Lucas 17, 11-19. Vigésimo octavo Domingo del Tiempo Ordinario. Lo que tenemos es sólo porque Dios es inmensamente generoso con nosotros.
Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pesaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús le dijo entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?». Y agregó: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
Primera lectura: Segundo Libro de Reyes, 2 Re 5, 14-17
Salmo: Sal 98(97), 1-4
Segunda lectura: Segunda Carta de san Pablo a Timoteo, 2 Tim 2, 8-13
Oración introductoria
¡Gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra, por este momento de oración! ¡Gracias por el don de tu amistad, de tu gracia y de tu misericordia! Concédeme que nunca sea un hijo ingrato o indiferente a los innumerables dones que me regalas, como es el poder tener este encuentro de amor contigo en la oración.
Petición
Señor, dame un corazón agradecido, contigo y con los demás.
Meditación del Santo Padre Francisco
Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un caminar errante, sin esperanza. Pero Jesús no les abandona: recorre a su lado el camino, y no sólo. Con paciencia explica las Escrituras que se referían a Él y se detiene a compartir con ellos la comida.
Éste es el estilo de Dios: no es impaciente como nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida, también con las personas. Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él, está preparado para abrazarnos.
A mí me produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, me impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza.
El evangelio de este domingo presenta a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión.
Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el «corazón», y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la «salvación». Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre «salud» y «salvación», nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.
Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: «Tu fe te ha salvado». Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: «gracias»!
Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo considerada una «impureza contagiosa» que exigía una purificación ritual (cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal.
2637 La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.
2638 Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de san Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre está presente en ella. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Ts 5, 18). “Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Col 4, 2).
Ojalá que de hoy en adelante seamos más agradecidos con Dios nuestro Señor y con todas aquellas personas que nos hacen algún favor. Pero conscientes de que la gratitud, si es genuina, nos debe llevar también a compartir con los demás las cosas que Dios nos regala con tanta generosidad.
Diálogo con Cristo
Señor, permite que sepa reconocer los muchos dones que me has dado, utilizarlos bien y darte gracias por ellos. Tú no necesitas mi agradecimiento, soy yo quien necesita reconocer que, sin tu gracia, nada puedo y de nada me sirven los dones terrenales que pueda tener.
Lucas 11, 27-28. Sábado de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. María es bienaventurada porque su vientre llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una custodia atenta y amorosa de su Palabra.
Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!». Jesús le respondió: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 3, 22-29
Salmo: Sal 105(104), 2-7
Oración introductoria
Padre, que sepamos escuchar tu Palabra para convertirnos en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo.
Petición
Jesús confío en Ti, que nunca dejes que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. Y que siempre nos darás el ciento por uno y la vida eterna, cada vez que dejemos todo y te sigamos.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
La fidelidad del salmista [Salmo 119 (118)] nace de la escucha de la Palabra, de custodiarla en su interior, meditándola y amándola, precisamente como María, que «conservaba, meditándolas en su corazón» las palabras que le habían sido dirigidas y los acontecimientos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su asentimiento de fe (cf. Lc 2, 19.51). Y si nuestro Salmo comienza en los primeros versículos proclamando «dichoso» «el que camina en la Ley del Señor» (v. 1b) y «el que guarda sus preceptos» (v. 2a), es también la Virgen María quien lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente descrito por el salmista. En efecto, ella es la verdadera «dichosa», proclamada como tal por Isabel «porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), y de ella y de su fe Jesús mismo da testimonio cuando, a la mujer que había gritado «Bienaventurado el vientre que te llevó», responde: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 27-28). Ciertamente María es bienaventurada porque su vientre llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una custodia atenta y amorosa de su Palabra.
101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum,103,4,1).
103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
104 En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).
Escuchar, como nos dice el Papa, más atentamente la Palabra de Cristo y saborear el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas.
Diálogo con Cristo
Señor Jesucristo, desde la Cruz nos donaste a tu madre para que fuese la Madre de todos nosotros. Sé que Nuestra Señora la Virgen María es maestra de fe y ejemplo culminante de humildad, y quiero que Ella sea mi modelo para seguirte en el camino de santidad.
Lucas 11, 15-26. Viernes de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. Por favor, no hagamos tratos con el demonio y tomemos en serio los peligros que se derivan de su presencia en el mundo.
En aquel tiempo, cuando Jesús expulsó a un demonio, algunos dijeron: «Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios». Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo. Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: «Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casa caen una sobre otra. Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque —como ustedes dicen— yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul. Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces. Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes. Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: «Volveré a mi casa, de donde salí». Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio».
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 3, 7-14
Salmo: Sal 111(110), 1-6
Oración introductoria
Padre, ayúdame a encontrar, en la oración, los medios para estar siempre unido a Ti y mantenerme lejos de la tentación y del mal.
Petición
María, cuidame de todo mal y alejame del pecado. Ayudame a cuidar los bienes espirituales como el mayor tesoro.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Por favor, no hagamos tratos con el demonio» y tomemos en serio los peligros que se derivan de su presencia en el mundo. Lo recomendó el Papa Francisco [este día] en su homilía en la misa en Santa Marta. «La presencia del demonio —recordó— está en la primera página de la Biblia y la Biblia acaba también con la presencia del demonio, con la victoria de Dios sobre el demonio». Pero éste —advirtió— vuelve siempre con sus tentaciones. Nos corresponde a nosotros «no ser ingenuos».
El Pontífice comentó el episodio en el que Lucas (11, 15-26) cuenta de Jesús que expulsa a los demonios. El evangelista refiere también los comentarios de cuantos asisten perplejos y acusan a Jesús de magia o, como mucho, le reconocen que es sólo un sanador de personas afectadas por epilepsia. También hoy —observó el Papa— «hay sacerdotes que cuando leen este pasaje y otros pasajes del Evangelio, dicen: Jesús curó a una persona de una enfermedad psíquica». Ciertamente «es verdad que en aquel tiempo se podía confundir la epilepsia con la posesión del demonio —reconoció—, pero también es verdad que estaba el demonio. Y nosotros no tenemos derecho a hacer el asunto tan sencillo», liquidándolo como si se tratara de enfermos psíquicos y no de endemoniados.
Volviendo al Evangelio, el Papa observó que Jesús nos ofrece algunos criterios para entender esta presencia y reaccionar. «¿Cómo ir por nuestro camino cristiano cuando existen las tentaciones? ¿Cuándo entra el diablo para turbarnos?», se preguntó. El primero de los criterios sugeridos por el pasaje evangélico «es que no se puede obtener la victoria de Jesús sobre el mal, sobre el diablo, a medias». Para explicarlo, el Santo Padre citó las palabras de Jesús referidas por Lucas: «El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama». Y refiriéndose a la acción de Jesús respecto a los poseídos por el diablo, dijo que se trata sólo de una pequeña parte «de lo que vino a hacer por toda la humanidad»: destruir la obra del diablo para liberarnos de su esclavitud.
No se puede seguir creyendo que sea una exageración: «O estás con Jesús o estás contra Jesús. Y sobre este punto no hay matices. Hay una lucha, una lucha en la que está en juego la salvación eterna de todos nosotros». Y no hay alternativas, aunque a veces oigamos «algunas propuestas pastorales» que parecen más acomodadoras. «¡No! O estás con Jesús —repitió el Obispo de Roma— o estás en contra. Esto es así. Y éste es uno de los criterios».
Último criterio es el de la vigilancia. «Debemos siempre velar, velar contra el engaño, contra la seducción del maligno», exhortó el Pontífice. Y volvió a citar el Evangelio: «Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Y nosotros podemos hacernos la pregunta: ¿yo vigilo sobre mí? ¿Sobre mi corazón? ¿Sobre mis sentimientos? ¿Sobre mis pensamientos? ¿Custodio el tesoro de la gracia? ¿Custodio la presencia del Espíritu Santo en mí?». Si no se custodia —añadió, cintando otra vez el Evangelio—, «llega otro que es más fuerte y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte su botín».
Son estos, por lo tanto, los criterios para responder a los desafíos planteados por la presencia del diablo en el mundo: la certeza de que «Jesús lucha contra el diablo»; «quien no está con Jesús está contra Jesús»; y «la vigilancia». Hay que tener presente —dijo también el Papa— que «el demonio es astuto: jamás es expulsado para siempre, sólo lo será el último día». Porque cuando «el espíritu inmundo sale del hombre —recordó, citando el Evangelio—, da vueltas por lugares áridos, buscando un sitio para descansar, y al no encontrarlo dice: volveré a mi casa de donde salí. Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio».
He aquí por qué es necesario velar. «Su estrategia es ésta —advirtió el Papa Francisco—: tú te has hecho cristiano, vas adelante con tu fe, y yo te dejo, te dejo tranquilo. Pero después, cuando te has acostumbrado y no estás muy alerta y te sientes seguro, yo vuelvo. El Evangelio de hoy comienza con el demonio expulsado y acaba con el demonio que vuelve. San Pedro lo decía: es como un león feroz que ronda a nuestro alrededor». Y esto no son mentiras: «es la Palabra del Señor».
«Pidamos al Señor —fue su oración conclusiva— la gracia de tomar en serio estas cosas. Él ha venido a luchar por nuestra salvación, Él ha vencido al demonio».
[…] la novedad del mensaje de Cristo es que en él Dios se ha hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros, como lo demuestran los milagros y las curaciones que realiza. Dios reina en el mundo mediante su Hijo hecho hombre y con la fuerza del Espíritu Santo, al que se le llama «dedo de Dios» (cf. Lc 11, 20). El Espíritu creador infunde vida donde llega Jesús, y los hombres quedan curados de las enfermedades del cuerpo y del espíritu. El señorío de Dios se manifiesta entonces en la curación integral del hombre. De este modo Jesús quiere revelar el rostro del verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser humano; el Dios que nos da la vida en abundancia, su misma vida. En consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte, la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira.
1849 El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín,Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6) )
1850 El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).
1851 Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.
Pidamos hoy a Dios Nuestro Señor, a través de María Santísima, que nos ayude a ver en nuestra vida sus designios divinos para alcanzar el Cielo, a ejemplo de María. ¿Qué tal si rezamos un misterio del Santo Rosario?
Diálogo con Cristo
Señor, quiero vivir desde la perspectiva del amor: que por amor a Ti, sea caritativo; que por amor a Ti, sea auténtico; que por amor a Ti, sea humilde. Que el amor a Ti me lleve a la misión con un espíritu exigente, decidido y audaz, sabiendo que las crisis y tentaciones del mal no podrán hacer mella, si vivo unido a Ti.
Lucas 11, 5-13. Jueves de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. Nuestra oración debe ser valiente, insistente; esto es lo que el Señor nos enseña en la parábola del amigo inoportuno. No debemos tener miedo a insistir una y otra vez, porque quien pide, recibe, quien busca, encuentra, y a quien llama, se le abre la puerta.
Jesús agregó: «Supongamos que algunos de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: «Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle», y desde adentro él le responde: «No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos». Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario. También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan».
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 3, 1-5
Salmo (tomado del Evangelio según San Lucas): Lc 1, 69-73.75
Oración introductoria
Padre, gracias por tu misericordia, por darme lo mejor para aunque a veces no sea lo que yo espero. Toco a tu puerta, insisto que me abras, siempre te pido, pero tu enseñame a saber pedir lo mejor para mi.
Petición
Pidamos la gracia de aprender a apreciar el valor de la oración, allí vemos el amor de Dios por nosotros, y lo único que tenemos que hacer en esta vida es amarle como correspondencia.
Meditación del Santo Padre Francisco
Nuestra oración debe ser valiente, no tibia, si queremos no sólo obtener las gracias necesarias, sino sobre todo, a través de ella, conocer al Señor. Si lo pedimos, será Él mismo quien nos done su gracia. El Papa Francisco, el 10 de octubre, volvió a hablar de la fuerza y de la valentía de la oración.
A la necesidad de la oración con insistencia si es necesario, pero siempre dejándose involucrar por ella, se remite el pasaje litúrgico del Evangelio de Lucas (11, 5-13) «con esta parábola —explicó el Papa— del amigo que invade, el amigo inoportuno», que de noche cerrada va a pedir a otro amigo pan para dar de comer a un conocido que acaba de llegar a su casa y a quien no tenía nada que ofrecer. «Con esta petición —observó— el amigo debe levantarse del lecho y darle el pan. Y Jesús en otra ocasión nos habla de esto: en la parábola de la viuda que iba al juez corrupto, quien no la oía, no quería oírla; pero ella era tan inoportuna, molestaba tanto, que al final, para alejarla de manera que no le causara demasiadas molestias, hizo justicia, lo que ella pedía. Esto nos hace pensar en nuestra oración. ¿Cómo oramos nosotros? ¿Oramos así por costumbre, piadosamente, pero tranquilos, o nos ponemos con valentía ante el Señor para pedir la gracia, para pedir aquello por lo que rogamos?».
La actitud es importante, porque «una oración que no sea valiente —afirmó el Pontífice— no es una verdadera oración». Cuando se reza se necesita «el valor de tener confianza en que el Señor nos escucha, el valor de llamar a la puerta. El Señor lo dice, porque quien pide recibe, y quien busca encuentra, y a quien llama se le abrirá».
¿Pero nuestra oración es así?, se preguntó el Santo Padre. ¿O bien nos limitamos a decir: «Señor, tengo necesidad, dame la gracia»? En una palabra, «¿nos dejamos involucrar en la oración? ¿Sabemos llamar al corazón de Dios?». Para responder, el Obispo de Roma volvió al pasaje evangélico, al final del cual «Jesús nos dice: ¿qué padre entre vosotros si el hijo le pide un pez le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo le dará un escorpión? Si vosotros sois padres daréis el bien a los hijos. Y luego va adelante: si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo… Y esperamos que prosiga diciendo: os dará cosas buenas a vosotros. En cambio no, no dice eso. Dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan. Y esto es algo grande».
Por ello «cuando oramos valerosamente, el Señor no sólo nos da la gracia, sino que se nos da también Él mismo en la gracia». Porque «el Señor —explicó el Papa con una expresión incisiva— jamás da o envía una gracia por correo: la trae Él, es Él la gracia».
«Hoy —dijo en conclusión—, en la oración colecta, hemos dicho al Señor que nos dé aquello que incluso la oración no se atreve a pedir. ¿Y qué es aquello que nosotros no nos atrevemos a pedir? ¡Él mismo! Nosotros pedimos una gracia, pero no nos atrevemos a decir: ven tú a traérmela. Sabemos que una gracia siempre es traída por Él: es Él quien viene y nos la da. No quedemos mal tomando la gracia y no reconociendo que quien la trae, quien nos la da, es el Señor».
2629 El vocabulario neotestamentario sobre la oración de súplica está lleno de matices: pedir, reclamar, llamar con insistencia, invocar, clamar, gritar, e incluso “luchar en la oración” (cf Rm 15, 30; Col 4, 12). Pero su forma más habitual, por ser la más espontánea, es la petición: Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él.
2630 El Nuevo Testamento no contiene apenas oraciones de lamentación, frecuentes en el Antiguo Testamento. En adelante, en Cristo resucitado, la oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que san Pablo llama el gemido: el de la creación “que sufre dolores de parto” (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera “del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza” (Rm 8, 23-24), y, por último, los “gemidos inefables” del propio Espíritu Santo que “viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26).
2631 La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: “Oh Dios ten compasión de este pecador” Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7-2, 2): entonces “cuanto pidamos lo recibimos de Él” (1 Jn 3, 22). Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.
2632 La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús (cf Mt 6, 10. 33; Lc 11, 2. 13). Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica (cf Hch 6, 6; 13, 3). Es la oración de Pablo, el apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana (cf Rm 10, 1; Ef 1, 16-23; Flp 1, 9-11; Col1, 3-6; 4, 3-4. 12). Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.
2633 Cuando se participa así en el amor salvador de Dios, se comprende que toda necesidadpueda convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre (cf Jn 14, 13). Con esta seguridad, Santiago (cf St 1, 5-8) y Pablo nos exhortan a orar en toda ocasión (cf Ef 5, 20;Flp 4, 6-7; Col 3, 16-17; 1 Ts 5, 17-18).
Voy a valorar la oración, dedicaré un momento de mi día, sin prisa ni distracciones. Pediré para que Dios me otorgue la fortaleza de aceptar lo que Él me mande aunque no sea lo que yo espero, confiando en Dios, mi Padre bueno.
Diálogo con Cristo
[Es mejor si este diálogo se hace espontáneamente, de corazón a Corazón.] Jesús, ayúdame a conocer cada vez mejor a tu Padre en la oración. Dame la gracia de amarle como verdadero hijo, quiero confiar en Él, abandonándome a su voluntad y providencia. Que el tiempo para mi oración personal sea lo más importante en mi agenda de cada día. Y te suplico me ayudes a que sepa irradiar este espíritu de oración en mi familia.
Lucas 11, 1-4. Miércoles de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. No hay necesidad de emplear tantas palabras para rezar, pues el Señor sabe lo que queremos decirle; lo importante es que la primera palabra de nuestra oración sea «Padre».
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos». El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación».
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 2, 1-2.7-14
Salmo: 117(116), 1-2
Oración introductoria
Señor, te damos gracias por enseñarnos a orar, por dejarnos tu oración, porque gracias a ella pedimos las gracias que necesitamos. Danos ese amor por la oración y que sigamos tu ejemplo de siempre orar antes de actuar.
Petición
Padre, dame la gracia de apreciar la oración que Cristo nos enseñó, el Padrenuestro y así pedirte lo que de verdad necesito.
Meditación del Santo Padre Francisco
No hay necesidad de emplear tantas palabras para rezar: el Señor sabe lo que queremos decirle. Lo importante es que la primera palabra de nuestra oración sea «Padre». […]
El Pontífice repitió las recomendaciones de Jesús cuando enseñó el Padrenuestro a los apóstoles, según el relato del evangelista Mateo (6, 7-15). Para rezar, según dijo el Papa, no hay necesidad de hacer ruido ni creer que es mejor derrochar muchas palabras. No podemos confiarnos al ruido, al alboroto de la mundanidad, que Jesús identifica con «tocar la tromba» o «hacerse ver el día de ayuno». Para rezar —repitió— no es necesario el ruido de la vanidad: Jesús dijo que esto es un comportamiento propio de los paganos. El Santo Padre fue más allá, afirmando que la oración no se ha de considerar como una fórmula mágica: «La oración no es algo mágico; no se hace magia con la oración»; «esto es pagano».
Entonces, ¿cómo se debe orar? Jesús nos lo enseñó: «Dice que el Padre que está en el Cielo «sabe lo que necesitáis, antes incluso de que se lo pidáis»». Por lo tanto, la primera palabra debe ser «»Padre». Esta es la clave de la oración. Sin decir, sin sentir, esta palabra no se puede rezar», explicó el Obispo de Roma. Y se preguntó: «¿A quién rezo? ¿Al Dios omnipotente? Está demasiado lejos. Esto yo no lo siento, Jesús tampoco lo sentía. ¿A quién rezo? ¿Al Dios cósmico? Un poco común en estos días, ¿no? Rezar al Dios cósmico. Esta modalidad politeísta llega con una cultura superficial». Es necesario, en cambio, «orar al Padre», a Aquél que nos ha generado. Pero no sólo: es necesario rezar al Padre «nuestro», es decir, no al Padre de un «todos» genérico o demasiado anónimo, sino a Aquél «que te ha generado, que te ha dado la vida, a ti, a mí», como persona individual, explicó el Pontífice. Es el Padre «que te acompaña en tu camino», quien «conoce toda tu vida, toda».
Para profundizar en el sentido de la palabra «Padre», el Pontífice volvió a proponer la actitud confiada con la que Isaac —«este muchacho de veintidós años no era un tonto», subrayó— se dirige a su padre cuando se da cuenta de que no estaba el cordero para sacrificar y sospecha que él mismo era la víctima sacrificial: «Debía hacer la pregunta, y la Biblia nos dice que dijo: «Padre, falta el cordero». Pero se fio de quien estaba a junto a él. Era su padre. Su preocupación: «¿tal vez soy la oveja?», la arrojó en el corazón de su padre». Es lo que sucede también en la parábola del hijo que despilfarra la herencia «pero luego regresa a casa y dice: «Padre, he pecado». Es la clave de toda oración: sentirse amados por un padre»; y nosotros tenemos «un Padre, muy cercano, que nos abraza» y a quien podemos confiarle todas nuestras preocupaciones porque «Él sabe lo que necesitamos».
Pero, ¿es «un padre solamente mío?» —se preguntó una vez más el Pontífice—. Y respondió: «No, es el Padre nuestro, porque yo no soy hijo único. Ninguno de nosotros lo es. Y si no puedo ser hermano, difícilmente puedo llegar a ser hijo de este Padre, porque es un Padre, con certeza, mío, pero también de los demás, de mis hermanos». Por ello —observó— se deduce que «si yo no estoy en paz con mis hermanos, no puedo decirle Padre a Él. Y así se explica lo que dice inmediatamente Jesús, después de enseñarnos el Padrenuestro: «Si vosotros perdonáis las culpas a los demás, vuestro Padre que está en los cielos os perdonará también a vosotros; pero si vosotros no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas».
2761 “La oración del Señor o dominical es, en verdad el resumen de todo el Evangelio” (Tertuliano, De oratione, 1, 6). «Cuando el Señor hubo legado esta fórmula de oración, añadió: “Pedid y se os dará” (Lc 11, 9). Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano, De oratione, 10).
2762 Después de haber expuesto cómo los salmos son el alimento principal de la oración cristiana y confluyen en las peticiones del Padre Nuestro, San Agustín concluye:
«Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical» (Epistula 130, 12, 22).
2763 Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El evangelio es esta “Buena Nueva”. Su primer anuncio está resumido por san Mateo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:
«La oración dominical es la más perfecta de las oraciones […] En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también llena toda nuestra afectividad» (Santo Tomás de Aquino,Summa theologiae, 2-2, q. 83, a. 9).
2764 El Sermón de la Montaña es doctrina de vida, la Oración dominical es plegaria, pero en uno y otra el Espíritu del Señor da forma nueva a nuestros deseos, esos movimientos interiores que animan nuestra vida. Jesús nos enseña esta vida nueva por medio de sus palabras y nos enseña a pedirla por medio de la oración. De la rectitud de nuestra oración dependerá la de nuestra vida en Él.
2765 La expresión tradicional “Oración dominical” (es decir, “Oración del Señor”) significa que la oración al Padre nos la enseñó y nos la dio el Señor Jesús. Esta oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es “del Señor”. Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración.
2766 Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (cf Mt 6, 7; 1 R18, 26-29). Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que estas se hacen en nosotros “espíritu […] y vida” (Jn 6, 63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre «ha enviado […] a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá, Padre!’”» (Ga 4, 6). Ya que nuestra oración interpreta nuestros deseos ante Dios, es también “el que escruta los corazones”, el Padre, quien “conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión en favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 27). La oración al Padre se inserta en la misión misteriosa del Hijo y del Espíritu.
2767 Este don indisociable de las palabras del Señor y del Espíritu Santo que les da vida en el corazón de los creyentes ha sido recibido y vivido por la Iglesia desde los comienzos. Las primeras comunidades recitan la Oración del Señor “tres veces al día” (Didaché 8, 3), en lugar de las “Dieciocho bendiciones” de la piedad judía.
2768 Según la Tradición apostólica, la Oración del Señor está arraigada esencialmente en la oración litúrgica.
«El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice “Padre mío” que estás en el cielo, sino “Padre nuestro”, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia« (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum, homilia 19, 4).
En todas las tradiciones litúrgicas, la Oración del Señor es parte integrante de las principales Horas del Oficio divino. Este carácter eclesial aparece con evidencia sobre todo en los tres sacramentos de la iniciación cristiana:
2769 En el Bautismo y la Confirmación, la entrega [traditio] de la Oración del Señor significa el nuevo nacimiento a la vida divina. Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de Dios, “los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo” (1 P 1, 23) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que él escucha siempre. Y pueden hacerlo de ahora en adelante porque el sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial. Por eso, la mayor parte de los comentarios patrísticos del Padre Nuestro están dirigidos a los catecúmenos y a los neófitos. Cuando la Iglesia reza la Oración del Señor, es siempre el Pueblo de los “neófitos” el que ora y obtiene misericordia (cf 1 P 2, 1-10).
2770 En la Liturgia eucarística, la Oración del Señor aparece como la oración de toda la Iglesia. Allí se revela su sentido pleno y su eficacia. Situada entre la Anáfora (Oración eucarística) y la liturgia de la Comunión, recapitula por una parte todas las peticiones e intercesiones expresadas en el movimiento de la epíclesis, y, por otra parte, llama a la puerta del Festín del Reino que la comunión sacramental va a anticipar.
2771 En la Eucaristía, la Oración del Señor manifiesta también el carácter escatológico de sus peticiones. Es la oración propia de los “últimos tiempos”, tiempos de salvación que han comenzado con la efusión del Espíritu Santo y que terminarán con la Vuelta del Señor. Las peticiones al Padre, a diferencia de las oraciones de la Antigua Alianza, se apoyan en el misterio de salvación ya realizado, de una vez por todas, en Cristo crucificado y resucitado.
2772 De esta fe inquebrantable brota la esperanza que suscita cada una de las siete peticiones. Estas expresan los gemidos del tiempo presente, este tiempo de paciencia y de espera durante el cual “aún no se ha manifestado lo que seremos” (1 Jn 3, 2; cf Col 3, 4). La Eucaristía y el Padre Nuestro están orientados hacia la venida del Señor, “¡hasta que venga!” (1 Co 11, 26).
Hoy rezaré el Padrenuestro despacio, sin prisa, pensando en cada palabra, y que sea la oración más importante de mi día…y de mi vida.
Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
Amén.
Diálogo con Cristo
Jesucristo, ¡Venga tu Reino! Ésta es la aspiración de mi vida, que tu Reino se establezca y se realice en este mundo, iniciando en mi propia persona. Por eso te doy gracias por esta oración, permite que sepa escucharte, sentirte y seguirte.
Lucas 10, 38-42. Martes de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. La contemplación de María y el servicio concreto al prójimo de Marta no son dos actitudes contrapuestas, sino, al contrario, son dos aspectos, ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que nunca se han de separar, sino vivir en profunda unidad y armonía.
Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que muy estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude». Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria, María eligió la mejor parte, que no le será quitada».
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 1, 13-24
Salmo: Sal 139(138), 1-3.13-15
Oración introductoria
Jesús, yo quiero la mejor parte. Creo y espero en Ti y, porque te amo, quiero tener un diálogo contigo en esta oración, ¡ven a mi corazón! Con tu gracia podré dejar de lado todas las distracciones, preocupaciones e ideas que me pueden separar de Ti.
Petición
Jesús, guía mi mente y mi corazón para saber escoger siempre la mejor parte, que es la oración.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
También este domingo continúa la lectura del décimo capítulo del evangelista Lucas. El pasaje de hoy es el de Marta y María. ¿Quiénes son estas dos mujeres? Marta y María, hermanas de Lázaro, son parientes y fieles discípulas del Señor, que vivían en Betania. San Lucas las describe de este modo: María, a los pies de Jesús, «escuchaba su palabra», mientras que Marta estaba ocupada en muchos servicios (cf. Lc 10, 39-40). Ambas ofrecen acogida al Señor que está de paso, pero lo hacen de modo diverso. María se pone a los pies de Jesús, en escucha, Marta en cambio se deja absorber por las cosas que hay que preparar, y está tan ocupada que se dirige a Jesús diciendo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano» (v. 40). Y Jesús le responde reprendiéndola con dulzura: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; sólo una es necesaria» (v. 41).
¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es esa cosa sola que necesitamos? Ante todo es importante comprender que no se trata de la contraposición entre dos actitudes: la escucha de la Palabra del Señor, la contemplación, y el servicio concreto al prójimo. No son dos actitudes contrapuestas, sino, al contrario, son dos aspectos, ambos esenciales para nuestra vida cristiana; aspectos que nunca se han de separar, sino vivir en profunda unidad y armonía. Pero entonces, ¿por qué Marta recibe la reprensión, si bien hecha con dulzura? Porque consideró esencial sólo lo que estaba haciendo, es decir, estaba demasiado absorbida y preocupada por las cosas que había que «hacer». En un cristiano, las obras de servicio y de caridad nunca están separadas de la fuente principal de cada acción nuestra: es decir, la escucha de la Palabra del Señor, el estar —como María— a los pies de Jesús, con la actitud del discípulo. Y por esto es que se reprende a Marta.
Que también en nuestra vida cristiana oración y acción estén siempre profundamente unidas. Una oración que no conduce a la acción concreta hacia el hermano pobre, enfermo, necesitado de ayuda, el hermano en dificultad, es una oración estéril e incompleta. Pero, del mismo modo, cuando en el servicio eclesial se está atento sólo al hacer, se da más peso a las cosas, a las funciones, a las estructuras, y se olvida la centralidad de Cristo, no se reserva tiempo para el diálogo con Él en la oración, se corre el riesgo de servirse a sí mismo y no a Dios presente en el hermano necesitado. San Benito resumía el estilo de vida que indicaba a sus monjes en dos palabras: «ora et labora», reza y trabaja. Es de la contemplación, de una fuerte relación de amistad con el Señor donde nace en nosotros la capacidad de vivir y llevar el amor de Dios, su misericordia, su ternura hacia los demás. Y también nuestro trabajo con el hermano necesitado, nuestro trabajo de caridad en las obras de misericordia, nos lleva al Señor, porque nosotros vemos precisamente al Señor en el hermano y en la hermana necesitados.
Pidamos a la Virgen María, Madre de la escucha y del servicio, que nos enseñe a meditar en nuestro corazón la Palabra de su Hijo, a rezar con fidelidad, para estar, cada vez más atentos, concretamente, a las necesidades de los hermanos.
San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta de este modo a sus fieles y también a nosotros: «Buscamos tener también nosotros, aquello que no se nos puede quitar, dándole a la palabra del Señor una diligente atención, no distraída: ocurre también con las semillas de la palabra divina, que se pierden si se plantan a lo largo del camino. Te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: este es la más grande, la obra más perfecta». Y añade también que: «el cuidado por el ministerio no distraiga la atención de la palabra divina», por la oración. Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos.[…] San Bernardo dice que las muchas ocupaciones, una vida frenética, a menudo terminan endureciendo el corazón y hacen sufrir el espíritu. Es un valioso recordatorio para nosotros hoy, acostumbrados a evaluar todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia.
897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).
La vocación de los laicos
898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios […] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).
899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:
«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9).
900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).
La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo
901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).
902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).
903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).
Su participación en la misión profética de Cristo
904 «Cristo […] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía […] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).
«Enseñar a alguien […] para traerlo a la fe […] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th. 3, q. 71, a.4, ad 3).
905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, «esta evangelización […] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):
«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes […] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).
906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).
907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).
Su participación en la misión real de Cristo
908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36):
«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476).
909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).
910 «Los seglares […] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).
911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.
912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).
913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'» (LG33).
Ante la tentación de la actividad excesiva, no renunciar a mi tiempo de oración. No dejar la «mejor parte».
Diálogo con Cristo
Jesús, cuántas veces he dejado a un lado mi oración para darle vuelo a mi imaginación: programando, planeando los grandes proyectos que podría llevar a cabo, pero olvidando que lo único que puede garantizar el éxito apostólico es que Tú seas la parte central de cualquier esfuerzo. Permite que nunca olvide que mi misión proviene de tu inspiración, que inicia y se sostiene sólo con tu gracia, que desde el principio y hasta el final todo debe ser por Ti y para Ti.
Con los santos populares de los primeros siglos la leyenda ha hecho estragos. De tal manera ha embrollado sus vidas, que ahora nos resulta poco menos que imposible desenmarañar la madeja.
Si fueron santos que, además, tuvieron mucho culto, que vieron surgir en honor suyo numerosas iglesias, que favorecieron con el beneficio de sus milagros a los fieles que se encomendaban a ellos, entonces la cosa se complica, hasta el punto de que podamos encontrarlos sufriendo el martirio en poblaciones distantes o hallar sus cuerpos enterrados en santuarios diferentes.
Todo se comprende partiendo de la devoción popular, que pedía detalles, anécdotas, referencias concretas, y si eran prodigiosas, mejor.
Y nunca faltaban quienes se prestasen a saciar este ansia de noticias. No con mala intención, sino simplemente para glorificar al santo bendito. Eran tiempos en que el concepto de lo histórico no tenía un significado tan riguroso como en nuestros días.
Por eso, al comenzar la semblanza de San Cosme y San Damián habremos de desbrozar primero el terreno para quedarnos con el hecho cierto de su existencia, atestiguado por la enorme extensión de su culto, que alcanzó de Oriente a Occidente,
Lo que refieren las gesta Cosmae et Damiani merece poco crédito. Queden como ejemplo típico de leyendas hagiográficas, a las que el padre Delehaye dio hace ya años el golpe de muerte. Es verdad que todavía las recoge el segundo nocturno de maitines de su oficio litúrgico. Eso quiere decir únicamente la penosa tarea que tiene delante la Comisión Histórica de la Sagrada Congregación de Ritos antes de proceder a una reforma del breviario. Actualmente .nos sirven de resumen de las pasadas tradiciones, a través de las cuales se percibe lo fabuloso. Veamos lo que dice el martirologio romano de estos Santos:
«En Egea, ciudad del Asia Menor, los dos santos hermanos Cosme y Damián, que en la persecución de Diocleciano sufrieron diversos tormentos, pues como hubiesen sido cargados de cadenas, arrojados a la cárcel, pasados por el agua y por el fuego, crucificados y por fin asaeteados, sin experimentar daño alguno gracias al auxilio divino, acabaron siendo decapitados hacia el año 300».
Las lecciones del oficio dicen además que «eran médicos muy distinguidos, que tanto como por sus conocimientos en medicina curaban con la virtud de Cristo, aun aquellas enfermedades que se consideraban incurables».
La tradición constante los designa con el calificativo agua y por el fuego, crucificados y por fin asaeteados, sin exigir honores por sus servicios.
Pero aquí surge otra vez la duda: ¿fueron médicos en el sentido profesional de la palabra, o fueron más bien médicos sobrenaturales en virtud de las sanaciones milagrosas debidas a su intercesión después de muertos?
Esto segundo parece más probable y contribuyó eficazmente a la asombrosa propagación de su culto. Ya San Gregorio de Tours, en su libro De gloria martyrium, escribe:
«Los dos hermanos gemelos Cosme y Damián, médicos de profesión, después que se hicieron cristianos, espantaban las enfermedades por el solo mérito de sus virtudes y la intervención de sus oraciones… Coronados tras diversos martirios, se juntaron en el cielo y hacen a favor de sus compatriotas numerosos milagros. Porque, si algún enfermo acude lleno de fe a orar sobre su tumba, al momento obtiene curación. Muchos refieren también que estos Santos se aparecen en sueños a los enfermos indicándoles lo que deben hacer, y luego que lo ejecutan, se encuentran curados. Sobre esto yo he oído referir muchas cosas que sería demasiado largo de contar, estimando que con lo dicho es suficiente».
A pesar de las referencias del martirologio y el breviario, parece más seguro que ambos hermanos fueron martirizados y están enterrados en Cyro, ciudad de Siria no lejos de Alepo. Teodoreto, que fue obispo de Cyro en el siglo V, hace alusión a la suntuosa basílica que ambos Santos poseían allí. Desde la primera mitad del siglo V existían dos iglesias en honor suyo en Constantinopla, habiéndoles sido dedicadas otras dos en tiempos de Justiniano. También este emperador les edificó otra en Panfilia. En Capadocia, en Matalasca, San Sabas († 531) transformó en basílica de San Cosme y San Damián la casa de sus padres. En Jerusalén y en Mesopotamia tuvieron igualmente templos. En Edesa eran patronos de un hospital levantado en 457, y se decía que los dos Santos estaban enterrados en dos iglesias diferentes de esta ciudad monacal.
En Egipto, el calendario de Oxyrhyrico del 535 anota que San Cosme posee templo propio. La devoción copta a ambos Santos siempre fue muy ferviente.
En San Jorge de Tesalónica aparecen en un mosaico con el calificativo de mártires y médicos. En Bizona, en Escitia, se halla también una iglesia que les levantara el diácono Estéfano.
Pero tal vez el más célebre de los santuarios orientales era el de Egea, en Cilicia, donde nació la leyenda llamada «árabe», relatada en dos pasiones, y es la que recogen nuestros actuales libros litúrgicos.
Estos Santos, que a lo largo del siglo V y VI habían conquistado el Oriente, penetraron también triunfalmente en Occidente. Ya hemos referido el testimonio de San Gregorio de Tours. Tenemos testimonios de su culto en Cagliari (Cerdeña), promovido por San Fulgencio, fugitivo de los bárbaros. En Ravena hay mosaicos suyos del siglo VI y VII.
El oracional visigótico de Verona los incluye en el calendario de santos que festejaba la Iglesia de España.
Mas donde gozaron de una popularidad excepcional fue en la propia Roma, llegando a tener dedicadas más de diez iglesias. El papa Símaco (498-514) les consagró un oratorio en el Esquilino, que posteriormente se convirtió en abadía. San Félix IV, hacía el año 527, transformó para uso eclesiástico dos célebres edificios antiguos, la basílica de Rómulo y el templum sacrum Urbis, con el archivo civil a ellos anejo, situados en la vía Sacra, en el Foro, dedicándoselo a los dos médicos anárgiros.
Tan magnífico desarrollo alcanzó su culto, por influjo sobre todo de los bizantinos, que, además de esta fecha del 27 de septiembre, se les asignó por obra del papa Gregorio II la estación coincidente con el jueves de la tercera semana de Cuaresma, cuando ocurre la fecha exacta de la mitad de este tiempo de penitencia, lo que daba lugar a numerosa asistencia de fieles, que acudían a los celestiales médicos para implorar la salud de alma y cuerpo. Caso realmente insólito, el texto de la misa cuaresmal se refiere preferentemente a los dichos Santos, que son mencionados en la colecta, secreta y poscomunión, jugándose en los textos litúrgicos con la palabra salus en el introito y ofertorio y estando destinada la lectura evangélica a narrar la curación de la suegra de San Pedro y otras muchas curaciones milagrosas que obró el Señor en Cafarnaúm aquel mismo día, así como la liberación de muchos posesos. Esta escena de compasión era como un reflejo de la que se repetía en Roma, en el santuario de los anárgiros, con los prodigios que realizaban entre los enfermos que se encomendaban a ellos.
El texto de la misa que acabamos de referir, cuyas oraciones son del sacramentario Gelasiano, debió de ser el empleado en la dedicación de la iglesia de los gloriosos taumaturgos, como lo abona la lectura de la epístola, tomada de Jeremías, en que se reprende la actitud de los judíos, que sólo veían en su templo de Jerusalén una gloria nacional, sin percibir que la presencia divina se hace más cercana para aquellos que cumplen los mandamientos y practican sobre todo la caridad con el prójimo. Esta misa debió de ser la usada primitivamente el 27 de septiembre, transferida después a la estación cuaresmal del jueves de la tercera semana. La actual para hoy tiene también muy en cuenta el poder milagroso de los dos hermanos, pues la lectura del evangelio nos presenta a Cristo rodeado de las turbas, «que querían tocarle, porque salía de Él una virtud que curaba a todos». A pesar de la restauración un tanto «bárbara» que llevó a cabo el papa Barberini, Urbano VIII, en 1631, la iglesia de San Cosme y San Damián en el Foro es una de las más hermosas de Roma. En la actualidad es título cardenalicio. En el ábside, un antiguo mosaico de fondo obscuro con nubes rojas nos presenta a Cristo «con unos ojos grandes, que miran a todas, partes», como dice el epitafio de Abercio, llenando con su presencia toda la sala de la asamblea. A uno y otro lado están los hermanos médicos, prontos a escuchar las súplicas de sus devotos.
Cabría preguntarse: ¿Por qué hoy estos Santos gloriosos no obran las maravillas de las antiguas edades? Tal vez la contestación podría formularse a través de otra pregunta: ¿Por qué hoy no nos encomendamos a ellos con la misma fe, con esa fe que arranca los milagros?
También podría entrar en la providencia divina el reservar cada época a determinados santos, y así tenemos que en el sepulcro del monje Charbel Makhlouf, muerto en 1898, vecino libanés de los médicos sirios, parecen renovarse los prodigios que de éstos nos refieren los historiadores.
Pero lo que conviene es que no se apague la fe, que la mano del Señor «no se ha contraído». Y si San Cosme y San Damián continúan siendo patronos de médicos y farmacéuticos, bien podemos seguirles invocando con una oración como ésta, de la antigua liturgia hispana: «¡Oh Dios, nuestro médico y remediador eterno, que hiciste a Cosme y Damián inquebrantables en su fe, invencibles en su heroísmo, para llevar salud por sus heridas a las dolencias humanas haz que por ellos sea curada nuestra enfermedad, y que por ellos también la curación sea sin recaída».
Lucas 10, 25-37. Lunes de la 27.ª semana del Tiempo Ordinario. Dios quiere la misericordia del corazón, porque Él es misericordioso y sabe comprender bien nuestras miserias, nuestras dificultades y también nuestros pecados.
Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?». Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?». El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo». «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida». Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: «Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver». ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?». «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera».
Primera lectura: Carta de San Pablo a los Gálatas, Gál 1, 6-12
Salmo: Sal 111(110), 1-2.7-8.9.10c
Oración introductoria
Señor, dame la sabiduría y el amor para descubrir y actuar, buscando el bien de los demás, en las diversas situaciones de mi vida cotidiana. No permitas que el ajetreo de mis pendientes me haga pasar de largo y no ver a esa persona que necesita que me detenga a platicar con ella para darle consuelo o simplemente una sonrisa.
Petición
Señor, quiero amarte en los demás, con todo el corazón, con toda el alma y con todas mis fuerzas. Por eso pido a la santísima Virgen del Rosario, que celebramos hoy, que interceda por mí para que esta oración me ilumine y me ayude a nunca ser indiferente a las necesidades de los demás.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy […] es la famosa parábola del buen samaritano. ¿Quién era este hombre? Era una persona cualquiera, que bajaba de Jerusalén hacia Jericó por el camino que atravesaba el desierto de Judea. Poco antes, por ese camino, un hombre había sido asaltado por bandidos, le robaron, golpearon y abandonaron medio muerto. Antes del samaritano pasó un sacerdote y un levita, es decir, dos personas relacionadas con el culto del Templo del Señor. Vieron al pobrecillo, pero siguieron su camino sin detenerse. En cambio el samaritano, cuando vio a ese hombre, «sintió compasión» (Lc 10, 33) dice el Evangelio. Se acercó, le vendó las heridas, poniendo sobre ellas un poco de aceite y de vino; luego lo cargó sobre su cabalgadura, lo llevó a un albergue y pagó el hospedaje por él… En definitiva, se hizo cargo de él: es el ejemplo del amor al prójimo. Pero, ¿por qué Jesús elige a un samaritano como protagonista de la parábola? Porque los samaritanos eran despreciados por los judíos, por las diversas tradiciones religiosas. Sin embargo, Jesús muestra que el corazón de ese samaritano es bueno y generoso y que —a diferencia del sacerdote y del levita— él pone en práctica la voluntad de Dios, que quiere la misericordia más que los sacrificios (cf. Mc 12, 33). Dios siempre quiere la misericordia y no la condena hacia todos. Quiere la misericordia del corazón, porque Él es misericordioso y sabe comprender bien nuestras miserias, nuestras dificultades y también nuestros pecados. A todos nos da este corazón misericordioso. El Samaritano hace precisamente esto: imita la misericordia de Dios, la misericordia hacia quien está necesitado.
1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
1847 Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).
1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).
Imitemos a Cristo en su vida de donación a los demás, y vivamos con confianza y constancia su mandamiento: «vete y haz tú lo mismo».
Diálogo con Cristo
Señor, Tú lo sabes todo: mi debilidad al amar a los demás, especialmente aquellos que están más cerca de mí, porque si hay impaciencia, si hay juicios temerarios, si hay indiferencia, no hay verdadero amor. Ayúdame a crecer en la convicción de que Tú me has creado para amar y servirte en esta vida y que sólo superando mi egoísmo mediante la vivencia del amor, podré gozar de Ti y alabarte eternamente en el cielo.
Lucas 17, 5-10. Vigésimo séptimo domingo del Tiempo Ordinario. Fe es también saber obedecer y servir a Dios con humildad, sencillez, amor y dedicación.
Los Apóstoles dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El respondió: «Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», ella les obedecería. Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: «Ven pronto y siéntate a la mesa»? ¿No le dirá más bien: «Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después»? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: «Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber»».
Primera lectura: Libro de Hababuc, Hab 1, 2-3; 2, 2-4
Salmo: Sal 95(94), 1-2.6-9
Segunda lectura: Segunda Carta de san Pablo a Timoteo, 2 Tim 1, 6-8.13-14
Oración introductoria
Señor, te pido que aumentes mi fe, porque aunque soy católico, tiendo a creer sólo aquello que me conviene. Me comprometo en el apostolado, pero sin poner realmente todo mi esfuerzo. Que esta oración abra mi entendimiento y fortalezca mi voluntad para saber que soy capaz de mover montañas, si hago lo que tengo que hacer.
Petición
Jesús, dame la gracia de vivir con un espíritu de servicio profundo y, que cuando haya servido, esté convencido en lo profundo de mi corazón que sólo he hecho lo que tenía que hacer.
Meditación del Santo Padre Francisco
Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer —pero no simplemente de palabra— que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.
153 Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad»» (DV 5).
La fe es un acto humano
154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.
155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).
La fe y la inteligencia
156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
157 La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).
158 «La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».
159 Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).
La libertad de la fe
160 «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados […] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino […] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).
La necesidad de la fe
161 Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que «haya perseverado en ella hasta el fin» (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia en la fe
162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
164 Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no […] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta» (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).
Disponer lo necesario para que la asistencia en familia a la celebración dominical de la Eucaristía sea el momento más importante del día.
Diálogo con Cristo
Señor Jesucristo, Tú sabes de mi debilidad, pero también de mi humilde fe. Señor, auméntame la fe para que sepa obedecerte y servirte con amor, sencillez y dedicación.