Evangelio del día: Solemnidad de san José

Evangelio del día: Solemnidad de san José

Mateo 1, 16.18-21.24a. Solemnidad de san José. La misión que Dios confía a José es la de ser custodio de María y Jesús. ¿Cómo ejerce José esta custodia?: con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. ¿Cómo vive José su vocación como custodio de María y de Jesús?: con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio. 

Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo.  Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no han vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados». Al despertar, José hizo lo que el Angel del Señor le había ordenado.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segundo libro de Samuel, 2 Sam 7, 4-5a.12-14a.16

Salmo: Sal 89(88), 2-5.27.29

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 4, 13.16-18.22

Oración introductoria

Oh mi Dios, encomiendo mi oración a san José y tu santísima Madre, porque ellos supieron ser fieles a tu amor. No se desanimaron ante las dificultades y supieron caminar en el claroscuro de la fe. Envía tu Espíritu Santo para que sea su inspiración la brújula de mi oración.

Petición

Señor, dame la fe y la humildad de María y José.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas

Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.

Saludo con afecto a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.

Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).

¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.

¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio;  y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, para salvaguardar la creación.

Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.

Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.

Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.

Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.

Hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.

En la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza. Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca que es Dios.

Custodiar a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.

Imploro la intercesión de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo: Rezad por mí. Amén.

Santo Padre Francisco: Solemnidad de San José

Homilía del martes, 19 de marzo de 2013

Meditación de san Juan Pablo II

Cuando María, poco después de la anunciación, se dirigió a la casa de Zacarías para visitar a su pariente Isabel, mientras la saludaba oyó las palabras pronunciadas por Isabel «llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41). Además de las palabras relacionadas con el saludo del ángel en la anunciación, Isabel dijo: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). Estas palabras han sido el pensamiento-guía de la encíclica Redemptoris Mater, con la cual he pretendido profundizar en las enseñanzas del Concilio Vaticano II que afirma: «La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» y «precedió» a todos los que, mediante la fe, siguen a Cristo.

Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina «obediencia de la fe» (cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6).

Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado en la anunciación. El Concilio dice al respecto: «Cuando Dios revela hay que prestarle «la obediencia de la fe», por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él». La frase anteriormente citada, que concierne a la esencia misma de la fe, se refiere plenamente a José de Nazaret.

El, por tanto, se convirtió en el depositario singular del misterio «escondido desde siglos en Dios» (cf. Ef 3, 9), lo mismo que se convirtió María en aquel momento decisivo que el Apóstol llama «la plenitud de los tiempos», cuando «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» para «rescatar a los que se hallaban bajo la ley», «para que recibieran la filiación adoptiva» (cf. Gál 4, 4-5). «Dispuso Dios —afirma el Concilio— en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1, 4)».

De este misterio divino José es, junto con María, el primer depositario. Con María —y también en relación con María— él participa en esta fase culminante de la autorrevelación de Dios en Cristo, y participa desde el primer instante. Teniendo a la vista el texto de ambos evangelistas Mateo y Lucas, se puede decir también que José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios, y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina anunciación. El es asimismo el que ha sido puesto en primer lugar por Dios en la vía de la «peregrinación de la fe», a través de la cual, María, sobre todo en el Calvario y en Pentecostés, precedió de forma eminente y singular.

La vía propia de José, su peregrinación de la fe, se concluirá antes, es decir, antes de que María se detenga ante la Cruz en el Gólgota y antes de que Ella, una vez vuelto Cristo al Padre, se encuentre en el Cenáculo de Pentecostés el día de la manifestación de la Iglesia al mundo, nacida mediante el poder del Espíritu de verdad. Sin embargo, la vía de la fe de José sigue la misma dirección, queda totalmente determinada por el mismo misterio del que él junto con María se había convertido en el primer depositario. La encarnación y la redención constituyen una unidad orgánica e indisoluble, donde el «plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí». Precisamente por esta unidad el Papa Juan XXIII, que tenía una gran devoción a san José, estableció que en el Canon romano de la Misa, memorial perpetuo de la redención, se incluyera su nombre junto al de María, y antes del de los Apóstoles, de los Sumos Pontífices y de los Mártires.

San Juan Pablo II

Capítulo II. El depositario del misterio de Dios

Exhortación Apostólica Redemptoris Custos sobre la figura y la misión de san José

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

EL HOMBRE , IMAGEN DE DIOS

1701 “Cristo, […] en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (GS 22, 1). En Cristo, “imagen del Dios invisible” (Col 1,15; cf 2 Co 4, 4), el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza” del Creador. En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios (GS 22).

1702 La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unidad de las personas divinas entre sí (cf. Capítulo segundo).

1703. Dotada de un alma “espiritual e inmortal” (GS 14), la persona humana es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”(GS 24, 3). Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna.”

1704 La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf GS 15, 2).

1705 En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, “signo eminente de la imagen divina” (GS 17).

1706 Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa “a hacer […] el bien y a evitar el mal”(GS 16). Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.

1707 “El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia”(GS 13, 1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error.

«De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas». (GS 13, 2)

1708 Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado.

1709 “El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Esforzarme por hacer mi estudio o trabajo, dentro o fuera de casa, con dedicación y esfuerzo.

Diálogo con Cristo

Señor, vivir treinta años oculto en Nazaret, bajo la custodia de María y de José, me muestran el tipo de obediencia, pronta, alegre y heroica que debe caracterizar mi vida. Ayúdame a saber acoger con docilidad y prontitud las consignas del Papa, de Sr. Obispo y de mis directores, sabiendo que Dios bendice la docilidad y la obediencia humilde.

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Evangelio del día: Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

Evangelio del día: Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

Lucas 1, 26-38. Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, patrona de España, Estados Unidos y Paraguay (Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé). La Inmaculada está inscrita en el designio de Dios; es fruto del amor de Dios que salva al mundo.

En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Angel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Angel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin». María dijo al Angel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?». El Angel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios». María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho».Y el Angel se alejó.

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Lecturas

Primera lectura: Libro del Génesis, Gén 3, 9-15.20

Salmo: Sal 98(97), 1-4

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 1, 3-6.11-12

Oración introductoria

Supliquemos a María que haga nuestro corazón manso y humilde como modeló el corazón de su Hijo, pues por medio de ella y en ella fue como se forjó el corazón de Jesús.

Oración de santa Teresa de Calcuta

Petición

Pidamos a Nuestra Señora que interceda por la paz de nuestro corazón, para que tengamos un alma en la que solo quepa la misericordia y el perdón.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Este [es el día] de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, y así nuestra mirada es atraída por la belleza de la Madre de Jesús, nuestra Madre. Con gran alegría la Iglesia la contempla «llena de gracia» (Lc 1, 28), y comenzando con estas palabras la saludamos todos juntos: «llena de gracia». Digamos tres veces: «Llena de gracia». Todos: ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! Así, Dios la miró desde el primer instante en su designio de amor. La miró bella, llena de gracia. ¡Es hermosa nuestra madre! María nos sostiene en nuestro camino hacia la Navidad, porque nos enseña cómo vivir este tiempo de Adviento en espera del Señor. Porque este tiempo de Adviento es una espera del Señor, que nos visitará a todos en la fiesta, pero también a cada uno en nuestro corazón. ¡El Señor viene! ¡Esperémosle!

El Evangelio de san Lucas nos presenta a María, una muchacha de Nazaret, pequeña localidad de Galilea, en la periferia del Imperio romano y también en la periferia de Israel. Un pueblito. Sin embargo en ella, la muchacha de aquel pueblito lejano, sobre ella, se posó la mirada del Señor, que la eligió para ser la madre de su Hijo. En vista de esta maternidad, María fue preservada del pecado original, o sea de la fractura en la comunión con Dios, con los demás y con la creación que hiere profundamente a todo ser humano. Pero esta fractura fue sanada anticipadamente en la Madre de Aquél que vino a liberarnos de la esclavitud del pecado. La Inmaculada está inscrita en el designio de Dios; es fruto del amor de Dios que salva al mundo.

La Virgen no se alejó jamás de ese amor: toda su vida, todo su ser es un «sí» a ese amor, es un «sí» a Dios. Ciertamente, no fue fácil para ella. Cuando el Ángel la llamó «llena de gracia» (Lc 1, 28), ella «se turbó grandemente», porque en su humildad se sintió nada ante Dios. El Ángel la consoló: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (vv. 30-31). Este anuncio la confunde aún más, también porque todavía no se había casado con José; pero el Ángel añade: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (v. 35). María escucha, obedece interiormente y responde: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (v. 38).

El misterio de esta muchacha de Nazaret, que está en el corazón de Dios, no nos es extraño. No está ella allá y nosotros aquí. No, estamos conectados. De hecho, Dios posa su mirada de amor sobre cada hombre y cada mujer, con nombre y apellido. Su mirada de amor está sobre cada uno de nosotros. El apóstol Pablo afirma que Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos e intachables» (Ef 1, 4). También nosotros, desde siempre, hemos sido elegidos por Dios para vivir una vida santa, libre del pecado. Es un proyecto de amor que Dios renueva cada vez que nosotros nos acercamos a Él, especialmente en los Sacramentos.

En esta fiesta, entonces, contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, reconozcamos también nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor, ser transformados por la belleza de Dios. Mirémosla a ella, nuestra Madre, y dejémonos mirar por ella, porque es nuestra Madre y nos quiere mucho; dejémonos mirar por ella para aprender a ser más humildes, y también más valientes en el seguimiento de la Palabra de Dios; para acoger el tierno abrazo de su Hijo Jesús, un abrazo que nos da vida, esperanza y paz.

Santo Padre Francisco: Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

Ángelus del II Domingo de Adviento, 8 de diciembre de 2013

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Os deseo a todos feliz fiesta de María Inmaculada. En este Año de la fe desearía subrayar que María es la Inmaculada por un don gratuito de la gracia de Dios, que encontró en Ella perfecta disponibilidad y colaboración. En este sentido es «bienaventurada» porque «ha creído» (Lc 1, 45), porque tuvo una fe firme en Dios. María representa el «resto de Israel», esa raíz santa que los profetas anunciaron. En ella encuentran acogida las promesas de la antigua Alianza. En María la Palabra de Dios encuentra escucha, recepción, respuesta; halla aquel «sí» que le permite hacerse carne y venir a habitar entre nosotros. En María la humanidad, la historia, se abren realmente a Dios, acogen su gracia, están dispuestas a hacer su voluntad. María es expresión genuina de la Gracia. Ella representa el nuevo Israel, que las Escrituras del Antiguo Testamento describen con el símbolo de la esposa. Y san Pablo retoma este lenguaje en la Carta a los Efesios donde habla del matrimonio y dice que «Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentarse a Él mismo la Iglesia toda gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (5, 25-27). Los Padres de la Iglesia desarrollaron esta imagen y así la doctrina de la Inmaculada nació primero en referencia a la Iglesia virgen-madre, y sucesivamente a María. Así escribe poéticamente Efrén el Sirio: «Igual que los cuerpos mismos pecaron y mueren, y la tierra, su madre, está maldita (cf. Gn 3, 17-19), así, a causa de este cuerpo que es la Iglesia incorruptible, su tierra está bendita desde el inicio. Esta tierra es el cuerpo de María, templo en el cual se ha puesto una semilla» (Diatessaron 4, 15: SC 121, 102).

La luz que promana de la figura de María nos ayuda también a comprender el verdadero sentido del pecado original. En María está plenamente viva y operante esa relación con Dios que el pecado rompe. En Ella no existe oposición alguna entre Dios y su ser: existe plena comunión, pleno acuerdo. Existe un «sí» recíproco, de Dios a ella y de ella a Dios. María está libre del pecado porque es toda de Dios, totalmente expropiada para Él. Está llena de su Gracia, de su Amor.

En conclusión, la doctrina de la Inmaculada Concepción de María expresa la certeza de fe de que las promesas de Dios se han cumplido: su alianza no fracasa, sino que ha producido una raíz santa, de la que ha brotado el Fruto bendito de todo el universo, Jesús, el Salvador. La Inmaculada demuestra que la Gracia es capaz de suscitar una respuesta; que la fidelidad de Dios sabe generar una fe verdadera y buena.

Santo Padre Benedicto XVI

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

Ángelus del sábado, 8 de diciembre de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

La Inmaculada Concepción

490 Para ser la Madre del Salvador, María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.

491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María «llena de gracia» por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX:

«… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803).

492 Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG 53). El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (cf. Ef 1, 4).

493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios «la Toda Santa» (Panaghia), la celebran «como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo» (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Elevemos nuestros corazones hacia la Virgen María, para que nos ayude a reconciliarnos con el Señor cada vez que nos alejamos del amor de Dios.

Diálogo con Cristo

Señor Jesucristo, desde la Cruz nos donaste a tu madre para que fuese la Madre de todos nosotros; sé que Nuestra Señora la Virgen María es maestra de fe y ejemplo culminante de humildad; quiero que Ella sea mi modelo para seguirte en el camino de santidad.

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Beato Pío IX, el papa de la Inmaculada Concepción

Beato Pío IX, el papa de la Inmaculada Concepción

Os presentamos la homilía que el beato Pablo VI pronunció sobre la figura del beato Pío IX, el papa de la Inmaculada y del Concilio Vaticano I, en el centenario de su muerte.

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La circunstancia que hoy nos congrega en esta Basílica Patriarcal es la celebración centenaria del dies natalis de un predecesor nuestro, el cual —como leemos en la lápida que en su honor colocó el cabildo vaticano cerca de la estatua del Príncipe de los Apóstoles— Petri annos in pontificatu romano unos aequavit (el único que igualó los años de Pedro en el pontificado romano).

Cuando el 7 de febrero de 1878, al atardecer de un día invernizo, expiró el siervo de Dios Giovanni Mastai Ferretti, Papa Pío IX, concluyeron con él las tres largas e intensas décadas —exactamente treinta y dos años— de un servicio pontifical que domina literalmente la escena del siglo XIX.

Fue éste un siglo lleno de presagios para la Iglesia y para el mundo. En efecto, al comienzo encontramos el pontificado de Pío VII, de más de veinte años de duración, atravesado en gran parte por el turbión de la vicisitud napoleónica, que marca una fatigosa sacudida también para la sociedad. Al final del siglo encontramos el pontificado del inolvidable Papa León XIII, que duró también veinticinco años, cuando el mundo se asomaba ya al nuevo siglo. En el medio, en un centro a la vez real e ideal, advertimos la amable figura del Papa Pío IX, en torno al cual se alternan sucesos gloriosos y sufridas tribulaciones, que constituyen tanto la trama de su vida como el ritmo y la respiración de la Iglesia y, en general, de la familia humana en aquel tiempo.

La complejidad de los hechos acontecidos y de los problemas planteados en el transcurso de tan largo pontificado es materia aún abierta bajo el aspecto histórico, es decir, del pasado, a la perdurante reflexión y a las profundas investigaciones de una bibliografía seria y documentada. Pero quizás sea necesario —nos atrevemos a pensar— un ulterior y no breve período de decantación para que se ensanche la perspectiva, para que haya más luz, para que se comprendan plenamente los acontecimientos y sus más profundas y verdaderas motivaciones, de tal modo que, disipado todo residuo de animosidad personal o de prejuicio, pueda emerger la personalidad de este Pontífice en su dimensión de autenticidad humana, de irradiante bondad y de virtud ejemplar.

Pero nosotros nos hemos reunido ahora —repetimos— con el fin de conmemorar su nacimiento para el cielo, ocurrido hace un siglo, cuando su alma de apóstol, al toque del Avemaría, abandonó el cuerpo cargado ya de años y fatigas. Esto quiere decir que limitaremos nuestra atenta evocación y nuestra devota meditación al perfil espiritual y apostólico de un Pontífice que fue tan amado, y a las empresas que, con invicto valor, acometió para el incremento de la fe católica y para el bien de la santa Iglesia. Nos alegra que a esta ceremonia asista una conspicua y calificada representación junto con los obispos de la región de las Marcas, la tierra que vio nacer al Papa Mastai.

El prelado que en junio de 1840, tras un Cónclave brevísimo, fue elevado al supremo pontificado, era un auténtico hombre de Dios, que se distinguía por sus eminentes dotes de piedad religiosa y de ardiente celo por las almas.

En la plenitud aún de sus fuerzas, llevaba a la misión de paternidad universal que se le había encomendado el fervor de una fe profunda, una rica experiencia pastoral madurada en el trato asiduo con las poblaciones de las sedes episcopales de Espoleto e Imola, que antes había ocupado, y el conocimiento directo de los problemas que estaban aflorando tanto dentro de la comunidad eclesial como en la organización del Estado de la Iglesia; pero llevaba, sobre todo, el ansia de servir a la causa de Cristo y de su Evangelio. «Servir a la Iglesia: ésta fue la única ambición de Pío IX», ha escrito un historiador autorizado (cf. Roger Aubert, Il Pontificato di Pio IX; ed. ital., Turín, 1970, parte 1, pág. 450). Eso explica su infatigable entrega a los deberes del ministerio apostólico, aun los más gravosos y más arduos: cualidad constante que ha de reconocérsele, no sin admiración, por encima de los impulsos mismos del carácter humano y de las dificultades objetivas con que topó su actuación de Pastor y de Soberano.

La figura de Pío IX, cien años después de su muerte, parece reconocible ya en una doble fisonomía convencional y fiel a la realidad: la de Papa derrotado bajo el derrumbamiento del poder temporal con el que en cierto modo se había identificado el pontificado romano, y la de Papa que renace en su aspecto propio, nunca traicionado, pero ahora más palmario y evidente, de Pastor de un pueblo que por sí mismo y en la opinión pública no sabía bien si llamarse o cómo llamarse cristiano.

El derrumbamiento del poder temporal parecía indebido y grave, y comprometía la independencia, la libertad y la funcionalidad del Papado. Amenaza ésta que pesó sobre la Sede Apostólica hasta los días de la Conciliación, manteniendo vivo con nostálgica amargura el recuerdo de los siglos en que el poder temporal había sido escudo defensivo del espiritual y al mismo tiempo tutor del territorio de la Italia central, en el que había conservado el recuerdo y el porte civil de la tradición clásica romana, favoreciendo el ensamblaje de los Estados del continente, alimentando una conciencia unitaria de la civilización dimanante del humanismo grecorromano y, sobre todo, fomentando la fe católica en las almas y en las costumbres.

Pero el desarrollo histórico y civil de los pueblos y al final, después de la Revolución Francesa y de la evolución post-napoleónica, a mediados del siglo XIX, su madurez constitucional, no permitían ya al Estado Pontificio el ejercicio de una hegemonía ideológica ni de una primacía temporal.

El intento de implicar al Estado Pontificio en una guerra nacional fracasó ante la vigilante conciencia del Papa acerca de su misión propia, religiosa, no política, y mucho menos militar (alocución del 29 de abril de 1848); de ahí la inquietud revolucionaria que tuvo su triste epílogo en el asesinato de Pellegrino Rossi (el 15 de noviembre) y en la subsiguiente huida del Papa a Gaeta (25 de noviembre). No hacemos ahora la historia de aquella desdichada vicisitud. Nos basta destacar que, cuando el Papa regresó a Roma (12 de abril de 1850), ya no estaba eh condiciones de repetir las serenas palabras de dos años antes (11 de febrero de 1848): «Gran Dios, bendecid a Italia». Con el alma llena de amargura por los sufrimientos padecidos y por la experiencia adversa reanudó, ciertamente, hasta el 20 de septiembre de 1870, su autoridad de soberano temporal, pero ajeno ya a las corrientes de ideas y políticas de su tiempo; y la nueva situación nacional no sosegó el espíritu enojado del afligido Pontífice.

La herida infligida entonces al Papado llegó también a gran parte del pueblo y de la Iglesia entera, atormentando durante largos años su conciencia cívica y su sentimiento católico.

Pero precisamente en aquella situación paradójica se renovó el prodigio de la inmortalidad de Pedro («Yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo», había dicho Jesús: Mt 28, 20). Todo el pontificado de Pío IX puede decirse que fue una revelación de las inexhaustas energías que el Papado y la Iglesia poseen como algo propio para una historia siempre nueva.

Una apertura de dilatada generosidad fue la nota más destacada de su servicio, la cual, fundiéndose con las innatas características de cordialidad y buen sentido, heredadas de su tierra y de su gente, sirvió para granjearle la devoción de las clases humildes y populares y paulatinamente, en medida creciente, de las multitudes de los hijos de la Iglesia.

Si nos fijamos ahora en los principales objetivos de la férvida acción pastoral de Pío IX, hemos de mencionar ante todo al clero, al que el Papa, ayudado por tantos insignes obispos diocesanos, dedicó con feliz intuición de las necesidades prioritarias, una atención especial, como demuestran no pocos documentos de su pontificado.

Así fue como se elevó grandemente la figura del sacerdote, que ya se educaba normalmente en el ambiente del seminario y, formado allí en la vida interior y en la obediencia, se mostraría después, en el campo del trabajo, más consciente de sus responsabilidades y siempre cercano a su grey, no ya predestinado al disfrute tranquilo de fáciles prebendas eclesiásticas, sino a una cura pastoral más ardua y más asidua y amorosa.

No en vano se habla de «clero piano», tal no sólo por el hábito que viste; de hecho se puede afirmar con exactitud y documentar de modo seguro que fue un clero más disciplinado, más piadoso y más celoso que en el pasado. Aunque se advierta indudablemente alguna laguna, no se puede negar esta mejoría cualitativa en la espiritualidad y en el ministerio de los sacerdotes, los cuales, superando visiones estrechas y particularistas, sienten cada vez más la necesidad de coordinar los esfuerzos y las iniciativas.

Una actividad nueva anima la Iglesia de Pío IX. En efecto, por aquellos años se registran no pocos grupos de oblatos y una floración de sociedades y de asociaciones sacerdotales que promueven en los ministros de Dios el crecimiento «según el espíritu», la perseverancia y la fidelidad a la vocación, la disponibilidad al servicio no sólo según la voluntad, sino también según los deseos de los superiores. En esto hay que ver un válido precedente que influirá después en las directrices jurídicas y pastorales de la Iglesia (cf. C.I.C., cáns. 124-129; Presbyterorum ordinisnúms. 8, 12, 15-17).

La comunión fraterna de los sacerdotes entre sí, preludiando un enlace más orgánico de ellos mismos con los seglares en orden al apostolado, se instaura paralelamente con una recuperación decisiva de las órdenes y de las congregaciones religiosas; estas últimas, precisamente a mediados del siglo pasado, conocen un desarrollo sin precedentes. Si antiguos institutos se recuperan tras las pruebas de las supresiones, de las expulsiones y de los obstáculos que, de formas distintas según los países, obstaculizan su labor en los campos educativo y asistencial, y amenazan incluso la vida contemplativa y monástica, hay que tener presente sobre todo el gran número de institutos masculinos y femeninos que surgen en este mismo período, gracias especialmente al empuje de sacerdotes valientes, no ajenos al espíritu que soplaba desde Roma.

La relación de institutos fundados o aprobados durante el pontificado de Pío IX sería demasiado larga, si quisiéramos reseñarla aquí, y fácilmente incurriríamos en lamentables omisiones. También fue mérito del Pontífice haber promovido la reforma de los institutos existentes, corrigiendo los abusos, eligiendo —a veces con intervenciones personales— superiores capaces, introduciendo la importante norma, incluida después en el Código de Derecho Canónico (cf. can. 574), de que la profesión definitiva de los votos ha de estar precedida por la profesión de los votos simples. Al mismo tiempo, por lo que se refiere a los nuevos institutos, sus preferencias se dirigían hacia los de apostolado activo que tenían como finalidad el cuidado de los pobres, la asistencia a los enfermos, la buena prensa, la enseñanza y las escuelas y, sobre todo, las Misiones.

Así llegamos a las misiones; y a este respecto, ¿cómo olvidar la amplitud que asume, a partir de 1850, la acción evangelizadora de la Iglesia? En efecto, el tiempo de Pío IX es de una fecundísima sazón misionera, la cual nos ofrece nombres prestigiosos y ve a los heraldos del Evangelio moverse hacia todas las partes del mundo, tejiendo, por así decir, una red tupidísima que se extiende desde las dos Américas hasta el Extremo Oriente y desde las regiones de África entonces exploradas hasta el Continente Australiano.

En el mismo período se advierte con claridad entre los católicos la preocupación «unionista», y tienen lugar los primeros llamamientos dirigidos por el Pontífice a las Iglesias de Oriente y de Occidente separadas de Roma. Aunque de ello no se sigan resultados concretos, se inicia con todo un movimiento ecuménico ante litteram que, a la larga, sirve para preparar en la caridad y en la oración los futuros encuentros y contactos entre los hermanos cristianos, contribuyendo al menos a serenar los espíritus, a apaciguar las polémicas, a instaurar el necesario y oportuno clima de fraternidad. Y no se puede silenciar el acercamiento a Roma que se verifica en las Islas Británicas y que, entre otros frutos, produce uno incomparable, el cardenal John Henry Newman, y luego la restauración de la jerarquía católica primero en Inglaterra y después en Escocia.

Pero Pío IX ha pasado a la historia sobre todo por haber sido el Papa de la Inmaculada y del Concilio Vaticano I, y no cabe duda de que hay una conexión religiosa y afinidades internas que enlazan ambos actos del magisterio pontificio.

Ante el hombre desmemoriado y ante el mundo de la indiferencia y del racionalismo, ajeno o cerrado a la fe y a la gracia, el Pontífice hizo brillar la luz de la Virgen María cual signum magnum de transcendente belleza y, al mismo tiempo, imagen profética del plan de restauración que él, como cabeza visible de la Iglesia, perseguía sin descanso.

Y la celebración del Concilio Vaticano I fue un acontecimiento eclesial de incalculable alcance histórico, cuyas decisiones y definiciones son como faros luminosos en el secular desarrollo de la teología y como otros tantos puntos fijos en el torbellino de los movimientos ideológicos que caracterizan la historia del pensamiento moderno y pusieron las premisas de un dinamismo de estudios y de obras, de pensamiento y de acción que culminaría en nuestra época, en el Concilio Vaticano II, que se remitió expresamente al Vaticano I.

En efecto, es preciso destacar que, promulgando la Constitución ApostólicaPastor Aeternus, Pío IX no hizo sino poner el arquitrabe de esa sólida construcción eclesiológica que fue completada y perfeccionada después por la Constitución Lumen gentium«magna charta» del Concilio Vaticano II. Esta es una doble continuidad admirable, porque se refiere objetivamente a la Iglesia y también a la doctrina que la Iglesia profesa de sí misma.

Nos agrada igualmente recordar cómo bajo Pío IX, entre otras cosas por la repercusión de las circunstancias histórico-políticas, se esbozó la primera idea de una organización de los católicos no sólo para tutelar los valores de su fe, sino también para promover su colaboración activa con el apostolado jerárquico.

En efecto, justamente en la época «piana» tuvo su origen la Acción Católica, llamada entonces Sociedad de la juventud Católica Italiana, a la que se debe, entre otras cosas, la decisión de fundar lo que a partir de 1874 será la Obra de los Congresos. Se trata, ciertamente, de estructuras embrionarias que se configurarán y desarrollarán en los decenios sucesivos, pero la idea lanzada entonces iba a demostrarse válida.

También desde este punto de vista, igual que por los datos de hecho antes recordados, Pío IX aparece en la historia de la Iglesia como animador diligente y constructor activo, cuyo carisma y cuya herencia se prolongan hasta la edad contemporánea, si es verdad que no poco de cuanto él intuyó, quiso y puso en práctica sigue vivo y perdura todavía hoy.

Concluyamos con un episodio, para nosotros conmovedor, relacionado con nuestra dilecta familia natural.

El año 1871, un jovencito de Brescia fue presentado por sus padres a Pío IX que, movido por su cariño innato hacia la juventud, le puso la mano sobre la cabeza, diciéndole: «Giorgio, también tú aquí, pequeño diputado» (cf. A. Fappani, Pio IX e la famiglia Montini alla luce di documenti inediti, en Pio IX, I1972, pág. 317).

Cuarenta y nueve años después, Giorgio, ya diputado efectivo, firmó el registro de los visitantes en el palacio Mastai, casa natal del Papa en Senigallia. Aquel jovencito era nuestro padre…

Así nos une con nuestro venerado predecesor un hilo histórico sutil y peculiar que sirve para explicar el lazo de orden personal y afectivo que, además de los más altos motivos espirituales y eclesiales, nos vincula con el bendito recuerdo y la querida figura de este Pontífice.

Nosotros hemos querido conmemorar hoy a Pío IX para tributarle un homenaje debido, aunque muy inferior a sus méritos, y para manifestar, asimismo, los sentimientos de viva gratitud que el actual Pastor de la Iglesia debe al Pastor de la Iglesia de ayer, que la Iglesia del Concilio Vaticano II debe a la Iglesia del Concilio Vaticano I, que todo el Pueblo de Dios. en la admirable realidad unitaria de la Comunión de los Santos, debe a los fieles y Pastores que le precedieron «en el signo de la fe» y, llevando en la mano esta antorcha luminosa (cf. Mt 25, 1; 5, 15), fueron ya al encuentro de Cristo Señor. Así sea.

Domingo, 5 de marzo de 1978

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Otras fuentes en la red

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Fuentes audiovisuales

Pío IX: oremos por su canonización

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Pío IX: origen de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María

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Los Papas del Vaticano: Pío IX (Gloria TV)

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Scoto: el defensor de la Inmaculada Concepción

Scoto: el defensor de la Inmaculada Concepción

«La Inmaculada Concepción representa la obra maestra de la redención realizada por Cristo, porque precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuera preservada del pecado original».

Catequesis de Benedicto XVI sobre Duns Scoto

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Beato Juan Duns Scoto, «excelso franciscano, virtuoso y brillante teólogo, aclamado como doctor subtilis, es también conocido como doctor mariano y doctor del Verbo Encarnado por su encendida defensa de la Inmaculada Concepción».

Biografía de Duns Scoto en zenit.org 

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Scoto: el defensor de la Inmaculada Concepción – Trailer de la Película

La película «Scoto: El Defensor de la Inmaculada» narra la vida de este fraile franciscano que ofreció la explicación teológica de la Inmaculada Concepción de María a comienzos del siglo XIV 500 años antes de que fuese proclamado Dogma de Fe de la Iglesia Católica por el Papa Pío IX en 1854—.

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Scoto: el defensor de la Inmaculada Concepción – Ficha de la película

Título original: Duns Scotus

Dirección y guion: Fernando Muraca

País: Italia

Año: 2011

Duración: 85 min

Género: Drama

Interpretación: Adriano Braidotti (Juan Scoto), Raffaele Proietti (fray Francisco), Alessandro Chini (fray Guillermo), Emanuele Maria Gamboni (Juan Scoto niño), Camilla Diana (María), Maria Toesca (monja), Sebastiano Colla (Luis), Niccolo Diana (Angelino)

Producción: P. Alfonso y M.A. Bruno

Música: Paolo Vergari

Fotografía: Massimo Lupi

Montaje: Michele Sblendori

Vestuario: Angelo Poretti y Monica Saracchini

Distribuidora: European Dreams Factory

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Colorea la Inmaculada Concepción de María

Colorea la Inmaculada Concepción de María

Con motivo de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando a Nuestra Señora.

Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen y sobre las propias imágenes.

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Colorea la Inmaculada Concepción de María

Inmaculada Concepción de María – Lámina 1

Inmaculada Concepción de María - Lámina 1

Inmaculada Concepción de María – Lámina 2

Inmaculada Concepción de María - Lámina 2

Inmaculada Concepción de María – Lámina 3

Inmaculada Concepción de María - Lámina 3

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Catequesis de Benedicto XVI sobre la Inmaculada Concepción de María

Catequesis de Benedicto XVI sobre la Inmaculada Concepción de María

En una cita que ya ha llegado a ser tradicional, nos volvemos a encontrar aquí, en la plaza de España, para ofrecer nuestra ofrenda floral a la Virgen, en el día en el que toda la Iglesia celebra la fiesta de su Inmaculada Concepción. Siguiendo los pasos de mis predecesores, también yo me uno a vosotros, queridos fieles de Roma, para recogerme con afecto y amor filiales ante María, que desde hace ciento cincuenta años vela sobre nuestra ciudad desde lo alto de esta columna. Por tanto, se trata de un gesto de fe y de devoción que nuestra comunidad cristiana repite cada año, como para reafirmar su compromiso de fidelidad con respecto a María, que en todas las circunstancias de la vida diaria nos garantiza su ayuda y su protección materna.

Esta manifestación religiosa es, al mismo tiempo, una ocasión para brindar a cuantos viven en Roma o pasan en ella algunos días como peregrinos y turistas, la oportunidad de sentirse, aun en medio de la diversidad de las culturas, una única familia que se reúne en torno a una Madre que compartió las fatigas diarias de toda mujer y madre de familia.

Pero se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los hombres. Y María, Inmaculada en su concepción así la veneramos hoy con devoción y gratitud— realizó su peregrinación terrena sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús. Estuvo a su lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.

María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre. En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual.

Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra mirada a ella e, implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus enseñanzas maternas. ¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro? ¿No nos exhorta la Virgen Inmaculada a ser hermanos unos de otros, todos unidos por el compromiso de construir juntos un mundo más justo, solidario y pacífico?

Sí, queridos amigos. Una vez más, en este día solemne, la Iglesia señala al mundo a María como signo de esperanza cierta y de victoria definitiva del bien sobre el mal. Aquella a quien invocamos como «llena de gracia» nos recuerda que todos somos hermanos y que Dios es nuestro Creador y nuestro Padre. Sin él, o peor aún, contra él, los hombres no podremos encontrar jamás el camino que conduce al amor, no podremos derrotar jamás el poder del odio y de la violencia, no podremos construir jamás una paz estable.

Es necesario que los hombres de todas las naciones y culturas acojan este mensaje de luz y de esperanza: que lo acojan como don de las manos de María, Madre de toda la humanidad. Si la vida es un camino, y este camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá iluminarlo? En mi encíclica Spe salvi, publicada al inicio del Adviento, escribí que la Iglesia mira a María y la invoca como «Estrella de esperanza» (n. 49).

Durante nuestro viaje común por el mar de la historia necesitamos «luces de esperanza», es decir, personas que reflejen la luz de Cristo, «ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (ib.). ¿Y quién mejor que María puede ser para nosotros «Estrella de esperanza»? Ella, con su «sí», con la ofrenda generosa de la libertad recibida del Creador, permitió que la esperanza de milenios se hiciera realidad, que entrara en este mundo y en su historia. Por medio de ella, Dios se hizo carne, se convirtió en uno de nosotros, puso su tienda en medio de nosotros.

Por eso, animados por una confianza filial, le decimos: «Enséñanos, María, a creer, a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú, Estrella de esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria eterna, brilla sobre nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Me uno a los peregrinos reunidos en los santuarios marianos de Lourdes y Fourvière para honrar a la Virgen María, en este año jubilar del 150° aniversario de las apariciones de Nuestra Señora a santa Bernardita. Gracias a su confianza en María y a su ejemplo, llegarán a ser verdaderos discípulos del Salvador. Mediante las peregrinaciones, muestran numerosos rostros de Iglesia a las personas que están en proceso de búsqueda y van a visitar los santuarios. En su camino espiritual están llamados a desarrollar la gracia de su bautismo, a alimentarse de la Eucaristía y a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad.

Ojalá que los santuarios desarrollen su vocación a la oración y a la acogida de las personas que quieren encontrar de nuevo el camino de Dios, principalmente mediante el sacramento del perdón. Expreso también mis mejores deseos a todas las personas, sobre todo a los jóvenes, que celebran con alegría la fiesta de la Inmaculada Concepción, particularmente las iluminaciones de la metrópolis lionesa. Pido a la Virgen María que vele sobre los habitantes de Lyon y de Lourdes, y les imparto a todos, así como a los peregrinos que participen en las ceremonias, una afectuosa bendición apostólica.

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Homenaje del Santo Padre Benedicto XVI a la Inmaculada Concepción de María

Plaza de España, el sábado, 8 de diciembre de 2007

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Historia del dogma de la Inmaculada Concepción

Página web de la Orden de los Franciscanos


Catequesis de Benedicto XVI sobre la Inmaculada Concepción de María

La Virgen Santa, causa de nuestra alegría

Assumpta est Maria in coelum, gaudent angeli. María ha sido llevada por Dios, en cuerpo y alma, a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y entre los hombres. ¿Por qué este gozo íntimo que advertimos hoy, con el corazón que parece querer saltar del pecho, con el alma inundada de paz? Porque celebramos la glorificación de nuestra Madre y es natural que sus hijos sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la Trinidad Beatísima.

Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre. Y nosotros la recibimos, con el discípulo amado, en aquel momento de inmenso desconsuelo. Santa María nos acogió en el dolor, cuando se cumplió la antigua profecía: y una espada traspasará tu alma. Todos somos sus hijos; ella es Madre de la humanidad entera. Y ahora, la humanidad conmemora su inefable Asunción: María sube a los cielos, hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella, sólo Dios.

Misterio de amor

Misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más —si es posible hablar así— que en otras verdades de fe.

¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el mismo Amor, su poder realizó todo su querer.

Mirad cómo los cristianos han descubierto, desde hace tiempo, ese razonamiento: convenía—escribe San Juan Damasceno— que aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina. Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de Dios por todas las criaturas.

Los teólogos han formulado con frecuencia un argumento semejante, destinado a comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de gracias de que se encuentra revestida María, y que culmina con la Asunción a los cielos. Dicen:convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo. Es la explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el primer instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo libre del poder de Satanás; es hermosa —tota pulchra!—, limpia, pura en alma y cuerpo.

El misterio del sacrificio silencioso

Pero, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron, el Señor responde: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. Era el elogio de su Madre, de su fiat, del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada.

Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario.

Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos llevó una existencia normal. María es una criatura como nosotros, con un corazón como el nuestro, capaz de gozos y de alegrías, de sufrimientos y de lágrimas. Antes de que Gabriel le comunique el querer de Dios, Nuestra Señora ignora que había sido escogida desde toda la eternidad para ser Madre del Mesías. Se considera a sí misma llena de bajeza: por eso reconoce luego, con profunda humildad, que en Ella ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso.

La pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra miseria, con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto, nos sintamos movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y basta que nos esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el Señor obre cosas grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios escoge lo que vale poco, para que así brille mejor la potencia de su amor.

Imitar a María

Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. A lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y en bastantes momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos muchas veces en la Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como los hijos se parecen a su madre.

Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que El quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente. Porque no todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi Padre celestial.

Hemos de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura privilegiada de la historia de la salvación: en María, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Fue testigo delicado, que pasa oculto; no le gustó recibir alabanzas, porque no ambicionó su propia gloria. María asiste a los misterios de la infancia de su Hijo, misterios, si cabe hablar así, normales: a la hora de los grandes milagros y de las aclamaciones de las masas, desaparece. En Jerusalén, cuando Cristo —cabalgando un borriquito— es vitoreado como Rey, no está María. Pero reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de comportarse tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la santidad de su alma.

Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios.

La escuela de la oración

El Señor os habrá concedido descubrir tantos otros rasgos de la correspondencia fiel de la Santísima Virgen, que por sí solos se presentan invitándonos a tomarlos como modelo: su pureza, su humildad, su reciedumbre, su generosidad, su fidelidad… Yo quisiera hablar de uno que los envuelve todos, porque es el clima del progreso espiritual: la vida de oración.

Para aprovechar la gracia que Nuestra Madre nos trae en el día de hoy, y para secundar en cualquier momento las inspiraciones del Espíritu Santo, pastor de nuestras almas, debemos estar comprometidos seriamente en una actividad de trato con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana. Admitir la rutina, en nuestra conducta ascética, equivale a firmar la partida de defunción del alma contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos de responderle uno a uno: aquí estoy, Señor, porque me has llamado.

Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte: hablar, ¿de qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que llenan nuestra jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este mundo, de su ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su Pasión Redentora y de su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del Dios Trino y Uno, poniendo por Medianera a Santa María y por abogado a San José Nuestro Padre y Señor —a quien tanto amo y venero—, hablaremos del trabajo nuestro de todos los días, de la familia, de las relaciones de amistad, de los grandes proyectos y de las pequeñas mezquindades.

El tema de mi oración es el tema de mi vida. Yo hago así. Y a la vista de esta situación mía, surge natural el propósito, determinado y firme, de cambiar, de mejorar, de ser más dócil al amor de Dios. Un propósito sincero, concreto. Y no puede faltar la petición urgente, pero confiada, de que el Espíritu Santo no nos abandone, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza.

Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas; nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso monótonos… Pues, bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes.

Este pensamiento es una realidad sobrenatural, neta, inequívoca; no es una consideración para consuelo, que conforte a los que no lograremos inscribir nuestros nombres en el libro de oro de la historia. A Cristo le interesa ese trabajo que debemos realizar —una y mil veces— en la oficina, en la fábrica, en el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio de la profesión manual o intelectual: le interesa también el escondido sacrificio que supone el no derramar, en los demás, la hiel del propio mal humor.

Repasad en la oración esos argumentos, tomad ocasión precisamente de ahí para decirle a Jesús que lo adoráis, y estaréis siendo contemplativos en medio del mundo, en el ruido de la calle: en todas partes. Esa es la primera lección, en la escuela del trato con Jesucristo. De esa escuela, María es la mejor maestra, porque la Virgen mantuvo siempre esa actitud de fe, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor: guardaba todas esas cosas en su corazón ponderándolas.

Supliquemos hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe a comprender las llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de nuestro corazón. Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que nos revela el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de los afanes de cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia.

Maestra de apóstoles

Pero no penséis sólo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean —parientes, amigos, colegas— y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor. Si se trata de personas rectas y honradas, capaces de estar habitualmente más cerca de Dios, encomendadlas concretamente a Nuestra Señora. Y pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca.

Sed leales, generosos. Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia santa, a la que están llamados muchos que buscan limpiamente la verdad. Por eso tenemos obligación estricta de manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia vocación. No es de Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar su alma en paz —falsa paz es ésa—, despreocupándose del bien de los otros. Si hemos aceptado la auténtica significación de la vida humana —y se nos ha revelado por la fe—, no cabe que continuemos tranquilos, persuadidos de que nos portamos personalmente bien, si no hacemos de forma práctica y concreta que los demás se acerquen a Dios.

Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir susceptibilidades. ¡Cuántas veces ese razonamiento es la máscara del egoísmo! No se trata de herir a nadie, sino de todo lo contrario: de servir. Aunque seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos para ser útiles a los demás, comunicándoles la buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

¿Y será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás? Es necesario. Cristo se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así actuó también con los primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Cada uno conserva la libertad, la falsa libertad, de responder que no a Dios, como aquel joven cargado de riquezas, de quien nos habla San Lucas. Pero el Señor y nosotros —obedeciéndole: id y enseñad— tenemos el derecho y el deber de hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el deseo de Dios es lo más profundo que brota en el corazón del hombre.

Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a los demás la fe de Cristo.

Una única receta: santidad personal

El mejor camino para no perder nunca la audacia apostólica, las hambres eficaces de servir a todos los hombres, no es otro que la plenitud de la vida de fe, de esperanza y de amor; en una palabra, la santidad. No encuentro otra receta más que ésa: santidad personal.

Hoy, en unión con toda la Iglesia, celebramos el triunfo de la Madre, Hija y Esposa de Dios. Y como nos gozábamos en el tiempo de la Pascua de Resurrección del Señor a los tres días de su muerte, ahora nos sentimos alegres porque María, después de acompañar a Jesús desde Belén hasta la Cruz, está junto a El en cuerpo y alma, disfrutando de la gloria por toda la eternidad. Esta es la misteriosa economía divina: Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.

Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación; por eso la llamamos spes nostra y causa nostræ laetitiæ, nuestra esperanza y causa de nuestra felicidad.

No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo. Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El, que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa?.

En esta fiesta, todo convida a la alegría. La firme esperanza en nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo. Recordad las palabras de Cristo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, lleve su cruz cada día y sígame. ¿Lo veis? La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo. Por eso, no he querido tampoco dejar de recordaros que la alegría de la resurrección es consecuencia del dolor de la Cruz.

No temáis, sin embargo, porque el mismo Señor nos ha dicho: venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera. Venid —glosa San Juan Crisóstomo—, no para rendir cuentas, sino para ser librados de vuestros pecados; venid, porque yo no tengo necesidad de la gloria que podáis procurarme: tengo necesidad de vuestra salvación… No temáis al oír hablar de yugo, porque es suave; no temáis si hablo de carga, porque es ligera.

El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con El no cabe la tristeza. In lætitia, nulla dies sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz.

La alegría cristiana

Recojamos de nuevo el tema que nos propone la Iglesia: María ha subido a los cielos en cuerpo y alma, ¡los ángeles se alborozan! Pienso también en el júbilo de San José, su Esposo castísimo, que la aguardaba en el paraíso. Pero volvamos a la tierra. La fe nos confirma que aquí abajo, en la vida presente, estamos en tiempo de peregrinación, de viaje; no faltarán los sacrificios, el dolor, las privaciones. Sin embargo, la alegría ha de ser siempre el contrapunto del camino.

Servid al Señor, con alegría: no hay otro modo de servirle. Dios ama al que da con alegría, al que se entrega por entero en un sacrificio gustoso, porque no existe motivo alguno que justifique el desconsuelo.

Quizá estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los hombres conocen sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el sufrimiento, el cansancio, la ingratitud, quizá el odio. Los cristianos, si somos iguales a los demás, ¿cómo podemos estar exentos de esas constantes de la condición humana?

Sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria.

La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición —Monstra te esse Matrem—, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal.

La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado.

Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: he aquí que el Padre viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete.

El amor de Dios es insondable. Si procede así con el que le ha ofendido, ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel?

Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón humano —traidor, con frecuencia— es tan poca, ¿qué será en el Corazón de María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?

Ved cómo la liturgia de la fiesta se hace eco de la imposibilidad de entender la misericordia infinita del Señor, con razonamientos humanos; más que explicar, canta; hiere la imaginación, para que cada uno ponga su entusiasmo en la alabanza. Porque todos nos quedaremos cortos:apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas. El rey se ha enamorado de tu belleza. ¡Cómo resplandece la hija del rey, con su vestido tejido en oro!.

La liturgia terminará con unas palabras de María, en las que la mayor humildad se conjuga con la mayor gloria: me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas aquel que es todopoderoso.

Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo.

San Josemaría Escrivá de Balaguer: 
«La Virgen santa, causa de nuestra alegría», Es Cristo que pasa, c. 17.

Novena a la Inmaculada: La Virgen María en Adviento

Novena a la Inmaculada: La Virgen María en Adviento

La figura de María, en el pensamiento de los Padres del Concilio, se va perfilando como una visión maravillosa a través del año. Dicen explícitamente: «Todo el misterio de Cristo está ahí, desde la encarnación y la navidad, hasta la ascensión y pentecostés». Y María, en la más íntima conexión con él. María y Cristo. Dos realidades tan inseparables como lo son estas dos: Madre e Hijo.

Por eso, cuando a través del año litúrgico la Iglesia nos pone al alcance el misterio de Cristo, no puede menos de venerar «con amor especial a la Bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica del Hijo; en Ella la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente, como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» (S. L. 5, 1-3).

Nadie vivió jamás como María, en intensidad y participación, el misterio salvador. De forma que es tan imposible separarla de la cruz, resurrección, ascensión y pentecostés como lo sería de la encarnación y nacimiento del Señor. Imprescindible, pues, inseparable de Cristo en todo su misterio de salvación.

Ahora bien, según algunos liturgistas, el período más litúrgicamente mariano del año es el santo tiempo de Adviento. Empieza, en efecto, con la Inmaculada, y culmina con la Maternidad divina por Navidad. Y así lo entendían y celebraban los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia, es decir, los más conscientes y comprometidos.

Pero vinieron los tiempos de relajación y olvido. Y así como los israelitas se habían cansado del maná en el desierto y apetecían sucedáneos más gratos a sus paladares estragados… también los cristianos relajados perdieron el gusto mariano del Adviento y buscaron un sustituto más a su gusto y alcance.

Así parece que nacieron otras devociones marianas totalmente desvinculadas del tiempo litúrgico. He aquí por qué el Vaticano ll, en su Constitución sobre la Iglesia (nº. 67), nos exhorta así:

«Que todos los hijos de la Iglesia fomenten, pues, el culto sobre todo litúrgico, para con la Bienaventurada Virgen, estimen grandemente las prácticas y ejercicios de piedad para con Ella, recomendados en el transcurso de los siglos por el Magisterio». Y añade en otra parte: «Las diversas formas de piedad para con la Madre de Dios que la Iglesia ha aprobado… hacen que mientras se honra a la Madre, el Hijo… sea debidamente conocido, amado, glorificado y sean guardados sus mandamientos».

Nuestro propósito es, pues, facilitar el cumplimiento de estas normas conciliares ofreciendo lecturas, plegarias y cantos que permitan a la vez convertir en realidad, durante ese «espacio y tiempo» de Adviento, la aspiración de tantas almas: «A Jesús por María».

«El camino más corto, escribe L. Barandiaran para llegar al corazón de un hijo, es siempre, el corazón de una madre.

La recomendación de una madre: suprime las antesalas interminables en la puerta del hijo Ministro. Obtiene para su pueblo más favores que una Cámara completa de Diputados.

Para Jesús, como para todos los hijos, cada petición de la Madre: es una oportunidad actual de corresponder a los esfuerzos pasados de la Madre.

Si Cristo es «Camino» hacia el Padre, María es «Atajo» hacia Cristo.

Con María…

Por Cristo…

Al Padre.

NOVENA A LA INMACULADA EN ADVIENTO

PARA TODOS LOS DÍAS

Todas las canciones tienen enlaces.

Preces comunitarias (a elección) 

FORMULA 1

1. María, modelo de fe, Tú que creíste en la palabra del Angel, y Dios obró maravillas en Ti, aumenta en nosotros la fe, sin la cual no podemos agradar a Dios, ni salvarnos.

Ruega por nosotros.

2. María, modelo de esperanza, Tú que esperabas la venida del Redentor, y el cumplimiento de todas las promesas mesiánicas, aumenta en nosotros la esperanza.

3. María, modelo de caridad, Tú que amabas a Dios como ninguna otra criatura le ha amado, y nos amas con amor maternal, aumenta en nosotros la caridad de que tanto necesitamos.

4. María, modelo de pureza, que Dios, al hacerte Madre suya, quiso conservar íntegra tu virginidad, consérvanos siempre limpios de alma y cuerpo.

5. María, modelo de perseverancia, Tú que no volviste nunca atrás en el camino de la virtud, alcánzanos la perseverancia en la gracia de Dios, para que no perdamos nunca la amistad con Jesús.

FORMULA 2

Señora Santa María

– Para que seamos verdaderos hermanos de Jesús, Tú que fuiste Madre de la divina Gracia.

Ruega a Jesús por nosotros.

Para que nos veamos libres del pecado, Tú que fuiste siempre virgen.

– Para que seamos verdaderos apóstoles de Cristo, Tú, Reina de los Apóstoles.

– Para que nuestros padres y superiores gocen de buena salud, Tú, que eres salud de los enfermos.

– Para que aumente en nosotros el amor a Dios y al prójimo, Tú, la Hija predilecta del Padre.

PLEGARIAS (a elección)

ORACION DE LA ESPERANZA

Yo te espero, Señor, por qué te espero tanto?

No me importa que tardes;

no necesito, Señor, que vengas pronto.

Yo esperaré, te seguiré esperando.

Siempre en la noche latirán tus pasos,

cada hora más cerca de mi corazón.

Yo sé que vienes,

pero encuentras algunos cansados ya de esperar

y llamas a su puerta, te entretienes.

No tengas prisa por mí, casi mejor que tardes.

Me consuela, en la espera, saber que hay muchas almas

que reciben ahora tu visita.

No te apures por mí, yo seguiré en la noche,

sin miedo a los ladridos, sin temor a la escarcha,

esperando que llegues.

Llegarás, estás ya cerca, te oye mi corazón.

Estás ya de camino y mi luz sigue encendida.

ORACION DEL AMOR

Jesucristo, Maestro y Amigo:

Con tu vida me enseñaste el amor.

Tu mandato es mandato de amor.

Y en la tarde de la vida me examinarás del amor.

Yo siento un deseo imperioso de amor universal.

Haz, Señor: Que jamás traicione yo el amor.

Que pase por el mundo sembrando el bien.

Que todos encuentren en mí un discípulo del amor,

fiel a tu mandamiento supremo.

Amén.

MADRE DE MI JUVENTUD

Dame un corazón recio para conservar la pureza.

Dame energía viril para luchar por la justicia,

para vivir en la verdad y no traicionar el Amor.

Pido a Jesús con fe:

Dame tus ojos limpios para ver la farsa de la vida.

Dame tu corazón grande para amar de verdad a Dios en mis hermanos.

Dame tu temple de mártir para morir en la cumbre, en la cruz contigo.

A NUESTRA SEÑORA DE ADVIENTO

Madre Inmaculada, ya que estás otra vez con tu Hijo, y reinas con él en el cielo, mientras nosotros quedamos en esta tierra poblada de precarias alegrías y de preocupaciones cada vez mayores, ayúdanos a hacer de este tiempo de Adviento una espera eficaz que nos santifique y nos consagre al servicio del prójimo. No se aguarda cruzado de brazos al Señor. La acción y la oración deben llenar nuestra vida. Y cuando llegue nuestra hora y tengamos que atar nuestra gavilla para presentarla al Señor: Madre, quédate a nuestro lado.

Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

A NUESTRA SEÑORA DE LA SENCILLEZ

Señora, que no tengamos miedo a fracasar;

y que nuestras equivocaciones no nos asusten;

que obremos siempre con sinceridad y humildad;

que no nos creamos mejores que los mayores

y que reconozcamos nuestros yerros;

que seamos arriesgados

y al mismo tiempo apoyemos nuestras manos

en la de nuestros mayores;

que encontremos a Cristo, camino, verdad y vida,

y nos arrojemos en sus brazos sin miedo.

Que nuestra juventud se desborde

enriqueciendo la Iglesia de nuestros padres.

PARA CADA DÍA

1. Peregrinos de la esperanza

Iglesia Santa, Pueblo peregrino,

en marcha hacia el Señor.

El peregrino es, por definición, un hombre que pasa.

Su característica fundamental es vivir siempre en marcha.

Y, mientras marcha, llevarse colgados de su retina muchos paisajes, de su pensamiento muchos recuerdos y de su corazón muchos afectos.

Pero sin instalarse, sin quedarse nunca definitivamente.

Siempre hay en sus ojos la luz de una nueva ilusión y en su corazón la urgencia de un nuevo amor que le empujan y le hacen viajero infatigable de todos los caminos.

Así el cristiano.

Un hombre que peregrina hacia Dios por las rutas de la vida.

Llevándose las cosas en el pensamiento y en el amor, pero sin instalarse en ellas, sin esclavizarse por ellas.

Solamente anclado en Dios que es todo para él: El Camino que le lleva. La Verdad que le ilumina. La Vida que le moviliza..

El mensaje de unos peregrinos

Cuatro jóvenes universitarios salmantinos, de la residencia Covadonga, se propusieron caminar desde Lourdes a Santiago de Compostela, con motivo del año jubilar compostelano de 1970. Estos muchachos, todo corazón, que peregrinaron en busca de la esperanza, camino del Pórtico de la Gloria, invitaron a todos los jóvenes españoles a que se les unieran en el camino.

A las preguntas del periodista contestaron:

-¿Por qué desde Lourdes y no de Salamanca?

-Porque nuestra peregrinación es doble: real y simbólica. Es real en cuanto que andaremos mil kilómetros, y es simbólica porque queremos que con nosotros peregrinen espiritualmente los que no pueden hacerlo y porque la salida de Lourdes la haremos de noche, inmediatamente después de la procesión de las antorchas, y llegaremos a Santiago al amanecer. Queremos escenificar el paso de la luz a las tinieblas… y dejar nuestro mensaje en cien pueblos del camino.

-¿En qué consiste ese mensaje?

-Nuestro mensaje es un grito de esperanza. Queremos que llegue a todos los hombres para arrancarles del materialismo en que nos encontramos metidos. Queremos escarbar entre los escombros de tanto egoísmo y no descansar hasta encontrar la cruz de Cristo. Si la hallamos habremos descubierto el amor y entonces es que ha nacido el hombre nuevo.

-Luego ¿vuestra peregrinación es totalmente espiritual? ¿No tiene otro hálito que la anime?

-Aunque lo espiritual es lo principal, también tiene un carácter cultural, ya que el camino de Santiago es el camino del románico. Tiene además un carácter humano, como es entrar en contacto con gentes de distintos puntos de España.

-¿Y qué esperáis conseguir?

-Esperamos conseguir que la gente camine con ilusión durante la larga peregrinación de su vida.

-¿Y qué garantía de éxito tenéis?

-San Pedro estuvo echando la red toda la noche y no consiguió sacar una sola pieza, pero bastó que Cristo se lo ordenase para que la carga fuese excesiva.

La respuesta no pudo ser más convincente.

CONSIGNA

Peregrinemos también nosotros, durante estos nueve días, en compañía de Nuestra Señora de la Esperanza, la Virgen Inmaculada,

– luchando contra el materialismo en que nos encontramos metidos,

– y contra el egoísmo que nos domina,

hasta encontrar a CRISTO, nuestra única Esperanza.

Caminemos con Ella, lenta, sosegadamente. Hagamos en silencio este largo camino en su grata compañía, donde Ella sale al encuentro de su Dios para recibirlo y darlo al mundo, asociada a sus alegrías, a sus sufrimientos, a su muerte, mas también asociada a su eterna victoria.

No sueñes;

vive tu vida

como peregrino

que busca lo eterno,

porque la grandeza del hombre

es la esperanza de lo infinito.

Pablo VI en las calles de Bombay

El hombre de hoy tiene una sensibilidad especial (¿no es el Espíritu quien se la da?) para descubrir a través del prójimo que se le entrega, que sale a su encuentro, que le ayuda a empujar la rueda del progreso, que sufre y espera con él; lo demuestra aquella anécdota encantadora, de sabor bíblico que contó un gran rotativo internacional con motivo del viaje de Pablo VI a la India.

El Papa, peregrino, uno más en la calle de los hombres, no en los caminos de Emaús, pero sí en la plaza de Bombay cruzó su mirada con una mujer que se acercó a saludarle: «Mujer, ¿de qué religión eres?», le pregunta Pablo VI. Y ella, quién sabe en medio de qué soledad del alma, de qué laborío interior, de qué problemas de conciencia, de qué luz misteriosa, fundiendo su mirada en la luz prodigiosamente caliente de la mirada metálica de Pablo VI, y leyendo quién sabe qué cosas en aquella luz, y sintiéndose electrizada quién sabe por qué corriente del espíritu mientras el Papa estrechaba sus manos pobres y rugosas, rompiendo a llorar ante el profeta de Roma exclamó: «Ahora ya no lo sé».

Pablo VI, convertido en peregrino, en compañero, en hermano y amigo, en ternura humana y comprensión divina descubrió ante aquella mujer una presencia nueva que rompía todos sus esquemas. Acababa de revelarle a CRISTO.

Juan Arias, El Dios en quien no creo, p. 36-37.

CANTO DE MEDITACIÓN

Preparad los caminos

para el río que sube

por las voces de todos,

preparad los caminos

para el pueblo que sube

y está abriendo los ojos.

Para la gran crecida que se acerca,

cada surco sin aguas

es siempre un surco bueno.

A quien no tenga sed,

ni se le dice para qué sirve el agua

y todo su secreto.

Preparad vuestras manos

para hacer sitio al fruto

que sembró vuestro esfuerzo.

Preparad vuestras manos

y seguid los latidos

y el sentir de los pueblos.

Para la gran crecida que se acerca

se requieren mil hombros

unidos en esfuerzo.

La dicha abundará en los hogares

y hasta Dios hecho hombre

vendrá a nuestro encuentro.

Del disco Aquí en la tierra.

2. María, aurora de Cristo

El hijo engendrado en tus entrañas

será santo, llamado Hijo de Dios.
Lc 1, 35.

La fiesta de la Inmaculada, en pleno Adviento, es como la Aurora que anuncia la próxima llegada del Sol divino. María nos dio a Cristo y sigue llevándonos a él. Sigue siendo Puerta y Camino.

Por tanto, el Señor está cerca, la verdad. En sentido espacial y temporal. Está muy cerca. Además, en sentido temporal está igualmente muy próximo. Viene en cada coyuntura de nuestra vida. Todo cuanto nos acontece es una venida suya, porque es un mensaje que nos envía, una exhortación, cada vez más apremiante, a la penitencia, a la alegría, al amor. La comida, el trabajo, el sueño, la hora de oír música o de recibir la correspondencia. En todo momento, Dios llega.

Pero también tiene sus visitas particulares. La comunión diaria, la misa del domingo, la muerte de cada uno, esa definitiva y gran visita del Señor. La vida no es más que esperar a Dios «hasta que venga» (Jn 21, 22).

REFLEXIÓN

María nos enseña a ver a Dios en los «acontecimientos».

Es un hecho que nada sucede sin el beneplácito de Dios, y que Cristo se nos acerca en el mundo. Si tenemos fe veremos la mano de Dios (como María a lo largo de su vida) en todos los acontecimientos, grandes o pequeños, en los que nos vemos insertos, incluso en los que nos alcanzan tan sólo por la información de la prensa, radio o televisión: el tiempo que hace, el estado de salud, los éxitos o fracasos, un accidente, los resultados deportivos, etc.

Estos acontecimientos notables o menudos, muchas veces nos darán a conocer incluso un mensaje especial de Dios: Por qué ha querido Dios tal cosa? Por qué ha permitido tal catástrofe, etc. ?

Otras veces no escucharemos ningún mensaje. Será sólo eso: el ver la mano de Dios detrás de los acontecimientos; en paz serenamente, como el niño que ve actuar a su madre, y se calla; le basta saber que su madre está cerca y que le ama.

María no se aparta de nosotros. Debe ser nuestra compañera en la entrega, pues sin su ayuda maternal ningún progreso haríamos ni en el amor ni en la vida.

SÚPLICA A MARIA

Señor, por lo que te hice sufrir y porque ya no quiero apartarme de Ti…

Concédeme, Madre:

Un poco de tu nieve para mi barro.

Un poco de tu luz para mi noche.

Un poco de tu paz para mi lucha.

Un poco de tu fe para mi duda.

Un poco de tu alegría para mi pena.

Un poco de tu amor para mi odio.

Un poco de tu agua para mi sed.

Un poco de tu vida para mi vida.

Un poco de tu Hijo… para tu hijo.

Un poco de Ti… para mí.

Amén.

3. Esperando al Señor

Esperar a Dios es esperar en Dios. La esperanza es una hermosa y misteriosa conciliación de dos persuasiones. Por una parte, nuestra convicción de que somos siervos inútiles, incapaces de cualquier movimiento, y que debemos esperarlo todo de Dios, incluso a Dios mismo, que no es más que un don de sí.

Por otra parte, la convicción de que somos trabajadores útiles, en cuanto que nuestra cooperación es indispensable para que Dios nos salve. En definitiva, lo esperamos todo de un Dios que ha tenido a bien fijarnos una tarea y otorgar a esta tarea un valor.

La esperanza en Dios aumenta con los milagros, pero se purifica cuando el milagro no se realiza. La esperanza crece entonces y se purifica y se hace más auténtica, cuando vemos que aquel que no ha sido curado bendice a Dios por no haberlo curado. «Porque me has visto, dijo Jesús a Tomás, has creído. Bienaventurados los que creyeron sin haber visto» (Jn 20, 29).

La esperanza no puede ser el cómodo resultado de un milagro agradable. Es una virtud y, como tal, exige esfuerzo continuo. Un diario combate contra las fuerzas del mal, que amenazan infiltrarse por dos portillos: la presunción y la desesperación.

REFLEXIÓN

Los pobres esperan con facilidad: es un favor que les ha hecho el Señor, ya que les ha negado otros. Un favor que vale por todos. Los pobres esperan. En El concretamente o en algo o alguien que no saben precisar. Pero esperan. Ya es más fácil rectificar la esperanza que inventarla, y mucho más fácil que declararla necesaria cuando no se admite siquiera su conveniencia.

El secreto de saber esperar está en los pobres, en los sencillos, en los humildes. Humildad es también saber aceptar todo género de mediación. La humildad de ir a Jesús por Maria, reconociendo nuestra necesidad de senderos cortos y amables. «Ir a Dios por María -confiesa Neubert- es ejercitar un acto de humildad. Un sabio que sigue, en su misal, el oficio litúrgico, puede ser un cristiano muy humilde, pero puede también no ser más que un diletante, lleno de sí mismo. En cambio, un sabio que desgrana su rosario ante una estatua de la Virgen es de seguro un alma humilde».

CANTO DE MEDITACIÓN

Cuando el pobre nada tiene y aún reparte,

cuando un hombre pasa sed y agua nos da.

Cuando el débil a su hermano fortalece,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando un hombre sufre y logra su consuelo.

Cuando espera y no se cansa de esperar.

Cuando amamos aunque el odio nos rodea,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando crece la alegría y nos inunda,

cuando dicen nuestros labios la verdad,

cuando amamos el sentir de los sencillos,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando abunda el bien y llena los hogares,

cuando un hombre donde hay guerra pone paz,

cuando hermano le llamamos al extraño,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Del disco Aquí, en la tierra.

4. El camino que conduce a Belén

Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que escucha diga:
Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la vida.
Apoc 22, 17.

Navidad, es decir, el encuentro con el Señor será exactamente lo que cada uno haya querido de antemano. Es como una fuente infinita, y de ella se toma el agua que cabe en la vasija que llevamos cada uno, un dedal, una jarra mediana, un cántaro muy grande. Dicho limpiamente, las gracias y dulzuras y auxilios que la Navidad reporta han de guardar proporción directa con la generosidad de nuestras disposiciones, con el vacío que hagamos dentro de nosotros mismos, con las veces que hayamos dicho a Dios: «Ven, Señor Jesús».

Por parte de El, no hemos de vernos defraudados. Por su parte, la casa es riquísima y admirablemente aparejada y su voluntad de dar no tiene límites. No tiene otros límites que nuestra limitada capacidad, limitada por nuestra condición de criaturas y, más tristemente, por la exigua medida de nuestro amor, tan corto, tan flaco. Como es hoy nuestro Adviento será mañana nuestra Navidad.

REFLEXIÓN

Nuestra vida no es más que un Adviento, una espera, un camino que urge recorrer o adecentar. Dios está ya muy cerca. A la vuelta de cualquier esquina nos lo vamos a encontrar. Y mientras vamos andando, nos acompaña Nuestra Señora de la Expectación. No habla mucho -¿para qué milagros?-. Sólo nos coge de la mano alguna vez, cuando nos ve más cansados o nos quedamos mirando las huertas que bordean el camino. Tal vez, incluso, llegue a decirnos: «Ya falta poco».

CANTO DE MEDITACIÓN

A Belén se va y se viene

caminando;

a Belén se va y se viene

preguntando.

A Belén nadie va solo:

el camino es nuestro hermano.

A Belén se va y se viene

por caminos de alegría

y Dios nace en cada hombre

que se entrega a los demás.

A Belén se va y se viene

por caminos de justicia

y en Belén nacen los hombres

cuando aprenden a esperar.

Navidad es un camino

que no tiene pandereta

porque Dios resuena dentro

de quien va en fraternidad.

Navidad es el milagro

de pararse a cada puerta

y saber si nuestro hermano

necesita nuestro pan.

Navidad es un camino

que no tiene más estrella

que alumbrar al extravío

del que olvida a los demás.

Navidad es el milagro

de llegar a la evidencia

de que Dios sigue naciendo

en quien vive sin hogar.

Del disco Aquí, en la tierra.

5. El Señor vuelve

El Verbo se hizo hombre, y habitó entre nosotros.
Jn 1, 14.

Cristo se hizo hombre gracias al «fiat» de la Virgen Inmaculada, hace casi dos mil años. Pero Cristo vuelve a encarnarse todos los días, en unos centímetros de pan blanco que el sacerdote tiene entre los dedos. Después va a cada alma, como regalo y sustento. Pero hay que disponer el alma. Hay que preparar los caminos del Señor.

Existen dos símbolos en ascética, aparentemente contrarios, pero en el fondo idénticos, como dos luces arrojadas desde distintos ángulos para alumbrar una misma tarea.

Uno es el del camino que hay que preparar para que Dios llegue con ánimo propicio. Toda la liturgia de Adviento es un quehacer de preparación, una exhortación ardorosa a enderezar caminos. Todo hoyo será rellenado, toda eminencia rebajada, los trechos torcidos sometidos a rectificación y los ásperos convertidos en accesos llanos y cómodos. Porque el Señor está cerca. El es «el que ha de venir» (Apoc 4, 8).

El otro símbolo es el del camino que el alma no ha de arreglar, sino recorrer, en su trayectoria vocacional hacia Dios. La santificación es «progreso» o adelantamiento. El hombre que va de paso ha de enderezar la «conducta», ha de renacer en Cristo, es «viador».

En este símbolo, el alma actúa como caminante, mientras que en el primero desempeña funciones de caminero. Es igual. En el fondo, disponerse para el encuentro con Dios, que, de cualquier modo, está cerca. Esperarlo en vigilia, esperarlo sin sueño. Andar el camino o preparar el camino: siempre, una actuación. Esperar en activo. Es lo que añade la esperanza sobre la simple espera.

REFLEXIÓN

En síntesis, debemos preparar el camino y recorrerlo, y para ello nada mejor que acudir a la Virgen que siempre nos lleva y nos da a Cristo.

CANTO DE MEDITACIÓN

¿CUANDO VENDRÁS?

¿Cuándo vendrás, Señor,

cuándo vendrás?

¿Cuándo tendrán los hombres

la libertad?

Nos dicen que mañana, y nunca llegas,

nos dicen que ya estás y no te vemos,

dicen que eres amor, y nos odiamos,

dicen que eres unión: vamos dispersos.

No es tu reino, Señor,

la tierra no es tu reino.

Si nosotros salimos a la vida

partiendo nuestro pan con el hambriento, rompiendo piedra a piedra, las discordias,

poniendo el bien en todos tus senderos,

la tierra empezará, Señor,

a ser tu reino.

Ddel disco Aquí, en la tierra.

6. Esperando a Cristo, con María

Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo,
espera en el Señor.

Sal 26, 22.

El cristiano aguarda la vuelta del Señor. Que venga a primera hora, o a la hora undécima, hay que estar siempre preparado para recibirle, ceñida la cintura y con la lámpara encendida en la mano (Lc 12, 30)

El Señor ha de venir para todo el mundo en el último día, sea al fin del mundo, sea a la hora de la muerte. Pero también llega a cada momento, exigiendo de todos nosotros mayor generosidad, mayor dedicación, más amor. La última acogida no hará más que resumir las anteriores.

El Salvador se prepara siempre a nacer para un pueblo, para una raza, para una época, para una civilización. Renace continuamente la Navidad en la tierra, porque los hombres que han pecado aguardan siempre la Buena Nueva.

Y Jesús llama sin cesar a la puerta de las almas, esperando que le abran (Ap 3, 20).

María esperaba siempre a Jesús, sin ansiedad, es cierto, pero con un inmenso deseo de volver a ver su rostro.

Sea a la hora que sea: a la mañana, a la tarde o al anochecer, su maternal corazón estaba siempre dispuesto a recibirle, a compartir sus cuidados y sus alegrías, a consolarlo por la ingratitud, la estulticia o la maldad de los hombres.

Su vida está íntimamente ligada a la suya. Su destino está calcado sobre el suyo.

INVOCACIÓN

María, desde tu más tierna infancia tú lo has aguardado. Los libros sagrados te lo habían anunciado. Israel, tu patria natural, esperaba al Mesías que pondría fin a sus pruebas y haría resucitar sus pasadas glorias. Pero icuánto malentendido, cuánta ilusión había en esta esperanza.

Unos soñaban en un jefe guerrero que echaría fuera a los detestables romanos, otros hacían votos por aquel que haría desaparecer la desigualdad social. Eran muy pocos «los pobres de Israel» que leían la Biblia con ojos limpios, los que sabían que el único mal aborrecible de veras era el pecado.

Madre, Tú estabas entre éstos, con Simeón, con Ana y con tantos otros que no ha mencionado el Evangelio.

Y hete aqui que un buen día, en Nazaret, el Señor llama a tu puerta. Un ángel te participa un mensaje increíble: Dios te ha escogido para ser la Madre de su hijo. De antemano tu voluntad está de acuerdo con la de Dios: «He aquí la Esclava del Señor».

Sin duda el Padre celestial te honra enormemente, pero ya presientes el precio de tal honor.

Qué importa. Brota el «fíat» de tus labios sin reserva ni reticencia. Luego, como todas las madres, debiste haber experimentado un sobresalto indecible al sentir que latía en tu seno otro ser, carne de tu carne, que sería al mismo tiempo tu hijo e Hijo del Altísimo.

Con qué regocijo, con qué amor preparaste las mil cosillas necesarias para el nacimiento de un Niño indefenso por completo. Los pañales, la cuna… y cada día, con más amor y mayor generosidad.

CANTO DE MEDITACIÓN

Lo esperaban como rico

y habitó entre la pobreza;

lo esperaban poderoso

y un pesebre fue su hogar.

Esperaban un guerrero

y fue paz toda su guerra;

lo esperaban rey de reyes

y servir fue su reinar.

Lo esperaban sometido

y quebró toda soberbia;

denunció las opresiones,

predicó la libertad.

Lo esperaban silencioso:

su palabra fue la puerta

por donde entran los que gritan

con su vida la verdad.

Del disco Aquí, en la tierra.

7. María, la deseada de las naciones

Una gran señal fue vista en el cielo: una Mujer vestida del sol.
Apoc 12, 1.

El séptimo ángel tocó la trompeta, y sonaron grandes voces en el cielo… y se abrió el templo de Dios, que está en el cielo, y fue vista el arca de la alianza en el templo, y se produjeron relámpagos, y voces, y truenos, y temblor de tierra, y fuerte granizada.

Y una gran señal fue vista en el cielo: una Mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas, la cual llevaba un Hijo en su seno, y clamaba con los dolores del parto y con la tortura de dar a luz.

Y otra señal fue vista en el cielo, y he aquí un dragón grande, rojo, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas: y su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó a la tierra. Y el dragón se ha apostado frente a la Mujer, que está para dar a luz, para poder, en cuanto dé a luz, devorar a su Hijo.

Y dio a luz un Hijo varón, destinado a regir todas las gentes con vara de hierro; y fue arrebatado su Hijo, llevado a su trono (y derrotado el dragón). Y la Mujer (puesta a salvo de los asaltos del dragón) huyó al desierto, donde tiene lugar preparado por Dios, para siempre. (Apoc 11, 15, 19; 12, 1-6).

REFLEXIÓN

María es la mujer del Apocalipsis, la nueva Eva, la corredentora.

Algunos hombres desprecian todavía a la mujer.

Algunas mujeres lamentan su feminidad y reclaman una «misión», que es sólo una «misión» artificial de lo que ellas creen que constituye los privilegios del hombre.

Sí; hombres y mujeres son iguales en dignidad pero diferentes y complementarios.

Para el cristiano hay igualdad absoluta en la dignidad del hombre y de la mujer:

  • uno y otra son criaturas de Dios,
  • uno y otra fueron redimidos por Cristo,
  • uno y otra son hijos de Dios,
  • uno y otra están llamados al mismo destino sobrenatural.

Pero la mujer debe, en el mundo de la eficacia material y también en el de la injusticia y la crueldad, ser testimonio del poder de la ofrenda y del amor redentor.

La mujer está hecha para «llevar» y dar vida. Ella lleva el don del hombre, el hijo, y sólo llega a su logro pleno en la maternidad.

Ella debe, en el mundo actual, reino de la materia todopoderosa, llevar y engendrar «lo humano».

PLEGARIA

Señor: Hoy vengo a rezarte, sencillamente, la oración de la mujer, de ese misterioso ser tan igual y tan distinto del varón, del que se ha dicho tanto, tan bien y tan mal.

Si está en lo cierto Ludwig Borne, al decir que «la incesante aspiración de la mujer es inspirar amor», haz que tenga también razón al escribir: «La mujer es para el hombre un horizonte donde se unen el cielo y la tierra».

No sé si los defensores del feminismo estarán de acuerdo con la primera parte de la máxima de Chamfort: «Las mujeres tienen en el cerebro una célula de menos»; pero, sin duda, admitirán la segunda: «y, en el corazón, una fibra de más». Haz que la empleen siempre bien.

Señor, quisiera que tuviera razón Geoffrey Chaucer, cuando asegura: «¿Qué hay mejor que la sabiduría? La mujer. Y ¿qué hay mejor que una buena mujer? Nada». Entonces sería verdad la afirmación de Goethe: «El eterno femenino nos guía siempre hacia lo alto».

Deseo, Señor, que todas las mujeres tomen como ideal la frase de Plauto: «Prefiero que digan que soy una mujer buena, que no una mujer dichosa». Así ellas como los hombres serían más felices.

Romain Roland piensa que «los hombres hacen las costumbres, pero las mujeres hacen a los hombres». Ante esta responsabilidad enorme, te ruego que todas ellas mediten la sentencia de León Bloy: «Cuanto más santa es una mujer, es más mujer». Así, los hombres serían mejores.

8. Verdadera devoción a María

«Si hubiera menos beatería y más cristianismo, se arreglarían muchos problemas».
Bernadette Devlin.

Tal vez, a ciertas personas les suene a despropósito de enfant terrible esta frase; sin embargo, su sinceridad no tiene nada de reprochable, ya que la beatería no es auténtica religiosidad, sino sólo una caricatura de lo que debe ser el culto debido a Dios.

Beatería es confundir la devoción, que significa dedicación, entrega, con una serie de pequeñas devociones sin compromiso alguno para quienes las practican. Y cristianismo significa donación generosa a los intereses de Dios por encima de nuestros gustos, incluso piadosos.

Beatería es camuflar la verdadera religión, que significa atadura, ligazón, tras la cortina de humo de ciertas prácticas devotas, compatibles con la libertad del propio egoísmo. Y cristianismo quiere decir ligadura a los problemas del hombre vivo en quien palpita Dios.

Beatería es olvidar que piedad significa misericordia, que es actitud cordial ante la miseria, huyendo de las miserias del mundo en la presencia de Dios. Y cristianismo es acordarse de que Dios se encarnó para compartir misericordiosamente la miseria material y moral del hombre.

Por eso, Señor, también yo creo que «si hubiera menos beatería y más cristianismo, se arreglarían muchos problemas».

REFLEXIÓN

¿Cultivas tu devoción a la Madre con la ingenua espontaneidad de un menor de edad?

El amor a las madres está tejido de pequeñas e inocentes sorpresas filiales, hecho de besos espontáneos, de confidencias gozosas y tristes, de inofensivas bromas.

¿Vives tu devoción a la Virgen en clima de hogar?

No olvides que un hijo, a pesar de los años y de la representación social es, siempre, un niño de pantalón corto para su madre.

Y María es tu Madre. En San Juan todos quedamos comprometidos a cuidar de Ella.

¿Cómo cumples tu compromiso filial?

CANTO DE MEDITACION

TIEMPO DE DESPERTAR

Mirad al suelo, corred la voz

de que en los hombres está el Señor.

No hagáis castillos para soñar,

pues cada día tiene su afán.

Cristianos que habitáis el siglo veinte;

dejad ya de esconderos entre rezos,

hablad menos de Dios, mostradlo en obras:

son las obras medida de lo cierto.

Dejad en vuestras casas las palabras

y hablad con el lenguaje de los hechos;

hoy los golpes de pecho no convencen,

hoy no se puede estar mirando al cielo.

Del disco Aquí, en la tierra.

9. Con María, hasta el fin

Los que me honran, obtendrán la vida eterna.

Eclo 24, 31.

La verdadera devoción a María que, según el Vaticano II, consiste en «conocer, amar e imitar sus virtudes», constituye una de las mayores señales de predestinación que pueden encontrarse en una determinada persona; entre otros motivos porque:

1º. Dios ha dispuesto que todas las gracias que han de concederse a los hombres pasen por María, como Mediadora y Dispensadora universal de todas ellas. Por lo mismo, el verdadero devoto de María entra en el plan salvífico de Dios, que lo ha dispuesto libremente así. Y, por el contrario, el que se aparta voluntariamente de María, se aparta, por lo mismo, del plan divino de salvación.

2º. La devoción a María es necesaria para la salvación de todos los que conocen la existencia de María y saben que es obligatoria la devoción a Ella. Ahora bien, el verdadero devoto de María cumple esta obligación y muestra, por lo mismo, que está en camino de salvación, a la que llegará infaliblemente si no abandona esta devoción salvadora. Por el contrario, como dice Juan XXIII, «quien, agitado por las borrascas de este mundo, rehúsa asirse a la mano auxiliadora de María, pone en peligro su salvación».

Y el Rosario es, sin discusión alguna, la más excelente de las devociones marianas, como consta por el testimonio de la misma Virgen, el Magisterio de la Iglesia y su contenido teológico.

REFLEXIÓN

El Rosario es un collar de cincuenta perlas… un piropo.

El piropo más bello y selecto que jamás oyó una mujer.

Piropo purísimo de Dios a la más pura mujer, cincuenta veces repetido en cada rezo.

No le niegues, a tu Madre, ni el collar, ni el piropo: que si ellos son su debilidad, ellos serán, para ti, tu fortaleza.

Explota, pues, el punto flaco de la Virgen.

Y mientras dialogas con la Madre y el Hijo, comparte con ellos las alegrías, los dolores y los gozos de cada jornada.

Y ellos harán… más hondas tus alegrías, más leves tus dolores y más puros tus gozos.

* * * * *

Tú que esta amable devoción supones

monótona y cansada y no la rezas

porque siempre repite iguales sones…

Tú no entiendes de amores y tristezas:

¿qué pobre se cansó de pedir dones?

¿qué enamorado de decir ternezas?

E. Menéndez Pelayo.

CANTO DE MEDITACIÓN

Sólo al final del camino

las cosas claras verás:

la razón de vivir

y el porqué de mil cosas más,

al mirar hacia atrás

cuando llegues comprenderás.

Busca en las cosas sencillas

y encontrarás la verdad;

la verdad es amor,

lo demás déjalo pasar.

Solamente el amor,

con el tiempo no morirá.

Al fin del camino, se harán realidad

los sueños que llevas en ti.

-Si en todo momento, en tu caminar,

la vida has llenado de amor y verdad,

al fin del camino podrás encontrar,

el bien que esperaste sentir;

olvida el pasado, pues no volverá,

conserva el amor que hay en ti.

Al fin del camino habrá un despertar,

de nuevo volver a vivir.

-Si en todo momento, en tu caminar,

la vida has llenado de amor y verdad,

al fin del camino en ti llevarás,

la fe y la ilusión de vivir:

tus sueños de siempre serán realidad

en un mundo nuevo y feliz.

Tus sueños de siempre serán realidad

si llenas tu vida de amor y paz

en tu mundo nuevo y feliz.

Canción de Tony Luz, en la voz de Karina

* * * 

Santa María, Tú eres nuestra esperanza en los trabajos por Cristo y la Iglesia.

Tú eres nuestra esperanza en nuestras empresas y proyectos.

Tú eres nuestra esperanza en las horas de dolor y angustia.

Tú eres nuestra esperanza en los momentos de alegría.

María, que seas nuestra esperanza ahora y en la hora de nuestra muerte.

Santa María de la Esperanza,

ruega por nosotros a Dios.

Fuente: Mercaba.org

*  *  *

Otras novenas

La Inmaculada Concepción y la familia cristiana

La Inmaculada Concepción y la familia cristiana

1. Celebramos de nuevo la Solemnidad de La Inmaculada Concepción de Santa María Virgen en pleno tiempo de Adviento, a la espera de la venida del Señor en la humildad de nuestra carne. El Misterio de la Concepción Inmaculada de María está profundamente relacionado con su vocación para ser Madre del Hijo unigénito de Dios. La carne y la sangre de ese Hijo eterno de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, será la suya. ¡La carne y la sangre de Jesús son de María! La íntima unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el mismo instante en que ella es concebida en el vientre de su madre. “La Santísima Virgen, predestinada desde la eternidad como Madre de Dios junto con la encarnación del Verbo de Dios por decisión de la divina Providencia” (LG 61), había sido “preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano” (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 1854).

En el plan salvador de Dios se establecía que la victoria del Redentor sobre el pecado y la consiguiente salvación del hombre se iniciase ya en la mujer llamada a ser su Madre desde el primer instante de su concepción: ¡Una Madre inmaculada! ¡Una Madre Virgen! ¡Una nueva Eva!

2. “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero que quita el pecado del mundo. Purísima la que entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad”. La plenitud de la gracia de la que le habla el Ángel Gabriel cuando la saluda en Nazareth –“alégrate llena de gracia, el Señor está contigo”– la Iglesia no podía haberla interpretado de otro modo que reconociéndola y declarándola “Inmaculada”. Ella fue elegida y bendecida “en la persona de Cristo”, su divino Hijo, “antes de crear el mundo”, como santa e inmaculada desde el preciso momento en que empieza a existir en el interior del seno materno. ¡Así es la Madre del Señor que esperamos de nuevo, gozosos de esperanza, en este Adviento del 2010! Así es nuestra Madre: ¡Inmaculada! Ella es la más grande maravilla del Dios que nos salva después de la inaudita maravilla del Misterio de la Encarnación de su Hijo, Redentor del hombre, al que está subordinada. ¿Cómo no le vamos a cantar hoy a María en la fiesta de su Inmaculada Concepción “un cántico nuevo”? ¿Si en ella, “los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”?

3. La fiesta de “la Inmaculada Concepción” es pues una gran fiesta para toda la Iglesia, pero, muy especialmente, una fiesta de la Iglesia en España. ¡Es la fiesta de su Patrona! Hace 250 años, en noviembre de 1760, por la Bula Quantum Ornamenti, el Papa Clemente XIII la proclamaba nuestra celestial Patrona. Pocas semanas más tarde, en enero de 1761, el Rey Carlos III reconocía este Patronazgo para todos los territorios de España y de las Indias. En la disputa multisecular en torno a la verdad de “la Inmaculada”, cuyos orígenes hay que remontar a los comienzos del siglo XIV, el pueblo cristiano de España había tomado siempre partido a favor del dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, con un fervor sin igual y, no pocas veces, con una pasión desbordante. La figura de María, Madre Purísima, Virgen amada y venerada ardientemente, venciendo a “la serpiente” y/o con el Hijo divino en sus brazos, reflejará una de las convicciones más íntimas y arraigadas del pueblo creyente y de muchos de sus pastores y santos en la España del Renacimiento y del Barroco; e inspirará con su mirada serena y radiante el alma de sus mejores y más geniales artistas. La belleza espiritual de María Inmaculada había dado curso popular a una nueva y emotiva “estética”. El pueblo cristiano de aquella España de “los siglos de oro” coincidía plenamente con la opinión expresada magistralmente por uno de sus grandes poetas:


“Decir que pudo y no quiso
parece cosa cruel,
y, si es todopoderoso,
¿con vos no lo habrá de ser?”


Y, más adelante:


“Porque es justo, porque os ama,
porque vais su madre a ser,
os hizo Dios tan purísima

como Dios merece y es”.


4. Juan Pablo II llamaba a España “Tierra de María”. El 4 de mayo del año 2005, después de la gran e inolvidable celebración eucarística de la canonización de cinco santos españoles del siglo XX en la Plaza de Colón –San Pedro Poveda, San José Mª Rubio, Santa Ángela de la Cruz, Santa Genoveva Torres y Santa Maravillas de Jesús– el Papa, anciano y enfermo, se despedía de nosotros con aquel emocionado y conmovedor: “Hasta siempre España! ¡Hasta siempre, tierra de María!”. Desde esa profunda devoción a la Virgen del pueblo español, centrada en el Misterio de su Concepción Inmaculada y enraizada en una honda y lúcida fe en Jesucristo, el Hijo de Dios, hecho hombre y redentor del hombre, se explica y se comprende muy bien la valoración que el Papa Benedicto XVI hace del catolicismo español en sus palabras a los periodistas en el vuelo a Santiago de Compostela el pasado 6 de noviembre: “España era siempre, por una parte, un país originario de la fe. Pensemos que el renacimiento del catolicismo en la época moderna ocurrió, sobre todo, gracias a España. Figuras como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa y San Juan de Ávila, son figuras que han renovado el catolicismo y conformado la fisonomía del catolicismo moderno”. Y, en su recientísimo libro, “Luz del Mundo”, contesta a la pregunta del entrevistador por la razón del gran eco popular que encontró en sus viajes a España, abundando en esa percepción positiva de nuestra historia cristiana: “España ha sido siempre uno de los grandes países católicos con vitalidad creadora… precisamente allá existe también una vitalidad de la fe que, por lo visto, los españoles llevan en la sangre”. Junto a esa ardiente fe de los españoles, siempre profesada y siempre actual, el Papa constata, sin embargo, en la citada entrevista, que en la historia contemporánea de España “ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo”.

5. En este año 2010, a la vista de la gran Jornada Mundial de la Juventud de agosto del próximo Año 2011 que presidirá el Santo Padre en Madrid, la celebración de la fiesta de la Inmaculada nos invita a entrar en una renovada comprensión del gran don y del consiguiente reto que se nos presenta en este Misterio del Amor infinitamente misericordioso de Dios Padre. En esa liberación del pecado original y en el comienzo del tiempo de la nueva vida por Jesucristo, su Hijo, que goza desde el primer instante de su concepción su Madre María –¡Madre suya e, inseparablemente, Madre nuestra!–, ese don y ese reto se nos hacen cercanos y convincentes. Precisamente en esa fe en el Dios de indecible misericordia, Creador y Salvador del hombre, se contiene una visión del mundo y de la historia, liberada del pecado y de la muerte, de la que surge una propuesta exigente de vida a la luz de la Ley y de la Gracia de Dios, que ha de ser asumida diligentemente por los hijos de Dios con la fuerza liberadora de esa gracia que sana su libertad y la capacita para el amor más grande. Una libertad, pues, “liberada”; comprensiblemente no compartida e, incluso, rechazada por un mundo que solo piensa en “el amor a sí mismo”. El relativismo ético y la pérdida de la conciencia del bien común en la vida personal y profesional, en los ámbitos de las actividades privadas y en el contexto de la acción pública, constituyen hoy la prueba más fehaciente de ello. El verdadero amor al hombre implica necesariamente ese desprendimiento de sí mismo y de los intereses particulares que se manifiesta en María y en su respuesta a una vocación cuyo cumplimiento sobrepasa toda imaginación y posibilidad humanas. Con el “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, María se entregaba sin reservase nada para ella a los designios amorosos de Dios: a su plan de salvación del hombre. ¿Cómo no recurrir a ese modelo y a esa intercesora en el momento presente de nuestra patria, de España, cuando la necesidad de una ética del bien común es tan patente? Que el servicio prioritario y consecuente al bien común sea el que oriente y guíe el comportamiento de las personas, los grupos sociales, las instancias públicas y los responsables del justo, solidario y pacífico funcionamiento de la sociedad, resulta, como lo demuestran los acontecimientos más recientes, cada vez más urgente. Confundir pluralismo social, cultural, económico y político con “egoísmo” es una tentación, en la que caemos, incluso los cristianos, cada vez más frecuentemente.

6. En el Misterio de la Inmaculada Concepción se descubre igualmente la vocación para con la vida ¡una vida en gracia y santidad!, que necesita del matrimonio y de la familia como su lugar natural e irrenunciable para la posibilidad de su realización fecunda. El don de la vida, desde su inicial manifestación en la concepción del ser humano, es sagrado y, por tanto, inviolable. El amor del padre y de la madre, fiel hasta la indisolubilidad, es imprescindible para el hijo, su fruto más maduro y valioso. Sin él, no crecerá y se desarrollará de forma expedita, humana y espiritualmente, hasta llegar a conformarse como persona responsable: responsable de sí misma y responsable de los demás, en la familia y en la sociedad, ante Dios y ante los hombres. El llamado “pluralismo familiar” no puede tampoco sostenerse a costa de los bienes esenciales del matrimonio y de la familia: de la familia que nace de la unión fiel del varón y de la mujer y que sobre él se edifica y mantiene. María, “la Inmaculada”, es Virgen y Madre. Precisamente, porque estaba llamada a ser Madre del Salvador y Madre de la Gracia, Madre, por tanto, de todos los hombres, convenía ¡debería! ser “Inmaculada”, liberada desde el principio de su existencia en este mundo del pecado que esclaviza, del pecado que es rechazo de la ley de Dios, ley del amor. Rechazo que conlleva inevitablemente el que el hombre quiera colocarse por encima de Dios, dominando y explotando con forzosa consecuencia a sus semejantes. El pecado que convierte al hombre fatalmente en “manipulador” imprevisible y tiránico de “lo humano”.

7. En la fiesta de la Inmaculada Concepción del año 2010, 250 años después de su proclamación como Patrona de España, camino de la próxima Natividad del Señor, debemos de alzar de nuevo nuestra mirada agradecida a Ella, nuestra Madre y Señora, y confiarle a España: a la Iglesia en España y al pueblo de España. Una mirada que sea expresión sincera de un decidido propósito de renovación de nuestra vida de oración, de penitencia y de amor cristiano. Su recomendación de rezar “el Santo Rosario”, hecha a la vidente de Lourdes, cuatro años después de la definición dogmática de su Inmaculada Concepción, sigue y resuena más actual y más urgentemente que nunca. Su intercesión es omnipotente. Nuestro compromiso apostólico con las nuevas generaciones y nuestro empeño comprometido generosamente en el servicio al bien común del que dependen tantos hermanos nuestros –sin trabajo, en no pocas ocasiones con sus familias rotas, solos y abandonados…–, no admite demora alguna. Se lo debemos.

¡Ella, la Inmaculada, Virgen de La Almudena, no nos fallará!

Amén.