Evangelio del día: Jesús, uno con su Padre

Evangelio del día: Jesús, uno con su Padre

Juan 10, 22-30. Martes de la 4.ª semana del Tiempo de Pascua. Pidamos al Señor la gracia de la docilidad y que el Espíritu Santo nos ayude a defendernos de este otro «mal espíritu» de la suficiencia, del orgullo, de la soberbia, de la cerrazón del corazón al Espíritu Santo.

Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón. Los Judíos lo rodearon y le preguntaron: «¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 11, 19-26

Salmo: Sal 87(86), 1-7

Oración introductoria

Jesús, creo que eres el que dices ser: Hijo de Dios y Redentor de todos los hombres. Gracias por concederme el don de la fe. Viniste al mundo para que las ovejas perdidas, pudiéramos encontrarte. Gracias. Me diste el conocimiento de saber quién soy y lo que valgo… todo un Dios se hizo hombre para salvarme. Sal hoy a mi encuentro en esta oración para mostrarme el camino que debo seguir.

Petición

Ayúdame, Señor, a saber escucharte siempre que me llames.

Meditación del Santo Padre Francisco

El Espíritu Santo siempre está en acción. Corresponde al cristiano acogerlo o no. Pero la diferencia está y se ve: si se le acoge con docilidad, de hecho, se vive en la alegría y en la apertura a los demás; en cambio un modo de actuar cerrado, de «aristocracia intelectual», que pretende comprender las cosas de Dios sólo con la cabeza, conduce a una separación de la realidad de la Iglesia. A tal punto que ya no se cree, ni siquiera ante un milagro. Son estas las dos actitudes, opuestas entre sí, que el Papa Francisco presentó en la misa que celebró el [día de hoy] en la capilla de la Casa Santa Marta.

Las lecturas de la liturgia (Hechos de los apóstoles 11, 19-26 y Juan 10, 22-30), como explicó el obispo de Roma, «muestran un díptico: dos grupos de personas». En el pasaje de los Hechos se encuentran, ante todo, quienes «se habían dispersado con motivo de la persecución que se desató» tras el martirio de Esteban. «Se habían dispersado» pero «llevaron por todas partes la semilla del Evangelio», dirigiéndose, sin embargo, sólo a los judíos. «Y luego, de modo natural», continuó el Pontífice, «algunos de ellos, gente de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, se pusieron a hablar también a los griegos, anunciándoles que Jesús es el Señor». Y «así, lentamente, abrieron las puertas a los griegos, a los paganos».

Cuando esta noticia llegó a la Iglesia de Jerusalén, mandaron a Bernabé a Antioquía «para realizar una visita de inspección» y verificar personalmente lo que estaba sucediendo. Los Hechos refieren que «todos se alegraron» y que «una multitud considerable se adhirió al Señor».

En pocas palabras, afirmó el Papa, para evangelizar a «esta gente no dijo: vayamos primero a los judíos, luego a los griegos, luego a los paganos y más tarde a todos», sino que «se dejó conducir por el Espíritu Santo: fue dócil al Espíritu Santo». Obrando así, «una cosa surge de la otra», y luego «la otra, la otra también», y así «acaban abriendo las puertas a todos». Incluso «a los paganos —precisó— que, en su mentalidad, eran impuros». Esos cristianos «abrían las puertas a todos» sin hacer distinciones.

Y «este —explicó el Pontífice— es el primer grupo de personas» que presenta la liturgia. Quienes lo componen son personas «dóciles al Espíritu Santo», que «van adelante como lo hizo Pablo», con una «cierta naturalidad». Porque, destacó, «algunas veces el Espíritu Santo nos impulsa a hacer cosas grandes, como impulsó a Felipe a bautizar a ese señor de Etiopía» y «como impulsó a Pedro a ir a bautizar a Cornelio». Otras «veces el Espíritu Santo nos conduce suavemente». Por ello la verdadera virtud, afirmó, «está en dejarse conducir por el Espíritu Santo: no poner resistencia al Espíritu Santo, ser dóciles al Espíritu Santo». Seguros, sin embargo, de que «el Espíritu Santo actúa hoy en la Iglesia, actúa hoy en nuestra vida». Tal vez, continuó el Papa, «alguno de vosotros podrá decirme: ¡nunca lo he visto! Presta atención a lo que sucede, a lo que te viene a la mente, a lo que surge en el corazón: cosas buenas, es el Espíritu quien te invita a ir por ese camino». Pero, cierto, «es necesaria la docilidad al Espíritu Santo».

He aquí, luego, el segundo grupo de personas del «díptico» propuesto por la liturgia. Un grupo, explicó el obispo de Roma, compuesto por «intelectuales que se acercan a Jesús en el templo: los doctores de la ley». Son hombres que tenían «siempre un problema porque no acababan de comprender, daban vueltas sobre las mismas cosas, porque creían que la religión era una cosa sólo de cabeza, de ley, de hacer mandamientos, de cumplir mandamientos y nada más». Ellos, continuó el Pontífice, «no imaginaban que existiese el Espíritu Santo». Y, así, —se lee en el Evangelio de Juan— «rodeándolo, le preguntaban: ¿hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». A lo que «Jesús respondió con toda naturalidad: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí»». Como si dijera: «Mirad a quienes recibieron un milagro, mirad las cosas que yo hago, las palabras que digo». Esos hombres, en cambio, miraban «sólo lo que tenían en la cabeza». Y así, «daban vueltas con argumentaciones, querían discutir». Para ellos, en efecto, «todo estaba en la cabeza, todo es intelecto».

La cuestión, afirmó el Pontífice, es que «en esta gente no está el corazón, no está el amor a la belleza, no está la armonía. Es gente que sólo quiere explicaciones». Pero si también «tú les das explicaciones» he aquí que inmediatamente «ellos, no convencidos, vuelven con otra pregunta». De este modo «dan vueltas, dan vueltas, como dieron vueltas alrededor de Jesús toda la vida, hasta el momento en que lograron detenerlo y matarlo». Se trata, continuó, de personas que «no abren el corazón al Espíritu Santo» y que «creen que las cosas de Dios se pueden comprender sólo con la cabeza, con las ideas, con las propias ideas: son orgullosos, creen saberlo todo y lo que no entra en su inteligencia no es verdad». Hasta el punto que «puedes resucitar a un muerto delante de ellos, pero no creen».

En el Evangelio se ve que «Jesús va más allá y dice algo muy fuerte: ¿por qué no creéis? Vosotros no creéis porque no formáis parte de mis ovejas. Vosotros no creéis porque no sois del pueblo de Israel, habéis salido del pueblo». Y continuó: «Os consideráis puros, y no podéis creer así». El Señor evidencia claramente su actitud que «cierra el corazón»: por esto «negaron al pueblo». Jesús les dijo: «Vosotros sois como vuestros padres que mataron a los profetas». Porque «cuando llegaba un profeta que decía algo que no les gustaba, lo mataban».

El verdadero problema, destacó el Pontífice, es que «esta gente se había separado del pueblo de Dios y por ello no podía creer». En efecto, «la fe es un don de Dios, pero la fe viene si tú estás en su pueblo; si tú estás ahora en la Iglesia; si tú eres ayudado por los sacramentos, por la asamblea; si tú crees que esta Iglesia es el pueblo de Dios». En cambio, «esta gente se había separado, no creía en el pueblo de Dios: creía sólo en sus cosas y así había construido todo un sistema de mandamientos que arrojaban fuera a la gente y no la dejaban entrar en la Iglesia, en el pueblo». Con esta actitud «no podían creer» y este es el pecado de «resistir al Espíritu Santo».

He aquí, ratificó el Papa, estos «dos grupos de gente». Por una parte están «los de la dulzura: la gente dulce, humilde, abierta y dócil al Espíritu Santo». Por otra parte, en cambio, está la «gente orgullosa, suficiente, soberbia, alejada del pueblo, aristocrática intelectualmente, que ha cerrado las puertas y resiste al Espíritu Santo». Su actitud «no es terquedad, es algo más: es tener el corazón duro». Y esto es incluso «más peligroso». Jesús les alerta diciendo expresamente: «Vosotros tenéis el corazón endurecido»; y lo dijo «también a los discípulos de Emaús».

Precisamente «mirando a estos dos grupos», concluyó el Papa Francisco, «pidamos al Señor la gracia de la docilidad al Espíritu Santo para seguir adelante en la vida, ser creativos, ser alegres». Los duros de corazón, en cambio, no son alegres sino que están siempre serios. Y, advirtió el Pontífice, «cuando hay tanta seriedad no está el Espíritu de Dios». Por lo tanto, al Señor «pidamos la gracia de la docilidad y que el Espíritu Santo nos ayude a defendernos de este otro mal espíritu de la suficiencia, del orgullo, de la soberbia, de la cerrazón del corazón al Espíritu Santo».

Santo Padre Francisco: Aquellos que abren las puertas

Meditación del martes, 13 de mayo de 2014

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Jesús habla de sí como del buen Pastor que da la vida eterna a sus ovejas (cf. Jn 10, 28). La imagen del pastor está muy arraigada en el Antiguo Testamento y es muy utilizada en la tradición cristiana. Los profetas atribuyen el título de «pastor de Israel» al futuro descendiente de David; por tanto, posee una indudable importancia mesiánica (cf. Ez 34, 23). Jesús es el verdadero pastor de Israel porque es el Hijo del hombre, que quiso compartir la condición de los seres humanos para darles la vida nueva y conducirlos a la salvación. Al término «pastor» el evangelista añade significativamente el adjetivo kalós, hermoso, que utiliza únicamente con referencia a Jesús y a su misión. También en el relato de las bodas de Caná el adjetivo kalós se emplea dos veces aplicado al vino ofrecido por Jesús, y es fácil ver en él el símbolo del vino bueno de los tiempos mesiánicos (cf. Jn 2, 10).

«Yo les doy (a mis ovejas) la vida eterna y no perecerán jamás» (Jn 10, 28). Así afirma Jesús, que poco antes había dicho: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (cf. Jn 10, 11). San Juan utiliza el verbo tithénai, ofrecer, que repite en los versículos siguientes (15, 17 y 18); encontramos este mismo verbo en el relato de la última Cena, cuando Jesús «se quitó» sus vestidos y después los «volvió a tomar» (cf. Jn 13, 4. 12). Está claro que de este modo se quiere afirmar que el Redentor dispone con absoluta libertad de su vida, de manera que puede darla y luego recobrarla libremente.

Cristo es el verdadero buen Pastor que dio su vida por las ovejas —por nosotros—, inmolándose en la cruz. Conoce a sus ovejas y sus ovejas lo conocen a él, como el Padre lo conoce y él conoce al Padre (cf. Jn 10, 14-15). No se trata de mero conocimiento intelectual, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual el Pastor invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que les hace de la vida eterna (cf. Jn 10, 27-28).

Santo Padre Benedicto XVI: Sobre el concepto del «pastor»

Homilía del IV Domingo de Pascua, 29 de abril de 2007

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II La revelación de Dios como Trinidad

El Padre revelado por el Hijo

238 La invocación de Dios como «Padre» es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como «padre de los dioses y de los hombres». En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su «primogénito» (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente «el Padre de los pobres», del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).

239 Al designar a Dios con el nombre de «Padre», el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.

240 Jesús ha revelado que Dios es «Padre» en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

241 Por eso los Apóstoles confiesan a Jesús como «el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios» (Jn 1,1), como «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), como «el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia» Hb 1,3).

242 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es «consubstancial» al Padre (Símbolo Niceno: DS 125), es decir, un solo Dios con él. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó «al Hijo Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).

El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu

243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de «otro Paráclito» (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y «por los profetas» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), estará ahora junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos «hasta la verdad completa» (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.

245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue proclamada por el segundo Concilio Ecuménico en el año 381 en Constantinopla: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre» (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como «la fuente y el origen de toda la divinidad» (Concilio de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: «El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza […] por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS 150).

246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo (Filioque)». El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: «El Espíritu Santo […] tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración […]. Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único al engendrarlo a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente» (DS 1300-1301).

247 La afirmación del Filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa san León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. Quam laudabilitier: DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como «salido del Padre» (Jn 15,26), esa tradición afirma que éste procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice «de manera legítima y razonable» (Concilio de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que «principio sin principio» (Concilio de Florencia 1442: DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Único, sea con él «el único principio de que procede el Espíritu Santo» (Concilio de Lyon II, año 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.

Catecismo de la Iglesia Católica

Diálogo con Cristo

Señor, me muestras el camino que debo seguir, si quiero ser feliz. Sin embargo, desconfío en que realmente Tú lleves mi carga. Necesito verte y escucharte, no con mis sentidos sino con mi espíritu, para que cuando vengan los problemas te busque inmediatamente en la oración, porque eres la roca sobre el cual puedo edificar mi vida.

Propósito

Al terminar el día, o cuando pueda disponer de un tiempo, hacer una reflexión sobre mis actividades y, sobre todo, de mis actitudes en el día: ¿seguí la voluntad de Dios?

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Evangelio del día: Yo soy la puerta de las ovejas

Evangelio del día: Yo soy la puerta de las ovejas

Juan 10, 11-18. Lunes de la 4.ª semana del Tiempo de Pascua. Los hombres siempre tienen necesidad de Dios, también en nuestro mundo tecnológico, y siempre habrá necesidad de pastores que anuncien su Palabra y que ayuden a encontrar al Señor en los sacramentos.

En aquel tiempo dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye. y el lobo las arrebata y la dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí  como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre— y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 11, 1-18

Salmo: Sal 42(41), 2-3; 43(42), 3-4

Oración preparatoria

Dios mío, ayúdame a escucharte en este rato de oración, porque Tú me das vida, y en abundancia. Concédeme amarte más a Ti que a mí mismo, dame la gracia de saber entrar por la puerta que me señalas y que en definitiva seas Tú realmente el Señor de mi vida entera.

Petición

Jesús, que sepa reconocer tu voz. Y reconocerte en mis hermanos.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos escuchado lo que el apóstol Pablo decía al obispo Tito. ¿Pero cuántas virtudes debemos tener, nosotros, los obispos? Hemos escuchado todos, ¿no? No es fácil, no es fácil, porque somos pecadores. Pero nos encomendamos a vuestra oración, para que al menos nos acerquemos a estas cosas que el apóstol Pablo aconseja a todos los obispos. ¿De acuerdo? ¿Rezaréis por nosotros?

Hemos ya tenido ocasión de destacar, en las catequesis anteriores, cómo el Espíritu Santo colma siempre a la Iglesia con sus dones, en abundancia. Ahora, con el poder y la gracia de su Espíritu, Cristo no deja de suscitar ministerios, con el fin de edificar a las comunidades cristianas como su cuerpo. Entre estos ministerios, se distingue el ministerio episcopal. En el obispo, con la colaboración de los presbíteros y diáconos, es Cristo mismo quien se hace presente y sigue cuidando de su Iglesia, asegurando su protección y su guía.

En la presencia y en el ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos podemos reconocer el auténtico rostro de la Iglesia: es la Santa Madre Iglesia jerárquica. Y, verdaderamente, a través de estos hermanos elegidos por el Señor y consagrados con el sacramento del Orden, la Iglesia ejerce su maternidad: nos engendra en el Bautismo como cristianos, haciéndonos renacer en Cristo; cuida nuestro crecimiento en la fe; nos acompaña a los brazos del Padre, para recibir su perdón; prepara para nosotros la mesa eucarística, donde nos nutre con la Palabra de Dios y el Cuerpo y la Sangre de Jesús; invoca sobre nosotros la bendición de Dios y la fuerza de su Espíritu, sosteniéndonos a lo largo de toda nuestra vida y envolviéndonos con su ternura y su calor, sobre todo en los momentos más delicados de la prueba, del sufrimiento y de la muerte.

Esta maternidad de la Iglesia se expresa, en especial, en la persona del obispo y en su ministerio. En efecto, como Jesús eligió a los Apóstoles y los envió a anunciar el Evangelio y a apacentar su rebaño, así los obispos, sus sucesores, son puestos a la cabeza de las comunidades cristianas, como garantes de su fe y como signos vivos de la presencia del Señor en medio de ellos. Comprendemos, por lo tanto, que no se trata de una posición de prestigio, de un cargo honorífico. El episcopado no es una condecoración, es un servicio. Jesús lo quiso así. No debe haber lugar en la Iglesia para la mentalidad mundana. La mentalidad mundana dice: «Este hombre hizo la carrera eclesiástica, llegó a ser obispo». No, no, en la Iglesia no debe haber sitio para esta mentalidad. El episcopado es un servicio, no una condecoración para enaltecerse. Ser obispos quiere decir tener siempre ante los ojos el ejemplo de Jesús que, como buen Pastor, vino no para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45) y para dar su vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). Los santos obispos —y son muchos en la historia de la Iglesia, muchos obispos santos— nos muestran que este ministerio no se busca, no se pide, no se compra, sino que se acoge en obediencia, no para elevarse, sino para abajarse, como Jesús que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). Es triste cuando se ve a un hombre que busca este ministerio y hace muchas cosas para llegar allí y cuando llega allí no sirve, se da importancia y vive sólo para su vanidad.

Hay otro elemento precioso, que merece ser destacado. Cuando Jesús eligió y llamó a los Apóstoles, no los pensó uno separado del otro, cada uno por su cuenta, sino juntos, para que estuviesen con Él, unidos, como una sola familia. También los obispos constituyen un único colegio, reunido en torno al Papa, quien es custodio y garante de esta profunda comunión, que tanto le interesaba a Jesús y a sus Apóstoles mismos. Cuán hermoso es, entonces, cuando los obispos, con el Papa, expresan esta colegialidad y tratan de ser cada vez más y mejor servidores de los fieles, más servidores en la Iglesia. Lo hemos experimentado recientemente en la Asamblea del Sínodo sobre la familia. Pero pensemos en todos los obispos dispersos en el mundo que, incluso viviendo en localidades, culturas, sensibilidades y tradiciones diferentes y lejanas entre sí, de un sitio a otro —un obispo me decía hace días que para llegar a Roma se necesitaban, desde el lugar de donde era él, más de 30 horas de avión— se sienten parte uno del otro y llegan a ser expresión de la relación íntima, en Cristo, de sus comunidades. Y en la oración eclesial común todos los obispos se reúnen juntos a la escucha del Señor y del Espíritu, pudiendo así poner atención en profundidad al hombre y a los signos de los tiempos (cf. Conc. Ecum. Vat. ii, const. Gaudium et spes, 4).

Queridos amigos, todo esto nos hace comprender por qué las comunidades cristianas reconocen en el obispo un don grande, y están llamadas a alimentar una sincera y profunda comunión con él, a partir de los presbíteros y los diáconos. No existe una Iglesia sana si los fieles, los diáconos y los presbíteros no están unidos al obispo. Esta Iglesia que no está unida al obispo es una Iglesia enferma. Jesús quiso esta unión de todos los fieles con el obispo, también de los diáconos y los presbíteros. Y esto lo hacen con la consciencia de que es precisamente en el obispo donde se hace visible el vínculo de cada una de las Iglesias con los Apóstoles y con todas las demás comunidades, unidas a sus obispos y al Papa en la única Iglesia del Señor Jesús, que es nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica. Gracias.

Santo Padre Francisco

Audiencia General del miércoles, 5 de noviembre de 2014

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

El Evangelio de san Juan, en el capítulo décimo, nos describe los rasgos peculiares de la relación entre Cristo pastor y su rebaño, una relación tan íntima que nadie podrá jamás arrebatar las ovejas de su mano. De hecho, están unidas a él por un vínculo de amor y de conocimiento recíproco, que les garantiza el don inconmensurable de la vida eterna. Al mismo tiempo, el Evangelista presenta la actitud del rebaño hacia el buen Pastor, Cristo, con dos verbos específicos: escuchar y seguir. Estos términos designan las características fundamentales de quienes viven el seguimiento del Señor. Ante todo la escucha de su Palabra, de la que nace y se alimenta la fe. Sólo quien está atento a la voz del Señor es capaz de evaluar en su propia conciencia las decisiones correctas para obrar según Dios. De la escucha deriva, luego, el seguir a Jesús: se actúa como discípulos después de haber escuchado y acogido interiormente las enseñanzas del Maestro, para vivirlas cada día.

Santo Padre Benedicto XVI: El buen pastor

Regina Caeli del domingo, 15 de mayo de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La vida del hombre: conocer y amar a Dios

1  Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo como Redentor y Salvador. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.

2  Para que esta llamada resonara en toda la tierra, Cristo envió a los apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). Fortalecidos con esta misión, los apóstoles «salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).

3  Quienes con la ayuda de Dios, han acogido el llamamiento de Cristo y han respondido libremente a ella, se sienten por su parte urgidos por el amor de Cristo a anunciar por todas partes en el mundo la Buena Nueva. Este tesoro recibido de los Apóstoles ha sido guardado fielmente por sus sucesores. Todos los fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación, anunciando la fe, viviéndola en la comunión fraterna y celebrándola en la liturgia y en la oración (cf. Hch 2,42).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Renovar mi compromiso de meditar diariamente, para vivir de acuerdo a la Palabra de Dios.

Diálogo con Cristo

La parábola del Buen Pastor me permite recordar que Tú eres quien debe guiar mi vida. Buscas mi bien y por eso me invitas a entrar por la puerta de la fe, para que pueda realmente tener un encuentro personal contigo en la oración y mi vida sacramental. Ayúdame a nunca temer, que me atreva a abrir, entrar y recorrer el camino que me señalas, porque es el camino a la felicidad.

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Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

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Evangelio del día: El pastor y el rebaño

Evangelio del día: El pastor y el rebaño

Juan 10, 1-10. Cuarto Domingo del Tiempo de Pascua. La puerta del Señor es estrecha porque Jesús nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y dejarnos renovar por Él.

En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: «Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. El llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz». Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir. Entonces Jesús prosiguió: «Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 2, 14.36-41

Salmo: Sal 23(22), 1-6

Segunda lectura: Epístola I de San Pedro, 1 Pe 2, 20-25

Oración preparatoria

Padre, gracias por la encarnación de tu Hijo, nuestro Redentor y porque nos diste a María como madre. Confío en tu misericordia y por esto te quiero ofrecer en mi oración mi amor, débil y manchado por mi egoísmo y soberbia, pero dispuesto a escucharte y entrar por esa puerta estrecha que me señales.

Petición

Espíritu Santo, que no vacile y nunca tenga miedo a tus inspiraciones.

Meditación del Santo Padre Francisco

La imagen de la puerta se repite varias veces en el Evangelio y se refiere a la de la casa, del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor, calor. Jesús nos dice que existe una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Esta puerta es Jesús mismo (cf. Jn 10, 9). Él es la puerta. Él es el paso hacia la salvación. Él conduce al Padre. Y la puerta, que es Jesús, nunca está cerrada, esta puerta nunca está cerrada, está abierta siempre y a todos, sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios. Porque, sabéis, Jesús no excluye a nadie. Tal vez alguno de vosotros podrá decirme: «Pero, Padre, seguramente yo estoy excluido, porque soy un gran pecador: he hecho cosas malas, he hecho muchas de estas cosas en la vida». ¡No, no estás excluido! Precisamente por esto eres el preferido, porque Jesús prefiere al pecador, siempre, para perdonarle, para amarle. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo: Él te espera. Anímate, ten valor para entrar por su puerta. Todos están invitados a cruzar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerle entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le done alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante muchas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que luego nos damos cuenta de que dura sólo un instante, que se agota en sí misma y no tiene futuro. Pero yo os pregunto: nosotros, ¿por qué puerta queremos entrar? Y, ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida? Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de cruzar la puerta de la fe en Jesús, de dejarle entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga más. No es un fuego de artificio, no es un flash. No, es una luz serena que dura siempre y nos da paz. Así es la luz que encontramos si entramos por la puerta de Jesús.

Cierto, la puerta de Jesús es una puerta estrecha, no por ser una sala de tortura. No, no es por eso. Sino porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y dejarnos renovar por Él. Jesús en el Evangelio nos dice que ser cristianos no es tener una «etiqueta». Yo os pregunto: vosotros, ¿sois cristianos de etiqueta o de verdad? Y cada uno responda dentro de sí. No cristianos, nunca cristianos de etiqueta. Cristianos de verdad, de corazón. Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la oración, en las obras de caridad, en la promoción de la justicia, en hacer el bien. Por la puerta estrecha que es Cristo debe pasar toda nuestra vida.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, pidamos que nos ayude a cruzar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como transformó la suya para traer a todos la alegría del Evangelio.

Santo Padre Francisco: Sobre el tema de la Salvación

Ángelus del domingo, 25 de agosto de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS

ARTÍCULO 2 
“Y EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR”

I. Jesús

430 Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva». En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que «¿quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?»(Mc 2, 7), es Él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.

431 En la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de «la casa de servidumbre» (Dt 5, 6) haciéndole salir de Egipto. Él lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una ofensa hecha a Dios (cf. Sal 51, 6), sólo Él es quien puede absolverlo (cf. Sal 51, 12). Por eso es por lo que Israel, tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar la salvación más que en la invocación del nombre de Dios Redentor (cf. Sal 79, 9).

432 El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la Persona de su Hijo (cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7) hecho hombre para la Redención universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10, 6-13) de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12; cf. Hch 9, 14; St 2, 7).

433 El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cf. Lv 16, 15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25, 22; Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando san Pablo dice de Jesús que «Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre» (Rm 3, 25) significa que en su humanidad «estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Co 5, 19).

434 La Resurrección de Jesús glorifica el Nombre de Dios «Salvador» (cf. Jn 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf. Hch 16, 16-18; 19, 13-16) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf. Mc 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, Él se lo concede (Jn 15, 16).

435 El Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones litúrgicas se acaban con la fórmula Per Dominum nostrum Jesum Christum… («Por nuestro Señor Jesucristo…»). El «Avemaría» culmina en «y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». La oración del corazón, en uso en Oriente, llamada «oración a Jesús» dice: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador». Numerosos cristianos mueren, como santa Juana de Arco, teniendo en sus labios una única palabra: «Jesús».

II. Cristo

436 Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido». Pasa a ser nombre propio de Jesús porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.

437 El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús como el del Mesías prometido a Israel: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2, 11). Desde el principio él es «a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo»(Jn 10, 36), concebido como «santo» (Lc 1, 35) en el seno virginal de María. José fue llamado por Dios para «tomar consigo a María su esposa» encinta «del que fue engendrado en ella por el Espíritu Santo» (Mt 1, 20) para que Jesús «llamado Cristo» nazca de la esposa de José en la descendencia mesiánica de David (Mt 1, 16; cf. Rm 1, 3; 2 Tm 2, 8; Ap 22, 16).

438 La consagración mesiánica de Jesús manifiesta su misión divina. «Por otra parte eso es lo que significa su mismo nombre, porque en el nombre de Cristo está sobreentendido Él que ha ungido, Él que ha sido ungido y la Unción misma con la que ha sido ungido: Él que ha ungido, es el Padre. Él que ha sido ungido, es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu que es la Unción» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 18, 3). Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena, en el momento de su bautismo, por Juan cuando «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38) «para que él fuese manifestado a Israel» (Jn 1, 31) como su Mesías. Sus obras y sus palabras lo dieron a conocer como «el santo de Dios» (Mc 1, 24; Jn 6, 69; Hch 3, 14).

439 Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico «hijo de David» prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26;11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).

440 Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre «que ha bajado del cielo» (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13), a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón, el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2, 36).

III. Hijo único de Dios

441 Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb 1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado «hijo de Dios» (cf. 1 Cro 17, 13; Sal2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47).

442 No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) porque Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles…» (Ga 1,15-16). «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).

443 Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy» (Lc 22, 70; cf. Mt 26, 64; Mc 14, 61). Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre (cf. Mt 11, 27; 21, 37-38), que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo (cf. Mt 21, 34-36), superior a los propios ángeles (cf. Mt 24, 36). Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» (cf. Mt 5, 48; 6, 8; 7, 21; Lc 11, 13) salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro» (Mt6, 9); y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

444 Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado» (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

445 Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4; cf. Hch 13, 33). Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad «(Jn 1, 14).

IV. Señor

446 En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por Kyrios [«Señor»]. Señorse convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2,8).

447 El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus Apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.

448 Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7).

449 Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de «condición divina» (Flp 2, 6) y porque el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2,11).

450 Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el «Señor» (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). » La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (GS 10, 2; cf. 45, 2).

451 La oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la oración «el Señor esté con vosotros», o en su conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: Maran atha («¡el Señor viene!») o Marana tha («¡Ven, Señor!») (1 Co 16, 22): «¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Prepararme con un buen examen de conciencia y poner en mi agenda de actividades la fecha de mi próxima confesión.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, no debo temer a la muerte porque ella es el paso que me acerca a lo que más he buscado en mi vida: gozar en plenitud de tu presencia. La vida es corta y tengo que aprovecharla para amarte y servirte, fortaleciéndome diariamente con la oración y los sacramentos. Confío en Ti y te digo que puedes venir a buscarme cuando Tú quieras, como Tú quieras y donde Tú quieras.

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Evangelio del día: Señor, tienes palabras de vida eterna

Evangelio del día: Señor, tienes palabras de vida eterna

Juan 6, 60-69. Sábado de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. La Iglesia se consolida, camina y crece en el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo.

Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?». Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».

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Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 9, 31-42

Salmo: Sal 116(115), 12-17

Oración introductoria

Dios mío, no quiero ser de los que traicionan, porque ¿a quién iría? Sólo Tú me puedes dar la luz y fuerza que necesito para dejar mi autosuficiencia y mi egoísmo. Creo, espero y te amo, permite que pueda tener un encuentro contigo en esta oración.

Petición

Dios mío, no permitas que las preocupaciones del mundo me distraigan en mi oración.

Meditación del Santo Padre Francisco

«Oremos hoy al Señor —concluyó el Pontífice— por la Iglesia: para que el Señor la libre de cualquier interpretación ideológica y abra el corazón de la Iglesia, de nuestra madre Iglesia, al Evangelio sencillo, a aquel Evangelio puro que nos habla de amor, que lleva al amor, y es ¡tan bello! Y también nos hace bellos con la belleza de la santidad».

Se trata de una Iglesia formada por cristianos libres de la tentación de murmurar contra un Jesús «demasiado exigente», pero sobre todo libres «de la tentación del escándalo»; una Iglesia que se consolida, camina y crece por el camino indicado por Jesús, como indicó el Papa Francisco el 20 de abril, en su homilía, comentando el Evangelio de Juan (6, 60-69) y el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (9, 31-42), que «nos relata una escena de la Iglesia que estaba en paz. Estaba en paz en toda la región de Judea, Galilea y Samaria. Un momento de paz. Y dice esto también: “se consolidaba, caminaba y crecía”». Se trataba de una Iglesia que había padecido la persecución pero que en aquel período se fortalecía, seguía adelante y crecía. Pero —se preguntó el Pontífice— ¿cómo se consolida, camina y crece? «En el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo». «Caminar en el temor del Señor. Es un poco el sentido de la adoración, de la presencia de Dios, ¿no? ?—observó—. La Iglesia camina de esta manera y cuando estamos en presencia de Dios no hacemos cosas malas ni tomamos malas decisiones. Estamos delante de Dios. También con la alegría y la felicidad. Este es el consuelo del Espíritu Santo, es decir, el don que el Señor nos ha dado. Este consuelo nos hace seguir adelante».

Santo Padre Francisco

Meditación del día 20 de abril de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

«¿También vosotros queréis marcharos?»… Esta provocadora pregunta no se dirige sólo a los interlocutores de entonces, sino que llega a los creyentes y a los hombres de toda época. También hoy no pocos se «escandalizan» ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece «dura» , demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta «adaptar» su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor.

«¿También vosotros queréis marcharos?»... Esta inquietante provocación resuena en nuestro corazón y espera de cada uno una respuesta personal; es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida «en su pensar y en su querer». Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente.

«¿También vosotros queréis marcharos?»… A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los Apóstoles, de los creyentes de todos los siglos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (vv. 68-69). Queridos hermanos y hermanas, también nosotros podemos y queremos repetir en este momento la respuesta de Pedro, ciertamente conscientes de nuestra fragilidad humana, de nuestros problemas y dificultades, pero confiando en la fuerza del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, confianza libre y total del hombre en Dios; la fe es escucha dócil de la palabra del Señor, que es «lámpara» para nuestros pasos y «luz» en nuestro camino (cf. Sal 119, 105). Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por él, podemos experimentar también nosotros, como por ejemplo el santo cura de Ars, que «nuestra única felicidad en esta tierra es amar a Dios y saber que él nos ama».

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 23 de agosto de 2009

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I Cristo, palabra única de la Sagrada Escritura

101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).

102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):

«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum,103,4,1).

103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).

104 En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Delicadeza y alegría para darle todo a Dios, y dárselo en el amor.

Diálogo con Cristo

Jesús mío, quiero seguirte día a día y servirte en los demás. No quiero marcharme ni quedarme atrás, quiero caminar al paso que necesita la Iglesia. Cumplir con mis deberes de estado y con mi apostolado de extender tu Reino por medio de la caridad. Por eso te doy gracias por este momento de oración que puede transformar mis deseos en una hermosa realidad.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: El Pan Eucarístico

Evangelio del día: El Pan Eucarístico

Juan 6, 52-59. Viernes de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. «Eucaristía» significa «acción de gracias». El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia.

Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?». Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente». Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaúm.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 9, 1-20

Salmo: Sal 117(116), 1-2

Oración introductoria

Jesús mío, ¡gracias!, por estar presente en la Eucaristía y por darme la posibilidad de poder recibirte en mi interior. Yo solo no puedo corresponder a tanto amor y misericordia, por eso te pido que me muestres el camino que he de seguir para poder recibirte dignamente en mi corazón.

Petición

Jesús, no soy digno de que vengas a mí, pero una palabra tuya bastará para sanarme. ¡Ven Señor!

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.

Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.

Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo… Tomad, bebed, ésta es mi sangre».

El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.

Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.

Santo Padre Francisco: Catequesis sobre la Eucaristía

Audiencia General del miércoles 5 de febrero de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia

1362 La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.

1363 En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos.

1364 El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado» (1Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3).

1365 Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que «derramó por muchos […] para remisión de los pecados» (Mt 26,28).

1366 La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto:

«(Cristo), nuestro Dios y Señor […] se ofreció a Dios Padre […] una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) la redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, «la noche en que fue entregado» (1 Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) […] donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día (Concilio de Trento: DS 1740).

1367 El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: «La víctima es una y  la misma. El mismo el que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el que se ofreció a sí mismo en la cruz, y solo es diferente el modo de ofrecer» (Concilio de Trento: DS 1743). «Y puesto que en este divino sacrificio que se realiza en la misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz «se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento»; […] este sacrificio [es] verdaderamente propiciatorio» (Ibíd).

1368 La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas alas generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.

1369 Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico:

«Que sólo sea considerada como legítima la Eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de quien él ha señalado para ello» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Smyrnaeos 8,1).

«Por medio del ministerio de los presbíteros, se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador. Este, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que el Señor venga» (PO 2).

1370 A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el Sacrificio Eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

1371 El Sacrificio Eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos «que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados» (Concilio de Trento: DS 1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:

«Enterrad […] este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os acordéis de mí ante el altar del Señor» (San Agustín, Confessiones, 9, 11, 27; palabras de santa Mónica, antes de su muerte, dirigidas a san Agustín y a su hermano).

«A continuación oramos (en la anáfora) por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima […] Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores […], presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mistagogicae 5, 9.10).

1372 San Agustín ha resumido admirablemente esta doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía:

«Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal […] por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza […] Tal es el sacrificio de los cristianos: «siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo» (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma (San Agustín, De civitate Dei 10, 6).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Revisar y mejorar mis relaciones con los demás.

Diálogo con Cristo

Señor, ayúdame a saber compartirte, que mi vida eucarística nunca se centre sólo en mi persona sino que sea el pan que me dé la fuerza para convivir en el amor con los demás.

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Evangelio del día: Si comes de este pan, vivirás para siempre

Evangelio del día: Si comes de este pan, vivirás para siempre

Juan 6, 44-51. Jueves de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. La Eucaristía constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia: de este sacramento del amor brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.

En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente: «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: «Todos serán instruidos por Dios». Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida.  Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 8, 26-40

Salmo: Sal 66(65), 8-9.16-17.20

Oración introductoria

Señor, creo en ti. Creo que por amor te has quedado en la Eucaristía para darme el pan que me da la vida. Confío en tu planes divinos y te pido en esta oración una fe que me haga ver mucho más allá de las preocupaciones, de las tristezas, para poder caminar siempre hacia delante.

Petición

Señor, ayúdame a amarte más, a quererte más, a buscar solamente lo que a ti te agrade.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.

Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.

Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo… Tomad, bebed, ésta es mi sangre».

El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.

Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.

Santo Padre Francisco: Catequesis sobre el sacramento de la Eucaristía

Audiencia General del miércoles, 5 de febrero de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial

1324 La Eucaristía es «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (LG 11). «Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5).

1325 «La comunión de vida divina y la unidad del Pueblo de Dios, sobre los que la propia Iglesia subsiste, se significan adecuadamente y se realizan de manera admirable en la Eucaristía. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre» (Instr. Eucharisticum mysterium, 6).

1326 Finalmente, por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos (cf 1 Co 15,28).

1327 En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 18, 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Acercarme a la Eucaristía debidamente preparado y con la máxima frecuencia posible.

Diálogo con Cristo

Señor Jesús, me das el pan que necesito para poder vivir plenamente mi vocación. ¿Realmente «aprovecho» este sacramento? ¿Estoy consciente de que la Eucaristía no es un símbolo, que eres Tú, un Dios vivo, hecho hostia, el que voy a recibir en mi interior? Te suplico que esta meditación me lleve a contemplarte en la Eucaristía y nunca permitas que se me haga una costumbre, un rito o un hábito sin sentido.

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Evangelio del día: Fiesta de san Felipe y Santiago, apóstoles

Evangelio del día: Fiesta de san Felipe y Santiago, apóstoles

Juan 14, 6-14. Fiesta de Felipe y Santiago, apóstoles. El objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida es encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con él y a invitar también a otros a compartir esta compañía indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida.

Jesús respondió a Tomás: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto». Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta». Jesús le respondió: «Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen?. El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Como dices: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras. Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Hombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta I de San Pablo a los Corintios, 1 Cor 15, 1-8

Salmo: Sal 19(18), 2-5

Oración introductoria

Ven, Espíritu Santo, inspira este momento de oración, para descubrir o confirmar el camino, la verdad y el estilo de vida que me propone Cristo Resucitado y pueda vivir así, en plenitud, la voluntad de Dios.

Petición

Concédeme, Padre Bueno, vivir ese amor unitivo con Cristo, que Tú concedes a quienes te lo piden.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Hay otra ocasión muy particular en la que interviene Felipe. Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi ingenuamente, le pide: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (…) Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación.

Al final del Prólogo de su evangelio, san Juan afirma: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Jn 1, 18). Pues bien, Jesús mismo repite y confirma esa declaración, que es del evangelista. Pero con un nuevo matiz: mientras que el Prólogo del evangelio de san Juan habla de una intervención explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Para explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.

Santo Padre Benedicto XVI: Catequesis sobre el apóstol Felipe

Audiencia General del miércoles, 6 de septiembre de 2006

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

IV La Iglesia es apostólica

857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

— fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).

— guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).

— sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5):

«Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano).

La misión de los Apóstoles

858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso […] y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» [es lo que significa la palabra griega apóstoloi]. En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. Jn 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40; cf, Lc 10, 16).

859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf. Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza» (2 Co 3, 6), «ministros de Dios» (2 Co 6, 4), «embajadores de Cristo» (2 Co 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1).

860 En el encargo dado a los Apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20). «Esta misión divina confiada por Cristo a los Apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se preocuparon de instituir […] sucesores» (LG 20).

Los obispos sucesores de los Apóstoles

861 «Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, [los Apóstoles] encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio» (LG 20; cf. San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4).

862 «Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos». Por eso, la Iglesia enseña que «por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (LG 20).

El apostolado

863 Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (AA 2).

864 «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia», es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (AA 4; cf. Jn 15, 5). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, «siempre es como el alma de todo apostolado» (AA 3).

865 La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios» (cf. Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él, hechos en él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor» (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9), «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Al final del Evangelio dice Jesús que aquello que pidamos en su nombre lo concederá. Que la primera petición sea justamente esa: Jesús, quiero estar contigo, permíteme conocerte más.

Diálogo con Cristo

Jesús, eres camino, camino al Padre. Jesús eres verdad, verdad de que podemos conocer a Dios y amarlo. Jesús eres vida, vida que da la paz, la alegría y la fuerza que tanto deseamos como Felipe.

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Evangelio del día: Piden a Jesús una señal

Evangelio del día: Piden a Jesús una señal

Juan 6, 30-35. Martes de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. La comunión eucarística nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia.

Y volvieron a preguntarle: «¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo». Jesús respondió: «Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo». Ellos le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les respondió: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 7, 51-60; 8, 1a

Salmo: Sal 31(30),3-8.17.21

Oración introductoria

Señor Jesús, al igual que hiciste con el apóstol Pedro, hoy me preguntas si realmente te amo… Y yo te digo que ¡te quiero y te amo más que nada en el mundo! Tú lo sabes porque me conoces y siempre me estás buscando para mostrarme el camino que me puede llevar a la santidad.

Petición

Señor, acrecienta mi amor por medio de este momento de oración.

Meditación del Santo Padre Francisco

18. La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada en los diversos usos que hace san Juan del verbo credere. Junto a « creer que » es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las locuciones « creer a » Jesús y « creer en » Jesús. « Creemos a » Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn 6,30). « Creemos en » Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).

Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.

Santo Padre Francisco

Carta Encíclica Lumen Fidei sobre la fe

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.

¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.

¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana.

Santo Padre Benedicto XVI

Homilía del Domingo, 11 de septiembre de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. La Eucaristía en la economía de la salvación

Los signos del pan y del vino

1333 En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él, hasta su retorno glorioso, lo que Él hizo la víspera de su pasión: «Tomó pan…», «tomó el cáliz lleno de vino…». Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto «del trabajo del hombre», pero antes, «fruto de la tierra» y «de la vid», dones del Creador. La Iglesia ve en en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que «ofreció pan y vino» (Gn 14,18), una prefiguración de su propia ofrenda (cf Plegaria Eucaristía I o Canon Romano, 95; Misal Romano).

1334 En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El «cáliz de bendición» (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz.

1335 Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo.

1336 El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: «Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de escándalo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67): esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.

La institución de la Eucaristía

1337 El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, «constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento» (Concilio de Trento: DS 1740).

1338 Los tres evangelios sinópticos y san Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, san Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (cf Jn 6).

1339 Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre:

«Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; [Jesús] envió a Pedro y a Juan, diciendo: «Id y preparadnos la Pascua para que la comamos»[…] fueron […] y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los Apóstoles; y les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios» […] Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío». De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros»» (Lc 22,7-20; cf Mt 26,17-29; Mc 14,12-25; 1 Co 11,23-26).

1340 Al celebrar la última Cena con sus Apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.

«Haced esto en memoria mía»

1341 El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras «hasta que venga» (1 Co11,26), no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los Apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre.

1342 Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:

«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones […] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).

1343 Era sobre todo «el primer día de la semana», es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para «partir el pan» (Hch 20,7). Desde entonces hasta nuestros días, la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia.

1344 Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús «hasta que venga» (1 Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante «camina por la senda estrecha de la cruz» (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hacer una visita a Cristo Eucaristía para agradecerle su comprensión, misericordia y amor.

Diálogo con Cristo

Señor, no permitas nunca que te llegue a negar. Que ante todos y ante cualquier circunstancia sepa ser fiel a mi fe. Para lograrlo no me canso de pedirte que me llenes con tu amor, para que siempre pueda responderte con generosidad y firmeza, especialmente en los momentos de más dificultad.

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Evangelio del día: La muchedumbre en busca de Jesús

Evangelio del día: La muchedumbre en busca de Jesús

Juan 6, 22-29. Lunes de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. ¿Cómo sigo yo a Jesús?… ¿Hay vanidad en mi seguimiento de Jesús? ¿Hay deseo de poder? ¿Hay deseo de dinero? Nos hará mucho bien examinar nuestro corazón, nuestra conciencia sobre la rectitud de intención en el seguimiento de Jesús. ¿Lo sigo sólo por Él?… Pues este es el camino de la santidad. ¿Lo sigo por Él pero también para tener alguna ventaja para mí?… Pues esto no es cristiano. Pidamos al Señor la gracia de enviarnos el Espíritu Santo para seguirlo con rectitud de intención.

Al día siguiente, la multitud que se había quedado en la otra orilla vio que Jesús no había subido con sus discípulos en la única barca que había allí, sino que ellos habían partido solos. Mientras tanto, unas barcas de Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido el pan, después que el Señor pronunció la acción de gracias. Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo llegaste?». Jesús les respondió: «Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello». Ellos le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?». Jesús les respondió: «La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 6, 8-15

Salmo: Sal 119(118), 23-30

Oración preparatoria

Dios mío, ¿qué necesito para llevar a cabo tus obras? Porque no quiero parecerme a los personajes de este Evangelio, que te buscaban sólo para pedir y recibir beneficios materiales. Eres mi Padre, me conoces y me amas, a pesar de mis debilidades. Te amo y confío en que iluminarás este rato de meditación para mostrarme cómo puedo llevar a cabo tus obras.

Petición

Jesús, que no tenga miedo de pedirte cosas para darte mayor gloria.

Meditación del Santo Padre Francisco

En la Iglesia no hay sitio para quien sigue a Jesús sólo por vanidad, por deseo de poder y por deseo de acumular dinero. Sólo hay sitio para quien lo ama y lo sigue precisamente porque lo ama. Ha sido muy claro el Papa Francisco al reafirmar la actitud justa del cristiano que se pone en camino por la senda del Señor. Y el [día de hoy] en la misa que celebró en la capilla de Santa Marta, pidió que nos preguntemos de qué modo seguimos a Jesús.

El Pontífice partió del pasaje de san Juan (6, 22-29) en el que se dice que la multitud, que comió gracias al milagro de la multiplicación de los panes y de los peces realizado por Jesús, al no verlo ya, lo va a buscar «a la otra orilla del mar». Jesús, dijo el Papa, «llama la atención de la gente sobre algunas actitudes que no son buenas y, es más, hacen mal». Después de la multiplicación de los panes «la gente estaba alegre» por lo que había hecho Jesús, hasta el punto que «querían convertirlo en rey». Pero Él «huyó, solo. Fue a rezar al monte. Luego, esta gente, que lo seguía con el corazón, lo amaba, al enterarse que Jesús estaba en la otra orilla, fueron a buscarlo. Jesús los reprende por esta actitud: «En verdad os digo: vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros»». Es como si dijese: «Vosotros me buscáis por un interés». Y «creo —añadió el Pontífice— que nos hace siempre bien preguntarnos: ¿por qué busco a Jesús? ¿Por qué sigo a Jesús?».

«Nosotros somos todos pecadores», explicó el Santo Padre. Y, por lo tanto, siempre tenemos algún interés, algo «que purificar al seguir a Jesús; debemos trabajar interiormente para seguirlo, por Él, por amor».

Pero también la gente de la que habla el Evangelio lo amaba. «Lo amaba de verdad», destacó el Papa, porque «hablaba como uno que tiene autoridad». Sin embargo había también ventajas. Y «en mi seguimiento de Jesús —se preguntó de nuevo el obispo de Roma— ¿busco algo que no es precisamente Jesús? ¿Tengo rectitud de intención o no?». La respuesta se puede encontrar en las enseñanzas mismas de Jesús, el cual «indica tres actitudes que no son buenas al seguirlo a Él o al buscar a Dios».

La primera es la vanidad, en relación a la cual el obispo de Roma hizo referencia a las advertencias de Jesús contenidas en el Evangelio de Mateo (6, 3-5; 16-17). Y esto, destacó, «lo dice sobre todo a los dirigentes, que querían hacerse ver, porque les gustaba —para decir la palabra justa— darse importancia. Y se comportaban como auténticos pavos reales. Pero Jesús dice: no, esto no funciona. La vanidad no hace bien».

Algunas veces también «nosotros hacemos cosas buscando sobresalir» por vanidad. Pero, advirtió el Pontífice, la vanidad es peligrosa porque puede hacernos resbalar hacia el orgullo, la soberbia. Y cuando sucede esto, «todo se acaba». Por ello, sugirió, siempre debemos preguntarnos: «¿Cómo hago las cosas? Las cosas buenas que hago, ¿las hago a escondidas o para que me vean?». Y si Jesús dice esto a los dirigentes, a los jefes, es como si «lo dijese a nosotros, a nosotros pastores. Un pastor que es vanidoso no hace bien al pueblo de Dios». A esos dirigentes de los que habla Jesús en el Evangelio les gustaba vestirse con trajes de lujo, destacó entre otras cosas el Papa. Y confesó que cuando ve «a un pastor, a un sacerdote, a un obispo que va por la calle vestido majestuosamente, como si fuese a una fiesta mundana», se pregunta: «¿Qué piensa la gente de esto? Que ese pastor no sigue a Jesús; sea sacerdote u obispo, no sigue a Jesús. Luego le sigue un poco pero le gusta la vanidad».

Esta es una de las cosas que Jesús reprocha. Y del mismo modo reprende a quien busca el poder. «Algunos siguen a Jesús porque inconscientemente buscan el poder», explicó el Santo Padre. Y recordó las peticiones de Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, que querían un sitio de poder cuando llegase el reino prometido. «En la Iglesia hay trepadores, y son muchos…», comentó el Papa. Pero sería mejor, añadió, que fuesen «hacia el norte e hicieran alpinismo. Y más sano. Pero no vengan a la Iglesia para trepar». Jesús, recordó también, «reprende a esos trepadores que buscan el poder. A Santiago y a Juan, a quienes tanto quería, que buscaban el poder, les dijo: pero vosotros no sabéis lo que pedís, no lo sabéis».

El deseo de poder por parte de los discípulos de Jesús, recordó una vez más el Santo Padre, se prolongó hasta el último instante, hasta el momento en el que Jesús estaba a punto de subir al cielo. Ellos pensaban que estaba casi llegando el momento del reino y su pregunta al Señor era: «¿Ahora llega el reino, el momento de nuestro poder?». Sólo cuando desciende sobre ellos el Espíritu Santo, explicó, los discípulos comprenden y cambian de actitud. En nuestra vida cristiana, sin embargo, «el pecado —destacó el obispo de Roma— permanece. Y por ello nos hará bien hacernos la pregunta: ¿cómo sigo yo a Jesús? ¿Sólo por Él, incluso hasta la cruz, o busco el poder y uso a la Iglesia, a la comunidad cristiana, a la parroquia, a la diócesis para tener un poco de poder?».

La tercera cuestión «que nos aleja de la rectitud de intención es el dinero». Están, en efecto, «los que siguen a Jesús por el dinero —afirmó sin medias tintas el Papa— y con el dinero. Buscan aprovecharse económicamente de la parroquia, de la diócesis, de la comunidad cristiana, del hospital, del colegio… Esta tentación existió desde el inicio. Y hemos conocido muchos buenos católicos, buenos cristianos, amigos, bienhechores de la Iglesia, incluso con varias honorificencias, muchas. Y que luego se descubrió que hicieron negocios un poco oscuros. Eran auténticos especuladores e hicieron mucho dinero. Se presentaban como bienhechores de la Iglesia, pero acumulaban mucho dinero y no siempre era dinero limpio».

Y aquí el Santo Padre repitió las preguntas: «¿Cómo sigo yo a Jesús? ¿Hay vanidad en mi seguimiento de Jesús? ¿Hay deseo de poder? ¿Hay deseo de dinero? Nos hará bien —exhortó— examinar un poco nuestro corazón, nuestra conciencia sobre la rectitud de intención en el seguimiento de Jesús. ¿Lo sigo sólo por Él? Y este es el camino de la santidad. ¿O lo sigo por Él pero también para tener alguna ventaja para mí?». Y esto no es cristiano. Por lo tanto, concluyó, «pidamos al Señor la gracia de enviarnos el Espíritu Santo para seguirlo con rectitud de intención: sólo por Él, sin vanidad, sin deseo de poder, y sin deseo de dinero».

Santo Padre Francisco: Quién tiene sitio en la Iglesia

Meditación del lunes, 5 de mayo de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

LA CONCIENCIA MORAL

1776 “En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal […]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón […]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16).

I. El dictamen de la conciencia

1777 Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2, 14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.

1778 La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:

La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (Juan Enrique Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).

1779 Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:

«Retorna a tu conciencia, interrógala. […] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios» (San Agustín, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus 8, 9).

1780 La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad («sindéresis»), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio.

1781 La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios:

«Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3, 19-20).

1782 El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (DH 3)

II. La formación de la conciencia

1783 Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.

1784 La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

1785 En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14).

III. Decidir en conciencia

1786 Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1787 El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.

1788 Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.

1789 En todos los casos son aplicables algunas reglas:

— Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien. 

— La “regla de oro”: “Todo […] cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; cf  Lc 6, 31; Tb 4, 15).

— La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: “Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia…, pecáis contra Cristo” (1 Co8,12). “Lo bueno es […] no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad” (Rm 14, 21).

IV. El juicio erróneo

1790 La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.

1791 Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede “cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega” (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.

1792 El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

1793 Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.

1794 La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo “de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tm 1,5; 3, 9; 2 Tm 1, 3; 1 P 3, 21; Hch 24, 16).

«Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad» (GS 16).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hoy es buen día para hacer una «limpieza general» de lo que me pueda apartar de Dios.

Diálogo con Cristo

Señor, necesito una decisión firme para buscar en todo tu gloria. Me hace falta constancia y perseverancia para superar las dificultades o los entusiasmos pasajeros. El día de hoy quiero aprovechar el tiempo para amarte y servirte con fe, con generosidad, con decisión, hasta en los más pequeños detalles.

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