Evangelio del día: La verdadera grandeza

Evangelio del día: La verdadera grandeza

Mateo 5, 27-32. Viernes de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. Sin la humildad, sin la capacidad de reconocer públicamente los propios pecados y la propia fragilidad humana, no se puede alcanzar la salvación y tampoco pretender anunciar a Cristo o ser sus testigos.

Ustedes han oído que se dijo: «No cometerás adulterio». Pero yo les digo: El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena. Y si tu mano derecha es para ti una ocasión de pecado, córtala y arrójala lejos de ti; es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena. También se dijo: «El que se divorcia de su mujer, debe darle una declaración de divorcio»Pero yo les digo: El que se divorcia de su mujer, excepto en caso de unión ilegal, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una mujer abandonada por su marido, comete adulterio.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 4, 7-15

Salmo: Sal 116(115)

Oración introductoria

Jesucristo, no dejes que me escandalice por la radicalidad de tu Palabra, que es la verdad. En este momento de oración quiero arrancar todo que pueda ser ocasión de distracción. Sé que el tesoro de la oración no es fácil y que Tú sólo se lo entregas a quien se esfuerza. Ayúdame a perseverar en mi lucha y a dialogar contigo sinceramente, de corazón a Corazón.

Petición

Señor, quiero escuchar en mi corazón lo que Tú me quieras decir hoy.

Meditación del Santo Padre Francisco

Sin la humildad, sin la capacidad de reconocer públicamente los propios pecados y la propia fragilidad humana, no se puede alcanzar la salvación y tampoco pretender anunciar a Cristo o ser sus testigos. Esto es válido también para los sacerdotes. Y los cristianos siempre deben recordar que la riqueza de la gracia, don de Dios, es un tesoro que se custodia en «vasijas de barro» a fin de que sea claro el poder extraordinario de Dios, del que nadie se puede adueñar «para el curriculum personal». El Papa Francisco invitó una vez más a reflexionar sobre el tema de la humildad cristiana en la misa del 14 de junio. Las lecturas del día —la segunda carta de san Pablo a los Corintios (4, 7-15) y el Evangelio de san Mateo (5, 27-32)— centraron la meditación del Papa, que relacionó la imagen de la «belleza de Jesús, de la fuerza de Jesús, de la salvación que nos trae Jesús», de la que habla el apóstol Pablo, con la de las «vasijas de barro» en las cuales se contiene el tesoro de la fe.

Los cristianos son como vasijas de barro porque son débiles, en cuanto pecadores. A pesar de ello —subrayó el Santo Padre— entre «nosotros, pobres vasijas de barro», y «el poder de Jesucristo salvador» tiene lugar un diálogo: el «diálogo de la salvación». Pero advirtió de que si este diálogo asume el tono de la autojustificación quiere decir que algo no funciona y no hay salvación.

Cada vez que Pablo «nos habla de su curriculum de servicio» —«hice esto, hice aquello, prediqué»— nos habla también de lo referido a sus debilidades, a sus pecados. La humildad del cristiano, como señaló el Pontífice, es la que sigue el camino indicado por el apóstol. Este modelo de humildad es válido también «para nosotros sacerdotes —advirtió—. Si nos gloriamos sólo de nuestro curriculum y nada más acabaremos equivocándonos. No podemos anunciar a Jesucristo salvador porque, en el fondo, no le escuchamos». «Debemos ser humildes —exhortó el Pontífice— pero con una humildad real»; es necesario reconocerse pecadores, concretamente.

«Hermanos —exhortó el Papa—, nosotros tenemos un tesoro: Jesucristo salvador, la cruz de Jesucristo, este tesoro del cual nos enorgullecemos», pero no nos olvidemos «de confesar también los pecados», porque sólo así «el diálogo es cristiano y católico, concreto. Porque la salvación de Jesucristo es concreta».

Santo Padre Francisco: La humildad concreta

Meditación del viernes, 14 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La misericordia y el pecado

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

1847 Dios, “que te ha creado sin ti,  no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).

Catecismo de la Iglesia Católica

Diálogo con Cristo

Jesucristo, quiero configurar todo mi ser al programa de vida que propone tu Palabra. Te prometo no escatimar esfuerzos por conocer las implicaciones morales del Evangelio para conformar con ellas todo mi obrar, y desterrar de mi vida todo lo que pueda ser un obstáculo para crecer en mi amor a Ti y a los demás.

Propósito

Adoptar la bondad en mis pensamientos y deseos, y negar la entrada a cualquier pensamiento que me pueda apartar de Cristo.

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Evangelio del día: el perdón de las ofensas

Evangelio del día: el perdón de las ofensas

Mateo 5, 20-26. Jueves de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. Para cuidar qué decimos a los demas, pidamos al Señor la gracia para ajustar nuestra vida a la ley de la mansedumbre, del amor y de la paz.

Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: «No matarás», y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.

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Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 3, 15; 4, 1.3-6

Salmo: Sal 85(84)

Oración introductoria

Señor, quiero tomar conciencia de la cercanía que Tú tienes conmigo, para que pueda valorar lo que Tú haces por mí. Señor, Tú me has perdonado muchas veces. Concédeme verlo y palparlo, para que, siguiendo tu ejemplo, mi corazón perdone y ame a los que me hieran de alguna forma.

Petición

Señor, que me dé cuenta de que soy un cristiano necesitado de tu gracia y de amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

El enfado y el insulto al hermano pueden matar. Fue la advertencia del Papa Francisco […] comentando el pasaje del evangelio de Mateo (5, 20-26), donde se narra que quien se enfada con el propio hermano será procesado. Y al aludir también a san Juan, quien, respecto a aquel que expresa resentimiento y odio hacia el hermano, en realidad, en su corazón, ya lo mata, el Papa puso de relieve la necesidad de entrar en la lógica del perfeccionamiento, es decir, «ajustar nuestra conducta». Evidentemente se refiere al tema de «desacreditar al hermano a partir de pasiones interiores nuestras. Y en concreto el insulto». El Pontífice hizo notar irónicamente cuánto se ha extendido «en la tradición latina» recurrir al insulto con «una creatividad maravillosa, porque vamos inventando uno tras otro».

Cuando Jesús pronunció las palabras que recoge el Evangelio del día —recordó el Pontífice, hablando en esta ocasión en su español, ante la presencia de un nutrido grupo de argentinos—, inicia con una frase: «la justicia de ustedes tiene que ser superior a la justicia que están viendo ahora, la de los escribas y fariseos». Por ello —añadió el Santo Padre— quien «entra en la vida cristiana, el que acepta seguir este camino, tiene exigencias superiores a las de los demás». Y aquí una puntualización: «No tiene ventajas superiores. ¡No! Exigencias superiores». Jesús menciona algunas de ellas, como «las exigencias de la convivencia», pero luego indica también «el tema de la relación negativa hacia los hermanos». Las palabras de Jesús —subrayó— no dejan vía de escape: «Ustedes han oído que se dijo en el pasado: no matarás. Y el que mata debe ser llevado al tribunal. Pero yo les digo que todo aquél que se enoja contra su hermano merece ser condenado, y todo aquel que lo insulta merece ser castigado por el tribunal». Respecto al insulto —indicó el Papa—, Jesús es aún más radical y «va mucho más allá». Porque dice que cuando ya «en tu corazón hay algo negativo» contra el hermano y se expresa «con un insulto, con una maldición o con enojo, hay algo que no funciona, y te tenés que convertir, tenés que cambiarlo».

El Papa Francisco pidió al Señor la gracia para todos de «cuidar un poquito más la lengua con lo que decimos de los demás». Sin duda es «una pequeña penitencia, pero da buenos frutos». E insistió en la necesidad de pedir al Señor la gracia de «ajustar nuestra vida a esta nueva ley, que es ley de la mansedumbre, ley del amor, ley de la paz».

Santo Padre Francisco: Cuando la lengua mata

Meditación del jueves, 13 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

V. «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

2838 Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase, —“perdona nuestras ofensas”— podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es “para la remisión de los pecados”. Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: “como”.

«Perdona nuestras ofensas»…

2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

2840 Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.

2841 Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero “todo es posible para Dios” (Mt 19, 26).

… «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

2842 Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).

2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).

2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Rezar un Ave María por aquellas personas que nos han ofendido y pedir a Dios la gracia de perdonar de corazón.

Diálogo con Cristo

Jesús, Tú me conoces muy bien y sabes cuánto quiero agradarte, pero también conoces cuán débil soy y que tengo muchas caídas a pesar de mis luchas. Ayúdame, por eso, Señor, a esforzarme por agradarte más, sirviendo a los hombres, quienes son tus hijos y mis hermanos. Quiero practicar cada día más la caridad, virtud principal de tu corazón. Ayúdame como cristiano a ser faro del amor. Pues sólo así seré reconocido como discípulo tuyo.

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«Nada nos asemeja más a Dios que el estar siempre dispuestos a perdonar»

San Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mateo, 61

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Evangelio del día: Jesús ante la Ley antigua

Evangelio del día: Jesús ante la Ley antigua

Mateo 5, 17-19. Miércoles de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. Jesucristo conduce la ley a la plenitud.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice. El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos».

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Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 3, 4-11

Salmo: Sal 99(98)

Oración introductoria

Dios mío, me postro ante Ti en esta oración, quiero escucharte y ser dócil a tus inspiraciones, porque sólo Tú podrás dar plenitud a mi vida.

Petición

Señor, dame la gracia para que nunca contradiga tus mandamientos, concédeme ser un auténtico seguidor y testigo de tu amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

Son dos las tentaciones que se han de afrontar en este momento de la historia de la Iglesia: retroceder por ser temerosos de la libertad que viene de la ley «realizada en el Espíritu Santo» y ceder a un «progresismo adolescente», es decir, propenso a seguir los valores más fascinantes propuestos por la cultura dominante. El Papa Francisco habló de ello el 12 de junio en su homilía, comentando las lecturas —de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (3, 4-11) y del Evangelio de san Mateo (5, 17-19)— al celebrar la misa en la Domus Sanctae Marthae. Se centró sobre todo en las explicaciones dadas por Jesús a quienes le acusaban de querer cambiar la ley de Moisés. Él los tranquiliza diciendo: «Yo no vengo a abolir la ley sino a darle pleno cumplimiento».

Esta ley «es sagrada —observó el Papa— porque conducía al pueblo a Dios». Por lo tanto, «no se puede tocar». Había quien decía que Jesús «cambiaba esta ley». Él, en cambio, buscaba hacer entender que se trataba de un camino que conduciría «al crecimiento», es más, a la «plena madurez de esa ley. Y decía: Yo vengo a dar cumplimiento. Así como el brote que “despunta” y nace la flor, así es la continuidad de la ley hacia su madurez. Y Jesús es la expresión de la madurez de la ley».

El Pontífice reafirmó luego el papel del Espíritu Santo en la transmisión de esta ley. En efecto, «Pablo dice que esta ley del Espíritu la tenemos por medio de Jesucristo, porque no somos capaces de pensar algo como procedente de nosotros; nuestra capacidad viene de Dios. Y la ley que Dios nos da es una ley madura, la ley del amor, porque hemos llegado a la última hora. El apóstol Juan dice a su comunidad: Hermanos, hemos llegado a la última hora. A la hora del cumplimiento de la ley. Es la ley del Espíritu, la que nos hace libres».

Sin embargo, se trata de una libertad que, en cierto sentido, nos da miedo. «Porque —precisó el Pontífice— se puede confundir con cualquier otra libertad humana». Y «la ley del Espíritu nos lleva por el camino del discernimiento continuo para hacer la voluntad de Dios»: también esto nos asusta.

Pero cuando nos asalta este miedo corremos el riesgo de sucumbir a dos tentaciones —advirtió el Santo Padre. La primera es la de «volver atrás porque no estamos seguros. Pero esto interrumpe el camino». Es «la tentación del miedo a la libertad, del miedo al Espíritu Santo: el Espíritu Santo nos da miedo». Pero «la seguridad plena está en el Espíritu Santo que te conduce hacia adelante, que te da confianza y, como dice Pablo, es más exigente: en efecto, Jesús dice que “antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley”. Por lo tanto es más exigente, incluso si no nos da la seguridad humana porque no podemos controlar al Espíritu Santo».

La segunda tentación es la que el Papa definió como «progresismo adolescente». No se trata de auténtico progreso: es una cultura que avanza, de la que no logramos desprendernos y de la cual tomamos las leyes y los valores que más nos gustan, como hacen precisamente los adolescentes. Al final, el riesgo que se corre es el de resbalar y salirse del camino. Según el Pontífice, se trata de una tentación recurrente en este momento histórico para la Iglesia. «No podemos retroceder —dijo el Papa— y deslizarnos fuera del camino». El camino a seguir es este: «La ley es plena, siempre en continuidad, sin cortes: como la semilla que acaba en la flor, en el fruto. El camino es el de la libertad en el Espíritu Santo, que nos hace libres, en el discernimiento continuo sobre la voluntad de Dios, para seguir adelante por este camino, sin retroceder» y sin resbalar. Y concluyó: «Pidamos el Espíritu Santo que nos da vida, que lleva hacia adelante, que lleva a la plena madurez esa ley que nos hace libres».

Santo Padre Francisco: Ese progresismo adolescente

Meditación del miércoles, 12 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

JESÚS E ISRAEL

574 Desde los comienzos del ministerio público de Jesús, fariseos y partidarios de Herodes, junto con sacerdotes y escribas, se pusieron de acuerdo para perderle (cf. Mc 3, 6). Por algunas de sus obras (expulsión de demonios, cf. Mt 12, 24; perdón de los pecados, cf. Mc 2, 7; curaciones en sábado, cf. Mc 3, 1-6; interpretación original de los preceptos de pureza de la Ley, cf. Mc 7, 14-23; familiaridad con los publicanos y los pecadores públicos, (cf. Mc 2, 14-17), Jesús apareció a algunos malintencionados sospechoso de posesión diabólica (cf. Mc 3, 22; Jn 8, 48; 10, 20). Se le acusa de blasfemo (cf. Mc 2, 7; Jn 5,18; 10, 33) y de falso profetismo (cf. Jn 7, 12; 7, 52), crímenes religiosos que la Ley castigaba con pena de muerte a pedradas (cf. Jn 8, 59; 10, 31).

575 Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un «signo de contradicción» (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia «los judíos» (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (cf. Jn 7, 48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (cf. Lc7, 36; 14, 1). Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 28-34).

576 A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las instituciones esenciales del Pueblo elegido:

– contra la sumisión a la Ley en la integridad de sus prescripciones escritas, y, para los fariseos, según la interpretación de la tradición oral.

– contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios habita de una manera privilegiada.

– contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede compartir.

I. Jesús y la Ley

577 Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:

«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una «i» o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19).

578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, «quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos» (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).

579 Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una casuística «hipócrita» (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).

580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino «en el fondo del corazón» (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por «aportar fielmente el derecho» (Is 42, 3), se ha convertido en «la Alianza del pueblo» (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo «la maldición de la Ley» (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no «practican todos los preceptos de la Ley» (Ga 3, 10) porque «ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza» (Hb 9, 15).

581 Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un «rabbi» (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo» (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Mc 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Mc 7, 13).

582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido «pedagógico» (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: «Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro […] —así declaraba puros todos los alimentos— . Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Cumplir las leyes civiles. y los mandamientos de la Iglesia. Reflexionar en qué sentido me lleva a vivir más plenamente el amor su cumplimiento.

Diálogo con Cristo

Señor, erróneamente existe la tendencia de pensar que así como el agua y el aceite no se mezclan, tampoco lo hacen tus mandamientos y la felicidad. Por eso, con diligencia voy adormilando mi conciencia, y sutilmente hago a un lado todo lo que implique renuncia, esfuerzo, sacrificio. Gracias por recordarme que me ofreces tu gracia y amor para ser fiel siempre a tu ley, que tiene como fundamento el amor.

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Los mandamientos no limitan la felicidad sino que indican cómo encontrarla; escucharlos y ponerlos en práctica no significa alienarse, sino encontrar el auténtico camino de la libertad y del amor.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

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Evangelio del día: Ustedes son la luz del mundo

Evangelio del día: Ustedes son la luz del mundo

Mateo 5, 13-16. Martes de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. La luz del Señor es una luz humilde, mansa, tranquila… es una luz de paz.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 1, 18-22

Salmo: Sal 119(118)

Oración introductoria

¡Oh Dios mío, Padre Todopoderoso! Nuestra felicidad está en buscar el Reino de los Cielos. Ayúdame a irradiar esta felicidad a los demás.

Petición

Señor, concédeme tu gracia indispensable para ser luz que ilumine la obra que Dios ha hecho en mí.

Meditación del Santo Padre Francisco

La humildad, la mansedumbre, el amor, la experiencia de la cruz, son los medios a través de los cuales el Señor derrota el mal. Y la luz que Jesús ha traído al mundo vence la ceguera del hombre, a menudo deslumbrado por la falsa luz del mundo, más potente, pero engañosa. Nos corresponde a nosotros discernir qué luz viene de Dios. Es éste el sentido de la reflexión propuesta por el Papa Francisco durante la misa del martes 3 de septiembre.

Comentando la primera lectura, el Santo Padre se detuvo en la «hermosa palabra» que san Pablo dirige a los Tesalonicenses: «Vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas… sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas» (1 Tes 5,1- 6, 9-11).

Está claro —explicó el Papa— lo que quiere decir el apóstol: «la identidad cristiana es identidad de la luz, no de las tinieblas». Y Jesús trajo esta luz al mundo. «San Juan —precisó el Santo Padre—, en el primer capítulo de su Evangelio, nos dice que «la luz vino al mundo», Él, Jesús». Una luz que «no ha sido bien querida por el mundo», pero que sin embargo «nos salva de las tinieblas, de las tinieblas del pecado». Hoy —continuó el Pontífice— se piensa que es posible obtener esta luz que rasga las tinieblas a través de tantos hallazgos científicos y otras invenciones del hombre, gracias a los cuales «se puede conocer todo, se puede tener ciencia de todo». Pero «la luz de Jesús —advirtió— es otra cosa. No es una luz de ignorancia, ¡no, no! Es una luz de sabiduría, de prudencia; pero es otra cosa. La luz que nos ofrece el mundo es una luz artificial. Tal vez fuerte, más fuerte que la de Jesús, ¿eh? Fuerte como un fuego artificial, como un flash de fotografía. En cambio la luz de Jesús es una luz mansa, es una luz tranquila, es una luz de paz. Es como la luz de la noche de Navidad: sin pretensiones. Es así: se ofrece y da paz. La luz de Jesús no da espectáculo; es una luz que llega al corazón. Es verdad que el diablo, y esto lo dice san Pablo, muchas veces viene disfrazado de ángel de luz. Le gusta imitar la luz de Jesús. Se hace bueno y nos habla así, tranquilamente, como habló a Jesús tras el ayuno en el desierto: «si tú eres el hijo de Dios haz este milagro, arrójate del templo», ¡hace espectáculo! Y lo dice de manera tranquila» y por ello engañosa.

Por ello el Papa Francisco recomendó «pedir mucho al Señor la sabiduría del discernimiento para reconocer cuándo es Jesús quien nos da la luz y cuándo es precisamente el demonio disfrazado de ángel de luz. ¡Cuántos creen vivir en la luz, pero están en las tinieblas y no se dan cuenta!».

¿Pero cómo es la luz que nos ofrece Jesús? «Podemos reconocerla —explicó el Santo Padre— porque es una luz humilde. No es una luz que se impone, es humilde. Es una luz apacible, con la fuerza de la mansedumbre; es una luz que habla al corazón y es también una luz que ofrece la cruz. Si nosotros, en nuestra luz interior, somos hombres mansos, oímos la voz de Jesús en el corazón y contemplamos sin miedo la cruz en la luz de Jesús». Pero si, al contrario, nos dejamos deslumbrar por una luz que nos hace sentir seguros, orgullosos y nos lleva a mirar a los demás desde arriba, a desdeñarles con soberbia, ciertamente no nos hallamos en presencia de la «luz de Jesús». Es en cambio «luz del diablo disfrazado de Jesús —dijo el obispo de Roma—, de ángel de luz. Debemos distinguir siempre: donde está Jesús hay siempre humildad, mansedumbre, amor y cruz. Jamás encontraremos, en efecto, a Jesús sin humildad, sin mansedumbre, sin amor y sin cruz». Él hizo el primero este camino de luz. Debemos ir tras Él sin miedo, porque «Jesús tiene la fuerza y la autoridad para darnos esta luz». Una fuerza descrita en el pasaje del Evangelio de la liturgia del día, en el que Lucas narra el episodio de la expulsión, en Cafarnaún, del demonio del hombre poseído (cf. Lc 4, 16-30). «La gente —subrayó el Papa comentando el texto— era presa del temor y, dice el Evangelio, se preguntaba: «¿qué clase de palabra es ésta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen». Jesús no necesita un ejército para expulsar los demonios, no necesita soberbia, no necesita fuerza, orgullo». ¿Cuál es ésta palabra que «da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen?», se preguntó el Pontífice. «Es una palabra —respondió— humilde, mansa, con mucho amor». Es una palabra que nos acompaña en los momentos de sufrimiento, que nos acercan a la cruz de Jesús. «Pidamos al Señor —fue la exhortación conclusiva del Papa Francisco— que nos dé hoy la gracia de su luz y nos enseñe a distinguir cuándo la luz es su luz y cuándo es una luz artificial hecha por el enemigo para engañarnos».

Santo Padre Francisco: Una luz humilde y llena de amor

Homilía del martes, 3 de septiembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Vida moral y testimonio misionero

2044 La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (AA 6).

2045 Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf Ef 1, 22), contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), “hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4, 13).

2046 Llevando una vida según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, “Reino de justicia, de verdad y de paz” (Solemnidad de N. Señor Jesucristo Rey del Universo, Prefacio: Misal Romano). Esto no significa que abandonen sus tareas terrenas, sino que, fieles a su Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Ser el primero en disculparme y poner una sonrisa tras una discusión.

Diálogo con Cristo

Señor, me llamas a ser sal y luz para los demás; a ser reflejo de tu amor y misericordia. Ayúdame, Señor, a ser dócil al Espíritu Santo, para que sea el sagrado Paráclito quien muestre al testigo auténtico de tu amor.

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Evangelio del día: las Bienaventuranzas

Evangelio del día: las Bienaventuranzas

Mateo 5, 1-12. Lunes de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. Las bienaventuranzas son «el carné de identidad del cristiano». 

Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta II de San Pablo a los Corintios, 2 Cor 1, 1-7

Salmo: Sal 34(33), 2-9

Oración introductoria

Señor, gracias por indicarme tan claramente el camino para poder alcanzar la dicha, la alegría que me hará saltar de contento por toda la eternidad. Guía mi oración para que este día esté orientando hacia mi meta final.

Petición

Dios mío, que las bienaventuranzas sean mi criterio de vida, mi forma de pensar y de comportarme.

Meditación del Santo Padre Francisco

Las bienaventuranzas son «el carné de identidad del cristiano». Por ello el Papa Francisco —en la homilía de la misa que celebró el [día de hoy]— invitó a retomar esas páginas del Evangelio y releerlas más veces, para poder vivir hasta el final un «programa de santidad» que va «contracorriente» respecto a la mentalidad del mundo.

El Pontífice se refirió punto por punto al pasaje evangélico de Mateo (5, 1-12) propuesto por la liturgia. Y volvió a proponer las bienaventuranzas insertándolas en el contexto de nuestra vida diaria. Jesús, explicó, habla «con toda sencillez» y hace como «una paráfrasis, una glosa de los dos grandes mandamientos: amar al Señor y amar al prójimo». Así, «si alguno de nosotros plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?»», la respuesta es sencilla: es necesario hacer lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas.

Un sermón, reconoció el Papa, «muy a contracorriente» respecto a lo «que es costumbre, a lo que se hace en el mundo». La cuestión es que el Señor «sabe dónde está el pecado, dónde está la gracia, y Él conoce bien los caminos que te llevan a la gracia». He aquí, entonces, el sentido de sus palabras «bienaventurados los pobres en el espíritu»: o sea «pobreza contra riqueza».

«El rico —explicó el obispo de Roma— normalmente se siente seguro con sus riquezas. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del granero», al hablar de ese hombre seguro que, como necio, no piensa que podría morir ese mismo día.

«Las riquezas —añadió— no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo, que no tiene espacio para la Palabra de Dios». Es por ello que Jesús dice: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, que tienen el corazón pobre para que pueda entrar el Señor». Y también: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».

Al contrario, hizo notar el Pontífice, «el mundo nos dice: la alegría, la felicidad, la diversión, esto es lo hermoso de la vida». E «ignora, mira hacia otra parte, cuando hay problemas de enfermedad, de dolor en la familia». En efecto, «el mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas». En cambio «sólo la persona que ve las cosas como son, y llora en su corazón, es feliz y será consolada»: con el consuelo de Jesús y no con el del mundo.

«Bienaventurados los mansos», continuó el Pontífice, es una expresión fuerte, sobre todo «en este mundo que desde el inicio es un mundo de guerras; un mundo donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio». Sin embargo «Jesús dice: nada de guerras, nada de odio. Paz, mansedumbre». Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso en la vida, pensarán que soy un necio». Tal vez es así, afirmó el Papa, sin embargo dejemos incluso que los demás «piensen esto: pero tú sé manso, porque con esta mansedumbre tendrás como herencia la tierra».

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia» es otra gran afirmación de Jesús dirigida a quienes «luchan por la justicia, para que haya justicia en el mundo». La realidad nos muestra, destacó el obispo de Roma, cuán fácil es «entrar en las pandillas de la corrupción», formar parte de «esa política cotidiana del «do ut des»» donde «todo es negocio». Y, añadió, «cuánta gente sufre por estas injusticias». Precisamente ante esto «Jesús dice: son bienaventurados los que luchan contra estas injusticias». Así, aclaró el Papa, «vemos precisamente que es una doctrina a contracorriente» respecto a «lo que el mundo nos dice».

Y más: «bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia». Se trata, explicó, de «los que perdonan, comprenden los errores de los demás». Jesús «no dice: bienaventurados los que planean venganza», o que dicen «ojo por ojo, diente por diente», sino que llama bienaventurados a «aquellos que perdonan, a los misericordiosos». Y siempre es necesario pensar, recordó, que «todos nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido perdonados. Y por esto es bienaventurado quien va por esta senda del perdón».

«Bienaventurados los limpios de corazón», es una frase de Jesús que se refiere a quienes «tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad: un corazón que sabe amar con esa pureza tan hermosa». Luego, «bienaventurados los que trabajan por la paz» hace referencia a las numerosas situaciones de guerra que se repiten. Para nosotros, reconoció el Papa, «es muy común ser agentes de guerras o al menos agentes de malentendidos». Sucede «cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se los digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo». En definitiva, es «el mundo de las habladurías», hecho por «gente que critica, que no construye la paz», que es enemiga de la paz y no es ciertamente bienaventurada.

Por último, proclamando «bienaventurados a los perseguidos por causa de la justicia», Jesús recuerda «cuánta gente es perseguida» y «ha sido perseguida sencillamente por haber luchado por la justicia».

Así, puntualizó el Pontífice, «es el programa de vida que nos propone Jesús». Un programa «muy sencillo pero muy difícil» al mismo tiempo. «Y si nosotros quisiéramos algo más —afirmó— Jesús nos da también otras indicaciones», en especial «ese protocolo sobre el cual seremos juzgados que se encuentra en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber… estuve enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme»».

He aquí el camino, explicó, para «vivir la vida cristiana al nivel de santidad». Por lo demás, añadió, «los santos no hicieron otra cosa más que» vivir las bienaventuranzas y ese «protocolo del juicio final». Son «pocas palabras, palabras sencillas, pero prácticas para todos, porque el cristianismo es una religión práctica: es para practicarla, para realizarla, no sólo para pensarla».

Y práctica es también la propuesta conclusiva del Papa Francisco: «Hoy, si tenéis un poco de tiempo en casa, tomad el Evangelio de Mateo, capítulo quinto, al inicio están estas bienaventuranzas». Y luego en el «capítulo 25, están las demás» palabras de Jesús. «Os hará bien —exhortó— leer una vez, dos veces, tres veces esto que es el programa de santidad».

Santo Padre Francisco: El carné de identidad del cristiano

Meditación del lunes, 9 de junio de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

ARTÍCULO 2
NUESTRA VOCACIÓN A LA BIENAVENTURANZA

I. Las bienaventuranzas

1716 Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.

(Mt 5,3-12)

1717 Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.

II. El deseo de felicidad

1718 Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:

«Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1, 3, 4).

«¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti» (San Agustín, Confessiones, 10, 20, 29).

 «Sólo Dios sacia» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, c. 15).

1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.

III. La bienaventuranza cristiana

1720 El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25, 21. 23); la entrada en el descanso de Dios (Hb 4, 7-11):

«Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (San Agustín, De civitate Dei, 22, 30).

1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1, 4) y de la Vida eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.

1722 Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.

«“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, “nadie verá a Dios y seguirá viviendo”, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios […] “porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 20, 5).

1723 La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:

«El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad […] Todo esto se debe a la convicción […] de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro […] La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración» (Juan Enrique Newman, Discourses addresed to Mixed Congregations, 5 [Saintliness the Standard of Christian Principle]).

1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hoy en día el mensaje de Jesús en la Montaña sigue plenamente vigente. ¡Sólo se necesitan almas nobles, valientes y generosas que quieran ser auténticamente felices y quieran poner por obra su mensaje! Serán realmente dichosas. Y el mundo cambiará.

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Evangelio del día: Solemnidad de la Santísima Trinidad

Evangelio del día: Solemnidad de la Santísima Trinidad

Juan 3, 16-18. Solemnidad de la Santísima Trinidad. «Dios es amor». No es un amor sentimental, emotivo, sino el amor del Padre que está en el origen de cada vida, el amor del Hijo que muere en la cruz y resucita, el amor del Espíritu que renueva al hombre y el mundo.

Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro del Exodo, Éx 34, 4b-6.8-9

Salmo: Libro de Daniel, Dan 3, 52-56

Segunda lectura: Carta II de San Pablo a los Corintios, 2 Cor 13, 11-13

Oración preparatoria

Santísima Trinidad, soy todo tuyo y me postro ante tu presencia en esta oración. Yo sé que Tú me ayudas en todo momento y que siempre cuento contigo. Nunca me dejes solo, pues sin Ti no soy nada.

Petición

Santísima Trinidad, ayúdame a vivir de acuerdo con mi identidad cristiana y a llevar a los demás hacia Ti, con mi testimonio de vida.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

¡Buenos días! Esta mañana he realizado mi primera visita a una parroquia de la diócesis de Roma. Doy gracias al Señor y os pido que oréis por mi servicio pastoral a esta Iglesia de Roma, que tiene la misión de presidir en la caridad universal.

Hoy es el domingo de la Santísima Trinidad. La luz del tiempo pascual y de Pentecostés renueva cada año en nosotros la alegría y el estupor de la fe: reconocemos que Dios no es una cosa vaga, nuestro Dios no es un Dios «spray», es concreto, no es un abstracto, sino que tiene un nombre: «Dios es amor». No es un amor sentimental, emotivo, sino el amor del Padre que está en el origen de cada vida, el amor del Hijo que muere en la cruz y resucita, el amor del Espíritu que renueva al hombre y el mundo. Pensar en que Dios es amor nos hace mucho bien, porque nos enseña a amar, a darnos a los demás como Jesús se dio a nosotros, y camina con nosotros. Jesús camina con nosotros en el camino de la vida.

La Santísima Trinidad no es el producto de razonamientos humanos; es el rostro con el que Dios mismo se ha revelado, no desde lo alto de una cátedra, sino caminando con la humanidad. Es justamente Jesús quien nos ha revelado al Padre y quien nos ha prometido el Espíritu Santo. Dios ha caminado con su pueblo en la historia del pueblo de Israel y Jesús ha caminado siempre con nosotros y nos ha prometido el Espíritu Santo que es fuego, que nos enseña todo lo que no sabemos, que dentro de nosotros nos guía, nos da buenas ideas y buenas inspiraciones.

Hoy alabamos a Dios no por un particular misterio, sino por Él mismo, «por su inmensa gloria», como dice el himno litúrgico. Le alabamos y le damos gracias porque es Amor, y porque nos llama a entrar en el abrazo de su comunión, que es la vida eterna.

Confiemos nuestra alabanza a las manos de la Virgen María. Ella, la más humilde entre las criaturas, gracias a Cristo ya ha llegado a la meta de la peregrinación terrena: está ya en la gloria de la Trinidad. Por esto María nuestra Madre, la Virgen, resplandece para nosotros como signo de esperanza segura. Es la Madre de la esperanza; en nuestro camino, en nuestra vía, Ella es la Madre de la esperanza. Es la madre que también nos consuela, la Madre de la consolación y la Madre que nos acompaña en el camino. Ahora recemos a la Virgen todos juntos, a nuestra Madre que nos acompaña en el camino.

Santo Padre Francisco: Solemnidad de la Santísima Trinidad

Ángelus del Domingo, 26 de mayo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

CREO EN DIOS PADRE

ARTÍCULO 1
«CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO,
CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA»

Párrafo 2
EL PADRE

I «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»

232 Los cristianos son bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Antes responden «Creo» a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: Fides omnium christianorum in Trinitate consistit («La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad») (San Cesáreo de Arlés, Expositio symboli [sermo 9]: CCL 103, 48).

233 Los cristianos son bautizados en «el nombre» del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en «los nombres» de éstos (cf. Virgilio, Professio fidei (552): DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.

234 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe» (DCG 43). «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela a los hombres, los aparta del pecado y los reconcilia y une consigo» (DCG 47).

235 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su «designio amoroso» de creación, de redención, y de santificación (III).

236 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la Theologia y la Oikonomia, designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomia nos es revelada la Theologia; pero inversamente, es la Theologia, la que esclarece toda la Oikonomia. Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas. La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.

237 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los misterios escondidos en Dios, «que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto» (Concilio Vaticano I: DS 3015). Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.

II La revelación de Dios como Trinidad

El Padre revelado por el Hijo

238 La invocación de Dios como «Padre» es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como «padre de los dioses y de los hombres». En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su «primogénito» (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente «el Padre de los pobres», del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).

239 Al designar a Dios con el nombre de «Padre», el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.

240 Jesús ha revelado que Dios es «Padre» en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

241 Por eso los Apóstoles confiesan a Jesús como «el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios» (Jn 1,1), como «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), como «el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia» Hb 1,3).

242 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es «consubstancial» al Padre (Símbolo Niceno: DS 125), es decir, un solo Dios con él. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó «al Hijo Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).

El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu

243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de «otro Paráclito» (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y «por los profetas» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), estará ahora junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos «hasta la verdad completa» (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.

245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue proclamada por el segundo Concilio Ecuménico en el año 381 en Constantinopla: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre» (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como «la fuente y el origen de toda la divinidad» (Concilio de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: «El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza […] por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS 150).

246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo (Filioque)». El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: «El Espíritu Santo […] tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración […]. Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único al engendrarlo a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente» (DS 1300-1301).

247 La afirmación del Filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa san León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. Quam laudabilitier: DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como «salido del Padre» (Jn 15,26), esa tradición afirma que éste procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice «de manera legítima y razonable» (Concilio de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que «principio sin principio» (Concilio de Florencia 1442: DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Único, sea con él «el único principio de que procede el Espíritu Santo» (Concilio de Lyon II, año 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.

III La Santísima Trinidad en la doctrina de la fe

La formación del dogma trinitario

249 La verdad revelada de la Santísima Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del Bautismo. Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Co 13,13; cf. 1 Co 12,4-6; Ef 4,4-6).

250 Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.

251 Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: «substancia», «persona» o «hipóstasis», «relación», etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, «infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 2).

252 La Iglesia utiliza el término «substancia» (traducido a veces también por «esencia» o por «naturaleza») para designar el ser divino en su unidad; el término «persona» o «hipóstasis» para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término «relación» para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.

El dogma de la Santísima Trinidad

253 La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial» (Concilio de Constantinopla II, año 553: DS 421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: «El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 530). «Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina» (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS 804).

254 Las Personas divinas son realmente distintas entre sí. «Dios es único pero no solitario» (Fides Damasi: DS 71). «Padre», «Hijo», Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: «El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: «El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede» (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS 804). La Unidad divina es Trina.

255 Las Personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las Personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: «En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres Personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia» (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, «en Dios todo es uno, excepto lo que comporta relaciones opuestas» (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1330). «A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo» (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1331).

256 A los catecúmenos de Constantinopla, san Gregorio Nacianceno, llamado también «el Teólogo», confía este resumen de la fe trinitaria:

«Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje […] Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero[…] Dios los Tres considerados en conjunto […] No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo…(Orationes,  40,41: PG 36,417).

IV Las obras divinas y las misiones trinitarias

257 O lux beata Trinitas et principalis Unitas! («¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencial!») (LH, himno de vísperas «O lux beata Trinitas»). Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el «designio benevolente» (Ef 1,9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en Él» (Ef 1,4-5), es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,29) gracias al «Espíritu de adopción filial» (Rm 8,15). Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos» (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).

258 Toda la economía divina es la obra común de las tres Personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Concilio de Constantinopla II, año 553: DS 421). «El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio» (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada Persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): «Uno es Dios […] y Padre de quien proceden todas las cosas, Uno el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y Uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Concilio de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.

259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las Personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rm 8,14).

260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama —dice el Señor— guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

«Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad, Oración)

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Propiciar que la asistencia a la misa dominical sea el evento familiar más importante del día.

Diálogo con Cristo

Señor, vengo a encontrarme contigo en esta oración. Necesito tu luz y tu verdad para poder vivir mis compromisos de vida espiritual y de trabajo, desde la perspectiva del amor: con una intencionalidad de reconocerte en todo y en todos, como una expresión de mi total donación, por amor, a tu santa voluntad.

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Evangelio del día: Generosidad de la viuda

Evangelio del día: Generosidad de la viuda

Marcos 12, 38-44. Sábado de la 9.ª semana del Tiempo Ordinario. En la viuda que entrega sus dos moneditas al tesoro del templo podemos ver la «imagen de la Iglesia» que debe ser pobre, humilde y fiel.

En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía: «Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad». Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Tobías, Tb 12, 1.5-15.20

Salmo (tomado del Libro de Tobías): Tb 13, 2.6.7.8

Oración introductoria

Espíritu Santo, ilumina esta oración para que no la convierta en un momento de vanidad, autocomplacencia o en un ritual sin sentido, como acostumbraban los fariseos. Dame la fortaleza para saber desprenderme de lo que me impida crecer en el amor.

Petición

Señor, dame la gracia de ser generoso, sin cálculos egoístas.

Meditación del Santo Padre Francisco

En la viuda que entrega sus dos moneditas al tesoro del templo podemos ver la «imagen de la Iglesia» que debe ser pobre, humilde y fiel. Parte del Evangelio del día, tomado del capítulo 21 de san Lucas (1-4), la reflexión del Papa Francisco durante la misa del [día de hoy]. En la homilía hizo referencia al pasaje donde Jesús, «tras largas discusiones» con los saduceos y los discípulos en relación a los escribas y a los fariseos que «se complacían en ocupar los primeros puestos, los primeros asientos en las sinagogas, en los banquetes, en ser saludados», alzando los ojos «vio a una viuda». El «contraste» es inmediato y «fuerte» respecto a los «ricos que echaban sus donativos en el tesoro del templo». Precisamente la viuda es «la persona más fuerte aquí, en este pasaje».

De la viuda, explicó el Pontífice, «se dice dos veces que era pobre: dos veces. Y pasaba necesidad». Es como si el Señor hubiese querido destacar a los doctores de la ley: «Tenéis muchas riquezas de vanidad, de apariencia o incluso de soberbia. Esta es pobre…». Pero «en la Biblia el huérfano y la viuda son las figuras de los más marginados» así como también los leprosos, y «por ello hay muchos mandamientos para ayudar, para ocuparse de las viudas, de los huérfanos». Y Jesús «mira a esta mujer sola, vestida con sencillez» y «que echa todo lo que tenía para vivir: dos moneditas». El pensamiento vuela también a otra viuda, la de Sarepta, «que había recibido al profeta Elías y había dado todo lo que tenía antes de morir: un poco de harina y aceite…».

El Pontífice volvió a componer la escena narrada por el Evangelio: «Una mujer pobre en medio de los poderosos, en medio de los doctores, de los sacerdotes, de los escribas… también en medio de los ricos que echaban sus donativos, e incluso algunos para hacerse ver». A ellos les dijo Jesús: «Este es el camino, este es el ejemplo. Esta es la senda por la que vosotros tenéis que ir». Surge fuerte el «gesto de esta mujer que le pertenecía totalmente a Dios, como la viuda Ana que recibió a Jesús en el Templo: toda para Dios. Su esperanza estaba sólo en el Señor».

«El Señor puso de relieve la persona de la viuda», dijo el Papa Francisco, y continuó: «Me gusta ver aquí, en esta mujer, una imagen de la Iglesia». Sobre todo la «Iglesia pobre, porque la Iglesia no debe tener otras riquezas más que su Esposo»; luego la «Iglesia humilde, como lo eran las viudas de ese tiempo, porque en esa época no existía la pensión, no existían las ayudas sociales, nada». En cierto sentido la Iglesia «es un poco viuda, porque espera a su Esposo que volverá». Cierto, «tiene a su Esposo en la Eucaristía, en la Palabra de Dios, en los pobres: pero espera que regrese».

¿Qué es lo que impulsa al Papa a «ver en esta mujer la figura de la Iglesia»? El hecho de que «no era importante: el nombre de esta viuda no aparecía en los periódicos, nadie la conocía, no tenía títulos… nada. Nada. No brillaba con luces propias». Y la «gran virtud de la Iglesia» debe ser precisamente la «de no brillar con luz propia», sino reflejar «la luz que viene de su Esposo». Tanto más que «a lo largo de los siglos, cuando la Iglesia quiso tener luz propia, se equivocó». Lo decían incluso «los primeros Padres», la Iglesia es «un misterio como el de la luna. La llamaban mysterium lunae: la luna no tiene luz propia; la recibe siempre del sol».

Cierto, especificó el Papa, «es verdad que algunas veces el Señor puede pedir a su Iglesia que tenga, que procure un poco de luz propia», como cuando pidió «a la viuda Judit que se quitara las vestiduras de viuda y se pusiera vestidos de fiesta para cumplir una misión». Pero, dijo, «permanece siempre la actitud de la Iglesia hacia su Esposo, hacia el Señor». La Iglesia «recibe la luz de allá, del Señor» y «todos los servicios que realizamos» le sirven a ella para «recibir esa luz». Cuando a un servicio le falta esta luz «no esá bien», porque «hace que la Iglesia se haga rica, o poderosa, o que busque el poder, o que se equivoque de camino, como sucedió muchas veces en la historia, y como sucede en nuestra vida cuando queremos tener otra luz, que no es precisamente la del Señor: una luz propia».

El Evangelio, destacó el Papa, presenta la imagen de la viuda precisamente en el momento en el que «Jesús comienza a sentir las resistencias de la clase dirigente de su pueblo: los saduceos, los fariseos, los escribas, los doctores de la ley». Y es como si Él dijera: «Sucede todo esto, pero mirad allí», hacia esa viuda. La confrontación es fundamental para reconocer la verdadera realidad de la Iglesia que «cuando es fiel a la esperanza y a su Esposo, se alegra de recibir la luz que viene de Él, de ser —en este sentido— viuda: esperando ese sol que vendrá».

Por lo demás, «no por casualidad la primera confrontación fuerte que Jesús tuvo en Nazaret, después de la que tuvo con Satanás, fue por nombrar a una viuda y por nombrar a un leproso: dos marginados». Había «muchas viudas en Israel, en ese tiempo, pero sólo Elías fue invitado por la viuda de Sarepta. Y ellos se enfadaron y querían matarlo».

Cuando la Iglesia, concluyó el Papa Francisco, es «humilde» y «pobre», y también cuando «confiesa sus miserias —que, además, todos las tenemos— la Iglesia es fiel». Es como si ella dijera: «Yo soy oscura, pero la luz me viene de allí». Y esto, añadió el Pontífice, «nos hace mucho bien». Entonces «recemos a esta viuda que está en el cielo, seguro», a fin de que «nos enseñe a ser Iglesia de ese modo», renunciando a «todo lo que tenemos» y a no tener «nada para nosotros» sino «todo para el Señor y para el prójimo». Siempre «humildes» y «sin gloriarnos de tener luz propia», sino «buscando siempre la luce que viene del Señor».

Santo Padre Francisco: ¿De dónde viene la luz?

Meditación del lunes, 24 de noviembre de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

VI. El amor de los pobres

2443 Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: “A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mt 5, 42). “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25, 31-36). La buena nueva “anunciada a los pobres” (Mt 11, 5; Lc 4, 18)) es el signo de la presencia de Cristo.

2444 “El amor de la Iglesia por los pobres […] pertenece a su constante tradición” (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6, 20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8, 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12, 41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de “hacer partícipe al que se halle en necesidad” (Ef 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).

2445 El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:

«Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste» (St 5, 1-6).

2446 San Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida; […] lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos” (In Lazarum, concio 2, 6). Es preciso “satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia” (AA 8):

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (San Gregorio Magno, Regula pastoralis, 3, 21, 45).

2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4):

«El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo» (Lc 3, 11). «Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros» (Lc 11, 41). «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos o hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (St 2, 15-16; cf Jn 3, 17).

2448 “Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte—, la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado de Adán y de la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños de sus hermanos». También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 68).

2449 En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago cotidiano del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) corresponden a la exhortación del Deuteronomio: “Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15, 11). Jesús hace suyas estas palabras: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12, 8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: “comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias […]” (Am 8, 6), sino que nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25, 40):

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: “Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo”.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Ser especialmente generoso en mi ofrenda en la limosna de la misa de hoy o de mañana domingo.

Diálogo con Cristo

Jesús, dame tu gracia para transformar mi espíritu en la generosidad para vivir en una constante preocupación por tus intereses y por las necesidades de los demás. Que incremente mis actos de servicio y caridad, sin buscar nunca ventajas personales ni llamar la atención.

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La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

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Evangelio del día en «Catholic.net»

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Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

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Evangelio del día: Origen del Mesías

Evangelio del día: Origen del Mesías

Marcos 12, 35-37. Viernes de la 9.ª semana del Tiempo Ordinario. Cristo es el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios que viene sobre las nubes del cielo.

Jesús se puso a enseñar en el Templo y preguntaba: «¿Cómo pueden decir los escribas que el Mesías es hijo de David? El mismo David ha dicho, movido por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies. Si el mismo David lo llama Señor, ¿Cómo puede ser hijo suyo? La multitud escuchaba a Jesús con agrado».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Tobías, Tb 11, 5-18

Salmo: Sal 146(145), 2abc.7-9a.9bc-10

Oración introductoria

Jesucristo, creo que eres el Hijo de Dios, que te hiciste hombre para redimir al mundo del pecado. Creo que también hoy me llamas a tener este encuentro contigo en la oración. Creo y confío que me enseñarás a meditar, a reconocer lo bueno y lo verdadero. Ayúdame a hacer todo motivado por el amor, porque ahí está lo esencial.

Petición

Señor Jesús, ayúdame a creer, aunque me cueste o implique cambiar mis ideas.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Jesús mismo menciona este versículo a propósito del Mesías para mostrar que el Mesías es más que David, es el Señor de David (cf. Mt 22, 41-45; Mc 12, 35-37; Lc 20, 41-44); y Pedro lo retoma en su discurso en Pentecostés anunciando que en la resurrección de Cristo se realiza esta entronización del rey y que desde ahora Cristo está a la derecha del Padre, participa en el señorío de Dios sobre el mundo (cf. Hch 2, 29-35). En efecto, Cristo es el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios que viene sobre las nubes del cielo, como Jesús mismo se define durante el proceso ante el Sanedrín (cf. Mt 26, 63-64; Mc 14, 61-62; cf. también Lc 22, 66-69). Él es el verdadero rey que con la resurrección entró en la gloria a la derecha del Padre (cf. Rm 8, 34; Ef 2, 5; Col 3, 1; Hb 8, 1; 12, 2), hecho superior a los ángeles, sentado en los cielos por encima de toda potestad y con todos sus adversarios a sus pies, hasta que la última enemiga, la muerte, sea definitivamente vencida por él (cf. 1 Co 15, 24-26; Ef 1, 20-23; Hb 1, 3-4.13; 2, 5-8; 10, 12-13; 1 P 3, 22). Y se comprende inmediatamente que este rey, que está a la derecha de Dios y participa de su señorío, no es uno de estos hombres sucesores de David, sino nada menos que el nuevo David, el Hijo de Dios, que ha vencido la muerte y participa realmente en la gloria de Dios. Es nuestro rey, que nos da también la vida eterna.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: Salmo 110 (109)

Audiencia General del miércoles, 16 de noviembre de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Jesús y la fe de Israel en el Dios único y Salvador

587 Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de «contradicción» (cf. Lc 2, 34) entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades (cf. Lc 20, 17-18; Sal 118, 22).

588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1). Contra algunos de los «que se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; 9, 34), Jesús afirmó: «No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40-41).

589 Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).

590 Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30); lo mismo cuando dice que él es «más que Jonás […] más que Salomón» (Mt 12, 41-42), «más que el Templo» (Mt 12, 6); cuando recuerda, refiriéndose a que David llama al Mesías su Señor (cf. Mt 12, 36-37), cuando afirma: «Antes que naciese Abraham, Yo soy» (Jn 8, 58); e incluso: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10, 30).

591 Jesús pidió a las autoridades religiosas de Jerusalén que creyeran en él en virtud de las obras de su Padre que él realizaba (Jn 10, 36-38). Pero tal acto de fe debía pasar por una misteriosa muerte a sí mismo para un nuevo «nacimiento de lo alto» (Jn 3, 7) atraído por la gracia divina (cf. Jn 6, 44). Tal exigencia de conversión frente a un cumplimiento tan sorprendente de las promesas (cf. Is 53, 1) permite comprender el trágico desprecio del Sanedrín al estimar que Jesús merecía la muerte como blasfemo (cf. Mc 3, 6; Mt 26, 64-66). Sus miembros obraban así tanto por «ignorancia» (cf. Lc 23, 34; Hch 3, 17-18) como por el «endurecimiento» (Mc 3, 5; Rm 11, 25) de la «incredulidad» (Rm 11, 20).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Procurar un día lleno de la presencia de Dios… sólo basta mirar las maravillas de su creación y hacer una oración de alabanza y gratitud.

Diálogo con Cristo

Señor, escucharte es garantía de experimentar algo agradable y bueno, así fue durante tu vida terrena y así continua siendo hoy. Tú estás vivo y me buscas para tener un encuentro conmigo en la oración, para recordarme que Tú eres el mesías, el Hijo de Dios, que tu Palabra es la verdad y que necesito dejarme amar por Ti para poder, así, amar a los demás.

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Evangelio del día: Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Evangelio del día: Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Mateo 26, 36-42. Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Fiesta. Jueves después de Pentecostés. Cristo, nuevo y definitivo sacerdote, hizo de su existencia una ofrenda total.

Cuando Jesús llegó con sus discípulos a una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: «Quédense aquí, mientras yo voy allí a orar». Y llevando con él a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dijo: «Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo». Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: «Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Después volvió junto a sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: «¿Es posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora? Estén prevenidos y oren para no caer en tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil». Se alejó por segunda vez y suplicó: «Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad».

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Lecturas

Primera lectura: Libro del Génesis, Gén 22, 9-18

Salmo: Sal 40(39), 6-11

Oración introductoria

¡Señor, cuánta seguridad me dan tus palabras! Has dado tu vida por mí y me esperas en la casa del Padre. No dejes nunca que pierda de vista la meta a la que me llamas. Fortaléceme por medio de esta meditación para que logre pasar de la divagación a la oración y pueda transformarme en un auténtico receptor de tu gracia.

Petición

Señor, dame la sabiduría y fortaleza para seguir por tu camino.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas

Ahora que estos hermanos e hijos nuestros van a ser ordenados presbíteros, conviene considerar a qué ministerio acceden en la Iglesia.

Aunque, en verdad, todo el pueblo santo de Dios es sacerdocio real en Cristo, sin embargo, nuestro sumo Sacerdote, Jesucristo, eligió algunos discípulos que en la Iglesia desempeñaran, en nombre suyo, el oficio sacerdotal para el bien de los hombres. No obstante, el Señor Jesús quiso elegir entre sus discípulos a algunos en particular, para que, ejerciendo públicamente en la Iglesia en su nombre el oficio sacerdotal en favor de todos los hombres, continuaran su misión personal de maestro, sacerdote y pastor. Él mismo, enviado por el Padre, envió a su vez a los Apóstoles por el mundo, para continuar sin interrupción su obra de Maestro, Sacerdote y Pastor por medio de ellos y de los Obispos, sus sucesores. Y los presbíteros son colaboradores de los Obispos, con quienes en unidad de sacerdocio, son llamados al servicio del Pueblo de Dios.

Después de una profunda reflexión y oración, ahora estos estos hermanos van a ser ordenados para el sacerdocio en el Orden de los presbíteros, a fin de hacer las veces de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, por quien la Iglesia, su Cuerpo, se edifica y crece como Pueblo de Dios y templo del Espíritu Santo.

Al configurarlos con Cristo, sumo y eterno Sacerdote, y unirlos al sacerdocio de los Obispos, la Ordenación los convertirá en verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento para anunciar el Evangelio, apacentar al Pueblo de Dios y celebrar el culto divino, principalmente en el sacrificio del Señor.

A vosotros, queridos hermanos e hijos, que vais a ser ordenados presbíteros, os incumbe, en la parte que os corresponde, la función de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Transmitid a todos la palabra de Dios que habéis recibido con alegría. Recordad a vuestras madres, a vuestras abuelas, a vuestros catequistas, que os han dado la Palabra de Dios, la fe… ¡el don de la fe! Os han trasmitido este don de la fe. Y al leer y meditar asiduamente la Ley del Señor, procurad creer lo que leéis, enseñar lo que creéis y practicar lo que enseñáis. Recordad también que la Palabra de Dios no es de vuestra propiedad, es Palabra de Dios. Y la Iglesia es la que custodia la Palabra de Dios.

Que vuestra enseñanza sea alimento para el Pueblo de Dios; que vuestra vida sea un estímulo para los discípulos de Cristo, a fin de que, con vuestra palabra y vuestro ejemplo, se vaya edificando la casa de Dios, que es la Iglesia.

Os corresponde también la función de santificar en nombre de Cristo. Por medio de vuestro ministerio alcanzará su plenitud el sacrificio espiritual de los fieles, que por vuestras manos, junto con ellos, será ofrecido sobre el altar, unido al sacrificio de Cristo, en celebración incruenta. Daos cuenta de lo que hacéis e imitad lo que conmemoráis, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, os esforcéis por hacer morir en vosotros el mal y procuréis caminar con él en una vida nueva.

Introduciréis a los hombres en el Pueblo de Dios por el Bautismo. Perdonaréis los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia por el sacramento de la Penitencia. Y hoy os pido en nombre de Cristo y de la Iglesia: Por favor, no os canséis de ser misericordiosos. A los enfermos les daréis el alivio del óleo santo, y también a los ancianos: no sintáis vergüenza de mostrar ternura con los ancianos. Al celebrar los ritos sagrados, al ofrecer durante el día la oración de alabanza y de súplica, os haréis voz del Pueblo de Dios y de toda la humanidad.

Conscientes de haber sido escogidos entre los hombres y puestos al servicio de ellos en las cosas de Dios, ejerced con alegría perenne, llenos de verdadera caridad, el ministerio de Cristo Sacerdote, no buscando el propio interés, sino el de Jesucristo. Sois Pastores, no funcionarios. Sois mediadores, no intermediarios.

Finalmente, al participar en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor, permaneciendo unidos a vuestro Obispo, esforzaos por reunir a los fieles en una sola familia para conducirlos a Dios Padre, por medio de Cristo en el Espíritu Santo. Tened siempre presente el ejemplo del Buen Pastor, que no vino para ser servido, sino para servir, y buscar y salvar lo que estaba perdido.

Santo Padre Francisco

Homilía del IV Domingo de Pascua, 21 de abril de 2013

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

La primera lectura que hemos escuchado nos muestra a Cristo como el nuevo y definitivo sacerdote, que hizo de su existencia una ofrenda total. La antífona del salmo se le puede aplicar perfectamente, cuando, al entrar en el mundo, dirigiéndose a su Padre, dijo: «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (cf. Sal 39, 8-9). En todo buscaba agradarle: al hablar y al actuar, recorriendo los caminos o acogiendo a los pecadores. Su vivir fue un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Heb 10,14).

La Eucaristía, de cuya institución nos habla el evangelio proclamado (cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de esa entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.

Queridos amigos, os preparáis para ser apóstoles con Cristo y como Cristo, para ser compañeros de viaje y servidores de los hombres. ¿Cómo vivir estos años de preparación? Ante todo, deben ser años de silencio interior, de permanente oración, de constante estudio y de inserción paulatina en las acciones y estructuras pastorales de la Iglesia. Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la redención del género humano. La santidad de la Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar.

Meditad bien este misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra formación con profunda alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de radical fidelidad evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y las personas en medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da en cada tiempo la gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y realismo. Por eso, en cualquier circunstancia en la que se halle, y por dura que esta sea, el sacerdote ha de fructificar en toda clase de obras buenas, guardando para ello siempre vivas en su interior las palabras del día de su Ordenación, aquellas con las que se le exhortaba a configurar su vida con el misterio de la cruz del Señor.

Configurarse con Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos cumplirla plenamente, pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta esperando alcanzarla (cf. Flp 3,12-14).

Pero Cristo, Sumo Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de sus ovejas hasta dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). Para imitar también en esto al Señor, vuestro corazón ha de ir madurando en el Seminario, estando totalmente a disposición del Maestro. Esta disponibilidad, que es don del Espíritu Santo, es la que inspira la decisión de vivir el celibato por el Reino de los cielos, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la austeridad de vida y la obediencia sincera y sin disimulo.

Pedidle, pues, a Él, que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales. Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia.

Alentados por vuestros formadores, abrid vuestra alma a la luz del Señor para ver si este camino, que requiere valentía y autenticidad, es el vuestro, avanzando hacia el sacerdocio solamente si estáis firmemente persuadidos de que Dios os llama a ser sus ministros y plenamente decididos a ejercerlo obedeciendo las disposiciones de la Iglesia.

Con esa confianza, aprended de Aquel que se definió a sí mismo como manso y humilde de corazón, despojándoos para ello de todo deseo mundano, de manera que no os busquéis a vosotros mismos, sino que con vuestro comportamiento edifiquéis a vuestros hermanos, como hizo el santo patrono del clero secular español, san Juan de Ávila. Animados por su ejemplo, mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo, su divino Hijo, y os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió en el Calvario para la salvación del mundo. Amén.

Santo Padre Benedicto XVI: Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Homilía del sábado, 20 de agosto de 2011

Himno sacerdotal

Brota de mi corazón un himno ardiente

cuajado en el manantial del ser:

Jesús Martí, yo te elijo, vente,

yo te llamo: Jesús Martí Ballester.

Cogiste mi corazón de niño

con ternura delicada y paternal,

me sedujeron tu afecto y tu cariño

y me dejé cautivar.

Yo escuché tu llamada gratuita

sin saber la complicación que me envolvía,

me enrolé en tu caravana de tu mano

sin pensar ni en las espinas ni en los cardos.

Te fui fiel, aunque a girones

fui dejando en mi camino pedazos de corazón,

hoy me encuentro con un cáliz rebosante de jazmines que potencian mis anhelos juvenilesy me acercan más a Dios.

En el ocaso de la carrera de mi vida

siento el gozo de la inmolación a Tí.

Tienes todos los derechos de exigirme,

puedes pedir si me ayudas a decir siempre que ¡Sí!.

Necesitaste y necesitas de mis manos

para bendecir, perdonar y consagrar;

quisiste mi corazón para amar a mis hermanos, pediste mis lágrimas y no me ahorré el llorar.

Mis audacias yo te di sin cuentagotas,

mi tiempo derroché enseñando a orar,

gasté mi voz predicando tu palabra

y me dolió el corazón de tanto amar.

A nadie negué lo que me dabas para todos.

Quise a todos en su camino estimular.

Me olvidé de que por dentro yo lloraba,

y me consagré de por vida a consolar.

Muchos hombres murieron en mis brazos,

ya sabrán cuánto les quise en la inmortalidad, me llenarán de caricias y de flores el regazo, migajas de los deleites de su banquete nupcial.

Pediste que te prestara mis pies

y te los ofrecí sin protestar,

caminé sudoroso tus caminos,

y hasta el océano me atreví a cruzar.

Cada vez que me abrazabas lo sentía

porque me sangraba el corazón,

eran tus mismas espinas las que me herían

y me encendían en tu amor.

Fui sembrando de hostias el camino

inmoladas en la cenital consagración:

más de treinta mil misas ofrecidas

han actualizado la eficacia de tu redención.

No me pesa haber seguido tu llamada,

estoy contento de ser latido en tu Getsemaní;

sólo tengo una pena escondida allá en el alma: la duda de si Tú estás contento de mí.

Mi gratitud hoy te canto, ¡Cristo de mi sacerdocio!

Mi fidelidad te juro, Jesucristo Redentor.

Ayúdame a enriquecer con jardines a tu Iglesia, que florezcan y sonrían aún en medio del dolor.

Sean esos jardines para tu recreo y mi trabajo, multiplica tu presencia por los campos hoy en flor,

que lo que comenzó con la pequeñez de un pájaro, se convierta en muchas águilas que roben tu Corazón.

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Jesús y el Templo

583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).

584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)» (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).

585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35). Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40).

586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre»(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).

Catecismo de la Iglesia Católica

Diálogo con Cristo

Gracias, Señor, por recordarme que la Eucaristía es ese fuego que puede ir ablandando la coraza de piedra que aprisiona y endurece mi corazón. Permite que no participe simplemente como un observador en tu Eucaristía, sino que la sepa adorar, para poder unirme humildemente, con un corazón arrepentido, a tu oración. Toma todos mis esfuerzos y sacrificios de hoy por esta intención.

Propósito

Participar en una hora eucarística como un acto de reparación por los sacrilegios que se comenten en torno a la Eucaristía.

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