Mateo 2, 13-15.19-23. Fiesta de la Sagrada Familia. Tiempo de Navidad (30 de diciembre). Estas son las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide «permiso», cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría.
Después de la partida de los magos, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: «Desde Egipto llamé a mi hijo». Cuando murió Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto, y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre, y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño». José se levantó, tomó al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel. Pero al saber que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, donde se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo que había sido anunciado por los profetas: «Será llamado Nazareno».
Primera lectura: Libro del Eclesiástico, Eclo 3, 3-7.14-17a
Salmo: Sal 128(127), 1-5
Segunda lectura: Colosenses, Col 3, 12-21
Oración introductoria
Señor Jesús, qué difícil debió ser para María escuchar y comprender las palabras de Simeón. Me queda claro que la senda que lleva al cielo es estrecha y angosta, por ello te pido que aumentes mi fe e ilumines mi corazón en esta oración, para que sepa aceptar confiadamente las penas y problemas de esta vida.
Petición
Señor, hazme comprender que cargar la cruz es el único modo de dar fruto para la vida eterna.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este primer domingo después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada belén nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a san José, en la cueva de Belén. Dios quiso nacer en una familia humana, quiso tener una madre y un padre, como nosotros.
Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia por el camino doloroso del destierro, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los refugiados, marcada por miedo, incertidumbre, incomodidades (cf. Mt 2, 13-15.19-23). Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias.
En tierras lejanas, incluso cuando encuentran trabajo, no siempre los refugiados y los inmigrantes encuentran auténtica acogida, respeto, aprecio por los valores que llevan consigo. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones complejas y dificultades que a veces parecen insuperables. Por ello, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el momento en que se ve obligada a huir, pensemos en el drama de los inmigrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la explotación, que son víctimas de la trata de personas y del trabajo esclavo. Pero pensemos también en los demás «exiliados»: yo les llamaría «exiliados ocultos», esos exiliados que pueden encontrarse en el seno de las familias mismas: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados como presencias que estorban. Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.
Jesús quiso pertenecer a una familia que experimentó estas dificultades, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La huida a Egipto causada por las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre, allí donde huye, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios está también allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en libertad, proyecta y elige en favor de la vida y la dignidad suya y de sus familiares.
Hoy, nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide «permiso», cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría. Recordemos estas tres palabras. Pero las podemos repetir todos juntos: permiso, gracias, perdón. (Todos: permiso, gracias, perdón) Desearía alentar también a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. El anuncio del Evangelio, en efecto, pasa ante todo a través de las familias, para llegar luego a los diversos ámbitos de la vida cotidiana.
Invoquemos con fervor a María santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a san José, su esposo. Pidámosle a ellos que iluminen, conforten y guíen a cada familia del mundo, para que puedan realizar con dignidad y serenidad la misión que Dios les ha confiado.
Hoy es la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En la liturgia, el pasaje del Evangelio de san Lucas nos presenta a la Virgen María y a san José que, fieles a la tradición, suben a Jerusalén para la Pascua junto a Jesús, que tenía doce años. La primera vez que Jesús había entrado en el Templo del Señor fue a los cuarenta días de su nacimiento, cuando sus padres ofrecieron por Él «un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2, 24), es decir la ofrenda de los pobres. «Lucas, cuyo Evangelio está impregnado todo él por una teología de los pobres y de la pobreza, nos da a entender… que la familia de Jesús se contaba entre los pobres de Israel; nos hace comprender que precisamente entre ellos podía madurar el cumplimiento de la promesa» (La infancia de Jesús, 88). Hoy Jesús está nuevamente en el Templo, pero esta vez desempeña un papel diferente, que le implica en primera persona. Él realiza, incluso sin haber cumplido aún los trece años de edad, con María y José, la peregrinación a Jerusalén según cuánto prescribe la Ley (cf. Ex 23, 17; 34, 23s): un signo de la profunda religiosidad de la Sagrada Familia. Sin embargo, cuando sus padres regresan a Nazaret, sucede algo inesperado: Él, sin decir nada, permanece en la Ciudad. María y José le buscan durante tres días y le encuentran en el Templo, dialogando con los maestros de la Ley (cf. Lc 2, 46-47); y cuando le piden explicaciones, Jesús responde que no deben asombrarse, porque ese es su lugar, esa es su casa, junto al Padre, que es Dios (cf. La infancia de Jesús, 128). «Él —escribe Orígenes— profesa estar en el templo de su Padre, aquel Padre que nos ha revelado a nosotros y de quien ha dicho ser el Hijo» (Homilías sobre el Evangelio de san Lucas, 18, 5).
La preocupación de María y de José por Jesús es la misma de todo padre que educa a un hijo, que le introduce a la vida y a la comprensión de la realidad. Hoy, por lo tanto, es necesaria una oración especial por todas las familias del mundo. Imitando a la Sagrada Familia de Nazaret, los padres se han de preocupar seriamente por el crecimiento y la educación de los propios hijos, para que maduren como hombres responsables y ciudadanos honestos, sin olvidar nunca que la fe es un don precioso que se debe alimentar en los hijos también con el ejemplo personal. Al mismo tiempo, oremos para que cada niño sea acogido como don de Dios y sostenido por el amor del padre y de la madre, para poder crecer como el Señor Jesús «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Que el amor, la fidelidad y la dedicación de María y José sean ejemplo para todos los esposos cristianos, que no son los amigos o los dueños de la vida de sus hijos, sino los custodios de este don incomparable de Dios.
Que el silencio de José, hombre justo (cf. Mt 1, 19), y el ejemplo de María, que conservaba todo en su corazón (cf. Lc 2, 51), nos hagan entrar en el misterio pleno de fe y de humanidad de la Sagrada Familia. Deseo que todas las familias cristianas vivan en la presencia de Dios con el mismo amor y con la misma alegría de la familia de Jesús, María y José.
2201 La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales.
2202 Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco.
2203 Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes.
La familia cristiana
2204. “La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso […] puede y debe decirse Iglesia doméstica” (FC 21, cf LG 11). Es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular como aparece en el Nuevo Testamento (cf Ef 5, 21-6, 4; Col 3, 18-21; 1 P 3, 1-7).
2205 La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera.
2206 Las relaciones en el seno de la familia entrañan una afinidad de sentimientos, afectos e intereses que provienen sobre todo del mutuo respeto de las personas. La familia es una comunidad privilegiada llamada a realizar un propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los padres en la educación de los hijos (cf. GS 52).
Reconocer a Cristo en las personas que me necesitan, en los que sufren o están desamparados.
Diálogo con Cristo
Señor, sé que el dolor esconde una fuerza particular, una gracia especial para crecer y madurar en el amor. La cruz me puede transformar porque sé que Tú siempre estás cerca, sin embargo, conoces mi cobardía y debilidad, por eso humildemente me acojo a la protección de tu santísima Madre para que interceda por mí para que nunca permitas que me aleje de Ti, de tu amor y tu perdón.
Lucas 2, 22-35. Tiempo de Navidad (29 de diciembre). En la escena de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, Él es el centro del encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representantes del pueblo santo de Dios. Es el Niño Jesús quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la casa de su Padre.
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Angel lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Primera lectura: Epístola I de San Juan, 1 Jn 2, 3-11
Salmo: Sal 96(95), 1-2a.2b-3.5b-6
Oración introductoria
Señor Jesús, qué difícil debió ser para María escuchar y comprender las palabras de Simeón. Me queda claro que la senda que lleva al cielo es estrecha y angosta, por ello te pido que aumentes mi fe e ilumines mi corazón en esta oración, para que sepa aceptar confiadamente las penas y problemas de esta vida.
Petición
Señor, hazme comprender que cargar la cruz es el único modo de dar fruto para la vida eterna.
Meditación del Santo Padre Francisco
La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es llamada también fiesta del encuentro: en la liturgia, se dice al inicio que Jesús va al encuentro de su pueblo, es el encuentro entre Jesús y su pueblo; cuando María y José llevaron a su niño al Templo de Jerusalén, tuvo lugar el primer encuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los dos ancianos Simeón y Ana.
Ese fue un encuentro en el seno de la historia del pueblo, un encuentro entre los jóvenes y los ancianos: los jóvenes eran María y José, con su recién nacido; y los ancianos eran Simeón y Ana, dos personajes que frecuentaban siempre el Templo.
Observemos lo que el evangelista Lucas nos dice de ellos, cómo les describe. De la Virgen y san José repite cuatro veces quequerían cumplir lo que estaba prescrito por la Ley del Señor (cf. Lc 2, 22.23.24.27). Se entiende, casi se percibe, que los padres de Jesús tienen la alegría de observar los preceptos de Dios, sí, la alegría de caminar en la Ley del Señor. Son dos recién casados, apenas han tenido a su niño, y están totalmente animados por el deseo de realizar lo que está prescrito. Esto no es un hecho exterior, no es para sentirse bien, ¡no! Es un deseo fuerte, profundo, lleno de alegría. Es lo que dice el Salmo: «Mi alegría es el camino de tus preceptos… Tu ley será mi delicia (119, 14.77).
¿Y qué dice san Lucas de los ancianos? Destaca más de una vez que eran conducidos por el Espíritu Santo. De Simeón afirma que era un hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y que «el Espíritu Santo estaba con él» (2, 25); dice que «el Espíritu Santo le había revelado» que antes de morir vería al Cristo, al Mesías (v. 26); y por último que fue al Templo «impulsado por el Espíritu» (v. 27). De Ana dice luego que era una «profetisa» (v. 36), es decir, inspirada por Dios; y que estaba siempre en el Templo «sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (v. 37). En definitiva, estos dos ancianos están llenos de vida. Están llenos de vida porque están animados por el Espíritu Santo, dóciles a su acción, sensibles a sus peticiones…
He aquí el encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representantes del pueblo santo de Dios. En el centro está Jesús. Es Él quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la casa de su Padre.
Es un encuentro entre los jóvenes llenos de alegría al cumplir la Ley del Señor y los ancianos llenos de alegría por la acción del Espíritu Santo. Es un singular encuentro entre observancia y profecía, donde los jóvenes son los observantes y los ancianos son los proféticos. En realidad, si reflexionamos bien, la observancia de la Ley está animada por el Espíritu mismo, y la profecía se mueve por la senda trazada por la Ley. ¿Quién está más lleno del Espíritu Santo que María? ¿Quién es más dócil que ella a su acción?
A la luz de esta escena evangélica miremos a la vida consagrada como un encuentro con Cristo: es Él quien viene a nosotros, traído por María y José, y somos nosotros quienes vamos hacia Él, conducidos por el Espíritu Santo. Pero en el centro está Él. Él lo mueve todo, Él nos atrae al Templo, a la Iglesia, donde podemos encontrarle, reconocerle, acogerle y abrazarle.
Jesús viene a nuestro encuentro en la Iglesia a través del carisma fundacional de un Instituto: ¡es hermoso pensar así nuestra vocación! Nuestro encuentro con Cristo tomó su forma en la Iglesia mediante el carisma de un testigo suyo, de una testigo suya. Esto siempre nos asombra y nos lleva a dar gracias.
Y también en la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre observancia y profecía. No lo veamos como dos realidades contrarias. Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime a ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en la regla de vida; y la alegría de ser conducidos por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.
Hace bien a los ancianos comunicar la sabiduría a los jóvenes; y hace bien a los jóvenes recoger este patrimonio de experiencia y de sabiduría, y llevarlo adelante, no para custodiarlo en un museo, sino para llevarlo adelante afrontando los desafíos que la vida nos presenta, llevarlo adelante por el bien de las respectivas familias religiosas y de toda la Iglesia.
Que la gracia de este misterio, el misterio del encuentro, nos ilumine y nos consuele en nuestro camino. Amén.
En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).
Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).
Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo… Refinará a los levitas… para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.
Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.
Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.
Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).
Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.
527 La Circuncisión de Jesús, al octavo día de su nacimiento (cf. Lc 2, 21) es señal de su inserción en la descendencia de Abraham, en el pueblo de la Alianza, de su sometimiento a la Ley (cf. Ga 4, 4) y de su consagración al culto de Israel en el que participará durante toda su vida. Este signo prefigura «la circuncisión en Cristo» que es el Bautismo (Col 2, 11-13).
528 La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná (cf. Solemnidad de la Epifanía del Señor, Antífona del «Magnificat» en II Vísperas, LH), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos «magos» venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos «magos», representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para «rendir homenaje al rey de los Judíos» (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24, 17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que «la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas»(San León Magno, Sermones, 23: PL 54, 224B ) y adquiere la israelitica dignitas (la dignidad israelítica) (Vigilia pascual, Oración después de la tercera lectura: Misal Romano).
529 La Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-39) lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana, toda la expectación de Israel es la que viene al Encuentro de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, «luz de las naciones» y «gloria de Israel», pero también «signo de contradicción». La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado «ante todos los pueblos».
530 La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18) manifiestan la oposición de las tinieblas a la luz: «Vino a su Casa, y los suyos no lo recibieron»(Jn 1, 11). Toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución. Los suyos la comparten con él (cf. Jn 15, 20). Su vuelta de Egipto (cf. Mt 2, 15) recuerda el éxodo (cf. Os 11, 1) y presenta a Jesús como el liberador definitivo.
Reconocer a Cristo en las personas que me necesitan, en los que sufren o están desamparados.
Diálogo con Cristo
Señor, sé que el dolor esconde una fuerza particular, una gracia especial para crecer y madurar en el amor. La cruz me puede transformar porque sé que Tú siempre estás cerca, sin embargo, conoces mi cobardía y debilidad, por eso humildemente me acojo a la protección de tu santísima Madre para que interceda por mí para que nunca permitas que me aleje de Ti, de tu amor y tu perdón.
Lucas 1, 5-25. Feria de Adviento: Semana antes de Navidad (19 de diciembre). De algo debemos estar bien seguros: no podemos salvarnos a nosotros mismos, sólo la intervención de Dios nos trae la Salvación.
En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote llamado Zacarías, de la clase sacerdotal de Abías. Su mujer, llamada Isabel, era descendiente de Aarón. Ambos eran justos a los ojos de Dios y seguían en forma irreprochable todos los mandamientos y preceptos del Señor. Pero no tenían hijos, porque Isabel era estéril; y los dos eran de edad avanzada. Un día en que su clase estaba de turno y Zacarías ejercía la función sacerdotal delante de Dios, le tocó en suerte, según la costumbre litúrgica, entrar en el Santuario del Señor para quemar el incienso. Toda la asamblea del pueblo permanecía afuera, en oración, mientras se ofrecía el incienso. Entonces se le apareció el Angel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías quedó desconcertado y tuvo miedo. Pero el Angel le dijo: «No temas, Zacarías; tu súplica ha sido escuchada. Isabel, tu esposa, te dará un hijo al que llamarás Juan. El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande a los ojos del Señor. No beberá vino ni bebida alcohólica; estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, y hará que muchos israelitas vuelvan al Señor, su Dios. Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto». Pero Zacarías dijo al Angel: «¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy anciano y mi esposa es de edad avanzada». El Angel le respondió: «Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena noticia. Te quedarás mudo, sin poder hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su debido tiempo». Mientras tanto, el pueblo estaba esperando a Zacarías, extrañado de que permaneciera tanto tiempo en el Santuario. Cuando salió, no podía hablarles, y todos comprendieron que había tenido alguna visión en el Santuario. El se expresaba por señas, porque había quedado mudo. Al cumplirse el tiempo de su servicio en el Templo, regresó a su casa. Poco después, su esposa Isabel concibió un hijo y permaneció oculta durante cinco meses. Ella pensaba: «Esto es lo que el Señor ha hecho por mí, cuando decidió librarme de lo que me avergonzaba ante los hombres».
Primera lectura: Libro de los Jueces, Jue 13, 2-7.24-25a
Salmo: Sal 71(70), 3-4a.5-6ab.16-17
Oración introductoria
Ven, Señor Jesús, porque mi fe vacila ante la angustia y los problemas que parecen no tener solución. Aumenta mi fe para saber acoger todos los acontecimientos de este día. Quiero encontrarme contigo en esta oración para que mi respuesta no sea como la de Zacarías, ¡que sepa creerte y amarte en las pequeñas y grandes cosas de mi vida!
Petición
Señor y Dios mío, alcánzame la gracia de ser cada día más fiel a mi fe en Jesucristo.
Meditación del Santo Padre Francisco
El hombre no se salva por sí mismo, y quien ha tenido la soberbia de intentarlo, incluso entre los cristianos, ha fracasado. Porque sólo Dios puede dar vida y salvación. Esta es la meditación, en la perspectiva del Adviento, que el Papa Francisco propuso durante la misa celebrada [hoy].
Como de costumbre, inspirándose en la liturgia del día, el Pontífice quiso recordar que la «vida, la capacidad de dar vida y salvación, vienen solamente del Señor» y no del hombre, que no tiene «la humildad» de reconocerle y pedirle ayuda. «Muchas veces» en la Escritura se habla «de la mujer estéril, de la esterilidad, de la incapacidad de concebir y dar vida». Pero también muchas veces sucede «el milagro del Señor, que hace que estas mujeres estériles puedan tener un hijo».
El Papa Francisco hizo referencia, ante todo, a la mamá de Sansón, cuya historia propuso esta mañana el pasaje del libro de los Jueces (13, 2-7. 24-25a). Y después recordó también lo que le «sucedió a la mujer de nuestro padre Abraham: no podía creer» que tendría un hijo a causa de su edad avanzada, «y se reía detrás de la ventana, desde la que espiaba a su marido para oír de qué estaba hablando. Y se reía porque no podía creerlo. Pero tuvo un hijo». El Evangelio de hoy (Lucas 5-25), prosiguió el Papa, recuerda también lo que le «sucedió a Isabel». Todas estas historias bíblicas de mujeres, explicó el Pontífice, muestran cómo «de la imposibilidad de dar vida, viene la vida». Y también les sucedió a otras mujeres no estériles, pero que ya no tenían ninguna esperanza para su vida. «Pensemos en Noemí —especificó el Obispo de Roma—, que, al final, tuvo un nieto». En síntesis, «el Señor interviene en la vida de estas mujeres para decirnos: yo soy capaz de dar vida».
El Papa Francisco destacó que en las palabras de los «profetas está la imagen del desierto: la tierra desierta, incapaz de hacer crecer un árbol, un fruto, de hacer brotar algo». Y, sin embargo, «el desierto será como una selva. Los profetas dicen: será grande, florecerá». Así pues, «el desierto puede florecer» y «la mujer estéril puede dar vida» solamente en la perspectiva de la «promesa del Señor: yo puedo. De vuestra sequedad puedo hacer surgir la vida, la salvación. De la aridez pueden crecer frutos». La salvación «es la intervención de Dios que nos hace fecundos, que nos da la capacidad de dar vida», que «nos ayuda en el camino de la santidad».
De algo estamos seguros: «no podemos salvarnos a nosotros mismos». Muchos lo han intentado, «incluso algunos cristianos», recordó el Santo Padre citando a los pelagianos. Pero sólo la intervención de Dios nos trae la salvación.
De ahí la pregunta del Pontífice: «pero, por nuestra parte, ¿qué debemos hacer?». Ante todo, respondió el Papa, «reconocer nuestra sequedad, nuestra incapacidad de dar vida». Después, «pedir». Y la petición que se convierte en oración la formuló así: «Señor, quiero ser fecundo; quiero que mi vida dé vida, que mi fe sea fecunda, vaya adelante y pueda darla a los demás. Señor, soy estéril; yo no puedo, tú puedes. Soy un desierto, yo no puedo; tú puedes». Y que «ésta sea —fue su deseo— la oración de estos días antes de la Navidad».
Nos hace pensar, prosiguió el Papa, en «cómo los soberbios, los que creen que pueden hacer todo por sí mismos, son golpeados». Y se refirió, en particular, «a esa mujer que no era estéril, pero era soberbia y no entendía qué significaba alabar a Dios: Mikal, la hija de Saúl. Se reía de la alabanza. Y fue castigada con la esterilidad». La humildad es una virtud necesaria para ser fecundos. «Cuántas personas —observó el Papa— creen ser justas como ella, y al final son pobres».
En cambio, es importante la «humildad, decir «Señor, soy estéril, soy un desierto»». Cuán importante es repetir en estos días «aquellas hermosas antífonas que la Iglesia nos propone rezar: «oh Hijo de David, oh Adonai, oh Sabiduría —hoy—, oh Raíz de Jesé, oh Emanuel, ven a darnos vida, ven a salvarnos, porque tú sólo puedes, yo por mí mismo no puedo»».
Así, concluyó el Pontífice, «con esta humildad, humildad del desierto, humildad del alma estéril», debemos «recibir la gracia: la gracia de florecer, de dar fruto y dar vida».
1739 Libertad y pecado. La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.
1740 Amenazas para la libertad. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre “sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 13). Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina
1741 Liberación y salvación. Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5,1). En Él participamos de “la verdad que nos hace libres” (Jn 8,32). El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, “donde está el Espíritu, allí está la libertad” (2 Co 3,17). Ya desde ahora nos gloriamos de la “libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21).
1742 Libertad y gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.
«Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad» (Domingo XXXII del Tiempo ordinario, Colecta: Misal Romano).
Concretar hoy un medio «especial» para prepararme espiritualmente para la Navidad.
Diálogo con Cristo
Jesús, aumenta mi fe. Gracias por esta oración que me ayuda a contemplar las diversas actitudes que puedo tomar ante tu llamado. Cerca de ti, Señor, podré tener la fuerza y el ánimo para crecer en el amor. Ven, Señor. Ven, no tardes. Ven que te espero. ¡Ven pronto!
Lucas 19, 45-48. Viernes de la 33.ª semana del Tiempo Ordinario. El templo existe «para adorar a Dios». Por esta razón el templo es el «punto de referencia de la comunidad cristiana».
Y al entrar al Templo, se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones». Y diariamente enseñaba en el Templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los más importantes del pueblo, buscaban la forma de matarlo. Pero no sabían cómo hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.
Primera lectura: Libro del Apocalipsis, Ap 10, 8-11
Salmo: Sal 119(118), 14.24.72.103.111.131
Oración introductoria
Señor, así como purificaste el templo de Jerusalén, te suplico vengas hoy a este encuentro en la oración para que me muestres qué tengo que expulsar de mi vida para quedar purificado, reconciliado, digno de Ti, porque anhelo que vengas hacer en mí tu morada.
Petición
Espíritu Santo, ilumina mi entendimiento para conocer la voluntad divina sobre mí.
Meditación del Santo Padre Francisco
El templo existe «para adorar a Dios». Y precisamente por esto es «punto de referencia de la comunidad», compuesta por personas que son ellas mismas «un templo espiritual donde habita el Espíritu Santo». Una meditación sobre el «verdadero sentido del templo» propuesta por el Papa Francisco en la homilía de la misa que celebró [hoy], por la mañana, en la capilla de la Casa de Santa Marta.
Como de costumbre la reflexión del Pontífice se inspiró en la liturgia de la Palabra, en particular, en el pasaje tomado del primer libro de los Macabeos (4, 36-37. 52-59) —que habla de la nueva consagración del templo realizada por Judas— y del pasaje evangélico de Lucas que relata la expulsión de los vendedores del templo (19, 45-48).
La de Judas Macabeo —explicó— no fue la primera consagración y purificación del templo, que, en las vicisitudes de la historia, fue también «destruido» durante las guerras, tal es así que «recordamos cuando Neemías reconstruye el templo». Y así Judas Macabeo, después de la victoria, piensa en el templo: «Nuestros enemigos están vencidos; subamos, pues, a purificar el santuario y a restaurarlo». Una purificación y una nueva consagración necesarias «porque los paganos habían utilizado el santuario para su culto». Por lo tanto «se debía purificar y volver a consagrar».
Para el Papa Francisco el mensaje de fondo «es muy importante: el templo como un lugar de referencia de la comunidad, lugar de referencia del pueblo de Dios». Y en esta perspectiva el Pontífice hizo también revivir «el itinerario del templo en la historia», que «comienza con el arca; luego Salomón realiza su construcción; después llega a ser templo vivo: Jesucristo el templo. Y terminará en la gloria, en la Jerusalén celestial».
«Consagrar de nuevo el templo para que se le dé gloria a Dios» es por consiguiente el sentido esencial del gesto de Judas Macabeo, precisamente porque «el templo es el lugar donde la comunidad va a orar, a alabar al Señor, a dar gracias, pero sobre todo a adorar». En efecto, «en el templo se adora al Señor. Este es el punto más importante» ratificó el Papa. Y esta verdad es válida para todo templo y para toda ceremonia litúrgica, donde lo que «es más importante es la adoración» y no «los cantos y los ritos», por bellos que sean. «Toda la comunidad reunida —explicó— mira al altar donde se celebra el sacrificio y adora. Pero creo, humildemente lo digo, que nosotros los cristianos tal vez hemos perdido un poco el sentido de la adoración. Y pensamos: vamos al templo, nos reunimos como hermanos, y es bueno, es bello. Pero el centro está allí donde está Dios. Y nosotros adoramos a Dios».
El Papa Francisco invitó, por eso, a aprovechar la ocasión para repensar en la actitud que hay que tener: «Nuestros templos —preguntó— ¿son lugares de adoración? ¿Favorecen la adoración? Nuestras celebraciones, ¿favorecen la adoración?». Judas Macabeo y el pueblo «tenían el celo por el templo de Dios porque es la casa de Dios, la morada de Dios. E iban en comunidad a encontrar a Dios allí, a adorar».
Como relata el evangelista Lucas, «también Jesús purifica el templo». Pero lo hace con el «látigo en la mano». Se pone a expulsar «las actitudes paganas, en este caso de los mercaderes que vendían y habían transformado el templo en pequeños negocios para vender, para cambiar las monedas, las divisas». Jesús purifica el templo reprendiendo: «Está escrito: mi casa será casa de oración» y «no de otra cosa. El templo es un lugar sagrado. Y nosotros debemos entrar allí, en la sacralidad que nos lleva a la adoración. No hay otra cosa».
Además, prosiguió el Pontífice, «san Pablo nos dice que somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el Espíritu de Dios está en mí. Y también nos dice: no entristezcáis al espíritu del Señor que está dentro de vosotros». En este caso, precisó, podemos hablar de «una especie de adoración, que es el corazón que busca al Espíritu del Señor dentro de sí. Y sabe que Dios está dentro de sí, que el Espíritu Santo está dentro de sí y escucha y le sigue. También nosotros —afirmó— debemos purificarnos continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía».
Y así, explicó el Santo Padre, «en estos dos templos —el templo material lugar de adoración y el templo espiritual dentro de mí, donde mora el Espíritu Santo— nuestra actitud debe de ser la piedad que adora y escucha; que ora y pide perdón; que alaba al Señor». Y «cuando se habla de la alegría del templo, se habla de esto: toda la comunidad en adoración, en oración, en acción de gracias, en alabanza. En oración con el Señor que está dentro de mí, porque soy templo; en escucha; en disponibilidad».
El Papa concluyó la homilía invitando a orar para que «el Señor nos conceda este sentido auténtico del templo para poder ir adelante en nuestra vida de adoración y de escucha de la Palabra de Dios».
583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)» (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).
585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40).
586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre»(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).
Acudir a la Iglesia con la confianza de un niño, pero con un corazón que ore, que busque el encuentro verdadero con Dios.
Diálogo con Cristo
¡Gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra, por este momento de oración! ¡Gracias por el don de tu amistad, de tu gracia y de tu misericordia! No quiero escatimar esfuerzo alguno por crecer en mi vida de oración, con tu gracia, lo podré lograr.
Mateo 17, 22-27. Lunes de la 19.ª semana del Tiempo Ordinario. En Dios justicia y caridad coinciden: no hay acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.
Mientras estaban reunidos en Galilea, Jesús les dijo: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres: lo matarán y al tercer día resucitará». Y ellos quedaron muy apenados. Al llegar a Cafarnaúm, los cobradores del impuesto del Templo se acercaron a Pedro y le preguntaron: «¿El Maestro de ustedes no paga el impuesto?». «Sí, lo paga», respondió. Cuando Pedro llegó a la casa, Jesús se adelantó a preguntarle: «¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes perciben los impuestos y las tasas los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?». Y como Pedro respondió: «De los extraños», Jesús le dijo: «Eso quiere decir que los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizar a esta gente, ve al lago, echa el anzuelo, toma el primer pez que salga y ábrele la boca. Encontrarás en ella una moneda de plata: tómala, y paga por mí y por ti».
Primera lectura: Libro de Ezequiel, Ez 1, 2-5.24-28; 2, 1a
Salmo: Sal 148(147), 1-2.11-14
Oración introductoria
Señor, inicio mi oración con la señal de la cruz, puesto que en ella está la síntesis de mi fe. En este gesto quiero manifestarte que creo en la santísima Trinidad, espero y confío en tu gracia y misericordia y te amo con todo mi corazón.
Petición
Jesús, que mi amor por ti se manifieste en mi amor y servicio a los demás.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Justicia y misericordia, justicia y caridad, bisagras de la doctrina social de la Iglesia, son dos realidades diferentes sólo para nosotros los hombres, que distinguimos atentamente un acto justo de un acto de amor. Justo, para nosotros, es «lo que se debe al otro», mientras que misericordioso es lo que se dona por bondad. Y una cosa parece excluir a la otra. Pero para Dios no es así: en Él, justicia y caridad coinciden; no hay acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.
¡Qué lejana está la lógica de Dios de la nuestra! ¡Y qué diferente es de nuestro modo de actuar! El Señor nos invita a acoger y observar el verdadero espíritu de la ley, para darle pleno cumplimiento en el amor hacia quien lo necesita. «Pleno cumplimiento de la ley es el amor», escribe san Pablo: nuestra justicia será tanto más perfecta cuanto más esté animada por el amor por Dios y por los hermanos.
Revisar cómo estoy inculcando en mi familia el cumplimiento de los deberes como ciudadano.
Diálogo con Cristo
Jesús, ayúdame a entregar mi vida en el servicio y en el amor a los demás, como Tú lo hiciste. Ése es el único camino con el que puedo corresponder a tantos dones con los que has enriquecido mi vida. Las excusas abundan, las tentaciones se multiplican, pero tu gracia es superior a todo.
Juan 2, 13-25. Tercer Domingo del Tiempo de Cuaresma. El templo es un lugar sagrado: debemos entrar en la sacralidad que nos lleva a la adoración… debemos entrar con una actitud debe de piedad que adora y escucha, que ora y pide perdón, que alaba al Señor.
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio». Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar». Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.
Segunda lectura: Carta I de San Pablo a los Corintios, 1 Cor 1, 22-25
Oración introductoria
Ven, Espíritu Santo, dame tu luz a en este momento de oración, para que el celo que motivó a Cristo a expulsar a quienes profanaron tu templo, sea mi motivación para expulsar de mi vida todo lo que pueda apartarme de tu gracia.
Petición
Padre Santo, que sepa siempre defender, con el arma de la caridad, a quienes te ofenden con su indiferencia.
Meditación del Santo Padre Francisco
El templo existe «para adorar a Dios». Y precisamente por esto es «punto de referencia de la comunidad», compuesta por personas que son ellas mismas «un templo espiritual donde habita el Espíritu Santo». Una meditación sobre el «verdadero sentido del templo» propuesta por el Papa Francisco en la homilía de la misa que celebró el [día de hoy], por la mañana, en la capilla de la Casa de Santa Marta.
Como de costumbre la reflexión del Pontífice se inspiró en la liturgia de la Palabra, en particular, en el pasaje tomado del primer libro de los Macabeos (4, 36-37. 52-59) —que habla de la nueva consagración del templo realizada por Judas— y del pasaje evangélico de Lucas que relata la expulsión de los vendedores del templo (19, 45-48).
La de Judas Macabeo —explicó— no fue la primera consagración y purificación del templo, que, en las vicisitudes de la historia, fue también «destruido» durante las guerras, tal es así que «recordamos cuando Neemías reconstruye el templo». Y así Judas Macabeo, después de la victoria, piensa en el templo: «Nuestros enemigos están vencidos; subamos, pues, a purificar el santuario y a restaurarlo». Una purificación y una nueva consagración necesarias «porque los paganos habían utilizado el santuario para su culto». Por lo tanto «se debía purificar y volver a consagrar».
Para el Papa Francisco el mensaje de fondo «es muy importante: el templo como un lugar de referencia de la comunidad, lugar de referencia del pueblo de Dios». Y en esta perspectiva el Pontífice hizo también revivir «el itinerario del templo en la historia», que «comienza con el arca; luego Salomón realiza su construcción; después llega a ser templo vivo: Jesucristo el templo. Y terminará en la gloria, en la Jerusalén celestial».
«Consagrar de nuevo el templo para que se le dé gloria a Dios» es por consiguiente el sentido esencial del gesto de Judas Macabeo, precisamente porque «el templo es el lugar donde la comunidad va a orar, a alabar al Señor, a dar gracias, pero sobre todo a adorar». En efecto, «en el templo se adora al Señor. Este es el punto más importante» ratificó el Papa. Y esta verdad es válida para todo templo y para toda ceremonia litúrgica, donde lo que «es más importante es la adoración» y no «los cantos y los ritos», por bellos que sean. «Toda la comunidad reunida —explicó— mira al altar donde se celebra el sacrificio y adora. Pero creo, humildemente lo digo, que nosotros los cristianos tal vez hemos perdido un poco el sentido de la adoración. Y pensamos: vamos al templo, nos reunimos como hermanos, y es bueno, es bello. Pero el centro está allí donde está Dios. Y nosotros adoramos a Dios».
El Papa Francisco invitó, por eso, a aprovechar la ocasión para repensar en la actitud que hay que tener: «Nuestros templos —preguntó— ¿son lugares de adoración? ¿Favorecen la adoración? Nuestras celebraciones, ¿favorecen la adoración?». Judas Macabeo y el pueblo «tenían el celo por el templo de Dios porque es la casa de Dios, la morada de Dios. E iban en comunidad a encontrar a Dios allí, a adorar».
Como relata el evangelista Lucas, «también Jesús purifica el templo». Pero lo hace con el «látigo en la mano». Se pone a expulsar «las actitudes paganas, en este caso de los mercaderes que vendían y habían transformado el templo en pequeños negocios para vender, para cambiar las monedas, las divisas». Jesús purifica el templo reprendiendo: «Está escrito: mi casa será casa de oración» y «no de otra cosa. El templo es un lugar sagrado. Y nosotros debemos entrar allí, en la sacralidad que nos lleva a la adoración. No hay otra cosa».
Además, prosiguió el Pontífice, «san Pablo nos dice que somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el Espíritu de Dios está en mí. Y también nos dice: no entristezcáis al espíritu del Señor que está dentro de vosotros». En este caso, precisó, podemos hablar de «una especie de adoración, que es el corazón que busca al Espíritu del Señor dentro de sí. Y sabe que Dios está dentro de sí, que el Espíritu Santo está dentro de sí y escucha y le sigue. También nosotros —afirmó— debemos purificarnos continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía».
Y así, explicó el Santo Padre, «en estos dos templos —el templo material lugar de adoración y el templo espiritual dentro de mí, donde mora el Espíritu Santo— nuestra actitud debe de ser la piedad que adora y escucha; que ora y pide perdón; que alaba al Señor». Y «cuando se habla de la alegría del templo, se habla de esto: toda la comunidad en adoración, en oración, en acción de gracias, en alabanza. En oración con el Señor que está dentro de mí, porque soy templo; en escucha; en disponibilidad».
El Papa concluyó la homilía invitando a orar para que «el Señor nos conceda este sentido auténtico del templo para poder ir adelante en nuestra vida de adoración y de escucha de la Palabra de Dios».
El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma refiere, en la redacción de san Juan, el célebre episodio en el que Jesús expulsa del templo de Jerusalén a los vendedores de animales y a los cambistas (cf. Jn 2, 13-25). El hecho, recogido por todos los evangelistas, tuvo lugar en la proximidad de la fiesta de la Pascua y suscitó gran impresión tanto entre la multitud como entre sus discípulos. ¿Cómo debemos interpretar este gesto de Jesús? En primer lugar, hay que señalar que no provocó ninguna represión de los guardianes del orden público, porque lo vieron como una típica acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de Dios, con frecuencia denunciaban los abusos, y a veces lo hacían con gestos simbólicos. El problema, en todo caso, era su autoridad. Por eso los judíos le preguntaron a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18); demuéstranos que actúas verdaderamente en nombre de Dios.
La expulsión de los mercaderes del templo también se ha interpretado en sentido político revolucionario, colocando a Jesús en la línea del movimiento de los zelotes. Estos, de hecho, eran «celosos» de la ley de Dios y estaban dispuestos a usar la violencia para hacer que se cumpliera. En tiempos de Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del dominio de los romanos. Pero Jesús decepcionó estas expectativas, por lo que algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo traicionó. En realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento: la violencia es contraria al reino de Dios, es un instrumento del anticristo. La violencia nunca sirve a la humanidad, más aún, la deshumaniza.
Escuchemos entonces las palabras que Jesús dijo al realizar ese gesto: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Sus discípulos se acordaron entonces de lo que está escrito en un Salmo: «El celo de tu casa me devora» (69, 10). Este Salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: el suyo es el celo del amor que paga en carne propia, no el que querría servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección. «Destruid este templo —dijo—, y en tres días lo levantaré». Y san Juan observa: «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 19. 21). Con la Pascua de Jesús se inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es él mismo, Cristo resucitado, por el cual cada creyente puede adorar a Dios Padre «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). Queridos amigos, el Espíritu Santo comenzó a construir este nuevo templo en el seno de la Virgen María. Por su intercesión, pidamos que cada cristiano sea piedra viva de este edificio espiritual.
La autenticidad de nuestro culto cristiano y de nuestra devoción tiene que medirse por las obras y por la caridad hacia el prójimo.
Diálogo con Cristo
Padre providente, tu doctrina es sencilla y clara, concreta y amorosa, no vale la pena desgastarse inútilmente por lo pasajero de este mundo, cuando hay un Reino que puedo empezar a gozar desde ahora. Las cosas no cambian por más que uno se preocupe por ellas, por eso te pido, Señor, tu gracia para vivir abandonado a tu Providencia, poniendo todos los medios a mi alcance para extender tu Reino.
Con motivo de la fiesta de la Presentación del Señor, os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando y aprendiendo una de las escenas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo.
Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen y sobre las propias imágenes.
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Colorea la Presentación del niño Jesús en el templo
Las buenas maneras y formas de comportarse al acceder al templo no solo constituyen un mero acto de protocolo sino que nos predisponen en la correcta actitud espiritual de respeto a Dios y, por tanto, de respeto a nuestros hermanos y de respeto hacia nosotros mismos.
¡Entramos en la casa de Dios! Todos los católicos debemos ser plenamente conscientes de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el Sagrario en todo momento de nuestra vida que realizamos este sencillo paso, pues es magisterio de Dios: una disciplina que nos enseña cómo saludar respetuosamente a Dios, que nos enseña a respetar a los demás y que nos enseña que «entramos» en algo más importante que nuestra propia individualidad.
Pero, por supuesto, ninguna persona nacemos sabiendo cómo comportarnos apropiadamente en cada situación de la vida; por ello es menester de catequesis enseñar a los niños el modo, la actitud y comportamiento correctos. Y como dice el dicho «una imagen vale más que mil palabras» , hemos realizado este video didáctico que presenta todo el proceso de entrada inicial al templo.