«Sí, Jesús mío, todo por ti y todo por tu gloria, en vida, en muerte y por toda la eternidad».
Enrique de Ossó, sacerdote, fundador de la Congregación de Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, es uno de los hombre de Dios, que, en el siglo pasado, contribuyeron a mantener viva la fe cristiana en España, con una fidelidad inquebrantable a la Iglesia y la Sede Apostólica.
Nació en Vinebre, diócesis de Tortosa, provincia de Tarragona, el 16 de octubre de 1840. Su madre soñaba verlo sacerdote del Señor. Su padre le encaminó al comercio.
Gravemente enfermo, recibió la primera Comunión por Viático. Durante el cólera de 1854 perdió a su madre, y en este mismo año -trabajaba como aprendiz de comercio en Reus- abandonó todo y se retiró a Montserrat. Vuelto a casa con la promesa de poder emprender el camino elegido, inició en el mismo año 1854 los estudios en el Seminario de Tortosa.
Ordenado sacerdote en Tortosa, el 21 de septiembre de 1867, celebró la primera misa, en Montserrat, el domingo 6 de octubre, festividad de Nuestra Señora del Rosario.
Sus clases como profesor de Matemáticas y Física en el Seminario no le impidieron dedicarse con ardor a la catequesis, uno de los grandes amores de su vida. Organizó en 1871 una escuela metódica de catecismo, en doce Iglesias de Tortosa y escribió una «Guía práctica» para los catequistas. Con este libro inicia Enrique su actividad como escritor, apostolado que le convirtió en uno de los sacerdotes más populares de la España de su tiempo. Desde niño tuvo devoción entusiasta por Santa Teresa de Avila. La vida y doctrina de la Santa, asimilada con la lectura constante de sus obras, inspiró su vida espiritual y su apostolado, mantenidos por la fuerza de su amor ardiente a Jesús y María y por una adhesión inquebrantable a la Iglesia y al Papa.
Para acrecentar y fortificar el sentido de piedad, reunió en asociaciones a los fieles, especialmente a los jóvenes, para quienes la revolución y las nuevas corrientes hostiles a la fe católica resultaban una amenaza.
Después de haber dado vida en los primeros años de sacerdocio a una «Congregación mariana» de jóvenes labradores del campo tortosino, fundó en 1873 la Asociación de «Hijas de María Inmaculada y Santa Teresa de Jesús». En 1876 inauguraba el «Rebañito del Niño Jesús». Los dos grupos tenían un fin común: promover una intensa vida espiritual, unida al apostolado en el propio ambiente. El Movimiento Teresiano de Apostolado (MTA) recoge en la actualidad el carisma teresiano de nuestro Santo para hacer de los niños, jóvenes y adultos cristianos comprometidos mediante la oración y el apostolado.
Para facilitar la práctica de la oración a los asociados, Enrique publicó en 1874 «El cuarto de hora de oración», libro que el autor mandó imprimir 15 veces y del que hasta la fecha se han publicado más de 50 ediciones.
Convencido de la importancia de la prensa, inició en 1871 la publicación del semanario, «El amigo del pueblo» que tuvo vida hasta mayo de 1872, cuando por un motivo fútil de la autoridad civil, contraria a la Iglesia, lo suprimió. Sin embargo, en octubre de este mismo año inicia la publicación de la Revista mensual Santa Teresa de Jesús, que durante 24 años fue la palestra en la que el Santo expuso la verdadera doctrina católica, difundió las enseñanzas de Pío IX y León XIII, enseñó el arte de la oración, propagó el amor a Santa Teresa de Avila e informó de manera actualizada sobre la vida de la Iglesia en España y en el mundo. Para formar a la gente humilde publicó en 1884 un Catecismo sobre la masonería fundado en la doctrina del Papa. Y en 1891 ofreció lo esencial de la Rerum Novarum en un Catecismo de los obreros y de los ricos, prueba concreta de su atención a los signos de los tiempos, según el corazón de la Iglesia.
Su gran obra fue la Congregación de las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús que se extendió, viviendo aún el Fundador por España, Portugal, México y Uruguay. En la actualidad la Congregación se extiende por tres continentes: Europa, Africa y América.
San Enrique quiso que sus hijas, llenas del espíritu de Teresa de Avila, se comprometiesen a «extender el reino de Cristo por todo el mundo», «formando a Cristo en la inteligencia de los niños y jóvenes por medio de la instrucción y en su corazón por medio de la educación».
Había soñado junto con la institución de «Hermanos Josefinos» la de una Congregación de «Misioneros Teresianos»», que viviendo santamente el propio sacerdocio en la mayor intimidad con Cristo y al servicio total de la Iglesia, siguiendo las huellas de Teresa, fuesen los apóstoles de los tiempos nuevos. En vida su proyecto no llegó a realidad. Sin embargo, desde hace pocos años, un grupo de jóvenes mexicanos se preparan al sacerdocio con el mismo espíritu teresiano de Ossó.
Sacerdote según el corazón de Dios, el Santo fue un verdadero contemplativo que fundió en sí con equilibrio extraordinario un ideal apostólico abierto a todo lo bueno que ofrecían los nuevos tiempos. De fe viva, no miraba sacrificios ni oposiciones; en una época especialmente hostil a la Iglesia, anunció valerosamente el Evangelio con la palabra, con los escritos, con la vida.
Murió el 27 de enero de 1896 en Gilet (Valencia), en el convento de los Padres Franciscanos, donde se había retirado durante algunos días para orar en la soledad. Las últimas páginas que escribió antes de su muerte trataban de la acción de la gracia del Espíritu Santo en la vida de los cristianos dóciles a su amor.
Es el mensaje de su vida: siempre fiel a las mociones del Espíritu Santo, vivió como apóstol que transmite la fuerza del Evangelio animada por la comunión constante con Dios y por un amor inmenso a la Iglesia. Su existencia, consumida al servicio de los hermanos en una entrega sin límites, revela que el verdadero amor de Cristo cuanto más posee a un ser lo hace más disponible a la caridad siempre nueva y siempre colmada de quien intenta ser reflejo de la presencia de Dios y de su amor en el mundo.
Oh, Dios, que hiciste brillar con virtudes apostólicas a los santos Timoteo y Tito, concédenos, por su intercesión, que, después de vivir en este mundo en justicia y santidad, merezcamos llegar al reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
* * *
San Timoteo, obispo y mártir
En 1885 el arqueólogo Sterret descubrió unas viejas ruinas romanas junto al actual pueblecito turco de Katyn Serai. Estas se reducían a una piedra impulimentada de altar pagano con una inscripción dedicada a Augusto por los decuriones de la colonia romana. Esto es todo lo que se conserva del antiguo pueblecito de Listra, encuadrado en la provincia de Licaonia.
Capital de la provincia fue Iconio, hoy Conia. Desde aquí huían apresuradamente, en los primeros meses del año 48, Pablo y Bernabé, alegres por haber sido hallados dignos de padecer persecución por el nombre de Jesús.
En su fuga a campo traviesa recorrieron unos cuarenta kilómetros al sur, consiguiendo alcanzar las primeras casas de Listra. Quizá allí no hubiera sinagoga, pero ciertamente no faltaba una familia judía, donde pudieran alojarse los fugitivos.
De esta familia han llegado hasta nosotros los nombres de tres generaciones: Loide, su hija Eunice y el hijo de ésta, Timoteo.
De Eunice sabemos que estuvo casada con un pagano (Act. 16,1). A pesar de su ascendencia paterna pagana. Timoteo podría ser considerado como judío. Y aunque no había sido circuncidado, según la costumbre judía, al octavo día de haber nacido, recibió desde pequeño una sólida y jugosa formación religiosa de labios de su madre y de su abuela.
El mismo Pablo se lo recordará más tarde: «Quiero evocar el recuerdo de la limpia fe que hay en ti, fe que, primero, residió en el corazón de tu abuela Loide y de tu madre Eunice y que estoy seguro que también reside en ti… Ya sabes qué maestros has tenido y cómo desde tus más tiernos años conoces las Sagradas Escrituras» (1 Tim. 1,5; 3,14).
Una buena temporada se pasaron los dos apóstoles en Listra, en el seno de aquella buena familia. Como es lógico, los primeros beneficiarios de la predicación evangélica fueron los que tan generosamente les habían ofrecido hospitalidad.
En el capítulo 14 del libro de los Hechos de los Apóstoles se nos narran los avatares de la actuación apostólica de Pablo y Bernabé en el pueblo natal de Timoteo.
Una tarde, quizá en los alrededores del templo de Júpiter, Pablo hablaba al aire libre a un grupo de gente; Bernabé, alto y corpulento, estaba firme y silencioso a su lado. Entre los oyentes se hallaba un pobre cojo; que escuchaba con gran atención. Viendo Pablo que el enfermo «tenía fe para ser curado, le dijo con voz poderosa: ¡Levántate y tente sobre tus pies! Y, efectivamente, se alzó de golpe y comenzó a caminar».
A la vista de tan estupendo prodigio los asistentes empezaron a gritar en dialecto licaonio: «¡Los dioses en forma humana han bajado a nosotros!» Y viendo la buena estatura de Bernabé lo tomaron por Júpiter, y a Pablo, que era el orador, lo tomaron fácilmente por Mercurio. Fue la casualidad de que los sacerdotes del vecino templo de Júpiter tenían preparados para el sacrificio dos toros adornados de guirnaldas ,y naturalmente, les pareció magnífica la ocasión para ofrecérselos al propios dios en persona.
Hasta aquí Pablo y Bernabé no habían comprendido el significado de aquel barullo, ya que la turba hablaba en dialecto licaonio, desconocido para ellos, pero a la vista de los preparativos del sacrificio cayeron en la cuenta de la ingenuidad de aquel pueblo crédulo.
Como buenos israelitas, Pablo y Bernabé rasgaron sus vestiduras e hicieron desistir a la turba de semejante idolatría: ellos no eran dioses, sino hombres como el resto de los mortales.
La reacción de la turba, abocada al desengaño, cambió rápidamente de signo y en un gesto brutal de despecho se lanzó sobre los dos apóstoles, apaleándolos ferozmente hasta dejarlos aparentemente muertos. Arrojados así fuera de los muros de la ciudad, fueron a la noche recogidos por los «hermanos», que, con gran contento, pudieron comprobar que aún vivían los dos misioneros. Con suma cautela fueron llevados de nuevo a casa de Timoteo, donde pernoctaron, para salir al día siguiente de madrugada, a bordó de un jumentillo, con destino a la vecina ciudad de Derbe.
Es de suponer que ya en aquella ocasión Pablo hubiera bautizado a Timoteo, a quien él mismo habría instruido directamente en la fe, ya que lo llama «hijo suyo queridísimo» (1 Cor. 4,17).
Cuando más tarde Pablo, en su segundo viaje misionero, vuelve a pasar por Listra, piensa en Timoteo como posible candidato al ministerio evangélico; pero, no queriendo dejarse llevar por el juicio apasionado del afecto, propuso la candidatura a los cristianos de Iconio y de Listra, «los cuales dieron de él óptimos informes» (Act. 16,2).
Entonces el Apóstol lo toma definitivamente a su servicio y, para hacer más eficaz su apostolado entre los judíos, lo circuncida previamente, ya que por aquella comarca todos sabían que era hijo de padre griego.
Desde este momento Timoteo se convirtió en un compañero fiel y en un valioso auxiliar de San Pablo. Juntamente con él recorrió la Frigia y la Galacia y, después de haber evangelizado el Asia Menor, se trasladó a Europa y anduvo al lado de su maestro por Filipos, Berea y Atenas, y con él asimismo volvió a Jerusalén.
Durante el curso de este segundo viaje fue encargado de visitar y consolar a los fieles de Tasalónica (Fil. 2,22; Act. 16,3-18,22).
También acompañé a San Pablo en la tercera expedición misionera, y estuvo con él cerca de tres años en Efeso, desde donde partió para Macedonia, enviado por el Apóstol para realizar una delicada misión (1 Cor. 4,17; 16,10-12).
Allí en Macedonia esperó a su maestro y juntamente con él visitó Corinto y Tróade y, finalmente, ambos volvieron a Jerusalén.
No sabemos si Timoteo estuvo con San Pablo durante su prisión en Cesarea y el viaje a Roma para asistir al proceso imperial.
Lo que está fuera de duda es que estuvo junto a él durante la primera prisión romana, ya que encontramos su nombre en la inscripción de las cartas que en aquella ocasión escribió el Apóstol (Col 1,1; Filem. 1).
Cuando Pablo recobró la libertad, después de la absolución dictada por el tribunal del César, volvió a llevar consigo a Timoteo en las correrías apostólicas, cuya identificación nos es hoy difícil de precisar.
Estamos en los primeros meses del año 65. Pablo vuelve a Efeso, donde pasa una temporada de duración desconocida, tras de la cual abandona la metrópoli asiática, dejando allí a Timoteo con amplios poderes de inspección.
Desde Macedonia, a donde se había trasladado inmediatamente, el Apóstol escribe su primera carta a Timoteo, en la que le recuerda los consejos que de viva voz le había dado al dejarle encomendada la floreciente cristiandad de la gran ciudad. A través de este maravilloso documento paulino podemos conocer la gran estima que el Apóstol tenía del que había sido su más fiel auxiliar en la predicación del Evangelio: «Que nadie desprecie tu juventud. Al contrario, muéstrate un modelo para los creyentes, por la palabra, la conducta, la caridad, la fe, la pureza» (1 Tim. 4.12).
E incluso, conociendo la austeridad de su discípulo, le ordena que afloje un poco en su penitencia, ya que su salud no se lo soportaba: «Deja de beber sólo agua. Toma un poco de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes achaques» (1 Tim. 5,23).
Hemos de suponer que Timoteo siguió en su cargo de «epíscopo» o inspector de las cristiandades de Asia, desde su residencia en Efeso hasta la segunda prisión romana de San Pablo.
En estas circunstancias supremas del Apóstol no podía faltarle la presencia de su querido hijo Timoteo, al que reclama con acentos emocionantes, desahogándose tiernamente con él: «Apresúrate a venir a mi lado lo más pronto posible, pues Demas me ha abandonado por amor del mundo presente. Se ha ido a Tesalónica: Crescente, a Galacia; Tito, a Dalmacia. Sólo Lucas está conmigo. Toma a Marcos y tráetelo contigo, pues me es un elemento valioso en el ministerio. Cuando vengáis, traeos la capa que dejé en Tróade, en casa de Carpo, así como los libros, sobre todo los pergaminos. Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho daño. El Señor le dará según sus obras. Tú también desconfía de él, pues ha sido un adversario encarnizado de nuestra predicación. La primera vez que tuve que presentar mi defensa, nadie me ha apoyado. ¡Todos me han abandonado!» (2 Tim. 4,9-16).
He aquí la verdadera grandeza de Timoteo: él fue constituido en albacea y heredero del gran Apóstol. Su último escrito fue esta segunda carta a Timoteo, que bien pudiéramos llamar su testamento y última voluntad: «He aquí que yo he sido ya derramado en libación y el momento de mi partida ha llegado. Yo he luchado hasta el final. La buena lucha, he consumado mi carrera, he guardado la fe. Y ahora he aquí que está preparada para mí la corona de justicia, que en recompensa el Señor me dará en aquel día, Él, que es justo juez; y no solamente a mí, sino a todos los que habrán esperado con amor su aparición (2 Tim. 4,6-8).
De la vida posterior de Timoteo tenemos sólo breves noticias. Según Eusebio (Hist. eccies. 3,4), continuó en su cargo de obispo de Efeso y cuasi metropolitano de toda el Asia Menor.
Finalmente, según sus propias Actas martiriales, que Focio pudo todavía leer, en tiempos ya de Domiciano fue martirizado en la misma ciudad de Efeso por haber intentado apartar al pueblo de una fiesta licenciosa.
Pero quizá, por encima de su propia aureola de mártir de la fe, brilla más alta y esplendente su calidad de discípulo predilecto, de auxiliar fidelísimo y de inmediato heredero de aquel que con justa razón podemos denominar el segundo fundador del cristianismo.
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San Tito, obispo
Tito, más vivamente estimado por San Pablo, como instrumento utilísimo en los momentos difíciles, el colaborador hecho a todos los peligros y aventuras evangélicas. Viene de la gentilidad, Es menos afectivo, pero más enérgico, más fuerte en las contradicciones y más experimentado en los negocios. San Pablo le llama su ayuda preciosa, su hijo querido, su amadísimo hermano.
San Tito, discípulo de San Pablo Maestro y discípulo se conocieron en la ciudad de Antioquía. Buen catador de hombres. Pablo abre a aquel hijo del paganismo los tesoros de su caridad, le asocia a su apostolado, y en el año 52 le lleva en su compañía al concilio de Jerusalén. La presencia de Tito fue allí objeto de vivas discusiones, que fácilmente hubieran degenerado en un cisma. Pensaba la mayoría que era necesario circuncidar a los gentiles y hacerles guardar la ley de Moisés. Ahora bien: Tito no estaba circuncidado, era el único incircunciso de la Iglesia de Jerusalén. ¿Cómo admitirle en los ágapes que se celebraban cada domingo? Todo gentil, todo prosélito que no se había transformado en hijo de Israel por la circuncisión, era a los ojos de los hebreos un ser inmundo, con el cual estaba prohibida toda comunicación. En consecuencia, los rigoristas exigían en el discípulo de Antioquía este rito sangriento para entrar en relaciones con él. Otros, más moderados, veían al compañero de Pablo, convertido en hermano por la fe, mediante la ablución del bautismo. La contienda fue reñida, y, como era natural. Pablo se puso de parte de su discípulo; pero, evitando toda participación en las discusiones públicas, quiso entenderse por las buenas con los tres Apóstoles que estaban presentes en la Ciudad Santa: Pedro, Juan y Santiago.
Los dos primeros fueron fáciles de persuadir. Hombres en quienes Cristo había dilatado la caridad, entraron inmediatamente en las amplias miras que guiaban al Apóstol de las gentes. Santiago se rindió algo más tarde, pero también él quedó desarmado ante la lógica de aquel hombre ilustre ya en la Iglesia por sus éxitos apostólicos. Pablo reclamó la libertad absoluta frente a la ley mosaica, y la obtuvo. Convínose en que la circuncisión no era necesaria; pero, concediendo también algo a los puritanos, pidióse que, por respeto al templo de Jerusalén y a la presencia de Yahvé, Tito fuese circuncidado. Pablo se opuso a esta solución, juzgándolo una debilidad inútil y un peligro para la fe, y también ahora salió victorioso.
Desde el año 55 se hace más íntimo todavía el trato entre el maestro y el discípulo. Tito va con el Apóstol en su tercera misión: Asia Menor, Macedonia, Acaia, Jerusalén… En Éfeso, Pablo recibió noticias inquietantes de la cristiandad de Corinto: había sediciones, rebeldías, escándalos, cismas. Crevó el Apóstol que nadie como Apolo, el sabio doctor alejandrino, a quien los corintios estimaban por su buena presencia y su palabra elegante, podría restablecer la calma; pero el de Alejandría rehusó aceptar la peligrosa misión. Entonces Pablo puso los ojos en Tito, el compañero abnegado de quien podía decir a las iglesias «que caminaba guiado por su mismo espíritu y siguiendo sus mismas huellas. A pesar de su celo ordinario, de su arrojo ante el peligro y de su tendencia a recibir tranquilamente las cosas, Tito dudó algún tiempo, algo asustado de la mala fama que tenían los de Corinto. Representóle Pablo las cualidades que le harían bienquisto de aquella iglesia, y al fin le convenció, encargándole otro ministerio en Acaia: la colecta para los cristianos de Jerusalén. Quería de esta manera contribuir a la alegría de la Iglesia madre, viendo en estas limosnas un homenaie a su supremacía y al mismo tiempo una muestra de agradecimiento por la condescendencia que habían tenido con él con motivo del concilio.
Desde Éfeso, el Apóstol se trasladó a Tróade, donde esperaba encontrar a su discípulo, vuelto ya de la capital de Acaia. Pero, con gran decepción suya, vio que Tito no había llegado todavía. La idea de Corinto le obsesionaba. ¿Cómo había recibido aquella comunidad a su delegado? Y la carta que con él les enviara, aquella carta «escrita en la grande aflicción, con el corazón oprimido y las lágrimas en los ojos», ¿que impresión había hecho entre ellos? Aguijoneado por la incertidumbre, pasó a Macedonia, y allí le llegaron por fin las noticias suspiradas. La embajada de Tito había tenido un éxito completo. Gracias a su conocimiento de los hombres, la epístola de San Pablo, lejos de ser despreciada, había conmovido todos los corazones. Leída en la asamblea de los hermanos, consiguióse con ella más de lo que se podía esperar: las facciones hostiles, reconciliadas; los rebeldes; movidos al arrepentimiento; los calumniadores de Pablo, obligados a pedir perdón para evitar el castigo; los escandalosos, «entregados a Satanás en el nombre del Señor Jesús», para ser prontamente reconciliados por la penitencia. El genio de Tito le inclinaba a la mansedumbre, y así, desde su llegada supo dar a su viaje un aspecto de indulgencia y de reconciliación. Al principio, los hermanos le miraban con desconfianza y temor, pero no tardó en establecerse una corriente mutua de afecto y de consideración.
Este relato llenó de alegría el corazón del Apóstol. Inmediatamente dictó a Timoteo una carta destinada a felicitar a sus queridos corintios por su generosa conducta. Timoteo era el secretario. Tito era el embajador. También esta vez recibió el encargo de llevarla; pero ahora iba más contento que antes. Tenía gana de verse de nuevo entre aquella comunidad de Corinto, amable hasta en sus extravíos, que le había mostrado tanta docilidad, tanto cariño, tanto respeto y un arrepentimiento tan rápido y sincero. La ausencia sólo había servido para hacerle sentir más profundamente aquel amor, nacido en uno de los momentos más difíciles de su vida. En Corinto se le reunió algún tiempo después San Pablo, y juntos se dirigieron a la Ciudad Santa para entregar la ayuda fraternal de las iglesias de Acaia y Macedonia.
Vienen después el alboroto de Jerusalén, el arresto de Pablo—tan dramáticamente contado por San Lucas—, su viaje de Cesarea a Roma, la primera cautividad, el viaje a España, la vuelta a Oriente. Nuevamente vemos a maestro y discípulo trabajando en el mismo campo. Desembarcan en Creta, cuyas comunidades vivían en el abandono, sin jefes, en perpetuo peligro de extraviarse y a merced de las tendencias judaizantes. Eran grupos de fieles formados de aluvión, que no hacían más que vegetar, pues nadie había hecho aún una evangelización seria en la isla. Reclamado por las iglesias del Asia Menor, Pablo tuvo que ausentarse al poco tiempo, encargando a su discípulo el cuidado de predicar y de organizar la jerarquía en Creta. Era una tarea que requería un tacto especial. Los cretenses se habían adquirido una triste reputación por su carácter y sus costumbres. Cretizar, en griego, era sinónimo de mentir. Los escritores antiguos les llaman avaros, rapaces, astutos, propensos al engaño; y la impresión que sacó San Pablo en el breve tiempo que pasó entre ellos fue muy poco halagüeña. Estos defectos se manifestaban también en los primeros cristianos de la tierra. Si en algunos la gracia había llegado a destruir los instintos de la naturaleza, había otros que sólo eran cristianos de nombre. «Hacen profesión de conocer a Dios—dirá de ellos San Pablo—, pero le niegan con sus obras, haciéndose abominables, rebeldes e inútiles para todo acto bueno. Razón, conciencia, todo en ellos está manchado.» Además, los judaizantes empezaban a sembrar también allí la cizaña. Eran numerosos los charlatanes que, a vueltas del nombre de Cristo, llevaban allí los sueños más absurdos de su fantasía. La fe les importaba poco; lo que querían era hacer dinero predicando la nueva doctrina, y desgraciadamente eran muchas las familias ganadas por sus astucias.
San Tito y San Timoteo A falta de Pablo, Tito era el hombre más capaz de salvar el Evangelio en la isla. Ya sabía lo que de su valor podía esperarse en las horas críticas. Pero lo que más estimaba el Apóstol en su discípulo era el desinterés con que se entregaba a la predicación de la buena nueva. En otro tiempo, para tapar la boca a las acusaciones de los corintios, no había tenido más que recordarles la generosidad de su compañero. «¿Por ventura Tito se enriqueció a vuestra costa? ¿No hemos caminado siempre con el mismo espíritu? ¿No hemos seguido las mismas huellas?» Este desprendimiento era ahora mucho más precioso como contraste con la avaricia de los embaucadores.
Al lado del Apóstol, Tito se había convertido también en un organizador. Las iglesias insulares reflorecieron; el misionero las recorrió una tras otra, fortaleciéndolas con su predicación, poniéndolas en guardia contra los herejes y dotándolas de una jerarquía. Aún no había terminado su misión, cuando, en otoño del año 66, recibió una carta por la que San Pablo, desde la costa de Asia, le encargaba que viniese a su lado. Pero antes debía dejar el cristianismo bien arraigado en la isla, con su doctrina alta y noble, con su moral pura y santa. «Ante todo—dice el maestro al discípulo—, mucha autoridad frente a los indisciplinados, mucha vigilancia en lo que se refiere «a las cuestiones necias, genealogías, altercados y vanas disputas sobre la Ley; habla con imperio, que nadie te desprecie», pues ya sabes lo que son esos isleños. Epiménedes, su compatriota y su profeta, los pintó cuando dijo: «Los cretenses, mentirosos empedernidos, malas bestias, vientres perezosos.»
No obstante, estas malas bestias habían ganado el corazón del celoso misionero. Mientras el maestro se dirigía otra vez a Roma para derramar su sangre, el discípulo desembarcaba de nuevo en Creta y consagraba el resto de su vida a aquellas gentes, donde; como antes en Corinto, había encontrado cariño y sumisión.
Parece que murió muy anciano y venerado. Tito significa: defensor. Que él sea nuestro defensor contra los errores que atacan a nuestra religión
He vuelto a leer un libro sobre ti: San Francisco de Sales y nuestro corazón de carne. Lo escribió, en su tiempo, Henry Bordeaux, de la Academia de Francia.
Pero, ya antes, tú mismo habías escrito que tenías un «corazón de carne», que se enternecía, comprendía, que tenía en cuenta la realidad y sabía que los hombres no son espíritus puros, sino seres de carne y hueso. Con ese corazón humano amaste los libros y el arte, escribiste con finísima sensibilidad, animando incluso a tu amigo, el obispo Camus, a escribir novelas. Te inclinaste hacia todos para dar a todos algo.
Ya cuando eras estudiante universitario en Padua, te habías propuesto no evitar ni abreviar jamás ninguna conversación con nadie por antipático y aburrido que fuera. Te habías propuesto, asimismo, «es modesto sin insolencia, libre sin hosquedad, dulce sin afectación, complaciente sin debilidad».
Sacerdote, misionero y obispo, entregaste tu tiempo a los demás: niños, pobres, enfermos, pecadores, herejes, burgueses, nobles, prelados, príncipes.Mantuviste la palabra. A tu padre, que te había elegido como esposa a una rica y graciosa heredera, le respondiste amablemente: «Papá, he visto a mademoiselle, pero creo que merece algo mejor que yo».
Encontraste, como todos, incomprensiones y contradicciones: «El corazón de carne» sufría, pero seguía amando a sus contradictores. «Si una persona me sacase por odio el ojo izquierdo—escribiste—, creo que la seguiría mirando amablemente con el derecho. Si me sacara también éste, todavía me quedaría el corazón para amarla».
Para muchos, esto es la cima de la perfección. Pero, para ti, la cima es otra, pues, como escribiste, «el hombre es la perfección del universo; el espíritu es la perfección del hombre; el amor es la perfección del espíritu; el amor de Dios es la perfección del amor». Por eso, para ti, la cima, la perfección y la excelencia del universo es amar a Dios.
Estás, pues, a favor del primado del amor divino. ¿Se trata de hacer buena a la gente? Que comiencen por amar a Dios. Una vez que este amor se haya encendido y afirmado en el corazón, todo lo demás vendrá por añadidura.
La medicina moderna dice: no se puede curar una enfermedad local si no se intenta recuperar la salud de todo el cuerpo mediante una higiene general y fuertes reconstituyentes, tales como la transfusión de sangre. En esta misma línea escribiste: «El león es un animal poderoso, lleno de recursos. Por lo mismo, puede dormir sin temor tanto en una guarida escondida como al borde de una senda transitada por otros animales». Y concluiste: «Sed, pues, leones espirituales. Llenaos de fuerza, de amor de Dios, y no tendréis que temer a esos animales que son los defectos».
Este es, según tú, el método de Santa Isabel de Hungría. Esta princesa tuvo que frecuentar, por deber de Estado, bailes y diversiones cortesanas, pero sacó de ellas ventajas espirituales en vez de daños. ¿Por qué? Porque «tal viento (de las tentaciones), los grandes fuegos (del amor divino) se extienden, mientras que los pequeños se apagan».
Los novios de este mundo dicen: «contigo pan y cebolla». Más tarde ven que el pan y la cebolla, ¡ay!, no bastan y que ya no quieren vivir juntos, porque el corazón se ha enfriado.
Escribiste también: «En cuanto la reina de las abejas sale al campo, todo su pequeño pueblo la rodea. Así, el amor de Dios no entra en un corazón sin que todo el cortejo de las demás virtudes se aposente en él». Para ti, prescribir las virtudes a un alma carente del amor de Dios es como recetar de repente el atletismo a un organismo débil. Reforzar el organismo con el amor de Dios significa, en cambio, preparar al campeón y lanzarlo con garantías hacia las cotas más altas de la santidad.
Pero ¿qué amor de Dios? Hay uno hecho de suspiros, de píos gemidos, de lánguidas miradas al cielo. Hay otro viril, franco, hermano gemelo del que poseía Cristo cuando decía en el huerto: «Hágase tu voluntad y no la mía». Este es el único amor de Dios que tú recomiendas.
En tu opinión, quien ama a Dios debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que El permite.
Una vez imaginaste que entrevistabas a Margarita cuando estaba para embarcarse hacia el Oriente con su marido San Luis IX, rey de Francia:
—¿A dónde va, señora?
—Adonde vaya el rey.
—Pero ¿sabe exactamente a dónde va el rey?
—Me lo ha dicho de un modo vago. Sin embargo, no me preocupa saber a dónde va; lo único que me apremia es ir con él.
—Pero, entonces, señora, ¿no sabe de qué viaje se trata?
—No; sólo sé que voy en compañía de mi querido señor y marido.
—Su marido va a Egipto, se detendrá en Damieta, en Acre y en otros muchos lugares. ¿No tiene también usted, señora, la intención de ir allí?
—Realmente, no. No tengo otra intención que la de estar junto a mi rey. Los lugares adonde vaya me tienen sin cuidado. Lo único que me importa es que él estará allí. Más que ir a ningún sitio, yo le sigo. No quiero el viaje, sino que me basta la presencia del rey.
Ese rey es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras amamos a Dios. ¡Y cuántas veces y de cuántos modos volviste sobre esta idea! «Sentirse con Dios como un niño en los brazos de la madre; que nos lleve en el brazo derecho o en el brazo izquierdo da lo mismo, dejémoslo a su voluntad». ¿Y si la Virgen confiase el Niño Jesús a una monja? Te lo preguntaste una vez y respondiste: «La monja no querría soltarlo, pero haría mal. El viejo Simeón recibió en brazos al Niño Jesús con mucha alegría, pero con la misma alegría lo devolvió en seguida. Así, nosotros no debemos lamentar demasiado restituir el cargo, el puesto, el oficio, cuando caduca el plazo y nos lo reclaman».
En el castillo de Dios tratemos de aceptar cualquier puesto: cocineros o fregones de cocina, camareros, mozos de cuadra, panaderos. Si al Rey le place llamarnos a su Consejo privado, allí iremos, pero sin entusiasmarnos demasiado, sabiendo que la recompensa no depende del puesto, sino de la fidelidad con que sirvamos.
Este es tu pensamiento. A algunos les parecerá una especie de fatalismo oriental. Pero no lo es. «La voluntad humana—escribiste—es dueña de sus amores, como una doncella es dueña de sus enamorados, que la piden por esposa. Eso antes de que escoja. Pero, una vez hecha la elección y convertida en mujer casada, la situación se invierte: de dueña que era se convierte en súbdita y queda a la merced de quien en otro tiempo fue su presa».
«También la voluntad puede elegir el amor a su gusto, pero, una vez que se declara por uno, queda sometida a él. Con todo, en la voluntad existe siempre una libertad que no se da en la mujer casada, pues la voluntad puede rechazar su amor siempre que quiere», incluso el amor de Dios, eliminando así todo fatalismo.
¡Si te oyeran los políticos! Estos miden las acciones por su éxito. «¿Tiene éxito? Entonces, vale». Tú, en cambio, dices: «La acción, incluso si no tiene éxito, vale con tal que esté hecha por amor de Dios. El mérito de llevar la cruz no está en el peso de ésta, sino en el modo de llevarla. Puede haber más mérito en llevar una pequeña cruz de paja que una grande de hierro. El comer, el beber> el pasear> si se hacen por amor de Dios, pueden valer más que el ayuno y los golpes de disciplina».
Pero tú fuiste aún más allá al decir que, en cierto sentido, el amor de Dios puede incluso cambiar las cosas, haciendo buenas las acciones de por sí indiferentes o peligrosas. Tal es el caso del juego de azar y del baile (el de tus tiempos, naturalmente), si se hace «por distracción y no por afición, por poco tiempo y no hasta cansarse y aturdirse, y ocasionalmente, de modo que no se vuelva ocupación lo que debe ser diversión».
Así, pues, hay que fijarse en la calidad de las acciones, no en su grandeza y número. ¿Has leído lo que escribió Rabelais, casi contemporáneo tuyo, sobre las devociones que le habían enseñado al joven Gargantúa? «Veintiséis o treinta misas oídas al día, una serie de Kyrie eleison, que hubiera sido suficiente para dieciséis ermitaños». Si lo leíste, diste también tu respuesta, enseñando a tus monjas: «Está bien avanzar, pero no multiplicando las prácticas de piedad, sino perfeccionándolas. El año pasado ayunasteis tres veces a la semana; este año queréis ayunar el doble, y aún os quedan días en la semana. Pero ¿qué vais a hacer el año que viene? ¿Vais a ayunar nueve días a la semana o dos veces al día? Tened cuidado. Es una locura desear morir mártir en las Indias y, mientras tanto, descuidar los deberes cotidianos».
En otras palabras: menos devociones y más devoción. El alma no es tanto un pozo que hay que llenar cuanto una fuente que hay que hacer brotar.
Y no sólo el alma de las monjas. Con estos principios, la santidad deja de ser un privilegio de los conventos y se hace poder y deber de todos. No se torna empresa fácil (¡es la vía de la cruz!), pero sí ordinaria: unos pocos la llevan a cabo con acciones y deseos heroicos, al modo de las águilas, que planean en los altos cielos; la mayoría la realiza con el cumplimiento de los deberes comunes de cada día, pero no de una manera común, al modo de las palomas que vuelan de tejado en tejado.
¿Por qué desear el vuelo del águila, los desiertos, los claustros severos, si no estás llamado a ello? No hagamos como las enfermas neuróticas, que quieren cerezas en otoño y uvas en primavera. Apliquémonos a lo que Dios nos pide según el estado en que estemos. «Señora—escribiste—, hay que acortar un poco las oraciones, para no comprometer los quehaceres de la casa, listáis casada; pues sed esposa totalmente, sin excesiva verecundia. No aburráis a los vuestros quedándoos demasiado tiempo en la iglesia. Tened una devoción tal que incluso vuestro marido pueda llegar a amarla, pero esto sólo sucederá si siente que sois suya».
Y, para concluir, he aquí el ideal del amor de Dios vivido en medio del mundo: que estos hombres y mujeres tengan alas para volar hacia Dios con la oración amorosa; que tengan también pies para caminar amablemente con los demás hombres; y que no tengan un «ceño fruncido», sino caras sonrientes, conscientes de que se dirigen a la alegre casa del Señor.
Noviembre 1972
* * *
Francisco de Sales, doctor y santo de la Iglesia (1567-1622), estudió con los jesuítas en París y, más tarde, en la Universidad de Padua, donde se doctoró en derecho civil. Emprendida la carrera eclesiástica, fue nombrado obispo de Ginebra y trabajó por la conversión de los calvinistas. Consagró la mayor parte de su tiempo a los niños, a los pobres y a los enfermos. Fundó, con santa Juana Francisca Frêmiot de Chantal, la Orden de la Visitación (conocidas como salesas o visitadinas). Escribió diversas obras de carácter espiritual, entre las que destacan: Introducción a la vida devota y Tratado del amor de Dios.
«San Pablo se dedicó al anuncio del Evangelio sin ahorrar energías, afrontando una serie de duras pruebas, que él mismo enumera en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 11, 21-28). Por lo demás, él mismo escribe: ‘Todo esto lo hago por el Evangelio’ (1 Co 9, 23), ejerciendo con total generosidad lo que él llama ‘la preocupación por todas las Iglesias’ (2 Co 11, 28). Su compromiso sólo se explica con un alma verdaderamente fascinada por la luz del Evangelio, enamorada de Cristo, un alma sostenida por una convicción profunda: es necesario llevar al mundo la luz de Cristo, anunciar el Evangelio a todos».
El llamado «Apóstol de las gentes», es decir, de las naciones, no conoció a Jesús durante su vida terrena en Jerusalén o por los caminos de Galilea, como los Doce apóstoles. Es el primero que tuvo como experiencia sólo la del Resucitado, la misma que tendrán luego todos los cristianos. Este judío nacido en Tarso (hoy Turquía oriental), que recibió del rabino Gamaliel el Viejo una enseñanza rigurosa de la Ley y que es un ciudadano romano, recibe como misión concreta la de ir a predicar la Palabra de Dios a todos los hombres: primero en Antioquía y en Asia menor, luego en Grecia y Roma. Con Pablo, en pocos años y de modo ardiente, «la ley sale de Sión y la palabra de Dios de Jerusalén», como había profetizado Miqueas (4,2). Y «sale» con un doble sentido del término. Pablo va a dar testimonio de las enseñanzas de sus padres y de lo que ha experimentado: ¡Cristo ha resucitado!
En el año 607, nace en Toledo Ildefonso, el que con el paso de los años llegaría a ser santo. Fue educado en la escuela isidoriana de Sevilla, manifestándose muy pronto su vocación monástica, pero sus padres que pertenecían a la nobleza, se opusieron desde un principio a su vocación, motivo por el cual huyó del hogar buscando refugio en el monasterio de Agali en donde vistió el hábito de San Benito. Muy pronto destaca por su entrega al estudio, su ansia de saber y sus escritos profundos y razonados entre los que destaca el Libro de la Virginidad de María. Llega a ser abad del monasterio y su fama de sabio, su prudencia y su clarividencia le llevan a ser el elegido para sustituir al fallecido arzobispo de Toledo, ceremonia que se celebra el 26 de noviembre del año 657.
Una noche de diciembre, acompañado de algunos clérigos, se dirigió a la iglesia para la celebración de un oficio y al llegar se encontraron con un resplandor que la iluminaba por completo, su luz era tan intensa, que todos huyeron asustados menos Ildefonso que con gran serenidad se dirigió hacia el altar y allí descubrió a la Virgen María rodeada de ángeles, vírgenes y santos que entonaban cantos celestiales. La Virgen le hace seña de que se acerque y sonriéndole al tiempo que le agradece la defensa que de ella hace, le entrega una casulla traída de los cielos, dándole instrucciones para que la use solamente en los días dedicados en su honor. Desaparecida la visión, queda en sus manos la vestidura celestial.De la importancia que tuvo esta historia dan fe la cantidad de artistas famosos que plasmaron en sus cuadros la escena de la entrega de la casulla a San Ildefonso, como por ejemplo: Juan Valdés Leal, Diego de Velázquez, Murillo, Juan de las Roelas y Andrés de Islas.En la literatura también se ve reflejado, véase si no en el libro Los milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo cuando escribe:
Fízoli otra graçia qual nunca fue oida, Dioli una casulla sin aguida cosida, Obra era angelica, non de omme texida, Fabloli poccos vierbos, razon buena complida.
Amigo, dissol, sepas que so de ti pagada, Asme buscada onrra, non simple, ca doblada: Feçist de mi buen libro, asme bien alabada, Feçistme nueva festa que non era usada.
Nos remontaremos ahora a unos años atrás cuando los persas mandados por Cosrroes II en el 614 invaden Tierra Santa y conquistan Jerusalén. El obispo de esta ciudad y sus sacerdotes, escondieron el Arca de las Reliquias (que se guardaba ya desde los tiempos de los apóstoles) y que fue acrecentándose con nuevas reliquias desde entonces. Con la entrada de Cosrroes en Jerusalén, el obispo pasó a África llevándose el Arca de las reliquias, allí estuvo algún tiempo pero como no era sitio seguro, decide traerlas a España donde, después de un largo viaje, se dispuso enviársela al obispo de Sevilla. Mas tarde, San Isidoro consiguió llevar el Arca consigo cuado fue nombrado obispo de Toledo. Dado que la invasión musulmana continuaba su avance, se decidió intentar ponerla a salvo llevándola al norte, concretamente a Asturias, primero escondida en una cueva en el Monsacro y luego por orden de Alfonso II el Casto se trasladaron a la Capilla del palacio dedicada a San Miguel. Hay que decir que cuando traen las reliquias, se incluye en ellas la casulla y se transporta también el cuerpo del santo, que por alguna razón que desconozco, dejan en Zamora. Que la casulla venía en el Arca, da cuenta el Obispo Don Pelayo en una relación que hace de las reliquias que se guardan en la misma. Un poco más tarde, también lo hace el Obispo Don Gutierre de Toledo, pero luego desaparece de los catálogos y solo queda en el recuerdo. El Arcediano de Tineo, Marañón de Espinosa, Primer Rector de la Universidad y cronista de la catedral, dice a principios del siglo XVII con relación a la casulla:
“Sólo sabemos que quedó dentro del arca, cuando se verificó el reconocimiento oficial de ésta en tiempos de Alfonso VI, la preciosa vestidura que Nuestra Señora trajo del cielo a su capellán San Ildefonso, que no sabemos si fue alba o casulla porque la cédula no decía sino vestimento sin declarar más”.La iglesia de Toledo escribe el 13 de junio de 1575 al Cabildo de Oviedo, encareciendo la gran devoción que allí tienen a esta iglesia de Oviedo “por estar aquí la casulla de San Ildefonso”. Y el 10 de abril de 1587 se lee una carta del Arcediano de Babia desde Madrid, que dice entre otras cosas: “tengan cuenta con el recado de la Cámara Santa porque tratan de pedir la casulla de San Ildefonso”.Existe también una carta escrita por el Padre Sebastián Sarmiento de la Compañía de Jesús al Padre Francisco Portocarrero de la misma Compañía sobre el reconocimiento de la casulla de San Ildefonso por cuatro señores Obispos a finales del siglo XVI, que se conserva en el Archivo de la Santa Iglesia de Toledo. Reproduzco la carta porque creo que tiene interés:Huélgome que V.R. me mande, aunque sea de tarde en tarde cosas de su servicio, y más en honra de la Virgen Santísima, de cuya casulla diré lo que me acuerdo.
Es verdad que yo estaba en Oviedo al tiempo que se abrió aquella Arca grande que está en medio de la Cámara Santa. La ocasión de abrirse fue la Consagración del Señor Obispo Don Pedro Junco de Posada, natural de Llanes, hijo de Juan de Posada y María Alfonso Díez de Noriega, que por ser junto de Oviedo quiso consagrarse de mano de su Obispo Don Pedro de Quiñones. (Creo que el nombre correcto era Diego y no Pedro) A la Consagración vino Don Juan Alonso de Moscoso, Obispo de León y el de Galípoli D.N. Quinteros que era a la sazón Abad de Santander. Teniéndolos juntos un día Don Pedro de Quiñones dijo a los dichos Prelados que pues se hallaban cuatro, cosa que no sucedería quizás otra vez hasta el día del Juicio, que probasen con toda la reverencia posible, abrir ellos solos y el que tenía las llaves de la Cámara Santa, aquella Arca para saber el magnífico tesoro. Al fin los convenció a que si y, prevenidos con ayunos y oraciones, después de Consagrado el de Salamanca, con todo el secreto posible, se juntaron los obispos y Canónigos que tenía las llaves y después de haber abierto la primer arca que es grande, hallaron otra menor y otra y otras menores hasta que dieron con un cofrecito muy pequeño, como de un palmo muy largo el cual tenía un rótulo que decía: LA CASULLA QUE NUESTRA SEÑORA DIO A SAN ILDEFONSO. Mucho les espantó, por parecerles casi imposible que allí cupiese una casulla. Abrieron el cofrecillo con muy gran dificultad, tanto que casi estuvieron desahuciados de poderlo abrir y dentro hallaron un cendal de color de cielo en forma de un capuz portugués, tan grande que pudiera cubrir al hombre más alto que hay en España, sin textura ni costura como una tela de cebolla, tan delicado y sutil que con solo el aliento que respiraban se hinchaba como una vela cuando le da recio el viento. Y volviéndola a doblar como estaba, la recogieron en su cofrecito, juramentándose todos que no habían de decir nada a nadie, si no era habiendo salido veinte leguas de Oviedo, y así lo cumplieron. El Abad de Santander en habiendo salido de las veinte leguas se volvió a dos Canónigos de Santander que le acompañaban y con espanto les dijo: ¿”Es posible que he podido guardar el secreto en el pecho, lo que he visto en Oviedo”?. Y se lo contó; también se lo refirió a los de mi Colegio de Santander muy a la larga. Y el Obispo de Salamanca Don Pedro Junco de Posada contó después lo mismo al Padre Ferrer. Esto es acerca de lo que vuestra reverencia me pregunta.
Sebastián Sarmiento
Volviendo a la casulla, se creyó que estaba escondida aquí en la catedral por temor a que la Iglesia de Toledo la reclamara algún día y surgió la leyenda. Se dijo que estaba en la bola grande de la torre de la catedral, pero se comprobó que no; se dijo entonces que estaba debajo del Arca Santa, pero tampoco; se pensó luego que estaría detrás del retablo de la capilla de San Ildefonso (capilla que desapareció en la voladura de la revolución de 1934), pero allí tampoco estaba y por más que se buscó nunca apareció.
¿Qué fue de ella entonces?, pues hay muchas posibilidades, a saber:
Que a pesar de “haberla visto” tanta gente, nunca haya existido
Que nunca hubiera sido incluida entre las reliquias que vinieron a Oviedo
Que cualquier persona de las que tuvieron acceso a ella, tanto durante el traslado como en Oviedo, la haya cogido, a saber con que intención.
Que los de Toledo se hayan hecho con ella de alguna manera y la tengan a buen recaudo.
Que cualquiera de las personas que estuvieron presentes al abrir el Arca, en un momento de descuido, se la hayan llevado.
Y podríamos seguir así con un montón de hipótesis más, pero me temo que no llegaríamos a ningún sitio, pero si me gustaría aclarar algo y esto es sólo mi forma de pensar: Si las reliquias fueron traídas a Oviedo para ponerlas a salvo, ¿por qué una vez pasado el peligro no se devolvieron?, yo creo que hubiera sido lo justo. Ya se que en aquellos tiempos cualquier catedral, iglesia o monasterio adquirían fama y por lo tanto atraían a mucha gente dependiendo de lo famosas que fueran sus reliquias, de ahí que el mercado y falsificación de las mismas estuviera a la orden del día (sería un buen tema para otra ocasión). Pero insisto, si alguien te confía algo para que se lo guardes, no te puedes quedar con ello, tienes que devolverlo. En cuanto a la casulla, me temo que pasará a engrosar la lista de misterios sin resolver.
La conversión de san Pablo se produjo en el encuentro con Cristo resucitado; este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia. En el camino de Damasco le sucedió lo que Jesús pide en el evangelio de hoy: Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, «creyó en el Evangelio». En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.
Esta verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir. Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús «se entregó a sí mismo por mí», muriendo en la cruz (cf. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí. Confiando en la fuerza de su perdón, dejándome llevar de la mano por él, puedo salir de las arenas movedizas del orgullo y del pecado, de la mentira y de la tristeza, del egoísmo y de toda falsa seguridad, para conocer y vivir la riqueza de su amor.
La conversión, en el amplio sentido de la palabra, es un cambio del principio o de los principios que rigen la síntesis o la dirección de nuestra vida. «Conversión», de por sí, no significa conversión a Dios, ni siquiera hacia el bien. Uno puede convertirse al mal, o convertirse al racionalismo o al marxismo; hay conversiones del catolicismo al protestantismo y hasta al judaísmo o a religiones fuera de la tradición judeo-cristiana. Tomada en esta acepción tan general, la categoría de los «convertidos» se identifica, en suma, con la de los hombres que los anglosajones llaman «twice born» para distinguirlos de los «once born». Hay, en efecto, un nacimiento común a todos: aquel por el que recibimos la existencia de hombres, según las cualidades de la naturaleza humana; así venimos al mundo. Algunos tienen un segundo nacimiento a un determinado mundo de valores, a los que libremente se abren y entregan.
Uno descubre, por ejemplo, la miseria de los hombres o la justicia; se siente conmocionado, golpeado de tal forma, que consagrará su vida a luchar por lo que ha descubierto. Para que haya «conversión» es necesario algo más que una pura información intelectual o incluso una convicción especulativa. Un encuestador, un sociólogo, pueden saber todo sobre la miseria o el hambre de los hombres y, sin embargo, no «convertirse» para remediarlas. Es necesaria una experiencia personal y que sean llevados a cambiar algo en sus vidas. Recordemos, por ejemplo, la diferencia existente entre el sencillo atestado y el testimonio. El testigo tiene la sensación de ser requerido por la verdad, de tal forma, que llegaría a comprometerse onerosamente por sostener una afirmación en la que el hecho se duplica para él con un valor. Para que verdaderamente haya conversión es menester que el valor que se apoderó de nosotros sea de tal naturaleza, que oriente nuestra vida dando un sentido a nuestro destino.
Conversión moral y conversión religiosa
La conversión moral es un cambio de nuestros principios éticos o un paso de no practicarlos a practicarlos. Ciertas filosofías han propuesto un ideal que reclamaba una conversión así: el estoicismo, por ejemplo, y Plotino. La conversión propiamente religiosa tiene puntos de semejanza con la conversión moral. Pero es diferente. No supone únicamente que la vida tiene un sentido que puede «convertirse», sino que ese sentido esté determinado por un Dios personal y que el principio de la «conversión» sea la realización de la verdadera relación que ese Dios quiere que establezcamos con El.
A menudo, conversión religiosa y conversión moral están íntimamente mezcladas; la conversión moral se produce en el interior de una fe, que en principio nunca se había dejado de profesar, pero a cuyas exigencias se conformaba poco o nada. Este caso, al que algunos dan el nombre de «conversión mística», es el de Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y Pascal. Es también el caso de las «segundas conversiones» de que hablan los autores espirituales. Sin embargo, nos parece que en estos casos existe siempre —al principio de la conversión moral o acompañándolo— un nuevo descubrimiento del Dios vivo, de Cristo y de la verdadera relación religiosa: luego… conversión religiosa. Se puede reducir a conversión moral el paso de los que, en el latín eclesiástico de la época de los Padres, recibían el nombre de «conversi»; es decir, los que en vez de la vida del «mundo» abrazaban una vida según los consejos evangélicos, sobre todo el de la castidad, sin por ello tomar el hábito monástico.
La conversión en la Sagrada Escritura
a) Vocabulario
Dos verbos hebreos y dos griegos expresan la idea de conversión. En hebreo: «sub, volver»: en sí no tiene valor religioso, pero al emplearlo fue tomando el significado de conversión expresado por su sustantivo derivado «tesubah». Convertirse es volver a Dios. Así aparece frecuentemente. Ejemplos: Am 4, 6 ss.; Is 9, 12; 19, 22, Jer 3; Ez 33; Dt 4, 30; Dan 9, 13. Naham, apenarse, arrepentirse. Ejemplos: 1 S 15, 29; Sal 110, 4; Jer 8, 6. Es empleado acompañado y siguiendo a «sub» por ejemplo en Jer 38, 18-19. Griego: «sub» es generalmente traducido en los Setenta como «epistréfein», que tiene el mismo sentido: volver, volver de nuevo, tornar a, venir… luego, convertirse. Cf. Os 14, 2 s.; Am 4, 8; Jon 2, 13; ls 55, 7; 6, 10 (citado por Mt 13, 15; Mc 4, 12; Act 28, 27); Jer 31, 14; Dt 30, 10. En el Nuevo Testamento se habla, por ejemplo, de volver de las tinieblas a la luz (Act 26, ]8). Se vuelve de (apó, ek) (Act 8, 22; Ap 2, 21 s.; 9, 20 s.; 16, I l; Heb 6, 1) y se vuelve hacia (Epí, prós). Cf. I Pe 2, 25, donde el verbo está empleado sin preposición, como en Lc 22, 32: Act 3, 19; «Metanoein», substantivo «metanoia», era bien conocido en el griego clásico con el sentido de: cambiar de espíritu o intención; cambiar la orientación del propio pensamiento. Tampoco le es extraño el sentido de arrepentimiento, que se acentuó en la época helenística. La traducción de los Setenta de «a metanoein» un sentido fuerte y técnico de conversión, siendo equivalente a «epistréfein», cuando esta palabra se emplea en sentido moral y religioso. También en los Setenta se traduce algunas veces «sub» por «metanoein»: así en Ecl 48, 16; ls 46, 8. De modo que el verbo «metanoein» estaba preparado para usarse en el Nuevo Testamento como expresión técnica para expresar: cambiar de espíritu, volverse hacia (Dios), convertirse; y esto con toda la densidad del «sub» de los profetas, conservando, sólo secundariamente, el valor de pena y arrepentimiento. Varias veces, en los Setenta (Jer 38, 18-19) y en el Nuevo Testamento, las palabras «metan» y «epist» aparecen unidas, señal esto de su similar sentido. En esta casi equivalencia, sin duda «met» expresa preferentemente el cambio de actitud interior, y «epist» el de relación con otro (Dios).
En latín, la palabra «conversio» expresaba bien la idea de volver, dar la vuelta, convertirse; pero «metanoia» fue traducida por «poenitere, poenitentia». De lo que se han seguido dos inconvenientes: 1) No se conserva la tan expresiva imagen del «sub» hebreo y del «metanoein» griego. 2) Aunque «paenitere» venía realmente de «paena» con el sentido de «no estar satisfecho de», se vio como absorbido por la palabra «poena» de la que incluso tomó la grafía, y así recibió un predominante sentido de: compensación onerosa, aflicción, reflejando sólo uno de los valores y no precisamente al más profundo del empleo bíblico de «metanoia». «Penitencia» sugiere en primer lugar obras de penitencia.
b) Teología bíblica de la conversión
El doctor E. Würthwein distingue, hasta llegar a oponerlas, la concepción de «penitencia» que tenían en Israel antes de los profetas y la de «conversión» que éstos predicaron. Existían, realmente, en Israel costumbres penitenciales ocasionales o legalizadas y ritualizadas en las instituciones cultuales, y que incluían ayuno, lamentaciones, súplicas e incluso signos exteriores tales como saco, cilicio y ceniza. Hasta se decretaba una penitencia general, que alcanzaba incluso a los niños y animales (cf. Jon 3, 7 s.; Jdt 4, 10 s.). Pero llegan los profetas y dicen: todo esto no es volver a Dios (cf. Am 4, 6-11). Para los profetas, lo esencial y lo que cualifica todo lo demás es realizar el auténtico encuentro religioso. Es una relación personal entre un hombre que se compromete todo él, es decir, su «corazón» o su conciencia, y el Dios vivo, es decir, el Dios que tiene una voluntad, un plan, que llama y exige. Es el contacto o relación por los que verdaderamente Yahvé es el Dios de Israel e Israel el pueblo de Dios. Un individuo, un pueblo, se convierte cuando para él Dios es realmente Dios… Esta relación se concreta en tres puntos: obedecer la voluntad de Dios, fiarse plenamente de Él y apartarse del mal que Dios odia. De hecho, las exigencias son extremadamente concretas en el plano del comportamiento humano. La Alianza pide que se observe plena justicia, que se trate a los demás como hermanos, sobre todo a los pobres y débiles, etc. Esto es el verdadero ayuno… (cf. Is 58, 4b-07; Zac 7, 5 s.). En resumen, los profetas predican menos la «penitencia» que la «conversión»; para ellos todo se decide en el plano teologal y no en el ético-ascético.
Hay algunos textos que escapan a este esquema. Los profetas conocen y admiten los ritos penitenciales (Is 22, 12 s.; Jl 2, 12). E. Würthwein sitúa también durante el exilio el monumental caso de Ezequiel, que tradujo un sentimiento pastoral muy vivo de la responsabilidad personal y de la posibilidad que el hombre tiene de orientarse hacia la justicia o la injusticia. La neta distinción establecida por Würthwein, ciertamente, es exacta, en el fondo; tiene sus equivalencias en otros campos: Templo y Presencia de Dios, sacrificios y fiestas, etc. Es verdad: los profetas han comprendido y demostrado que es un modo de practicar la religión, que en realidad aleja de Dios, o que es cómplice del movimiento del pagano que cada uno llevamos dentro, para huir de Dios, representárnoslo a nuestra propia imagen humana, en fin, hacernos un ídolo; cuando la verdadera religión consiste en dejarse modelar por Dios a su imagen y dejarse interrogar totalmente por El, en el absoluto de la fe y del amor. Sin embargo, hay un peligro en esquematizar la oposición señalada: el de no ver más que la relación de fe y «hesed», que es la sustancia de la conversión en la que coinciden los profetas, pero incluyendo, y no excluyendo, la realidad concreta de la «penitencia» como tristeza por el pecado, contrición, enmienda y satisfacción.
Los autores protestantes dicen, algunas veces, que lo contrario del pecado no es la santidad, sino la fe. No; es la justicia. Inconscientemente, tienden con frecuencia a llevar a otros campos el debate de las obras y la fe —algo hay de esto en el admirable Eros y Agapè de A. Nygren—, y no ven bastante el estatuto de una fe que se hace verdadera por las obras. No se trata, pues, sino de completar las indicaciones de Wurthwein sobre la predicación profética de la verdadera conversión a Dios, porque esta predicación incluye también enunciados sobre la detestación y el repudio del pecado. En resumen, sobre la verdadera penitencia a la que lleva la relación de fe, justicia, fidelidad, misericordia y conocimiento de Yahvé.
En el Nuevo Testamento, la idea de conversión es absolutamente fundamental. El Evangelio comienza con la llamada de Juan Bautista, tomada luego por Jesús al principio de su predicación: «arrepentíos (metanoeite), pues el Reino de Dios está cerca» (Mt 3, 2; cf. Mc 1, 4; después, Mt 4, 17; Mc 1, 15). Es una llamada a un cambio de vida profundo e interior, que corresponde al acto decisivo y completamente inaudito de Dios viniendo a liberarnos y perdonar los pecados. La conversión a que invitan, primero Juan y después Jesús, obliga a revisar por completo el sentido de la vida propia con relación a este acto decisivo de Dios. Es la respuesta del hombre a la soberana iniciativa de Dios; implica primeramente un arrepentimiento o una penitencia para abandonar el pecado (Mt 3, 8; dignas obras de penitencia); inmediatamente la fe por la que uno se entrega totalmente a Dios («Arrepentíos y creed en la Buena Nueva»: Mc 1, 15; Act 20, 21; 26, 18; Heb 6, 1); finalmente, consecuencias para toda la vida, que será renovada por completo. La vida tendrá otro estilo, el que conviene al Reino de Dios y que se resume maravillosamente en una actitud de «no posesión», de pureza, disponibilidad y confianza; un a priori de afectuosa apertura…, en resumen, una actitud de infancia espiritual.
Este mensaje evangélico tiene un valor absoluto y definitivo para todos los hombres hasta el fin del mundo. Los apóstoles lo han hecho resonar a través del espacio y el tiempo: todo hombre es llamado a hacer penitencia y a convertirse, al anuncio de un heraldo de la Buena Nueva (Mc 6, 12; Mt 12, 41; Lc 5, 32 par.; 24, 47; Act passim). San Pablo y san Juan han pensado en las implicaciones teológicas de la vida cristiana como conversión: fundamentalmente, los dos tienen la misma teología. Aunque san Juan no emplea las palabras «metanoein, metanoia», sin embargo, presenta, en el sentido más estricto del término, la «theo-logia» más profunda de la conversión como acto y proceso por los que el fiel se deja engendrar y formar por Dios, en dependencia de Jesucristo. El mismo San Pablo ha desarrollado progresivamente, a través de sus Epístolas, una síntesis teológica de la conversión cristiana, uniendo los tres aspectos siguientes. Primero, la fe, que es no tanto una consecuencia de la penitencia-conversión, cuanto su principio. Inmediatamente, el bautismo y el hombre nuevo: san Pablo toma ideas judías sobre el bautismo de los prosélitos, pero el Bautismo cristiano adquiere todo su sentido en Jesucristo y su Pascua. Finalmente, todo un programa de vida al que comprometen la fe y el Bautismo: éste, que nos configura con la muerte y resurrección de Cristo, tiene un contenido moral más concreto y exigente; uno se convierte, para servir a Dios (cf. I Tes 1, 9-10; Gál; Rom 1, 25; 12, 1-2); uno se compromete por la fe y el bautismo a un género de vida que consiste en hacer morir el hombre viejo y realizar en nosotros el hombre nuevo (2 Cor 4, 16; I Ts 1, 9-10, 4, 4-5. 9-12; Rm 1, 25-31 y caps. 12 y 13, etc). Nada más teologal, sacramental y ético a la vez que la conversión en San Pablo; nada más acto de Dios comprometiendo al hombre a un continuado esfuerzo; nada como la conversión que se realice una vez y, sin embargo, tiene que realizarse sin cesar…
Componentes de la conversión y puntos de vista en que se pueden considerar los hechos
Consideremos ahora la realidad de la conversión tal como la presentan cada día los hechos, en nuestros países o en los países antes llamados «de misión». La conversión es un paso personal que afecta la vida de un hombre moralmente adulto, es decir, de un hombre cuyo principio de síntesis moral es personalmente poseído y puede ser libremente elegido o ratificado. La conversión incluye todo un conjunto de movimientos psicológicos y morales; de motivaciones intelectuales y afectivas. Hay preparaciones, positivas, que abren el espíritu a ciertos valores, y negativas, que ayudan a superar ciertas actitudes de retroceso: entre estas causas hay que situar de modo muy especial el papel del sufrimiento, de los «callejones sin salida», de todo lo que significa para nosotros decepción, herida… Hay etapas, relevos: san Agustín pasó por el neo-platonismo; Görres volvió al catolicismo a través de la idea de unidad política, y muchos hombres de su tiempo a través de la Iglesia como fuerza de estabilidad y de orden (Von Haller, por ejemplo). Las preparaciones juegan su papel, después ceden su lugar a otra cosa, que permanece… Los factores del medio cultural y sociológico tienen también su influencia, sobre todo el sentido de inhibición, como se comprueba en los estudios referentes a los medios obreros europeos o a las condiciones de conversión en algunos países de misión, sobre todo en aquellos donde está instalado y reina el Islam. Ciertos casos conocidos por el autor llevarían a preguntarse si a veces en las conversiones confesionales no juega su papel un determinado atavismo… Valdría la pena estudiarlo.
Todo esto demuestra que las conversiones encierran una realidad humana muy compleja: moral, social, histórica, quizá incluso genética, y cuyo estudio sería también muy interesante. Si no siempre, sí en muchos casos podría hacerse una historia puramente psicológica de las conversiones, y los más exigentes teólogos nos dejan, a este respecto, en plena libertad. También se podría, con una base suficientemente documentada, realizar una clasificación y tipificación de las conversiones, si, a pesar de su extremada variedad, se pueden reducir a algunos tipos y si esta clasificación presenta verdadero interés. Una posible clasificación, tomada desde el punto de vista psicológico o de motivos psicológicamente determinantes, es ésta:
1. Conversiones en que domina la inquietud, la necesidad de encontrar la verdad y las motivaciones intelectuales: caso frecuente en las conversiones confesionales, por ejemplo Newman, Cornelia de Vogel.
2. Conversiones en que predomina la voluntad de realizar un ideal puro: muchas conversiones del paganismo o del Islam al cristianismo.
3. Conversiones de tipo emocional, especialmente numerosas en las reuniones de evangelización de los pentecostales, del Ejército de Salvación… Hay también conversiones lentas y conversiones repentinas, pero en estas últimas el brusco momento decisivo ha sido frecuentemente precedido por preparaciones y seguido de todo un largo trabajo: el caso, por ejemplo, de Teodoro Ratisbonne (visión de la Virgen, Roma, 1842). Sucede entonces que las razones siguen al momento decisivo en que se da la «vuelta» moral o religiosa, que es lo esencial de la conversión; el nuevo principio de síntesis se adquiere repentinamente o de un solo golpe por una iluminación instantánea, y la estructura de los razonamientos o de las respuestas sólo llega después. Tal es, por ejemplo, el caso de un P. Robert Bracey, y especialmente, más ilustrado y formulado por él mismo en términos de insuperable verdad, el de Paul Claudel. Transcurrieron cerca de cuatro años entre su iluminación (Navidad 1886) y su primera confesión (1880). Animus que debía razonar las dificultades y sacar las conclusiones, tenía que estar retrasado respecto a Anima.
Hay conversiones completamente personales. La Iglesia católica les da preferencia. Algunas conversiones en masa, como la de los monjes anglicanos de Caldey en 1913, no son en realidad sino la pluralidad de conversiones personales, más o menos ligadas y simultáneas. Por el contrario, el psicólogo y el sociólogo deben hacer un lugar a las conversiones verdaderamente colectivas. Las ha habido en la historia (¡los sajones!), y sin duda existen aún en la historia misionera contemporánea, casos de grupos sociales que siguen en masa a su jefe. Existen también los «Revivals» o las campañas de evangelización de tipo «evangelical» que desembocan en movimientos más o menos colectivos de conversiones repentinas: acción de Moody, de Evan Roberts con los «Revivals» del país de Gales, de 1904-1905, campañas de Billy Graham, sesiones de llamada del Ejército de Salvación… Las grandes misiones de los siglos XVII, XVIII y XIX en la Iglesia católica han presentado, a veces, rasgos semejantes a los «Revivals» protestantes. En el fondo, se trata de una predicación que imita la de los grandes profetas de Israel. «EI ‘Despertar’ es la vuelta a la obediencia a Dios» (Finney).
Sería peligroso insistir demasiado en los aspectos espectaculares, incluso algo románticos, de una conversión repentina, sobre todo si es fruto de un choque sentimental. En tales conversiones se arriesga dejar para el futuro todos los verdaderos problemas. En realidad, toda la vida cristiana es conversión. Cada fiel debe esforzarse en llegar a ser, día tras día, lo que es y a realizar su ser espiritual en profundidad. Hay que ver bien a lo que obliga el bautismo de niños; por un lado, compromete a cada cristiano y, por otro, a la Iglesia, para que prosiga un esfuerzo de auténtica pastoral. El bautismo exige, imprescindiblemente, instrucción y conversión. En la Iglesia anterior a Constantino, cuando era peligroso ser cristiano, estaba formada principalmente por hombres convencidos; sin duda, lo más frecuente es que el Bautismo se diera sólo a personas previamente convencidas y convertidas: representaba, realmente, no sólo desde el punto de vista dogmático, sino también desde el psicológico y moral, un segundo nacimiento. Hoy, en que se confiere a los niños recién nacidos, corre el riesgo de aparecer sólo como un aspecto del nacimiento común; el nacimiento por el que entramos en el mundo, en determinada sociedad, que en nuestros países es «cristiana»… Pero la obligación de instrucción y conversión permanece indisolublemente ligada: sencillamente, debe realizarse después por medio de un caminar personal, ya que no se realizó antes. La vida del cristiano lleva consigo la obligación rigurosa de llegar a ser verdaderamente cristiano, ya que lo hicieron sin elección personal. Es decir, hay una obligación de conversión…
Se han propuesto diversas «explicaciones» psicológicas para el hecho de la conversión: la presión social, el debilitamiento del «tonus vital», el subconsciente, la sexualidad, etc. Estas explicaciones se basan generalmente en un aspecto real de las conversiones —en el plano fenomenológico—, pero son demasiado limitadas o parciales para percibir el hecho en su totalidad, sobre todo si se le mira en su relación con la totalidad de la existencia y con su significación.
Explicaciones frecuentemente dominadas, en las obras de psicología religiosa, por la preferente atención concedida por E. D. Starbuck —iniciador de estos estudios— a la adolescencia como momento privilegiado para la conversión (Psychology of Religion, Londres, 1889); o también por el punto de vista, tan querido a los protestantes, de la conversión repentina y definitiva con predominio del sentimiento de pecado del que uno se libera por un «surrender» (entrega) total a la gracia, a la voluntad y al servicio de Dios. William James (Varieties of Religious Experience, 1902) veía la conversión como la última consecuencia de una incubación inconsciente de ideas y sentimientos que terminan apareciendo o más bien explotando, saliendo a la superficie de la conciencia, movidos por nuestra tendencia de reemplazar los elementos caducos o dispersos de nuestra síntesis mental, por un principio más fuerte y más unificador: y esto bajo el choque de una emoción, de una percepción nueva o de un conjunto de circunstancias que sacan a luz el desgaste, la desorganización y la ausencia de cohesión de nuestro anterior sistema…
Un psicólogo contemporáneo, R. H. Thouless (An introduction fo the Psychology of Religions, Oxford, 1923, caps. 13 y 14), aun distinguiendo varias clases de conversiones, algunas de las cuales desbordan esta explicación, la toma después en forma diferente: sentimientos, habitualmente frenados por una resistencia que se opone a su afirmación y a su éxito, rompen esta resistencia y se afirman en el plano de la vida consciente. Este esquema se aplica en particular a las conversiones juveniles, en las que actúa el deseo de escapar a ciertos hábitos de pecado que pesan precisamente en la edad en que se busca conquistar y afirmar la propia síntesis. Pero el mismo Thouless reconoce que así no tiene en cuenta las conversiones intelectuales, que son el mayor número de conversiones confesionales.
Algunos psicoanalistas han dado a los hechos de conversión una interpretación demasiado sencilla: los candidatos a la conversión serían seres de psiquismo inseguro, desprovisto de unidad innata. La necesidad de unificarse les lleva a subordinar o expulsar una parte de sí mismos en beneficio de la otra parte. Además, como no se bastan a sí mismos, se buscan un amigo poderoso que les complete, les apacigüe y permita compensar sus fracasos. Pero esta solución para su angustia se produce a costa del valor humano. Hay en estas consideraciones de los psicólogos mucho, al menos parcialmente, de exacto; pero dependen mucho más de la simple descripción que de la explicación. Es cierto que la conversión se opera a menudo en el término de una crisis caracterizada por un cierto desequilibrio del que se quiere salir, o por una pérdida de seguridad interior. Por eso la conquista de la personalidad por el joven, la vergüenza de un pecado —sentida hasta el paroxismo—, o bien una pena, enfermedad, guerra, fracaso, cautividad, hasta una sencilla emigración, son momentos propicios para la conversión. Es cierto que la conversión representa la conquista de un principio de síntesis más satisfactoria, y es una integración. Todavía es preciso ver en qué condiciones y sentido se realizan esa conquista y esa integración.
Como para todo lo que se desarrolla en la vida psíquica del hombre, es normal que los psicólogos, que exploran el consciente y el subconsciente, puedan dar una traducción psicológica de los hechos. Pero nos parece que hay dos clases de consideraciones que piden se pueda y deba ir más allá de esas explicaciones.
1. La verdad representada por el método fenomenológico. La conciencia tiene un contenido, una intencionalidad. No es cuestión solamente de analizar y así «explicar» después el modo cómo suceden las cosas. Es preciso considerar y tratar de «comprender» el contenido y la significación de lo que pasa. Ahora bien, los convertidos experimentan y afirman ciertas cosas, y la convergencia de sus experiencias y afirmaciones tiene valor propio: creemos que se puede sacar de ello una prueba que tiene certeza moral, del tipo de las pruebas por testimonios convergentes, en favor no sólo de la existencia de Dios, sino de su acción en las almas y de la realidad de ciertos hechos místicos. En efecto, una afirmación se repite en los relatos de conversión, menos sin duda en las «conversiones» juveniles —de las que los psicólogos se han ocupado con más gusto—, que en las conversiones «místicas»: la afirmación de la acción soberana de una persona viviente, pero trascendente e invisible. La historia que han vivido, no solamente les parece dirigida hacia Dios, sino llevada por Él, y lo que ellos atestiguan de sus iniciativas y de esta conducta responde, de modo notable, a lo que los teólogos llaman «la acción de la gracia». La aportación última por la que todo se esclarece y decide, no proviene de ellos, sino de la acción de Otro que está dentro de sí mismo (1).
(1) El padre Lacordaire escribía en una carta del 11 de mayo de 1824, a propósito de su propia conversión: «Un momento sublime es aquel en que el último rayo de luz penetra en el alma y reúne en un centro común las verdades esparcidas. Hay siempre una tal distancia entre el momento que sigue y el momento que precede a aquel, entre lo que se era antes y lo que se es después, que se ha inventado la palabra gracia para expresar este relámpago que viene de lo alto» (FOISSET, Vie du P. Lacordaire t. 1, pág. 61).
Del mismo modo un fenomenólogo de la religión concluía: «No podemos describir la estructura de la conversión sin añadirle esta acción divina como elemento de comprensión». Quizá no sea acertado hablar, como el padre Mainage, de un «dualismo» que existiera en el alma del convertido; sin embargo, no hay nada tan atestiguado como la certeza o evidencia moral experimentada por tantos convencidos, de que lo que les sucede no es fundamentalmente de ellos, sino de Dios.
2. Desde el punto de vista fisiológico o médico, Juan Bautista murió, sencillamente, de una hemorragia. Desde el punto de vista teológico, su muerte es un martirio que corona su testimonio del Verbo encarnado; esa muerte pertenece a la historia de la salvación y tiene un valor sagrado. Este ejemplo nos ayuda a comprender que un mismo hecho puede suscitar apreciaciones diferentes, situadas en planos diferentes, debidos a medios de conocimiento y criterios diferentes. En una conversión, el psicólogo puede ver el desenlace de una crisis cuyo proceso analiza más o menos exacta y completamente; puede también señalar el momento en que una explicación sacada de las «leyes» ordinarias de las costumbres humanas se detiene ante datos que sobrepasan la medida o el orden natural. Así desemboca —y debe reconocerlo, como un posible más allá de su explicación— en un punto, a partir de cual el apologeta hablará quizá de milagro moral. Por el contrario, no habría nada más engañoso, y hasta ridículo, que pretender «explicar» con algún conflicto interior un hecho como la conversión de san Pablo. Jung es lo bastante gran psicólogo como para no quitarle ningún mérito, aunque digamos que sus intenciones con respecto a ese tema (citados por Thouless, ed. 1950, págs. 189 ss.) aun conteniendo algunos elementos válidos, son lastimosamente inadecuadas.
La apreciación teológica de las conversiones tiene criterios propios. En primer lugar dogmáticos, procedentes de las afirmaciones de la Revelación y de la fe sobre la realidad de Dios y su acción. En segundo lugar espirituales y morales, que tengan en cuenta la calidad de la vida, pureza y frutos espirituales de las motivaciones, de la fecundidad y beneficios superiores que de ello se deriven. Porque una conversión que viene de Dios no es sólo un hecho fisiológico, es un hecho espiritual; no es sólo un término, un refugio, después de la tormenta; la conversión abre una fuente de vida para los demás, entra en la inextinguible historia de la caridad y del retorno de la creación a Dios por caminos de luz, de libertad, de cruz y de amor.
Teología de la «conversión»
a) La teología clásica apenas se ha ocupado de la conversión. Únicamente al estudiar el acto decisivo de la justificación. Las dos principales referencias son: Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Iª, IIae, q. 113 (y lugares paralelos), y el Concilio de Trento, ses. Vl, sobre todo los capítulos 5.° y 6.°. La justificación, que es el caso límite, manifiesta con toda fuerza las afirmaciones de la teología sobre la conversión al suponerla un acto gracioso y soberano de Dios: se realiza en el bautismo de los niños pequeños, sin que allí se produzca actividad alguna humana y consciente por su parte. Estamos en presencia de la conversión como acto espiritual de Dios (de la gracia) en estado puro. Es bastante curioso observar cómo el pensamiento protestante, que partía de una afirmación de pura gracia y de pasividad del hombre, ha llegado a insistir, de una parte, en el elemento «experiencia» de la conversión, y, por otra, a poner en duda, y frecuentemente a rechazar, el bautismo de los niños por razones teológicas. Pero los protestantes, fieles a las afirmaciones tradicionales sobre el valor sacramental del bautismo, incluso del bautismo de los recién nacidos, distinguen entre la regeneración producida en el bautismo por el acto de Dios (cf. Jn 3, 7) y la conversión, que implica una libre actividad del hombre (cf. Act. 3, 19).
De hecho, lo que ordinariamente se llama conversión se produce en la vida consciente de un adulto y trae consigo, generalmente, todo un proceso de preparaciones y acercamientos progresivos. No es corriente que sea absolutamente instantánea y que se cubra por completo con la justificación. En ese caminar progresivo, la teología, al menos la de la tradición agustino-tomista, afirma la necesidad de gracias actuales de Dios, es decir, de mociones sobre la inteligencia y la voluntad del hombre, o de disposiciones externas que se ordenaban a su salvación. Es éste un punto de técnica teológica que recientemente se ha puesto, una vez más, sobre el tapete en el transcurso de una controversia suscitada por la obra del padre H. Bouillard, Conversion et gráce chez saint Thomas d’Aquin, París, 1944.
b) Pero si la teología católica afirma sin ambigüedades el papel primordial y decisivo de una fuerza venida de Dios: la gracia —que previene al hombre sin mérito de su parte, de tal forma, que el propio comienzo de la conversión es fruto de la gracia—, afirma con igual energía la realidad y la parte de la libertad humana. La teología, desde san Agustín, se ha esforzado incluso en analizar todo lo posible el juego alternado entre la gracia y la libertad. Abundan los ensayos explicativos. Puede leerse, por ejemplo, el de Fenelón, en su VI Lettre sur la religion. Hablar de juego alternado entre gracia y libertad no es demasiado feliz: deja entrever que una se construye luchando contra la otra, cuando en realidad la gracia hace efectiva la libertad… Sin entrar en los detalles de un análisis fruto de un estudio más técnico, nos mantendremos muy cerca de los textos bíblicos y la experiencia de los convertidos que muestran el Dios de la gracia, y la libertad de hombre, aproximándose uno a otro en una especie de diálogo y de condicionamiento recíproco: algo así como el juego del dominó, en el que uno de los participantes no puede colocar un seis hasta que el otro no ha colocado otro seis… La religión bíblica, religión de la Alianza, tiene una estructura de diálogo. Cuando se estudia, sobre todo en el Evangelio de San Juan, las «llegadas» a la fe, se ve que: puestas en presencia de lo que será para ellas la verdad de Jesucristo, quien las acerca primeramente bajo la forma de un signo o un encuentro, las almas comienzan a decidirse a favor o en contra según una disposición fundamental, cuya realidad decisiva es, en definitiva, una psicología de apertura o de cierre sobre sí mismo. La cuestión es saber cuál es el sentido de nuestro amor. Si es abierto a las llamadas y exigencias del Otro, llegará hasta la caridad. El amor a Dios sobre todas las cosas se convierte, a la luz de la fe, en el nuevo principio de síntesis, apto para modelar y unificar toda nuestra personalidad. Porque el movimiento de conversión lleva hasta allí. Puede aplicársele lo que Kierkegaard dice de la fe: «Creer no es una empresa como otra cualquiera, un calificativo más que se aplica al mismo individuo (nosotros añadiríamos: una idea más…); no, cuando se arriesga a creer, el mismo hombre se convierte en otro».
En una carta del 21 de julio de 1849 a Alberic de Blanche, marqués de Raffin, Juan Donoso Cortés decía: «El misterio de mi conversión (porque toda conversión es un misterio) es un misterio de ternura. Yo no amaba a Dios, y Dios ha querido que le ame; y porque le amo, aquí estoy, convertido».
c) La teología analiza los actos típicos de la conversión-justificación. Son, según Santo Tomás de Aquino y el Concilio de Trento: la fe, el temor y la esperanza conjugados, el amor inicial, el arrepentimiento y el propósito firme. Salta a la vista que todo proviene de la fe… Los teólogos, por otra parte, saben que la vida no siempre respeta las clasificaciones, y sobre todo que es sintética y concreta, no analítica.
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Yves Marie-Joseph Congar
Evangelización y Catequesis
Celam-Claf. Marova. Madrid – 1968. Págs. 65-82
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Yves Marie-Joseph Congar (Sedan, Francia, 8 de abril de 1904 – 22 de junio de 1995). Fraile dominico y teólogo católico, fue uno de los artífices intelectuales del Concilio Vaticano II.
Fue San Vicente uno de los mas ilustres mártires de la Iglesia de España, en quien se hizo mas visible cuanto puede la gracia de Jesucristo.
Nació en Huesca de una de las mejores y más distinguidas casas del país. Desde niño le entregaron sus padres al gobierno y a la dirección de Valerio obispo de Zaragoza, que le crió en toda piedad haciéndole instruir así en los misterios como en las obligaciones de la religión, sin olvidar el estudio de las ciencias humanas. En poco tiempo aprovecho mucho Vicente; y viendo el santo prelado los progresos que hacia en todo, le ordeno diacono de su Iglesia, encargándole el ministerio de la predicación, que no podía ejercitar el santo obispo por razón de su avanzada edad. Desempeñóle Vicente con dignidad y con feliz suceso porque predicando tanto con las obras como con las palabras, no solo enseñaba y fortalecía a los fieles, sino que también convertía a la fe mucho numero de gentiles.
Hacia el fin del año de 303, que fue el principio de la persecución que los emperadores Daciano y Maximiniano movieron en España, queriendo Daciano gobernador de la provincia de Tarragona, a cuya jurisdicción pertenecía a Zaragoza y Valencia ampliar su celo y su actividad en que fuesen obedecidos los decretos de los emperadores, mando prender a Valerio y a Vicente dando orden para que fuesen conducidos a Valencia cargados de cadenas. Lisonjeabase con la esperanza de que se desalanterarian con las fatigas y con los malos tratamientos que había encargado se le hiciesen en el camino; y le adquirirían la gloria de haber preso a los dos mayores héroes cristianos que se conocían a la sazón en la nación española. Pero quedo no poco admirado cuando los vio en su presencia tan frescos y robustos como si nada hubieran padecido, a pesar de las diligencias que se había hecho para matarlos de hambre en tan prolijo y penoso viaje.
Sugiriole a Daciano que para persuadir a unos hombres de aquel carácter tendrían por fuerza los buenos términos que la severidad y las amenazas. Con esta idea dirigía primero la palabra a Valerio, le presento que su avanzada edad estaba pidiendo de justicia algún descanso, y sus muchos achaques una vejes dulce y tranquila; que uno y otro lo hallaría obedeciendo a las ordenes justas de los emperadores.
Volviendo después a Vicente le dijo con afectada blandura: «tu hijo mío estoy seguro que no degeneras de la nobleza de tu sangre». Tienes talentos y eres noble por lo que espero te harás acreedor a las honras que la generosidad de los emperadores se dignaran dispensarte. Eres joven, eres galán, eres generoso, eres discreto, puedes esperar los grandes favores con que te brinda la fortuna la cual se te presenta colmada de gracias y de dichas. Para merecerlas no has menester más diligencias que abandonar la religión de tus padres ven hijo mío, ríndete a lo que ordenan los emperadores y te expongas por una obstinación a una muerte anticipada y afrentosa.
El santo viejo Valerio padecía alguna dificultad en la lengua y no podía explicarse bastante expedición por lo que ordenó a Vicente que respondiese por los dos.
Tomando este la palabra hablo a Daciano con valerosa intrepidez declarándole bajo concepto que hacían de los demonios transformados en dioses del imperio añadió «no creas que las amenazas de la muerte nos han de acobardar, ni las desdobles honras de la vida pueden movernos a faltar a nuestra obligación; porque as tener entendido que no hay cosa tan estimable ni tan dichosa en el mundo que se acerque de mil leguas al consuelo y a la honra de morir por Jesucristo».
Vacilo Daciano de la generosa libertad del santo diacono, se contento con desterrar a Valerio y descargo toda su cólera sobre San Vicente. Dio orden a los verdugos para que empleasen los tormentos más crueles y para que inventasen también los más terribles que pudiesen discurrir, a fin de vengar a los dioses del desprecio que se les habían hecho; y fueron ejecutadas sus ordenes con la mayor exactitud y en la mayor puntualidad.
Poniéndole al punto sobre la canasta aplicándole los cordeles, y comienzan a tirarle de piernas y las manos, jugando el artificio de aquella horrible maquina con tanta violencia que luego se oyó el ruido y se percibió la dislocación de todos los huesos de suerte apenas se mantenían los miembros unidos al cuerpo sino por pedazos de los nervios viendo el tirano que el santo se reía de aquel tormento, mando que rasgasen las espaldas con uñas o garfios acerados; lo que se ejecuto de un modo tan cruel, que se le descubrieron las costillas hasta el espinazo. Esperaba Daciano que el santo mártir lanzaría por lo menos un suspiro o dejaría corre alguna lágrima; pero queriendo el Señor dar a entender a los hombres que sabe muy bien cuando quiere endulzar las penas y trabajos que se padecen por su amor hizo que el santo sufriese este segundo suplicio contacta constancia y con tanta alegría como había sufrido el primero quedo atónito el tirano al ver aquella asombrosa tranquilidad del Santo Mártir en que los mas vivos dolores pero cuando le oyó hacer como burla y chacota de la maldad de los verdugos, y que al él mismo le desafiaba que le hiciese sufrir todo lo que se le antojase espumaba de cólera, teniéndolo por especie de insulto.
Sabiendo que las yagas en dejándose enfriar son mas dolorosas si se vuelven abrir ordeno que fuese despedazado de nuevo, lo que se hizo con tanta crueldad arranquandole crecidos pedazos de carne, dejaban ver patentes las entrañas donde corrían arroyos de sangra por todas partes, y solo se miraba un esqueleto que vivía en fuerza de milagro. Comprendió bien el tirano que en aquella constancia estaba alguna cosa sobre natural y que nunca podría vencer una fuerza tan superior a la suya mando que se cesasen los tormentos; pero, sin querer manifestarse vencido le ordeno que a lo menos le entregase los libros Sagrados para arrojarlos al fuego, ofreciéndole la vida si le obedecía en esto.
Vicente, con modo grato, pero santamente intrépido respondió al juez que el fuego con que amenazaba a los libros estaría mejor empleado en el mismo Santo para acabar el sacrificio en las llamas; y también me veo obligado a prevenirte añadió el invicto mártir, que algún día arderás tu por toda la eternidad en las del infierno sino a renuncias al culto de los falsos dioses.
Apurado todo el sufrimiento de Daciano al oír tan no esperada respuesta y no pudiendo contener la indignación en el pecho, mando que al instante le extendiesen en una cama de hierro ardiendo aplicándole por todo el cuerpo laminas o planchas encendidas.
Renovoce la alegría de Vicente a vista del nuevo tormento que le esperaba. Todo su gusto era pasar de un suplicio a otro, del eculio o del potro a las parrillas, las cuales se componían de unas barras atravesadas, no de plano, sino de esquinas, abiertas en forma de sierra y salpicadas a trechos de púas agudas a manera de rayo. Su elevaron era de una cuarta escasa, y se colocaban sobre cartones encendidos que estaba continuamente avivando los verdugos. Llenavanse todos de horror al ver aquel cuerpo medio desollado amarrado con cadenas a la parrilla cubierto de planchas ardiendo por la parte superior, mientras por la inferior le derretía el bracero. La grasa que el Santo cuerpo destilaba añadía mucha fuerza a la violencia del fuego y como si aquel conjunto de tormentos no bastase a causarle un dolor agudísimo y cruel, cuidaban los verdugos de avivársele, llenándole de sal las yagas y las heridas.
Permanecía Vicente inmóvil los ojos fijos en el cielo y el semblante risueño, adorando y bendiciendo sin cesar al Señor en aquella postura de inmolación y de victima. Pero como la mano del Todopoderoso se descubría tan visiblemente en la alegría y en la constancia de Santo Mártir no podía permanecer expuesto por mucho tiempo a los ojos del publico un espectáculo que tanto desacreditaba el culto de los ídolos todos admiraban la fuerza prodigiosa del paciente y hasta los mismos gentiles clamaban que aquello no podía ser sin gran milagro: de suerte que se vio precisado Daciano a mandar retirar al invicto mártir diacono. Encerrándole en un oscuro calabozo donde le tendieron para descansar sobre pedazos de hierro con severa prohibición de que no se le diese el menor alimento ni el mas ligero alivio pero el Señor tubo providencia de su ciervo, porque de repente bajo una celestial luz que despidió las tinieblas del calabozo, y al mismo tiempo derramo Dios en el alma de aquel héroe una divina dulzura, un consuelo de superior orden que le inundo de alegría hallase de repente restituido a su antigua robustez y mejorado en su natural hermosura exhalando de cuerpo un suavizo olor que llenaba de fragancia aquel lugar hediondo.
Bajaron a hacerle compañía escuadrones de espíritus angélicos y se dejaron percibir los celestiales cánticos con que entonaban alabanzas al Señor de manera que aquella horrorosa prisión se convirtió en paraíso de delicias. La fragancia, la música y el resplandor llenaron de admiración a los guardias pero quedaron atónitos cuando vieron a Vicente sin la más leve señal de los tormentos pasados y convertidos en rosas los pedazos de hierro de que estaba alfombrado el calabozo no era fácil resistir a tanto tropel de prodigios convirtieronse a Cristos el alcaide con los guardias; y llegando la noticia a Daciano lo que pasaba, tomo (fuese desesperación o despique) una resolución bien extraña manda que al punto saque al Santo del calabozo ordena que le acuesten en la cama mas blanda y mas regalada que se pueda disponer y da providencia para que se le cuide sin perdonar a regalo ni a remedio. Publicase en toda la ciudad este decreto: acuden los fieles en tropas a la cárcel; conducen al santo como en triunfo en las calles; pero Vicente en el regalado lecho que se tenia prevenido, cuando, como si fuera el aquel mayor de los tormentos, espiro y volo su alma al cielo a recibir la corona y el premio de su victoria sucediendo esto el día 22 de enero del año 304 o 305.
Rabioso y fuera de si Daciano al verse vencido y confundido por aquel héroe Cristiano mando que fuese su cadáver y que sacándole al campo le arrojasen en un barranco donde sirviese de pasto a las aves y a las fieras; pero envió Dios un cuervo de grandeza extraordinaria que le hizo centinela y le defendió de los demás animales ordeno el tirano que le echase en alta mar, porque no le diesen culto y careciese de ese consuelo la devoción de los fieles; pero el Señor que se burla de todos los artificios de la humana prudencia, condujo a la orilla al Santo Cuerpo; y acudiendo los Cristianos, le enterraron secretamente fuera de las murallas de Valencia en el mismo lugar donde hoy es venerado en una magnifica iglesia en el año 542 sitio y tomo a Zaragoza Gildeberto, Rey de Francia y se contento con llevarse la estola que había servido al Santo diacono, y se la entrego a San German Obispo de Paris conservase esta preciosa reliquia en la Iglesia de San German, que Antiguamente se llamaba de San Vicente.
Martirio de San Vicente Mártir a través del frontal de Liesa (Huesca, España)
Santa Inés, admirada de todo el mundo y tan celebrada en toda la Iglesia, nació en Roma, hacia el fin del tercer siglo, de padres nobles, ricos y virtuosos. Las grandes dotes que desde luego descubrieron en su hija, contribuyeron no poco a aumentar el desvelo con que se aplicaron a cuidar de su educación.
Criáronla en gran amor a la religión cristiana, y desde sus más tiernos años formó Inés una idea cabal del estado feliz de la virginidad.
Las instrucciones de sus padres sólo sirvieron para fomentar las impresiones de la gracia. El Espíritu Santo había inspirado en aquel tierno corazón unos sentimientos tan nobles y tan cristianos, que a los diez años de su edad parecía haber llegado a una consumada y eminente perfección. Amó a Dios, dice San Ambrosio, desde que pudo conocerl
Viola un día por accidente Procopio, hijo de Sinfronio, gobernador de Roma, y quedó tan ciegamente enamorado de ella, que resolvió tomarla por esposa. Informado el padre de la calidad y de las grandes prendas de la doncella, aprobó mucho el pensamiento de su hijo; pero era menester el consentimiento de Inés. El primer paso que dio Procopio fue enviarle un rico regalo, declarándole al mismo tiempo el fin de sus honestos deseos. Pero el desaire que le hizo en no recibirlo, y el desprecio con que se lo volvió, no produjeron otro efecto que el de aumentar su pasión. Sirvióse de cuantos artificios pudo y de cuantos medios, discurrió para conquistarla: ruegos, promesas, amenazas, todo lo empleó; pero todo inútilmente.e, y se puede decir que le conoció desde que nació. Las diversiones de la niñez eran únicamente los ejercicios de la devoción más tierna. Fue niña en los años, pero no en las inclinaciones ni en los sentimientos. Su rara hermosura añadía nuevos realces a su modestia. Era extraordinaria su piedad, y la extrema ternura con que amó a la Reina de las vírgenes, casi desde la cuna, la inspiró un amor y una estimación tan grande de la virginidad, que apenas tenía uso de razón, cuando se resolvió a no admitir nunca otro esposo que a sólo Jesucristo. No tenía más que trece años, cuando su hermosura y su raro mérito hacían gran ruido en la corte.
El último recurso de que se valió fue buscar modo para hablarla él mismo, no dudando que al cabo se rendiría a sus ternuras y a sus solicitaciones. Pero todo cuanto pudo sugerirle una pasión ciega, vehemente y persuasiva, sólo sirvió para desengañarle de la ineficacia de sus mayores esfuerzos; porque, animada Inés de un espíritu y de una firmeza muy superior a sus años, le dijo con resolución: Apártate de mí, aguijón del pecado, tentador importuno y ministro del padre de las tinieblas. No te canses en aspirar a la mano de una doncella, que ya está prometida a un Esposo inmortal, único Dueño de todo el Universo, y que sólo dispensa sus favores a las vírgenes puras y castas.
Una resolución tan majestuosa y una respuesta tan desengañada como poco prevenida, llenó a Procopio de desesperación. Exaltada furiosamente su pasión, se dejó poseer de una cruel melancolía. El padre, que le amaba con extremo, resolvió valerse de su autoridad para lograr el beneplácito de los padres y el consentimiento de la hija. La llamó a su casa, y, habiéndola recibido con toda la atención que correspondía a su calidad y a su mérito:
No ignorarás, le dijo, el fin para que te he llamado. Mi hijo desea apasionadamente ser dichoso mereciendo tu mano. Tu nobleza y la noticia que tengo de todas tus 3 buenas prendas me hacen aprobar gustoso su acertada elección. Paréceme que tampoco tú podrás aspirar a mejor partido; y no me persuado que serás tan enemiga de ti misma, que no abraces al instante esta proposición. Inés, a quien el Cielo había dotado de prudencia y discreción superiores a sus pocos años, respondió con singular modestia, pero con igual resolución: que conocía bien la grande honra y la mucha merced que se le hacía en pensar en ella; pero que ya tenía escogido Esposo mucho más noble y más rico que Procopio; que, a la verdad, las riquezas de tal Esposo no eran de este mundo; pero por lo mismo eran mucho más preciosas, y que la virginidad, que ella estimaba más que todas las coronas del universo, era la única dote que su Esposo la pedía. Quedó confuso el gobernador, mostrando no entender quién era aquel Esposo de quien Inés le hablaba; y un caballero, que se hallaba presente, le dijo: Señor, esta doncella es cristiana, y desde su niñez está criada en las extravagancias de esta secta; con que no dudéis que ese divino Esposo de quien habla es el Dios de los cristianos.
Entonces, mudando el gobernador de tono y de modales: Ya veo ahora, dijo a Inés, qué es lo que te tiene trastornada la razón y alucinado el espíritu. Déjate, hija mía, de esas ideas frívolas de virginidad; déjate de esos supersticiosos fantasmones con que esa secta llena las cabezas de todos los que la siguen. Sean nuestros dioses desde hoy en adelante el único objeto de tus cultos; sean sus máximas la regla de tus dictámenes y de tus operaciones. No hagas obstinación de la ceguedad; tiende los brazos a la fortuna que te los alarga, brindándote con una elevación de tanta honra para ti.
Reflexiona bien lo que desprecias, y hazte cargo de que, si lo abrazas, ocuparás un lugar distinguido en la ciudad cabeza del Universo; poseerás grandes riquezas; serás 4una de las primeras señoras del mundo, y harás dichoso a todo tu linaje. Por lo demás, añadió en tono impetuoso y severo, sólo tienes veinticuatro horas de término para tomar resolución: escoge ser la primera dama de Roma, ó expirar infamemente en los más crueles tormentos.
« Señor, le replicó Santa Inés, no he menester tanto tiempo para determinarme, porque mi resolución ya está tomada; desde luego os declaro que no admitiré jamás a otro esposo que a Jesucristo, así como nunca reconoceré a otro Dios que al soberano Creador de Cielo y Tierra. Y me admiro tengáis valor para proponer a una persona de razón que adore a unos dioses de palo y de piedra. No penséis atemorizarme con la amenaza de los mayores suplicios; porque, si reconozco en mí alguna ambición, es únicamente la de añadir la corona de mártir a la de virgen. Niña soy, y soy flaca; pero confío en la gracia de mi Señor Jesucristo, que me dará fuerzas para morir por su amor.»
Atónito quedó el gobernador al oír respuesta tan animosa; pero, volviendo de su primer asombro, quiso hacer la última tentativa. Como la Santa mostraba tanto amor a la virginidad, le pareció que nada la intimidaría tanto como amenazarla con que haría fuese violada su entereza; y así le dijo: Escoge una de dos: ó casarte con Procopio, ó ser deshonrada en el lugar infame de las malas mujeres, antes de expirar en los tormentos.
«Tengo colocada toda mi confianza en mi divino Esposo Jesucristo, respondió la Santa. El es poderoso para librarme de tus violencias, y El es tan celoso de la pureza de sus esposas, que no permitirá les quiten un tesoro que dimana de Él, y que está debajo de su custodia. Vuestros dioses hediondos y malvados os inspiran semejantes infamias; pero el Dios de la pureza, a quien yo sirvo, sabrá librarme de vuestros impíos intentos.»
Rebosando Sinfronio en cólera y furor, mandó que al instante la cargasen de cadenas. Al punto trajeron los ministros una multitud de argollas, grillos y esposas, que con el ruido y con la vista hacían estremecer; pero Inés no mudó de color ni de semblante ni de lenguaje en presencia de los verdugos y de los instrumentos. Se mantuvo serena en medio de aquel funesto aparato; y oprimida con el peso de las cadenas estaba libre, porque no se habían hecho aquellos hierros para un cuerpecillo tan pequeño. Enternecíanse todos, sin poder contener las lágrimas, hasta los mismos paganos; pero Inés no podía disimular su alegría, agobiada por las cadenas.
Lleváronla como arrastrando al templo, para que ofreciese sacrificio a los ídolos; pero esto sólo sirvió para que confesase más públicamente a Jesucristo en presencia de mayor concurso. Moviéronla por fuerza la mano; mas ella hizo la señal de la cruz, levantando, por decirlo así, este trofeo sobre los mismos altares de los demonios.
Confuso el gobernador con la constancia de aquella doncellita, sin darse por vencido, se puso más furioso.
Creyendo, y con razón, que el lugar infame de las mujeres perdidas la causaría más horror que la misma muerte, la hizo conducir a él; pero un ángel la defendió y, desprendiéndose de lo alto una celestial luz, convirtió aquel hediondo lugar en oratorio, santificado con las oraciones y con los votos de la santa virgen.
Sólo Procopio, más osado que los demás, se atrevió a entrar con resolución de profanarle; pero al instante cayó muerto a los pies de la Santa. Llenó de consternación a todo caso tan espantoso. Traspasado de dolor el prefecto con la muerte de su hijo, mudó las bravatas en súplicas y en ruegos, y pidió a Inés que resucitase a Procopio. Apenas levantó los ojos y las 6manos al Cielo, cuando volvió a la vida el infeliz y ya dichoso mancebo, porque volvió publicando en alta voz que todos los dioses de los gentiles eran vanos y quiméricos, y que no había otro verdadero Dios sino el que adoraban los cristianos.
Como había sido interesado el gobernador en aquel evidente milagro, no pudo menos de mostrarse favorable a Santa Inés; pero los sacerdotes de los ídolos, que habían concurrido a la voz de aquella maravilla, conmovieron tanto al pueblo contra la santa virgen, tratándola de hechicera, de maga y de sacrílega, que el gobernador, temiendo una sedición, si la libraba, y no atreviéndose a condenar a muerte a la que había dado a su hijo la vida, tomó el partido de retirarse y entregar la causa a Aspasio su teniente. Intimidado éste con los gritos del pueblo, que clamaba contra Inés como contra una maga y hechicera, dio sentencia de que fuese quemada viva.
Preparase la hoguera, llénase el pueblo de expectación y arde en furiosa impaciencia de ver reducida a cenizas a aquella dichosa víctima; pero el fuego la respetó reverente. Divididas las llamas en dos partes, la dejaron intacta en medio del brasero, como se conservaron ilesos los tres mancebos hebreos en el horno de Babilonia; pero, remolinadas después las mismas llamas por uno y otro lado, abrasaron a muchos de los circunstantes que hacían el oficio de verdugos.
En fin, obstinándose siempre los sacerdotes y el pueblo en atribuir tantas maravillas a industria y al artificio del demonio, y temiendo el teniente algún alboroto, mandó que un verdugo la degollase en el mismo lugar donde había de ser quemada. Impaciente entonces la Santa con el ansia de unirse siempre en el Cielo con su divino Esposo, le suplicó que se dignase consumar su 7 sacrificio; y volviéndose al verdugo, que se iba acercando a ella con una especie de temblor y miedo reverencial, le alentó a que cumpliese con su oficio, diciéndole con valor: «Date prisa a destruir este cuerpo que ha tenido la desgracia de agradar a otros ojos que a los de mi divino Esposo Jesucristo, el cual fue siempre el único Dueño de mi corazón. No temas darme una muerte que comienza a ser para mí el principio de una vida eterna»; y levantando amorosamente los ojos hacia el Cielo:
«Recibid, Señor, exclamó, a esta alma que tanto os costó, y a la cual amáis Vos tanto». Al acabar de decir estas palabras, el verdugo, con mano trémula, la pasó la espada por el pecho, y al instante expiró.
No pudo estorbar el furor de los paganos que el cuerpo de la Santa fuese enterrado como con una especie de triunfo. Los muchos milagros que desde luego se obraron en su sepultura aumentaron la devoción de los fieles, y desde entonces se hizo célebre el nombre de Santa Inés en todo el orbe cristiano. El concurso a su sepulcro fue siempre muy numeroso, no solamente de los fieles, sino también de los mismos paganos, que se mezclaban con ellos para entrar a la parte en los milagrosos favores de la Santa.
El más acabado elogio y resumen de la vida de esta Santa nos lo suministra San Jerónimo diciendo: «La vida de Inés ha sido alabada en las iglesias, en las letras y en las lenguas de todos los pueblos, pues venció Juntamente a su edad y al tirano, y consagró por medio del martirio el honor de la castidad».
Dos templos existen en Roma con la advocación de esta virgen mártir. El uno en la plaza Navone, construido en el sitio que ocupó la prisión de la Santa, y en el que obró el milagro de la resurrección de Procopio. El otro templo es una de las siete basílicas primitivas de Roma, situado fuera de la ciudad, en el sitio que ocupó la sepultura de Santa Inés, sobre las catacumbas de la vía Nomentana, construida en tiempo de Constantino el Grande.
A esta basílica son llevados el 21 de Enero todos los años, para ser bendecidos, dos corderos, cuya lana sirve para los palios que los papas remiten a los arzobispos como signo de Jurisdicción sobre los obispos sufragáneos.
Las religiosas de Santa Inés tienen el privilegio de cuidar de estos corderos, uno de los cuales se sirve en la mesa del Papa el día de Pascua, y de tejer con su lana los palios mencionados. Casi todas las reliquias de Santa Inés se conservan en la basílica de la Vía Nomentana. En Francia hay algunas, y en Manresa, en España, hay también algunas desde el año 1372.