El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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CONCLUSIÓN

102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, «el Niño nacido para nosotros» (cf. Is 9, 5), para contemplar en El «la Vida» que «se manifestó» (1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.

Quien acogió «la Vida» en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.

Por esto María, «como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella».

Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.


«Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol» (Ap 12, 1): la maternidad de María y de la Iglesia

103. La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la «gran señal» descrita en el Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el «germen y el comienzo» del Reino de Dios. La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.

La «Mujer vestida del sol» —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— «está encinta» (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es «Dios de Dios», «Dios verdadero de Dios verdadero». María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la «nueva Eva», madre de los creyentes, madre de los «vivientes» (cf. Gn 3, 20).

La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en medio de «los dolores y del tormento de dar a luz» (Ap 12, 2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: «En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1, 4-5).

Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: «Este está puesto… para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. «Junto a la cruz de Jesús» (Jn 19, 25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El «sí» de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»» (Jn 19, 26).

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: el evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS


POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA

«Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres

101. «Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 4). La revelación del Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.

El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.

Por esto, nuestra acción de «pueblo de la vida y para la vida» debe ser interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente —desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, «quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil».

El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.

En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.

No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: «Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo…, por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social».

El «pueblo de la vida» se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el «pueblo para la vida» y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.

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El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: para realizar un cambio cultural

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS


POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA

«Vivid como hijos de la luz» (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural

95. «Vivid como hijos de la luz… Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas» (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte», debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.

Es urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende «transformar desde dentro, renovar la misma humanidad»; es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.

Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.

96. El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí, es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona.

No menos decisivo en la formación de la conciencia es el descubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte.

Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que «el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios». Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida.

97. A la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas.

En particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, «manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor». La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado «esponsal» del cuerpo.

La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su uso supone.

La labor educativa debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando «el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia misma de la redención». Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y resurrección.

98. En síntesis, podemos decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e internacional— la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas.

131 Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y del rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma presencia.

En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido: todos tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los profesores y de los educadores es, junto con la de las familias, particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.

También los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he instituido la Pontificia Academia para la Vida con el fin de «estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia». Una aportación específica deben dar también las Universidades, particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y Comités de bioética.

Grande y grave es la responsabilidad de los responsables de los medios de comunicación social, llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de humanidad.

99. En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un «nuevo feminismo» que, sin caer en la tentación de seguir modelos «machistas», sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.

Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: «Reconciliad a los hombres con la vida». Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: «La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer… Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer». En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.

Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.

100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la «cultura de la muerte» y los de que disponen los promotores de una «cultura de la vida y del amor». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26).

Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan: es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor.

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El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: la familia «santuario de la vida»

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS


POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA

«La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas» (Sal 127 126, 3): la familia «santuario de la vida»

92. Dentro del «pueblo de la vida y para la vida», es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión de «custodiar, revelar y comunicar el amor». Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son los padres. Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.

La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente «el santuario de la vida…, el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano». Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.

Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, «si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del don».

Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.

93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.

De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su ambiente natural.

La solidaridad, entendida como «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común», requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.

94. Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.

La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie de «pacto» entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.

Si es cierto que «el futuro de la humanidad se fragua en la familia», se debe reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de «santuario de la vida», como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la vida.

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El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: celebrar el evangelio de la vida

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS


POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA

«Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy» (Sal 139 138, 14): celebrar el Evangelio de la vida

83. Enviados al mundo como «pueblo para la vida», nuestro anuncio debe ser también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.

Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa. Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.

Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad. El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.

84. Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la vida: «Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida».

Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139 138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: «Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente» (Sal 139 138, 14). Sí, «esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria». Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.

Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos, signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.

85. En la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad.

En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la situación histórica.

86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.

En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Estos son la celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.

A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de «todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas». Al desarrollar su misión «no siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas… Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida… Cristo, en el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda». «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras?» (St 2, 14): servir el Evangelio de la vida

87. En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado, en la animación social y en el compromiso político. Esta es una exigencia particularmente apremiante en el momento actual, en que la «cultura de la muerte» se contrapone tan fuertemente a la «cultura de la vida» y con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la «fe que actúa por la caridad» (Gal 5, 6), como nos exhorta la Carta de Santiago: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (2, 14-17).

En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia especial por quien es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado —como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan Crisóstomo: «¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez».

El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de «hacerse cargo» de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.

Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a lo largo de los siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.

88. Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes; implica la realización de proyectos e iniciativas concretas, estables e inspiradas en el Evangelio.

Múltiples son los medios para valorar con competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de la vida, los centros de métodos naturales de regulación de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona, comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y familiares, mediante su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su misión como «santuario de la vida». Al servicio de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida y las casas o centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién dada a luz.

Ante condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros medios —como las comunidades de recuperación de drogadictos, las residencias para menores o enfermos mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados— son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.

Cuando la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más oportunos para que los ancianos, especialmente si no son autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio.

En particular, se debe revisar la función de los hospitales, de las clínicas y de las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados en su significado humano y específicamente cristiano. De modo especial esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia.

89. Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental que es el Evangelio de la vida para el bien del individuo y de la sociedad.

Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida humana y su carácter sagrado.

El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige también ejercer la objeción de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El «hacer morir» nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un apasionado y tenaz «sí» a la vida. También la investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.

90. Un papel específico están llamadas a desempeñar las personas comprometidas en el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad profesional con el amor generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las necesidades de las personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo.

El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva también mediante formas de animación social y de compromiso político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos.

Esta tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las disposiciones legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.

La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos.

91. La problemática demográfica constituye hoy un capítulo importante de la política sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad de «intervenir para orientar la demografía de la población»; pero estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la responsabilidad primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.

Los caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos y las distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en «aumentar los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan participar equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de bienes, tanto en el orden internacional como nacional». Este es el único camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.

El servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente impulsó. Además, se presenta como espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: anunciar el evangelio de la vida

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS


POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA

«Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1 Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida

80. «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida… os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.

Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es «la Palabra de vida» (1 Jn 1, 1). En El «la vida se manifestó» (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es «la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó» (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la «vida eterna», adquiere también pleno sentido.

Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad y vencedor de la «vejez» causada por el pecado y que lleva a la muerte, supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: «El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios».

El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.

81. Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del «don sincero de sí mismo» como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.

Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida.

82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.

En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de «maestra» de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina. Que la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio.

Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: el pueblo de la vida y para la vida

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS


POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA

«Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas» (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida

78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre «para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). En efecto, «evangelizar —como escribía Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar».

La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y ministerio.

Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante todos.

79. Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el «autor de la vida» (Hch 3, 15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, «que es Señor y da la vida», hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.

Somos enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que «muriendo ha dado la vida al mundo».

Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente «eclesial», que exige la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de «hacerse prójimo» de cada hombre: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).

Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: «promueve» la vida

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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CAPÍTULO III. NO MATARÁS


LA LEY SANTA DE DIOS

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27): «promueve» la vida

75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos morales negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar la propia vida a Dios.

Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen una importantísima función positiva: el «no» que exigen incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables «sí», capaces de abarcar progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt 5, 48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la libertad: «La primera libertad —escribe san Agustín— es no tener delitos… como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es perfecta».

76. El mandamiento «no matarás» establece, por tanto, el punto de partida de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139 138, 13-14).

El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.

77. En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento «no matarás». Por tanto, para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. «El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16).

El mandamiento «no matarás», incluso en sus contenidos más positivos de respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn 3, 8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.

Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad renovada.

Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del amor.

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: la maternidad de María y de la Iglesia

El valor de la vida: ley civil y ley moral

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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CAPÍTULO III. NO MATARÁS


LA LEY SANTA DE DIOS

«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29): ley civil y ley moral

68. Una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana —como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios.

No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el aborto y la eutanasia.

Otras veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y reconocerles también, al menos en ciertos casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener una ley no aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la autoridad de las demás leyes.

Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las diversas opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular en detrimento de las demás.

69. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos —que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos— exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.

Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía moral más completa de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio más amplio posible para la libertad de cada uno, con el único límite externo de no restringir el espacio de autonomía al que los demás ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de sus propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único criterio moral para el ejercicio de las propias funciones lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad de la persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral al menos en el ámbito de la acción pública.

70. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.

Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura.

Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la «verdad». Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en nombre del «relativismo ético». Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión «tiránica» respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular?

En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «ordenamiento» y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo «signo de los tiempos», como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política.

En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «mayorías» de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto «ley natural» inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos.

Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En una situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía.

71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.

En este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.

Ciertamente, el cometido de la ley civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo, «en ningún ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia», que es la de asegurar el bien común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad pública. En efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada convivencia social en la verdadera justicia, para que todos «podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad» (1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave, sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad.

A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: «En la época moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. «Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos». Por esta razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban».

72. En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: «La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia…; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ». Esta es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: «La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia». Y añade: «Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley».

La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.

Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.

73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas «no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños» (Ex 1, 17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: «Las parteras temían a Dios» (ivi). Es precisamente de la obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que «aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos» (Ap 13, 10).

En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, «ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto».

Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.

74. La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva.

Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12).

El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional.

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