por Parroquia Inmaculada Concepción de Monte Grande | 11 Feb, 2014 | Catequesis Artículos
Cristo dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera muy especial, a los que sufren enfermedades o tienen una discapacidad, a través de la gracia de la Unción de los Enfermos. Para cada uno, el sufrimiento es siempre un extraño. Su presencia nunca se puede domesticar. Por eso es difícil de soportar y, más difícil aún —como lo han hecho algunos grandes testigos de la santidad de Cristo— acogerlo como ingrediente de nuestra vocación o, como lo ha formulado Bernadette, aceptar «sufrir todo en silencio para agradar a Jesús». Para poder decir esto hay que haber recorrido un largo camino en unión con Jesús. Desde ese momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia de Dios tal como se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos. Bernadette misma, durante una vida a menudo marcada por la enfermedad, recibió este sacramento en cuatro ocasiones. La gracia propia del mismo consiste en acoger en sí a Cristo médico. Sin embargo, Cristo no es médico al estilo de mundo. Para curarnos, Él no permanece fuera del sufrimiento padecido; lo alivia viniendo a habitar en quien está afectado por la enfermedad, para llevarla consigo y vivirla junto con el enfermo. La presencia de Cristo consigue romper el aislamiento que causa el dolor. El hombre ya no está solo con su desdicha, sino conformado a Cristo que se ofrece al Padre, como miembro sufriente de Cristo y participando, en Él, al nacimiento de la nueva creación.
Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado. Al recibir la Unción de los Enfermos, no queremos otro yugo que el de Cristo, fortalecidos con la promesa que nos hizo de que su yugo será suave y su carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los que recibirán la Unción de los Enfermos durante esta Misa a entrar en una esperanza como ésta.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Santa Misa con los enfermos. Homilía del lunes 15 de septiembre de 2008
Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Lourdes
Viaje apostólico a Francia con ocasión del 150 Aniversario de las apariciones de Lourdes
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Curso sobre los sacramentos. La Unción de los Enfermos
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Catequesis sobre el Sacramento de la Unción de los enfermos
¿Qué es la unción de los enfermos?
Dios Padre nos ama tanto que ha querido dejarnos un sacramento especial para cuando nos acercamos a esos momentos tan difíciles para cualquier persona: la enfermedad grave y la muerte. La unción de los enfermos es el sacramento que da fuerza, ánimo y consuelo a una persona enferma y la prepara, si es necesario, para una santa muerte.
¿Cuándo empezó la unción de los enfermos?
Durante su vida, Jesús siempre mostró un gran amor por aquellos que padecían algún mal, que tenían alguna enfermedad o dolor. Recuerda que el Evangelio nos cuenta cómo Jesús curó a paralíticos, ciegos y otros enfermos.
Esta preocupación por los enfermos, el Señor, la comunica a sus discípulos. Jesús, en dos momentos del Evangelio, les decía lo que debían hacer con los enfermos:
- «(…) y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo» (Mc.6,13).
- «(…) impondrán las manos sobre los enfermos, y los curarán» (Mc.16,18).
El apóstol Santiago nos cuenta la costumbre que ya existía entre los primeros cristianos con estas palabras: «Si alguno entre ustedes está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración que nace de la fe salvará al enfermo, el Señor lo aliviará, y si tuviera pecados, le serán perdonados» (Sant 5, 14-15).
¿Qué piensa Jesús sobre el dolor?
Jesús nunca se quejó, nunca se rebeló ante el sufrimiento, ante el dolor del alma o del cuerpo. Con su propia vida él nos enseñó que el dolor tiene un sentido. Desde que él lo asumió libremente, dio UN SENTIDO NUEVO AL DOLOR.
Desde entonces el cristiano sabe que la enfermedad no es una maldición, sino que puede ser un MEDIO DE SANTIFICACIÓN, un medio para acercarse más a Dios. Pero ¿cómo? Desde que Jesús ofreció su dolor para la salvación de todos nosotros, cualquier persona puede ofrecer su enfermedad por su salvación o por la de los demás. La enfermedad y el dolor, adquieren así un valor que en si mismo no poseía.
Además, la enfermedad puede también ayudarnos a que nos preparemos mejor para nuestro encuentro con el Señor de nuestra vida.
Jesús, en una muestra más de amor, quiso dejarnos el SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS para vivir mejor estos momentos.
¿Cuándo se recibe el Sacramento de la Unción de los enfermos?
La Unción se recibe cuando se comienza a estar en peligro de muerte por causa de enfermedad o por la vejez. Es importante no esperar a que la persona esté agonizando. En esto la familia es muy importante, ya que son ellos, los que sin miedo, tienen que llamar al Sacerdote cuando la persona no lo puede hacer por si misma.
Este Sacramento se puede volver a recibir, luego de unos meses, si la enfermedad se agrava. En el caso de que se lo haya recibido por vejez, y no haya enfermedades graves, también puede volver a recibirse cada dos años.
¿Cómo se hace la unción de los enfermos?
Primero debes saber que solo el SACERDOTE puede dar este sacramento. En el caso de que la persona no pueda ir a la Parroquia, los familiares más directos, llaman al padre para que vaya a donde se encuentra el enfermo o el anciano. El padre unge con el Óleo de los enfermos (el óleo es un aceite de oliva que es bendecido por el Obispo el jueves santo) la frente y las manos del enfermo y dice la siguiente oración:
«Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad».
Recordemos una vez más que no es bueno pensar que este sacramento debe darse cuando la persona ya esta muriendo, pues la Iglesia recomienda que se de al comienzo de la enfermedad, para que la persona lo reciba con lucidez (o sea que sé de cuenta) y fervor, ya que la unción ayuda también, si así Dios lo quisiere, para curar la enfermedad.
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Fuente original: Parroquia Inmaculada Concepción de Monte Grande
por EWTN Television | 10 Feb, 2014 | Catequesis Artículos
La realidad del mal y del sufrimiento presente bajo tantas formas en la vida humana constituye para muchos la dificultad principal para aceptar la verdad de la Providencia Divina. En algunos casos, esta dificultad asume una forma radical, cuando incluso se acusa a Dios del mal y del sufrimiento presentes en el mundo llegando hasta rechazar la verdad misma de Dios y de su existencia (esto es, hasta el ateísmo). De un modo menos radical y sin embargo inquietante, esta dificultad se expresa en tantos interrogantes críticos que el hombre plantea a Dios. La duda, la pregunta e incluso la protesta nacen de la dificultad de conciliar entre sí la verdad de la Providencia Divina, de la paterna solicitud de Dios hacia el mundo creado, y la realidad del mal y del sufrimiento experimentada en formas diversas por los hombres.
San Juan Pablo II
Audiencia General del miércoles 4 de junio de 1986
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Si Dios es tan bueno, ¿por qué permite el mal?
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por Gloria TV | 10 Feb, 2014 | Confirmación Dinámicas
A través de los siglos, la Iglesia muestra los signos del amor de Dios, que sigue obrando maravillas en las personas humildes y sencillas. El sufrimiento aceptado y ofrecido, el compartir sincera y gratuitamente, ¿no son acaso milagros del amor? La valentía de afrontar el mal desarmados —como Judit—, únicamente con la fuerza de la fe y de la esperanza en el Señor, ¿no es un milagro que la gracia de Dios suscita continuamente en tantas personas que dedican tiempo y energías en ayudar a quienes sufren? Por todo esto vivimos una alegría que no olvida el sufrimiento, sino que lo comprende. De esta forma, en la Iglesia, los enfermos y cuantos sufren no sólo son destinatarios de atención y de cuidado, sino antes aún y sobre todo protagonistas de la peregrinación de la fe y de la esperanza, testigos de los prodigios del amor, de la alegría pascual que florece de la cruz y de la Resurrección de Cristo.
Santo Padre Benedicto XVI
XVIII Jornada Mundial del Enfermo
Homilía del jueves, 11 de febrero de 2010
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Los 67 milagros de Lourdes (breve reportaje introductorio)
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Milagros de Lourdes – Documental en Gloria TV
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Milagros de Lourdes – Documental en Youtube
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Todo sobre el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes en su página web oficial
Peregrinaciones desde España con Amigos de Lourdes
por Gloria TV | Youtube | 10 Feb, 2014 | Catequesis Artículos
Al aparecerse a Bernardita como la Inmaculada Concepción, María santísima vino para recordar al mundo moderno la primacía de la gracia divina, más fuerte que el pecado y la muerte, pues corría el riesgo de olvidarla. Y el lugar de su aparición, la gruta de Massabielle, en Lourdes, se ha convertido en un punto de atracción para todo el pueblo de Dios, especialmente para todos los que se sienten oprimidos y sufren en el cuerpo y en el espíritu. «Venid a mí todos los que estáis cansados y fatigados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28), dijo Jesús. En Lourdes sigue repitiendo esta invitación, con la mediación materna de María, a todos los que acuden allí con confianza.
Santo Padre Benedicto XVI
Discurso a los enfermos y agentes sanitarios el sábado, 11 de febrero de 2006
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Nuestra Señora de Lourdes – Documental en Gloria TV
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Todo sobre el Santurario de Nuestra Señora de Lourdes en su página web oficial
por CeF | 8 Feb, 2014 | Catequesis Artículos
288. La eficacia de la catequesis es y será siempre un don de Dios, mediante la obra del Espíritu del Padre y del Hijo.
Esta total dependencia de la catequesis respecto de la intervención de Dios la enseña el Apóstol Pablo a los corintos cuando les recuerda: « Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer » (1 Co 3, 6-7).
No hay catequesis posible, como no hay evangelización, sin la acción de Dios por medio de su Espíritu. (246) En la práctica catequética, ni las técnicas pedagógicas más avanzadas, ni siquiera un catequista con la personalidad humana más atrayente, pueden reemplazar la acción silenciosa y discreta del Espíritu Santo. (247) « El es, en verdad, el protagonista de toda la misión eclesial »; (248) El es el principal catequista; El es el « maestro interior » de los que crecen hacia el Señor. (249) En efecto, El es el « principio inspirador de toda obra catequética y de los que la realizan ». (250)
289. Por ello, en la entraña misma de la espiritualidad del catequista están la paciencia y la confianza en que es Dios mismo quien hace que la semilla de la Palabra de Dios que ha sido sembrada en tierra buena y labrada con amor, nazca, crezca y de fruto. El evangelista Marcos es el único en recoger una parábola en la que Jesús muestra, una tras otra, las etapas del desarrollo gradual y constante de la semilla sembrada: « El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra: duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz porque ha llegado la siega » (Mc 4, 26-29).
290. La Iglesia, que tiene la responsabilidad de catequizar a los que creen, invoca al Espíritu del Padre y del Hijo, suplicándole que haga fructificar y fortalezca interiormente tantos trabajos que, por todas partes, se llevan a cabo en favor del crecimiento de la fe y del seguimiento de Jesucristo Salvador.
Directorio General para la Catequesis
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Mensaje del Papa Francisco a los catequistas
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¿Qué es la catequesis? – Programa Cara a Cara
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por CeF | Fuentes varias | 8 Feb, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
«Dios quiere probaros como al oro en el crisol. El fuego va consumiendo la ganga del oro, pero el oro bueno permanece y aumenta su valor. De igual modo se comporta Dios con su siervo bueno que espera y persevera en la tribulación. El Señor lo levanta y le devuelve, ya en este mundo, el ciento por uno de todo lo que dejó por amor suyo, y después le da la vida eterna».
San Jerónimo Emiliani
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San Jerónimo Emiliani nació en Venecia el 1486. Huérfano de padre en tierna edad, fue sabiamente educado en la fe cristiana por la madre, Dionora Morosini, mujer de sentimientos muy elevados. En 1506, entró en la vida pública, dedicándose sobre todo al ejercicio de las armas. Pasó a ser soldado de la Serenísima República, y en 1511 fue enviado a la fortaleza de Castelnuovo de Quero, situada a la orilla del Piave, con carácter de Gobernador regente.
En el Santuario de la ‘Madonna Grande’ en Treviso, Jerónimo promete solemnemente de entregarse totalmente al servicio de Dios y del prójimo. Al volver a Venecia, repartió su patrimonio a los pobres y se asoció a la Compañía del Divino Amor, que se dedicaba, en particular, a la asistencia de los enfermos ‘incurables’. También él contrajo, en este servicio, una grave enfermedad, que superó gracias a su robusta fibra, y con nuevas energías volvió al servicio de la caridad.
Su corazón, muy sensible a todas las miserias humanas quedó profundamente impresionado viendo la deplorable condición de muchísimos niños, faltos de padres y abandonados al destino. Empezó a dar asilo a unos de estos huérfanos, en su propia casa; y en seguida, como el número iba aumentando, abrió para ellos una casa cerca de la Iglesia de San Basilio y otra cerca de la Iglesia de San Roque, en Venecia. A los huérfanos, el Santo enseñaba los primeros elementos del saber y al mismo tiempo las nociones fundamentales de la fe cristiana. Además procuraba que aprendieran un oficio, para que pudieran entrar a formar parte de la sociedad, como elementos vivos y activos, aptos para desenvolver con dignidad su personalidad humana y cristiana. Fundó y asistió muchos orfelinatos en todo Italia y también en algunas regiones fuera de ella.
Cuando el Santo se dio cuenta que se iba debilitando físicamente y que tenía que dejar ya sus andanzas apostólicas de caridad, escogió como morada predilecta el pequeño pueblo de Somasca, cerca de Lecco. En este lugar, su ardiente fervor espiritual, podía contar con soledad, oración y meditación. Murió santamente al amanecer del 8 de Febrero de 1537 a la edad de 51 años, víctima de su misma caridad. Beatificado en 1747, fue proclamado Santo en el año 1767. El Papa Pío XI lo proclamó «Patrono Universal de los huérfanos y de la Juventud abandonada». Su Fiesta se celebra cada año el 8 de Febrero, día de su tránsito al cielo.
Artículo original en Aciprensa.
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Otros recursos en la red
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Oración a san Jerónimo Emiliani
Señor, Dios de las misericordias, que hiciste a san Jerónimo Emiliani padre y protector de los huérfanos, concédenos, por su intercesión, la gracia de permanecer siempre fieles al espíritu de adopción que nos hace verdaderamente hijos tuyos. Por nuestro Señor Jesucristo.
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Recursos audiovisuales
Vida de San Jerónimo Emiliani narrada
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Vida de San Jerónimo Emiliani (solo texto)
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Vida de San Jerónimo Emiliani (cómic para niños)
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Himno a San Jerónimo Emiliani
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por SS Pablo VI | CeF | Fuentes varias | 7 Feb, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
Os presentamos la homilía que el beato Pablo VI pronunció sobre la figura del beato Pío IX, el papa de la Inmaculada y del Concilio Vaticano I, en el centenario de su muerte.
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La circunstancia que hoy nos congrega en esta Basílica Patriarcal es la celebración centenaria del dies natalis de un predecesor nuestro, el cual —como leemos en la lápida que en su honor colocó el cabildo vaticano cerca de la estatua del Príncipe de los Apóstoles— Petri annos in pontificatu romano unos aequavit (el único que igualó los años de Pedro en el pontificado romano).
Cuando el 7 de febrero de 1878, al atardecer de un día invernizo, expiró el siervo de Dios Giovanni Mastai Ferretti, Papa Pío IX, concluyeron con él las tres largas e intensas décadas —exactamente treinta y dos años— de un servicio pontifical que domina literalmente la escena del siglo XIX.
Fue éste un siglo lleno de presagios para la Iglesia y para el mundo. En efecto, al comienzo encontramos el pontificado de Pío VII, de más de veinte años de duración, atravesado en gran parte por el turbión de la vicisitud napoleónica, que marca una fatigosa sacudida también para la sociedad. Al final del siglo encontramos el pontificado del inolvidable Papa León XIII, que duró también veinticinco años, cuando el mundo se asomaba ya al nuevo siglo. En el medio, en un centro a la vez real e ideal, advertimos la amable figura del Papa Pío IX, en torno al cual se alternan sucesos gloriosos y sufridas tribulaciones, que constituyen tanto la trama de su vida como el ritmo y la respiración de la Iglesia y, en general, de la familia humana en aquel tiempo.
La complejidad de los hechos acontecidos y de los problemas planteados en el transcurso de tan largo pontificado es materia aún abierta bajo el aspecto histórico, es decir, del pasado, a la perdurante reflexión y a las profundas investigaciones de una bibliografía seria y documentada. Pero quizás sea necesario —nos atrevemos a pensar— un ulterior y no breve período de decantación para que se ensanche la perspectiva, para que haya más luz, para que se comprendan plenamente los acontecimientos y sus más profundas y verdaderas motivaciones, de tal modo que, disipado todo residuo de animosidad personal o de prejuicio, pueda emerger la personalidad de este Pontífice en su dimensión de autenticidad humana, de irradiante bondad y de virtud ejemplar.
Pero nosotros nos hemos reunido ahora —repetimos— con el fin de conmemorar su nacimiento para el cielo, ocurrido hace un siglo, cuando su alma de apóstol, al toque del Avemaría, abandonó el cuerpo cargado ya de años y fatigas. Esto quiere decir que limitaremos nuestra atenta evocación y nuestra devota meditación al perfil espiritual y apostólico de un Pontífice que fue tan amado, y a las empresas que, con invicto valor, acometió para el incremento de la fe católica y para el bien de la santa Iglesia. Nos alegra que a esta ceremonia asista una conspicua y calificada representación junto con los obispos de la región de las Marcas, la tierra que vio nacer al Papa Mastai.
El prelado que en junio de 1840, tras un Cónclave brevísimo, fue elevado al supremo pontificado, era un auténtico hombre de Dios, que se distinguía por sus eminentes dotes de piedad religiosa y de ardiente celo por las almas.
En la plenitud aún de sus fuerzas, llevaba a la misión de paternidad universal que se le había encomendado el fervor de una fe profunda, una rica experiencia pastoral madurada en el trato asiduo con las poblaciones de las sedes episcopales de Espoleto e Imola, que antes había ocupado, y el conocimiento directo de los problemas que estaban aflorando tanto dentro de la comunidad eclesial como en la organización del Estado de la Iglesia; pero llevaba, sobre todo, el ansia de servir a la causa de Cristo y de su Evangelio. «Servir a la Iglesia: ésta fue la única ambición de Pío IX», ha escrito un historiador autorizado (cf. Roger Aubert, Il Pontificato di Pio IX; ed. ital., Turín, 1970, parte 1, pág. 450). Eso explica su infatigable entrega a los deberes del ministerio apostólico, aun los más gravosos y más arduos: cualidad constante que ha de reconocérsele, no sin admiración, por encima de los impulsos mismos del carácter humano y de las dificultades objetivas con que topó su actuación de Pastor y de Soberano.
La figura de Pío IX, cien años después de su muerte, parece reconocible ya en una doble fisonomía convencional y fiel a la realidad: la de Papa derrotado bajo el derrumbamiento del poder temporal con el que en cierto modo se había identificado el pontificado romano, y la de Papa que renace en su aspecto propio, nunca traicionado, pero ahora más palmario y evidente, de Pastor de un pueblo que por sí mismo y en la opinión pública no sabía bien si llamarse o cómo llamarse cristiano.
El derrumbamiento del poder temporal parecía indebido y grave, y comprometía la independencia, la libertad y la funcionalidad del Papado. Amenaza ésta que pesó sobre la Sede Apostólica hasta los días de la Conciliación, manteniendo vivo con nostálgica amargura el recuerdo de los siglos en que el poder temporal había sido escudo defensivo del espiritual y al mismo tiempo tutor del territorio de la Italia central, en el que había conservado el recuerdo y el porte civil de la tradición clásica romana, favoreciendo el ensamblaje de los Estados del continente, alimentando una conciencia unitaria de la civilización dimanante del humanismo grecorromano y, sobre todo, fomentando la fe católica en las almas y en las costumbres.
Pero el desarrollo histórico y civil de los pueblos y al final, después de la Revolución Francesa y de la evolución post-napoleónica, a mediados del siglo XIX, su madurez constitucional, no permitían ya al Estado Pontificio el ejercicio de una hegemonía ideológica ni de una primacía temporal.
El intento de implicar al Estado Pontificio en una guerra nacional fracasó ante la vigilante conciencia del Papa acerca de su misión propia, religiosa, no política, y mucho menos militar (alocución del 29 de abril de 1848); de ahí la inquietud revolucionaria que tuvo su triste epílogo en el asesinato de Pellegrino Rossi (el 15 de noviembre) y en la subsiguiente huida del Papa a Gaeta (25 de noviembre). No hacemos ahora la historia de aquella desdichada vicisitud. Nos basta destacar que, cuando el Papa regresó a Roma (12 de abril de 1850), ya no estaba eh condiciones de repetir las serenas palabras de dos años antes (11 de febrero de 1848): «Gran Dios, bendecid a Italia». Con el alma llena de amargura por los sufrimientos padecidos y por la experiencia adversa reanudó, ciertamente, hasta el 20 de septiembre de 1870, su autoridad de soberano temporal, pero ajeno ya a las corrientes de ideas y políticas de su tiempo; y la nueva situación nacional no sosegó el espíritu enojado del afligido Pontífice.
La herida infligida entonces al Papado llegó también a gran parte del pueblo y de la Iglesia entera, atormentando durante largos años su conciencia cívica y su sentimiento católico.
Pero precisamente en aquella situación paradójica se renovó el prodigio de la inmortalidad de Pedro («Yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo», había dicho Jesús: Mt 28, 20). Todo el pontificado de Pío IX puede decirse que fue una revelación de las inexhaustas energías que el Papado y la Iglesia poseen como algo propio para una historia siempre nueva.
Una apertura de dilatada generosidad fue la nota más destacada de su servicio, la cual, fundiéndose con las innatas características de cordialidad y buen sentido, heredadas de su tierra y de su gente, sirvió para granjearle la devoción de las clases humildes y populares y paulatinamente, en medida creciente, de las multitudes de los hijos de la Iglesia.
Si nos fijamos ahora en los principales objetivos de la férvida acción pastoral de Pío IX, hemos de mencionar ante todo al clero, al que el Papa, ayudado por tantos insignes obispos diocesanos, dedicó con feliz intuición de las necesidades prioritarias, una atención especial, como demuestran no pocos documentos de su pontificado.
Así fue como se elevó grandemente la figura del sacerdote, que ya se educaba normalmente en el ambiente del seminario y, formado allí en la vida interior y en la obediencia, se mostraría después, en el campo del trabajo, más consciente de sus responsabilidades y siempre cercano a su grey, no ya predestinado al disfrute tranquilo de fáciles prebendas eclesiásticas, sino a una cura pastoral más ardua y más asidua y amorosa.
No en vano se habla de «clero piano», tal no sólo por el hábito que viste; de hecho se puede afirmar con exactitud y documentar de modo seguro que fue un clero más disciplinado, más piadoso y más celoso que en el pasado. Aunque se advierta indudablemente alguna laguna, no se puede negar esta mejoría cualitativa en la espiritualidad y en el ministerio de los sacerdotes, los cuales, superando visiones estrechas y particularistas, sienten cada vez más la necesidad de coordinar los esfuerzos y las iniciativas.
Una actividad nueva anima la Iglesia de Pío IX. En efecto, por aquellos años se registran no pocos grupos de oblatos y una floración de sociedades y de asociaciones sacerdotales que promueven en los ministros de Dios el crecimiento «según el espíritu», la perseverancia y la fidelidad a la vocación, la disponibilidad al servicio no sólo según la voluntad, sino también según los deseos de los superiores. En esto hay que ver un válido precedente que influirá después en las directrices jurídicas y pastorales de la Iglesia (cf. C.I.C., cáns. 124-129; Presbyterorum ordinis, núms. 8, 12, 15-17).
La comunión fraterna de los sacerdotes entre sí, preludiando un enlace más orgánico de ellos mismos con los seglares en orden al apostolado, se instaura paralelamente con una recuperación decisiva de las órdenes y de las congregaciones religiosas; estas últimas, precisamente a mediados del siglo pasado, conocen un desarrollo sin precedentes. Si antiguos institutos se recuperan tras las pruebas de las supresiones, de las expulsiones y de los obstáculos que, de formas distintas según los países, obstaculizan su labor en los campos educativo y asistencial, y amenazan incluso la vida contemplativa y monástica, hay que tener presente sobre todo el gran número de institutos masculinos y femeninos que surgen en este mismo período, gracias especialmente al empuje de sacerdotes valientes, no ajenos al espíritu que soplaba desde Roma.
La relación de institutos fundados o aprobados durante el pontificado de Pío IX sería demasiado larga, si quisiéramos reseñarla aquí, y fácilmente incurriríamos en lamentables omisiones. También fue mérito del Pontífice haber promovido la reforma de los institutos existentes, corrigiendo los abusos, eligiendo —a veces con intervenciones personales— superiores capaces, introduciendo la importante norma, incluida después en el Código de Derecho Canónico (cf. can. 574), de que la profesión definitiva de los votos ha de estar precedida por la profesión de los votos simples. Al mismo tiempo, por lo que se refiere a los nuevos institutos, sus preferencias se dirigían hacia los de apostolado activo que tenían como finalidad el cuidado de los pobres, la asistencia a los enfermos, la buena prensa, la enseñanza y las escuelas y, sobre todo, las Misiones.
Así llegamos a las misiones; y a este respecto, ¿cómo olvidar la amplitud que asume, a partir de 1850, la acción evangelizadora de la Iglesia? En efecto, el tiempo de Pío IX es de una fecundísima sazón misionera, la cual nos ofrece nombres prestigiosos y ve a los heraldos del Evangelio moverse hacia todas las partes del mundo, tejiendo, por así decir, una red tupidísima que se extiende desde las dos Américas hasta el Extremo Oriente y desde las regiones de África entonces exploradas hasta el Continente Australiano.
En el mismo período se advierte con claridad entre los católicos la preocupación «unionista», y tienen lugar los primeros llamamientos dirigidos por el Pontífice a las Iglesias de Oriente y de Occidente separadas de Roma. Aunque de ello no se sigan resultados concretos, se inicia con todo un movimiento ecuménico ante litteram que, a la larga, sirve para preparar en la caridad y en la oración los futuros encuentros y contactos entre los hermanos cristianos, contribuyendo al menos a serenar los espíritus, a apaciguar las polémicas, a instaurar el necesario y oportuno clima de fraternidad. Y no se puede silenciar el acercamiento a Roma que se verifica en las Islas Británicas y que, entre otros frutos, produce uno incomparable, el cardenal John Henry Newman, y luego la restauración de la jerarquía católica primero en Inglaterra y después en Escocia.
Pero Pío IX ha pasado a la historia sobre todo por haber sido el Papa de la Inmaculada y del Concilio Vaticano I, y no cabe duda de que hay una conexión religiosa y afinidades internas que enlazan ambos actos del magisterio pontificio.
Ante el hombre desmemoriado y ante el mundo de la indiferencia y del racionalismo, ajeno o cerrado a la fe y a la gracia, el Pontífice hizo brillar la luz de la Virgen María cual signum magnum de transcendente belleza y, al mismo tiempo, imagen profética del plan de restauración que él, como cabeza visible de la Iglesia, perseguía sin descanso.
Y la celebración del Concilio Vaticano I fue un acontecimiento eclesial de incalculable alcance histórico, cuyas decisiones y definiciones son como faros luminosos en el secular desarrollo de la teología y como otros tantos puntos fijos en el torbellino de los movimientos ideológicos que caracterizan la historia del pensamiento moderno y pusieron las premisas de un dinamismo de estudios y de obras, de pensamiento y de acción que culminaría en nuestra época, en el Concilio Vaticano II, que se remitió expresamente al Vaticano I.
En efecto, es preciso destacar que, promulgando la Constitución ApostólicaPastor Aeternus, Pío IX no hizo sino poner el arquitrabe de esa sólida construcción eclesiológica que fue completada y perfeccionada después por la Constitución Lumen gentium, «magna charta» del Concilio Vaticano II. Esta es una doble continuidad admirable, porque se refiere objetivamente a la Iglesia y también a la doctrina que la Iglesia profesa de sí misma.
Nos agrada igualmente recordar cómo bajo Pío IX, entre otras cosas por la repercusión de las circunstancias histórico-políticas, se esbozó la primera idea de una organización de los católicos no sólo para tutelar los valores de su fe, sino también para promover su colaboración activa con el apostolado jerárquico.
En efecto, justamente en la época «piana» tuvo su origen la Acción Católica, llamada entonces Sociedad de la juventud Católica Italiana, a la que se debe, entre otras cosas, la decisión de fundar lo que a partir de 1874 será la Obra de los Congresos. Se trata, ciertamente, de estructuras embrionarias que se configurarán y desarrollarán en los decenios sucesivos, pero la idea lanzada entonces iba a demostrarse válida.
También desde este punto de vista, igual que por los datos de hecho antes recordados, Pío IX aparece en la historia de la Iglesia como animador diligente y constructor activo, cuyo carisma y cuya herencia se prolongan hasta la edad contemporánea, si es verdad que no poco de cuanto él intuyó, quiso y puso en práctica sigue vivo y perdura todavía hoy.
Concluyamos con un episodio, para nosotros conmovedor, relacionado con nuestra dilecta familia natural.
El año 1871, un jovencito de Brescia fue presentado por sus padres a Pío IX que, movido por su cariño innato hacia la juventud, le puso la mano sobre la cabeza, diciéndole: «Giorgio, también tú aquí, pequeño diputado» (cf. A. Fappani, Pio IX e la famiglia Montini alla luce di documenti inediti, en Pio IX, I, 1972, pág. 317).
Cuarenta y nueve años después, Giorgio, ya diputado efectivo, firmó el registro de los visitantes en el palacio Mastai, casa natal del Papa en Senigallia. Aquel jovencito era nuestro padre…
Así nos une con nuestro venerado predecesor un hilo histórico sutil y peculiar que sirve para explicar el lazo de orden personal y afectivo que, además de los más altos motivos espirituales y eclesiales, nos vincula con el bendito recuerdo y la querida figura de este Pontífice.
Nosotros hemos querido conmemorar hoy a Pío IX para tributarle un homenaje debido, aunque muy inferior a sus méritos, y para manifestar, asimismo, los sentimientos de viva gratitud que el actual Pastor de la Iglesia debe al Pastor de la Iglesia de ayer, que la Iglesia del Concilio Vaticano II debe a la Iglesia del Concilio Vaticano I, que todo el Pueblo de Dios. en la admirable realidad unitaria de la Comunión de los Santos, debe a los fieles y Pastores que le precedieron «en el signo de la fe» y, llevando en la mano esta antorcha luminosa (cf. Mt 25, 1; 5, 15), fueron ya al encuentro de Cristo Señor. Así sea.
Domingo, 5 de marzo de 1978
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Otras fuentes en la red
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Fuentes audiovisuales
Pío IX: oremos por su canonización
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Pío IX: origen de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María
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Los Papas del Vaticano: Pío IX (Gloria TV)
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por Santo Padre Francisco | 7 Feb, 2014 | Catequesis Artículos
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Mateo 5, 3
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Queridos jóvenes:
Tengo grabado en mi memoria el extraordinario encuentro que vivimos en Río de Janeiro, en la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud. ¡Fue una gran fiesta de la fe y de la fraternidad! La buena gente brasileña nos acogió con los brazos abiertos, como la imagen de Cristo Redentor que desde lo alto del Corcovado domina el magnífico panorama de la playa de Copacabana. A orillas del mar, Jesús renovó su llamada a cada uno de nosotros para que nos convirtamos en sus discípulos misioneros, lo descubramos como el tesoro más precioso de nuestra vida y compartamos esta riqueza con los demás, los que están cerca y los que están lejos, hasta las extremas periferias geográficas y existenciales de nuestro tiempo.
La próxima etapa de la peregrinación intercontinental de los jóvenes será Cracovia, en 2016. Para marcar nuestro camino, quisiera reflexionar con vosotros en los próximos tres años sobre las Bienaventuranzas que leemos en el Evangelio de San Mateo (5,1-12). Este año comenzaremos meditando la primera de ellas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3); el año 2015: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8); y por último, en el año 2016 el tema será: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
1. La fuerza revolucionaria de las Bienaventuranzas
Siempre nos hace bien leer y meditar las Bienaventuranzas. Jesús las proclamó en su primera gran predicación, a orillas del lago de Galilea. Había un gentío tan grande, que subió a un monte para enseñar a sus discípulos; por eso, esa predicación se llama el «sermón de la montaña». En la Biblia, el monte es el lugar donde Dios se revela, y Jesús, predicando desde el monte, se presenta como maestro divino, como un nuevo Moisés. Y ¿qué enseña? Jesús enseña el camino de la vida, el camino que Él mismo recorre, es más, que Él mismo es, y lo propone como camino para la verdadera felicidad. En toda su vida, desde el nacimiento en la gruta de Belén hasta la muerte en la cruz y la resurrección, Jesús encarnó las Bienaventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios se han cumplido en Él.
Al proclamar las Bienaventuranzas, Jesús nos invita a seguirle, a recorrer con Él el camino del amor, el único que lleva a la vida eterna. No es un camino fácil, pero el Señor nos asegura su gracia y nunca nos deja solos. Pobreza, aflicciones, humillaciones, lucha por la justicia, cansancios en la conversión cotidiana, dificultades para vivir la llamada a la santidad, persecuciones y otros muchos desafíos están presentes en nuestra vida. Pero, si abrimos la puerta a Jesús, si dejamos que Él esté en nuestra vida, si compartimos con Él las alegrías y los sufrimientos, experimentaremos una paz y una alegría que sólo Dios, amor infinito, puede dar.
Las Bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una novedad revolucionaria, de un modelo de felicidad opuesto al que habitualmente nos comunican los medios de comunicación, la opinión dominante. Para la mentalidad mundana, es un escándalo que Dios haya venido para hacerse uno de nosotros, que haya muerto en una cruz. En la lógica de este mundo, los que Jesús proclama bienaventurados son considerados «perdedores», débiles. En cambio, son exaltados el éxito a toda costa, el bienestar, la arrogancia del poder, la afirmación de sí mismo en perjuicio de los demás.
Queridos jóvenes, Jesús nos pide que respondamos a su propuesta de vida, que decidamos cuál es el camino que queremos recorrer para llegar a la verdadera alegría. Se trata de un gran desafío para la fe. Jesús no tuvo miedo de preguntar a sus discípulos si querían seguirle de verdad o si preferían irse por otros caminos (cf. Jn 6,67). Y Simón, llamado Pedro, tuvo el valor de contestar: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Si sabéis decir «sí» a Jesús, entonces vuestra vida joven se llenará de significado y será fecunda.
2. El valor de ser felices
Pero, ¿qué significa «bienaventurados» (en griego makarioi)? Bienaventurados quiere decir felices. Decidme: ¿buscáis de verdad la felicidad? En una época en que tantas apariencias de felicidad nos atraen, corremos el riesgo de contentarnos con poco, de tener una idea de la vida «en pequeño». ¡Aspirad, en cambio, a cosas grandes! ¡Ensanchad vuestros corazones! Como decía el beato Piergiorgio Frassati: «Vivir sin una fe, sin un patrimonio que defender, y sin sostener, en una lucha continua, la verdad, no es vivir, sino ir tirando. Jamás debemos ir tirando, sino vivir» (Carta a I. Bonini, 27 de febrero de 1925). En el día de la beatificación de Piergiorgio Frassati, el 20 de mayo de 1990, Juan Pablo II lo llamó «hombre de las Bienaventuranzas» (Homilía en la S. Misa: AAS 82 [1990], 1518).
Si de verdad dejáis emerger las aspiraciones más profundas de vuestro corazón, os daréis cuenta de que en vosotros hay un deseo inextinguible de felicidad, y esto os permitirá desenmascarar y rechazar tantas ofertas «a bajo precio» que encontráis a vuestro alrededor. Cuando buscamos el éxito, el placer, el poseer en modo egoísta y los convertimos en ídolos, podemos experimentar también momentos de embriaguez, un falso sentimiento de satisfacción, pero al final nos hacemos esclavos, nunca estamos satisfechos, y sentimos la necesidad de buscar cada vez más. Es muy triste ver a una juventud «harta», pero débil.
San Juan, al escribir a los jóvenes, decía: «Sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al Maligno» (1 Jn 2,14). Los jóvenes que escogen a Jesús son fuertes, se alimentan de su Palabra y no se «atiborran» de otras cosas. Atreveos a ir contracorriente. Sed capaces de buscar la verdadera felicidad. Decid no a la cultura de lo provisional, de la superficialidad y del usar y tirar, que no os considera capaces de asumir responsabilidades y de afrontar los grandes desafíos de la vida.
3. Bienaventurados los pobres de espíritu…
La primera Bienaventuranza, tema de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, declara felices a los pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el Reino de los cielos. En un tiempo en el que tantas personas sufren a causa de la crisis económica, poner la pobreza al lado de la felicidad puede parecer algo fuera de lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de la pobreza como una bendición?
En primer lugar, intentemos comprender lo que significa «pobres de espíritu». Cuando el Hijo de Dios se hizo hombre, eligió un camino de pobreza, de humillación. Como dice san Pablo en la Carta a los Filipenses: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (2,5-7). Jesús es Dios que se despoja de su gloria. Aquí vemos la elección de la pobreza por parte de Dios: siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Es el misterio que contemplamos en el belén, viendo al Hijo de Dios en un pesebre, y después en una cruz, donde la humillación llega hasta el final.
El adjetivo griego ptochós (pobre) no sólo tiene un significado material, sino que quiere decir «mendigo». Está ligado al concepto judío de anawim, los «pobres de Yahvé», que evoca humildad, conciencia de los propios límites, de la propia condición existencial de pobreza. Los anawim se fían del Señor, saben que dependen de Él.
Jesús, como entendió perfectamente santa Teresa del Niño Jesús, en su Encarnación se presenta como un mendigo, un necesitado en busca de amor. El Catecismo de la Iglesia Católica habla del hombre como un «mendigo de Dios» (n.º 2559) y nos dice que la oración es el encuentro de la sed de Dios con nuestra sed (n.º 2560).
San Francisco de Asís comprendió muy bien el secreto de la Bienaventuranza de los pobres de espíritu. De hecho, cuando Jesús le habló en la persona del leproso y en el Crucifijo, reconoció la grandeza de Dios y su propia condición de humildad. En la oración, el Poverello pasaba horas preguntando al Señor: «¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?». Se despojó de una vida acomodada y despreocupada para desposarse con la «Señora Pobreza», para imitar a Jesús y seguir el Evangelio al pie de la letra. Francisco vivió inseparablemente la imitación de Cristo pobre y el amor a los pobres, como las dos caras de una misma moneda.
Vosotros me podríais preguntar: ¿Cómo podemos hacer que esta pobreza de espíritu se transforme en un estilo de vida, que se refleje concretamente en nuestra existencia? Os contesto con tres puntos.
Ante todo, intentad ser libres en relación con las cosas. El Señor nos llama a un estilo de vida evangélico de sobriedad, a no dejarnos llevar por la cultura del consumo. Se trata de buscar lo esencial, de aprender a despojarse de tantas cosas superfluas que nos ahogan. Desprendámonos de la codicia del tener, del dinero idolatrado y después derrochado. Pongamos a Jesús en primer lugar. Él nos puede liberar de las idolatrías que nos convierten en esclavos. ¡Fiaros de Dios, queridos jóvenes! Él nos conoce, nos ama y jamás se olvida de nosotros. Así como cuida de los lirios del campo (cfr. Mt 6,28), no permitirá que nos falte nada. También para superar la crisis económica hay que estar dispuestos a cambiar de estilo de vida, a evitar tanto derroche. Igual que se necesita valor para ser felices, también es necesario el valor para ser sobrios.
En segundo lugar, para vivir esta Bienaventuranza necesitamos la conversión en relación a los pobres. Tenemos que preocuparnos de ellos, ser sensibles a sus necesidades espirituales y materiales. A vosotros, jóvenes, os encomiendo en modo particular la tarea de volver a poner en el centro de la cultura humana la solidaridad. Ante las viejas y nuevas formas de pobreza —el desempleo, la emigración, los diversos tipos de dependencias—, tenemos el deber de estar atentos y vigilantes, venciendo la tentación de la indiferencia. Pensemos también en los que no se sienten amados, que no tienen esperanza en el futuro, que renuncian a comprometerse en la vida porque están desanimados, desilusionados, acobardados. Tenemos que aprender a estar con los pobres. No nos llenemos la boca con hermosas palabras sobre los pobres. Acerquémonos a ellos, mirémosles a los ojos, escuchémosles. Los pobres son para nosotros una ocasión concreta de encontrar al mismo Cristo, de tocar su carne que sufre.
Pero los pobres —y este es el tercer punto— no sólo son personas a las que les podemos dar algo. También ellos tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la sabiduría de los pobres! Un santo del siglo XVIII, Benito José Labre, que dormía en las calles de Roma y vivía de las limosnas de la gente, se convirtió en consejero espiritual de muchas personas, entre las que figuraban nobles y prelados. En cierto sentido, los pobres son para nosotros como maestros. Nos enseñan que una persona no es valiosa por lo que posee, por lo que tiene en su cuenta en el banco. Un pobre, una persona que no tiene bienes materiales, mantiene siempre su dignidad. Los pobres pueden enseñarnos mucho, también sobre la humildad y la confianza en Dios. En la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14), Jesús presenta a este último como modelo porque es humilde y se considera pecador. También la viuda que echa dos pequeñas monedas en el tesoro del templo es un ejemplo de la generosidad de quien, aun teniendo poco o nada, da todo (cf. Lc 21,1-4).
4. … porque de ellos es el Reino de los cielos
El tema central en el Evangelio de Jesús es el Reino de Dios. Jesús es el Reino de Dios en persona, es el Enmanuel, Dios-con-nosotros. Es en el corazón del hombre donde el Reino, el señorío de Dios, se establece y crece. El Reino es al mismo tiempo don y promesa. Ya se nos ha dado en Jesús, pero aún debe cumplirse en plenitud. Por ello pedimos cada día al Padre: «Venga a nosotros tu reino».
Hay un profundo vínculo entre pobreza y evangelización, entre el tema de la pasada Jornada Mundial de la Juventud —«Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19)— y el de este año: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). El Señor quiere una Iglesia pobre que evangelice a los pobres. Cuando Jesús envió a los Doce, les dijo: «No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento» (Mt 10,9-10). La pobreza evangélica es una condición fundamental para que el Reino de Dios se difunda. Las alegrías más hermosas y espontáneas que he visto en el transcurso de mi vida son las de personas pobres, que tienen poco a que aferrarse. La evangelización, en nuestro tiempo, sólo será posible por medio del contagio de la alegría.
Como hemos visto, la Bienaventuranza de los pobres de espíritu orienta nuestra relación con Dios, con los bienes materiales y con los pobres. Ante el ejemplo y las palabras de Jesús, nos damos cuenta de cuánta necesidad tenemos de conversión, de hacer que la lógica del ser más prevalezca sobre la del tener más. Los santos son los que más nos pueden ayudar a entender el significado profundo de las Bienaventuranzas. La canonización de Juan Pablo II el segundo Domingo de Pascua es, en este sentido, un acontecimiento que llena nuestro corazón de alegría. Él será el gran patrono de las JMJ, de las que fue iniciador y promotor. En la comunión de los santos seguirá siendo para todos vosotros un padre y un amigo.
El próximo mes de abril es también el trigésimo aniversario de la entrega de la Cruz del Jubileo de la Redención a los jóvenes. Precisamente a partir de ese acto simbólico de Juan Pablo II comenzó la gran peregrinación juvenil que, desde entonces, continúa a través de los cinco continentes. Muchos recuerdan las palabras con las que el Papa, el Domingo de Pascua de 1984, acompañó su gesto: «Queridos jóvenes, al clausurar el Año Santo, os confío el signo de este Año Jubilar: ¡la Cruz de Cristo! Llevadla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención».
Queridos jóvenes, el Magnificat, el cántico de María, pobre de espíritu, es también el canto de quien vive las Bienaventuranzas. La alegría del Evangelio brota de un corazón pobre, que sabe regocijarse y maravillarse por las obras de Dios, como el corazón de la Virgen, a quien todas las generaciones llaman «dichosa» (cf. Lc 1,48). Que Ella, la madre de los pobres y la estrella de la nueva evangelización, nos ayude a vivir el Evangelio, a encarnar las Bienaventuranzas en nuestra vida, a atrevernos a ser felices.
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Santo Padre Francisco
Mensaje para la XXIX Jornada Mundial de la Juventud JMJ 2014
Vaticano, 21 de enero de 2014, Memoria de Santa Inés, Virgen y Mártir
por CeF | Fuentes varias | 6 Feb, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
«Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar».
San Pablo Miki
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Fueron 26, martirizados el mismo día, 5 de febrero del año 1597.
En el año 1549 San Francisco Javier llegó al Japón y convirtió a muchos paganos.
Ya en el año 1597 eran varios los miles de cristianos en aquel país. Y llegó al gobierno un emperador sumamente cruel y vicioso, el cual ordenó que todos los misioneros católicos debían abandonar el Japón en el término de seis meses. Pero los misioneros, en vez de huir del país, lo que hicieron fue esconderse, para poder seguir ayudando a los cristianos. Fueron descubiertos y martirizados brutalmente. Los que murieron en este día en Nagasaki fueron 26. Tres jesuitas, seis franciscanos y 16 laicos católicos japoneses, que eran catequistas y se habían hecho terciarios franciscanos.
Los mártires jesuitas fueron: San Pablo Miki, un japonés de familia de la alta clase social, hijo de un capitán del ejército y muy buen predicador: San Juan Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores jesuitas. Los franciscanos eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido a misionar al Asia. San Gonzalo García que era de la India, San Francisco Blanco, San Pedro Bautista, superior de los franciscanos en el Japón y San Francisco de San Miguel.
Entre los laicos estaban: un soldado: San Cayo Francisco; un médico: San Francisco de Miako; un Coreano: San Leon Karasuma, y tres muchachos de trece años que ayudaban a misa a los sacerdotes: los niños: San Luis Ibarqui, San Antonio Deyman, y San Totomaskasaky, cuyo padre fue también martirizado.
A los 26 católicos les cortaron la oreja izquierda, y así ensangrentados fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos.
Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio.
La Iglesia Católica los declaró santos en 1862.
Testigos de su martirio y de su muerte lo relatan de la siguiente manera: «Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría».
Al Padre Pablo Miki le parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación añadió las siguientes palabras:
«Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar».
Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar los salmos que había aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir continuamente: «Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía». Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre.
Luego los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas.
El pueblo cristiano horrorizado gritaba: ¡Jesús, José y María!
Artículo original en EWTN-Fe.
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Otras fuentes en la red
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Oración a San Pablo Miki y los mártires del Japón
Oh Dios, fortaleza de los santos,
que has llamado a San Pablo Miki y a sus compañeros
a la vida eterna por medio de la cruz;
concédenos, por su intercesión,
mantener con vigor, hasta la muerte, la fe que profesamos.
Por nuestro Señor.
Misal Romano, día 6 de febrero.
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Recursos audiovisuales
¿Quién fue san Pablo Miki?
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San Pablo Miki, por las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús
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San Pablo Miki y compañeros mártires en Gloria TV
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