Sobre la transmisión de la fe a los hijos (conferencia de Kiko Argüello)

Sobre la transmisión de la fe a los hijos (conferencia de Kiko Argüello)

La transmisión de la fe no es una acción reservada a una persona individual encomendada de esa tarea. Es un deber de cada cristiano y de toda la Iglesia, que en esta acción redescubre continuamente la propia identidad de pueblo congregado por la llamada del Espíritu, para vivir la presencia de Cristo entre nosotros, y descubrir así el verdadero rostro de Dios, que es para nosotros Padre.

La transmisión de la fe, como acción fundamental de la Iglesia, lleva a las comunidades cristianas a articular en modo concreto las obras fundamentales de la vida de fe: caridad, testimonio, anuncio, celebración, escucha, participación compartida. Es necesario concebir la evangelización como un proceso a través del cual la Iglesia, movida por el Espíritu, anuncia y difunde el Evangelio en todo el mundo; impulsada por la caridad, impregna y transforma todo el orden temporal, asumiendo y renovando las culturas. Proclama explícitamente el Evangelio, llamando a la conversión. Mediante la catequesis y los sacramentos de iniciación, acompaña aquellos que se convierten a Jesucristo, o aquellos que retoman el camino de su seguimiento, incorporando los unos y reconduciendo los otros a la comunidad cristiana. Alimenta constantemente el don de la comunión en los fieles mediante la doctrina de la fe, los sacramentos y el ejercicio de la caridad. Suscita continuamente la misión, enviando todos los discípulos de Cristo a anunciar el Evangelio, con palabras y obras en todo el mundo.

Tercer capítulo: Transmitir la fe, n.º 92

La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana

XIII Asamblea General Ordinaria

Sínodo de los Obispos

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Sobre la transmisión de la fe a los hijos

Si la Iglesia no es capaz de transmitir la fe a la próxima generación, morirá… Pero a la Iglesia le queda algo que es una fórmula vencedora: la familia. La comunidad ayuda a la familia y la familia salva a la Iglesia.Nuestra sociedad está destruyendo la familia y, en particular, Europa está caminando hacia la apostasía y está haciendo que la familia se separe.

Me han invitado a hablar brevemente sobre como las familias en el Camino Neocatecumenal transmiten la fe a los hijos.

Miles de familias hoy se encuentran frente al problema de sus hijos que en la escuela y en la universidad están abandonando la Iglesia.

¿Cómo pueden las familias cristinas responder a esta situación de secularización, a este cambio de época, a la globalización, a un ambiente contrario a los valores cristianos?

Dios se ha manifestado a su pueblo sobre el Monte Sinaí. Dios ha querido elegir a un pueblo para revelarse, a través de su actuación, a la humanidad entera. Ha elegido un pueblo de esclavos en Egipto y ha comenzado a actuar con ellos. Dios se ha revelado a través de la actuación en su historia.

Después de haber hecho milagros, abriendo el mar y guiando a su pueblo a través del desierto, Dios ha hecho una alianza con ellos. Se ha aparecido sobre el monte Sinaí, allí donde el pueblo vio temblar la montaña y oyó un ruido terrible, la humanidad ha sentido por primera vez la voz de Dios.

Y Dios habló así: «iShemá Israel, Adonai Eloénu, Adonai Ehad!

iEscucha Israel!. iYo soy el único! iY tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas y amarás a tu prójimo como a ti mismo!».

Pero enseguida añade:

«¡Esto lo repetirás a tus hijos cuando estés en casa, cuando estés por la calle, cuando te acuestes y cuando te levantes!».

Y cuando llegue el momento en que tu hijo te pregunte: «¿Cuál es el significado de, estas leyes, de estas tradiciones y estos mandamientos?». Tú le dirás: «Éramos esclavos del Faraón en tierras de Egipto y el Señor nos ha sacado con mano potente. Delante de nuestros ojos el Señor ha obrado signos y prodigios contra el Faraón y contra su casa. Nos ha sacado para guiarnos hacia una tierra que había jurado a nuestros padres». Esto está escrito en Deuteronomio 6.

Esta palabra «Shemá» es hoy el Credo fundamental de Israel. Los hebreos ortodoxos la proclaman tres veces al día.

Este texto tan importante para el pueblo hebreo a lo largo de los siglos y que ha mantenido unida a la familia hebrea, nos ayuda a entender la importancia de que los padres transmitan la fe a sus hijos y nos muestra también que este mandamiento divino se ha dado a los padres y no se puede delegar a otra persona.

Son ellos los que tienen que contar a sus hijos las obras que Dios ha hecho en su favor.

Yo he estado en contacto con muchas familias católicas, familias pertenecientes a la acción católica que estaban también en otros movimientos eclesiales que han delegado a la parroquia la transmisión de la fe a los hijos.

Y después cuando los hijos han ido a la Universidad han descubierto que los hijos habían perdido la fe.

No han obedecido al mandamiento según el cual ellos son los primeros que principalmente deben transmitir la fe a sus hijos, según el mandamiento divino.

Para los primeros cristianos la transmisión de la fe a los hijos, a través de la Sagradas Escrituras cumplidas en Jesucristo, era una misión fundamental.

Conocemos el testimonio en la segunda carta de San Pablo a Timoteo: «Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús» (2 Tim 3,14-15).

Esta tradición se ha mantenido de distintas formas en las familias cristianas a lo largo de los siglos. Y es todavía más evidente en el testimonio de numerosos niños y jóvenes que fueron martirizados.

El Camino Neocatecumenal, como iniciación cristiana en las diócesis y en las parroquias, enseña hoy a los matrimonios también a transmitir la fe a sus hijos, en particular a través de una celebración, en una liturgia doméstica.

Nosotros les enseñamos que la familia cristiana tiene tres altares:

El primero es la mesa de la Santa Eucaristía, donde Jesús ofrece el sacrificio de su vida para nuestra salvación.

El segundo altar es el tálamo nupcial, donde se cumple el sacramento del matrimonio y se da la vida a nuevos hijos de Dios. Les enseñamos cómo se debe cumplir el acto conyugal, que antes necesitan rezar, y se enseña a los niños que el dormitorio de los padres es un lugar santo. A los cristianos hay que enseñarles que el tálamo nupcial se debe tener en gran honor y gloria.

El tercer altar es la mesa donde la familia se reúne para comer, bendiciendo al Señor por sus dones.

La celebración doméstica, en la cual se transmite la fe a los hijos, se hace alrededor de esta misma mesa, donde los padres pueden pasar la fe a los hijos.

Después de más de treinta años del inicio del Camino Neocatecumenal, uno de los frutos que más nos consuela es ver la familia reconstruida.

Y la familia se convierte en un verdadero «santuario doméstico de la Iglesia».

Estas familias que están en el Camino están todas abiertas a la vida. El Camino Neocatecumenal tiene una de las tasas más altas de natalidad del mundo -cinco hijos por familia- incluso más que los musulmanes. Les enseñamos qué significa dar un hijo a Dios.

Estas familias que son numerosas, cumplen el deber fundamental de las familias cristinas, que es el transmitir la fe a sus propios hijos.

Además de las oraciones de la mañana y de la tarde, dan gracias a Dios antes de las comidas y participan en la Eucaristía con sus padres en la comunidad de ellos.

La transmisión de la fe a los hijos se hace principalmente, como hemos dicho, en una liturgia doméstica, celebrada regularmente en el Día del Señor.

En esta celebración, como la familia es grande, se prepara la mesa con un mantel blanco, una vela, flores y la Biblia. Uno de los hijos toca la guitarra, otro la flauta y rezan juntos con sus padres y abuelos.

En esta celebración los padres rezan los salmos de laúdes con sus hijos. Los padres preparan una lectura, que puede ser también el evangelio de la misa de ese domingo.

Entonces el padre pregunta a cada hijo: ¿»Que te dice Dios a través de esta lectura para tu vida?». Impresiona mucho ver como los niños son capaces de aplicar la palabra de Dios a su experiencia de vida.

Al final, después de que todos los niños han hablado, los padres dan una catequesis basada sobre su experiencia. Dicen lo que la Palabra significa para ellos.

Al final invitan a los niños a que recen por le Papa, la Iglesia, por los que sufren, etc. Después rezan el Padrenuestro todos juntos y se dan el signos de la Paz. Y así cada domingo en cada familia cristiana. . .

El resultado de esta preciosa atención de los padres hacia sus hijos es que casi el 100% de los hijos del Camino Neocatecumenal permanece en la Iglesia.

Esta es la razón por la que hemos llevado 50.000 jóvenes a Toronto y 75.000 a Paris. Es maravilloso ver como las comunidades neocatecumenales en las parroquias están llenas de jóvenes ¡llenas de jóvenes!

Al encuentro con el Papa en Roma, en Tor Vergara, hemos llevado 100.000 jóvenes, todos pertenecientes al Camino Neocatecumenal Y de estas familias numerosas, de este tipo de educación de los hijos, de estas celebraciones domesticas, están surgiendo miles de vocaciones, miles. . .

Hemos abierto ya 50 seminarios diocesanos Redemptoris Mater (aplausos); de estas comunidades han entrado en los conventos de clausura 4.000 hermanas; todos los conventos en Italia, benedictinas, clarisas. . . están llenos de hermanas que vienen del Camino Neocatecumenal

Y esto no es un movimiento.

Estas comunidades son en las parroquias como una iniciación cristiana que pertenece a la Iglesia.

La Iglesia ha reconocido que no somos una asociación ni una congregación ni un movimiento. Nuestra misión es la de ayudar a las parroquias y a los obispos a tener un itinerario de iniciación cristiana que ayuda a madurar la fe – como la sagrada Familia de Nazaret – .

Porque Nuestro Señor, la Palabra del Padre, que tomó carne de la Virgen María, nació como un niño que tenia necesidad de crecer para convertirse en hombre, para ser adulto.

Solamente de adulto podía cumplir su misión de salvar al mundo cuando llegase a los 30 años. ¿Cómo se hizo adulto? Obedeciendo a María y a José.

De la misma forma hoy mucha gente que ha recibido el bautismo tiene una fe pequeña, una fe infantil. Esta fe tiene que crecer en un ambiente cómo la Familia de Nazaret, haciéndose adulta obedeciendo al párroco y a los catequistas, en obediencia al párroco y a los catequistas.

Estamos agradecidos al Pontificio Consejo para la Familia que ha comenzado a interesarse por este fenómeno. Se han quedado sorprendidos de todos estos jóvenes y de lo que estamos haciendo y nos han invitado a proponer a toda la Iglesia el mismo tipo de celebración (doméstica) que nosotros hacemos.

Cuando tuvimos un encuentro con Mons. Bugnini, que era un estrecho colaborador del Papa Pablo VI y era el encargado de toda la renovación litúrgica, el RICA, etc., nos dijo que en la Iglesia faltaba una liturgia domestica; y cuando supo lo que estábamos haciendo, quedó muy impresionado.

Así que estamos muy contentos de colaborar con el Pontificio Consejo para la Familia y de dar nuestra pequeña contribución a través de lo que Dios está haciendo con nosotros.

Me gustaría proponer todo esto a todos los demás, para ayudar a otra gente, a otras optimas familias de todas las otras realidades cristianas que tienen dificultad con sus hijos durante su crecimiento, en la escuela.

En toda Europa hay un ambiente de izquierdas con una terrible educación sexual que esta contra la enseñanza cristina. Los padres sufren mucho viendo a sus hijos contaminados por esta cultura. Esta es la verdad.

Y me gustaría hacer entender a toda la Iglesia que lo que estoy diciendo no es un problema secundario, una devoción; es una cuestión de vida o muerte para la Iglesia.

¡Una cuestión de vida o muerte!

Si la Iglesia no es capaz de transmitir la fe a la próxima generación, morirá (aplausos).

Esto es tan importante que el santo Padre y el Pontificio Consejo para la Familia han entendido que estamos perdiendo. . . hay parroquias que en las cuales ya no hay jóvenes. ¿Dónde están?

No es cuestión de hacer teatro u otras estupideces con los niños, sino de darles un contenido verdadero y serio.

Porque ellos tienen que hacer frente a un ambiente que está completamente en las antípodas de la realidad del Evangelio. A través de la globalización del mundo entero, la secularización está llegando con mucha rapidez, poniendo en crisis a todas las religiones.

En Europa estamos perdiendo las escuelas cristianas, no hay más escuelas en las que se enseñe la religión. Las órdenes religiosas no tienen más vocaciones y están abandonando las escuelas y las universidades.

Hemos perdido las universidades, y a nuestros hijos se les enseña Hegel, Marx… todo lo contrario, el nihilismo. Estas cosas nos las dicen nuestros jóvenes.

Pero a la Iglesia le queda algo que es una fórmula vencedora: la familia (aplausos).

Nosotros hemos visto que nuestros hijos, educados en una familia estable, no vacilan en la escuela. Se hacen objetores. Cuando en las clases de educación sexual se les enseña a masturbarse y otras cosas contrarias al Evangelio, se ponen de pie y hacen objeción de conciencia. Los padres van a hablar con el director. No sucumben a todo esto.

En la universidad, donde todo es contrario a los valores cristianos, no sucumben, no pueden convencerles. Detrás de ellos están su familia y su comunidad cristiana, una comunidad neocatecumenal de 40 o 50 hermanos que están todos unidos, dónde aparece Dios, donde ya no hay clases sociales. Todos son hermanos: ingenieros, señoras de la limpieza, vagabundos, ¡todos hermanos! No hay diferencia de lengua o cultura, entre blancos y negros, entre gente culta e ignorante. No hay pobres ni ricos, son todos hermanos que se ayudan el uno al otro.

Si hay una familia con muchos hijos que no puede llegar a final de mes, la comunidad hace una colecta para ayudarles. La comunidad ayuda a la familia y la familia salva a la Iglesia (aplausos).

Nuestra sociedad está destruyendo la familia y, en particular, Europa está caminando hacia la apostasía y está haciendo que la familia se separe.

A causa del trabajó no tenemos tiempo para volver a casa y comer juntos. Las nuevas generaciones ya no comen juntos. En Europa no hay lugares de encuentro, no hay tiempo.

Pon la mañana un chico sale a jugar al baloncesto y una chica va a bailar. Están siempre fuera, no se reúnen nunca, no se sientan a hablar. La mujer trabaja, el hombre trabaja, cuando vuelven a casa los hijos ya duermen. Y la familia se está destruyendo en cuanto al tiempo (el ritmo del trabajo y los horarios escolares), en cuanto a su composición (parejas homosexuales, parejas de hecho, divorcio), en cuanto a su estilo de vida (la gente vive de un modo que está en contra de la familia) y sobre todo a través de una cultura que nos rodea y que es contraria al Evangelio.

Estamos convencidos de que la batalla real que la Iglesia tiene que afrontar en el tercer milenio, el desafío que tenernos que afrontar y en el que se juega nuestro futuro, es el de la familia.

Por esto he dicho que estamos contentos de colaborar con el Pontificio Consejo para la Familia, llevando la experiencia de tantas familias, después de tantos años en los cuales hemos visto que esta FAMILIA y COMUNIDAD CRISTIANA, es una fórmula vencedora.

Con ellos estamos buscando hacer una guía. Sobre la base de una experiencia de más de treinta años, con familias de diferentes culturas y clases sociales, podemos hacer algo válido, no sólo un esquema diseñado en la mesa de un’ bar, sino algo serio, una guía para la familia, una experiencia del camino neocatecumenal a través de la cual la Iglesia puede ayudar a la familia a transmitir la fe a los hijos.

Pienso que todo esto es una gran contribución para la familia.

Espero que esta pequeña semilla que ahora sembramos pueda un día convertirse en un árbol lleno de frutos, porque si un niño de cuatro años ha visto a su padre rezar en la asamblea con sinceridad, no lo olvidará jamás, jamás (aplausos).

Muchos adultos no olvidarán jamás el modo en el que han celebrado en sus propias familias, donde han visto el amor de sus padres por Dios y cómo rezaban con verdadero convencimiento.

Rezad por mí. Gracias.

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Conferencia pronunciada por Kiko Argüello, fundador del Camino Neocatecumenal, en Manila (Filipinas), el 23 de enero de 2003.


Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe

Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe

En este discuso del papa Benedicto XVI que os ofrecemos, «Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe», el Santo Padre ofrece una cuidadosa exposición sobre la naturaleza de la familia y su importancia para la formación integral, material y espiritual de las personas. En él aparecen todas las ideas que el Sumo Pontífice ha venido desarrollando en sus documentos durante sus años a la caneza de la Iglesia.

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Queridos hermanos y hermanas:

He acogido con mucho gusto la invitación de introducir con una reflexión este congreso diocesano, ante todo porque me da la posibilidad de encontrarme con vosotros, de tener un contacto directo, y después porque me permite ayudaros a profundizar en el sentido y objetivo del camino pastoral que está recorriendo la Iglesia de Roma.

Os saludo con afecto a cada uno vosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, y en particular a vosotros, laicos y familias, que asumís conscientemente esas tareas de compromiso y testimonio cristiano que tienen su raíz en el sacramento del bautismo y para aquellos que están casados, en el del matrimonio. Doy las gracias de corazón al cardenal vicario y a los esposos Luca y Adriana Pasquale por las palabras que me han dirigido en vuestro nombre.

Este congreso, y el año pastoral al que ofrecerá las líneas guía, constituyen una nueva etapa en el recorrido que la Iglesia ha comenzado, basándose en el Sínodo diocesano, con la misión ciudadana querida por nuestro querido Papa Juan Pablo II, en preparación del gran Jubileo del año 2000. En aquella misión todas las realidades de nuestra diócesis –parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientos– se movilizaron no sólo con motivo de una misión al pueblo de Roma, sino también para ser ellas mismas «pueblo de Dios en misión», poniendo en práctica la acertada expresión de Juan Pablo II «parroquia, búscate y encuéntrate fuera de ti misma»: es decir, en los lugares en los que vive la gente. De este modo, en el transcurso de la misión ciudadana, muchos miles de cristianos de Roma, en gran parte laicos, se convirtieron en misioneros y llevaron la palabra de la fe en primer lugar a las familias de los diferentes barrios de la ciudad y después en los diferentes lugares de trabajo, en los hospitales, en la escuelas y en las universidades, en los espacios de la cultura y del tiempo libre.

Después del Año Santo, mi amado predecesor os pidió que no interrumpáis este camino y que no disperséis las energías apostólicas suscitadas y los frutos de gracia recogidos. Por ello, a partir del año 2001, la orientación pastoral fundamental de la diócesis ha sido la de conformar permanentemente la misión, caracterizando en sentido más decididamente misionero la vida y las actividades de las parroquias y de cada una de las demás realidades eclesiales. Quiero deciros ante todo que quiero confirmar plenamente esta opción: se hace cada vez más necesaria y sin alternativas, en un contexto social y cultural en el que actúan fuerzas múltiples que tienden a alejarnos de la fe y de la vida cristiana.

Desde hace ya dos años, el compromiso misionero de la Iglesia de Roma se ha concentrado sobre todo en la familia, no sólo porque esta realidad humana fundamental es sometida hoy a múltiples dificultades y amenazas, y por tanto tiene particular necesidad de ser evangelizada y apoyada concretamente, sino también porque las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, la edificación de la Iglesia como comunión y su capacidad de presencia misionera en las situaciones más variadas de la vida, así como para fermentar en sentido cristiano la cultura y las estructuras sociales. Continuaremos con estas orientaciones también en el próximo año pastoral y por este motivo el tema de nuestro congreso es «Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe». El presupuesto por el que hay que comenzar para comprender la misión de la familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y de transmisión de la fe, sigue siendo siempre el significado que el matrimonio y la familia tienen en el designio de Dios, creador y salvador. Éste será por tanto el meollo de mi reflexión de esta tarde, remontándome a la enseñanza de la exhortación apostólica «Familiaris consortio» (segunda parte, números 12-16).


El fundamento antropológico de la familia

Matrimonio y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones particulares históricas y económicas. Por el contrario, la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy? Y esta pregunta, a su vez, no puede separarse del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿Cómo es verdaderamente su rostro? La respuesta de la Biblia a estas dos preguntas es unitaria y consecuencial: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace del hombre auténtica imagen de Dios: se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama.

De este lazo fundamental entre Dios y el hombre se deriva otro: el lazo indisoluble entre espíritu y cuerpo: el hombre es, de hecho, alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo que es vivificado por un espíritu inmortal. También el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por tanto, por así decir, un carácter teológico, no es simplemente cuerpo, y lo que es biológico en el hombre no es sólo biológico, sino expresión y cumplimiento de nuestra humanidad. Del mismo modo, la sexualidad humana no está al lado de nuestro ser persona, sino que le pertenece. Sólo cuando la sexualidad se integra en la persona logra darse un sentido a sí misma.

De este modo, de los dos lazos, el del hombre con Dios y –en el hombre– el del cuerpo con el espíritu, surge un tercer lazo: el que se da entre persona e institución. La totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el «sí» del hombre es un ir más allá del momento presente: en su totalidad, el «sí» significa «siempre», constituye el espacio de la fidelidad. Sólo en su interior puede crecer esa fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempo difíciles. La libertad del «sí» se presenta por tanto como libertad capaz de asumir lo que es definitivo: la expresión más elevada de la libertad no es entonces la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una auténtica decisión. Aparentemente esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la verdadera expresión de la libertad es por el contrario la capacidad de decidirse por un don definitivo, en el que la libertad, entregándose, vuelve a encontrarse plenamente a sí misma.

En concreto, el «sí» personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno, y al mismo tiempo está destinado al don de una nueva vida. Por este motivo, este «sí» personal tiene que ser necesariamente un «sí» que es también públicamente responsable, con el que los cónyuges asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza también el futuro para la comunidad. Ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo: por tanto, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de sí su propia responsabilidad pública. El matrimonio, como institución, no es por tanto una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una imposición desde el exterior en la realidad más privada de la vida; es por el contrario una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.

Las diferentes formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el «matrimonio a prueba», hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son por el contrario expresiones de una libertad anárquica que se presenta erróneamente como auténtica liberación del hombre. Una pseudo-libertad así se basa en una banalización del cuerpo, que inevitablemente incluye la banalización del hombre. Su presupuesto es que el hombre puede hacer de sí lo que quiere: su cuerpo se convierte de este modo en algo secundario, manipulable desde el punto de vista humano, que se puede utilizar como se quiere. El libertinaje, que se presenta como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, dejándolo por así decir fuera del auténtico ser y dignidad de la persona.


Matrimonio y familia en la historia de la salvación

La verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raíces en la verdad del hombre, ha encontrado aplicación en la historia de la salvación, en cuyo centro está la palabra: «Dios ama a su pueblo». La revelación bíblica, de hecho, es ante todo expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres: por este motivo, la historia del amor y de la unión de un hombre y de una mujer en la alianza del matrimonio ha podido ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación. El hecho inefable, el misterio del amor de Dios por los hombres, toma su forma lingüística del vocabulario del matrimonio y de la familia, en positivo y en negativo: el acercamiento de Dios a su pueblo es presentado con el lenguaje del amor conyugal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, es designada como adulterio y prostitución.

En el Nuevo Testamento, Dios radicaliza su amor hasta convertirse Él mismo, por su Hijo, en carne de nuestra carne, auténtico hombre. De este modo, la unión de Dios con el hombre ha asumido su forma suprema, irreversible y definitiva. Y de este modo se traza también para el amor humano su forma definitiva, ese «sí» recíproco que no se puede revocar: no enajena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones de la historia para volverle a colocar en la verdad de la creación. El carácter sacramental que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación ha sido elevado a gracia de redención. La gracia de Cristo no se superpone desde fuera a la naturaleza del hombre, no la violenta, sino que la libera y la restaura, al elevarla más allá de sus propias fronteras. Y así como la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significado en la cruz, así también el amor humano auténtico es entrega de sí mismo, no puede existir si evita la cruz.

Queridos hermanos y hermanas, este lazo profundo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios y el amor humano, es confirmado también por algunas tendencias y desarrollos negativos, cuyo peso experimentamos todos. El envilecimiento del amor humano, la supresión de la auténtica capacidad de amar se presenta en nuestro tiempo como el arma más eficaz para que el hombre aplaste a Dios, para alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre. Ahora bien, la voluntad de «liberar» la naturaleza de Dios lleva a perder de vista la realidad misma de la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre, reduciéndola a un conjunto de funciones, de las que se puede disponer según sus propios gustos para construir un presunto mundo mejor y una presunta humanidad más feliz; por el contrario, se destruye el designio del Creador y al mismo tiempo la verdad de nuestra naturaleza.


Los hijos

También en la procreación de los hijos el matrimonio refleja su modelo divino, el amor de Dios por el hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como sucede con el cuerpo y con el amor, no se circunscriben al aspecto biológico: la vida sólo se da totalmente cuando con el nacimiento se ofrecen también el amor y el sentido que hacen posible decir sí a esta vida. Precisamente por esto queda claro hasta qué punto es contrario al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, el cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.

Ahora bien, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y sólo con sus propias fuerzas, pueden dar adecuadamente a los hijos el amor y el sentido de la vida. Para poder decir a alguien: «tu vida es buena, aunque no conozca tu futuro», se necesitan una autoridad y una credibilidad superiores, que el individuo no puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a esa familia más amplia que Dios, a través de su Hijo, Jesucristo, y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce la acción de ese amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo, la edificación de cada una de las familias cristianas se enmarca en el contexto de la gran familia de la Iglesia, que la apoya y la acompaña, y garantiza que hay un sentido y que en su futuro se dará el «sí» del Creador. Y recíprocamente la Iglesia es edificada por las familias, «pequeñas Iglesias domésticas», como las ha llamado el Concilio Vaticano II («Lumen gentium», 11; «Apostolicam actuositatem», 11), redescubriendo una antigua expresión patrística (san Juan Crisóstomo, «In Genesim serm.» VI,2; VII,1). En este sentido, la «Familiaris consortio» afirma que «el matrimonio cristiano… constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia» (n. 15).


La familia y la Iglesia

De todo esto se deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en concreto las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están llamadas a la más íntima colaboración en esa tarea fundamental que está constituida, inseparablemente, por la formación de la persona y la transmisión de la fe. Sabemos bien que para que tenga lugar una auténtica obra educativa no basta una teoría justa o una doctrina que comunicar. Se necesita algo mucho más grande y humano, esa cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que encuentra su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar, y después en una parroquia o movimiento o asociación eclesial, en los que se encuentran personas que prestan atención a los hermanos, en particular, a los niños y jóvenes, así como a los adultos, los ancianos, los enfermos, las mismas familias, porque, en Cristo, les aman. El gran patrón de los educadores, san Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que «la educación es cosa de corazón y que sólo Dios es su dueño» («Epistolario», 4,209).

La figura del testigo es central en la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado: se convierte en punto de referencia precisamente en la medida en que sabe dar razón de la esperanza que fundamenta su vida (Cf. 1 Pedro 3,15), en la medida en que está involucrado personalmente con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no se señala a sí mismo, sino que señala hacia algo, o mejor, hacia Alguien más grande que él, con el que se ha encontrado y de quien ha experimentado una bondad confiable. De este modo, todo educador y testigo encuentra su modelo insuperable en Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba tal y como el Padre le había enseñado (Cf. Juan 8, 28).

Este es el motivo por el que en el fundamento de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo mismo se puede decir de todo nuestro compromiso misionero, en particular, de nuestra pastoral familiar: que la Familia de Nazaret sea, por tanto, para nuestras familias y comunidades objeto de constante y confiada oración, así como modelo de vida.

Queridos hermanos y hermanas, y especialmente vosotros, queridos sacerdotes: soy consciente de la generosidad y la entrega con la que servís al Señor y a la Iglesia. Vuestro trabajo cotidiano por la formación en la fe de las nuevas generaciones, en íntima unión con los sacramentos de la iniciación cristiana, así como también por la preparación al matrimonio y por el acompañamiento de las familias en su camino, que con frecuencia no es fácil, en particular en la gran tarea de la educación de los hijos, es el camino fundamental para regenerar siempre de nuevo a la Iglesia y también para vivificar el tejido social de nuestra amada ciudad de Roma.


La amenaza del relativismo

Seguid, por tanto, sin dejaros desalentar por las dificultades que encontráis. La relación educativa es, por su misma naturaleza, algo delicado: implica la libertad del otro que, aunque sea con dulzura, de todos modos es provocada a tomar una decisión. Ni los padres, ni los sacerdotes, ni los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir a la libertad del niño, del muchacho, o del joven al que se dirigen. Y la propuesta cristiana interpela especialmente a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión. Un obstáculo particularmente insidioso en la obra educativa es hoy la masiva presencia en nuestra sociedad y cultura de ese relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, sólo tiene como medida última el propio yo con sus gustos y que, con la apariencia de la libertad, se convierte para cada quien en una prisión, pues separa de los demás, haciendo que cada quien se encuentre encerrado dentro de su propio «yo». En un horizonte relativista así no es posible, por tanto, una auténtica educación: sin la luz de la verdad antes o después toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su compromiso para construir con los demás algo en común.

Está claro, por tanto, que no sólo tenemos que tratar de superar el relativismo en nuestro trabajo de formación de personas, sino que estamos también llamados a enfrentarnos a su predominio destructivo en la sociedad y en la cultura. Por ello, es muy importante que, junto a la palabra de la Iglesia, se dé el testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, en particular para reafirmar la inviolabilidad de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural, el valor único e insustituible de la familia fundada sobre el matrimonio y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que apoyen a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro común. Por este compromiso vuestro también os doy las gracias de corazón.


Sacerdocio y vida consagrada

El último mensaje que quisiera dejaros afecta a la atención por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada: ¡todos sabemos la necesidad que tiene la Iglesia! Para que nazcan y maduren estas vocaciones, para que las personas llamadas se mantengan siempre dignas de su vocación, es decisiva ante todo la oración, que no debe faltar nunca en cada una de las familias y en la comunidad cristiana. Pero también es fundamental el testimonio de vida de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, la alegría que expresan por haber sido llamados por el Señor. Y es asimismo esencial el ejemplo que reciben los hijos dentro de su propia familia y la convicción en las familias de que la vocación de los hijos es también para ellas un gran don del Señor. La opción por la virginidad por amor de Dios y de los hermanos, que es exigida para el sacerdocio y la vida consagrada, está acompañada por la valoración del matrimonio cristiano: la una y la otra, con dos formas diferentes y complementarias, hacen en cierto sentido visible el misterio de la alianza entre Dios y su pueblo.

Queridos hermanos y hermanas, os confío estas reflexiones como contribución a vuestro trabajo en las noches del Congreso y después durante el próximo año pastoral. Le pido al Señor que os dé valentía y entusiasmo para que nuestra Iglesia de Roma, cada parroquia, cada comunidad religiosa, asociación o movimiento participe intensamente en la alegría y el esfuerzo de la misión y de este modo cada familia y toda la comunidad cristiana redescubra en el amor del Señor la clave que abre la puerta de los corazones y que hace posible una auténtica educación en la fe y en la formación de las personas. Mi afecto y mi bendición os acompañan hoy y en el futuro.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe

Congreso Eclesial de la Diócesis de Roma

Discurso del lunes,  6 de junio de 2005


Pastoral sobre la familia y la transmisión de la fe

Pastoral sobre la familia y la transmisión de la fe

Antes de comenzar mi exposición os quiero decir que no pretendo hablar de forma académica, sino pastoral. Vamos a ocuparnos de una cuestión que está en el meollo de nuestros problemas pastorales. La podríamos plantear así: ¿qué ocurre cuando en una Iglesia tradicional y ampliamente implantada, las familias cristianas dejan de ser capaces de educar cristianamente a sus hijos?

Esta es una situación muy nueva en España que está trastornando gravemente nuestra vida eclesial y que requiere urgentemente una reflexión y unas medidas pastorales lúcidas y valientes.

Un dato puede servirnos de alerta. El año pasado 8000 niños pidieron el bautismo en España con una edad de entre 8 y 10 años. Tanto se multiplican estos casos últimamente que la Conferencia Episcopal Española está preparando urgentemente unas Orientaciones pastorales para preparar a los adolescentes que piden el bautismo. Esta situación nos está obligando a pensar en el papel de la familia cristiana en la transmisión de la fe, es decir en el ejercicio de la misión central de la Iglesia.

La fe implica una decisión personal absolutamente intransferible. Supone un cambio interior, y una movilización de las facultades del alma, un asentimiento libre en el que cada sujeto define profundamente los caracteres de su propia vida. Así aparece claramente en este texto de la Const. Dei Verbum (n.5).

«Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el “homenaje total de su entendimiento y voluntad”» asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad». La fe es, ciertamente, don de Dios. Es Él Quien se hace asequible, quien nos invita a creer en Él y mueve nuestras facultades interiores para que le aceptemos como apoyo y centro de nuestra vida. Pero a la vez, con esa inicial ayuda de Dios, la fe es respuesta del hombre, decisión personalísima por la cual cada uno define su propia vida. Podemos decir que la fe es el don de responder amorosamente a la revelación y al ofrecimiento de Dios.

Por lo cual, es preciso reconocer que no se puede hablar de una verdadera «transmisión de la fe», como se habla de transmisión de una enfermedad, de unas cualidades hereditarias, y ni siquiera de unos conocimientos. La fe es algo mucho más personal, mucho más libre y autodefinitorio de lo que cada uno de nosotros queremos ser. La fe nace en cada persona, de lo más profundo del ser personal, como una decisión profundamente libre, preparada por la acción creadora de Dios, por la acción del Espíritu Santo que nos ilumina, nos atrae y nos seduce para que creamos filialmente en Dios.

Sin embargo algo queremos decir cuando señalamos la dificultad actual en la transmisión pacífica de la fe. Queremos decir que se han alterado los medios habituales de colaborar al surgimiento de la fe en las nuevas generaciones. Medios habituales que son básicamente la familia cristiana y la cultura cristianizada. En una sociedad suficientemente cristianizada, la Iglesia ejerce misión de ayudar a creer en el Dios de Jesucristo, fundamentalmente, por medio de las familias cristianas y de la influencia mentalizadora del ambiente cultural y social en el que vivimos.


I. Los diferentes momentos en la propagación de la fe

La doctrina católica nos presenta el acto de creer en Dios como un acto esencialmente libre y profundamente personal. No se trata solo de una fe que consiste en el asentimiento a unas verdades reveladas, ni menos en creer lo que no se ve. La doctrina bíblica y la moderna filosofía de la religión están de acuerdo en señalar que el elemento más profundo de la fe es el acto libre de entrega personal a la realidad personal de Dios en cuanto verdadera, fuente de verdad y de vida, garantía y fundamento de la vida verdadera por el amor.

Creer, en general, es aceptar el ser del otro como fundamento, garantía y fuente de la propia vida. En el caso de la fe cristiana, creer es aceptar libremente la fundamentalidad del Dios de Jesucristo, en la existencia, el crecimiento y la plenitud de la propia vida.

Lo dice hermosamente nuestro Xavier Zubiri: «Fe es la entrega o adhesión personal, firme y opcional, a una realidad personal en cuanto verdadera. En última instancia, fe es simplemente hacer nuestra la atracción con que la verdad personal de Dios nos mueve hacia Él». Esta relación interpersonal supone o suscita una verdadera causalidad personal, en virtud de la cual la vida personal del creyente se ve afectada por la vida y el ser personal de aquel en quien se cree, en nuestro caso, la vida y la acción de la Trinidad Santa.

La fe en Dios tiene un proceso determinado que conviene recordar. En realidad coincide con lo que los teólogos exponen como análisis del acto de fe.

1. Para creer en Dios hay que comenzar por recibir y escuchar la revelación del mismo Dios. Esta escucha de la revelación de Dios requiere la voluntad personal de atender a la verdad y de vivir de acuerdo con ella; supone, al menos, la buena voluntad fundamental de querer vivir de acuerdo con la realidad y la verdad de nuestro ser y del ser del mundo.

«Creer en Dios es aceptar la atracción con la cual Él nos lleva hacia Sí ineludiblemente como realidad fundante» (X. Zubiri, en El hombre y Dios).

2. Para ello, el hombre tiene que haber sentido de alguna manera la necesidad, las carencias, las aspiraciones que nos preparan desde nuestra propia condición humana para entender y apreciar las promesas y los dones de Dios. En esta preparación prerreligiosa ya está presente la gracia de Dios.

3. La combinación de estos elementos, junto con la gracia impulsante de Dios, nos lleva a aceptar libremente la verdad de lo que se nos propone como camino de salvación, como don de vida verdadera y eterna.

4. Esta realidad creída no son «cosas» aisladas o inanimadas sino que se refieren todas a Dios. Creer es aceptar la realidad de Dios y la salvación que Él nos propone juntamente con los medios que nos ofrece para conseguirla, por su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado, presente y actuante en la Iglesia y por la Iglesia.

5. Por lo cual, la aceptación de la llamada y las promesas de Dios afecta a la visión del mundo en el cual nos situamos libremente, y por eso mismo a la configuración de nuestro ser personal, de tal forma que el creyente al aceptarla, se siente movido a organizar y regir su vida de acuerdo con la realidad creída. De este carácter comprometedor de la fe proviene la posibilidad de la resistencia y del rechazo, cuando no hay en el corazón las disposiciones necesarias de desprendimiento, humildad, rectitud y obediencia.

6. Esta aceptación de la realidad de Dios y de su intervención salvadora en nuestra vida, no tiene por qué ser una decisión rupturista ni rectificadora de la vida, necesariamente iniciada al margen de la fe, sino que puede ser asimilada por el sujeto gradualmente a la vez que descubre los demás niveles de la realidad y se instala adecuadamente en ellos mediante la fe interpersonal y el ejercicio de sus facultades espirituales.


II. La función de la familia cristiana en la educación cristiana de los hijos

Tengo la impresión de que los católicos no hemos valorado suficientemente la intervención de la familia en el servicio a la fe de las nuevas generaciones. Durante siglos la fe ha ido pasando pacíficamente de padres a hijos sin que cayéramos en la cuenta de la importancia que tenía esa transmisión en la vida de la Iglesia. Ahora, que ese proceso se ha alterado, comenzamos a echarlo de menos y valorarlo en lo que vale.

Comencemos por hacernos una pregunta apelando a nuestra propia experiencia. Pensad: ¿quién nos ha enseñado a rezar?, ¿cuándo y dónde y cómo hemos aprendido a creer en Dios, en Jesucristo, a invocar a la Virgen María?, ¿quién nos ha enseñado a distinguir el bien del mal?, ¿dónde hemos ido aprendiendo a vivir como cristianos?

Una sencilla observación sobre nuestra propia vida, nos hace caer en la cuenta de que la mayoría de nosotros hemos nacido a la fe gracias a la ayuda de nuestra familia. Ellos nos llevaron al bautismo y ellos se encargaron de que creciera en nosotros personalmente la fe recibida.

En la mayoría de las familias cristinas, con la primera educación y las primeras ayudas para despertar en nosotros la vida consciente, se nos ofrecían las realidades de la fe, invitándonos a aceptarlas y tenerlas en cuenta con plena naturalidad. De este modo hemos recibido el anuncio y la presentación de las realidades divinas desde el inicio de nuestra vida consciente, junto con las demás aperturas hacia la realidad. Nunca recibimos una visión del mundo como algo cerrado, a la cual tuviéramos que añadirle más tarde la presencia de un Dios sobrevenido y casi postizo, sino que recibimos desde el primer momento una visión del mundo ya iluminada y transformada por la fe, en la que Dios estaba presente y actuante desde el principio, el mundo era criatura de Dios, todos éramos criaturas de Dios, los hombres éramos hermanos, la Iglesia ocupaba un lugar importante en la vida, existía un código de comportamiento universalmente vigente y aceptado que era de hecho el que provenía de la fe en Dios y en Jesucristo.

Es posible que una fe personal así nacida y crecida, en tan estrecha familiaridad con el «universo cristiano», tenga sus limitaciones, comienza siendo una fe infantil, poco fundamentada intelectualmente, no expresamente afirmada en un acto reflejo de libertad. Una fe que necesitará ser reafirmada posteriormente, en la adolescencia, en la juventud, en la madurez y quizás de nuevo en la vejez. La fe es un acto y un estado de la persona que hay que ir renovando y readaptando en cada etapa de la vida.

Pero a la vez, la fe así adquirida tiene unas características muy positivas que difícilmente se pueden adquirir de otra manera. El niño, en su relación con los padres y los hermanos, adquiere la imagen de su universo dentro del cual está Dios, Jesús, la Virgen María, el cielo y el infierno, el bien y el mal, la Iglesia y los sacramentos. Todo eso forma parte del mundo original en el cual situamos nuestra existencia. Y todo ello queda avalado por el testimonio de los padres, participando de los mismos sentimientos de confianza, cercanía, amabilidad que nuestros padres nos inspiran. Dios, Jesús, los santos forman parte del mundo familiar que configura nuestra más radical identidad.

Así ha sido hasta ahora y así tendría que seguir siendo. Los padres cristianos saben que son colaboradores de Dios en la generación de sus hijos, colaboradores en la atención a sus necesidades y especialmente colaboradores en la apertura de sus hijos al mundo de la redención. Si ellos reciben a los hijos como don de Dios, ¿cómo podrían no enseñarles a conocer a su Padre del cielo? Si ellos se aman con amor cristiano, ¿cómo podrían no darles a conocer al Cristo que es el origen del amor que le ha dado la vida? Si ellos han recibido la consagración de la Iglesia, ¿cómo podrían no incorporar a sus hijos a la comunidad de los santos donde ellos viven la fe y reciben el don del Espíritu de Dios, fuente del amor y de la vida? «La familia cristiana es una comunidad apostólica abierta a la misión». Los hijos de los matrimonios cristianos son los primeros candidatos para la evangelización. El hecho de nacer en una familia cristiana es ya una primera conexión con la realidad histórica y social de la Iglesia que permite y aconseja el bautismo de párvulos, con la esperanza real de que esos niños crezcan en un ambiente cristiano que les ayude a entrar casi naturalmente en la vida de la fe y de la comunión eclesial.

Sin embargo ahora no es así. Si en países como el nuestro el 80% y casi el 90% de los niños son bautizados, solamente el 70% reciben la primera comunión y no más del 40% ó 50% reciben la confirmación, que es tanto como el acabamiento y la aceptación del bautismo, un momento importante en la aceptación personal de la fe recibida en el bautismo. Y lo que es todavía más significativo y más grave, solamente el 4% ó el 5% de los jóvenes entre 15 y 30 años participan asiduamente en la Misa dominical.

¿Qué es lo que ha pasado en el camino? Hoy la mayoría de los padres cristianos quieren bautizar a sus hijos y de hecho los bautizan. Pero ya son bastantes menos los que saben que el gesto de bautizar a sus hijos supone el compromiso de ayudarles a descubrir y vivir personalmente la fe recibida, educándolos cristianamente, en toda la amplitud y riqueza del término.

Tenemos que reconocer que el medio de transmisión de la fe, más normal y más efectivo durante siglos se ha desmoronado en pocos años. Esta es una de las novedades más graves y más preocupantes de la situación de la Iglesia en la España actual. Donde este fenómeno comenzó antes, las familias actuales ya son mayoritariamente paganas, ya no se puede hablar de familias cristianas incapaces de educar cristianamente a sus hijos, sencillamente porque ya no son familias verdaderamente cristianas. En muchos países de larga tradición cristiana son minoría las familias que forman parte activa de la Iglesia. Esta puede ser la situación en España dentro de muy pocos años.


III. Incapacidad educadora de muchas familias cristianas

En casi todas nuestras familias, la fe crecía en las nuevas generaciones por la influencia del ambiente familiar, por los ejemplos de los mayores, por el apoyo de una cultura (configuración social y espiritual) que incorporaba las referencias religiosas con toda normalidad. Menciones de Dios, frecuencia sacramental, ritmo semanal, calendarios festivos, etc.

Hoy esto se da en muy pocos casos. La familia ya no es capaz de introducir a los niños en un mundo transformado por la presencia y la actuación de Dios. Lo más frecuente, por desgracia, es que los niños y los jóvenes adquieran una visión del mundo privada de referencias religiosas, en la que Dios, Jesucristo, la Iglesia, la vida eterna y las características de una vida cristiana y santa, se dejan a un lado como realidades de segundo orden, «opcionales», no necesarias, ni plenamente reales, cuando no inexistentes y hasta perjudiciales.

El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente, sino que en realidad la familia, los padres, han perdido buena parte de su capacidad educadora en general. En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres. No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir los temas de interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente sin tener apenas en cuenta la especial función de la madre en la vida familiar, sin una suficiente atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos. Tanto el padre como la madre tienen sus tareas específicas, además de las comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la maduración afectiva y personal de los hijos. Puede ser que las de los dos no estén siendo suficientemente respetadas por el modelo de vida vigente en nuestra sociedad.

Sobre estas carencias pedagógicas crece la gran carencia de la pedagogía cristiana: En muchos casos las familias no tienen vigor ni autenticidad religiosa para educar cristianamente a sus hijos mediante la experiencia doméstica compartida de una vida cristiana efectiva, con hechos, símbolos, y prácticas religiosas, engastadas en la realidad de la vida cotidiana, personal y social, intelectual y moral. No se vive en un mundo iluminado y transformado por la presencia de un Dios creído. Donde no hay una fe efectiva ya no es posible ayudar a los niños y jóvenes a desarrollarse, a crecer y vivir como cristianos.

Y sin embargo, una buena pedagogía de la fe, nos dice que como mejor se aprende a creer en Dios es conviviendo y practicando las manifestaciones de la fe con personas creyentes que nos inspiren admiración y confianza. Por eso, para un niño o para un joven, no hay mejor forma de aprender a vivir como cristiano que practicando la fe con sus padres. En los años de la infancia quien mejor puede influir es la madre, en los años de adolescencia y juventud es necesario que se sume el ejemplo y la influencia del padre, de otros familiares, de los amigos de la familia. Se aprende a creer viviendo con quienes creen. Eso no se puede hacer en ninguna parte como en la propia familia. Aquí está una de las dificultades mayores para la evangelización de nuestros jóvenes.

Aunque el 75% de los matrimonios que se celebran en España sean matrimonios sacramentales, nadie sabe el porcentaje de ellos que se celebran sin las mínimas condiciones de fe y con un proyecto de vida verdaderamente cristiano. En estos matrimonios los hijos nacen tarde y escasos. En Navarra el índice de natalidad está en un 1,2 por mujer fértil. El más bajo de España, de Europa, del mundo entero. La práctica sacramental de las familias jóvenes es muy bajo. Los párrocos y los catequistas se quejan del desinterés de los padres por la educación cristiana de sus hijos en la parroquia, en la catequesis. Muchos quieren bautizar a sus hijos, la mayoría desean que hagan la primera comunión, pero no perciben la necesidad de que esas celebraciones sacramentales vayan acompañadas de las correspondientes actitudes religiosas que ellos tendrían que despertar y desarrollar en sus hijos. Los aturden a regalos, pero se desentienden del necesario apoyo al trabajo de los catequistas o de los profesores de religión. Dan mucha importancia a la comunión «primera», pero ya no se preocupan de la «segunda».


Debilidad interior de la Iglesia

Esta debilidad cristiana de las familias es parte de una situación muy generalizada en nuestras Iglesias, como consecuencia de una cultura dominante, fuertemente influyente y determinante, que actúa sobre las conciencias de los cristianos, y que influye profundamente en niños y jóvenes en cuanto asoman la cabeza fuera del recinto de su vida familiar. Los niños y adolescentes que vienen —o no vienen— hoy a nuestras catequesis son los hijos de los jóvenes que abandonaron la Iglesia en la crisis de los años setenta, los jóvenes de los últimos años del franquismo, los lectores del libro rojo de Mao, los admiradores de la Unión Soviética, los jóvenes antifranquistas y antivaticanistas del final de los setenta. Aquellos jóvenes contestatarios y soñadores tienen hoy 50 ó 60 años, sus hijos son los jóvenes matrimonios crecidos lejos de la Iglesia, y sus nietos crecen ya en un ambiente plácidamente pagano.

Estas generaciones viven tranquilamente en un mundo donde no hay Dios, ni Cristo, ni Iglesia, ni mandamientos, ni esperanza de la vida eterna. La verdad es que nuestra cultura es una cultura politeísta, cuyos verdaderos dioses son el bienestar, el dinero, la libertad, una sociedad en la que cada uno es «dios» para sí mismo. Nuestra cultura nos conduce, casi sin darnos cuenta, a vivir centrados en nosotros mismos, confinados en nuestros propios deseos, como límite último de la realidad, como centro del mundo, en adoración y contemplación del propio ser temporal y de las pequeñas satisfacciones que el hombre puede alcanzar en su vida terrena, sensorial y material. Así no se puede creer en Dios. Es exactamente lo contrario.

Por la fuerza de estos factores, con la complicidad de nuestros propios errores, la secularización ha entrado dentro de la misma Iglesia, con las apariencias y falsos prestigios de querer ser cristianos modernos y dialogantes, que saben situarse y moverse en el mundo actual. Pero esto, muchas veces, termina en aquello de «poner una vela a Dios y otra al diablo».

«La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha producido una «gradual secularización de la salvación», debido a lo cual se lucha ciertamente a favor del hombre, pero de un hombre a medias reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndolos a los admirables horizontes de la filiación divina». Con frecuencia hemos aplicado tácticas pastorales equivocadas que debilitan el testimonio de los cristianos y su poder convincente (diálogo en igualdad, métodos concesionistas, adaptaciones seculares del evangelio y de la vida cristiana, recortes doctrinales y morales). No hemos sabido resistir la seducción de un aparente progresismo que lleva en el fondo la añoranza de las antiguas concordancias entre sociedad e Iglesia y valora más el beneplácito del mundo que la fidelidad al evangelio.

Estas tentaciones se ven con frecuencia apoyadas por los MCS y otras fuerzas difícilmente identificables que quieren una Iglesia no disidente, una Iglesia «bien adaptada», es decir una Iglesia espiritualmente sometida, mundanizada, que deje de ser fermento, sal, fuerza crítica, liberadora transformadora. Nos critican cuando disentimos, nos alaban cuando coincidimos. Pero la regla de la autenticidad cristiana no es el gusto de los poderosos, sino la cruz y el amor de Cristo.

Tratándose de países que han sido intensamente cristianos, como es el caso de España, tenemos que tener en cuenta que nos movemos en una situación sumamente confusa. Nuestra sociedad no es ingenuamente pagana.

En el origen de la paganía actual puede haber una explicable reacción contra un pasado excesivamente controlado por la Iglesia, aunque la verdad es que esa situación queda ya bastante lejana. A estas alturas de la historia, lo que algunos rechazan es más creación literaria que realidad conocida y vivida. El agnosticismo comienza siendo una rebeldía y se convierte en una moda y casi en una rutina. Ahora, lo más frecuente, no es el rechazo explícito y razonado, sino el descuido, la dejadez, la aceptación pasiva de las tendencias dominantes, de lo más fácil y placentero.

No se trata tanto de negaciones formales como de abandonos prácticos, encubiertos, más por la vía de la omisión que de la acción. Valoramos tanto las cosas de este mundo, nos vemos tan absorbidos por las ocupaciones o las aspiraciones inmediatas, que terminamos por ver las cosas de la fe, la Iglesia, la vida cristiana y el mismo Dios, como realidades inoperantes, sin ningún interés, realidades de otros tiempos que se van alejando de nosotros, o nosotros de ellas, y terminan siendo irreales para nosotros. A la fe débil sucede la indiferencia.

Asusta pensar lo que será nuestra sociedad dentro de 20 ó 30 años, cuando una segunda generación surja y madure sin las conexiones que todavía tienen los jóvenes actuales con muchas ideas y muchos valores cristianos.

Contra la pretensión de implantar una cultura secular, laica y laicista, que haga vivir a los mismos cristianos en una sociedad sin Dios, tenemos que afirmar que la evangelización no es completa hasta que los cristianos, una vez convertidos, no lleguemos a crear y hacer vigente una visión alternativa de la vida y de la cultura, en la que Dios ocupe su lugar, en la que la fe en el Dios vivo y la esperanza de la vida eterna no influyan en el conjunto de los valores, criterios morales y modelos de vida que configuran la existencia humana por dentro y por fuera. Algo de esto irá siendo verdad a medida que haya familias cristianas que se reúnan, que creen ambientes, actividades, modelos e instituciones sociales donde la presencia de Dios por Cristo y la vigencia del evangelio sean un hecho real y práctico.

En nuestra Iglesia de España existe ya conciencia de la gran tarea de evangelización que tenemos por delante. No vemos todavía con suficiente claridad qué tenemos que hacer para iniciarla. Hay experiencias maduras que señalan direcciones y abren caminos. Sería lamentable que en esta etapa de reflexión y renovación apostólica no tuviéramos en cuenta la misión y las grandes posibilidades de las familias cristianas. Sin duda habrá que recurrir a métodos diversos, pero es indispensable contar con las familias cristianas como la parte de la Iglesia más directamente vinculada a las nuevas generaciones, las primeras responsables y los agentes más adecuados para enseñar a vivir cristianamente a los hombres y mujeres de los próximos años.


IV. Recomendaciones y sugerencias

En grandes líneas es evidente que hoy la acción pastoral de la Iglesia en España necesita intensificar el anuncio de la palabra, la llamada a la fe, el desarrollo de unas disposiciones subjetivas adecuadas a la celebración y recepción de los sacramentos. Los cristianos, herederos de los usos de épocas anteriores, se muestran interesados por la recepción de los sacramentos de mayor relieve social. Pero no siempre acuden a estas celebraciones con la suficiente preparación ni con unas disposiciones personales suficientemente claras y sinceras para vivir el sacramento como una verdadera celebración de la gracia de Dios, acogida con fe como principio de una nueva vida. Por eso, hoy la urgencia primera es intensificar el anuncio de la salvación de Dios, despertar y fortalecer la fe, aumentar la estima de la vida sobrenatural y de los bienes del Reino, despertar los deseos de vivir cristianamente en los fieles que se acercan a la celebración de los sacramentos.

El Papa nos convoca insistentemente a una nueva evangelización. «Se abre ante nosotros una etapa apasionante de renovación pastoral». La evangelización es el fenómeno de una Iglesia en expansión. Para eso hace falta una Iglesia más fuerte, más segura, más creativa en su interior que la sociedad circundante. La fe vivida por los cristianos tiene que ser más clara, más firme y operante que las fes y las ideas a las cuales tiene que enfrentarse en la cabeza y el espíritu de los oyentes.

Sin embargo, la sensación dominante en la Iglesia no es esa. En cualquier reunión de sacerdotes o de fieles cristianos comprometidos en la vida y misión de la Iglesia, surge siempre el mismo malestar y la misma pregunta. ¿Por qué los jóvenes se alejan de la Iglesia en cuanto terminan su proceso de iniciación cristiana?, ¿qué podemos hacer para que niños y jóvenes descubran, estimen y vivan con seriedad y alegría la vida cristiana? Para responder a estas preguntas hay que contar con la misión insustituible de las familias cristianas. Veamos ahora unos cuantos pasos indispensables.


a) Algunas consideraciones generales

1. Darnos cuenta de la gravedad de la situación

Pienso que en las naciones de occidente el problema es tan grave, tan agudo, que no basta con buscar recetas de índole pastoral o pedagógica. Hay que descubrir las raíces de la situación que estamos viviendo y recurrir a soluciones fundamentales.

El problema básico de nuestra sociedad está en la tendencia a la indiferencia religiosa favorecida por el establecimiento de unos modelos de vida cada vez más desconectados y más difícilmente compatibles con el reconocimiento efectivo de la soberanía y la paternidad de dios. Vivimos en un ambiente cultural que implica y propaga la infravaloración y el menosprecio de la religión como algo impropio de los tiempos, sin base racional, sin utilidad práctica, con gran riesgo de autoritarismo y fanatismo. Sobre la religión ha caído la sospecha de ser una actitud humana precientífica, incompatible con el desarrollo científico de la sociedad, enemiga de la felicidad humana, disfrutada en una sociedad verdaderamente libre y placentera. Sin preocuparse demasiado para comprobar sus fundamentos y su veracidad, la gente va asimilando la idea de que para vivir a gusto es mejor prescindir de la religión y de la moral objetiva, relativizar mucho las enseñanzas de la Iglesia y la importancia de Dios en nuestra vida. Influenciados por esta mentalidad, unos dejan de considerarse cristianos, y muchos otros, que quieren seguir siéndolo, aligeran la importancia de su religiosidad reduciéndola a unas vagas notas más de índole social y cultural que verdaderamente religiosa y moral. Con mayor o menor claridad, lo cierto es que vivimos un conflicto de culturas, una con Dios y otra sin Dios, una en la cual Dios es el centro del hombre, otra en la cual el hombre es el centro y como el «dios» de sí mismo, de su vida, de su historia, de su organización, su desarrollo, progreso y felicidad. Sin necesidad de ningún salvador exterior.

En muchos aspectos, nuestra situación es parecida a la de los cristianos del siglo II y III. Vivimos inmersos en una sociedad no cristiana, que trata de asimilarnos culturalmente. Somos un islote de resistencia a la cultura liberal, capitalista, progresista, hedonista y mundana. Izquierdas y derechas tienen unas creencias comunes que hacen de la Iglesia, con más o menos agresividad, un fenómeno residual y molesto. Con actitudes y tácticas diferentes, todos intentan colonizarnos y ajustarnos a los patrones de la nueva cultura. Si nosotros queremos evangelizar y modificar la sociedad circundante en vez de ser digeridos por ella, tendremos que ser una comunidad más unida, más fuertes, más consciente y satisfecha de su patrimonio específico, más vigorosa espiritualmente, más efectiva en la configuración de la vida.

La situación es parecida pero de dirección inversa. Entonces era una sociedad pagana que se desmoronaba, dentro de la cual surgía una nueva sociedad cristiana pujante. Ahora es una sociedad más o menos cristiana la que se desmorona asfixiada por la expansión de una cultura atea que remodela la vida de los mismos cristianos hacia un ateísmo egoísta y satisfecho.

Volviendo a nuestra reflexión sobre la misión evangelizadora de la familia tendremos que preguntarnos ¿qué tenemos que hacer para volver a contar con unos padres cristianos capaces de educar cristianamente a sus hijos?


2. Una Iglesia renovada, único punto de partida real

La respuesta de Perogrullo es decir que necesitamos contar con familias verdaderamente cristianas, cuya visión del matrimonio y cuyo proyecto familiar sea verdaderamente cristiano. Pero el problema está precisamente en esto ¿cómo promover en la práctica el crecimiento de estas familias cristianas?

Una cosa es cierta. La primera condición para la transmisión o la difusión de la fe en la sociedad actual es la existencia de una comunidad cristiana renovada, espiritualmente vigorosa, unida y consciente del tesoro que posee y de la misión que le incumbe. Una Iglesia misionera tiene que ser una Iglesia de santos y de mártires. Esta es la conclusión evidente de un razonamiento serio y responsable. Por eso, a la hora de pensar en la transmisión de la fe y la cristianización de las nuevas generaciones, la primera condición requerida es la conversión de la Iglesia, la conversión de los cristianos, nuestra propia conversión. Así lo ha proclamado insistentemente el Papa Juan Pablo II. La necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente, es la necesidad de contar con evangelizadores creíbles, gracias a un testimonio personal y colectivo de vida santa. Para ello necesitamos poner en pie unas comunidades cristianas verdaderamente entusiasmadas con Cristo, conscientes de su significación como Hijo de Dios encarnado para salvar la humanidad entera. Comunidades que se sientan felices por haber conocido a Cristo, verdaderamente arraigadas y centradas en Él, conscientes de su responsabilidad y de sus posibilidades como testigos de Cristo y portadores de una palabra de salvación que ilumine los corazones y configure realmente la vida de las personas, de las familias, de las comunidades cristianas, grandes o pequeñas. Este paso no sería realista si no tuviéramos en cuenta los muchos cristianos sinceros que hay en la Iglesia. Es preciso llamarlos, convocarlos, hacerlos verdadera comunidad, en las parroquias, en la Iglesia local, dentro de la comunión católica.

Esta tiene que ser en buena parte la aportación de los Nuevos Movimientos. Si no podemos renovar la Iglesia en su conjunto, comencemos por crear pequeñas comunidades realmente convertidas, realmente practicantes, que vivan con fuerza y alegría la vida cristiana en plenitud. Claro que uno puede preguntarse… y entonces ¿qué hacemos con las parroquias, con los fieles ordinarios? ¿Cómo extendemos el fervor de los Movimientos al conjunto del Pueblo de Dios?

Algunos tienen miedo a este lenguaje porque temen que el número de los cristianos disminuya. En el fondo seguimos pretendiendo que la Iglesia abarque a todos, que todos sigan siendo Iglesia, aunque sea a costa de rebajar el ideal cristiano de santidad y someternos a los gustos y opiniones dominantes del mundo. Olvidamos que la Iglesia es «sal», «levadura». Es decir «minoría transformadora». Entre cantidad y calidad, nuestra opción tiene que estar siempre a favor de la calidad. El que respondan muchos o pocos no es asunto nuestro. Pero sí es nuestra la obligación de presentar el evangelio completo, la vida cristiana en su plenitud, sin perder el horizonte de la perfección, del juicio de Dios y de la vocación a la vida eterna. Las crisis históricas siempre han sido superadas por la fuerza de algunos hombres y algunas minorías vigorosas, operantes, atractivas y influyentes.

Se impone lo que yo llamaría una pastoral de la autenticidad.

Anunciemos el evangelio en su integridad, busquemos ante todo la conversión a Jesucristo por medio de la fe, fomentemos la aspiración sincera y realista de los fieles cristianos a la santidad, vivamos intensamente la comunión eclesial, local y universal, seamos capaces de presentar ante el mundo con fuerza la llamada de una alternativa de vida visible, autorizada y convincente.

Este es el punto de partida indispensable para desarrollar una acción evangelizadora capaz de producir una verdadera replantatio Ecclesiae. Todo ello está claramente expresado en lo que se puede considerar el párrafo central de la Carta apostólica Tertio Millennio Adveniente: «Todo deberá centrarse en el objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado».


3. Vivir con realismo la comunión eclesial

Mirando nuestra situación concreta es indispensable llamar la atención sobre la necesidad de la unidad. No puede haber vigor espiritual, personal ni comunitario, sino en la unidad. Si las divisiones históricas entre cristianos han sido y siguen siendo un gran inconveniente para la misión es evidente que la actual división entre católicos, el disentimiento habitual, el olvido y menosprecio del magisterio del Papa y de los Obispos, están debilitando gravemente cualquier empeño evangelizador a largo alcance.

Con frecuencia, hablando de evangelización, complicamos demasiado las cosas, buscamos demasiados requisitos previos, revisiones, programaciones, formulaciones. Tengo la impresión de que a veces la abundancia de lo accidental nos entretiene demasiado y nos oculta la necesidad de lo que es verdaderamente decisivo. Cuando sus discípulos le preguntaron al Señor qué tenían que hacer para participar en las obras de Dios, su respuesta fue directamente a lo fundamental. «La obra de Dios es que vosotros creáis en Aquel que Él ha enviado» (Jn 6, 28-29).


b) Otras sugerencias más concretas

Dando esto por supuesto, podemos sugerir algunas pistas de actuación.

Vaya por delante mi convicción de que el problema es tan grave que ya no valen las sugerencias de buena voluntad. Tendríamos que promover un estudio con especialistas, que investigaran qué pasos son los más adecuados para provocar un cambio en la tendencia y en la situación ambiental de nuestros cristianos.

Otra observación digna de ser tenida en cuenta es que sin una renovación espiritual, eclesial, doctrinal y apostólica de los sacerdotes podremos hacer muy poco. Las divisiones entre nosotros, la pastoral del mínimo esfuerzo, las ligerezas doctrinales, la comodidad y el temor a los conflictos no son las mejores ayudas para inaugurar una época de renovación pastoral y eclesial. Una Iglesia misionera en el momento presente y en la sociedad actual necesita contar con sacerdotes bien preparados intelectualmente, profundamente entregados al servicio de Cristo y de su Iglesia, entusiasmados con el valor y la importancia de su ministerio, dispuestos a dar la vida día a día en una diligente disponibilidad y en un exigente servicio al cuidado espiritual de la comunidad y de los fieles cristianos. Unidos todos con el Obispo en una viva conciencia de unidad, de la grandeza de su misión y de la gravedad de su responsabilidad.

He aquí una serie de preocupaciones y líneas de actuación que, a mi juicio, no pueden faltar en una pastoral evangelizadora sincera y efectiva.

1.º Convocar a los fieles de la parroquia o de la comunidad, y especialmente a aquellos matrimonios capaces de comprender y de vivir este ideal. Aprovechar la capacidad evangelizadora de las familias verdaderamente cristianas que haya en nuestras parroquias y comunidades, identificarlas, invitarlas, reunirlas, concienciarlas, apoyarlas. Construir con ellas una verdadera comunidad catecumenal y litúrgica. Hay que intentar que las parroquias sean verdaderas comunidades catecumenales con capacidad de engendrar cristianos nuevos hasta que el núcleo de la parroquia sea una comunidad de cristianos convertidos, orantes, convivientes y actuantes, cuya institución más importante sea el Catecumenado de niños y adultos como matriz vigorosa de los nuevos cristianos. Los Movimientos tienen que integrarse sin reservas en esta comunidad fundante y operante, sintiéndose llamados a colaborar en esta renovación espiritual, comunitaria y apostólica de las parroquias y de la Iglesia local entera. Para ello tiene que darse una clara y fuerte convergencia entre Movimientos y Parroquias que ahora no se da. Esta necesidad de acercamiento real entre parroquias y movimientos aparece claramente formulado en la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa.

2.º En esta renovación espiritual y comunitaria de nuestras parroquias, la Eucaristía dominical tiene que adquirir el papel central que le corresponde en la vida de la Iglesia y en la vida espiritual de los cristianos. A partir de la Eucaristía, junto con la confesión sacramental frecuente y el asesoramiento personal del pastor a cada uno de los fieles, habrá que recuperar la conciencia de la llamada a la perfección de cada persona, de cada matrimonio, de cada familia. Esto requiere una dedicación plena y constante del pastor al cuidado espiritual de cada fiel, sean catequistas o catecúmenos, personas aisladas o familias. La renovación espiritual de las comunidades cristianas requiere la renovación de la vida sacramental en general, desde el Bautismo hasta la Unción de los enfermos, todo centrado en la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación y la celebración global del Día del Señor.

3.º En esta perspectiva, un paso decisivo tiene que ser dedicar especial atención a aumentar la autenticidad y fructuosidad del bautismo de párvulos celebrados tan frecuentemente en nuestras parroquias. Desde hace mucho tiempo la situación de nuestras Iglesias está pidiendo una revisión de la disciplina bautismal. Es cierto que el bautismo de párvulos es una riqueza de las Iglesias establecidas y evangelizadas. Pero ¿es esta ahora nuestra situación? ¿No comienza a ser alarmante el número de niños bautizados que no llegan nunca a ser personalmente creyentes? ¿No hay aquí un grave desajuste entre la celebración de los sacramentos y las disposiciones espirituales con que los celebramos? Con estos interrogantes no quiero decir que haya que prescindir del bautismo de párvulos. Quiero decir simplemente que a los padres que quieren bautizar a sus hijos en los primeros meses de vida, hay que pedirles una mayor responsabilidad en su educación cristiana No se trata tanto de negarles la celebración del sacramento como de pedirles, cuando sea necesario, que se tomen un tiempo de reflexión y preparación a fin de renovar su vida cristiana y ponerse en condiciones de educar cristianamente al hijo que pretenden bautizar. En la parroquia o en los arciprestazgos tendría que haber cursillos o convivencias para facilitar a estos padres la ayuda necesaria para comprender el verdadero sentido del bautismo de sus hijos y los compromisos que supone para ellos.

4.º Simultáneamente en las parroquias habrá que buscar el modo de acercarse a los matrimonios jóvenes. Un grupo de seglares tendría que encargarse de tener al corriente el censo de la parroquia, conectar con las familias nuevas que llegan, enterarse cuando en alguna familia esperan un hijo, visitarles una o dos veces durante el embarazo, ir preparando poco a poco el futuro bautismo, ofrecerles algún encuentro de preparación, algún librito que les ayude a prepararse para recibir al nuevo hijo y acompañarle debidamente en su incorporación a la Iglesia. Resulta imprescindible promover en las parroquias una pastoral de acercamiento a las familias jóvenes, a pesar de todas las dificultades que se presentan. Mucho puede ayudar un equipo de visitadores y un buen trabajo de informática que tiene el censo al día, que lleva la cuenta de los aniversarios, los enfermos, los cumpleaños y todas las demás fechas en las que es oportuno un acercamiento de la parroquia a las familias que la componen. Hay muchas iniciativas que tendrían que ponerse en marcha en las parroquias o en los arciprestazgos, bendición de las futuras mamás, visitas a domicilio, convocatorias en los aniversarios, visitas a los enfermos y ancianos, etc. Lo difícil es pasar de un estilo de parroquia que se sitúa a la espera de que los feligreses se acerquen por allí, a otro estilo de parroquia más activa, mejor organizada, que toma la iniciativa y ofrece atenciones y oportunidades para encontrarse con todos sus feligreses y de forma especial con las familias jóvenes.

5.º De esta manera habría que ir incorporando poco a poco a los padres al trabajo parroquial y al proceso de iniciación y crecimiento en la fe de sus hijos.

Esto hay que hacerlo de forma diversa en las distintas etapas de la vida del niño y en los diferentes pasos de la iniciación cristiana. En los primeros años los protagonistas de la educación religiosa tienen que ser los padres y desde la parroquia hay que trabajar con ellos despertando su responsabilidad y ayudándoles del mejor modo posible para que lo hagan con oportunidad y con acierto. Cuando los niños comienzan su catequesis hay que buscar la manera de que los padres intervengan desde el principio pidiendo ese servicio de la parroquia y asumiendo sus propios compromisos, es preciso mantenerlos informados del comportamiento y aprovechamiento de sus hijos, invitarles a algunos encuentros para ayudarles a preparar en casa el acontecimiento y la celebración de la primera comunión, pedirles que colaboren para que sus hijos sigan en el proceso de una catequesis continuada, informarles a tiempo acerca del momento más oportuno para celebrar la confirmación de sus hijos, según las disposiciones de cada uno, ayudándoles a comprender la naturaleza de este sacramento e invitándoles de nuevo a colaborar con el trabajo de la parroquia en la preparación y celebración de este sacramento.

6.º En el marco de semejante planteamiento hay que ofrecer a los niños y jóvenes una mejor preparación para el matrimonio. Existe una preparación remota que consiste básicamente en una adecuada educación afectiva y sexual de los adolescentes, lo que ha sido siempre la educación de la castidad, que es absolutamente indispensable y que hay que ofrecer en los colegios y parroquias, también con la necesaria información y colaboración de los padres, hecha con criterios positivos, bien fundados espiritualmente y antropológicamente. En las catequesis de confirmación no pueden faltar los temas referentes a la comprensión cristiana de la sexualidad, del matrimonio, de la moral matrimonial y familiar, hechos en perfecta concordancia con las enseñanzas de la Iglesia y las sugerencias de una recta antropología debidamente actualizada.

En casi todas las Diócesis funcionan los cursillos prematrimoniales que constituyen una preparación mínima que habría que consolidar y mejorar en sus contenidos y métodos. Junto a estos cursillos comunes, habría que ofrecer una preparación más amplia, en forma de curso catequético o catecumenal ordenado expresamente a la preparación del futuro matrimonio que se podría ofrecer a los jóvenes durante su noviazgo o simplemente a partir de los 18 o 20 años aunque no tengan a la vista la celebración del matrimonio. Es muy importantes ofrecer a los jóvenes diversas oportunidades para recibir una buena educación para el amor, mediante programas específicos de preparación para el matrimonio, que les ayuden a llegar a su celebración con las debida preparación intelectual, espiritual y moral, viviendo en castidad.

Hoy la falta de disposiciones espirituales adecuadas en la celebración de muchos matrimonios es una auténtica cruz para muchos sacerdotes. Hay en ello un problema teórico y otro práctico. Teórico porque según la doctrina tradicional, entre cristianos el matrimonio sacramental es el único matrimonio válido posible. Práctico porque nadie dice con claridad qué se debe hacer con unos cristianos bautizados que piden en la Iglesia el matrimonio en situación práctica de incredulidad o de grave indiferencia e insensibilidad religiosa.

¿Negarles el sacramento? ¿Retrasarlo y pedirles un tiempo de preparación? ¿Concedérselo sin entrar en el fondo del problema?

No tenemos unos planteamientos adecuados. Sufrimos las consecuencias de la multiplicación de una figura anómala que no está considerada sistemáticamente en la disciplina ni en los ordenamientos pastorales vigentes.

Me refiero al cristiano bautizado no creyente. No hay por qué endurecer ni ensombrecer la situación. Es muy posible que quienes se acercan a la Iglesia para pedir el matrimonio canónico, aun no siendo practicantes, tengan alguna fe elemental y sincera en el fondo de su corazón. También es cierto que los signos externos hacen pensar con frecuencia en la existencia de graves lagunas y deficiencias, tanto en el grado de adhesión a la verdad de la salvación, como en el conocimiento y aceptación de sus contenidos fundamentales.

Resulta indispensable un análisis sincero de esta situación y la formulación de unos criterios de actuación que respetando todo lo que haya que respetar y tener en cuenta, inicie prudentemente un camino de evangelización y fortalecimiento de la autenticidad de fe y del fruto santificante de los matrimonios que celebramos en nuestras parroquias. No es un asunto fácil. Será preciso un tiempo de reflexión, una gran prudencia en la actuación, un gran esfuerzo de unidad y disciplina para actuar siempre con respeto a los fieles y provecho espiritual del Pueblo de Dios. Creo sinceramente que todavía estamos a tiempo. Hay muchas familias deseosas de esta reacción. Tendría que ser una reacción a la vez prudente y vigorosa, respetuosa y efectiva, capaz de hacer pensar, que sacudiera el conformismo de muchos cristianos y avivara en ellos la estima de su vocación y el deseo de vivir con mayor intensidad los bienes de la salvación.

7.º De esta manera, con un trabajo serio y continuado, mantenido comunitariamente, sin decaimientos ni disensiones, llegaremos poco a poco, con la ayuda del Señor, a poder contar con grupos de matrimonios cristianos que vivan su vida esponsal y familiar como un verdadero camino hacia la perfección cristiana, de acuerdo con las orientaciones y exhortaciones de la Iglesia, utilizando rectamente los medios de santificación que la Iglesia les ofrece. A la vez que el fruto de una pastoral bien programada y mantenida con perseverancia, ellos serán en adelante los principales colaboradores de la ampliación creciente de esta labor.

8.º En la programación y ejecución de este trabajo pastoral, será preciso centrarse en aquellas cuestiones especialmente necesarias para que exista una pastoral verdaderamente evangelizadora, aquellos puntos de la revelación, de las enseñanzas de la Iglesia y de las prácticas cristianas que fundamentan y favorecen más directamente el surgimiento de la fe, que consolidan la fe de los cristianos dubitantes, que avivan el dinamismo espiritual y apostólico de los cristianos. La atención a las familias jóvenes no puede desconocer las exigencias generales de una pastoral verdaderamente evangelizadora, como son, por ejemplo, las siguientes:

  • Ayudar a descubrir la condición de creatura, la importancia y necesidad de Dios para una existencia personal, libre, responsable y verdaderamente humana.
  • Conseguir un conocimiento de Cristo, muerto y resucitado, que sea suficiente para poner en Él el fundamento de la fe personal.
  • Desarrollar los aspectos más hondamente religiosos y teologales de la vida cristiana, favoreciendo una vida de adoración, amor, obediencia y confianza en el Dios de Jesucristo, sin quedarnos en la utilización mundana de la religión. Presentar con claridad el momento definitivo del juicio de Dios, la necesidad y primacía de su salvación, prevista, aceptada, vivida como punto de apoyo, criterio y fuerza decisiva para la vida presente. Todo esto ofrecido y vivido con humildad, con realismo, con paciencia, con perseverancia y con unidad.


Conclusión

De ninguna manera querría provocar con lo dicho una sensación de pesimismo ni de angustia. Es verdad que vivimos en nuestro país una profunda crisis en la aceptación de la fe y en la perseverancia de los cristianos. Y es también verdad que ha disminuido notablemente el vigor religioso en muchas de las familias cristianas. Por eso mismo vivimos tiempos difíciles para la transmisión a las nuevas generaciones y para el mantenimiento de unas comunidades cristianas florecientes. Pero también es verdad que los factores objetivos profundos juegan más a favor de la fe que de la increencia.

El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, para vivir y convivir con Él. Dios nos habla por la verdad de las cosas, mediante la verdad profunda de nosotros mismos, vivimos envueltos por su gracia, de manera que nunca podemos prescindir definitivamente de las promesas. Las dolorosas consecuencias de nuestros propios pecados, más pronto o más tarde, nos hacen añorar la casa y el amor del Padre del Cielo.

Ni el ateísmo, ni el agnosticismo, ni la indiferencia religiosa son situaciones naturales del hombre, ni pueden ser tampoco situaciones definitivas para una sociedad. No es natural la actual desconfianza frente a Dios, a la Iglesia y a la moral cristiana, que es también humana, reclamada por las aspiraciones más profundas de nuestro corazón. Una cultura que niega a Dios y diviniza los bienes terrenos, lleva dentro los gérmenes del dolor y de su propia disolución.

Los hombres vivimos religados al poder inevitable de lo real, vinculados de manera absoluta e ilimitada a la realidad, que nos induce a preguntarnos sobre la existencia de Dios y la esperanza de su salvación. El orgullo del hombre rico de occidente es más débil de lo que parece. La debilidad de la fe es más fuerte que la fuerza aparente del ateísmo y de la indiferencia.

Más tarde o más temprano, los hombres volverán a percibir que la fe en Dios no es amenaza para su libertad, sino que la comunión espiritual con Él es fuente y garantía de la libertad verdadera, de una libertad que arraigada en la verdad que se afirma en el amor del bien y el ejercicio de la justicia. Muchos cristianos viven el momento actual angustiados, desconcertados, atormentados por la duda. Este es el tiempo de la fe, el tiempo de la confianza, el tiempo del testimonio y de la esperanza. Para nosotros están dichas aquellas palabras recogidas por el Apóstol san Pablo: «Te basta mi gracia. La fuerza se consuma en la debilidad. Cuando somos débiles y nos acogemos a la fuerza de Cristo entonces somos verdaderamente fuertes» (cf.  II Co 12, 7-10).

Es posible que por medio de los sufrimientos de esta época de empobrecimiento y creciente debilidad, Dios nos está pidiendo una mayor autenticidad, una purificación de nuestro orgullo colectivo y una recuperación de la fe en Él como principio de vida y de salvación. Es cierto que el evangelio de Dios es para todos y todos lo necesitamos para nuestra salvación. No podemos renunciar a anunciarlo a «toda creatura». Pero el renocimiento de la fe y el crecimiento de la Iglesia vendrá cuando y como Dios quiera y será, sin duda, por medio de la colaboración fiel y generosa de unos pocos cristianos, pocos en número pero grandes en la verdad de su palabras y en la fuerza creadora de su caridad. El número siempre ha sido consecuencia de la calidad. Y no al revés. Son los santos y los mártires los que impulsan la expansión de la fe y el crecimiento de la Iglesia.

Querría que mis últimas palabras fueran una llamada a la esperanza. Nada mejor que repetir las palabras de Jesús: «En el mundo os tocará sufrir. Pero no os apuréis. Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

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Fernando Sebastián Aguilar

Arzobispo Emérito de Pamplona y Tudela