por SS. Francisco | 5 Jul, 2013 | Catequesis Magisterio
Carta Encíclica LUMEN FIDEI del Sumo Pontífice Francisco a los obispos, a los presbíteros y a los diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre la fe.
1. La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas » (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: « Pues el Dios que dijo: «Brille la luz del seno de las tinieblas», ha brillado en nuestros corazones » (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. « No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol »[1], decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, « cuyos rayos dan la vida »[2]. A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: « ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? » (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
¿Una luz ilusoria?
2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a « emprender nuevos caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente ». Y añadía: « Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga »[3]. Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.
3. De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por descubrir
4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una « chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo »[4]. Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz.
5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: « He pedido por ti, para que tu fe no se apague » (Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI decidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del Espíritu Santo. La convicción de una fe que hace grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de los primeros cristianos. En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: « ¿Dónde están tus padres? », pregunta el juez al mártir. Y éste responde: « Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él »[5]. Para aquellos cristianos, la fe, en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una « madre », porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el final.
6. El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe[6], en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino. El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones.
7. Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal[7], pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a « confirmar a sus hermanos » en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre.
En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?
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por SS. Francisco | 5 Jul, 2013 | Catequesis Magisterio
Lumen Fidei (La luz de la fe) es la primera y muy esperada encíclica del papa Francisco. Lumen Fidei, una expresión con la que la tradición de la Iglesia ha denominado el inmenso don de Jesús, venido como luz al mundo según el evangelio de Juan. Estas consideraciones, escritas en el contexto del Año de la Fe y en continuidad con el Magisterio de la Iglesia, se suman a las encíclicas de Benedicto XVI sobre la caridad y la esperanza y recogen las aportaciones de ambos pontífices –Francisco y Benedicto– que, como sucesores de Pedro, están siempre llamados a confirmar a los hermanos en el inconmensurable tesoro de la fe con la que Dios ilumina el camino de todos los hombres.
Dirigida a los obispos, presbíteros y diáconos y a las personas consagradas, y también a todos los fieles laicos, la encíclica quiere recuperar el carácter de luz propio de la fe, que posee la capacidad de iluminar y transformar toda la existencia del ser humano, y nos señala a todos a María, Madre de Dios, como imagen perfecta de la fe.
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Lumen Fidei (A la luz de la fe): índice general
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por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 4 Jul, 2013 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: «Este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su doctrina» (Dial. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea.
La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto —precisamente san Benito— la ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección.
En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el santo. También en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del hombre, de cada hombre.
Esta perspectiva del «biógrafo» se explica también a la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito como «astro luminoso», san Gregorio quería indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino de salida de la «noche oscura de la historia».
De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que llamamos «Europa».
La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiae. Sus padres, de clase acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: «soli Deo placere desiderans» (Dial. II, Prol. 1).
Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una «comunidad religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta Edad Media, constituye el «corazón» de un monasterio benedictino llamado «Sacro Speco» (Gruta sagrada).
El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación de la ira y de la venganza.
San Benito estaba convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.
En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte repentina no impulsó a san Benito a regresar (Dial. II, 8). En realidad, tomó esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica.
Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio —una altura que, dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos—, tiene un carácter simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida terrena, dejó con su Reglay con la familia benedictina que fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en el mundo entero.
En todo el segundo libro de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.
Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como «escuela del servicio del Señor» (Prol. 45) y pide a sus monjes que «nada se anteponga a la Obra de Dios» (43, 3), es decir, al Oficio divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Prol. 9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos», afirma (Prol. 35).
Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea glorificado Dios» (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su Regla (7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.
A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio «hace las veces de Cristo» (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de laRegla, con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues —como escribe san Gregorio Magno— «el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente de lo que vivía» (Dial. II, 36). El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor (27, 8), a «servir más que a mandar» (64, 8), y a «enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras» (2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar «el consejo de los hermanos» (3, 2), porque «muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» (3, 3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.
San Benito califica la Regla como «mínima, escrita sólo para el inicio» (73, 8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.
Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó «una regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad». Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.
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Catequesis sobre san Benito de Nursia (fuente original en la web de la Santa Sede)
por Monasterio benedictino Santísima Trinidad de las Condes | 4 Jul, 2013 | Confirmación Vida de los Santos
San Benito nació en el antiguo pueblo de Nursia en el año 480. Pertenecía a la noble familia Anicia. Tenía una hermana gemela, Escolástica, quien desde su infancia se había consagrado a Dios.
Fue enviado a Roma para su educación, acompañado de su nodriza, que había de ser, probablemente, su ama de casa. Benito, asqueado por la vida viciosa de la ciudad y temiendo llegar a contaminarse con su ejemplo, decidió abandonar Roma. Se fugó, sin que nadie lo supiera, excepto su nodriza, que lo acompañó. Se dirigieron al pueblo de Enfide, en las montañas, a treinta millas de Roma. Pronto se dio cuenta de que no era suficiente haberse retirado de las tentaciones de Roma, el joven no podía llevar una vida escondida, especialmente después de haber restaurado milagrosamente una criba que su nodriza había pedido prestado y accidentalmente roto.
Benito partió una vez más, solo, para remontar las colinas hasta que llegó a un lugar conocido como Subiaco. En esta región se encontró con un monje llamado Romano, explicándole su intención de llevar la vida de un ermitaño. Romano mismo vivía en un monasterio a corta distancia de ahí; con gran celo sirvió al joven, vistiéndolo con un hábito de piel y conduciéndolo a una cueva en una montaña. En la desolada caverna, Benito pasó los siguientes tres años de su vida, ignorado por todos, menos por Romano, quien guardó su secreto y diariamente llevaba alimento al joven.
Cerca del lugar, vivían por aquel tiempo una comunidad de monjes, cuyo abad había muerto y por lo tanto decidieron pedir a San Benito que tomara su lugar. Al principio rehusó. Sin embargo, los monjes le importunaron tanto, que acabó por ceder y regresó con ellos para hacerse cargo del gobierno. Pronto se puso en evidencia que sus estrictas nociones de disciplina monástica no se ajustaban a ellos, a fin de deshacerse de él, llegaron hasta poner veneno en su vino. Decidió después de este suceso, no quedarse por más tiempo entre ellos. El mismo día retornó a Subiaco, no para llevar por más tiempo una vida de retiro, sino con el propósito de empezar la gran obra para la que Dios lo había preparado durante estos años de vida oculta.
Atraídos por su santidad, empezaron a reunirse a su alrededor, gran cantidad de discípulos. También acudían a él, padres, que venían para confiarles a sus hijos a fin de que fueran educados y preparados para la vida monástica. San Gregorio nos habla de dos nobles romanos, Tértulo, el patricio y Equitius, quienes trajeron a sus hijos, Plácido y Mauro.
No se sabe cuánto tiempo permaneció el Santo en Subiaco. Su partida fue repentina. Vivía en las cercanías un indigno sacerdote llamado Florencio quien, viendo el éxito que alcanzaba San Benito y la gran cantidad de gente que se reunía en torno suyo, sintió envidia y trató de arruinarlo. El abad, dándose perfecta cuenta de que los malvados planes de Florencio estaban dirigidos contra él personalmente, resolvió abandonar Subiaco. Se encaminó al territorio de MonteCassino. La población del lugar, habían vuelto al paganismo. Estaban acostumbrados a ofrecer sacrificios en un templo dedicado a Apolo, sobre la cuesta del monte. San Benito procedió a destruir el templo, su ídolo y su bosque sagrado. Sobre las ruinas del templo, construyó un monasterio.
Tal vez fue durante ese período cuando comenzó su «Regla», de la que San Gregorio dice que da a entender «todo su método de vida y disciplina, porque no es posible que el santo hombre pudiera enseñar algo distinto de lo que practicaba». Está dirigida a todos aquellos que, renunciando a su propia voluntad, tomen sobre sí «la fuerte y brillante armadura de la obediencia para luchar bajo las banderas de Cristo, nuestro verdadero Rey».
El Santo que había anunciado tantas cosas a otros, fue advertido con anterioridad acerca de su próxima muerte. Lo notificó a sus discípulos y, seis días antes del fin, les pidió que cavaran su tumba. Tan pronto como estuvo hecha fue atacado por la fiebre. El 21 de marzo del año 543, Jueves Santo, recibió la comunión. Después, junto a sus monjes, murmuró unas pocas palabras de oración y murió de pie en la capilla, con las manos levantadas al cielo. Fue enterrado junto a Santa Escolástica, su hermana, en el sitio donde antes se levantaba el altar de Apolo, que él había destruido.
En 1964 Pablo VI declara a San Benito patrono principal de Europa.
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Fuente original: monasterio benedictino Santísima Trinidad de las Condes, Chile
por CeF | 2 Jul, 2013 | Confirmación Narraciones
Una mujer se acusaba con san Felipe Neri de ser muy dada a la maledicencia.
—¿Cae usted con frecuencia en esa falta?
—Sí, padre, muchas veces.
Al ver tal franqueza, comprendió el santo que había más de ligereza que perversidad, y que era menester convencerla de las deplorables consecuencias de su costumbre.
—Hija, le dijo san Felipe, su culpa es grande, pero es mayor la misericordia de Dios; con la seria voluntad de enmendarse y la gracia de Dios, no dudo que llegará a triunfar de su hábito. Por su penitencia, irá usted al mercado, comprará una gallina recién muerta y con plumas, luego recorrerá las calles de la ciudad con todas sus vueltas y vaya desplumando la gallina y tirando de acá allá las plumas… Hecho, esto, me vendrá a dar cuenta de su cumplimiento como a ministro de Dios.
Inútil decir el asombro de la penitente al recibir tal penitencia de un hombre tan serio y santo.
Fue, pues, al mercado, compró la gallina y la fue desplumando por las calles y volvió a dar cuenta para que le explicara tan curiosa penitencia.
—¡Ah! —Dijo el santo al verla—, ya ha cumplido bien la primera parte que le receté como médico; ahora cumpla la segunda y quedará del todo curada. Vuelva ahora al revés por el mismo camino y recoja todas las plumas que ha tirado.
—¡Pero esto es imposible! Exclamó la pobre mujer sorprendida. Las tiré por todos lados y el viento se las habrá llevado.
¿Cómo volver a encontrarlas?
—¡Bien! Hija mía, respondió el buen religioso, las maledicencias son como estas plumas que usted concede no poder recoger de nuevo. Sus funestas palabras han volado por todos lados, ¡cójalas ahora si puede!… ande… y no peque más.
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Noticias Cristianas: «Historias para amar al prójimo. V Parte: Cuentos y leyendas, n.º 7», en Historias para amar, página 88.
por Padre Ángel Espinosa de los Monteros | 1 Jul, 2013 | Novios Artículos temáticos
El padre Ángel Espinosa de los Monteros nació en Puebla (México), en 1966. Realizó sus estudios de Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y los de Teología en el Ateneo Regina Apostolorum, donde obtuvo la Licenciatura en Teología Moral, con especialización en Bioética. Posee una Maestría en Humanidades Clásicas por el Instituto de Estudios Humanísticos de Salamanca (España). Impartió conferencias sobre matrimonio y valores familiares en México, Estados Unidos, Colombia, Chile, Italia, Francia. Publicó el libro: «El anillo es para siempre» traducido en varios idiomas. Actualmente trabaja en Roma como consultor familiar y formación de adultos en la fe. Sus charlas han tenido amplia difusión a través de su colección de CDs.
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Aprender a amar
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Padre Ángel Espinosa en Facebook
por CeF | 1 Jul, 2013 | Primera comunión Dinámicas
Os proponemos esta catequesis sobre las advocaciones a la Madre de Dios para que los niños conozcan mejor a Nuestra Señora.
La catequesis se realiza en tres pasos:
– El primero es el de explicar qué significa «advocación» para los católicos, de tal manera que los niños comprendan que, aunque nombramos de múltiples y diferentes maneras a la Virgen María (Virgen de Lourdes, Virgen de Fátima, Nuestra Señora de la Paz, Madre de la Eucaristía, etc.) siempre nos referimos a la misma y única Madre de Dios; y que esto constituye una de las mayores riquezas de la Iglesia.
– El segundo es el de explicar la «advocación» concreta que se vaya a tratar. Para ello, basta con utilizar los textos que acompañan a cada imagen.
– El tercero es el de imprimir los dibujos para que los niños coloreen cada «advocación».
Para tener bien preparada esta catequeis, y ante cualquier pregunta que pueda surgir, os recomendamos apoyaros en el artículo: Catecismo mariano: todo lo que has de saber sobre la Virgen María.
Os deseamos que disfrutéis con las maravillosas ilustraciones y textos del Hermano Roque Miguel Vernaz, religioso de la Congregación de los Cooperadores Parroquiales de Cristo Rey.
Nota: podéis obtener las imágenes en tamaño real pulsando directamente sobre el título de cada advocación.
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Advocaciones de la Virgen María (VII)
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Nuestra Señora del Rosario
7 de octubre
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Esta fiesta fue instituida por san Pío V para conmemorar la victoria que los cristianos obtuvieron sobre los turcos en Lepanto en 1571. Éstos pretendían apoderarse de muchas ciudades de Europa y enarbolar su estandarte sobre la cúpula de la Basílica de San Pedro.
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Nuestra Señora del Pilar
12 de octubre
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Según la tradición, Santiago, Apóstol, después de la Ascensión del Señor, se fue a predicar a lo que es hoy España. Una noche vio a la Virgen, de pie sobre un pilar de mármol, que lo animaba a proseguir la evangelización en este territorio. Luego se construyó allí una capilla que actualmente es la Basílica del Pilar de Zaragoza (España).
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María Medianera de todas las gracias
7 de noviembre
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La Iglesia cree fervientemente que todas las gracias no llegan por nuestro Redentor y Mediador Jesucristo, y por mediación de María, su Madre, que también es Madre y Corredentora de todos los hombres. Ella es el canal por el cual bajan a la tierra todos los bienes celestiales, y suben al cielo todas las peticiones de la tierra.
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Presentación de la Santísima Virgen María
21 de noviembre
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La autenticidad histórica de este hecho es muy discutida, pero el relato de la oblación de María en el Templo de Jerusalén es el símbolo de una verdad de orden superior: la total consagración de la Virgen María al servicio de Dios: «He aquí la esclava del Señor».
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Las ilustraciones y los textos son autoría del Hermano Roque Miguel Vernaz, religioso de la Congregación de los Cooperadores Parroquiales de Cristo Rey.
por Editorial Casals | 30 Jun, 2013 | Despertar religioso Historias de la Biblia
Marta y María
En un pueblecito llamado Betania, vivían tres hermanos: Marta, María y Lázaro, a los que Jesús quería mucho. Un día le llegó a Jesús una triste noticia: «Lázaro ha muerto». Entonces Jesús fue a Betania, donde le recibieron las dos hermanas llorando. Marta le dijo: «Si hubieras estado aquí, Lázaro no habría muerto». Jesús respondió: «No te preocupes, Lázaro resucitará».
«Que mis hermanos y yo seamos muy amigos tuyos»
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Jesús resucita a Lázaro
Jesús fue hasta el sepulcro y mandó quitar la piedra. El sepulcro donde estaba enterrado Lázaro era una cueva con una piedra tapando la entrada. Las hermanas le advirtieron que ya olía mal, pues llevaba cuatro días muerto. Pero obedecieron y abrieron la cueva. Jesús gritó con fuerte voz: «Lázaro, sal fuera». Y Lázaro salió vivo, vendado de pies y manos.
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De La Biblia más infantil, Casals, 1999. Páginas 104 a 105
Coordinador: Pedro de la Herrán
Texto: Miguel Álvarez y Sagrario Fernández Díaz
Dibujos: José Ramón Sánchez y Javier Jerez
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por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 30 Jun, 2013 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas:
Prosiguiendo nuestros encuentros con los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea, «ta’am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de este apelativo.
El cuarto evangelio, sobre todo, nos ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.
En efecto, lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).
Obviamente, la relación que existe entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como él está en el nuestro.
Una segunda intervención de Tomás se registra en la última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
Por tanto, es en primer lugar a Tomás a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas.
Luego, es muy conocida, incluso es proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.
Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). A este respecto, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29).
Esta frase puede ponerse también en presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» (In Johann. XX, lectio VI, § 2566).
En efecto, la carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.
El cuarto evangelio nos ha conservado una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.
Recordemos, por último, que según una antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), luego se dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde donde llegó también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.
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Catequesis sobre santo Tomás, apóstol
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General
Miércoles 27 de septiembre de 2006