Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas.
Cierto día, su hijo de siete años invadió su santuario decidido a ayudarlo con el trabajo. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lugar. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle, con el objetivo de distraer su atención. De repente, encontró una revista en cuya contratapa había un mapa del mundo, ¡justo lo que precisaba!
Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo:
—Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto, para que lo repares sin ayuda de nadie.
Entonces, calculó que al pequeño le llevaría un par de horas componer el mapa, y él tendría una tarde tranquila para seguir pensando e investigando sobre los problemas más acuciantes del mundo.
Pero, para su sorpresa, no fue así. Pasados algunos minutos, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente:
—¡Papá, papá, ya hice todo! ¡Conseguí terminarlo!
Al principio, el padre no dio crédito a las palabras del niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño.
¡Para su gran asombro, el mapa estaba completo! Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz?
—¡Hijito, tú no sabías cómo era el mundo! ¿Cómo lograste armarlo?
—Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era.
¡Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo…!
Basado en Mamerto Menapace: «Solución Sencilla», Inventario de cuentos, p. 13.
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Para la reflexión personal
¡Cuántas veces necesitamos tomar distancia de las cuestiones que nos aquejan o preocupan y las soluciones aparecen a la vista! Quizás, se trate de dar vuelta los problemas, para encontrar el costado más sencillo y el comienzo de una resolución. Hay veces que es cuestión de barajar de vuelta y observar las cosas desde un punto de vista diferente. Lo individual involucra lo social, lo micro se ve reflejado en lo macro, lo pequeño en lo grande y viceversa.
Evidentemente los problemas del mundo se solucionan cuando resolvemos los problemas del hombre. La solución, sin embargo, está en los hombres mismos. El cosmos tiene en sí el germen para resolver los grandes problemas que acucian a la humanidad. Dios nos ha regalado todas nuestras capacidades para ponerlas al servicio de la humanidad, especialmente de los más necesitados.
El sentido último del trabajo del hombre en el mundo es completar la creación de Dios, de manera que todos los hombres y mujeres puedan vivir con dignidad y armonía. En el compromiso y en la acción concreta; en el hombre como artífice y co–creador de su historia, se encuentra el destino de la humanidad.
Para compartir en familia o en grupo
¿Cuál es el problema del mundo que más nos preocupa? Realizar un listado en común.
¿En qué medida podemos hacer algo para solucionar parte de esos problemas?
Enumerar, grupalmente, cinco acciones concretas, a nuestro alcance que pueden ayudarnos a resolver dichos problemas.
De las cinco acciones planteadas, elegir una para llevar a la práctica entre todos.
Plantearnos un proyecto en común para desarrollar; teniendo en cuenta objetivos, cursos de acción, responsabilidades, plazos, etc. para emprender dicho proyecto.
«El más importante rol en el inculcar estos valores humanos y cristianos lo tiene la familia cristiana. Por lo cual, la instrucción que se da a los padres o a otras personas a quienes corresponde la educación, debe ser grandemente alentada, también en razón de la educación litúrgica de los niños. Por la conciencia del deber libremente aceptado en el bautismo de sus hijos, los padres tienen la obligación de enseñar gradualmente a los niños… Si los niños así preparados ya desde los tiernos años, cuando lo deseen, participan junto con la familia en la Misa, más fácilmente comenzarán a cantar y a orar en la comunidad litúrgica, ya de algún modo presentirán el misterio eucarístico…».
Directorio litúrgico para las misas con participación de niños Sagrada Congregación para el Culto Divino, n.º 10
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Celebrar es reunirnos para recordar y festejar algo.Celebrar es encontrarnos para compartir nuestra vida y darle una nueva dimensión. Celebrar es revivir juntos una experiencia, un acontecimiento. Celebrar es actualizar una vivencia y compartirla.
Toda celebración tiene un carácter festivo, al menos de esperanza. Celebrar es agradecer por la vida misma, es gozar y disfrutar por la historia compartida.
La celebración es una fiesta, pero no entendida como distracción o evasión, sino como afirmación de un pasado que se asume en el presente para proyectarlo a un futuro que compromete.Por eso, para que haya fiesta es fundamental que la persona se sienta libre, solidaria y que sea capaz de amar, de acoger, de participar, de compartir con el otro.
Es la propia fe la que permite hablar de celebración aún en los momentos difíciles, en las situaciones penosas de la vida. Asumir con profunda serenidad una situación límite, conlleva una celebración en la esperanza de que Dios nunca nos deja solos y que algún día todo va a ser diferente en la otra vida.
¿Qué se celebra? Se celebra lo que se comparte con otros: el proyecto común, con sus logros y aciertos, pero también con sus temores y sombras. En síntesis, se celebra la vida misma, lo vivido y por vivir. Se celebra la acción amorosa de Dios en nuestras vidas.
Celebramos que Dios ha querido regalarnos la vida y, principalmente, en su designio amoroso, nos ha enviado a su hijo predilecto, Jesús, para salvarnos; por ello celebramos la vida de hijos de Dios.
Una auténtica celebración cristiana tiene que ser siempre un signo eficaz de la vida, una forma de hacer visible, comunitaria y festivamente, la salvación que recibimos del Señor.
La vida de las personas, tanto en el ámbito familiar, escolar, como en el trabajo o entre amigos está jalonada de celebraciones. Muchas de estas celebraciones tienen algunos elementos en común que pueden sugerirnos aspectos constitutivos de las celebraciones. Trataremos de analizarlos aquí, para luego aplicarlos a las Celebraciones de la Palabra.
Toda celebración humana supone:
Un motivo, es decir un hecho o acontecimiento convocante: una fiesta de quince años, un cumpleaños, un graduarse en la facultad, un éxito deportivo, etcétera.
Una asamblea, es decir, un grupo familiar, un grupo de amigos, un grupo de trabajo o estudio; en otras palabras, toda celebración supone una comunidad o lugar de pertenencia.
Un clima festivo, es decir, una situación diferente a lo ordinario: un lugar apropiado, un momento especial, vestimenta diferente, invitaciones, adornos, comida, música, baile, etcétera.
Un gesto o signo ritual,es decir, un gesto extraordinario y específico: un brindis, una entrega de diploma, un soplar la velas, una corona de laureles, un arrojar un ramo de flores, un romper una botella cuando se bota un barco, etc.
Todos los niños suelen participar desde pequeños en las celebraciones familiares, escolares, comunales. Lo cierto es que no comprenden en profundidad los gestos que en ellas se realizan ni el sentido de las mismas; pero lo que sí podemos afirmar, con seguridad, es que van captando que se trata de algo especial por el clima festivo y diferente que se vive en las mismas. Las celebraciones tienen un alto valor simbólico y convocante para los niños.
El hecho de ver a los adultos convocados para celebrar algo, en un clima festivo y diferente los hace sumergirse de lleno en dichas experiencias. Basta que cada uno recuerde qué celebraciones familiares o escolares han marcado la propia vida, para tener una idea del poder perfomartivo de las celebraciones. A través de las mismas, niños y niñas -y obviamente que los adultos también- toda la comunidad se reúne para celebrar con alegría la Salvación que Dios nos regaló. Las Celebraciones de la Palabra constituyen una ocasión privilegiada para trasladar el gusto y placer que sentimos en cualquier celebración o fiesta al ámbito de la iniciación en la vida de la fe.
En las próximas columnas, entonces, trataremos de profundizar en el sentido de las Celebraciones de la Palabra para la iniciación litúrgica de los niños, en el mejor modo de realizarlas y prepararlas, para que desde pequeños puedan disfrutarlas y vivirlas como la fiesta de toda la comunidad cristiana, anticipo y adelanto de la gran fiesta de la Eucaristía.
(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 3.ª)
El portal conelpapa.com, desarrollado para la preparación de la JMJ de Madrid, ofrece grandes recursos para la catequesis familiar. Uno de los apartados especialmente tratados es el referido a los novios, titulado «¿Quieres casarte?: Los mejores consejos para los novios» incluye numerosos materiales, entre los cuales nos ha llamado la atención esta serie de cinco vídeos en el que se recoge una entrevista de Elica Brajnovic al Dr. Pedro Juan Viladrich, Director del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad de Navarra, España, titulada «¿Qué es enamorarse?». En ella se dan argumentos no religiosos a favor del matrimonio.
Nacida en una familia católica ferviente de la aristocracia francesa, hija de Benigno Frémyot y de Margarita de Barbissy. Su madre muere cuando ella contaba con 18 meses, quedando bajo la tutela de su padre y su abuelo materno y educada por su hermana mayor. La reciedumbre y el compromiso cristiano de su padre es la mayor influencia de su niñez: recibe una formación muy completa y desde su infancia se destaca por su vida piadosa.
En 1593 contrae matrimonio con el barón de Chantal, Christopher II, a quien da, durante los siete años siguientes, seis hijos, aunque dos de ellos murieron durante la infancia. Forma una familia armoniosa, en la que se viven los ideales cristianos. Pero, en 1601, el barón de Chantal es herido durante una cacería por el señor D’Aulézy, y, tras nueve días de sufrimiento en manos de un mal médico, muere, dejando viuda a Juana, quien se traslada a pasar el año del luto en Dijón, a casa de su padre. Pero su suegro le exige que se traslade con sus hijos al castillo de Monthelon, cerca de Autun. El viejo Señor la somete a continuas vejaciones, pero la joven viuda siempre le estuvo sometida, mostrándole agradecimiento y llenando su castillo de alegría familiar.
Su encuentro con san Francisco de Sales
Durante la cuaresma de 1604 viaja a Dijón junto a su suegro a visitar a su padre, y allí escucha la prédica de Francisco de Sales, obispo de Ginebra, quien cena frecuentemente en casa de Benigno Frémyot y ahí se gana, poco a poco, su confianza. El obispo se siente profundamente impresionado por la piedad de Juana. Desde ese momento, Francisco de Sales se convierte en su director espiritual, y, por su consejo, Juana modera sus devociones y actos piadosos para poder cumplir con sus obligaciones como madre, hija y nuera. Esta es la base de la espiritualidad salesiana, y su plasmación más perfecta está en la vida de Madame de Chantal, de quien se dice que era «capaz de orar todo el día sin molestar a nadie». Además, atiende a enfermos pobres y se modera mucho en mortificaciones corporales: san Francisco de Sales no permite a su dirigida que olvide que está en el mundo, que tiene un padre anciano y, sobre todo, que es madre; con frecuencia le habla de la educación de sus hijos y modera su tendencia a ser demasiado estricta con ellos.
La fundación de la Orden de la Visitación
Madame de Chantal tiene desde joven una especial querencia por la vida contemplativa, así que, cuando, en 1607, san Francisco de Sales le expone su proyecto de fundar una nueva congregación, Juana lo acoge con gran alegría, dividiendo su corazón, ya que tiene una intensa vida familiar. El obispo le recuerda que sus hijos ya no eran niños y que desde el claustro podría velar por ellos. Juana Francisca casa a su hija mayor con el barón de Thorens, hermano de san Francisco de Sales, y se lleva consigo al convento a sus dos hijas menores; la primera muere al poco tiempo y la segunda se casa más tarde con el señor de Toulonjon. Celso Benigno, el hijo mayor, quedó al cuidado de su abuelo paterno y de varios tutores. El primer convento de la Orden de la Visitación de Nuestra Señora es inaugurado en 1610 en Annecy (Saboya). Junto a Juana Francisca están dos damas, María Favre y Carlota de Bréchard, y una sirvienta llamada Ana Coste, y en ese mismo año crecen en número hasta la docena de religiosas. El primitivo carisma de la nueva orden es una gran novedad: debía servir de refugio a quienes no podían ingresar en otras congregaciones y las religiosas no debían vivir en clausura para poder consagrarse de la nueva familia religiosa debía ser el de visitar y asistir a los enfermos pobres en su domicilio, uniendo la vida activa a la vida contemplativa. La oposición del arzobispo de Lyón, al cabo de algunos años, obligó a los dos fundadores a aceptar la clausura para las religiosas y Juana y Francisco redactan (1618) la regla de la orden, basada en la de San Agustín, con unas constituciones muy novedosas que convierten a la humildad y a la mansedumbre en la base de su observancia: «En la práctica, la humildad es la fuente de todas las otras virtudes; no pongáis límites a la humildad y haced de ella el principio de todas vuestras acciones, y mantiene el nombre de Congregación de la Visitación de Nuestra Señora. Las Constituciones son aprobadas por la Santa Sede en 1626.
La espiritualidad de la Visitación
Se convierte en la primera superiora, y para la atención de su vida interior y de sus hermanas, Francisco de Sales compone el Tratado del amor de Dios: un método de oración simple y natural, compatible con cualquier circunstancia personal basado en la correspondencia espiritual entre los dos santos y en las experiencias místicas de Juana. Pero la vida conventual de la nueva superiora es muy ajetreada: deja frecuentemente Annecy, tanto para fundar nuevos conventos en Lyón, Moulins, Grénoble y Bourges, como para cumplir con sus obligaciones de familia. En 1619 funda el monasterio de París, donde reside los tres años siguientes. Allí se somete a la dirección espiritual de san Vicente de Paúl y conoce Angélica Arnauld, abadesa de Port-Royal, quien renuncia a su cargo e ingresa en la Congregación de la Visitación.
Últimos años
En 1622 muere Francisco de Sales y es sepultado en el convento de la Visitación de Annecy; y en 1627, su hijo Celso Benigno perece en el campo de batalla y deja viuda y una hija de un año, que con el tiempo sería la célebre Madame de Sévigné. A partir de este momento, toma como director espiritual a san Vicente de Paúl. En 1628 se desata una epidemia que asuela Francia, Saboya y Piamonte. Juana no abandona su monasterio de Annecy y pone a disposición del pueblo todos los recursos de su convento, participando la comunidad en la atención de los enfermos. Ella misma es contagiada, pero cura milagrosamente. A estas desgracias se añade la sequedad espiritual que sufre, pero no abandona. Entre 1635 y 1636 visita todos los conventos de la Visitación, que eran ya sesenta. En 1641 se traslada para ver a Madame de Montmorency y la reina Ana de Austria en París. Durante el viaje de vuelta a Annecy cae enferma de pulmonía y fallece en el convento de Moulins el 13 de diciembre de 1641. Su cuerpo es trasladado a Annecy y sepultado cerca del de san Francisco de Sales. A su muerte la orden que fundara, cuenta con ochenta y seis conventos.
Es beatificada por Benedicto XIV en 1751 y canonizada por Clemente XIII en 1767. Su fiesta se celebra el 12 de agosto.Su fiesta se celebraba hasta 1962 el 21 de agosto, después hasta 2001 fue el 12 de diciembre, que fue cambiado para no coincidir con la virgen de Guadalupe, patrona de América.
Bougaud, Louis Emile: Historia de Santa Juana Francisca Frémiot, Baronesa de Chantal, fundadora de la Orden de la Visitación de Santa María, llamada vulgarmente de religiosas salesas, y del origen de este santo instituto, Madrid, 1872.
Chaugy, Françoise Madeleine de: Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal. Su vida y sus obras, Madrid, Voluntad, 1928.
Echeverría, Lamberto de: Santa Juana Francisca de Chantal, Madrid, Productos Compactos, S.A. , 1991.
Ferrer Hortet, Eusebio: Juana de Chantal, Madrid, Ediciones Palabra, 1991.
Ferrer Maluquer, Manuel: Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal: Poesía y narraciones, Barcelona, Vicente Ferrer, 1958.
Frémyot de Chantal, Juana Francisca: Cartas, Madrid, Primer Monasterio de la Visitación, 1828.
Sus obras, Madrid, Prensa Castellana, 1968.
Santa Juana Francisca Frémyot de Chantal: sus obras, Madrid, Testimonio de Autores Católicos Escogidos, 1989.
Monasterio de la Visitación de Santa María (Oviedo): Semblanza espiritual de los fundadores de la Visitación: San Francisco de Sales y Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal, Oviedo, Monasterio de la Visitación, 1988.
Spiegelberg Horno, Luisa: Santas casadas, Madrid, Apostolado de la Prensa, 1961.
Stopp, Elisabeth: Historia de una santa: Madame de Chantal, Madrid, Rialp, 1966.
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Nota: este artículo ha sido incorporado por el autor a Wikipedia.
Os vamos a contar, poco a poco, una historia muy bonita que comienza al principio del Mundo, y que, todavía, no ha terminado.
Se llama la «Historia Sagrada». Veréis, primero, cómo Dios creó un mundo maravilloso. Luego, cómo el hombre lo estropeó al desobedecer a Dios. Y, por fin, cómo Dios envió a su Hijo para salvar a los hombres. Es una historia en la que aparecen muchos personajes. La iréis conociendo poco a poco. Está en este libro santo que tengo en las manos:la Biblia.
«¡Que escuche siempre, con amor, la Palabra de Dios!»
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Creación del Mundo
Al principio no existía nada, solo Dios. Como lo puede todo, Dios creó todas las cosas con su palabra poderosa.
Dijo Dios: «Hágase la luz», y aparecieron el cielo el Sol, la Luna, las estrellas, los planetas, los cometas…
«¡Qué grande eres, Señor!»
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Los animales
Creó Dios el mar y la tierra, y los puso cada uno en su sitio, separados por las playas de arenas y rocas. Y dijo Dios: «Que vuelen aves en el aire y naden peces en el mar». Y el aire se llenó de aves, y el mar se llenó de peces de todas clases y colores. «Que llenen la tierra animales, grandes y pequeños, fieras y ganados». Y aparecieron los caballos y los ciervos, los leones y los tigres, elefantes, serpientes, tortugas…
«¡Qué bonitos son los animales que Tú has creado!»
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Adán y Eva
Y dijo Dios: «Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza. Será el que mande en los peces, en las aves y en todos los animales». Y creó Dios al hombre, cogiendo barro de la tierra. Pero le faltaba lo más importante, le sopló y le dio el alma.
Como el hombre estaba solo, hizo también a la mujer. Les puso a los dos Adán y Eva. Que así les llamó, en un jardín precioso, el Paraíso, para que allí vivieran, trabajaran y fueran sus guardianes.
«Gracias, Dios mío, por todas las cosas que me has dado».
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Creación de los ángeles
También creó Dios a los ángeles para que disfrutaran con Él en el Cielo. Pero algunos se hicieron malos y no querían obedecer a Dios. Hubo una lucha, y los ángeles buenos echaron a los malos fuera del Cielo. Los demonios, que son los ángeles malos, nunca más fueron felices, porque se apartaron para siempre de Dios.
Dios, como nos quiere mucho, cuando nacemos nos pone un ángel a nuestro lado, el ángel de la guarda, para que nos acompañe y nos cuide.
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Oración al ángel de la guarda
Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.
No me dejes solo que me perdería.
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De La Biblia más infantil, Casals, 1999. Páginas 7-11
«Puesto que la vida plenamente cristiana no se puede pensar sin la participación en las acciones litúrgicas en la que los fieles congregados en uno celebran el Misterio Pascual, la iniciación religiosa de los niños no debe ser ajena a ese fin. La Iglesia, que bautiza a los niños, confiada en los dones que este Sacramento da, debe cuidar que los bautizados crezcan en la comunión con Cristo y los hermanos, de cuya comunión es signo y prenda la participación en la mesa eucarística, a la cual se preparan los niños o en cuya significación son introducidos más profundamente. La cual formación litúrgica y eucarística no es lícito separar de la educación universal, humana y cristiana, más aún, sería nocivo sí la formación eucarística careciera de tal fundamento…»
Sagrada Congregación para el Culto Divino: Directorio Litúrgico para las Misas con Participación de Niños, n.º 8
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Iniciar a los niños en la liturgia es una de las más hermosas tareas que se pueden realizar en la catequesis. Por la iniciación litúrgica, los niños se integran a la oración comunitaria de toda la Iglesia, que celebra la vida de Dios desde que Jesús la fundó. De ahí, su importancia. Por esta razón, la iniciación litúrgica de los niños debe comenzar desde los primeros años de catequesis.
Tomar en serio a la niñez, no solo como un paso a la adultez, sino como un tiempo de la vida con características propias, equivale a tener en cuenta y valorar al niño en su forma de ser, de expresarse, de pensar, de percibir la realidad, de amar, de relacionarse con los demás, con las cosas y con Dios. No podemos pensar en la fe de los niños como una fe diminuta o incompleta. El niño tiene una profunda capacidad de conocer y entablar una relación de amistad con Dios y que debemos favorecer y cultivar.
La iniciación litúrgica de los niños, atendiendo a sus necesidades específicas y a su psicología evolutiva, deberá ser progresiva y sistemática. Esencialmente deberá constituirse en un camino gradual, en una invitación a la fiesta, es una iniciación a la celebración y a la vida comunitaria. Por esta razón, debemos armarnos de paciencia, sabiendo que es algo a lograr con los niños con el tiempo, pero sobre todo, con el ejemplo de los adultos que hacen de la liturgia eclesial una fiesta comunitaria.
Como los niños y niñas no tienen la madurez y los conocimientos necesarios para comprender todo lo que la liturgia significa; es necesario proponerles un itinerario que, de a poco, pueda ir introduciéndolos en el maravilloso mundo de la liturgia, vivida en Iglesia.
Para ello, habrá que respetar el ritmo de los niños, sus necesidades, su manera de aprender y relacionarse con la realidad y mundo que los rodea. Es muy importante que las primeras experiencias litúrgicas de los niños no resulten algo tedioso y aburrido, algo lleno de signos y lenguaje incomprensibles, algo lejano a su realidad y alejado de sus maneras de expresarse.
Para que iniciación litúrgica de niños y niñas resulte positiva, es imprescindible generar acciones que progresivamente vayan introduciendo a los niños en el carácter y el arte de celebrar la liturgia.
Toda iniciación litúrgica de los niños deberá tener un carácter alegre, festivo, celebrativo y convocante para toda la comunidad. Esta la principal razón por la que los niños y niñas, especialmente los más pequeños, no pueden ser obligados a participar en la liturgia. La idea es que los niños y niñas se sientan, más bien, convocados, invitados, partícipes en la celebración litúrgica. En la medida que los niños y niñas se vayan encontrando mejor preparados, cuando lo deseen, podrán participan junto con la familia en la Misa, presintiendo el misterio eucarístico, que los acompañará durante toda su vida.
Un camino privilegiado para la iniciación litúrgica de los niños y niñas es a través de las Celebraciones de la Palabra. La iniciación litúrgica de los niños estará signada, jalonada por las Celebraciones de la Palabra. Las fiestas litúrgicas importantes (Pascua, Pentecostés y Navidad) pueden ser vividas de una manera alegre y profunda a través de las mismas.
Las Celebraciones de la Palabra constituyen uno de los momentos predilectos y encantadores de la catequesis de niños. En los últimos tiempos, estas celebraciones han adquirido un lugar importantísimo en la iniciación litúrgica de grandes y pequeños. De hecho, son verdaderos encuentros de oración, donde los niños pueden sentir y expresar su fe, comunitariamente.
De esta manera, las Celebraciones de la Palabra nos llevarán poco a poco a la gran celebración de la Iglesia: la Eucaristía. La Eucaristía supone el punto culminante de la liturgia de la Iglesia.
Los niños y niñas, llegado el momento, participarán junto a sus familias, en la Eucaristía de los domingos. Para que esta participación se haga efectiva resulta ineludible prepararlos a conciencia desde pequeños para que así puedan expresar y celebrar la propia fe; camino que se nos facilita a través de las Celebraciones de la Palabra.
(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 2.ª)
Los prejuicios que muchas personas tienen sobre los jóvenes que viven un noviazgo cristiano son de lo más variado. Unos creen que ya no existen parejas así; otros, que se saltan la castidad; hay quien cree que les falta vigor sexual; y otros, que son unos mojigatos llenos de miedos. La realidad es muy, muy distinta. Son jóvenes que saben lo que quieren, que se atreven a conocerse en profundidad, que viven su sexualidad con responsabilidad, y que son abiertamente felices, a pesar de las presiones de su entorno. Pasen y lean.
Sondeo rápido en Ciudad Universitaria, Madrid: ¿Qué opinas del noviazgo cristiano? Hay que aclarar la pregunta: Sí, eso implica castidad. Responden, sin afán demoscópico, tres chicas y un chico de veintipocos años, y una pareja que ronda los cuarenta. Los más jóvenes creen conocer algunas parejas que viven la castidad, pero no están seguros. Los de más edad piensan que ya no existen. Nadie añade más matices en el noviazgo cristiano que el no mantener relaciones coitales. Los tópicos son comunes, y los exponen con idéntica rotundidad: o son unos mojigatos a los que les han metido miedo al sexo, o les falta vigor sexual, o se saltan la castidad porque, «en realidad, están más salidos que el pico de una mesa».
Es evidente que ninguna de estas personas ha tratado con una pareja de novios cristianos que viva su relación de forma plena. Novios como María y Javi, de 23 y 22 años, o como Ana y Diego, de 18 y 17. Si lo hubieran hecho, se habrían dado cuenta de qué significa vivir un noviazgo cristiano y, quizá, como les pasa a algunos amigos de estas dos parejas, les habría llamado tanto la atención que se plantearían si, en realidad, no es eso lo que buscan para su vida.
Sexo sí, pero no solo sexo
Pero, vayamos por partes. Sobre todo, porque aunque lo más morboso es el asunto de la castidad, un noviazgo cristiano es muchísimo más, como insisten Ana y Diego. Ellos llevan poco más de un año juntos, y, como otros muchos adolescentes, empezaron a salir cuando él tenía 16 y ella 17 recién cumplidos. A pesar de su juventud, hablan con una claridad meridiana: «Un noviazgo cristiano no es solo la castidad. Es un proceso para ver si hay amor de verdad, o si solo hay enamoramiento. Es tener confianza, hablar mucho y de todo; también de Dios», dice Ana. «Es impresionante ver que Dios está en medio de tu noviazgo, porque te ayuda a pensar las cosas, a razonarlas, a hacerte preguntas y a tener un punto de vista moral, sin ser tú la última medida de todo lo que haces. Ser cristiano es relacionarte con Dios, y eso te ayuda a ser mejor persona y a intentar hacer felices a los que tienes al lado. Y eso lo llevas a tu relación. Las decisiones sobre el sexo son algo muy serio, pero no son lo único importante», añade Diego.
Y no les falta razón. De hecho, el psicólogo don Jaime Serrada, de la Fundación Gift and Task, especialista en educación de la afectividad, apunta algunas características del noviazgo cristiano: «Desde luego, la fidelidad, la exclusividad, la castidad, el amor a la Iglesia y la confianza en ella, aunque no siempre entiendas las cosas desde el principio… Otra característica muy importante es que esta etapa está en función de la posterior, el matrimonio, y esto lo hace muy diferente al resto de noviazgos, porque te abre un horizonte y te obliga a plantearte tu futuro junto a esa persona. No es solo Como nos gustamos mucho y estamos mejor juntos que solos, salimos, sino que se trata de vivir esta etapa como preparación a algo mucho mayor». Y, por supuesto, «poner a Dios en medio de la pareja: rezar juntos, compartir una vida espiritual, buscar respuestas a los interrogantes de hoy, no solo sociales, sino ¿Qué querrá Dios de nosotros? ¿Qué es lo que deseamos juntos?, etc.» Por si el lector no lo ha deducido de sus palabras, don Jaime (hoy casado, con un hijo y otro de camino) también habla desde la experiencia del que fue su propio noviazgo cristiano…
Un ambiente hipersexualizado
Lo cierto es que, si hoy llama la atención que una pareja viva un noviazgo cristiano, es porque el ambiente bombardea con un modelo de relaciones basadas en el sexo. Un estudio del Ministerio de Interior del Reino Unido, publicado el año pasado (cuando gobernaba el partido laborista, o sea, la izquierda), alertaba de que «la televisión, las películas, la música y los medios escritos presentan a los jóvenes un mensaje hipersexualizado», e «imponen la sexualidad adulta a niños y jóvenes, antes de que sean capaces de afrontarla mental, emocional y físicamente». Las consecuencias son negativas para toda la sociedad: banalizar la sexualidad no es solo cosa de púberes. En este ambiente, ¿quién elige un noviazgo cristiano?
Ana y Diego reconocen que fue determinante el ejemplo que encontraron en su parroquia —Cristo Sacerdote, en Madrid—: «Nuestros catequistas, Félix y Bea, una pareja joven que se acaba de casar, también nos dieron su testimonio de noviazgo cristiano y me llamó mucho la atención», dice Ana. Para Diego, «el inicio de mi relación con Dios coincidió con el inicio de mi relación con Ana, y hay muchas cosas que todavía no tengo claras y que me suscitan dudas», pero aun así, «me voy fiando poco a poco del Señor. Quiero a Ana hasta la locura y no veo futuro sin ella, pero reconozco que si tuviera que pasar por otra relación con una chica que no fuera cristiana, echaría de menos esto tan especial: la confianza, el respeto, poner a Dios en medio de todo, tener claro que el sexo no es algo con lo que puedas jugar…».
Ver lo bueno, experimentar lo malo…, y elegir
Lo de ver el ejemplo de otros también fue crucial para María y Javi. Tienen 23 y 22 años, y llevan 5 de relación. Como otras parejas, sus inicios fueron convulsos: «Aunque éramos muy diferentes, yo más bien pijilla y Javi un poco macarra, éramos muy buenos amigos y nos daba miedo estropearlo», dice María. Por eso, buscaron referentes. «Yo había visto el testimonio de muchos jóvenes de Cursillos de Cristiandad, porque mis padres eran presidentes del Movimiento en Madrid. Veía a gente que, al vivir así su noviazgo, aunque lo dejaran después, eran más felices que amigas mías que iban de un chico a otro. Ellos eran fieles, no picoteaban, y supe reconocer que eso era lo que quería para mí». Para Javi lo determinante fueron las relaciones que había mantenido antes: «Yo me había liado con otras chicas, y con María sabía que tenía que ser diferente, porque la quería de verdad. El uso y disfrute de otras chicas no me había hecho más feliz. Me había aliviado la excitación del momento, sí, pero sabía que eso no me hacía mejor persona; al contrario. Cuando terminaba la excitación, lo último que me apetecía era ponerme tierno o darle un beso a la chica. Con María era distinto, no quería hacer un uso egoísta de ella, sino una entrega total, respetarla y respetarme».
El Bautismo no anula las hormonas
Pero, claro, una cosa es tomar la decisión y otra mantenerla según transcurre el noviazgo. «El Bautismo y tener las cosas claras no te quitan las hormonas. María y yo nos gustamos mucho, y claro que cuesta mantener la castidad. Cada vez quieres más a la otra persona, y por eso cada vez quieres entregarte más», reconoce Javi. «Nuestros gestos sexuales, nuestras muestras de cariño, van creciendo en la medida en que crece la relación. Los dos hemos tenido momentos de decir No hacemos esto, porque si hago esto, no voy a poder darte solo esto durante mucho tiempo, y voy a querer entregarme a ti del todo», añade María. Y Javi remata: «Para nosotros, el sexo no es un tabú. Por eso es muy importante hablar las cosas, buscar razones y no excusas, no hacer las cosas porque sí, comunicarnos, ser honesto contigo y con el otro, vencer la barrera del egoísmo, abrir el corazón, aunque eso te haga vulnerable, y saber que cuentas con Dios para entender las cosas y hacerlas tuyas».
¿Qué se puede hacer, hasta dónde se puede llegar?
Su decisión suscita divisiones: «Los chicos flipan, pero suelen decir que, en el fondo, me admiran», dice Javi; «y las chicas intentan convencerme, hasta con detalles escabrosos, de lo bueno que sería acostarme con Javi», cuenta María. Otros les preguntan dónde está la línea, qué se puede hacer y qué no: «Es la pregunta del millón —explica María—, ¡como si hubiera un manual! Nosotros, equivocándonos, hemos sabido atinar. Porque, en el fondo del corazón, sabes que hay cosas que no están bien, que te chirrían. Aunque en ese momento te nuble la excitación, lo reconoces luego y lo hablamos».
Javi y María construyen entre los dos el final de su testimonio, como si fuese una metáfora de su propia vida: «Las relaciones sexuales son algo tan impresionante, tan bonito y tan serio que pueden confundir el discernimiento. Hay noviazgos que se prolongan y relaciones que hacen sufrir mucho, por no tener la cabeza fría. Vivir un noviazgo cristiano es buscar el bien del otro por encima de uno mismo, saber que estás llamado a amar y a ser amado como Dios te ama a ti, y contar con Él. Es no quemar etapas, vivir la sexualidad con naturalidad y sin frivolizar, porque la entrega total viene después del compromiso total. Es tener confianza y saber que te estás preparando para algo impresionante: ser uno con la otra persona. Es flipante, de verdad, vivir así el noviazgo».
José Antonio Méndez.
¿Y si un cura dice que no pasa nada?
Por desgracia, no es infrecuente que, desde la Iglesia, no siempre se oriente bien a las parejas cristianas, o por falta de formación, o por oscurantismo, o por contemporizar. María, que es profesora, explica que «me da mucha rabia cuando hay curas, o profesores de Religión, como uno que tuve yo, que dicen que no pasa nada. Quien pregunta, busca la autoridad de la Iglesia porque intuye que está llamado a algo grande; no busca una opinión personal de alguien que vive su sexualidad de forma infeliz, o que siente que ha fracasado en ese tema y les roba a otros la posibilidad de vivir lo genial que es un noviazgo cristiano. Tengo amigas que, si no consiguen liarse con un chico o tener novio, se sienten inseguras; pero, después de pasar por varios, o de haberse acostado con su novio y romper, se sienten fatal porque saben que les hubiera gustado esperar, y que alguien les hubiera dicho que se podía y que merecía la pena». Y añade: «Por eso, dar testimonio y formarse en estos temas para dar razones, no un porque sí, es una responsabilidad muy grande».
Si queremos asentar sobre bases firmes la vida conyugal debemos clarificar bien la idea del matrimonio.
Toda persona medianamente formada sabe que la cultura occidental —a la que tanto debemos en diversos aspectos— fue posible gracias, en buena medida, a la labor impagable de quienes se extenuaron buscando la verdad y clarificando los conceptos, como dice del gran Sócrates su discípulo Platón. Cuando se aprende a distinguir lo bello de lo feo, lo justo de lo injusto, lo constructivo de lo destructivo…, se sigue un camino ascendente en cuanto a claridad de ideas, firmeza de conducta, seguridad en los ideales, concordia de los espíritus.
Cuando se lo confunde todo para dominar las mentes y las voluntades, se precipita uno por la vía que nos lleva, paso a paso, a la degradación. No olvidemos que la corrupción de los conceptos provoca la corrupción de la mente, y una mente corrompida envilece rápidamente a la persona y la sociedad. La confusión empobrece las ideas, y unas ideas empobrecidas acaban generando, a no tardar, una vida miserable.
Es bien notorio que en los últimos decenios se ha deteriorado notablemente la idea del matrimonio que tienen las gentes. Por diversas causas —entre ellas, las leyes divorcistas—, se considera, a menudo, que la vida matrimonial es una forma de convivencia estable, regulada por la ley pero alterable no bien surja alguna dificultad seria. El nexo entre unión matrimonial y compromiso de por vida es considerado como una exigencia contraria a la naturaleza humana —esencialmente cambiante— y opuesta al derecho que tenemos a elegir en cada momento lo que responda a nuestras necesidades y deseos. En la actualidad, los vocablos libertad y cambio están orlados por el prestigio propio de los términos “talismán”, términos del lenguaje que en ciertos momentos de la historia son tan apreciados que apenas hay quien ose someterlos a un análisis crítico y matizarlos debidamente.
Si queremos asentar sobre bases firmes la vida conyugal, debemos clarificar bien la idea del matrimonio a fin de devolverle toda su riqueza, sin dejarnos presionar por modas o por ideologías que quieran imponernos criterios carentes de fundamentación. Hemos de acudir a esas fuentes de saberes bien fundados que son los grandes especialistas. Edificamos sobre arena si nos dejamos llevar de meras “ocurrencias”, nuestras o ajenas. Hoy nos enseñan los biólogos y los antropólogos más cualificados que los seres humanos somos “seres de encuentro”, vivimos como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos como tales creando diversas formas de encuentro. Consiguientemente, toda nuestra vida debemos orientarla a la creación de formas auténticas de encuentro y cumplir las exigencias que el encuentro nos plantea: generosidad, veracidad, fidelidad, cordialidad, comunicación sincera, participación en tareas solidarias…
Si, en la vida matrimonial, cumplimos estas condiciones, tenemos garantía de vivir una relación de encuentro, entendido en sentido riguroso, no como mera vecindad o trato superficial. El matrimonio, visto con una inteligencia madura —dotada de largo alcance, amplitud o comprehensión y profundidad— aparece formado por cuatro ingredientes básicos.
Los cuatro ingredientes de la vida conyugal
1.La sexualidad, la tendencia instintiva a unirse corpóreamente con otra persona por la atracción que ejerce sobre el propio ánimo y las sensaciones placenteras que suscita. Esa unión puede ser muy emotiva, excitante, embriagadora. Pero la embriaguez nos saca de nosotros mismos para fusionarnos con la realidad seductora. La fusión es un modo de unión perfecto en lo que suelo llamar nivel 1, el plano de los objetos (en el cual, por ejemplo, dos bolas de cera se funden y forman una sola bola de mayor tamaño), pero resulta muy negativo en el nivel 2 —el plano de las realidades que son más que objetos—, pues la unión entre ellas exige respeto, es decir, estar cerca manteniendo cierta distancia. Para contemplar un cuadro artístico, no debo pegar los ojos al lienzo; he de mantenerme a cierta distancia. De modo semejante, si deseo conversar con un amigo he de acercarme a él, pero guardando la distancia necesaria para abrir entre ambos un espacio de comunicación. En el nivel 2, la unión verdadera se consigue al enriquecerse mutuamente, ofreciendo y recibiendo posibilidades.
La energía sexual puede unir estrechamente a las personas en el nivel 1, pero no en el nivel 2 si no va unida con el propósito de crear esa forma de unidad personal que llamamos amistad. La sexualidad, ejercitada a solas, como mera fuente de satisfacción sensible y psicológica, no incrementa la generosidad hacia la otra persona; más bien, encrespa el egoísmo y anula la posibilidad del encuentro. El egoísmo inspira la voluntad de poseer y dominar aquello que encandila los instintos. Esa voluntad nos aferra a la actitud propia del nivel 1, actitud utilitarista que solo atiende a las cualidades gratificantes de la otra persona, no a la persona como tal. Por esta razón, eminentes psiquiatras actuales —Rudolf Affemann y Víctor Frankl, entre otros— afirman que la sexualidad vivida a solas —como un medio para acumular sensaciones placenteras— se destruye a sí misma.
2.La amistad. Para hacernos amigos de alguien que nos atrae, debemos considerar su atractivo no como una incitación a convertirlo en fuente de gratificaciones inmediatas, fáciles, superficiales, sino como una invitación a entrar en relación de trato con él en cuanto persona. Renunciamos, con ello, a la libertad de saciar los instintos de forma inmediata —sin voluntad de crear una auténtica relación de amistad con la otra persona—, y ponemos en juego un modo más valioso de libertad: la libertad interior o libertad creativa. Tal renuncia implica un sacrificio, pero no una represión, porque dejar de lado un valor inferior para conseguir uno superior no bloquea el desarrollo de nuestra personalidad; lo promueve.
Para dar primacía voluntariamente a unos valores sobre otros, necesitamos suscitar en nuestro ánimo desde niños el sentimiento de asombro ante todo lo que encierra un valor: el clima hogareño de amor incondicional y ternura, un bello paisaje, un pueblo acogedor, una obra artística o literaria de calidad, un juego vivido con espíritu creativo, una conversación ingeniosa, un día espléndido, una acción noble, una fiesta popular o litúrgica vivida con autenticidad… Esta capacidad de emocionarnos al ver la alta calidad de seres y sucesos cotidianos nos da energía interior suficiente para vencer la tendencia a las ganancias inmediatas y consagrarnos a la fundación de modos de unión más exigentes.
Al ascender al nivel 2 y atender más bien a hacer feliz a la otra persona mediante el encuentro que a concedernos toda suerte de gustos sensibles y emociones psicológicas, descubrimos un mundo nuevo, distinto del mundo embriagador de las sensaciones —nivel 1— y superior a él. Superior en cuanto abre la posibilidad de crear una relación de amistad, es decir, de comprensión y ayuda mutuas, de elaboración y realización de proyectos comunes, de afectos profundos, no reducibles a goces sensoriales. En ese ámbito de amistad se advierte que las potencias sexuales dejan de ser un mero medio para obtener goces sensibles y se convierten en el medio en el que se expresa nuestro anhelo de unión personal. Entonces se descubre con lucidez que las fuerzas instintivas están llamadas a colaborar con nosotros en la gran tarea de crecer como personas. Si el ideal de nuestra vida es crear formas elevadas de unidad, resulta obvio que debemos superar toda manifestación amorosa que reduzca la unión personal a mero empastamiento sensorial.
Si estamos habituados a movernos en el nivel 1, tememos caer en el vacío si renunciamos a tal empastamiento y ascendemos a una forma de conducta desinteresada (nivel 2). Es comprensible, porque desde un nivel inferior no puede captarse, ni siquiera a veces adivinarse, la riqueza que alberga un nivel superior —con sus realidades de mayor rango y las actitudes humanas correspondientes—. En el nivel 1, el ensanchamiento de una realidad —por ejemplo, una finca— se realiza a costa de la colindante. En el nivel 2, al entrar una realidad en el ámbito de otra no la invade y succiona; acrecienta su riqueza interior. El hombre egoísta avanza hacia los otros con ánimo de ocupar su espacio vital. El hombre generoso se relaciona con los demás para potenciar su radio de acción. De ahí que, en el nivel 2, cuando estamos cerca de otras personas agradecemos que existan; no experimentamos resentimiento por el hecho de que puedan superarnos y disminuir nuestra autoestima. Cuando uno siente agradecimiento porque existen los otros, está bien dispuesto para otorgar a su amor una dimensión comunitaria.
3. La proyección comunitaria del amor. Cuando la atracción primera que sentimos hacia una persona se convierte en auténtico amor, nos vemos insertos en el dinamismo propio de este tipo de vinculación y ascendemos a un plano distinto del de la sexualidad y del de la amistad. De hecho, los seres humanos procedemos del encuentro amoroso de nuestros padres, que, en cuanto tales —no como meros progenitores—, nos llamaron a la existencia. Nuestra vida ha de consistir en responder agradecidamente a esa invitación. Si agradecer significa estar a la recíproca en generosidad, nuestra respuesta debe consistir en crear nuevas formas de encuentro. He aquí la razón profunda por la cual el amor personal se desarrolla creando formas de vida comunitaria.
El amor personal se enciende en la intimidad de nuestro ánimo y se incrementa en el ámbito recatado de las confidencias mutuas. Pero llega un momento en el cual pide, de por sí, adquirir una proyección comunitaria, darse a conocer, fundar un ámbito de vida dentro de la sociedad, es decir, un hogar, un lugar de acogimiento donde arde el fuego del amor y se transmite a otros ámbitos afines, formando así la “gran familia” de los allegados.
He aquí cómo, al reflexionar sobre la vida amorosa, resalta de inmediato el poder creativo que alberga. Hemos dado dos saltos: del nivel 1 al nivel 2, y de la actitud íntima privada a la actitud comunitaria. Esta, a su vez, nos insta a otorgar una nueva dimensión al amor: la que se adentra en el enigma de la creatividad más alta.
4. La fecundidad del amor. Por darse en el nivel 2, la relación conyugal se muestra poderosamente creativa: incrementa la amistad entre los esposos y da origen a nuevas vidas. Al sopesar la importancia de ambas actividades, descubrimos maravillados el poderío de la unidad matrimonial. De la amistad escribió Lope de Vega: “Yo dije siempre, y lo diré y lo digo, que es la amistad el bien mayor humano”. Por otra parte, dar vida a una persona es un acontecimiento sobrecogedor. Cuando reparamos en el hecho de que dos personas, incluso las más sencillas, pueden generar un ser capaz de pensar, sentir, querer, elaborar proyectos de todo orden, amar, tomar posición frente al universo entero e incluso frente a sí mismo, a sus progenitores y al Creador, nos parece tocar fondo en el enigma de la realidad y sentimos un inmenso respeto hacia esa región de los orígenes.
Los cuatro elementos del amor conyugal forman una estructura
Los cuatro aspectos o ingredientes del amor conyugal deben hallarse tan vinculados entre sí que formen una estructura, es decir, una trama de elementos que se exigen y complementan de tal modo que, al desgajar uno de ellos, se desmorona el conjunto. Si, para procurarnos gratificaciones aisladas, movilizamos el primero de los elementos del amor conyugal —la sexualidad— y dejamos de lado los otros tres, despojamos nuestra relación amorosa de toda creatividad, nos alejamos del ideal de la unidad y situamos nuestra vida en el nivel 1, en el cual el amor se reduce a pasión.
Esa actitud unilateral es injusta con el ser humano, que vive como persona al crear toda suerte de encuentros. Por su condición de persona humana, se ve inserto en un dinamismo poderoso que le lleva a unirse conyugalmente con otra persona e independizarse de sus raíces familiares. Esta energía biológica, psicológica y espiritual ¿tiene por único fin satisfacer una necesidad individual primaria, como sucede con el comer y el dormir? Estas necesidades persiguen la meta de conservar nuestra existencia biológica, no la de configurar nuestra personalidad, porque no tienen capacidad de crear relaciones de encuentro. En cambio, la actividad sexual pone en relación íntima a dos personas y las somete a una peculiar conmoción. ¿Qué finalidad persigue esta vinculación conmovedora? Sin duda alguna, la creación de un modo valioso de unidad, una relación de encuentro.
Vista en el conjunto del proceso humano de desarrollo integral, la potencia sexual presenta una condición abierta, tiende a desbordar nuestros límites individuales y constituirnos como personas, en el sentido de seres comunitarios. Pero esta vida comunitaria desborda la relación de amistad entre los cónyuges, porque, como toda forma de vida, lleva en sí la exigencia de perdurar, lo cual implica la necesidad de renovarse mediante la procreación. El dinamismo interno del amor personal exige a quienes se unen conyugalmente por amor que lo hagan abiertos a la creación de nueva vida, y no conviertan el atractivo de su relación mutua en una meta. Esta apertura a la fecundidad significa la orientación de las potencias sexuales hacia fines que desbordan el área privada de cada persona y la llevan a plenitud. Tal orientación genera una energía insospechada, capaz de integrar los diversos aspectos del proceso amoroso personal.
La vinculación de estos aspectos no amengua la fuerza de las pulsiones instintivas, que entrañan cierto valor; ordena su energía al logro de la espléndida meta que es crear una vida de profunda unidad personal, con toda la fecundidad que implica. Si el ideal de nuestra vida es crear modos relevantes de unidad, debemos movilizar todas nuestras energías para lograr ese propósito. Este deber hemos de asumirlo con amor por cuanto no nos viene impuesto desde fuera sino sugerido desde lo más íntimo de nuestra naturaleza sexuada, ordenada a la creación de ámbitos amorosos.
El tema del amor humano muestra su espléndida grandeza cuando lo vemos dentro del dinamismo de nuestro crecimiento personal. Lo indica certeramente Gustavo Thibon:
Nosotros no queremos una plenitud sexual que se compre al precio de la plenitud humana; no sentimos ningún gusto por costumbres que, bajo pretexto de satisfacer plenamente al sexo, vacían al hombre de todo lo demás. Únicamente el matrimonio puede al mismo tiempo satisfacer el instinto sin degradar a la persona.
Esta degradación comienza cuando, por afán irreflexivo de exaltar la potencia sexual, se la aísla de su verdadero contexto, que es la estructura formada por los cuatro ingredientes del amor: sexualidad, amistad, proyección comunitaria y fecundidad. Tal aislamiento empobrece la vida amorosa, y todo empobrecimiento injusto es un acto de violencia contra la realidad, en este caso contra nuestra propia realidad personal. Nada ilógico que, tanto en la vida cotidiana como en la expresión literaria y cinematográfica de la misma, el cultivo de las relaciones sexuales al margen del amor personal, creador de amistad y de vida comunitaria, vaya unido a menudo con actos de violencia.
Cuando dos personas de distinto sexo se aman y unen sus vidas con la intención de vincular el ejercicio de la sexualidad al cultivo de la amistad, dentro del campo de interrelación profunda que es el hogar, y todo ello lo orientan hacia el incremento de su unidad mutua y de la donación de vida a nuevos seres, dan un salto cualitativo en su vida: se convierten en esposos. Ese tipo de unión recibe, de antiguo, el nombre de matrimonio.
El alcance de las uniones homosexuales
Si dos personas del mismo sexo están enamoradas y viven de forma estable una relación sexual y amistosa dentro de un hogar, pueden ser —si se quiere— excelentes amantes, pero no llegan a ser nunca esposos, pues, por ley natural, tienen las puertas cerradas a la paternidad y la maternidad. Considerar su forma de unión como un “estado matrimonial” es confundir los conceptos, alterar el lenguaje y, con ello, desarticular la realidad.
No vendría a cuento que alguien, al leer esto, levantara la voz para decirme que debemos respetar a los homosexuales y concederles todos los derechos ciudadanos. Es obvio que debemos respetar a todas las personas, pero también lo es que ciertos derechos no los tenemos por el simple hecho de ser personas, sino por las opciones que realizamos en la vida. Si no he aprendido a tocar el violín, no tengo derecho a llamarme violinista. Si no he adquirido el título de médico, no estoy autorizado a abrir una clínica. Por mi parte, respeto a los homosexuales —en cuanto personas— lo tengo todo, e incluso voluntad de ayuda. Durante años ayudé a sostener una familia que se hallaba en suma pobreza debido a la condición homosexual del padre, un profesor de escuela primaria. Deseo a todas las personas los mayores bienes, pero entiendo que sería un mal para todos confundir los conceptos y llamar “matrimonio” a lo que constituye una forma de unión distinta.
La unión de personas homosexuales puede presentar, en el mejor de los casos y en alguna medida, los tres primeros ingredientes del amor conyugal: sexualidad, amistad, proyección comunitaria —creación de un hogar—, e incluso el primer aspecto del cuarto: el incremento de la unión entre los que viven esa forma de unidad. (Aunque, respecto a esto, deberíamos hacer diversas matizaciones y salvedades). Lo que le falta, en absoluto, es el segundo aspecto de la fecundidad del amor: la donación de vida a nuevos seres personales. Y este es un ingrediente esencial. La sexualidad matrimonial está, por su naturaleza misma, abierta a la vida, y lo mismo la amistad y la creación de un hogar. Tal apertura es la que da altura, dignidad y vitalidad a los esposos y a su modo de vida. La falta de apertura a la vida altera la calidad de los tres primeros elementos de la vida matrimonial. No procede, por tanto, decir que tales elementos o ingredientes del amor son iguales en la unión matrimonial y en la unión homosexual, excepto —en esta última— el detalle de no poder procrear. La verdad es que tales ingredientes pierden su sentido más profundo si no se vive el amor de tal forma que esa intensidad de vida florezca en la creación de nuevos seres. La sexualidad sin amistad no es igual que la sexualidad vivida como expresión de amistad y vehículo de un incremento de amistad. Esta amistad, cuando está abierta a la vida, pide de por sí proyectarse comunitariamente y crear un hogar que acoja a las vidas humanas que se van a crear y les ayude eficazmente a desarrollarse. El incremento de la unidad y del amor en los esposos está en la recta dirección cuando no supone solo incentivar la condición gratificante de sus relaciones sino crear un verdadero ámbito de acogimiento para los futuros hijos.
Al unirse maritalmente un hombre y una mujer, adquieren una condición nueva, realmente portentosa: la de poder generar hijos en un entorno adecuado plenamente a su desarrollo. Esta condición no la adquieren dos personas del mismo sexo cuando deciden vivir en común. Pueden quererse intensamente, ejercitar a su modo la sexualidad con máximo ardor, pero nunca conseguirán la potencia generadora que las convierte en ineludibles colaboradoras de la especie. Por esta capacidad de colaboración, los casados heterosexuales merecen toda clase de reconocimiento y ayuda por parte de la sociedad, a la que ellos en buena medida hacen posible. Dos homosexuales que se unen para convivir contribuyen, en algún modo, a estructurar la vida social. Debido a ello, la sociedad hará bien en regular su forma de unión de tal modo que tengan ciertos derechos civiles.
En una entrevista, a un diputado que se declara homosexual y pide que se reconozca la condición de “matrimonio” a las uniones entre homosexuales se le indicó que también —por ejemplo— dos hermanas solteras que conviven forman una unidad muy fuerte, tienen unidos sus destinos, se necesitan mutuamente, se ayudan, colaboran a estructurar la vida social, y deberían, por tanto, ser consideradas como un “matrimonio” a todos los efectos. Él negó que posean tal derecho “porque les falta el ejercicio de la sexualidad”. Parece olvidar este político que el ejercicio de la sexualidad de un homosexual no es comparable al de una persona heterosexual, abierta a la generación de nueva vida. Por el hecho de unirse sexualmente no se adquiere ningún derecho especial ante la sociedad. La sexualidad homosexual puede ser intensa y gratificante, pero no es fecunda; no tiene para la sociedad más relevancia que el hecho de que satisface a ciertas personas y, en esa medida, contribuye a la estabilidad social. Pero esta aportación no puede compararse ni de lejos a la que realizan los casados que aportan a la comunidad nuevas vidas y les ayudan a crecer de forma saludable.
Ser esposos es inmensamente más que ser amantes. Hay que ignorar mil cuestiones para tener la osadía de identificar ambos conceptos. Supone un atropello a la razón. A estas alturas de la investigación antropológica no podíamos esperar que alguien cometiera este dislate conceptual. Si Maurice Merleau-Ponty o Dietrich von Hildebrand, Max Scheler o Ferdinand Ebner levantaran la cabeza, se volverían consternados a sus tumbas pensando que su ingente labor investigadora había sido totalmente vana. El bueno de Romano Guardini, que, por los años 30, esperaba que la humanidad avanzara hacia una época de mayor clarividencia y equilibrio, no tendría consuelo si viera el espectáculo que dan actualmente ciertos legisladores al tergiversar, de esta forma, los conceptos básicos de la vida humana. Porque él sabía muy bien que los conceptos no son meras palabras sino las columnas de esa trama de relaciones que es nuestra vida y que cada uno debemos colaborar a tejer incesantemente.
¿Ignoran, acaso, nuestros políticos que los grandes conflictos sociales se fraguaron en los despachos de pensadores que tomaron la vida intelectual como un laboratorio para realizar toda clase de aventurerismos intelectuales? Todo el que conozca la historia de las ideas sabe que con los conceptos debemos proceder de forma extremadamente cuidadosa, verdaderamente orfebresca. La tosquedad actual en el uso de las palabras y el manejo de las ideas no augura nada bueno para un futuro cercano, pues los procesos sociales están sumamente acelerados debido a los progresos técnicos en las comunicaciones.
Hoy se valoran muy positivamente los sentimientos y se da como razón de ciertas conductas el hecho de que sean fuente renovada de gratificaciones individuales. Se deja, en cambio, de lado el valor —positivo o negativo— que tales conductas puedan tener para el conjunto de la sociedad. Esta visión unilateral acarrea graves daños a la vida social porque encrespa el egoísmo y amengua la solidaridad.
Europa basó su grandeza en el estudio de las esencias, en la distinción de unas realidades y otras. Si ahora lo confundimos todo, volvemos a las tinieblas de lo irracional y desquiciamos la vida, la sacamos literalmente de quicio. Lo que es distinto necesita nombre distinto. No podemos utilizar los nombres arbitrariamente. Por eso, precisar debidamente los conceptos y utilizar el lenguaje con rigor no indica ser anticuado, retrógrado, poco liberal…; significa sencillamente ser “realista”, fiel a la realidad. Y esta es la primera condición de una persona culta.
Si queremos asentar sobre bases firmes la vida conyugal debemos clarificar bien la idea del matrimonio.
Toda persona medianamente formada sabe que la cultura occidental —a la que tanto debemos en diversos aspectos— fue posible gracias, en buena medida, a la labor impagable de quienes se extenuaron buscando la verdad y clarificando los conceptos, como dice del gran Sócrates su discípulo Platón. Cuando se aprende a distinguir lo bello de lo feo, lo justo de lo injusto, lo constructivo de lo destructivo…, se sigue un camino ascendente en cuanto a claridad de ideas, firmeza de conducta, seguridad en los ideales, concordia de los espíritus. Cuando se lo confunde todo para dominar las mentes y las voluntades, se precipita uno por la vía que nos lleva, paso a paso, a la degradación. No olvidemos que la corrupción de los conceptos provoca la corrupción de la mente, y una mente corrompida envilece rápidamente a la persona y la sociedad. La confusión empobrece las ideas, y unas ideas empobrecidas acaban generando, a no tardar, una vida miserable.
Es bien notorio que en los últimos decenios se ha deteriorado notablemente la idea del matrimonio que tienen las gentes. Por diversas causas —entre ellas, las leyes divorcistas—, se considera, a menudo, que la vida matrimonial es una forma de convivencia estable, regulada por la ley pero alterable no bien surja alguna dificultad seria. El nexo entre unión matrimonial y compromiso de por vida es considerado como una exigencia contraria a la naturaleza humana —esencialmente cambiante— y opuesta al derecho que tenemos a elegir en cada momento lo que responda a nuestras necesidades y deseos. En la actualidad, los vocablos libertad y cambio están orlados por el prestigio propio de los términos “talismán”, términos del lenguaje que en ciertos momentos de la historia son tan apreciados que apenas hay quien ose someterlos a un análisis crítico y matizarlos debidamente.
Si queremos asentar sobre bases firmes la vida conyugal, debemos clarificar bien la idea del matrimonio a fin de devolverle toda su riqueza, sin dejarnos presionar por modas o por ideologías que quieran imponernos criterios carentes de fundamentación. Hemos de acudir a esas fuentes de saberes bien fundados que son los grandes especialistas. Edificamos sobre arena si nos dejamos llevar de meras “ocurrencias”, nuestras o ajenas. Hoy nos enseñan los biólogos y los antropólogos más cualificados que los seres humanos somos “seres de encuentro”, vivimos como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos como tales creando diversas formas de encuentro. Consiguientemente, toda nuestra vida debemos orientarla a la creación de formas auténticas de encuentro y cumplir las exigencias que el encuentro nos plantea: generosidad, veracidad, fidelidad, cordialidad, comunicación sincera, participación en tareas solidarias…
Si, en la vida matrimonial, cumplimos estas condiciones, tenemos garantía de vivir una relación de encuentro, entendido en sentido riguroso, no como mera vecindad o trato superficial. El matrimonio, visto con una inteligencia madura —dotada de largo alcance, amplitud o comprehensión y profundidad— aparece formado por cuatro ingredientes básicos.
Los cuatro ingredientes de la vida conyugal
1. La sexualidad, la tendencia instintiva a unirse corpóreamente con otra persona por la atracción que ejerce sobre el propio ánimo y las sensaciones placenteras que suscita. Esa unión puede ser muy emotiva, excitante, embriagadora. Pero la embriaguez nos saca de nosotros mismos para fusionarnos con la realidad seductora. La fusión es un modo de unión perfecto en lo que suelo llamar nivel 1, el plano de los objetos (en el cual, por ejemplo, dos bolas de cera se funden y forman una sola bola de mayor tamaño), pero resulta muy negativo en el nivel 2 —el plano de las realidades que son más que objetos—, pues la unión entre ellas exige respeto, es decir, estar cerca manteniendo cierta distancia. Para contemplar un cuadro artístico, no debo pegar los ojos al lienzo; he de mantenerme a cierta distancia. De modo semejante, si deseo conversar con un amigo he de acercarme a él, pero guardando la distancia necesaria para abrir entre ambos un espacio de comunicación. En el nivel 2, la unión verdadera se consigue al enriquecerse mutuamente, ofreciendo y recibiendo posibilidades.
La energía sexual puede unir estrechamente a las personas en el nivel 1, pero no en el nivel 2 si no va unida con el propósito de crear esa forma de unidad personal que llamamos amistad. La sexualidad, ejercitada a solas, como mera fuente de satisfacción sensible y psicológica, no incrementa la generosidad hacia la otra persona; más bien, encrespa el egoísmo y anula la posibilidad del encuentro. El egoísmo inspira la voluntad de poseer y dominar aquello que encandila los instintos. Esa voluntad nos aferra a la actitud propia del nivel 1, actitud utilitarista que solo atiende a las cualidades gratificantes de la otra persona, no a la persona como tal. Por esta razón, eminentes psiquiatras actuales —Rudolf Affemann y Víctor Frankl, entre otros— afirman que la sexualidad vivida a solas —como un medio para acumular sensaciones placenteras— se destruye a sí misma.
2. La amistad. Para hacernos amigos de alguien que nos atrae, debemos considerar su atractivo no como una incitación a convertirlo en fuente de gratificaciones inmediatas, fáciles, superficiales, sino como una invitación a entrar en relación de trato con él en cuanto persona. Renunciamos, con ello, a la libertad de saciar los instintos de forma inmediata —sin voluntad de crear una auténtica relación de amistad con la otra persona—, y ponemos en juego un modo más valioso de libertad: la libertad interior o libertad creativa. Tal renuncia implica un sacrificio, pero no una represión, porque dejar de lado un valor inferior para conseguir uno superior no bloquea el desarrollo de nuestra personalidad; lo promueve.
Para dar primacía voluntariamente a unos valores sobre otros, necesitamos suscitar en nuestro ánimo desde niños el sentimiento de asombro ante todo lo que encierra un valor: el clima hogareño de amor incondicional y ternura, un bello paisaje, un pueblo acogedor, una obra artística o literaria de calidad, un juego vivido con espíritu creativo, una conversación ingeniosa, un día espléndido, una acción noble, una fiesta popular o litúrgica vivida con autenticidad… Esta capacidad de emocionarnos al ver la alta calidad de seres y sucesos cotidianos nos da energía interior suficiente para vencer la tendencia a las ganancias inmediatas y consagrarnos a la fundación de modos de unión más exigentes.
Al ascender al nivel 2 y atender más bien a hacer feliz a la otra persona mediante el encuentro que a concedernos toda suerte de gustos sensibles y emociones psicológicas, descubrimos un mundo nuevo, distinto del mundo embriagador de las sensaciones —nivel 1— y superior a él. Superior en cuanto abre la posibilidad de crear una relación de amistad, es decir, de comprensión y ayuda mutuas, de elaboración y realización de proyectos comunes, de afectos profundos, no reducibles a goces sensoriales. En ese ámbito de amistad se advierte que las potencias sexuales dejan de ser un mero medio para obtener goces sensibles y se convierten en el medio en el que se expresa nuestro anhelo de unión personal. Entonces se descubre con lucidez que las fuerzas instintivas están llamadas a colaborar con nosotros en la gran tarea de crecer como personas. Si el ideal de nuestra vida es crear formas elevadas de unidad, resulta obvio que debemos superar toda manifestación amorosa que reduzca la unión personal a mero empastamiento sensorial.
Si estamos habituados a movernos en el nivel 1, tememos caer en el vacío si renunciamos a tal empastamiento y ascendemos a una forma de conducta desinteresada (nivel 2). Es comprensible, porque desde un nivel inferior no puede captarse, ni siquiera a veces adivinarse, la riqueza que alberga un nivel superior —con sus realidades de mayor rango y las actitudes humanas correspondientes—. En el nivel 1, el ensanchamiento de una realidad —por ejemplo, una finca— se realiza a costa de la colindante. En el nivel 2, al entrar una realidad en el ámbito de otra no la invade y succiona; acrecienta su riqueza interior. El hombre egoísta avanza hacia los otros con ánimo de ocupar su espacio vital. El hombre generoso se relaciona con los demás para potenciar su radio de acción. De ahí que, en el nivel 2, cuando estamos cerca de otras personas agradecemos que existan; no experimentamos resentimiento por el hecho de que puedan superarnos y disminuir nuestra autoestima. Cuando uno siente agradecimiento porque existen los otros, está bien dispuesto para otorgar a su amor una dimensión comunitaria.
3. La proyección comunitaria del amor. Cuando la atracción primera que sentimos hacia una persona se convierte en auténtico amor, nos vemos insertos en el dinamismo propio de este tipo de vinculación y ascendemos a un plano distinto del de la sexualidad y del de la amistad. De hecho, los seres humanos procedemos del encuentro amoroso de nuestros padres, que, en cuanto tales —no como meros progenitores—, nos llamaron a la existencia. Nuestra vida ha de consistir en responder agradecidamente a esa invitación. Si agradecer significa estar a la recíproca en generosidad, nuestra respuesta debe consistir en crear nuevas formas de encuentro. He aquí la razón profunda por la cual el amor personal se desarrolla creando formas de vida comunitaria.
El amor personal se enciende en la intimidad de nuestro ánimo y se incrementa en el ámbito recatado de las confidencias mutuas. Pero llega un momento en el cual pide, de por sí, adquirir una proyección comunitaria, darse a conocer, fundar un ámbito de vida dentro de la sociedad, es decir, un hogar, un lugar de acogimiento donde arde el fuego del amor y se transmite a otros ámbitos afines, formando así la “gran familia” de los allegados.
He aquí cómo, al reflexionar sobre la vida amorosa, resalta de inmediato el poder creativo que alberga. Hemos dado dos saltos: del nivel 1 al nivel 2, y de la actitud íntima privada a la actitud comunitaria. Esta, a su vez, nos insta a otorgar una nueva dimensión al amor: la que se adentra en el enigma de la creatividad más alta.
4. La fecundidad del amor. Por darse en el nivel 2, la relación conyugal se muestra poderosamente creativa: incrementa la amistad entre los esposos y da origen a nuevas vidas. Al sopesar la importancia de ambas actividades, descubrimos maravillados el poderío de la unidad matrimonial. De la amistad escribió Lope de Vega: “Yo dije siempre, y lo diré y lo digo, que es la amistad el bien mayor humano”. Por otra parte, dar vida a una persona es un acontecimiento sobrecogedor. Cuando reparamos en el hecho de que dos personas, incluso las más sencillas, pueden generar un ser capaz de pensar, sentir, querer, elaborar proyectos de todo orden, amar, tomar posición frente al universo entero e incluso frente a sí mismo, a sus progenitores y al Creador, nos parece tocar fondo en el enigma de la realidad y sentimos un inmenso respeto hacia esa región de los orígenes.
Los cuatro elementos del amor conyugal forman una estructura
Los cuatro aspectos o ingredientes del amor conyugal deben hallarse tan vinculados entre sí que formen una estructura, es decir, una trama de elementos que se exigen y complementan de tal modo que, al desgajar uno de ellos, se desmorona el conjunto. Si, para procurarnos gratificaciones aisladas, movilizamos el primero de los elementos del amor conyugal —la sexualidad— y dejamos de lado los otros tres, despojamos nuestra relación amorosa de toda creatividad, nos alejamos del ideal de la unidad y situamos nuestra vida en el nivel 1, en el cual el amor se reduce a pasión.
Esa actitud unilateral es injusta con el ser humano, que vive como persona al crear toda suerte de encuentros. Por su condición de persona humana, se ve inserto en un dinamismo poderoso que le lleva a unirse conyugalmente con otra persona e independizarse de sus raíces familiares. Esta energía biológica, psicológica y espiritual ¿tiene por único fin satisfacer una necesidad individual primaria, como sucede con el comer y el dormir? Estas necesidades persiguen la meta de conservar nuestra existencia biológica, no la de configurar nuestra personalidad, porque no tienen capacidad de crear relaciones de encuentro. En cambio, la actividad sexual pone en relación íntima a dos personas y las somete a una peculiar conmoción. ¿Qué finalidad persigue esta vinculación conmovedora? Sin duda alguna, la creación de un modo valioso de unidad, una relación de encuentro.
Vista en el conjunto del proceso humano de desarrollo integral, la potencia sexual presenta una condición abierta, tiende a desbordar nuestros límites individuales y constituirnos como personas, en el sentido de seres comunitarios. Pero esta vida comunitaria desborda la relación de amistad entre los cónyuges, porque, como toda forma de vida, lleva en sí la exigencia de perdurar, lo cual implica la necesidad de renovarse mediante la procreación. El dinamismo interno del amor personal exige a quienes se unen conyugalmente por amor que lo hagan abiertos a la creación de nueva vida, y no conviertan el atractivo de su relación mutua en una meta. Esta apertura a la fecundidad significa la orientación de las potencias sexuales hacia fines que desbordan el área privada de cada persona y la llevan a plenitud. Tal orientación genera una energía insospechada, capaz de integrar los diversos aspectos del proceso amoroso personal.
La vinculación de estos aspectos no amengua la fuerza de las pulsiones instintivas, que entrañan cierto valor; ordena su energía al logro de la espléndida meta que es crear una vida de profunda unidad personal, con toda la fecundidad que implica. Si el ideal de nuestra vida es crear modos relevantes de unidad, debemos movilizar todas nuestras energías para lograr ese propósito. Este deber hemos de asumirlo con amor por cuanto no nos viene impuesto desde fuera sino sugerido desde lo más íntimo de nuestra naturaleza sexuada, ordenada a la creación de ámbitos amorosos.
El tema del amor humano muestra su espléndida grandeza cuando lo vemos dentro del dinamismo de nuestro crecimiento personal. Lo indica certeramente Gustavo Thibon:
“Nosotros no queremos una plenitud sexual que se compre al precio de la plenitud humana; no sentimos ningún gusto por costumbres que, bajo pretexto de satisfacer plenamente al sexo, vacían al hombre de todo lo demás. Únicamente el matrimonio puede al mismo tiempo satisfacer el instinto sin degradar a la persona”.
Esta degradación comienza cuando, por afán irreflexivo de exaltar la potencia sexual, se la aísla de su verdadero contexto, que es la estructura formada por los cuatro ingredientes del amor: sexualidad, amistad, proyección comunitaria y fecundidad. Tal aislamiento empobrece la vida amorosa, y todo empobrecimiento injusto es un acto de violencia contra la realidad, en este caso contra nuestra propia realidad personal. Nada ilógico que, tanto en la vida cotidiana como en la expresión literaria y cinematográfica de la misma, el cultivo de las relaciones sexuales al margen del amor personal, creador de amistad y de vida comunitaria, vaya unido a menudo con actos de violencia.
Cuando dos personas de distinto sexo se aman y unen sus vidas con la intención de vincular el ejercicio de la sexualidad al cultivo de la amistad, dentro del campo de interrelación profunda que es el hogar, y todo ello lo orientan hacia el incremento de su unidad mutua y de la donación de vida a nuevos seres, dan un salto cualitativo en su vida: se convierten en esposos. Ese tipo de unión recibe, de antiguo, el nombre de matrimonio.
El alcance de las uniones homosexuales
Si dos personas del mismo sexo están enamoradas y viven de forma estable una relación sexual y amistosa dentro de un hogar, pueden ser —si se quiere— excelentes amantes, pero no llegan a ser nunca esposos, pues, por ley natural, tienen las puertas cerradas a la paternidad y la maternidad. Considerar su forma de unión como un “estado matrimonial” es confundir los conceptos, alterar el lenguaje y, con ello, desarticular la realidad.
No vendría a cuento que alguien, al leer esto, levantara la voz para decirme que debemos respetar a los homosexuales y concederles todos los derechos ciudadanos. Es obvio que debemos respetar a todas las personas, pero también lo es que ciertos derechos no los tenemos por el simple hecho de ser personas, sino por las opciones que realizamos en la vida. Si no he aprendido a tocar el violín, no tengo derecho a llamarme violinista. Si no he adquirido el título de médico, no estoy autorizado a abrir una clínica. Por mi parte, respeto a los homosexuales —en cuanto personas— lo tengo todo, e incluso voluntad de ayuda. Durante años ayudé a sostener una familia que se hallaba en suma pobreza debido a la condición homosexual del padre, un profesor de escuela primaria. Deseo a todas las personas los mayores bienes, pero entiendo que sería un mal para todos confundir los conceptos y llamar “matrimonio” a lo que constituye una forma de unión distinta.
La unión de personas homosexuales puede presentar, en el mejor de los casos y en alguna medida, los tres primeros ingredientes del amor conyugal: sexualidad, amistad, proyección comunitaria —creación de un hogar—, e incluso el primer aspecto del cuarto: el incremento de la unión entre los que viven esa forma de unidad. (Aunque, respecto a esto, deberíamos hacer diversas matizaciones y salvedades). Lo que le falta, en absoluto, es el segundo aspecto de la fecundidad del amor: la donación de vida a nuevos seres personales. Y este es un ingrediente esencial. La sexualidad matrimonial está, por su naturaleza misma, abierta a la vida, y lo mismo la amistad y la creación de un hogar. Tal apertura es la que da altura, dignidad y vitalidad a los esposos y a su modo de vida. La falta de apertura a la vida altera la calidad de los tres primeros elementos de la vida matrimonial. No procede, por tanto, decir que tales elementos o ingredientes del amor son iguales en la unión matrimonial y en la unión homosexual, excepto —en esta última— el detalle de no poder procrear. La verdad es que tales ingredientes pierden su sentido más profundo si no se vive el amor de tal forma que esa intensidad de vida florezca en la creación de nuevos seres. La sexualidad sin amistad no es igual que la sexualidad vivida como expresión de amistad y vehículo de un incremento de amistad. Esta amistad, cuando está abierta a la vida, pide de por sí proyectarse comunitariamente y crear un hogar que acoja a las vidas humanas que se van a crear y les ayude eficazmente a desarrollarse. El incremento de la unidad y del amor en los esposos está en la recta dirección cuando no supone solo incentivar la condición gratificante de sus relaciones sino crear un verdadero ámbito de acogimiento para los futuros hijos.
Al unirse maritalmente un hombre y una mujer, adquieren una condición nueva, realmente portentosa: la de poder generar hijos en un entorno adecuado plenamente a su desarrollo. Esta condición no la adquieren dos personas del mismo sexo cuando deciden vivir en común. Pueden quererse intensamente, ejercitar a su modo la sexualidad con máximo ardor, pero nunca conseguirán la potencia generadora que las convierte en ineludibles colaboradoras de la especie. Por esta capacidad de colaboración, los casados heterosexuales merecen toda clase de reconocimiento y ayuda por parte de la sociedad, a la que ellos en buena medida hacen posible. Dos homosexuales que se unen para convivir contribuyen, en algún modo, a estructurar la vida social. Debido a ello, la sociedad hará bien en regular su forma de unión de tal modo que tengan ciertos derechos civiles.
En una entrevista, a un diputado que se declara homosexual y pide que se reconozca la condición de “matrimonio” a las uniones entre homosexuales se le indicó que también —por ejemplo— dos hermanas solteras que conviven forman una unidad muy fuerte, tienen unidos sus destinos, se necesitan mutuamente, se ayudan, colaboran a estructurar la vida social, y deberían, por tanto, ser consideradas como un “matrimonio” a todos los efectos. Él negó que posean tal derecho “porque les falta el ejercicio de la sexualidad”. Parece olvidar este político que el ejercicio de la sexualidad de un homosexual no es comparable al de una persona heterosexual, abierta a la generación de nueva vida. Por el hecho de unirse sexualmente no se adquiere ningún derecho especial ante la sociedad. La sexualidad homosexual puede ser intensa y gratificante, pero no es fecunda; no tiene para la sociedad más relevancia que el hecho de que satisface a ciertas personas y, en esa medida, contribuye a la estabilidad social. Pero esta aportación no puede compararse ni de lejos a la que realizan los casados que aportan a la comunidad nuevas vidas y les ayudan a crecer de forma saludable.
Ser esposos es inmensamente más que ser amantes. Hay que ignorar mil cuestiones para tener la osadía de identificar ambos conceptos. Supone un atropello a la razón. A estas alturas de la investigación antropológica no podíamos esperar que alguien cometiera este dislate conceptual. Si Maurice Merleau-Ponty o Dietrich von Hildebrand, Max Scheler o Ferdinand Ebner levantaran la cabeza, se volverían consternados a sus tumbas pensando que su ingente labor investigadora había sido totalmente vana. El bueno de Romano Guardini, que, por los años 30, esperaba que la humanidad avanzara hacia una época de mayor clarividencia y equilibrio, no tendría consuelo si viera el espectáculo que dan actualmente ciertos legisladores al tergiversar, de esta forma, los conceptos básicos de la vida humana. Porque él sabía muy bien que los conceptos no son meras palabras sino las columnas de esa trama de relaciones que es nuestra vida y que cada uno debemos colaborar a tejer incesantemente.
¿Ignoran, acaso, nuestros políticos que los grandes conflictos sociales se fraguaron en los despachos de pensadores que tomaron la vida intelectual como un laboratorio para realizar toda clase de aventurerismos intelectuales? Todo el que conozca la historia de las ideas sabe que con los conceptos debemos proceder de forma extremadamente cuidadosa, verdaderamente orfebresca. La tosquedad actual en el uso de las palabras y el manejo de las ideas no augura nada bueno para un futuro cercano, pues los procesos sociales están sumamente acelerados debido a los progresos técnicos en las comunicaciones.
Hoy se valoran muy positivamente los sentimientos y se da como razón de ciertas conductas el hecho de que sean fuente renovada de gratificaciones individuales. Se deja, en cambio, de lado el valor —positivo o negativo— que tales conductas puedan tener para el conjunto de la sociedad. Esta visión unilateral acarrea graves daños a la vida social porque encrespa el egoísmo y amengua la solidaridad.
Europa basó su grandeza en el estudio de las esencias, en la distinción de unas realidades y otras. Si ahora lo confundimos todo, volvemos a las tinieblas de lo irracional y desquiciamos la vida, la sacamos literalmente de quicio. Lo que es distinto necesita nombre distinto. No podemos utilizar los nombres arbitrariamente. Por eso, precisar debidamente los conceptos y utilizar el lenguaje con rigor no indica ser anticuado, retrógrado, poco liberal…; significa sencillamente ser “realista”, fiel a la realidad. Y esta es la primera condición de una persona culta.
Desde su infancia le habían inculcado, como a cualquiera, el perfecto conocimiento de Dios, y hasta cuando era niño, muchos santos así como ciertas santas mujeres que vivían en la libre ciudad, donde él nació, se habían quedado atónitos ante sus respuestas graves y sabias.
Y cuando sus padres le entregaron el traje y el anillo de la edad viril, les abrazó, abandonándoles para ir a correr mundo, porque quería hablar de Dios al universo.
Pues había por aquel tiempo en el mundo muchas personas que no conocían a Dios en absoluto, que solo tenían de él un conocimiento incompleto, o que adoraban los falsos dioses que habitan en los bosques sagrados sin preocuparse de sus adoradores.
Y poniéndose de frente al sol se puso en marcha, caminando sin sandalias como había visto andar a los santos y llevando en su cintura un zurrón de cuero y un pequeño cántaro de barro cocido.
Y como caminaba a lo largo del ancho camino sentíase lleno de ese gozo que nace del conocimiento perfecto de Dios, y le cantaba alabanzas sin cesar en sus cantos. Y al cabo de algún tiempo, entró en un país desconocido en el que se alzaban muchas ciudades.
Y atravesó once ciudades.
Y algunas de estas se hallaban en los valles, otras en las riberas de grandes ríos y otras asentadas sobre colinas.
Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió, y una gran multitud en cada ciudad le siguió asimismo, y el conocimiento de Dios se esparció sobre toda la tierra y muchos jefes de Estado se convirtieron.
Y los sacerdotes de los templos en que había ídolos vieron que la mitad de su ganancia se perdía y que cuando a mediodía golpeaban sus tambores nadie, o muy poca gente, acudía con panes y ofrendas de carne, como era costumbre en el país antes de llegar el peregrino.
Sin embargo, cuanto más aumentaba la multitud que le seguía, cuanto mayor era el número de sus discípulos, más grande era su aflicción.
Y él no sabía por qué su aflicción era tan grande, pues hablaba siempre de Dios y según la plenitud de conocimiento perfecto de Dios, que Dios mismo le había dado.
Y una noche salió de la oncena ciudad, que era una ciudad de Armenia, y sus discípulos y una gran multitud le siguieron, y subió a una montaña y se sentó sobre una roca que había en ella.
Y sus discípulos se agruparon a su alrededor y la multitud se arrodilló en el valle.
Y él hundió la cabeza en sus manos y lloró y dijo a su alma:
—¿Por qué estoy tan lleno de aflicción y de temor y por qué cada uno de iris discípulos es como un enemigo que se adelanta a plena luz?
Y su alma le respondió y dijo:
—Dios te ha llenado del conocimiento perfecto de Él mismo y tú has dado esa ciencia a los demás. Has dividido la perla de gran valor y has repartido en trozos el vestido sin costura. El que difunde la sabiduría se roba a sí mismo. Es lo mismo que quien da un tesoro a un ladrón ¿Acaso Dios no es más sabio que tú? ¿Quién eres tú para revelar el secreto que Dios te ha confiado? Yo era rica un día y tú me has empobrecido. Yo he visto a Dios un día y ahora tú me lo has ocultado.
Y de nuevo lloró él porque sabía que su alma le decía la verdad y que había dado a los demás el conocimiento perfecto de Dios, y que se encontraba como un hombre que se ha colgado de los pliegues de la vestidura de Dios, y que su fe disminuiría en relación al número de los que veían en él.
Y se dijo a sí mismo:
—No volveré a hablar de Dios. El que infunde la sabiduría se roba a si mismo.
Y algunas horas más tarde, sus discípulos fueron a su encuentro, e inclinándose hasta el suelo, le dijeron:
—Maestro, háblanos de Dios, porque tienes el conocimiento perfecto de Él y ningún hombre más que tú lo posee.
Y él contestó:
—Os hablaré de todas las demás cosas que hay en el cielo y en la tierra, pero no os hablaré de Dios. Ni ahora ni nunca os volveré a hablar de Dios.
Y ellos se irritaron y le dijeron:
—Nos has conducido al desierto para que pudiéramos escucharte. ¿Quieres despedirnos hambrientos a nosotros y a la gran multitud que has invitado a seguirte?
Y él respondió:
—No os hablaré de Dios.
Y la multitud murmuró contra él y le dijo:
—Nos has conducido al desierto y no nos has dado alimento para comer. Háblanos de Dios y eso nos bastará.
Pero él no contestó una palabra, porque sabía que si hablaba de Dios les daría un tesoro.
Y los discípulos se marcharon tristemente y la multitud regresó a sus casas. Y muchos fallecieron en el camino.
Y cuando estuvo solo se levantó y volviéndose hacia la luna, viajó durante siete lunas sin hablar a ningún hombre y sin responder a ninguna pregunta.
Y cuando la séptima luna iba a desaparecer, llegó al desierto del gran Río.
Y encontrando vacía una caverna habitada en otro tiempo por un centauro, la tomó por abrigo y tejió una esterilla de junco para acostarse en ella y hacer vida de eremita.
Y a cada hora, el eremita alababa a Dios, que había permitido que aprendiera a conocerle y a conocer su grandeza admirable.
Ahora bien; una noche, estando el eremita sentado ante la caverna en un sitio de reposo que se había arreglado, vio a un joven de rostro perverso y hermoso que pasaba sencillamente vestido y con las manos vacías.
Todas las noches pasó de nuevo el joven con las manos vacías y todas las mañanas volvió con las manos llenas de púrpura y de perlas, pues era un ladrón y robaba a las caravanas de mercaderes.
Y el eremita le miró y tuvo piedad de él. Pero no le dijo una palabra porque sabía que quien dice una palabra pierde su fe.
Y una mañana, cuando regresaba el joven con las manos llenas de púrpura y de perlas, se detuvo, frunció las cejas, dio con el pie sobre la mesa y dijo al eremita:
—¿Por qué me miras siempre de ese modo cuando paso? ¿Qué es lo que veo en tus ojos? Porque ningún hombre me ha mirado antes de ese modo. Y es para mí un aguijón y una tristeza.
Y el eremita le respondió:
—Lo que hay en mis ojos es piedad. Es la piedad la que te mira por mis ojos.
Y el joven rió con risa despreciativa y gritó al eremita con tono amargo:
—Tengo púrpura y perlas en mis manos y tú no tienes más que una esterilla de junco para acostarte. ¿Qué piedad vas a tenerme? ¿Y por qué?
—Tengo piedad de ti —dijo el eremita—, porque no conoces a Dios.
—¿Es una cosa preciosa el conocimiento de Dios? —preguntó el joven.
Y se acercó a la entrada de la caverna.
—Es más preciosa que toda la púrpura y que todas las perlas del mundo —respondió el eremita.
—¿Y tú la posees?
Y se acercó más.
—En otro tiempo —respondió el eremita— poseía yo realmente el conocimiento perfecto de Dios, pero en mi locura lo he repartido y dividido entre muchos otros hombres. Aun ahora, semejante recuerdo sigue siendo para mí más precioso que la púrpura y que las perlas.
Y cuando el ladrón oyó esto, tiró la púrpura y las perlas que llevaba en sus manos, y sacando una espada puntiaguda de recurvado acero, dijo al eremita:
—Dame ahora mismo ese conocimiento de Dios que posees o te mato sin vacilar. ¿Cómo no iba yo a matar a quien posee un tesoro mayor que el mío?
Y el eremita extendió sus brazos y dijo:
—¿No me valdría más ir a los parajes más alejados de la Casa de Dios y loarle que vivir en el mundo y no conocerle? Mátame si esa es tu voluntad. Pero no entregaré mi conocimiento de Dios.
Entonces el ladrón cayó de rodillas y le suplicó; pero el eremita no quiso ni hablarle de Dios ni darle su tesoro.
Y el ladrón se levantó y dijo al eremita:
—Sea como quieres. Por mi parte, voy a ir a la Ciudad de los Siete Pecados, que está solamente a tres días de marcha de aquí, y por mi púrpura me darán placer y por mis perlas me venderán alegría.
Y recogiendo la púrpura y las perlas se fue rápidamente.
Y el eremita le llamó a grandes gritos. Le siguió y le imploró.
Durante tres días siguió al ladrón por los caminos y le rogó que se volviera y que no entrase en la Ciudad de los Siete Pecados.
Y a cada paso, el ladrón miraba al eremita, y llamándole, le decía:
—¿Quieres darme ese conocimiento de Dios que es más precioso que la púrpura y las perlas? Si accedes a dármelo, no entraré en la ciudad.
Y el eremita le contestaba siempre:
—Te daré todo lo que tengo, a excepción de una sola cosa, porque esa no me está permitido dártela.
Y al caer la tarde del tercer día, se encontraron ambos ante las grandes puertas escarlatas de la Ciudad de los Siete Pecados.
Y llegaron hasta ellos mil carcajadas que salían de la ciudad.
Y el ladrón respondió echándose a reír y llamó repetidamente a la puerta.
Y cuando estaba llamando, el eremita llegó a él, y cogiéndole por los pliegues de sus vestidos, le dijo:
—Abre tus manos y coloca tus brazos en torno de mi cuello; acerca tu oído a mis labios y te daré el conocimiento de Dios que me queda.
Y el ladrón entonces se detuvo.
Y cuando el eremita le hubo entregado su conocimiento de Dios, se desplomó sobre el suelo y lloró; y unas grandes tinieblas le ocultaron la ciudad y el ladrón de tal modo que ya no les volvió a ver.
Y estando allí inclinado y deshecho en lágrimas, notó que alguien estaba de pie a su lado; y Aquel que estaba de pie a su lado tenía pies de bronce y cabellos como de lana fina.
Y levantó al eremita y le dijo:
—Hasta aquí has tenido el conocimiento perfecto de Dios; desde ahora tendrás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras?
Y le besó.
* * *
Para la catequesis
¿Crees que es sencillo ser un sabio en los asuntos de Dios? ¿Qué necesita un ser humano para conocer a Dios?
¿Consideras que compartir nuestro conocimiento de lo divino, predicar la palabra de Dios entre nuestros amigos y conocidos desgasta nuestra alma? ¿Qué causa encuentras para que el Maestro se sienta triste al compartir su sabiduría?
¿Por qué logra la felicidad al compartir lo que le quedaba de conocimiento deivino para el solo? ¿Compartes tu amor a Dios con los tuyos de la misma manera?