aquel que vive. Acepta entonces que Jesús Resucitado entre en tu vida, acógelo como amigo, con confianza: ¡Él es la vida! Si hasta ahora has estado lejos de él, da un pequeño paso: te acogerá con los brazos abiertos. Si eres indiferente, acepta arriesgar: no quedarás decepcionado. Si te parece difícil seguirlo, no tengas miedo, confía en él, ten la seguridad de que él está cerca de ti, está contigo, y te dará la paz que buscas y la fuerza para vivir como él quiere.

3. Hay un último y simple elemento que quisiera subrayar en el Evangelio de esta luminosa Vigilia Pascual. Las mujeres se encuentran con la novedad de Dios: Jesús ha resucitado, es el Viviente. Pero ante la tumba vacía y los dos hombres con vestidos resplandecientes, su primera reacción es de temor: estaban «con las caras mirando al suelo» – observa san Lucas –, no tenían ni siquiera valor para mirar. Pero al escuchar el anuncio de la Resurrección, la reciben con fe. Y los dos hombres con vestidos resplandecientes introducen un verbo fundamental: Recordad. «Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea… Y recordaron sus palabras» (Lc 24,6.8). Esto es la invitación a hacer memoria del encuentro con Jesús, de sus palabras, sus gestos, su vida; este recordar con amor la experiencia con el Maestro, es lo que hace que las mujeres superen todo temor y que lleven la proclamación de la Resurrección a los Apóstoles y a todos los otros (cf. Lc 24,9). Hacer memoria de lo que Dios ha hecho por mí, por nosotros, hacer memoria del camino recorrido; y esto abre el corazón de par en par a la esperanza para el futuro. Aprendamos a hacer memoria de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas.

En esta Noche de luz, invocando la intercesión de la Virgen María, que guardaba todos estas cosas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), pidamos al Señor que nos haga partícipes de su resurrección: nos abra a su novedad que trasforma, a las sorpresas de Dios, tan bellas; que nos haga hombres y mujeres capaces de hacer memoria de lo que él hace en nuestra historia personal y la del mundo; que nos haga capaces de sentirlo como el Viviente, vivo y actuando en medio de nosotros; que nos enseñe cada día, queridos hermanos y hermanas, a no buscar entre los muertos a Aquel que vive. Amén.

Santo Padre Francisco: Vigilia Pascual

Homilía del Sábado Santo 30 de marzo de 2013


Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

JESUCRISTO FUE SEPULTADO

624 «Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos» (Hb 2, 9). En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente «muriese por nuestros pecados» (1 Co 15, 3) sino también que «gustase la muerte», es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (cf. Jn 19, 42) manifiesta el gran reposo sabático de Dios (cf. Hb 4, 4-9) después de realizar (cf. Jn 19, 30) la salvación de los hombres, que establece en la paz el universo entero (cf. Col 1, 18-20).

El cuerpo de Cristo en el sepulcro

625 La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasible de Cristo antes de Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma persona de «El que vive» que puede decir: «estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1, 18):

«Y este es el misterio del plan providente de Dios sobre la Muerte y la Resurrección de Hijos de entre los muerte: que Dios no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de nuevo, una con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser Él mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en Él la descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando Él mismo el principio de reunión de las partes separadas» (San Gregorio Niceno, Oratio catechetica, 16, 9: PG 45, 52).

626 Ya que el «Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte» (Hch 3,15) es al mismo tiempo «el Viviente que ha resucitado» (Lc 24, 5-6), era necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte:

«Aunque Cristo en cuanto hombre se sometió a la muerte, y su alma santa fue separada de su cuerpo inmaculado, sin embargo su divinidad no fue separada ni de una ni de otro, esto es, ni del alma ni del cuerpo: y, por tanto, la persona única no se encontró dividida en dos personas. Porque el cuerpo y el alma de Cristo existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte, aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo» (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 3, 27: PG 94, 1098A).

«No dejarás que tu santo vea la corrupción»

627 La muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que la persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste no fue un despojo mortal como los demás porque «no era posible que la muerte lo dominase» (Hch 2, 24) y por eso «la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo» (Santo Tomás de Aquino, S.th., 3, 51, 3, ad 2). De Cristo se puede decir a la vez: «Fue arrancado de la tierra de los vivos» (Is 53, 8); y: «mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en la mansión de los muertos ni permitirás que tu santo experimente la corrupción» (Hch 2,26-27; cf. Sal 16, 9-10). La Resurrección de Jesús «al tercer día» (1Co 15, 4; Lc 24, 46; cf. Mt 12, 40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día (cf. Jn 11, 39).

«Sepultados con Cristo … «

628 El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,4; cf Col 2, 12; Ef 5, 26).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hoy buscaré servir humildemente a una persona que provoque en mí, sentimientos negativos.


Diálogo con Cristo

Cristo resucitado, me atrevo a ponerme en tu presencia para que me llenes de Ti y del gozo de tu triunfo sobre el mal y la muerte. Creo firmemente en tu presencia renovadora, pero aumenta mi pobre fe. Confío que eres Tú quien me guiará en esta meditación y en toda mi vida para vivir como un hombre o mujer nuevo(a). Enciéndeme con el fuego de tu amor, para que me entregue a Ti sin reservas y quemes con tu Espíritu Santo mi debilidad y cobardía para darte a conocer a mis hermanos.

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Evangelio del día: Viernes Santo de la Pasión del Señor

Evangelio del día: Viernes Santo de la Pasión del Señor

Viernes Santo de la Pasión del Señor. Triduo Pascual. 

En esta noche debe permanecer sólo una palabra, que es la Cruz misma. La Cruz de Jesús es la Palabra con la que Dios ha respondido al mal del mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva. Queridos hermanos, la palabra de la Cruz es también la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y a nuestro alrededor. Los cristianos deben responder al mal con el bien, tomando sobre sí la Cruz, como Jesús.

Palabras del Santo Padre Francisco el Viernes Santo, el día 29 de marzo de 2013

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MISA

Lectura del Libro de Isaías, Is 52, 13-15.53,1-12.

Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande. Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano, así también él asombrará a muchas naciones, y ante él los reyes cerrarán la boca, porque verán lo que nunca se les había contado y comprenderán algo que nunca habían oído. ¿Quién creyó lo que nosotros hemos oído y a quién se le reveló el brazo del Señor? El creció como un retoño en su presencia, como una raíz que brota de una tierra árida, sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos. Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencia, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. El fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo. Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca. El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento. Si ofrece su vida en sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él. A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado. Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos. Por eso le daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto con los poderosos. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los culpables, siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los culpables.

Lectura del Salmo: Sal 31(30), 2.6.12-13.15-16.17.25.

Yo me refugio en ti, Señor,

¡que nunca me vea defraudado!

Yo pongo mi vida en tus manos:

tú me rescatarás, Señor, Dios fiel.

Soy la burla de todos mis enemigos

y la irrisión de mis propios vecinos;

para mis amigos soy motivo de espanto,

los que me ven por la calle huyen de mí.

Como un muerto, he caído en el olvido,

me he convertido en una cosa inútil.

Pero yo confío en ti, Señor,

y te digo: «Tú eres mi Dios,

mi destino está en tus manos.»

Líbrame del poder de mis enemigos

y de aquellos que me persiguen.

Que brille tu rostro sobre tu servidor,

sálvame por tu misericordia.

Sean fuertes y valerosos,

todos los que esperan en el Señor.

Lectura de la Carta a los Hebreos, Heb 4, 14-16; 5, 7-9.

Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un Sumo Sacerdote insigne que penetró en el cielo, permanezcamos firmes en la confesión de nuestra fe. Porque no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado. Vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno. El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

Lectura del Evangelio según San Juan, Jn 18,1-40; 19, 1-42.

Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos. Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia. Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: «¿A quién buscan?»Le respondieron: «A Jesús, el Nazareno». El les dijo: «Soy yo». Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos. Cuando Jesús les dijo: «Soy yo», ellos retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó nuevamente: «¿A quién buscan?». Le dijeron: «A Jesús, el Nazareno»Jesús repitió: «Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn que estos se vayan»Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me confiaste». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco. Jesús dijo a Simón Pedro: «Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?».

Jesús ante Anás y Caifás. Negaciones de Pedro

El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron. Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: «Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo»Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice, mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro: «¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?». El le respondió: «No lo soy»Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego. El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza. Jesús le respondió: «He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho»Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?»Jesús le respondió: «Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás. Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: «¿No eres tú también uno de sus discípulos?». El lo negó y dijo: «No lo soy»Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: «¿Acaso no te vi con él en la huerta?»Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo. 

Mi reino no es de este mundo

Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua. Pilato salió a donde estaban ellos y les preguntó: «¿Qué acusación traen contra este hombre?». Ellos respondieron:  «Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado»Pilato les dijo: «Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que tienen». Los judíos le dijeron: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie»Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir. Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?»Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?»Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?»Jesús respondió: «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí»Pilato le dijo: «¿Entonces tú eres rey?». Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz»Pilato le preguntó: «¿Qué es la verdad?». Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: «Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo. Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?»Ellos comenzaron a gritar, diciendo: «¡A él no, a Barrabás!». Barrabás era un bandido».

¡Salve, rey de los judíos! ¡Crucifícalo!

Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: «¡Salud, rey de los judíos!», y lo abofeteaban. Pilato volvió a salir y les dijo: «Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena»Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: «¡Aquí tienen al hombre!». Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo»Los judíos respondieron: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios»Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía. Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: «¿De dónde eres tú?». Pero Jesús no le respondió nada. Pilato le dijo: «¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?». Jesús le respondió: «Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave»Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César»Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado «el Empedrado», en hebreo, «Gábata»Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a los judíos: «Aquí tienen a su rey»Ellos vociferaban: «¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «¿Voy a crucificar a su rey?». Los sumos sacerdotes respondieron: «No tenemos otro rey que el César»Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron.

Lo crucificaron con otros dos. Ahí tienes a tu madre

Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado «del Cráneo», en hebreo «Gólgota»Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio. Pilato redactó una inscripción que decía: «Jesús el Nazareno, rey de los judíos», y la hizo poner sobre la cruz. Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No escribas: ‘El rey de los judíos’, sino: ‘Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos’»Pilato respondió: «Lo escrito, escrito está»Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí: «No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo»Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

Muerte y sepultura de Jesús

Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: «Tengo sed»Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos. Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron. Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús  pero secretamente, por temor a los judíos— pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos. En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado. Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.

Oración introductoria

¡Ven Espíritu Santo! Me concedes este día para poder acompañar a Cristo en su pasión. No quiero evadir ni olvidar toda la crueldad y maldad que vives por causa de mis pecados. Que esta oración sea el inicio de un día en donde no te escatime tiempo ni esfuerzo para saber contemplarte en tu pasión y muerte.

Petición

Señor, ayúdame a vivir un ayuno gozoso al saber renunciar a todo lo que no sea tu santa voluntad.

Meditación del Padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia

«Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre… para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificador a los que creen en Jesús» (Rm 3, 23-26). Hemos llegado a la cumbre del Año de la fe y a su momento decisivo. ¡Esta es la fe que salva, «la fe que vence al mundo!» (1 Jn 5, 5). La fe, apropiación por la cual hacemos nuestra la salvación obrada por Cristo, y nos revestimos con el manto de su justicia. Por un lado está la mano extendida de Dios que ofrece su gracia al hombre; por otro lado, la mano del hombre que se alarga para acogerla mediante la fe. La «nueva y eterna alianza» está sellada con un apretón de manos entre Dios y el hombre.

Tenemos la posibilidad de asumir, en este día, la decisión más importante de la vida, aquella que abre las puertas de la eternidad: ¡creer! ¡Creer que «Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación!» (Rm 4, 25). En una homilía pascual del siglo iv, el obispo pronunciaba estas palabras excepcionalmente modernas y existenciales: «Para todos los hombres, el principio de la vida es aquello, a partir del cual Cristo ha sido inmolado por él. Pero Cristo se inmola por él cuando él reconoce la gracia y se hace consciente de la vida adquirida por aquella inmolación» (Homilía pascual del año 387, en SCh 36, p. 59 s.).

¡Qué extraordinario! Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y en presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si se quiere, el principio de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, que se convirtió al cristianismo en edad adulta, mirando hacia atrás en su vida pasada, dijo: «Antes de conocerte, yo no existía».

Lo que se requiere es que no nos escondamos como Adán después de la culpa, que reconozcamos que tenemos necesidad de ser justificados; que no nos auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e hizo una breve oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, pecador». Y Jesús dice que aquel hombre volvió a su casa «justificado», es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva, creo que cantando alegremente en su corazón (cf. Lc 18, 14). ¿Qué había hecho de extraordinario? Nada, se había puesto del lado de la verdad delante de Dios, y es lo único que Dios necesita para actuar.

Al igual que quien escala una pared de montaña, después de superar un paso peligroso se detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se abre ante él, así lo hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado la justificación por la fe: «Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por Él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 1-15).

En Cristo muerto y resucitado el mundo ha llegado a su destino final. El progreso de la humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve abrirse ante sí nuevos e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos. Sin embargo, puede decirse que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en Cristo, elevado a la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final. Ya han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva.

A pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Él se ha inaugurado ya el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos lo contrario, pero el mal y la muerte están realmente derrotados para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor del mundo. El mal ha sido radicalmente vencido por la redención que Él obra. El mundo nuevo ya ha comenzado.

Una cosa sobre todo aparece diferente, vista con los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo ha entrado en la muerte como se entra en una oscura prisión; pero salió por la pared opuesta. No ha regresado de donde había venido, como Lázaro que vuelve a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que nadie podrá ya cerrar, y a través de la cual todos pueden seguirle. La muerte ya no es un muro contra el que se estrella toda esperanza humana; se ha convertido en un puente hacia la eternidad. Un «puente de los suspiros», tal vez porque a nadie le gusta morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo lo traga. «El amor es fuerte como la muerte», dice el Cantar de los Cantares (8, 6). ¡En Cristo ha sido más fuerte que la muerte!

En su Historia eclesiástica del pueblo inglés, Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su ingreso en el norte de Inglaterra. Cuando los misioneros llegados de Roma arribaron a Northumberland, el rey del lugar convocó a un consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no difundir el nuevo mensaje. Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. Era invierno y fuera había nieve y ventisca, pero la habitación estaba iluminada y cálida. En cierto momento un pájaro salió de un agujero de la pared, sobrevoló asustado un rato por la sala y luego desapareció por un agujero de la pared opuesta. Entonces se levantó uno de los presentes y dijo: «Majestad, nuestra vida en este mundo se asemeja a aquel pajarillo. No sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y del calor de este mundo y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin saber a dónde vamos. Si estos hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestra vida, debemos escucharles». La fe cristiana podría retornar a nuestro continente y al mundo secularizado por la misma razón por la que hizo su entrada: como la única que tiene una respuesta segura a los grandes interrogantes de la vida y de la muerte.

La cruz separa a los creyentes de los no creyentes porque para unos es escándalo y locura, y para otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, esta une a todos los hombres, creyentes y no creyentes. «Jesús tenía que morir no sólo por la nación, sino para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos. La urgencia que deriva de todo esto es evangelizar: «El amor de Cristo nos apremia, al pensar que uno murió por todos» (2 Co 5, 14). ¡Nos impulsa a la evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que «ya no hay condenación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 1-2).

Un relato del judío Franz Kafka es un fuerte símbolo religioso y adquiere un significado nuevo, casi profético, oído el Viernes Santo. Se titula Un mensaje imperial. Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama a su lado a un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que se lo hace repetir, a su vez, al oído. Luego despide con un gesto al mensajero que se pone en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la historia, marcada por el tono onírico y casi de pesadilla típico de este escritor:

«Extendiendo primero un brazo, luego el otro, el mensajero se abre paso a través de la multitud y avanza ágil como ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio interno, de los cuales no saldrá nunca. Y si lo terminara, no significaría nada: todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando finalmente atravesara la última puerta —aunque esto nunca, nunca podría suceder—, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de ella, ni siquiera con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas tal mensaje, cuando cae la noche» (F. Kafka, Un mensaje imperial, en Racconti, Milán 1972).

Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de Cristo en la cruz «para que se cumpliera la Escritura, que dice: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37)». En el Apocalipsis añade: «He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, también aquellos que le traspasaron; y por Él todos los linajes de la tierra harán lamentación» (Ap 1, 7).

Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de la conversión, sino del juicio. En su lugar describe la realidad de la evangelización de los pueblos. En ella se verifica una misteriosa, pero real venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación, sino de arrepentimiento y de consuelo. Es éste el significado de la escritura profética que Juan ve realizada en el costado traspasado de Cristo, es decir de Zacarías (12, 10): «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron».

La evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo, de aquel costado abierto, de aquella sangre y agua. El amor de Cristo, como el trinitario, que es la manifestación histórica, es diffusivum sui, tiende a expandirse y a alcanzar a todas las criaturas, «especialmente a las más necesitadas de su misericordia». La evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios para el mundo en su Hijo Jesús. Es dar a la Cabeza la alegría de sentir la vida fluir desde su corazón hacia su cuerpo, hasta vivificar a sus miembros más alejados.

Tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia nunca se convierta en ese castillo complicado y sombrío descrito por Kafka, y el mensaje pueda salir de ella tan libre y feliz como cuando comenzó su carrera. Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, como los que separan a las distintas Iglesias cristianas entre sí, la excesiva burocracia, los residuos de los ceremoniales, leyes y controversias del pasado, convertido ya en escombros. En el Apocalipsis, Jesús dice que Él está a la puerta y llama (Ap 3, 20). A veces, como señaló nuestro Papa Francisco, no llama para entrar, sino que toca desde dentro para salir. Salir a las «periferias existenciales del pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia e indiferencia religiosa, y de todas las formas de miseria».

Ocurre como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, para adaptarse a las necesidades del momento, se han llenado de divisiones, escaleras, habitaciones y cubículos pequeños. Llega un momento en que se constata que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, sino que son un obstáculo, y entonces debemos tener el coraje de derribarlos y volver el edificio a la simplicidad y la sencillez de sus orígenes. Fue la misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián: «Ve, Francisco, y repara mi Iglesia».

«¿Quién está a la altura de este encargo?», se preguntaba aterrorizado el Apóstol frente a la tarea sobrehumana de ser en el mundo «el perfume de Cristo», y he aquí su respuesta que vale también hoy: «No porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios, quien nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Co 2, 16; 3, 5-6).

Que el Espíritu Santo, en este momento en que se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, lleno de esperanza, reavive en los hombres que están en la ventana la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacérselo llegar, incluso a costa de la vida.

Padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia

Homilía en la Basílica de San Pedro el Viernes Santo, 29 de marzo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados

Toda la vida de Cristo es oblación al Padre

606 El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: […] He aquí que vengo […] para hacer, oh Dios, tu voluntad […] En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).

607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27). «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19, 30), dice: «Tengo sed» (Jn 19, 28).

«El cordero que quita el pecado del mundo»

608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45).

Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre

609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) porque «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita [la vida]; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).

Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida

610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en «la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). «Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).

611 La Eucaristía que instituyó en este momento será el «memorial» (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los Apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: «Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad» (Jn 17, 19; cf. Concilio de Trento: DS, 1752; 1764).

La agonía de Getsemaní

612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt26, 42) haciéndose «obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz…» (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del «Príncipe de la Vida» (Hch 3, 15), de «el que vive», Viventis assumpta (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para «llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero» (1 P 2, 24).

La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo

613 La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del «Cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con Él por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28; cf. Lv 16, 15-16).

614 Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo (cf. 1 Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.

Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

615 «Como […] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación«, «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará» (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Concilio de Trento: DS, 1529).

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

616 El «amor hasta el extremo»(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). «El amor […] de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

617 Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit («Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación»), enseña el Concilio de Trento (DS, 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna» (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: O crux, ave, spes unica(«Salve, oh cruz, única esperanza»; Añadidura litúrgica al himno «Vexilla Regis»: Liturgia de las Horas).

Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22, 2) Él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida […] se asocien a este misterio pascual» (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):

«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima, cf. P. Hansen, Vita mirabilis, Lovaina, 1668)

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Rezar, preferentemente en familia, un vía crucis.

Diálogo con Cristo

Señor Jesús, el ambiente me invita a rehuir todo lo que implique sacrificio, dolor, renuncia. Con tu pasión y muerte me invitas a lo contrario: a recorrer el camino áspero y estrecho de la cruz. Y la verdad es que sé que quiero colaborar en la obra de la salvación, pero sin sufrir, sin renunciar a «mis» haberes. Pero también sé que Tú te las ingenias para darme la sabiduría y la fuerza para renunciar, a

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Evangelio del día: Jueves Santo de la Cena del Señor

Evangelio del día: Jueves Santo de la Cena del Señor

Jueves Santo en la Cena del Señor. Santo Triduo Pascual. De la misa vespertina de hoy al Domingo de Pascua. 

Lavarnos los pies significa que «debemos ayudarnos los unos a los otros». Debemos preguntarnos: ¿Estoy verdaderamente dispuesto a servir, a ayudar al otro?


Primera lectura: Libro del Exodo, Ex 12, 1-8.11-14.

El Señor dijo a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto: «Este mes será para ustedes el mes inicial, el primero de los meses del año. Digan a toda la comunidad de Israel: «El diez de este mes, consíganse cada uno un animal del ganado menor, uno para cada familia. Si la familia es demasiado reducida para consumir un animal entero, se unirá con la del vecino que viva más cerca de su casa. En la elección del animal tengan en cuenta, además del número de comensales, lo que cada uno come habitualmente. Elijan un animal sin ningún defecto, macho y de un año; podrá ser cordero o cabrito. Deberán guardarlo hasta el catorce de este mes, y a la hora del crepúsculo, lo inmolará toda la asamblea de la comunidad de Israel. Después tomarán un poco de su sangre, y marcarán con ella los dos postes y el dintel de la puerta de las casas donde lo coman. Y esa misma noche comerán la carne asada al fuego, con panes sin levadura y verduras amargas. Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor. Esa noche yo pasaré por el país de Egipto para exterminar a todos sus primogénitos, tanto hombres como animales, y daré un justo escarmiento a los dioses de Egipto. Yo soy el Señor. La sangre les servirá de señal para indicar las casas donde ustedes estén. Al verla, yo pasaré de largo, y así ustedes se librarán del golpe del Exterminador, cuando yo castigue al país de Egipto. Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una institución perpetua»».

Lectura del Salmo: Sal 116(115), 12-13.15-16.17-18.

¿Con qué pagaré al Señor

todo el bien que me hizo?

Alzaré la copa de la salvación

e invocaré el nombre del Señor.

¡Qué penosa es para el Señor

la muerte de sus amigos!

Yo, Señor, soy tu servidor,

tu servidor, lo mismo que mi madre:

por eso rompiste mis cadenas.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,

e invocaré el nombre del Señor.

Cumpliré mis votos al Señor,

en presencia de todo su pueblo.

Segunda lectura: Carta I de San Pablo a los Corintios, 1 Cor 11, 23-26.

Hermanos: Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía». De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memora mía». Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva.

Lectura del Evangelio según San Juan, Jn 13, 1-15.

Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: «¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?». Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás». «No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!». Jesús le respondió: «Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte». «Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios». Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes».

Oración introductoria

Ven, Espíritu Santo, dame tu luz para comprender que el amor, para que realmente sea amor, tiene que concretarse en obras. ¡Tengo tanto que aprender de ti, Señor! Creo, espero y te amo tanto que quiero, con tu gracia, llegar a ser otro Cristo para los demás.

Petición

Señor, ayúdame a vivir desde hoy con una actitud de servicio y disponibilidad.

Meditación del Santo Padre Francisco

Esto es conmovedor. Jesús que lava a los pies a sus discípulos. Pedro no comprende nada, lo rechaza. Pero Jesús se lo ha explicado. Jesús –Dios– ha hecho esto. Y Él mismo lo explica a los discípulos: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,12-15). Es el ejemplo del Señor: Él es el más importante y lava los pies porque, entre nosotros, el que está más en alto debe estar al servicio de los otros. Y esto es un símbolo, es un signo, ¿no? Lavar los pies es: «yo estoy a tu servicio». Y también nosotros, entre nosotros, no es que debamos lavarnos los pies todos los días los unos a los otros, pero entonces, ¿qué significa? Que debemos ayudarnos, los unos a los otros. A veces estoy enfadado con uno, o con una… pero… olvídalo, olvídalo, y si te pide un favor, hazlo. Ayudarse unos a otros: esto es lo que Jesús nos enseña y esto es lo que yo hago, y lo hago de corazón, porque es mi deber. Como sacerdote y como obispo debo estar a vuestro servicio. Pero es un deber que viene del corazón: lo amo. Amo esto y amo hacerlo porque el Señor así me lo ha enseñando. Pero también vosotros, ayudadnos: ayudadnos siempre. Los unos a los otros. Y así, ayudándonos, nos haremos bien. Ahora haremos esta ceremonia de lavarnos los pies y pensemos: que cada uno de nosotros piense: «¿Estoy verdaderamente dispuesta o dispuesto a servir, a ayudar al otro?». Pensemos esto, solamente. Y pensemos que este signo es una caricia de Jesús, que Él hace, porque Jesús ha venido precisamente para esto, para servir, para ayudarnos.

Santo Padre Francisco: Jueves Santo

Homilía del jueves, 28 de marzo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

«AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»

Jesús dice a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34).

2196 En respuesta a la pregunta que le hacen sobre cuál es el primero de los mandamientos, Jesús responde: «El primero es: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. El segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No existe otro mandamiento mayor que éstos» (Mc 12, 29-31).

El apóstol san Pablo lo recuerda: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 8-10).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Acercarme al sacramento de la reconciliación (confesión) para vivir plenamente el Triduo Pascual.

Diálogo con Cristo

Jesús Sacramentado, de rodillas te pedimos: Jesús, enséñame a quererte, como tú me quieres, enséñame a ver tu rostro en el rostro de mis semejantes, enséñame, Jesús a ser buena, a que tú seas el Eje de mi vida, esa vida que hoy pongo en tus manos. Señor, tenme muy cerca de tu corazón y enséñame a acompañarte a Tí y a tu Santísima Madre con mi oración en todos los amargos tormentos de la ya muy cercana muerte de cruz Amén.

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Evangelio del día: Miércoles Santo

Evangelio del día: Miércoles Santo

Mateo 26, 14-25. Miércoles Santo – Semana Santa. Las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión de las cosas meramente individualista, autónoma, sino, por el contrario, en ponerse siempre del lado de Jesús, asumiendo su punto de vista. Día tras día debemos esforzarnos por estar en plena comunión con él.

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: «¿Cuánto me darán si se lo entrego?». Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo. El primer día de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: «¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?». El respondió: «Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: «El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos». Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: «Les aseguro que uno de ustedes me entregará». Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: «¿Seré yo, Señor?». El respondió: «El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!». Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: «¿Seré yo, Maestro?». «Tú lo has dicho», le respondió Jesús.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 50, 4-9a

Salmo: Sal 69(68), 8-10.21-22.31-34

Oración introductoria

Jesús, el distintivo de tus discípulos y misioneros es el amor y la fidelidad. Sin embargo, la traición a tu amor continúa y es más dolorosa cuando proviene de quienes buscamos estar más cerca de Ti. Te suplico que me cuentes entre ésos que quieren ser fieles, entre los que te piden tu gracia para ser auténticos apóstoles de tu Reino.

Petición

Dame, Señor, la sabiduría y fortaleza para ser siempre fiel.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

[Queridos hermanos y hermanas:]

Al terminar hoy de recorrer la galería de retratos de los Apóstoles llamados directamente por Jesús durante su vida terrena, no podemos dejar de mencionar a quien siempre aparece en último lugar en las listas de los Doce: Judas Iscariote.

Ya sólo el nombre de Judas suscita entre los cristianos una reacción instintiva de reprobación y de condena. El significado del apelativo «Iscariote» es controvertido: la explicación más común dice que significa «hombre de Keriot», aludiendo a su pueblo de origen, situado cerca de Hebrón y mencionado dos veces en la sagrada Escritura (cf. Jos 15, 25; Am 2, 2). Otros lo interpretan como una variación del término «sicario», como si aludiera a un guerrillero armado de puñal, llamado en latín «sica». Por último, algunos ven en ese apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significa: «el que iba a entregarlo». Esta designación se encuentra dos veces en el cuarto Evangelio: después de una confesión de fe de Pedro (cf. Jn 6, 71) y luego durante la unción de Betania (cf. Jn 12, 4).

Otros pasajes muestran que la traición se estaba gestando: «aquel que lo traicionaba», se dice de él durante la última Cena, después del anuncio de la traición (cf. Mt 26, 25) y luego en el momento en que Jesús fue arrestado (cf. Mt 26, 46. 48; Jn 18, 2. 5). Sin embargo, las listas de los Doce recuerdan la traición como algo ya acontecido: «Judas Iscariote, el mismo que lo entregó», dice Marcos (Mc 3, 19); Mateo (Mt 10, 4) y Lucas (Lc 6, 16) utilizan fórmulas equivalentes. La traición en cuanto tal tuvo lugar en dos momentos: ante todo en su gestación, cuando Judas se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús por treinta monedas de plata (cf. Mt 26, 14-16), y después en su ejecución con el beso que dio al Maestro en Getsemaní (cf. Mt 26, 46-50).

En cualquier caso, los evangelistas insisten en que le correspondía con pleno derecho el título de Apóstol: repetidamente se le llama «uno de los Doce» (Mt 26, 14. 47; Mc 14, 10. 20; Jn 6, 71) o «del número de los Doce» (Lc 22, 3). Más aún, en dos ocasiones Jesús, dirigiéndose a los Apóstoles y hablando precisamente de él, lo indica como «uno de vosotros» (Mt 26, 21; Mc 14, 18; Jn 6, 70; 13, 21). Y Pedro dirá de Judas que «era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio» (Hch 1, 17).

Se trata, por tanto, de una figura perteneciente al grupo de los que Jesús se había escogido como compañeros y colaboradores cercanos. Esto plantea dos preguntas al intentar explicar lo sucedido. La primera consiste en preguntarnos cómo es posible que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él. Ante todo, aunque Judas era de hecho el ecónomo del grupo (cf. Jn 12, 6; 13, 29), en realidad también se le llama «ladrón» (Jn 12, 6). Es un misterio su elección, sobre todo teniendo en cuenta que Jesús pronuncia un juicio muy severo sobre él: «¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mt 26, 24). Es todavía más profundo el misterio sobre su suerte eterna, sabiendo que Judas «acosado por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «Pequé entregando sangre inocente»» (Mt 27, 3-4).

Aunque luego se alejó para ahorcarse (cf. Mt 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo.

Una segunda pregunta atañe al motivo del comportamiento de Judas: ¿por qué traicionó a Jesús? Para responder a este interrogante se han hecho varias hipótesis. Algunos recurren al factor de la avidez por el dinero; otros dan una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no incluía en su programa la liberación político-militar de su país.

En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: Juan dice expresamente que «el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo» (Jn 13, 2); de manera semejante, Lucas escribe: «Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce» (Lc 22, 3). De este modo, se va más allá de las motivaciones históricas y se explica lo sucedido basándose en la responsabilidad personal de Judas, que cedió miserablemente a una tentación del Maligno. En todo caso, la traición de Judas sigue siendo un misterio. Jesús lo trató como a un amigo (cf. Mt 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirlo por el camino de las bienaventuranzas no forzaba las voluntades ni les impedía caer en las tentaciones de Satanás, respetando la libertad humana.

En efecto, las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión de las cosas meramente individualista, autónoma, sino, por el contrario, en ponerse siempre del lado de Jesús, asumiendo su punto de vista. Día tras día debemos esforzarnos por estar en plena comunión con él.

Recordemos que incluso Pedro quería oponerse a él y a lo que le esperaba en Jerusalén, pero recibió una fortísima reprensión: «Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8, 33). Tras su caída, Pedro se arrepintió y encontró perdón y gracia. También Judas se arrepintió, pero su arrepentimiento degeneró en desesperación y así se transformó en autodestrucción. Para nosotros es una invitación a tener siempre presente lo que dice san Benito al final del capítulo V de su «Regla», un capítulo fundamental: «No desesperar nunca de la misericordia de Dios». En realidad, «Dios es mayor que nuestra conciencia», como dice san Juan (1 Jn 3, 20).

Recordemos dos cosas. La primera: Jesús respeta nuestra libertad. La segunda: Jesús espera que queramos arrepentirnos y convertirnos; es rico en misericordia y perdón. Por lo demás, cuando pensamos en el papel negativo que desempeñó Judas, debemos enmarcarlo en el designio superior de Dios que guía los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús, quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en entrega de sí mismo al Padre (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). El verbo «traicionar» es la versión de una palabra griega que significa «entregar». A veces su sujeto es incluso Dios en persona: él mismo por amor «entregó» a Jesús por todos nosotros (cf. Rm 8, 32). En su misterioso plan de salvación, Dios asume el gesto injustificable de Judas como ocasión de la entrega total del Hijo por la redención del mundo.

Santo Padre Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 18 de octubre de 2006

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

V. La proliferación del pecado

1865 El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.

1866 Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano (Conlatio, 5, 2) y a san Gregorio Magno (Moralia in Job, 31, 45, 87). Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

1867 La tradición catequética recuerda también que existen “pecados que claman al cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4).

1868 El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:

— participando directa y voluntariamente;
— ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos; 
— no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo; 
— protegiendo a los que hacen el mal.

1869 Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las “estructuras de pecado” son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un “pecado social” (cf RP 16).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Pedir al Espíritu Santo la sabiduría para comprender la grandeza de la Misericordia de Dios.

Diálogo con Cristo

Jesús, no permitas que abuse de tu misericordia. Que mi corazón no se endurezca sino que se llene de ese santo temor que lo encauce a nunca ofenderte conscientemente. Gracias por darme la luz para formar mi conciencia y la fuerza para luchar siempre contra toda forma de egoísmo o doblez. Sé que llegar a santidad es difícil, que no se logra de un día para otro, pero que nunca deje de esforzarme por conseguirla.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Martes Santo

Evangelio del día: Martes Santo

Juan 13, 21-33.36-38. Martes Santo – Semana Santa. Quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo. 

Después de decir esto, Jesús se estremeció y manifestó claramente: «Les aseguro que uno de ustedes me entregará». Los discípulos se miraban unos a otros, no sabiendo a quién se refería. Uno de ellos —el discípulo al que Jesús amaba— estaba reclinado muy cerca de Jesús. Simón Pedro le hizo una seña y le dijo: «Pregúntale a quién se refiere». El se reclinó sobre Jesús y le preguntó: «Señor, ¿quién es?». Jesús le respondió: «Es aquel al que daré el bocado que voy a mojar en el plato». Y mojando un bocado, se lo dio a Judas, hijo de Simón Iscariote. En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en él. Jesús le dijo entonces: «Realiza pronto lo que tienes que hacer». Pero ninguno de los comensales comprendió por qué le decía esto. Como Judas estaba encargado de la bolsa común, algunos pensaban que Jesús quería decirle: «Compra lo que hace falta para la fiesta», o bien que le mandaba dar algo a los pobres. Y en seguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Ya era de noche. Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Ustedes me buscarán, pero yo les digo ahora lo mismo que dije a los judíos: «A donde yo voy, ustedes no pueden venir». Simón Pedro le dijo: «Señor, ¿a dónde vas?». Jesús le respondió: «Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, pero más adelante me seguirás». Pedro le preguntó: «¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti». Jesús le respondió: «¿Darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 49, 1-6

Salmo: Sal 71(70), 1-6.15.17

Oración introductoria

Señor, ¿estoy realmente dispuesto a dar todo por Ti? Que ingenuo soy al pensar que podría renunciar a todo por tu amor sino logro serte fiel en el día a día. Permite que esta oración me lleve a crecer en el amor, en lo ordinario del día de hoy, para que así confíe auténticamente en tu gracia y pueda entregarte todo.

Petición

Dame la sabiduría para entender, Señor, que la fidelidad no es otra cosa que la obediencia pronta a tus inspiraciones.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo de otros poderes; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas. Y, sin embargo, la luz que se había proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se oscureció completamente. Hay un primer paso hacia la conversión: «He pecado», dice a sus mandantes. Trata de salvar a Jesús y devuelve el dinero. Todo lo puro y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo. Su segunda tragedia, después de la traición, es que ya no logra creer en el perdón. Su arrepentimiento se convierte en desesperación.

Santo Padre Benedicto XVI

Jesús de Nazaret, segunda parte, p. 29

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Los fieles cristianos laicos

897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).

La vocación de los laicos

898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios […] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).

899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:

«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9).

900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo

901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).

902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).

903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).

Su participación en la misión profética de Cristo

904 «Cristo […] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía […] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).

«Enseñar a alguien […] para traerlo a la fe […] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th.  3, q. 71, a.4, ad 3).

905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, «esta evangelización […] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):

«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes […] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).

906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).

907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).

Su participación en la misión real de Cristo

908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36):

«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476).

909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).

910 «Los seglares […] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).

911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.

912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).

913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'» (LG 33).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Ante las preocupaciones y los problemas del día, decir: Jesús en ti confío.

Diálogo con Cristo

Gracias, Padre mío, por recordarme lo frágil que puede ser mi voluntad. Quiero ser tu amigo fiel que nunca llegue a desconfiar de tu misericordia. Permite que mi servicio a los demás sea humilde y generoso, que no haya nunca un interés egoísta o fines utilitaristas en mis relaciones con los demás.

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