por Catequesis en Familia | 25 Abr, 2017 | La Biblia
Juan 6, 16-21. Sábado de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades.
Al atardecer, sus discípulos bajaron a la orilla del mar y se embarcaron, para dirigirse a Cafarnaúm, que está en la otra orilla. Ya era de noche y Jesús aún no se había reunido con ellos. El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte viento. Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el agua, y tuvieron miedo. El les dijo: «Soy yo, no teman». Ellos quisieron subirlo a la barca, pero esta tocó tierra en seguida en el lugar adonde iban.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 6, 1-7
Salmo: Sal 33(32), 1-5.18-19
Oración introductoria
Gracias, Señor, por recordarme que no debo temerte. Y es que es tan sutil y persistente la tentación de buscarte en la oración, pero realmente escucharte… hasta donde «no duela o no incomode demasiado». Por eso suplico que envíes la luz de tu Espíritu Santo para que este momento de oración sea un auténtico encuentro contigo.
Petición
Jesucristo, dame la gracia de saberme abandonar en tu Providencia divina.
Meditación del Santo Padre Francisco
[Queridos hermanos y hermanas:]
Es muy importante también la escena final. «En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante Él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios»!» (vv. 32-33). Sobre la barca estaban todos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la «poca fe». Pero cuando a esa barca vuelve a subir Jesús, el clima cambia inmediatamente: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos, pequeños y asustados, se convierten en grandes en el momento en que se postran de rodillas y reconocen en su maestro al Hijo de Dios. ¡Cuántas veces también a nosotros nos sucede lo mismo! Sin Jesús, lejos de Jesús, nos sentimos asustados e inadecuados hasta el punto de pensar que ya no podemos seguir. ¡Falta la fe! Pero Jesús siempre está con nosotros, tal vez oculto, pero presente y dispuesto a sostenernos.
Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades. Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vida. A ello nos llama siempre nuestra Madre, la Virgen. A ella nos dirigimos confiados.
Santo Padre Francisco
Ángelus del domingo, 10 de agosto de 2014
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos jóvenes, no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades, permaneciendo firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda circunstancia, sois amados y custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Por esto es importante que el encuentro con Él, sobre todo en la oración personal y comunitaria, sea constante, fiel, precisamente como el camino de vuestro amor: amar a Dios y sentir que Él me ama. ¡Nada nos puede separar del amor de Dios! Estad seguros, además, de que también la Iglesia está cerca de vosotros, os apoya, no deja de miraros con gran confianza. Ella sabe que tenéis sed de valores, los verdaderos, sobre los que vale la pena construir vuestra casa. El valor de la fe, de la persona, de la familia, de las relaciones humanas, de la justicia. No os desaniméis ante las carencias que parecen apagar la alegría en la mesa de la vida.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Discurso del domingo, 11 de septiembre de 2011
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
III Las características de la fe
La fe es una gracia
153 Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad»» (DV 5).
La fe es un acto humano
154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.
155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).
La fe y la inteligencia
156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
157 La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).
158 «La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».
159 Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).
La libertad de la fe
160 «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados […] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino […] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).
La necesidad de la fe
161 Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que «haya perseverado en ella hasta el fin» (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia en la fe
162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
164 Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no […] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta» (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Dejar a un lado las preocupaciones inútiles al confiar y reconocer la presencia de Dios en mi vida.
Diálogo con Cristo
Cuántas veces, Señor, quiero hacer las cosas solo, a mi manera y no como tu quieres. Soy el hombre fuerte e independiente – lo puedo todo. Luego, me caigo y reclamo al cielo: ¡Señor! ¿por qué me has abandonado? Pero, en realidad, fui yo quien te ha abandonado. Me he olvidado de ti. Fuiste tú el que me creaste, el que me ama y me salva. Sin ti nada puedo. Sé que jamás, ni en la miseria de mi soberbia, me abandonarás. ¡Lucha a mi lado, Señor, en la batalla de hoy!
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por Catequesis en Familia | 25 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 5, 1-3.5-16. Martes de la 4.ª semana del Tiempo de Cuaresma. ¿Quieres quedar sano?… No peques más.
Después de esto, se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: «¿Quieres curarte?». El respondió: «Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes». Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y camina». En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar. Era un sábado, y los Judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: «Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla». El les respondió: «El que me curó me dijo: «Toma tu camilla y camina». Ellos le preguntaron: «¿Quién es ese hombre que te dijo: «Toma tu camilla y camina?». Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí. Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: «Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía». El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Ezequiel, Ez 47, 1-9.12
Salmo: Sal 46(45), 2-3.5-6.8-9
Oración introductoria
Señor, en este día, quiero aprovechar al máximo este momento de contacto que tengo contigo. Hazme sentir tu presencia amorosa, no con los sentimientos, sino con un verdadero espíritu de fe. Señor, Tú estás aquí conmigo, guía mis pasos y sáname de mis flaquezas. Dame unos ojos nuevos que perciban tu amor en todos los momentos de mi existencia.
Petición
Señor, que me dé cuenta de lo pequeño que soy y de lo necesitado que estoy de tu misericordia y de tu amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
A los numerosos heridos que son acogidos en ese gran «hospital de campo símbolo de la Iglesia» uno se debe acercar sin acedia espiritual y sin formalismos. Es lo que recomendó el Papa Francisco en la misa del martes [día de hoy] en la Casa Santa Marta. Invitó también a los cristianos a «no vivir bajo anestesia» y a superar las tentaciones «de la resignación, de la tristeza» y del «no implicarse».
«El agua —explicó al comentar las lecturas— es el símbolo en la liturgia de hoy: el agua que cura, el agua que trae la salud». E hizo referencia sobre todo al pasaje del Evangelio de san Juan (5, 1-16): es «la historia del hombre paralítico de treinta y ocho años» que estaba con otros muchos enfermos junto a la piscina en Jerusalén esperando ser curado. Y, así, cuando «Jesús vio a ese hombre le preguntó: ¿quieres quedar sano?». Su respuesta está preparada: «»Claro Señor, estoy aquí para esto. Pero no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua se agita. Mientras estoy llegando al lugar, otro baja antes que yo»». Existía «la idea —explicó el Pontífice— que cuando las aguas se agitaban era el ángel del Señor que venía a curar». La reacción de Jesús es una orden: «Levántate, toma tu camilla y echa a andar». Y el hombre fue curado.
Luego, continuó el Papa, «el apóstol cambia el tono de la narración y recuerda que ese día era sábado». Así recoge las reacciones de los que riñeron al hombre que fue curado precisamente porque llevaba su camilla un día de sábado, a pesar de la prohibición. Un modo de actuar, afirmó el Pontífice, que se refiere «también a nuestra actitud ante las numerosas enfermedades físicas y espirituales de la gente». Y en especial, destacó, «encuentro aquí» la imagen de «dos enfermedades fuertes, espirituales» sobre las cuales «nos hará bien reflexionar».
La «primera enfermedad» es la que aflige al hombre paralítico y que ya «estaba como resignado» y tal vez se decía «a sí mismo «la vida es injusta, otros tienen más suerte que yo»». En su forma de hablar «hay un tono de lamento: está resignado pero también amargado». Una actitud, destacó el Papa, que hace pensar también en «muchos católicos sin entusiasmo y amargados» que se repiten «a sí mismos «yo voy a misa todos los domingos pero es mejor no comprometerse. Yo tengo fe para mi salud, pero no siento la necesidad de darla a otro: cada uno en su casa, tranquilo»», también porque si «en la vida tú haces algo luego te reprochan: es mejor no implicarse».
Precisamente esta es «la enfermedad de la acedia de los cristianos», una «actitud que es paralizante para el celo apostólico» y «que hace de los cristianos personas inmóviles, tranquilas, pero no en el buen sentido de la palabra: personas que no se preocupan por salir para anunciar el Evangelio, personas anestesiadas». Una anestesia espiritual que lleva a la consideración «negativa de que es mejor no comprometerse» para vivir «así con esa acedia espiritual. Y la acedia es tristeza». Es el perfil de «cristianos tristes en el fondo» a quienes les gusta saborear la tristeza hasta llegar a ser «personas no luminosas y negativas». Y esta, alertó el Papa, «es una enfermedad para nosotros cristianos». Tal vez «vamos a misa todos los domingos» pero también decimos «por favor, no molestar». Los cristianos «sin celo apostólico no sirven y no hacen bien a la Iglesia». Lamentablemente, dijo el Pontífice, hoy son muchos los «cristianos egoístas» que cometen «el pecado de la acedia contra el celo apostólico, contra las ganas de llevar la novedad de Jesús a los demás; esa novedad que me ha sido donada gratuitamente».
El otro pecado indicado hoy por el Papa es «el formalismo» de los judíos. Se la toman con el hombre que acababa de ser curado por Jesús por llevar su camilla un día de sábado. La contestación de los judíos es seca: «Aquí las cosas son así, se debe hacer esto». A ellos les «interesaba sólo las formalidades: era sábado y no se podían hacer milagros el sábado. La gracia de Dios no puede trabajar el sábado». Es la misma actitud de aquellos «cristianos hipócritas que no dejan espacio a la gracia de Dios». Tanto que para «esta gente la vida cristiana es tener todos los documentos en regla, todos los certificados». Actuando así «cierran la puerta a la gracia de Dios». Y, añadió, «tenemos muchos de ellos en la Iglesia».
He aquí, por lo tanto, los dos pecados. Por una parte están «los del pecado de la acedia» porque «no son capaces de ir adelante con su celo apostólico y decidieron detenerse en sí mismos, en las propias tristezas y resentimientos». Por otro lado están los que «no son capaces de llevar la salvación porque cierran la puerta» y se preocupan «sólo de las formalidades» hasta el punto que «¡no se puede!», es la palabra que usan con más frecuencia.
«Son tentaciones que también tenemos nosotros y que debemos conocer para defendernos». Y «ante estas dos tentaciones» en ese «hospital de campo, símbolo de la Iglesia hoy, con mucha gente herida», Jesús ciertamente no cede ni a la acedia ni al formalismo. Sino que «se acerca a ese hombre y le dice: «¿quieres quedar sano?»». Al hombre que responde sólo sí «le da la gracia y se marcha». Jesús, explicó el Papa, «no le soluciona la vida: le da la gracia y la gracia lo hace todo». Luego, relata el Evangelio, cuando poco después se encuentra nuevamente con ese hombre en el templo, le dirige una vez más la palabra para decirle «»mira, estás curado, no peques más»». Estas, afirmó el Pontífice, son «las dos palabras cristianas: «¿quieres quedar sano?» – «No peques más»». Jesús primero cura al enfermo y luego lo invita «a no pecar más». Es precisamente «este el camino cristiano, la senda del celo apostólico» para «acercarnos a las numerosas personas heridas en este hospital de campo. Y también muchas veces heridas por hombres y mujeres de la Iglesia». Es necesario, por lo tanto, hablar como un hermano y una hermana, invitando a curarse y luego a «no pecar más». Y sin lugar a dudas estas «dos palabras de Jesús —concluyó el Papa— son más bonitas que la actitud de la acedia y la actitud de la hipocresía».
Santo Padre Francisco: Más allá de los formalismos
Meditación del lunes, 1 de abril de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. La misericordia y el pecado
1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
1847 Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).
1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy haré una visita a Jesús Eucaristía, exponiéndole mis problemas con plena confianza.
Diálogo con Cristo
Señor, gracias por tu amor y tu presencia que verdaderamente hace que nos sintamos como hijos tuyos. Sé que hoy me has escuchado y te pido la gracia de ser paciente para esperar que Tú obres en mí. Hazme ver tu mano amorosa que me sostiene y me hace ver qué grande es tu amor hacia mí.
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por Catequesis en Familia | 4 Ene, 2016 | La Biblia
Marcos 6, 45-52. Tiempo de Navidad (9 de enero). Pidamos al Señor la gracia de tener un corazón dócil: que Él nos salve de la esclavitud del corazón endurecido y nos lleve hacia adelante en esa hermosa libertad del amor perfecto, la libertad de los hijos de Dios, la que sólo puede dar el Espíritu Santo.
En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra. Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo. Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero él les habló enseguida y les dijo: «Tranquilícense, soy yo; no teman». Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó. Así llegaron al colmo de su estupor, porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Epístola I de san Juan, 1 Jn 4, 11-18
Salmo: 72(71), 1-2.10-13
Oración introductoria
Señor, al inicio de esta oración quiero ponerme en tu presencia, porque mi mente también esta embotada. Sé que Tú me ves, me escuchas, me conoces, me inspiras. Que tu presencia amorosa en esta meditación no me haga temer, sino confiar más en tu Providencia.
Petición
Señor, no dejes nunca que desconfíe de Ti. Sé Tú mi fortaleza y mi gran seguridad.
Meditación del Santo Padre Francisco
Un corazón endurecido no logra comprender ni siquiera los más grandes milagros. Pero, «¿cómo se endurece un corazón?». Se lo preguntó el Papa Francisco durante la misa celebrada el [día de hoy] en Santa Marta.
Los discípulos, se lee en el pasaje litúrgico del Evangelio de san Marcos (6, 45-52), «no habían comprendido lo de los panes, porque tenían su corazón endurecido». Eso que, explicó el Papa Francisco, «eran los apóstoles, los más íntimos de Jesús. Pero no entendían». E incluso habiendo asistido al milagro, incluso habiendo «visto que esa gente —más de cinco mil— había comido con cinco panes» no comprendieron. «¿Por qué? Porque su corazón estaba endurecido».
Muchas veces Jesús «habla en el Evangelio de la dureza del corazón», reprende al «pueblo de dura cerviz», llora sobre Jerusalén «que no comprendió quién era Él». El Señor se confronta con esta dureza: «tiene un gran trabajo Jesús —destacó el Papa— para hacer más dócil este corazón, para formarlo sin durezas, para hacerlo afable». Un «trabajo» que continúa después de la resurrección con los discípulos de Emaús y muchos otros.
«Pero —se preguntó el Pontífice—, ¿cómo se endurece un corazón? ¿Cómo es posible que esta gente, que estaba siempre con Jesús, todos los días, que lo escuchaba, lo veía… tuviese un corazón endurecido? ¿Cómo puede un corazón llegar a ser así?». Y relató: «Ayer le pregunté a mi secretario: Dime, ¿cómo se endurece un corazón? Él me ayudó a pensar un poco en esto». De aquí la indicación de una serie de circunstancias con las que cada uno puede confrontar la propia experiencia personal.
Ante todo, dijo el Papa Francisco, el corazón «se endurece por experiencias dolorosas, por experiencias duras». Es la situación de quienes «vivieron una experiencia muy dolorosa y no quieren entrar en otra aventura». Es precisamente lo que sucedió a los discípulos de Emaús tras la resurrección, de quienes el Pontífice imaginó las consideraciones: «»Hay demasiado, demasiado ruido, pero marchémonos un poco lejos, porque…» —Porque, ¿qué? —»Eh, nosotros esperábamos que este fuese el Mesías, pero no lo era, yo no quiero ilusionarme otra vez, no quiero hacerme ilusiones»».
He aquí el corazón endurecido por una «experiencia de dolor». Lo mismo sucede a Tomás: «No, no, yo no creo. Si no pongo el dedo allí, no creo». El corazón de los discípulos era duro «porque habían sufrido». Y al respecto el Papa Francisco recordó un dicho popular argentino: «El que se quema con leche, ve la vaca y llora». O sea, explicó, «es la experiencia dolorosa que nos impide abrir el corazón».
Otro motivo que endurece el corazón es también «la cerrazón en sí mismo: construir un mundo en sí mismo». Esto sucede cuando el hombre está «cerrado en sí mismo, en su comunidad o en su parroquia». Se trata de una cerrazón que «puede dar vueltas alrededor de muchas cosas»: del «orgullo, la suficiencia, de pensar que yo soy mejor que los demás» o también «de la vanidad». Precisó el Papa: «Existen el hombre y la mujer «espejo», que están cerrados en sí mismos por mirarse a sí mismos, continuamente»: se podrían definir «narcisistas religiosos». Estos «tienen el corazón duro, porque son cerrados, no son abiertos. Y buscan defenderse con estos muros que construyen a su alrededor».
Existe además un ulterior motivo que endurece el corazón: la inseguridad. Es lo que experimenta quien piensa: «Yo no me siento seguro y busco dónde aferrarme para estar seguro». Esta actitud es típica de la gente «que está muy apegada a la letra de la ley». Sucedía, explicó el Pontífice, «con los fariseos, los saduceos y los doctores de la ley de la época de Jesús». Quienes objetaban: «Pero la ley dice esto, dice esto hasta aquí…», y así «hacían otro mandamiento»; al final, «pobrecillos, se cargaban 300-400 mandamientos y se sentían seguros».
En realidad, hizo notar el Papa Francisco, todas estas «son personas seguras, pero como está seguro un hombre o una mujer en la celda de una cárcel detrás de las rejas: es una seguridad sin libertad». Mientras que es precisamente la libertad lo que «vino a traernos Jesús». San Pablo, por ejemplo, riñe a Santiago y también a Pedro «porque no aceptan la libertad que nos trajo Jesús».
He aquí, entonces, la respuesta a la pregunta inicial: «¿Cómo se endurece un corazón?». El corazón, en efecto, «cuando se endurece, no es libre y si no es libre es porque no ama». Un concepto expresado en la primera lectura de la liturgia del día (1 Juan 4, 11-18), donde el apóstol habla del «amor perfecto» que «aleja el temor». En efecto, «en el amor no hay temor, porque el temor supone un castigo y quien teme no es perfecto en el amor. No es libre. Siempre tiene el temor que suceda algo doloroso, triste», que nos haga «ir mal por la vida o arriesgar la salvación eterna». En realidad son sólo «imaginaciones», porque ese corazón sencillamente «no ama». El corazón de los discípulos, explicó el Papa, «estaba endurecido porque todavía no habían aprendido a amar».
Entonces nos podemos preguntar: «¿Quién nos enseña a amar? ¿Quién nos libera de esta dureza?» Puede hacerlo «solamente el Espíritu Santo», aclaró el Papa Francisco precisando: «Tú puedes hacer mil cursos de catequesis, mil cursos de espiritualidad, mil cursos de yoga, zen y todas esas cosas. Pero todo eso nunca será capaz de darte la libertad de hijo». Sólo el Espíritu Santo «mueve tu corazón para decir «padre»»; sólo Él «es capaz de aplastar, de romper esta dureza del corazón» y hacerlo «dócil al Señor. Dócil a la libertad del amor». No por casualidad el corazón de los discípulos permaneció «endurecido hasta el día de la Ascensión», cuando dijeron al Señor: «Ahora tendrá lugar la revolución y llega el reino». En realidad «no entendían nada». Y «sólo cuando vino el Espíritu Santo, las cosas cambiaron».
Por ello, concluyó el Pontífice, «pidamos al Señor la gracia de tener un corazón dócil: que Él nos salve de la esclavitud del corazón endurecido» y «nos lleve hacia adelante en esa hermosa libertad del amor perfecto, la libertad de los hijos de Dios, la que sólo puede dar el Espíritu Santo».
Santo Padre Francisco: Corazones endurecidos
Meditación del viernes, 8 de enero de 2015
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
El Señor, en oración, los ve y se acerca a ellos caminando sobre las aguas. Se puede comprender el susto de los discípulos al ver a Jesús caminando sobre las aguas; «se habían sobresaltado» y se pusieron a gritar. Pero Jesús les dice sosegadamente: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo». A primera vista, este «Soy yo» parece una simple fórmula de identificación con la que Jesús se da a conocer intentando aplacar el miedo de los suyos. Pero esta explicación es solamente parcial. En efecto, Jesús sube después a la barca y el viento se calma; Juan añade que enseguida llegaron a la orilla. El detalle curioso es que entonces los discípulos se asustaron de verdad: «estaban en el colmo del estupor», dice Marcos drásticamente. ¿Por qué? En todo caso, el miedo de los discípulos provocado inicialmente por la visión de un fantasma no aplaca todo su temor, sino que aumenta y llega a su culmen precisamente en el instante en que Jesús sube a la barca y el viento se calma repentinamente. Se trata, evidentemente, del típico temor «teofánico», el temor que invade al hombre cuando se ve ante la presencia directa de Dios.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Jesús de Nazaret, primer parte, p. 139
Propósito
Antes de iniciar mi meditación, hacer siempre actos de fe, confianza y amor a Dios.
Diálogo con Cristo
Jesús, estoy convencido de que quien cree en Ti, y te ama de verdad, jamás desconfía por más tribulaciones que padezca. En este Año de la Fe quiero tener ese encuentro profundo, real, personal y comprometedor contigo, porque sé que a mayor fe, más felicidad.
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Jesucristo es quien realmente viene
a nuestro encuentro en los momentos de dificultad.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
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Evangelio del día en «Catholic.net»
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Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
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por Catequesis en Familia | 28 Jul, 2014 | La Biblia
Mateo 14, 22-36. Décimo noveno domingo del Tiempo Ordinario. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida.
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. «Es un fantasma», dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: «Tranquilícense, soy yo; no teman. Entonces Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua». «Ven», le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame». En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?». En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: «Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios». Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Primer Libro de los Reyes, 1 Re 19, 9a.11-13a
Salmo: Sal 85(84), 9ab-14
Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 9, 1-5
Oración introductoria
Señor, al inicio de esta oración quiero ponerme en tu presencia, porque mi mente también esta embotada. Sé que Tú me ves, me escuchas, me conoces, me inspiras. Que tu presencia amorosa en esta meditación no me haga temer, sino confiar más en tu Providencia.
Petición
Señor, no dejes nunca que desconfíe de Ti. Sé Tú mi fortaleza y mi gran seguridad.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús que, retirándose al monte, ora durante toda la noche. El Señor, alejándose tanto de la gente como de los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre y la necesidad de orar a solas, apartado de los tumultos del mundo. Ahora bien, este alejarse no se debe entender como desinterés respecto de las personas o como abandonar a los Apóstoles. Más aún, como narra san Mateo, hizo que los discípulos subieran a la barca «para que se adelantaran a la otra orilla» (Mt 14, 22), a fin de encontrarse de nuevo con ellos. Mientras tanto, la barca «iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario» (v. 24), y he aquí que «a la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar» (v. 25); los discípulos se asustaron y, creyendo que era un fantasma, «gritaron de miedo» (v. 26), no lo reconocieron, no comprendieron que se trataba del Señor. Pero Jesús los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 27). Es un episodio, en el que los Padres de la Iglesia descubrieron una gran riqueza de significado. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el «susurro de una brisa suave» (1 R 19, 12). El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro, el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pidió que le hiciera salir a su encuentro, caminando sobre las aguas. «Pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «¡Señor, sálvame!»» (Mt 14, 30). San Agustín, imaginando que se dirige al apóstol, comenta: el Señor «se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte. Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti» (Enarr. in Ps. 95, 7: PL 36, 1233) y esto no lo dice sólo a Pedro, sino también a nosotros. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida. El gran pensador Romano Guardini escribe que el Señor «siempre está cerca, pues se encuentra en la razón de nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios entre los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortifica, la lejanía nos pone a prueba» (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 71).
Queridos amigos, la experiencia del profeta Elías, que oyó el paso de Dios, y las dudas de fe del apóstol Pedro nos hacen comprender que el Señor, antes aún de que lo busquemos y lo invoquemos, él mismo sale a nuestro encuentro, baja el cielo para tendernos la mano y llevarnos a su altura; sólo espera que nos fiemos totalmente de él, que tomemos realmente su mano. Invoquemos a la Virgen María, modelo de abandono total en Dios, para que, en medio de tantas preocupaciones, problemas y dificultades que agitan el mar de nuestra vida, resuene en el corazón la palabra tranquilizadora de Jesús, que nos dice también a nosotros: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» y aumente nuestra fe en él.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 7 de agosto de 2011
Propósito
Rezar, diariamente, antes de dormir, el credo, para constantemente recordar las verdades de mi fe que me ayudan a recorrer el camino de la salvación.
Diálogo con Cristo
Señor, dame tu gracia porque quiero gozar de la oración como lo hacía Jesús, que te buscaba en el lugar donde sabía que podría encontrarte. Deseo experimentar la libertad, la paz y el gozo de la auténtica oración al saber apartarme de todo y de todos, para en la soledad de mi propio yo, abrirte mi corazón, con esa firme decisión que rompa mi inercia, mis dudas y mi mediocridad.
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