Evangelio del día: Jesús nos enseña el «Padrenuestro»

Evangelio del día: Jesús nos enseña el «Padrenuestro»

Lucas 11, 1-4. Miércoles de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. No hay necesidad de emplear tantas palabras para rezar, pues el Señor sabe lo que queremos decirle; lo importante es que la primera palabra de nuestra oración sea «Padre».

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos». El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 2, 1-2.7-14

Salmo: 117(116), 1-2

Oración introductoria

Señor, te damos gracias por enseñarnos a orar, por dejarnos tu oración, porque gracias a ella pedimos las gracias que necesitamos. Danos ese amor por la oración y que sigamos tu ejemplo de siempre orar antes de actuar.

Petición

Padre, dame la gracia de apreciar la oración que Cristo nos enseñó, el Padrenuestro y así pedirte lo que de verdad necesito.

Meditación del Santo Padre Francisco

No hay necesidad de emplear tantas palabras para rezar: el Señor sabe lo que queremos decirle. Lo importante es que la primera palabra de nuestra oración sea «Padre». […]

El Pontífice repitió las recomendaciones de Jesús cuando enseñó el Padrenuestro a los apóstoles, según el relato del evangelista Mateo (6, 7-15). Para rezar, según dijo el Papa, no hay necesidad de hacer ruido ni creer que es mejor derrochar muchas palabras. No podemos confiarnos al ruido, al alboroto de la mundanidad, que Jesús identifica con «tocar la tromba» o «hacerse ver el día de ayuno». Para rezar —repitió— no es necesario el ruido de la vanidad: Jesús dijo que esto es un comportamiento propio de los paganos. El Santo Padre fue más allá, afirmando que la oración no se ha de considerar como una fórmula mágica: «La oración no es algo mágico; no se hace magia con la oración»; «esto es pagano».

Entonces, ¿cómo se debe orar? Jesús nos lo enseñó: «Dice que el Padre que está en el Cielo «sabe lo que necesitáis, antes incluso de que se lo pidáis»». Por lo tanto, la primera palabra debe ser «»Padre». Esta es la clave de la oración. Sin decir, sin sentir, esta palabra no se puede rezar», explicó el Obispo de Roma. Y se preguntó: «¿A quién rezo? ¿Al Dios omnipotente? Está demasiado lejos. Esto yo no lo siento, Jesús tampoco lo sentía. ¿A quién rezo? ¿Al Dios cósmico? Un poco común en estos días, ¿no? Rezar al Dios cósmico. Esta modalidad politeísta llega con una cultura superficial». Es necesario, en cambio, «orar al Padre», a Aquél que nos ha generado. Pero no sólo: es necesario rezar al Padre «nuestro», es decir, no al Padre de un «todos» genérico o demasiado anónimo, sino a Aquél «que te ha generado, que te ha dado la vida, a ti, a mí», como persona individual, explicó el Pontífice. Es el Padre «que te acompaña en tu camino», quien «conoce toda tu vida, toda».

Para profundizar en el sentido de la palabra «Padre», el Pontífice volvió a proponer la actitud confiada con la que Isaac —«este muchacho de veintidós años no era un tonto», subrayó— se dirige a su padre cuando se da cuenta de que no estaba el cordero para sacrificar y sospecha que él mismo era la víctima sacrificial: «Debía hacer la pregunta, y la Biblia nos dice que dijo: «Padre, falta el cordero». Pero se fio de quien estaba a junto a él. Era su padre. Su preocupación: «¿tal vez soy la oveja?», la arrojó en el corazón de su padre». Es lo que sucede también en la parábola del hijo que despilfarra la herencia «pero luego regresa a casa y dice: «Padre, he pecado». Es la clave de toda oración: sentirse amados por un padre»; y nosotros tenemos «un Padre, muy cercano, que nos abraza» y a quien podemos confiarle todas nuestras preocupaciones porque «Él sabe lo que necesitamos».

Pero, ¿es «un padre solamente mío?» —se preguntó una vez más el Pontífice—. Y respondió: «No, es el Padre nuestro, porque yo no soy hijo único. Ninguno de nosotros lo es. Y si no puedo ser hermano, difícilmente puedo llegar a ser hijo de este Padre, porque es un Padre, con certeza, mío, pero también de los demás, de mis hermanos». Por ello —observó— se deduce que «si yo no estoy en paz con mis hermanos, no puedo decirle Padre a Él. Y así se explica lo que dice inmediatamente Jesús, después de enseñarnos el Padrenuestro: «Si vosotros perdonáis las culpas a los demás, vuestro Padre que está en los cielos os perdonará también a vosotros; pero si vosotros no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas».

Santo Padre Francisco: Orar a Nuestro Padre

Meditación del jueves, 20 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

2761 “La oración del Señor o dominical es, en verdad el resumen de todo el Evangelio” (Tertuliano, De oratione, 1, 6). «Cuando el Señor hubo legado esta fórmula de oración, añadió: “Pedid y se os dará” (Lc 11, 9). Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano, De oratione, 10).

I. Corazón de las Sagradas Escrituras

2762 Después de haber expuesto cómo los salmos son el alimento principal de la oración cristiana y confluyen en las peticiones del Padre Nuestro, San Agustín concluye:

«Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical» (Epistula 130, 12, 22).

2763 Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El evangelio es esta “Buena Nueva”. Su primer anuncio está resumido por san Mateo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:

«La oración dominical es la más perfecta de las oraciones […] En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también llena toda nuestra afectividad» (Santo Tomás de Aquino,Summa theologiae, 2-2, q. 83, a. 9).

2764 El Sermón de la Montaña es doctrina de vida, la Oración dominical es plegaria, pero en uno y otra el Espíritu del Señor da forma nueva a nuestros deseos, esos movimientos interiores que animan nuestra vida. Jesús nos enseña esta vida nueva por medio de sus palabras y nos enseña a pedirla por medio de la oración. De la rectitud de nuestra oración dependerá la de nuestra vida en Él.

II. “La oración del Señor”

2765 La expresión tradicional “Oración dominical” (es decir, “Oración del Señor”) significa que la oración al Padre nos la enseñó y nos la dio el Señor Jesús. Esta oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es “del Señor”. Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración.

2766 Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (cf Mt 6, 7; 1 R18, 26-29). Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que estas se hacen en nosotros “espíritu […] y vida” (Jn 6, 63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre «ha enviado […] a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá, Padre!’”» (Ga 4, 6). Ya que nuestra oración interpreta nuestros deseos ante Dios, es también “el que escruta los corazones”, el Padre, quien “conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión en favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 27). La oración al Padre se inserta en la misión misteriosa del Hijo y del Espíritu.

III. Oración de la Iglesia

2767 Este don indisociable de las palabras del Señor y del Espíritu Santo que les da vida en el corazón de los creyentes ha sido recibido y vivido por la Iglesia desde los comienzos. Las primeras comunidades recitan la Oración del Señor “tres veces al día” (Didaché 8, 3), en lugar de las “Dieciocho bendiciones” de la piedad judía.

2768 Según la Tradición apostólica, la Oración del Señor está arraigada esencialmente en la oración litúrgica.

«El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice “Padre mío” que estás en el cielo, sino “Padre nuestro”, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia« (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum, homilia 19, 4).

En todas las tradiciones litúrgicas, la Oración del Señor es parte integrante de las principales Horas del Oficio divino. Este carácter eclesial aparece con evidencia sobre todo en los tres sacramentos de la iniciación cristiana:

2769 En el Bautismo y la Confirmación, la entrega [traditio] de la Oración del Señor significa el nuevo nacimiento a la vida divina. Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de Dios, “los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo” (1 P 1, 23) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que él escucha siempre. Y pueden hacerlo de ahora en adelante porque el sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial. Por eso, la mayor parte de los comentarios patrísticos del Padre Nuestro están dirigidos a los catecúmenos y a los neófitos. Cuando la Iglesia reza la Oración del Señor, es siempre el Pueblo de los “neófitos” el que ora y obtiene misericordia (cf 1 P 2, 1-10).

2770 En la Liturgia eucarística, la Oración del Señor aparece como la oración de toda la Iglesia. Allí se revela su sentido pleno y su eficacia. Situada entre la Anáfora (Oración eucarística) y la liturgia de la Comunión, recapitula por una parte todas las peticiones e intercesiones expresadas en el movimiento de la epíclesis, y, por otra parte, llama a la puerta del Festín del Reino que la comunión sacramental va a anticipar.

2771 En la Eucaristía, la Oración del Señor manifiesta también el carácter escatológico de sus peticiones. Es la oración propia de los “últimos tiempos”, tiempos de salvación que han comenzado con la efusión del Espíritu Santo y que terminarán con la Vuelta del Señor. Las peticiones al Padre, a diferencia de las oraciones de la Antigua Alianza, se apoyan en el misterio de salvación ya realizado, de una vez por todas, en Cristo crucificado y resucitado.

2772 De esta fe inquebrantable brota la esperanza que suscita cada una de las siete peticiones. Estas expresan los gemidos del tiempo presente, este tiempo de paciencia y de espera durante el cual “aún no se ha manifestado lo que seremos” (1 Jn 3, 2; cf Col 3, 4). La Eucaristía y el Padre Nuestro están orientados hacia la venida del Señor, “¡hasta que venga!” (1 Co 11, 26).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hoy rezaré el Padrenuestro despacio, sin prisa, pensando en cada palabra, y que sea la oración más importante de mi día…y de mi vida.


Padre nuestro,

que estás en el cielo,

santificado sea tu Nombre;

venga a nosotros tu reino;

hágase tu voluntad

en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;

perdona nuestras ofensas,

como también nosotros perdonamos

a los que nos ofenden;

no nos dejes caer en la tentación,

y líbranos del mal.

Amén.


Diálogo con Cristo

Jesucristo, ¡Venga tu Reino! Ésta es la aspiración de mi vida, que tu Reino se establezca y se realice en este mundo, iniciando en mi propia persona. Por eso te doy gracias por esta oración, permite que sepa escucharte, sentirte y seguirte.

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Evangelio del día: Marta y María

Evangelio del día: Marta y María

Lucas 10, 38-42. Martes de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. La contemplación de María y el servicio concreto al prójimo de Marta no son dos actitudes contrapuestas, sino, al contrario, son dos aspectos, ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que nunca se han de separar, sino vivir en profunda unidad y armonía.

Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que muy estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude». Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria, María eligió la mejor parte, que no le será quitada».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 1, 13-24

Salmo: Sal 139(138), 1-3.13-15

Oración introductoria

Jesús, yo quiero la mejor parte. Creo y espero en Ti y, porque te amo, quiero tener un diálogo contigo en esta oración, ¡ven a mi corazón! Con tu gracia podré dejar de lado todas las distracciones, preocupaciones e ideas que me pueden separar de Ti.

Petición

Jesús, guía mi mente y mi corazón para saber escoger siempre la mejor parte, que es la oración.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

También este domingo continúa la lectura del décimo capítulo del evangelista Lucas. El pasaje de hoy es el de Marta y María. ¿Quiénes son estas dos mujeres? Marta y María, hermanas de Lázaro, son parientes y fieles discípulas del Señor, que vivían en Betania. San Lucas las describe de este modo: María, a los pies de Jesús, «escuchaba su palabra», mientras que Marta estaba ocupada en muchos servicios (cf. Lc 10, 39-40). Ambas ofrecen acogida al Señor que está de paso, pero lo hacen de modo diverso. María se pone a los pies de Jesús, en escucha, Marta en cambio se deja absorber por las cosas que hay que preparar, y está tan ocupada que se dirige a Jesús diciendo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano» (v. 40). Y Jesús le responde reprendiéndola con dulzura: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; sólo una es necesaria» (v. 41).

¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es esa cosa sola que necesitamos? Ante todo es importante comprender que no se trata de la contraposición entre dos actitudes: la escucha de la Palabra del Señor, la contemplación, y el servicio concreto al prójimo. No son dos actitudes contrapuestas, sino, al contrario, son dos aspectos, ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que nunca se han de separar, sino vivir en profunda unidad y armonía. Pero entonces, ¿por qué Marta recibe la reprensión, si bien hecha con dulzura? Porque consideró esencial sólo lo que estaba haciendo, es decir, estaba demasiado absorbida y preocupada por las cosas que había que «hacer». En un cristiano, las obras de servicio y de caridad nunca están separadas de la fuente principal de cada acción nuestra: es decir, la escucha de la Palabra del Señor, el estar —como María— a los pies de Jesús, con la actitud del discípulo. Y por esto es que se reprende a Marta.

Que también en nuestra vida cristiana oración y acción estén siempre profundamente unidas. Una oración que no conduce a la acción concreta hacia el hermano pobre, enfermo, necesitado de ayuda, el hermano en dificultad, es una oración estéril e incompleta. Pero, del mismo modo, cuando en el servicio eclesial se está atento sólo al hacer, se da más peso a las cosas, a las funciones, a las estructuras, y se olvida la centralidad de Cristo, no se reserva tiempo para el diálogo con Él en la oración, se corre el riesgo de servirse a sí mismo y no a Dios presente en el hermano necesitado. San Benito resumía el estilo de vida que indicaba a sus monjes en dos palabras: «ora et labora», reza y trabaja. Es de la contemplación, de una fuerte relación de amistad con el Señor donde nace en nosotros la capacidad de vivir y llevar el amor de Dios, su misericordia, su ternura hacia los demás. Y también nuestro trabajo con el hermano necesitado, nuestro trabajo de caridad en las obras de misericordia, nos lleva al Señor, porque nosotros vemos precisamente al Señor en el hermano y en la hermana necesitados.

Pidamos a la Virgen María, Madre de la escucha y del servicio, que nos enseñe a meditar en nuestro corazón la Palabra de su Hijo, a rezar con fidelidad, para estar, cada vez más atentos, concretamente, a las necesidades de los hermanos.

Santo Padre Francisco

Ángelus del domingo, 21 de julio de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta de este modo a sus fieles y también a nosotros: «Buscamos tener también nosotros, aquello que no se nos puede quitar, dándole a la palabra del Señor una diligente atención, no distraída: ocurre también con las semillas de la palabra divina, que se pierden si se plantan a lo largo del camino. Te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: este es la más grande, la obra más perfecta». Y añade también que: «el cuidado por el ministerio no distraiga la atención de la palabra divina», por la oración. Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos.[…] San Bernardo dice que las muchas ocupaciones, una vida frenética, a menudo terminan endureciendo el corazón y hacen sufrir el espíritu. Es un valioso recordatorio para nosotros hoy, acostumbrados a evaluar todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 25 de abril de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Los fieles cristianos laicos

897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).

La vocación de los laicos

898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios […] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).

899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:

«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9).

900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo

901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).

902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).

903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).

Su participación en la misión profética de Cristo

904 «Cristo […] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía […] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).

«Enseñar a alguien […] para traerlo a la fe […] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th.  3, q. 71, a.4, ad 3).

905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, «esta evangelización […] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):

«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes […] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).

906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).

907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).

Su participación en la misión real de Cristo

908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36):

«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476).

909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).

910 «Los seglares […] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).

911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.

912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).

913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'» (LG33).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Ante la tentación de la actividad excesiva, no renunciar a mi tiempo de oración. No dejar la «mejor parte».

Diálogo con Cristo

Jesús, cuántas veces he dejado a un lado mi oración para darle vuelo a mi imaginación: programando, planeando los grandes proyectos que podría llevar a cabo, pero olvidando que lo único que puede garantizar el éxito apostólico es que Tú seas la parte central de cualquier esfuerzo. Permite que nunca olvide que mi misión proviene de tu inspiración, que inicia y se sostiene sólo con tu gracia, que desde el principio y hasta el final todo debe ser por Ti y para Ti.

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Santos Cosme y Damián, los médicos mártires

Santos Cosme y Damián, los médicos mártires

Con los santos populares de los primeros siglos la leyenda ha hecho estragos. De tal manera ha embrollado sus vidas, que ahora nos resulta poco menos que imposible desenmarañar la madeja.

Si fueron santos que, además, tuvieron mucho culto, que vieron surgir en honor suyo numerosas iglesias, que favorecieron con el beneficio de sus milagros a los fieles que se encomendaban a ellos, entonces la cosa se complica, hasta el punto de que podamos encontrarlos sufriendo el martirio en poblaciones distantes o hallar sus cuerpos enterrados en santuarios diferentes.

Todo se comprende partiendo de la devoción popular, que pedía detalles, anécdotas, referencias concretas, y si eran prodigiosas, mejor.

Y nunca faltaban quienes se prestasen a saciar este ansia de noticias. No con mala intención, sino simplemente para glorificar al santo bendito. Eran tiempos en que el concepto de lo histórico no tenía un significado tan riguroso como en nuestros días.

Por eso, al comenzar la semblanza de San Cosme y San Damián habremos de desbrozar primero el terreno para quedarnos con el hecho cierto de su existencia, atestiguado por la enorme extensión de su culto, que alcanzó de Oriente a Occidente,

Lo que refieren las gesta Cosmae et Damiani merece poco crédito. Queden como ejemplo típico de leyendas hagiográficas, a las que el padre Delehaye dio hace ya años el golpe de muerte. Es verdad que todavía las recoge el segundo nocturno de maitines de su oficio litúrgico. Eso quiere decir únicamente la penosa tarea que tiene delante la Comisión Histórica de la Sagrada Congregación de Ritos antes de proceder a una reforma del breviario. Actualmente .nos sirven de resumen de las pasadas tradiciones, a través de las cuales se percibe lo fabuloso. Veamos lo que dice el martirologio romano de estos Santos:

«En Egea, ciudad del Asia Menor, los dos santos hermanos Cosme y Damián, que en la persecución de Diocleciano sufrieron diversos tormentos, pues como hubiesen sido cargados de cadenas, arrojados a la cárcel, pasados por el agua y por el fuego, crucificados y por fin asaeteados, sin experimentar daño alguno gracias al auxilio divino, acabaron siendo decapitados hacia el año 300».

Las lecciones del oficio dicen además que «eran médicos muy distinguidos, que tanto como por sus conocimientos en medicina curaban con la virtud de Cristo, aun aquellas enfermedades que se consideraban incurables».

La tradición constante los designa con el calificativo agua y por el fuego, crucificados y por fin asaeteados, sin exigir honores por sus servicios.

Pero aquí surge otra vez la duda: ¿fueron médicos en el sentido profesional de la palabra, o fueron más bien médicos sobrenaturales en virtud de las sanaciones milagrosas debidas a su intercesión después de muertos?

Esto segundo parece más probable y contribuyó eficazmente a la asombrosa propagación de su culto. Ya San Gregorio de Tours, en su libro De gloria martyrium, escribe:

«Los dos hermanos gemelos Cosme y Damián, médicos de profesión, después que se hicieron cristianos, espantaban las enfermedades por el solo mérito de sus virtudes y la intervención de sus oraciones… Coronados tras diversos martirios, se juntaron en el cielo y hacen a favor de sus compatriotas numerosos milagros. Porque, si algún enfermo acude lleno de fe a orar sobre su tumba, al momento obtiene curación. Muchos refieren también que estos Santos se aparecen en sueños a los enfermos indicándoles lo que deben hacer, y luego que lo ejecutan, se encuentran curados. Sobre esto yo he oído referir muchas cosas que sería demasiado largo de contar, estimando que con lo dicho es suficiente».

A pesar de las referencias del martirologio y el breviario, parece más seguro que ambos hermanos fueron martirizados y están enterrados en Cyro, ciudad de Siria no lejos de Alepo. Teodoreto, que fue obispo de Cyro en el siglo V, hace alusión a la suntuosa basílica que ambos Santos poseían allí. Desde la primera mitad del siglo V existían dos iglesias en honor suyo en Constantinopla, habiéndoles sido dedicadas otras dos en tiempos de Justiniano. También este emperador les edificó otra en Panfilia. En Capadocia, en Matalasca, San Sabas († 531) transformó en basílica de San Cosme y San Damián la casa de sus padres. En Jerusalén y en Mesopotamia tuvieron igualmente templos. En Edesa eran patronos de un hospital levantado en 457, y se decía que los dos Santos estaban enterrados en dos iglesias diferentes de esta ciudad monacal.

En Egipto, el calendario de Oxyrhyrico del 535 anota que San Cosme posee templo propio. La devoción copta a ambos Santos siempre fue muy ferviente.

En San Jorge de Tesalónica aparecen en un mosaico con el calificativo de mártires y médicos. En Bizona, en Escitia, se halla también una iglesia que les levantara el diácono Estéfano.

Pero tal vez el más célebre de los santuarios orientales era el de Egea, en Cilicia, donde nació la leyenda llamada «árabe», relatada en dos pasiones, y es la que recogen nuestros actuales libros litúrgicos.

Estos Santos, que a lo largo del siglo V y VI habían conquistado el Oriente, penetraron también triunfalmente en Occidente. Ya hemos referido el testimonio de San Gregorio de Tours. Tenemos testimonios de su culto en Cagliari (Cerdeña), promovido por San Fulgencio, fugitivo de los bárbaros. En Ravena hay mosaicos suyos del siglo VI y VII.

El oracional visigótico de Verona los incluye en el calendario de santos que festejaba la Iglesia de España.

Mas donde gozaron de una popularidad excepcional fue en la propia Roma, llegando a tener dedicadas más de diez iglesias. El papa Símaco (498-514) les consagró un oratorio en el Esquilino, que posteriormente se convirtió en abadía. San Félix IV, hacía el año 527, transformó para uso eclesiástico dos célebres edificios antiguos, la basílica de Rómulo y el templum sacrum Urbis, con el archivo civil a ellos anejo, situados en la vía Sacra, en el Foro, dedicándoselo a los dos médicos anárgiros.

Tan magnífico desarrollo alcanzó su culto, por influjo sobre todo de los bizantinos, que, además de esta fecha del 27 de septiembre, se les asignó por obra del papa Gregorio II la estación coincidente con el jueves de la tercera semana de Cuaresma, cuando ocurre la fecha exacta de la mitad de este tiempo de penitencia, lo que daba lugar a numerosa asistencia de fieles, que acudían a los celestiales médicos para implorar la salud de alma y cuerpo. Caso realmente insólito, el texto de la misa cuaresmal se refiere preferentemente a los dichos Santos, que son mencionados en la colecta, secreta y poscomunión, jugándose en los textos litúrgicos con la palabra salus en el introito y ofertorio y estando destinada la lectura evangélica a narrar la curación de la suegra de San Pedro y otras muchas curaciones milagrosas que obró el Señor en Cafarnaúm aquel mismo día, así como la liberación de muchos posesos. Esta escena de compasión era como un reflejo de la que se repetía en Roma, en el santuario de los anárgiros, con los prodigios que realizaban entre los enfermos que se encomendaban a ellos.

El texto de la misa que acabamos de referir, cuyas oraciones son del sacramentario Gelasiano, debió de ser el empleado en la dedicación de la iglesia de los gloriosos taumaturgos, como lo abona la lectura de la epístola, tomada de Jeremías, en que se reprende la actitud de los judíos, que sólo veían en su templo de Jerusalén una gloria nacional, sin percibir que la presencia divina se hace más cercana para aquellos que cumplen los mandamientos y practican sobre todo la caridad con el prójimo. Esta misa debió de ser la usada primitivamente el 27 de septiembre, transferida después a la estación cuaresmal del jueves de la tercera semana. La actual para hoy tiene también muy en cuenta el poder milagroso de los dos hermanos, pues la lectura del evangelio nos presenta a Cristo rodeado de las turbas, «que querían tocarle, porque salía de Él una virtud que curaba a todos». A pesar de la restauración un tanto «bárbara» que llevó a cabo el papa Barberini, Urbano VIII, en 1631, la iglesia de San Cosme y San Damián en el Foro es una de las más hermosas de Roma. En la actualidad es título cardenalicio. En el ábside, un antiguo mosaico de fondo obscuro con nubes rojas nos presenta a Cristo «con unos ojos grandes, que miran a todas, partes», como dice el epitafio de Abercio, llenando con su presencia toda la sala de la asamblea. A uno y otro lado están los hermanos médicos, prontos a escuchar las súplicas de sus devotos.

Cabría preguntarse: ¿Por qué hoy estos Santos gloriosos no obran las maravillas de las antiguas edades? Tal vez la contestación podría formularse a través de otra pregunta: ¿Por qué hoy no nos encomendamos a ellos con la misma fe, con esa fe que arranca los milagros?

También podría entrar en la providencia divina el reservar cada época a determinados santos, y así tenemos que en el sepulcro del monje Charbel Makhlouf, muerto en 1898, vecino libanés de los médicos sirios, parecen renovarse los prodigios que de éstos nos refieren los historiadores.

Pero lo que conviene es que no se apague la fe, que la mano del Señor «no se ha contraído». Y si San Cosme y San Damián continúan siendo patronos de médicos y farmacéuticos, bien podemos seguirles invocando con una oración como ésta, de la antigua liturgia hispana: «¡Oh Dios, nuestro médico y remediador eterno, que hiciste a Cosme y Damián inquebrantables en su fe, invencibles en su heroísmo, para llevar salud por sus heridas a las dolencias humanas haz que por ellos sea curada nuestra enfermedad, y que por ellos también la curación sea sin recaída».

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Otras biografías y estudios en la red

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Recursos audiovisuales

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Evangelio del día: El buen samaritano

Evangelio del día: El buen samaritano

Lucas 10, 25-37. Lunes de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. Dios quiere la misericordia del corazón, porque Él es misericordioso y sabe comprender bien nuestras miserias, nuestras dificultades y también nuestros pecados.

Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?». Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?». El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo». «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida». Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: «Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver». ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?». «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de San Pablo a los Gálatas, Gál 1, 6-12

Salmo: Sal 111(110), 1-2.7-8.9.10c

Oración introductoria

Señor, dame la sabiduría y el amor para descubrir y actuar, buscando el bien de los demás, en las diversas situaciones de mi vida cotidiana. No permitas que el ajetreo de mis pendientes me haga pasar de largo y no ver a esa persona que necesita que me detenga a platicar con ella para darle consuelo o simplemente una sonrisa.

Petición

Señor, quiero amarte en los demás, con todo el corazón, con toda el alma y con todas mis fuerzas. Por eso pido a la santísima Virgen del Rosario, que celebramos hoy, que interceda por mí para que esta oración me ilumine y me ayude a nunca ser indiferente a las necesidades de los demás.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy […] es la famosa parábola del buen samaritano. ¿Quién era este hombre? Era una persona cualquiera, que bajaba de Jerusalén hacia Jericó por el camino que atravesaba el desierto de Judea. Poco antes, por ese camino, un hombre había sido asaltado por bandidos, le robaron, golpearon y abandonaron medio muerto. Antes del samaritano pasó un sacerdote y un levita, es decir, dos personas relacionadas con el culto del Templo del Señor. Vieron al pobrecillo, pero siguieron su camino sin detenerse. En cambio el samaritano, cuando vio a ese hombre, «sintió compasión» (Lc 10, 33) dice el Evangelio. Se acercó, le vendó las heridas, poniendo sobre ellas un poco de aceite y de vino; luego lo cargó sobre su cabalgadura, lo llevó a un albergue y pagó el hospedaje por él… En definitiva, se hizo cargo de él: es el ejemplo del amor al prójimo. Pero, ¿por qué Jesús elige a un samaritano como protagonista de la parábola? Porque los samaritanos eran despreciados por los judíos, por las diversas tradiciones religiosas. Sin embargo, Jesús muestra que el corazón de ese samaritano es bueno y generoso y que —a diferencia del sacerdote y del levita— él pone en práctica la voluntad de Dios, que quiere la misericordia más que los sacrificios (cf. Mc 12, 33). Dios siempre quiere la misericordia y no la condena hacia todos. Quiere la misericordia del corazón, porque Él es misericordioso y sabe comprender bien nuestras miserias, nuestras dificultades y también nuestros pecados. A todos nos da este corazón misericordioso. El Samaritano hace precisamente esto: imita la misericordia de Dios, la misericordia hacia quien está necesitado.

Santo Padre Francisco: Parábola del buen samaritano

Ángelus del domingo, 14 de julio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La misericordia y el pecado

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

1847 Dios, “que te ha creado sin ti,  no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Imitemos a Cristo en su vida de donación a los demás, y vivamos con confianza y constancia su mandamiento: «vete y haz tú lo mismo».

Diálogo con Cristo

Señor, Tú lo sabes todo: mi debilidad al amar a los demás, especialmente aquellos que están más cerca de mí, porque si hay impaciencia, si hay juicios temerarios, si hay indiferencia, no hay verdadero amor. Ayúdame a crecer en la convicción de que Tú me has creado para amar y servirte en esta vida y que sólo superando mi egoísmo mediante la vivencia del amor, podré gozar de Ti y alabarte eternamente en el cielo.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: ¿Dónde está la diferencia?

Evangelio del día: ¿Dónde está la diferencia?

Lucas 17, 5-10. Vigésimo séptimo domingo del Tiempo Ordinario. Fe es también saber obedecer y servir a Dios con humildad, sencillez, amor y dedicación.

Los Apóstoles dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El respondió: «Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», ella les obedecería. Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: «Ven pronto y siéntate a la mesa»? ¿No le dirá más bien: «Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después»? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: «Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber»».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Hababuc, Hab 1, 2-3; 2, 2-4

Salmo: Sal 95(94), 1-2.6-9

Segunda lectura: Segunda Carta de san Pablo a Timoteo, 2 Tim 1, 6-8.13-14

Oración introductoria

Señor, te pido que aumentes mi fe, porque aunque soy católico, tiendo a creer sólo aquello que me conviene. Me comprometo en el apostolado, pero sin poner realmente todo mi esfuerzo. Que esta oración abra mi entendimiento y fortalezca mi voluntad para saber que soy capaz de mover montañas, si hago lo que tengo que hacer.

Petición

Jesús, dame la gracia de vivir con un espíritu de servicio profundo y, que cuando haya servido, esté convencido en lo profundo de mi corazón que sólo he hecho lo que tenía que hacer.

Meditación del Santo Padre Francisco

Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer pero no simplemente de palabra— que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.

Santo Padre Francisco, Homilía del Domingo de Pascua, 14 de abril de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III Las características de la fe

La fe es una gracia

153 Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad»» (DV 5).

La fe es un acto humano

154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.

155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia

156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).

157 La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).

158 «La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».

159 Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).

La libertad de la fe

160 «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados […] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino […] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).

La necesidad de la fe

161 Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que «haya perseverado en ella hasta el fin» (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).

La perseverancia en la fe

162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe, comienzo de la vida eterna

163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:

«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).

164 Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no […] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta» (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Disponer lo necesario para que la asistencia en familia a la celebración dominical de la Eucaristía sea el momento más importante del día.

Diálogo con Cristo

Señor Jesucristo, Tú sabes de mi debilidad, pero también de mi humilde fe. Señor, auméntame la fe para que sepa obedecerte y servirte con amor, sencillez y dedicación.

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Evangelio del día: Verdadera alegría de los discípulos

Evangelio del día: Verdadera alegría de los discípulos

Lucas 10, 17-24. Sábado de la 26.ª semana del Tiempo Ordinario. El protagonista es uno solo, ¡es el Señor! Él es el único protagonista. Nuestra alegría es sólo esta: ser sus discípulos, sus amigos.

Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre». El les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder de caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo». En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: «¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Job, Job 42, 1-3.5-6.12-16 

Salmo: Sal 119(118), 66.71.75.91.125.130 

Oración introductoria

Gracias, Señor, por mostrarme el camino para llegar al Padre, permite que sea un pequeño y sea dichoso de estar cerca de Ti.

Petición

Señor, concédeme ser sencillo para buscar siempre el camino que me lleve a Ti.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

[…] El Evangelio de este [día] nos habla precisamente […] del hecho de que Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que implica a sus discípulos. Y hoy vemos que, además de los Doce apóstoles, llama a otros setenta y dos, y les manda a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca. ¡Esto es muy hermoso! Jesús no quiere obrar solo, vino a traer al mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con el estilo de la comunión, con el estilo de la fraternidad. Por ello forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena para la misión, para ir.

Pero atención: el fin no es socializar, pasar el tiempo juntos, no, la finalidad es anunciar el Reino de Dios, ¡y esto es urgente! También hoy es urgente. No hay tiempo que perder en habladurías, no es necesario esperar el consenso de todos, hay que ir y anunciar. La paz de Cristo se lleva a todos, y si no la acogen, se sigue igualmente adelante. A los enfermos se lleva la curación, porque Dios quiere curar al hombre de todo mal. ¡Cuántos misioneros hacen esto! Siembran vida, salud, consuelo en la periferias del mundo. ¡Qué bello es esto! No vivir para sí mismo, no vivir para sí misma, sino vivir para ir a hacer el bien. Hay tantos jóvenes hoy en la Plaza: pensad en esto, preguntaos: ¿Jesús me llama a ir, a salir de mí para hacer el bien? A vosotros, jóvenes, a vosotros muchachos y muchachas os pregunto: vosotros, ¿sois valientes para esto, tenéis la valentía de escuchar la voz de Jesús? ¡Es hermoso ser misioneros! Ah, ¡lo hacéis bien! ¡Me gusta esto!

Estos setenta y dos discípulos, que Jesús envía delante de Él, ¿quiénes son? ¿A quién representan? Si los Doce son los Apóstoles, y por lo tanto representan también a los obispos, sus sucesores, estos setenta y dos pueden representar a los demás ministros ordenados, presbíteros y diáconos; pero en sentido más amplio podemos pensar en los demás ministerios en la Iglesia, en los catequistas, los fieles laicos que se comprometen en las misiones parroquiales, en quien trabaja con los enfermos, con las diversas formas de necesidad y de marginación; pero siempre como misioneros del Evangelio, con la urgencia del Reino que está cerca. Todos deben ser misioneros, todos pueden escuchar la llamada de Jesús y seguir adelante y anunciar el Reino.

Dice el Evangelio que estos setenta y dos regresaron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza para vencer al maligno. Pero agrega: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10, 20). No debemos gloriarnos como si fuésemos nosotros los protagonistas: el protagonista es uno solo, ¡es el Señor! Protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Nuestra alegría es sólo esta: ser sus discípulos, sus amigos. Que la Virgen nos ayude a ser buenos obreros del Evangelio.

Queridos amigos, ¡la alegría! No tengáis miedo de ser alegres. No tengáis miedo a la alegría. La alegría que nos da el Señor cuando lo dejamos entrar en nuestra vida, dejemos que Él entre en nuestra vida y nos invite a salir de nosotros a las periferias de la vida y anunciar el Evangelio. No tengáis miedo a la alegría. ¡Alegría y valentía!

Santo Padre Francisco

Ángelus del domingo, 7 de julio de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc 10, 21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3, 6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina.

Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), en perfecta unidad con él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.

Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Su conmovedor «¡Sí, Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el «Fiat» de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al «misterio de la voluntad» del Padre (Ef 1, 9)» (n. 2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.

Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11, 2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).

También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» (Lc 10, 1) y ellos partieron con una sensación de temor por el posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que encontró el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos. Pero los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su misión tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella hora» (Lc 20, 21), en aquel momento se llenó de alegría.

Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí mismo, desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque —como afirma el apóstol Pablo— «(Nosotros) no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables… según Dios» (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se acuda a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino. Gracias.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 7 de diciembre de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Los fieles cristianos laicos

897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).

La vocación de los laicos

898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios […] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).

899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:

«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9).

900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo

901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).

902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).

903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).

Su participación en la misión profética de Cristo

904 «Cristo […] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía […] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).

«Enseñar a alguien […] para traerlo a la fe […] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th.  3, q. 71, a.4, ad 3).

905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, «esta evangelización […] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):

«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes […] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).

906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).

907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).

Su participación en la misión real de Cristo

908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36):

«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476).

909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).

910 «Los seglares […] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).

911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.

912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).

913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'» (LG33).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Alegrarme con Jesús al hacer el bien en esta tierra, y saber que son méritos para el cielo.

Diálogo con Cristo

Ser cristiano es más que simplemente evitar el mal. Redescubrir la fe es lo que su S.S. Benedicto XVI pide en este ya próximo Año de la Fe, para que no sólo crea, sino que viva y trasmita el amor de Cristo. Te doy gracias, Señor, porque esta oración provoca mi anhelo de corresponder a tu amor con una vida santa. Ayúdame a vivir amando a los demás, por Ti, desde Ti y como Tú me has enseñado.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

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Evangelio del día: Ciudades incrédulas

Evangelio del día: Ciudades incrédulas

Lucas 10, 13-16.  Viernes de la 26.ª semana del Tiempo Ordinario. No nos dejemos contagiar por la tentación. La tentación nos encierra en un ambiente desde el que no se puede salir con facilidad. Cuando caemos en tentación, no escuchamos la Palabra de Dios… no comprendemos.

¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros realizados entre ustedes, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y sentándose sobre ceniza. Por eso Tiro y Sidón, en el día del Juicio, serán tratadas menos rigurosamente que ustedes. Y tú, Cafarnaúm, ¿acaso crees que serás elevada hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el infierno. El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza, rechaza a aquel que me envió».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Job, Job 38,1.12-21; 40, 3-5

Salmo: Sal 139(138), 1-3.7-10.13-14abc

Oración

Gracias, Señor, por tu amor y por el prodigio que me das, en este momento, al invitarme a dialogar contigo en esta meditación. Confío en Ti, Señor, y humildemente pongo mi mente, mi corazón, mi vida, en tus manos.

Petición

Jesús, ayúdame a guardar el silencio necesario para poder escucharte.

Meditación del Santo Padre Francisco

Para no dejarse contagiar por la tentación.

La tentación se nos presenta de modo solapado, contagia todo el ambiente que nos rodea, nos impulsa a buscar siempre una justificación. Y al final nos hace caer en el pecado, cerrándonos en una jaula de la cual es difícil salir. Para resistir a la tentación es necesario escuchar la Palabra del Señor, porque «Él nos espera», nos da siempre confianza y abre ante nosotros un nuevo horizonte. Es éste, en síntesis, el sentido de la reflexión propuesta por el Papa Francisco [este día].

El Pontífice partió […] de la Carta de Santiago (12-18) en la que el apóstol «tras habernos hablado ayer de la paciencia —destacó— nos habla hoy de la resistencia. Resistencia a las tentaciones. Y nos explica que cada uno es tentado por las propias pasiones, que le atraen y le seducen. Luego, las pasiones engendran, generan el pecado. Y el pecado, una vez cometido, genera la muerte».

¿Pero de dónde viene la tentación? ¿Cómo actúan dentro de nosotros? Para responder a estos interrogantes, el Papa recurrió nuevamente al texto de la Carta de Santiago. «El apóstol —indicó— nos dice que no viene de Dios sino de nuestras pasiones, de nuestras debilidades interiores, de las heridas que dejó en nosotros el pecado original. De allí vienen las tentaciones». Y al respecto se centró en las características de la tentación, que, dijo, «crece, contagia y se justifica».

Inicialmente, por lo tanto, la tentación «comienza con un aire tranquilizador», pero «luego crece. Jesús mismo lo decía cuando contó la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30). El trigo crecía, pero crecía también la cizaña sembrada por el enemigo. Y así también la tentación crece, crece, crece. Y si uno no la detiene, ocupa todo». Después tiene lugar el contagio. La tentación «crece —explicó el obispo de Roma—, pero no ama la soledad»; por lo tanto, «busca a otro para que le acompañe, contagia a otro y así acumula personas». Y la tercera característica es la justificación, porque nosotros, hombres, «para estar tranquilos nos justificamos».

Al respecto, el Pontífice observó que la tentación se justifica desde siempre, «desde el pecado original», cuando Adán culpó a Eva por haberle convencido de comer el fruto prohibido. Y en este crecer, contagiar y justificarse, la tentación «nos encierra en un ambiente desde el que no se puede salir con facilidad». Para explicarlo, el Papa se refirió al pasaje del Evangelio de Marcos (8, 14-21): «Es lo que sucedió a los apóstoles que estaban en la barca: se les olvidó tomar el pan» y se pusieron a discutir culpándose mutuamente por haberlo olvidado. «Jesús les miraba. Yo pienso —comentó— que Él sonreía mientras les miraba. Y les dijo: ¿Recordáis la levadura de los fariseos, de Herodes? Estad atentos, mirad a vuestro alrededor». Sin embargo, ellos «no entendían nada, porque estaban tan cerrados culpándose que no tenían ya espacio para otra cosa, no tenían más luz para la Palabra de Dios».

Lo mismo sucede «cuando caemos en tentación. No escuchamos la Palabra de Dios. No comprendemos. Y Jesús tuvo que recordar la multiplicación de los panes para ayudar a los discípulos a salir de ese ambiente». Esto sucede, explicó el Pontífice, porque la tentación nos cierra todo horizonte «y así nos conduce al pecado». Cuando somos tentados, «sólo la Palabra de Dios, la palabra de Jesús nos salva. Escuchar esa Palabra nos abre el horizonte», porque «Él está siempre dispuesto a enseñarnos a cómo salir de la tentación. Jesús es grande porque no sólo nos hace salir de la tentación, sino que nos da más confianza».

Al respecto, el Papa Francisco recordó el episodio relatado por el Evangelio de Lucas (22, 31- 32) a propósito del diálogo entre Jesús y Pedro, durante el cual el Señor «dice a Pedro que el diablo quería cribarlo»; pero al mismo tiempo le revela que había rezado por él y le confía una nueva misión: «Cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos». Por lo tanto, Jesús, destacó el Santo Padre, no sólo nos espera para ayudarnos a salir de la tentación, sino que confía en nosotros. Y «ésta es una gran fuerza», porque «Él nos abre siempre nuevos horizontes», mientras que el diablo con la tentación «cierra y hace crecer el ambiente donde se riñe», por lo cual «se buscan justificaciones acusándose uno a otro».

«No nos dejemos aprisionar por la tentación», fue la exhortación del obispo de Roma. Desde el círculo donde nos encierra la tentación «se sale sólo escuchando la Palabra de Jesús» recordó, concluyendo: «Pidamos al Señor que siempre, como hizo con los discípulos, con su paciencia, cuando seamos tentados nos diga: Deténte. Tranqulízate. Levanta los ojos, mira el horizonte, no te cierres, sigue adelante. Esta palabra nos salvará de caer en el pecado en el momento de la tentación».

Santo Padre Francisco: Para no dejarse contagiar por la tentación

Meditación del martes, 18 de febrero de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

VI. «No nos dejes caer en la tentación»

2846 Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa “no permitas entrar en” (cf Mt26, 41), “no nos dejes sucumbir a la tentación”. “Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie” (St 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.

2847 El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (cf Lc 8, 13-15; Hch 14, 22; 2 Tm 3, 12) en orden a una “virtud probada” (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte (cf St 1, 14-15). También debemos distinguir entre “ser tentado” y “consentir” en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es “bueno, seductor a la vista, deseable” (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

«Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres […] En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado» (Orígenes, De oratione, 29, 15 y 17).

2848 “No entrar en la tentación” implica una decisión del corazón: “Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón […] Nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 21-24). “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este “dejarnos conducir” por el Espíritu Santo. “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Co 10, 13).

2849 Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cf Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cf Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (cf Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es “guarda del corazón”, y Jesús pide al Padre que “nos guarde en su Nombre” (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia (cf 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela” (Ap 16, 15).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Poner en mi agenda de actividades el día en que voy a ir a confesarme.

Diálogo con Cristo

Señor, hazme darme cuenta que para escuchar y poder responder a tu llamada, debo limpiar mi mente y mi corazón en el sacramento de la confesión. No soy digno de ser tu discípulo misionero, por eso te pido me ayudes a crecer en la sinceridad y en la honestidad, para que sepa aprovechar los medios espirituales que me ofrece tu Iglesia.

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Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Evangelio del día: Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Juan 1, 47-51. Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. La Iglesia honra a los ángeles porque luchan contra los planes astutos de destrucción y deshumanización perpetrados por el demonio.

Al ver llegar a Natanael, Jesús dijo: «Este es un verdadero israelita, un hombre sin doblez». «¿De dónde me conoces?», le preguntó Natanael. Jesús le respondió: «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera». Natanael le respondió: «Maestro, tú eres el hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». Jesús continuó: «Porque te dije: «Te vi debajo de la higuera», crees. Verás cosas más grandes todavía». Y agregó: «Les aseguro que verán el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».

Lecturas

Primera lectura: Libro de Daniel, Dan 7, 9-10.13-14

Salmo: Sal 138(137), 1-5

Oración introductoria

Señor, como Natanael, quiero ser sincero y auténtico, en mi mente y en mi corazón, para tener la posibilidad real de tener un encuentro de amor contigo en esta oración. Tú sabes que trato de ser fiel a mi fe, que confío en tu providencia y misericordia, y que te amo con todo mi corazón. Envía tu Espíritu Santo para que ilumine y guíe esta meditación.

Petición

Ángel de mi guarda, ayúdame a ser un auténtico discípulo y misionero de Cristo.

Meditación del Santo Padre Francisco

La lucha contra los planes astutos de destrucción y deshumanización perpetrados por el demonio —que «presenta las cosas como si fueran buenas» inventando hasta «explicaciones humanísticas»— es «una realidad cotidiana». Y si nos hacemos a un lado, «seremos derrotados». Pero tenemos la certeza de que no estamos solos en esta lucha, porque el Señor ha confiado a los arcángeles la tarea de defender al hombre. Y es precisamente el papel de Miguel, Gabriel y Rafael que el Papa Francisco recordó en la misa del […] 29 de septiembre, en Santa Marta.

El Pontífice observó inmediatamente que «las dos lecturas que hemos escuchado —ya sea la del profeta Daniel (7, 9-10.13-14) ya sea la del Evangelio de san Juan (1, 47-51)— nos hablan de gloria: la gloria del cielo, la corte celestial, la adoración en el cielo». Por lo tanto, explicó, «existe la gloria» y «en medio a esta gloria está Jesucristo». Dice, en efecto, Daniel: «Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron». Aquí está entonces, dijo el Papa, «Jesucristo, ante el Padre, en la gloria del cielo».

Una realidad que la liturgia vuelve a proponer también en el Evangelio. Así, prosiguió el Papa, «a Natanael que se asombraba, Jesús le dice: Pero, has de ver cosas mayores. Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre». Y «toma la imagen de la escalinata de Jacob: Jesús está en el centro de la gloria, Jesús es la gloria del Padre». Una gloria que, aclaró el obispo de Roma, «es promesa en Daniel, es promesa en Jesús. Pero también es promesa hecha en la eternidad».

El Pontífice hizo luego referencia a la «otra lectura» tomada del Apocalipsis (12, 7-12). También en ese texto, precisó, «se habla de gloria, pero como lucha».

Es «la lucha entre el demonio y Dios», explicó. Pero «esta lucha tiene lugar después de que Satanás buscara destruir a la mujer que está a punto de dar a luz al hijo». Porque, afirmó el Papa, «Satanás siempre busca destruir al hombre: ese hombre que Daniel veía ahí, en gloria, y que Jesús decía a Natanael que vendría en gloria». Y «desde el inicio la Biblia nos habla de esto: esta seducción para destruir de Satanás. Quizás por envidia». Y al respecto el Papa Francisco, haciendo referencia al salmo 8, destacó que «esa inteligencia tan grande del ángel no podía soportar en sus hombros esta humillación, que una creatura inferior fuera hecha superior; y buscaba destruirla».

«La tarea del pueblo de Dios —explicó el Pontífice— es custodiar en sí mismo al hombre: el hombre Jesús. Custodiarlo, porque es el hombre que da vida a todos los hombres, a toda la humanidad». Y por su parte, «los ángeles luchan para hacer que el hombre venza».

En efecto, afirmó el Papa, «muchos proyectos, a excepción de los propios pecados, pero muchos, muchos proyectos de deshumanización del hombre son obra de él, simplemente porque odia al hombre». Satanás «es astuto: lo dice la primera página del Génesis. Es astuto, presenta las cosas como si fueran buenas. Pero su intención es la destrucción».

Ante esta obra de Satanás «los ángeles nos defienden». Es por eso que «la Iglesia honra a los ángeles, porque son ellos los que estarán en la gloria de Dios —están en la gloria de Dios— porque defienden el gran misterio escondido de Dios, es decir, que el Verbo vino en la carne». Precisamente «a Él le quieren destruir; y cuando no pueden destruir a la persona de Jesús buscan destruir a su pueblo; y cuando no pueden destruir al pueblo de Dios, inventan explicaciones humanísticas que van precisamente en contra del hombre, en contra de la humanidad y en contra de Dios».

He aquí por qué, dijo el Papa, «la lucha es una realidad cotidiana en la vida cristiana, en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestro pueblo, en nuestras iglesias».

Y también por eso, añadió, «el canto final del Apocalipsis, tras la lucha, es muy bello: «Ahora se ha establecido la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo; porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche»». El objetivo era por eso la destrucción y, por consiguiente, en el Apocalipsis está este «canto de victoria».

Al recordar precisamente la fiesta de los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, el Papa ratificó cómo este es un día particularmente apropiado para dirigirse a ellos. Y también «para recitar esa oración antigua pero tan hermosa del arcángel Miguel, para que siga luchando y defendiendo el misterio más grande de la humanidad: que el Verbo se hizo hombre, murió y resucitó». Porque «este es nuestro tesoro». Y al arcángel Miguel, concluyó el Papa, le pedimos que continúe «luchando para custodiarlo».

Santo Padre Francisco: Ángeles y demonios

Meditación del lunes, 29 de septiembre de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

A partir de la tarea del ángel se puede comprender el servicio del obispo. Pero, ¿qué es un ángel? La sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos hacen descubrir dos aspectos. Por una parte, el ángel es una criatura que está en la presencia de Dios, orientada con todo su ser hacia Dios. Los tres nombres de los Arcángeles acaban con la palabra «El», que significa «Dios». Dios está inscrito en sus nombres, en su naturaleza.

Su verdadera naturaleza es estar en él y para él.

Precisamente así se explica también el segundo aspecto que caracteriza a los ángeles: son mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres, abren el cielo y así abren la tierra. Precisamente porque están en la presencia de Dios, pueden estar también muy cerca del hombre. En efecto, Dios es más íntimo a cada uno de nosotros de lo que somos nosotros mismos.

Los ángeles hablan al hombre de lo que constituye su verdadero ser, de lo que en su vida con mucha frecuencia está encubierto y sepultado. Lo invitan a volver a entrar en sí mismo, tocándolo de parte de Dios. En este sentido, también nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los otros, ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.

Cuando la Iglesia antigua llama a los obispos «ángeles» de su Iglesia, quiere decir precisamente que los obispos mismos deben ser hombres de Dios, deben vivir orientados hacia Dios. «Multum orat pro populo»«Ora mucho por el pueblo», dice el Breviario de la Iglesia a propósito de los obispos santos. El obispo debe ser un orante, uno que intercede por los hombres ante Dios. Cuanto más lo hace, tanto más comprende también a las personas que le han sido encomendadas y puede convertirse para ellas en un ángel, un mensajero de Dios, que les ayuda a encontrar su verdadera naturaleza, a encontrarse a sí mismas, y a vivir la idea que Dios tiene de ellas.

Todo esto resulta aún más claro si contemplamos las figuras de los tres Arcángeles cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Ante todo, san Miguel. En la sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el libro de Daniel, en la carta del apóstol san Judas Tadeo y en el Apocalipsis. En esos textos se ponen de manifiesto dos funciones de este Arcángel. Defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, de la «serpiente antigua», como dice san Juan. La serpiente intenta continuamente hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer, para que ellos puedan llegar a ser grandes; que Dios obstaculiza nuestra libertad y que por eso debemos desembarazarnos de él.

Pero el dragón no sólo acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también «el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa día y noche delante de nuestro Dios» (Ap 12, 10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre, sino que le quita su dignidad. Entonces el hombre se transforma en un producto defectuoso de la evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al hombre. La fe en Dios defiende al hombre en todas sus debilidades e insuficiencias: el esplendor de Dios brilla en cada persona.

El obispo, en cuanto hombre de Dios, tiene por misión hacer espacio a Dios en el mundo contra las negaciones y defender así la grandeza del hombre. Y ¿qué cosa más grande se podría decir y pensar sobre el hombre que el hecho de que Dios mismo se ha hecho hombre?

La otra función del arcángel Miguel, según la Escritura, es la de protector del pueblo de Dios (cf. Dn 10, 21; 12, 1). Queridos amigos, sed de verdad «ángeles custodios» de las Iglesias que se os encomendarán. Ayudad al pueblo de Dios, al que debéis preceder en su peregrinación, a encontrar la alegría en la fe y a aprender el discernimiento de espíritus: a acoger el bien y rechazar el mal, a seguir siendo y a ser cada vez más, en virtud de la esperanza de la fe, personas que aman en comunión con el Dios-Amor.

Al Arcángel Gabriel lo encontramos sobre todo en el magnífico relato del anuncio de la encarnación de Dios a María, como nos lo refiere san Lucas (cf. Lc 1, 26-38). Gabriel es el mensajero de la encarnación de Dios. Llama a la puerta de María y, a través de él, Dios mismo pide a María su «» a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor: de dar su carne humana al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.

En repetidas ocasiones el Señor llama a las puertas del corazón humano. En el Apocalipsis dice al «ángel» de la Iglesia de Laodicea y, a través de él, a los hombres de todos los tiempos: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). El Señor está a la puerta, a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón. Llama para que le permitamos entrar: la encarnación de Dios, su hacerse carne, debe continuar hasta el final de los tiempos.

Todos deben estar reunidos en Cristo en un solo cuerpo: esto nos lo dicen los grandes himnos sobre Cristo en la carta a los Efesios y en la carta a los Colosenses. Cristo llama. También hoy necesita personas que, por decirlo así, le ponen a disposición su carne, le proporcionan la materia del mundo y de su vida, contribuyendo así a la unificación entre Dios y el mundo, a la reconciliación del universo.

Queridos amigos, vosotros tenéis la misión de llamar en nombre de Cristo a los corazones de los hombres. Entrando vosotros mismos en unión con Cristo, podréis también asumir la función de Gabriel: llevar la llamada de Cristo a los hombres.

San Rafael se nos presenta, sobre todo en el libro de Tobías, como el ángel a quien está encomendada la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, además de la tarea de anunciar el Evangelio, les encomienda siempre también la de curar. El buen samaritano, al recoger y curar a la persona herida que yacía a la vera del camino, se convierte sin palabras en un testigo del amor de Dios. Este hombre herido, necesitado de curación, somos todos nosotros. Anunciar el Evangelio significa ya de por sí curar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor.

El libro de Tobías refiere dos tareas emblemáticas de curación que realiza el Arcángel Rafael. Cura la comunión perturbada entre el hombre y la mujer. Cura su amor. Expulsa los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y destruyen su amor. Purifica el clima entre los dos y les da la capacidad de acogerse mutuamente para siempre. El relato de Tobías presenta esta curación con imágenes legendarias.

En el Nuevo Testamento, el orden del matrimonio, establecido en la creación y amenazado de muchas maneras por el pecado, es curado por el hecho de que Cristo lo acoge en su amor redentor. Cristo hace del matrimonio un sacramento: su amor, al subir por nosotros a la cruz, es la fuerza sanadora que, en todas las confusiones, capacita para la reconciliación, purifica el clima y cura las heridas.

Al sacerdote está confiada la misión de llevar a los hombres continuamente al encuentro de la fuerza reconciliadora del amor de Cristo. Debe ser el «ángel» sanador que les ayude a fundamentar su amor en el sacramento y a vivirlo con empeño siempre renovado a partir de él.

En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de la ceguera. Todos sabemos que hoy nos amenaza seriamente la ceguera con respecto a Dios. Hoy es muy grande el peligro de que, ante todo lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que con ellas podemos hacer, nos hagamos ciegos con respecto a la luz de Dios.

Curar esta ceguera mediante el mensaje de la fe y el testimonio del amor es el servicio de Rafael, encomendado cada día al sacerdote y de modo especial al obispo. Así, nos viene espontáneamente también el pensamiento del sacramento de la Reconciliación, del sacramento de la Penitencia, que, en el sentido más profundo de la palabra, es un sacramento de curación. En efecto, la verdadera herida del alma, el motivo de todas nuestras demás heridas, es el pecado. Y sólo podemos ser curados, sólo podemos ser redimidos, si existe un perdón en virtud del poder de Dios, en virtud del poder del amor de Cristo.

Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9) nos dice el Señor en el evangelio.] En el momento de la ordenación episcopal lo dice de modo particular a vosotros, queridos amigos. Permaneced en su amor. Permaneced en la amistad con él, llena del amor que él os regala de nuevo en este momento. Entonces vuestra vida dará fruto, un fruto que permanece (cf. Jn 15, 16). Todos oramos en este momento por vosotros, queridos hermanos, para que Dios os conceda este regalo. Amén

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Homilía del sábado, 29 de septiembre de 2007

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I Los ángeles

La existencia de los ángeles, verdad de fe

328 La existencia de seres espirituales, no corporales, que la sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.

Quiénes son los ángeles

329 San Agustín dice respecto a ellos: Angelus officii nomen est, non naturae. Quaeris nomen huius naturae, spiritus est; quaeris officium, angelus est: ex eo quod est, spiritus est, ex eo quod agit, angelus («El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel») (Enarratio in Psalmum, 103, 1, 15). Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan «constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10), son «agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra» (Sal 103, 20).

330 En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales (cf Pío XII, enc. Humani generis: DS 3891) e inmortales (cf Lc 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello (cf Dn 10, 9-12).

Cristo «con todos sus ángeles»

331 Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles…» (Mt 25, 31). Le pertenecen porque fueron creados por y para Él: «Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él» (Col 1, 16). Le pertenecen más aún porque los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: «¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?» (Hb1, 14).

332 Desde la creación (cf Jb 38, 7, donde los ángeles son llamados «hijos de Dios») y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (cf Gn3, 24), protegen a Lot (cf Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (cf Gn 21, 17), detienen la mano de Abraham (cf Gn 22, 11), la ley es comunicada por su ministerio (cf Hch 7,53), conducen el pueblo de Dios (cf Ex 23, 20-23), anuncian nacimientos (cf Jc 13) y vocaciones (cf Jc 6, 11-24; Is 6, 6), asisten a los profetas (cf 1 R 19, 5), por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el del mismo Jesús (cf Lc1, 11.26).

333 De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios introduce «a su Primogénito en el mundo, dice: «adórenle todos los ángeles de Dios»» (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: «Gloria a Dios…» (Lc 2, 14). Protegen la infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; 2, 13.19), le sirven en el desierto (cfMc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc 22, 43), cuando Él habría podido ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2 M 10, 29-30; 11,8). Son también los ángeles quienes «evangelizan» (Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2, 8-14), y de la Resurrección (cf Mc 16, 5-7) de Cristo. Con ocasión de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1, 10-11), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf Mt 13, 41; 25, 31 ; Lc 12, 8-9).

Los ángeles en la vida de la Iglesia

334 De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (cf Hch 5, 18-20; 8, 26-29; 10, 3-8; 12, 6-11; 27, 23-25).

335 En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo (cfMisal Romano, «Sanctus»); invoca su asistencia (así en el «Supplices te rogamus…» [«Te pedimos humildemente…»] del Canon romano o el «In Paradisum deducant te angeli…» [«Al Paraíso te lleven los ángeles…»] de la liturgia de difuntos, o también en el «himno querúbico» de la liturgia bizantina) y celebra más particularmente la memoria de ciertos ángeles (san Miguel, san Gabriel, san Rafael, los ángeles custodios).

336 Desde su comienzo (cf Mt 18, 10) hasta la muerte (cf Lc 16, 22), la vida humana está rodeada de su custodia (cf Sal 34, 8; 91, 10-13) y de su intercesión (cf Jb 33, 23-24; Za 1,12;Tb 12, 12). «Nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida» (San Basilio Magno, Adversus Eunomium, 3, 1: PG 29, 656B). Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Aprender de los Arcángeles, el deseo de servir siempre.

Diálogo con Cristo

Jesús, no quiero aparecer ni hacer más, mi aspiración es amarte más, y como consecuencia, a los demás. No pretendo conocer más, sino tener una relación íntima contigo. Por ello quiero ofrecerte mi esfuerzo de perseverar en la oración, de acrecentar mi vida sacramental y de meditar más tu Palabra, sólo así lograré mi anhelo y podré dar un testimonio que atraiga a los demás.

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Los ángeles son criaturas que están en la presencia de Dios, orientadas con todo su ser hacia Dios, y también son mensajeros de Dios, porque llevan a Dios a los hombres, abren el cielo y así abren la tierra.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Jesús no tiene donde reclinar la cabeza

Evangelio del día: Jesús no tiene donde reclinar la cabeza

Lucas 9, 57-62. Miércoles de la 26.ª semana del Tiempo Ordinario. Jesús no impone nunca, Jesús es humilde, Jesús invita. Si quieres, ven. La humildad de Jesús es así. Él invita siempre, no impone.

Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: «¡Te seguiré adonde vayas!». Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». Y dijo a otro: «Sígueme». El respondió: «Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre». Pero Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios». Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos». Jesús le respondió: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Job, Job 9, 1-12.14-16

Salmo: Sal 88(87), 10-15

Oración Introductoria

Señor, que esta oración renueve mi estilo de vida. Permite que sepa cultivar con esmero mi corazón de modo que siempre sepa responder a tu llamado, dándote el primer lugar en todo, único camino para lograr la santidad.

Petición

Jesús, dame la fuerza para aceptar todo lo que implique seguir tus pasos, sabiendo cortar con todo lo que pueda separarme de Ti.

Meditación del Santo Padre Francisco

Jerusalén es la meta final, donde Jesús, en su última Pascua, debe morir y resucitar, y así llevar a cumplimiento su misión de salvación. Desde ese momento, después de esa «firme decisión», Jesús se dirige a la meta, y también a las personas que encuentra y que le piden seguirle les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una morada estable; saberse desprender de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia del pasado.

Pero Jesús dice también a sus discípulos, encargados de precederle en el camino hacia Jerusalén para anunciar su paso, que no impongan nada: si no hallan disponibilidad para acogerle, que se prosiga, que se vaya adelante. Jesús no impone nunca, Jesús es humilde, Jesús invita. Si quieres, ven. La humildad de Jesús es así. Él invita siempre, no impone.

Santo Padre Francisco

Ángelus del domingo, 30 de junio de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

El Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. […] Todos los que han recibido ese don maravilloso de la fe, el don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la necesidad de anunciarlo a los demás. La Iglesia existe para anunciar esta Buena Noticia. Y este deber es siempre urgente. Hay todavía muchos que aún no han escuchado el mensaje de salvación de Cristo. Hay también muchos que se resisten a abrir sus corazones a la Palabra de Dios. Y son numerosos aquellos cuya fe es débil, y su mentalidad, costumbres y estilo de vida ignoran la realidad del Evangelio, pensando que la búsqueda del bienestar egoísta, la ganancia fácil o el poder es el objetivo final de la vida humana. ¡Sed testigos ardientes, con entusiasmo, de la fe que habéis recibido! Haced brillar por doquier el rostro amoroso de Cristo, especialmente ante los jóvenes que buscan razones para vivir y esperar en un mundo difícil.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Homilía del domingo, 20 de noviembre de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II «Yo sé en quién tengo puesta mi fe»(2 Tm 1,12)

Creer solo en Dios

150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf.Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: «Jesús es Señor» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios […] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Mantenerme fiel a la doctrina de Cristo, aunque el ambiente sea contrario a mi fe católica.

Diálogo con Cristo

Jesús, te pido me des la docilidad y confianza para saber escuchar y responder con prontitud a tu llamada. Permite que sea un testigo de tu amor, auténtico y sincero, de manera que mi fe se manifieste en mis palabras, obras y acciones. Te pido me concedas la gracia para ser coherente con mi fe, especialmente cuando las circunstancias sean contrarias a ella.

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