Conferencia de Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, en la clausura del Internacional sobre Familia y Sociedad en la Universitat Internacional de Catalunya (Barcelona, 17-V-2008)
Introducción
Agradezco la invitación que me habéis hecho para intervenir en este encuentro, y hablar sobre la familia en las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei.
Estoy seguro de que conocéis bien esas líneas maestras, puesto que no resultan ajenas al origen mismo de la Universitat Internacional de Catalunya. En efecto, quienes promovieron esta institución —algunos se hallan hoy aquí, otros nos han precedido en el camino del Cielo—, son padres de familia que se han sentido movidos por las grandes sugerencias trazadas por San Josemaría, en puntos tan importantes como la santificación del trabajo profesional, el sentido vocacional del matrimonio y la familia, el espíritu de servicio y la responsabilidad por el bien común de la sociedad. Con estas luces —contenidas en el Evangelio—, habéis comprendido con hondura vuestros deberes en la educación de los hijos y en el papel que corresponde a la familia para la recta ordenación social.
Vuestro sentido de cristianos coherentes, de ciudadanos honrados, os llevó, en primer lugar, a actuar variadas iniciativas de orientación y formación, encaminadas a ayudar a los padres en su tarea de atender a sus hijos conforme a los auténticos ideales humanos y también cristianos. De esta libérrima actuación vuestra, a la que incansablemente animó San Josemaría a personas del mundo entero, ha nacido la Universitat Internacional de Catalunya, que ahora cumple su primera década de existencia.
Quienes sacáis adelante esta Alma Mater, que tiene un carácter plenamente civil, deseáis difundir —junto con el conocimiento de las disciplinas que se imparten—, la luz de la fe cristiana y el espíritu apostólico que, por providencia divina, San Josemaría Escrivá de Balaguer predicó por el mundo entero. A petición vuestra, la Prelatura del Opus Dei os ofrece la ayuda de sus sacerdotes para la asistencia pastoral de los estudiantes y profesores, del personal no docente, de los colaboradores y antiguos alumnos, dejando a todos la máxima libertad de participar.
La inspiración cristiana y la importancia que lógicamente se atribuye a la familia —características originarias de esta institución docente—, constituyen un acicate para desarrollar una rigurosa labor de investigación y una alta excelencia académica. Muy grabado lleváis en vuestra mente que una Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye —sino que exige— las demás dimensiones[1].
Pertenecen estas palabras a unas declaraciones de San Josemaría, hace poco más de cuarenta años. En aquella ocasión, el Fundador del Opus Dei mencionaba también otro elemento, que resulta imprescindible y dota de un sentido pleno tanto a la Universidad como a la familia: la vocación de servicio a los demás. Se expresaba así: es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad[2].
1. Un mensaje para todos: santidad en la vida ordinaria
También en la década de los años sesenta del pasado siglo, en el campus de la Universidad de Navarra, San Josemaría dirigió una homilía en la que se condensa de modo particularmente paradigmático su enseñanza constante. Tuvo lugar durante una Misa —verdadero centro y raíz de la vida cristiana— celebrada a cielo abierto ante millares de personas.
En aquella memorable ocasión, San Josemaría se detuvo a explicar un punto central del mensaje que Dios le había confiado el 2 de octubre de 1928: que el mundo es bueno, porque ha salido de las manos de Dios; y es ahí, en las circunstancias en las que nos ha tocado vivir, donde Dios nos espera cada día.
Lo recordó con gran fuerza el Papa Juan Pablo II, durante la canonización de San Josemaría, que tuvo lugar en Roma, el 6 de octubre de 2002. El Santo Padre subrayó que el Fundador del Opus Dei «no cesaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios, y la vida familiar, profesional y social, hecha de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia «santa y llena de Dios». «A ese Dios invisible —escribió—, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» (Conversaciones, n. 114)»[3].
La familia se enmarca en este conjunto de realidades que —como el trabajo, o la vida de relación social y cívica— componen nuestra existencia ordinaria, que un cristiano coherente sabe que ha de santificar, buscando al mismo tiempo la santificación propia y la de los demás. La cotidianidad, la existencia de cada día, es el ámbito en el que Dios llama —a cada una y a cada uno— a la santidad, a una íntima relación con Él, que no se quede en meras palabras, sino que se traduzca en un esfuerzo constante por imitar a Cristo y gastar la vida en su servicio, siendo sembradores de paz y de alegría entre quienes nos rodean.
En aquella homilía del campus de Pamplona, San Josemaría mencionó explícitamente el matrimonio y la familia. El amor humano, afirmaba, no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos. Y añadía, como remachando la idea:El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano[4].
Esta visión trascendente de las comunes realidades diarias, que impulsa a la persona a materializar la vida espiritual, forma parte del mensaje del Evangelio. Se trata de enseñanzas perennes de la Iglesia: San Josemaría, con su predicación y con sus escritos, y —sobre todo— con el ejemplo de su conducta cotidiana, nos ayuda a profundizar en ese tesoro y a hacerlo carne de nuestra carne, programa de nuestra tarea de mujeres y hombres de fe, en todas las ocupaciones honradas.
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar[5].
El espacio vital de la familia es pues, ante todo, lugar de encuentro con Dios, ámbito propicio para una existencia alegre de servicio y donación a los demás basada en la conciencia activa y permanente de nuestra condición de hijos de Dios. De la maravillosa realidad de nuestra filiación divina en Cristo, se desprenden muy variadas consecuencias para la conducta personal, para nuestras familias, para la sociedad.
El Papa Benedicto XVI ha explicado repetidamente que «matrimonio y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Por el contrario, la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. Es decir, no puede separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿quién es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿Cuál es verdaderamente su rostro?
»La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es Amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama»[6]. Y en su visita pastoral a Valencia, el Santo Padre definió la familia como «el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y a recibir amor»[7].
La familia, en efecto, nace como comunidad querida por Dios, fundada y edificada sobre el amor. En el hogar se hace posible un aprendizaje que resulta imprescindible: la necesidad de contar con los demás en nuestra vida, respetando y desarrollando los vínculos que nos entrelazan a unos con otros. Comprender que he de darme gustosamente cada día, viviendo con una sana atención y servicio a las personas que me rodean, es uno de los grandes tesoros que las familias cristianas, consecuentes con su fe, brindan a sus propios miembros y a toda la sociedad. En la escuela del amor que caracteriza a la familia —que, insisto, tiene como condición irrenunciable el olvido de sí—, se adquieren hábitos que necesariamente repercuten en beneficio del tejido social, a todos los niveles.
Escuchemos de nuevo a San Josemaría. Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad[8].
Estas palabras nos servirán de guía para repasar algunas de sus muchas enseñanzas sobre el matrimonio y la familia. Lo haremos siguiendo los tres puntos que nos señala: la fundación de la familia en el matrimonio, la educación de los hijos y la irradiación cristiana de la familia en la sociedad.
2. La fundación de la familia
La familia es escuela de amor, en primer lugar, para la mujer y para el hombre que deciden contraer matrimonio. Consideraba el Fundador del Opus Dei: Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido[9].
El matrimonio entraña una vocación, nos dice San Josemaría en este texto, recogiendo ideas que venía predicando desde los primeros momentos de la fundación del Opus Dei. Con la ayuda de Dios, que nunca faltará, esposa y esposo pueden perseverar en el amor y, a través de ese amor, les resulta posible y amable el propio crecimiento como cristianos, que es también mejorar como personas.
Vivido con estas disposiciones, el matrimonio se manifiesta verdaderamente como una vocación, una senda de encuentro con Dios. De modo semejante a todo camino, no faltarán dificultades. A veces surgirán diferencias, modos de pensar distintos entre el marido y la mujer; quizás el egoísmo intentará ganar terreno en sus almas. Hay que estar prevenidos y no sorprenderse. San Josemaría era muy sobrenatural y, al mismo tiempo, muy humano; por eso, previendo estas naturales dificultades en el matrimonio, solía comentar: como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después, los dos han de reconocer que tienen la culpa, y decirse uno a otro: ¡perdóname!, y darse un buen abrazo… ¡Y adelante!»[10]
La relación entre los esposos se convierte, así, en una constante oportunidad de ejercitarse en la entrega mutua. Se trata de un aprendizaje mediante el que los cónyuges toman conciencia, en la cotidianidad de su caminar terreno, de que se deben el uno al otro. En ese estupendo ambiente de confianza, de lealtad, de sinceridad y cariño, ¡de verdadera entrega!, se mostrarán dispuestos a recibir los hijos que Dios quiera confiarles, fruto al mismo tiempo de su amor.
Si uno desea sinceramente llevar a la práctica este ideal, resulta imprescindible vivir delicadamente la castidad, también en el estado matrimonial. En ningún caso el ejercicio de la sexualidad —es algo querido por Dios, bueno y bello— debe perder su noble y original sentido. Con palabras de San Josemaría os recuerdo que cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara. Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo[11].
Ordinariamente, el amor matrimonial —como cualquier cariño humano limpio— se manifestará también en cosas pequeñas. San Josemaría habló en innumerables ocasiones de la importancia de lo que parece pequeño —que es grande si se realiza por amor— en los distintos aspectos de la existencia del cristiano. Promovía, por ejemplo, un trato personal e íntimo con Dios, en las circunstancias normales de la vida. Porque la relación con Dios tiene el carácter de trato de familia: somos sus hijos, y Él nuestro Padre. De este modo, lo que le resultaba útil para meditar en el amor divino, San Josemaría lo aplicaba también al amor humano, a la existencia de nuestras familias; y al revés. De intento lo repito, haciendo mías unas palabras suyas para subrayar que cada pequeño detalle tiene sentido. Afirmaba: el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz[12].
Invitaba a tomar como modelo a la Sagrada Familia y también a esforzarse —con la entrega diaria— para convertir el ambiente de familia en un anticipo del cielo. Todavía me parece oír el eco de unas afirmaciones del Fundador del Opus Dei: en Nazaret nadie se reserva nada: todo allí se puso al servicio de los planes de Dios, con un desvelo continuo de unos por otros. Con renovada frecuencia, San Josemaría meditó las escenas que los Evangelios recogen de la Sagrada Familia. Le gustaba introducirse en aquel hogar con la imaginación, como un habitante más de la casa, y pensar en el trato habitual entre Jesús, María y José. De esta costumbre sacaba valiosas enseñanzas para los fieles del Opus Dei y para todas las personas que acudían a pedirle consejo.
3. Educación de los hijos
En sus reuniones con padres de familia, el Fundador del Opus Dei quiso resaltar muchas veces la importancia del cariño y la entrega mutua de los esposos, precisamente para mejorar la educación de los hijos. No se le escapaba que la conducta, el ejemplo, se demuestra cauce eficacísimo y primordial de esa formación. Por eso insistía en que conviene que los hijos —ya desde pequeños— vean, contemplen, que sus padres están unidos y se quieren de veras.
La educación corresponde principalmente a los padres. En esa tarea, nadie puede sustituirlos: ni el Estado, ni la escuela, ni el entorno. Supone una gran responsabilidad, un reto estupendo, de cuyo ejercicio consecuente dependen el presente y el futuro de los propios hijos y de la sociedad.
A quienes sois madres y padres de familia, os animo a afrontar con valentía y con optimismo esta tarea que el Señor ha puesto en vuestras manos. Dejadme que os repita, con San Josemaría, que la educación de los hijos es el mejor negocio de vuestras vidas. En esta tierra catalana se valora mucho la eficiencia y el rendimiento —también económico— del trabajo; por eso, estoy seguro de que os dais cuenta de la profunda verdad de esa afirmación, y de que estáis dispuestos a invertir generosamente todas vuestras energías en la buena educación de las criaturas que el Señor os ha confiado, acogiendo con generosidad las obligaciones que comporta; y que también, cuando resulte preciso, sabréis defender unos derechos que os corresponden como madres y padres de familia, como ciudadanos libres.
Corresponde igualmente a los padres y madres enseñar a sus hijos toda la belleza y toda la exigencia que se contiene en el gran tesoro de la libertad personal: el don natural más preciado que Dios ha otorgado al hombre. Un don que ha de usarse con responsabilidad, para emprender el camino del bien y avanzar por esa senda.
En consecuencia, al tratar con sus hijas e hijos, los padres han de procurar que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre —nos dice la Escritura— en manos de su albedrío (Eccli 15, 14)[13].
Por eso, me ha llenado de alegría conocer que la Universitat Internacional de Catalunya ha resumido su ideario en una frase de Jesucristo recogida en el Evangelio de San Juan: veritas liberabit vos (Jn 8, 32), la verdad os hará libres. Amar la verdad significa amar y defender la libertad, pues se alzan como actitudes inseparables. Para ser verdaderamente libres, resulta preciso buscar sinceramente la verdad y, en el caso de los educadores —entre los que en primer lugar destacado se encuentran los padres—, exige un empeño diario por educar a los niños y a los jóvenes en los bienes auténticos.
Los padres han de enseñar a sus hijos a distinguir el bien del mal, y a escoger libremente el bien. Pero ¿cómo compaginar, en la práctica, el respeto de su libertad con el desvelo para que opten por el bien? San Josemaría nos responde: no es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable[14].
La amistad con los hijos requiere tiempo y empeño constante por atenderlos, estar interesados por sus cosas, compartir con ellos afanes y proyectos. Resulta importantísimo que esas criaturas vuestras lleguen a considerar al padre y a la madre como verdaderos amigos, es decir, personas a las que confiar sus preocupaciones y dificultades. Afirmaba San Josemaría: los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional. Pero el consejo —continuaba el Fundador del Opus Dei— no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y —más de una vez— en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal[15].
Si hay verdadero cariño en la familia, esto resulta hacedero. Y así, todas las circunstancias que jalonan la vida ordinaria harán que el hogar se convierta en una constante y efectiva escuela de virtudes. La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria[16].
Los padres cristianos procuran dar a sus hijos, también, lo mejor que poseen: la fe. Han de acompañarlos en el camino del conocimiento y del trato con Dios, aprender juntos las verdades del Evangelio y el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas. De manera semejante, en este punto, San Josemaría recomendaba optar por el ejemplo y por la libertad. Así lo explicaba en una de sus catequesis: no les obliguéis a nada, pero que os vean rezar: es lo que yo he visto hacer a mis padres, y se me ha quedado en el corazón. De modo que cuando tus hijos lleguen a mi edad, se acordarán con cariño de su madre y de su padre, que les obligaron solo con el ejemplo, con la sonrisa, y dándoles la doctrina cuando era conveniente, sin darles la lata[17].
Poned interés en hacerles entender las oraciones que les enseñáis —pocas, cuando son pequeños—, y esmeraos en que lleguen bien preparados para recibir los sacramentos. Resulta indispensable ayudarles a tomar conciencia de su dignidad de hijos de Dios, ya que sepan responder generosamente a los dones que reciben de su Padre del cielo, orientando su existencia a horizontes generosos y trascendentes.
Junto a la gozosa realidad de esta vida de libertad, como hijos de Dios, afanaos en enseñarles las obligaciones que corresponden a su situación como personas y como cristianos. Se trata, en definitiva, de acompañarlos en el empeño por alcanzar la santidad, a la que todos estamos llamados. Os recuerdo esta exhortación de San Josemaría: vosotros, madres y padres cristianos, sois un gran motor espiritual, que manda a los vuestros fortaleza de Dios para esa lucha, para vencer, para que sean santos. ¡No les defraudéis! [18].
Recientemente, Benedicto XVI resumía todas estas recomendaciones cuando pedía a los padres: «Que permanezcáis siempre firmes en vuestro amor recíproco: éste es el primer gran don que necesitan vuestros hijos para crecer serenos, para ganar confianza en sí mismos y confianza en la vida, y para aprender ellos a ser a su vez capaces de amor auténtico y generoso. Además, el bien que queréis para vuestros hijos debe daros el estilo y la valentía del verdadero educador, con un testimonio coherente de vida y también con la firmeza necesaria para templar el carácter de las nuevas generaciones, ayudándoles a distinguir con claridad entre el bien y el mal y a construir a su vez sólidas reglas de vida, que las sostengan en las pruebas futuras. Así enriqueceréis a vuestros hijos con la herencia más valiosa y duradera, que consiste en el ejemplo de una fe vivida diariamente»[19]
4. La familia, configuradora de la sociedad
La familia, en la medida en que cada uno de sus miembros pone un serio empeño en llevar a cabo la misión que le corresponde, es el entorno más adecuado para el crecimiento de las personas. Pero no acaba en ese ámbito —en el de la propia familia— su función. Se requiere que toda esa riqueza redunde en favor de la sociedad.
Esta dimensión natural de la familia —como ocurre en otros campos— se esclarece aún más a la luz de la fe. Todos somos hijos de Dios, hermanos entre nosotros. Con este sentido de viva fraternidad, ningún afán de los demás puede resultarnos indiferente. Los retos de la sociedad a la que pertenecemos merecen, entonces, toda nuestra atención.
En la década de los 60 del siglo XX, en momentos de particular intensidad en la historia del mundo y de la Iglesia, el Señor dio a entender con fuerza a San Josemaría que, al ser los padres los primeros responsables de la educación de sus hijos, debían ser ellos mismos quienes sin dilación emprendieran y se hicieran cargo de muchos nuevos centros de enseñanza, en los que se educara a los hijos en los valores humanos y cristianos. Doctrina antigua, que repetidamente había puesto por escrito y había predicado. Pero en aquellos años 60, caracterizados por fuertes convulsiones sociales, esa luz se hizo más fuerte y operativa.
Su intensa oración por esta intención concreta, y una incansable catequesis, removieron la conciencia de muchos padres y madres de familia en los cinco continentes. Desde entonces, han florecido por todas partes centros de enseñanza a todos los niveles, cuya promoción, gestión y desarrollo recae sobre los padres de los alumnos, que prestan así un gran bien a la familia, a la sociedad y a la Iglesia.
En una ocasión, San Josemaría dirigía estas palabras a los padres de uno de esos colegios:
El primer negocio es que vuestros hijos salgan como deseáis; por lo menos tan buenos y, si es posible, mejor que vosotros. Por tanto, ¡insisto!: esta clase de Colegios, promovidos por los padres de familia, tienen interés, en primer término, para los padres de familia; luego, para el profesorado, y después para los estudiantes. Y me diréis: ¿este trabajo será útil? Lo estáis viendo: cada uno tiene experiencia personal, a través de la de sus hijos. Si no van mejor, es por culpa vuestra: porque no rezáis y porque no venís por aquí. Vuestra labor es muy interesante, y vuestros negocios no se resentirán por esta dedicación que os pide el Colegio. Con palabras del Espíritu Santo, os digo: electi mei non laborabunt frustra (Is 65, 23). Os ha elegido el Señor, para esta labor que se hace en provecho de vuestros hijos, de las almas de vuestros hijos, de las inteligencias de vuestros hijos, del carácter de vuestros hijos; porque aquí no sólo se enseña, sino que se educa, y los profesores participan de los derechos y deberes del padre y de la madre [20].
No puedo acabar este recorrido —necesariamente breve- por algunas enseñanzas de San Josemaría sobre el matrimonio y la familia, sin señalar que se inscriben perfectamente en la doctrina social de la Iglesia, que concibe la institución familiar como vertebradora de la sociedad. La familia es, en efecto, «célula fundamental de la sociedad»[21] y «escuela del más rico humanismo»[22]. Tiene, sin lugar a dudas, una misión insustituible: los hijos educados en su seno serán el día de mañana cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad[23].
San Josemaría acudía con frecuencia al ejemplo de los primeros cristianos. Le gustaba referirse a aquellas familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído[24].
Paz y alegría. Ante algunos sucesos, ante algunas modas culturales y legislaciones deshumanizadoras, que se alejan del ideal cristiano —que es también el auténticamente humano— de matrimonio y familia, alguno podría tener la tentación de quedar abatido. Si así le ocurriera, estoy seguro de que San Josemaría le replicaría que, aunque se trate de momentos fuertes para las personas, son tiempos de optimismo, de trabajar y rezar, de rezar y trabajar, con la firme seguridad de la fe y con la fuerza perenne de la familia. Ha llegado el momento, por tanto, de hacer una extensa labor positiva, ahogando el mal en abundancia de bien. Un bien que, por otro lado, repartiremos a manos llenas y con alegría en todos los ambientes. Las familias cristianas tienen un gran tesoro que transmitir a los demás, un servicio preciosísimo que prestar a la sociedad con su conducta ejemplar y con su solidaridad entre padres e hijos, y también con los abuelos. Y, como todo servicio, se debe hacer con alegría.
Nos encontramos ante una cultura que corre el peligro de perder el sentido propio del matrimonio y de la institución familiar. Frente a este panorama, Juan Pablo II urgía a procurar que “mediante una educación evangélica cada vez más completa, las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la de los más frágiles que son los hijos. Las familias mismas deben ser cada vez más conscientes de la atención debida a los hijos y hacerse promotores de una eficaz presencia eclesial y social para tutelar sus derechos»[25].
Como recordó la Congregación para la Doctrina de la Fe, en un importante y actual documento, si el ordenamiento jurídico de una sociedad reconoce y tutela «la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad», la sociedad se constituye sobre una base sólida. Junto con «el derecho primario a la vida desde la concepción hasta su término natural» y «la libertad de los padres en la educación de sus hijos», la tutela y promoción de la familia, así entendida, constituye una «exigencia ética fundamental e irrenunciable», para «el bien integral de la persona»[26], de todas las personas, que es preciso defender. Por eso, como afirmaba San Josemaría, hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas[27].
Es ésta una labor que es preciso llevar a cabo por amor a todos: porque a todos beneficia el hecho de que haya muchas familias unidas, abiertas a la vida y con mentalidad de servicio. Constituyen el lugar idóneo para el crecimiento y realización de cada uno como persona, para su apertura a los demás, para la adquisición de virtudes y, en el caso de los cristianos, para la recepción y la transmisión de la fe.
Difundir la verdad sobre la familia y el matrimonio se nos muestra como una de las tareas prioritarias en la nueva evangelización. Es obligación que corresponde a todos, a cada uno desde su propia posición en la familia: como esposos, como padres, como hijos, como abuelos; también en el caso de quienes, aceptando alegremente la Voluntad de Dios, no han recibido el fruto de los hijos y gastan sus energías siendo un matrimonio ejemplar en el servicio a los demás. Os animo, pues, a todos, a tomar parte en este reto, del que dependen grandes beneficios para el futuro de muchas personas y de la entera sociedad.
Sé que este empeño forma parte muy importante de la misión que configura a esta Universidad, y que desde los comienzos habéis desarrollado instrumentos e iniciativas académicas para trabajar por el pleno reconocimiento de la familia. Una prueba es este Congreso universitario internacional en torno a esta célula capital de la sociedad, con el que habéis querido celebrar el décimo aniversario de la fundación de la Universidad.
Estoy seguro de que San Josemaría mira con predilección, desde el Cielo, todos vuestros esfuerzos, y los bendice.
También yo bendigo de todo corazón estos afanes, incluyendo a todos los que formáis parte de la Universitat Internacional de Catalunya, y a cuantos habéis participado en este Congreso y trabajáis por hacer realidad estos ideales en los más variados lugares del mundo.
[1] San Josemaría, Conversaciones, n. 73.
[2] Ibid., n. 74.
[3] Juan Pablo II, Homilía en la canonización de San Josemaría, 6-X-2002
[4] San Josemaría, Conversaciones, n. 121.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23
[6] Benedicto XVI, Discurso en la ceremonia de apertura de la Asamblea eclesial de la Diócesis de Roma, 6-VI-2005.
[7] Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro Mundial de las Familias, 8-VII-2006.
[8] San Josemaría, Conversaciones, n. 91.
[9] Ibid [10] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 4-VI-1974.
[11] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 25. [12] San Josemaría, Conversaciones, n. 91.
[13] San Josemaría, Conversaciones, n. 104.
[14] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 27.
[15] San Josemaría, Conversaciones, n. 104.
[16] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23
[17] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 28-X-1972.
[18] San Josemaría, Forja, n. 692
[19]Benedicto XVI, Discurso a la Diócesis de Roma con motivo de la entrega de la carta sobre la tarea urgente de la educación, 23-11-2008.
[20] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 21-XI-1972.
[21] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 40.
[22] Concilio vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 52. [23] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 28.
[24]Ibid., n. 30.
[25] Juan Pablo II, Carta apost. Novo millennio ineunte, 6-1-2001, n. 47.
[26] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24-xI-2002, n. 4.
En este artículo recopilamos diversos recursos para enseñar a los niños la oración por excelencia, aquella que Cristo nos enseñó: el Padrenuestro.
* * *
Recemos juntos el Padrenuestro
Significado del Padrenuestro para niños, explicado por Infancia Misionera.
1.— Padre nuestro que estás en el cielo.
Si Jesucristo no nos llega a revelar que Dios es nuestro Padre, jamás se le hubiera ocurrido ni al más santo de la tierra. —¿Dónde está Dios nuestro Padre, además de su casa del cielo…? Pregunta sabrosa como para escuchar las verdades más bellas y los disparates más inocentes.
2.— Santificado sea tu nombre.
O sea, que todos bendigamos y glorifiquemos a Dios, que más falta nos hace a nosotros que El sea glorificado y más bienes se nos siguen, porque así nos bendice y nos ayuda como PADRE NUESTRO.
3.— Venga a nosotros tu reino.
Sin votaciones ni elecciones, ni peleas. Los misioneros se la pasan en eso toda su vida. Anunciando el Reino de Dios.
4.— Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
¡Qué golilla para el mundo entero! Viviríamos casi como en el paraiso; lo de casi es porque allí no necesitamos médicos ni farmacias; aquí en la tierra, hasta los santos se enferman y mueren.
5.— Danos hoy nuestro pan de cada día.
Jesús pensó en nosotros. Tres peticiones en honor de Dios y cuatro en provecho de la gente (cuenten y verán). Claro que lo del pan es lo primero; sin comer no se puede rezar.
6.— Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
O sea, «dando y dando, pajarito volando». Con Dios nadie se las puede echar de vivo. Si tú perdonas, te perdonan, si no olvídate de eso y cambia.
7.— No nos dejes caer en la tentación.
Vean al muchachito que se acuesta de puro flojo y deja la tarea y todos sus deberes, para cuando venga su mamá…
8.— Líbranos del mal. Amen
Advertencia
Con lo que usted sabe del Padrenuestro y con estos dibujos a la vista, tiene un poco de catequesis sabrosas y profundas, tal como se contienen en la oración del Señor. Es cuestión de corazón y un poco de fantasía de la buena. Pueden salir estupendos misioneros, ¡aunque usted no lo crea!
Santo Tomás Moro, cuya fiesta celebramos el 22 de junio, es el patrón de los gobernantes y los políticos. Pero sus escritos reflejan, además de sus planteamientos políticos y religiosos, el magnífico ambiente cristiano que vivía en su propio hogar, con su familia.
* * *
Carta apostólica de SS Juan Pablo II para la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos.
Recientemente, algunos Jefes de Estado y de Gobierno, numerosos exponentes políticos, algunas Conferencias Episcopales y Obispos de forma individual, me han dirigido peticiones en favor de la proclamación de santo Tomás Moro como Patrono de los Gobernantes y de los Políticos. Entre los firmantes de esta petición hay personalidades de diversa orientación política, cultural y religiosa, como expresión de vivo y difundido interés hacia el pensamiento y la conducta de este insigne hombre de gobierno.
1. De la vida y del martirio de santo Tomás Moro brota un mensaje que a través de los siglos habla a los hombres de todos los tiempos de la inalienable dignidad de la conciencia, la cual, como recuerda el Concilio Vaticano II, «es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (Gaudium et spes, 16). Cuando el hombre y la mujer escuchan la llamada de la verdad, entonces la conciencia orienta con seguridad sus actos hacia el bien. Precisamente por el testimonio, ofrecido hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero de coherencia moral. Y también fuera de la Iglesia, especialmente entre los que están llamados a dirigir los destinos de los pueblos, su figura es reconocida como fuente de inspiración para una política que tenga como fin supremo el servicio a la persona humana.
2. Tomás Moro vivió una extraordinaria carrera política en su País. Nacido en Londres en 1478 en el seno de una respetable familia, entró desde joven al servicio del Arzobispo de Canterbury Juan Morton, Canciller del Reino. Prosiguió después los estudios de leyes en Oxford y Londres, interesándose también por amplios sectores de la cultura, de la teología y de la literatura clásica. Aprendió bien el griego y mantuvo relaciones de intercambio y amistad con importantes protagonistas de la cultura renacentista, entre ellos Erasmo Desiderio de Rotterdam.
Su sensibilidad religiosa lo llevó a buscar la virtud a través de una asidua práctica ascética: cultivó la amistad con los frailes menores observantes del convento de Greenwich y durante un tiempo se alojó en la cartuja de Londres, dos de los principales centros de fervor religioso del Reino. Sintiéndose llamado al matrimonio, a la vida familiar y al compromiso laical, se casó en 1505 con Juana Colt, de la cual tuvo cuatro hijos. Juana murió en 1511 y Tomás se casó en segundas nupcias con Alicia Middleton, viuda con una hija. Fue durante toda su vida un marido y un padre cariñoso y fiel, profundamente comprometido en la educación religiosa, moral e intelectual de sus hijos. Su casa acogía yernos, nueras y nietos y estaba abierta a muchos jóvenes amigos en busca de la verdad o de la propia vocación. La vida de familia permitía, además, largo tiempo para la oración común y la lectio divina, así como para sanas formas de recreo hogareño. Tomás asistía diariamente a Misa en la iglesia parroquial, y las austeras penitencias que se imponía eran conocidas solamente por sus parientes más íntimos.
3. En 1504, bajo el rey Enrique VII, fue elegido por primera vez para el Parlamento. Enrique VIII le renovó el mandato en 1510 y lo nombró también representante de la Corona en la capital, abriéndole así una brillante carrera en la administración pública. En la década sucesiva, el rey lo envió en varias ocasiones para misiones diplomáticas y comerciales en Flandes y en el territorio de la actual Francia. Nombrado miembro del Consejo de la Corona, juez presidente de un tribunal importante, vicetesorero y caballero, en 1523 llegó a ser portavoz, es decir, presidente de la Cámara de los Comunes.
Estimado por todos por su indefectible integridad moral, la agudeza de su ingenio, su carácter alegre y simpático y su erudición extraordinaria, en 1529, en un momento de crisis política y económica del País, el Rey le nombró Canciller del Reino. Como primer laico en ocupar este cargo, Tomás afrontó un período extremadamente difícil, esforzándose en servir al Rey y al País. Fiel a sus principios se empeñó en promover la justicia e impedir el influjo nocivo de quien buscaba los propios intereses en detrimento de los débiles. En 1532, no queriendo dar su apoyo al proyecto de Enrique VIII que quería asumir el control sobre la Iglesia en Inglaterra, presentó su dimisión. Se retiró de la vida pública aceptando sufrir con su familia la pobreza y el abandono de muchos que, en la prueba, se mostraron falsos amigos.
Constatada su gran firmeza en rechazar cualquier compromiso contra su propia conciencia, el Rey, en 1534, lo hizo encarcelar en la Torre de Londres dónde fue sometido a diversas formas de presión psicológica. Tomás Moro no se dejó vencer y rechazó prestar el juramento que se le pedía, porque ello hubiera supuesto la aceptación de una situación política y eclesiástica que preparaba el terreno a un despotismo sin control. Durante el proceso al que fue sometido, pronunció una apasionada apología de las propias convicciones sobre la indisolubilidad del matrimonio, el respeto del patrimonio jurídico inspirado en los valores cristianos y la libertad de la Iglesia ante el Estado. Condenado por el tribunal, fue decapitado.
Con el paso de los siglos se atenuó la discriminación respecto a la Iglesia. En 1850 fue restablecida en Inglaterra la jerarquía católica. Así fue posible iniciar las causas de canonización de numerosos mártires. Tomás Moro, junto con otros 53 mártires, entre ellos el Obispo Juan Fisher, fue beatificado por el Papa León XIII en 1886. Junto con el mismo Obispo, fue canonizado después por Pío XI en 1935, con ocasión del IV centenario de su martirio.
4. Son muchas las razones a favor de la proclamación de santo Tomás Moro como Patrono de los Gobernantes y de los Políticos. Entre estas, la necesidad que siente el mundo político y administrativo de modelos creíbles, que muestren el camino de la verdad en un momento histórico en el que se multiplican arduos desafíos y graves responsabilidades. En efecto, fenómenos económicos muy innovadores están hoy modificando las estructuras sociales. Por otra parte, las conquistas científicas en el sector de las biotecnologías agudizan la exigencia de defender la vida humana en todas sus expresiones, mientras las promesas de una nueva sociedad, propuestas con buenos resultados a una opinión pública desorientada, exigen con urgencia opciones políticas claras en favor de la familia, de los jóvenes, de los ancianos y de los marginados.
En este contexto es útil volver al ejemplo de santo Tomás Moro que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al poder, sino al supremo ideal de la justicia. Su vida nos enseña que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes. Convencido de este riguroso imperativo moral, el Estadista inglés puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente si era débil o pobre; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de equidad; tuteló la familia y la defendió con gran empeño; promovió la educación integral de la juventud. El profundo desprendimiento de honores y riquezas, la humildad serena y jovial, el equilibrado conocimiento de la naturaleza humana y de la vanidad del éxito, así como la seguridad de juicio basada en la fe, le dieron aquella confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida entera de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo.
Refiriéndome a semejantes ejemplos de armonía entre la fe y las obras, en la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici escribí que «la unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres» (n. 17).
Esta armonía entre lo natural y lo sobrenatural es tal vez el elemento que mejor define la personalidad del gran Estadista inglés. Él vivió su intensa vida pública con sencilla humildad, caracterizada por el célebre «buen humor», incluso ante la muerte.
Éste es el horizonte a donde le llevó su pasión por la verdad. El hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral. Ésta es la luz que iluminó su conciencia. Como ya tuve ocasión de decir, «el hombre es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención. Podría decirse, con expresión atrevida, que los derechos del hombre son también derechos de Dios» (Discurso 7.4.1998, 3).
Y fue precisamente en la defensa de los derechos de la conciencia donde el ejemplo de Tomás Moro brilló con intensa luz. Se puede decir que él vivió de modo singular el valor de una conciencia moral que es «testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma» (Enc. Veritatis splendor, 58). Aunque, por lo que se refiere a su acción contra los herejes, sufrió los límites de la cultura de su tiempo.
El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución Gaudium et spes, señala cómo en el mundo contemporáneo está creciendo «la conciencia de la excelsa dignidad que corresponde a la persona humana, ya que está por encima de todas las cosas, y sus derechos y deberes son universales e inviolables» (n. 26). La historia de santo Tomás Moro ilustra con claridad una verdad fundamental de la ética política. En efecto, la defensa de la libertad de la Iglesia frente a indebidas ingerencias del Estado es, al mismo tiempo, defensa, en nombre de la primacía de la conciencia, de la libertad de la persona frente al poder político. En esto reside el principio fundamental de todo orden civil de acuerdo con la naturaleza del hombre.
5. Confío, por tanto, que la elevación de la eximia figura de santo Tomás Moro como Patrono de los Gobernantes y de los Políticos ayude al bien de la sociedad. Ésta es, además, una iniciativa en plena sintonía con el espíritu del Gran Jubileo que nos introduce en el tercer milenio cristiano.
Por tanto, después de una madura consideración, acogiendo complacido las peticiones recibidas, constituyo y declaro Patrono de los Gobernantes y de los Políticos a santo Tomás Moro, concediendo que le vengan otorgados todos los honores y privilegios litúrgicos que corresponden, según el derecho, a los Patronos de categorías de personas.
Sea bendito y glorificado Jesucristo, Redentor del hombre, ayer, hoy y siempre.
Palabras del Santo Padre Benedicto XVI en las que reflexiona sobre la llamada universal a la santidad.
Queridos hermanos y hermanas:
En las Audiencias Generales de estos últimos dos años, nos han acompañado las figuras de muchos Santos y Santas: hemos aprendido a conocerles desde cerca y a entender que toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida fueron los faros de muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de muchos modos la presencia potente y transformadora del Resucitado; dejaron que Cristo tomase tan plenamente sus vidas que podían afirmar como san Pablo “no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Ga 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, “nos une a Cristo, del cual, como de la Fuente y la Cabeza, emana toda la gracia y toda la vida del mismo Pueblo de Dios” (Conc. Ec. Vat. II, Cost. Dogm. Lumen gentium 50. Al final de este ciclo de catequesis, quisiera ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.
¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se piensa que la santidad es un objetivo reservado a unos pocos elegidos. San Pablo, sin embargo, habla del gran diseño de Dios y afirma: “En él – Cristo – (Dios) nos ha elegido antes de la creación del mundo, y para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del diseño divino está Cristo, en el que Dios muestra su Rostro: el Misterio escondido en los siglos se ha revelado en la plenitud del Verbo hecho carne. Y Pablo dice después: “porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud” (Col 1,19). En Cristo el Dios viviente se ha hecho cercano, visible, audible, tangible de manera que todos puedan obtener de su plenitud de gracia y de verdad (cfr Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única suprema ley, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La medida de la santidad vienen dada por la altura de la santidad que Cristo alcanza en nosotros, de cuanto, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es el conformarnos a Jesús, como afirma san Pablo: “En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: “Viva será mi vida llena de Ti (Confesiones, 10,28). El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido: “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios …siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria” (nº41).
Pero permanece la pregunta: ¿Cómo podemos recorrer el camino de santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta está clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces Santo ( (cfr Is 6,3), que nos hace santos, y la acción del Espíritu Santo que nos anima desde nuestro interior, es la vida misma de Cristo Resucitado, que se nos ha comunicado y que nos transforma. Para decirlo otra vez según el Concilio Vaticano II: “Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” (ibid., 40). La santidad tiene, por tanto, su raíz principal en la gracia bautismal, en el ser introducidos en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado, san Pablo destaca la transformación que obra en el hombre la gracia bautismal y llega a cuñar una terminología nueva, forjada con la preposición “con”: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con Cristo; nuestro destino está vinculado indisolublemente al suyo. “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que comportan, pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y en el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? De nuevo el Concilio Vaticano II precisa; nos dice que la santidad no es otra cosa que la caridad plenamente vivida. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1Jn 4,16). Ahora, Dios ha difundido ampliamente su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cfr Rm 5,5); por esto el primer don y el más necesario es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él. Para que la caridad como una buena semilla, crezca en el alma y nos fructifique, todo fiel debe escuchar voluntariamente la Palabra de Dios, y con la ayuda de su gracia, realizar las obras de su voluntad, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y en la santa liturgia, acercarse constantemente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al servicio activo a los hermanos y al ejercicio de toda virtud. La caridad, de hecho, es vínculo de la perfección y cumplimiento de la ley (cfr Col 3,14; Rm 13, 10), dirige todos los medios de santificación, da su forma y la conduce a su fin. Quizás también este lenguaje del Concilio Vaticano II es un poco solemne para nosotros, quizás debemos decir las cosas de un modo todavía más sencillo. ¿Qué es lo más esencial? Esencial es no dejar nunca un domingo sin un encuentro con el Cristo Resucitado en la Eucaristía, esto no es una carga, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que es simplemente la definición de la caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al principio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de la caridad. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. (Lumen gentium, 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos.
He aquí el porqué de que San agustín, comentando el cuarto capítulo de la 1ª Carta de San Juan puede afirmar una cosa sorprendente: «Dilige et fac quod vis», “Ama y haz lo que quieras”. Y continúa: “Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor, si corriges, corrige por amor, si perdonas, perdona por amos, que es té en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien” (7,8: PL 35). Quien se deja conducir por el amor, quien vive la caridad plenamente es Dios quien lo guía, porque Dios es amor. Esto significa esta palabra grande: «Dilige et fac quod vis», “Ama y haz lo que quieras”.
Quizás podríamos preguntarnos: ¿podemos nosotros, con nuestras limitaciones, con nuestra debilidad, llegar tan alto? La Iglesia, durante el Año Litúrgico, nos invita a recordar a una fila de santos, quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana. Ellos nos dicen que es posible para todos recorrer este camino. En todas las épocas de la historia de la Iglesia, en toda latitud de la geografía del mundo, los santos pertenecen a todas las edades y a todo estado de vida, son rostros concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre sí. En realidad, debo decir que también según mi fe personal muchos santos, no todos, son verdaderas estrellas en el firmamento de la historia. Y quisiera añadir que para mí no sólo los grandes santos que amo y conozco bien son “señales en el camino”, sino que también los santos sencillos, es decir las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizados. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero que en su bondad de todos los días, veo la verdad de la fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia y para mi la apología segura del cristianismo y la señal de donde está la verdad.
En la comunión con los santos, canonizados y no canonizados, que la Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros disfrutamos de su presencia y de su compañía y cultivamos la firme esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida beata, la vida eterna.
Queridos amigos, ¡qué grande y bella, y también sencilla, es la vocación cristiana vista desde esta luz! Todos estamos llamados a la santidad: es la medida misma de la vida cristiana. Una vez más san Pablo lo expresa con gran intensidad cuando escribe: “Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido… El comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4,7.11-13). Quisiera invitaros a todos a abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser, también nosotros, como piezas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, para que el Rostro de Cristo resplandezca en la plenitud de su fulgor. No tengamos miedo de mirar hacia lo alto, hacia la altura de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado, sino que dejemos guiarnos en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque si nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será Él el que nos transforme según su amor. Gracias.
Mateo 6, 1-6.16-18. Miércoles de la 11.ª semana del Tiempo Ordinario. La hipocresía en la Iglesia… ¡Cuánto mal nos hace a todos!
Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo. Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Primera lectura: Libro Segundo de Reyes, 2 Re 2, 1.6-14
Salmo: Sal 31(30), 20-21.24
Oración introductoria
Señor, te imploro me ayudes a vivir una fe más auténtica, más firme, con una mayor pureza de intención, que busque crecer en el amor. Que tu gracia me guíe para aprovechar todos los medios espirituales que me ofreces a través de nuestra madre, la Iglesia.
Petición
Señor, dame la gracia de convertirme a Ti con todo mi corazón, recordando que polvo soy.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Intelectuales sin talento, «eticistas» sin bondad, portadores de bellezas de museo»: éstas son las categorías de «hipócritas que tanto reprende Jesús». Las indicó el Papa Francisco en la misa del [día de hoy], por la mañana, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, deteniéndose en la hipocresía, que existe también en la Iglesia, y en el daño que produce. El Pontífice recordó que «el Señor en el Evangelio habla numerosas veces de la hipocresía» y «contra los hipócritas».
Existen «los hipócritas de la casuística: son los intelectuales de la casuística», que «no cuentan con la inteligencia de encontrar y explicar a Dios»; permanecen sólo en la «casuística: «hasta aquí se puede, hasta aquí no se puede»»; son «cristianos intelectuales sin talento». Otros, en cambio, son los de los preceptos, que llevan al pueblo de Dios por un camino sin salida —prosiguió—. Son «eticistas» sin bondad. No saben lo que es la bondad. Son «eticistas»: «se debe hacer esto, esto, esto…». «Llenan de preceptos», pero «sin bondad». Y se adornan con «mantos, con muchas cosas para aparentar ser majestuosos, perfectos»; sin embargo «no tienen sentido de la belleza. Llegan sólo a una belleza de museo».
«El Señor habla de otra clase de hipócritas, quienes se mueven en ámbito sacro». Este caso es el más grave —advirtió el Santo Padre—, porque roza el pecado contra el Espíritu Santo. «El Señor habla de ayuno, oración y limosna —dijo—: los tres pilares de la piedad cristiana, de la conversión interior que la Iglesia nos propone a todos en Cuaresma. Y en este camino están los hipócritas, que presumen al hacer ayuno, al dar limosna, al rezar. Pienso que cuando la hipocresía llega a ese punto, en la relación con Dios estamos bastante cerca del pecado contra el Espíritu Santo. Éstos no saben de belleza, no saben de amor, no saben de verdad; son pequeños, viles».
No todo está perdido. Una ayuda para emprender «el camino contrario» viene de lo que dice Pablo en su segunda carta a los Corintios (9, 6-11): «nos habla de largueza, de alegría —prosiguió el Santo Padre—. Todos hemos tenido la tentación de la hipocresía. Todos. Todos los cristianos. Pero todos tenemos también la gracia, la gracia que viene de Jesucristo, la gracia de la alegría, la gracia de la magnanimidad, de la largueza». Pues bien: si «el hipócrita no sabe lo que es la alegría, no sabe lo que es la largueza, no sabe lo que es la magnanimidad», Pablo nos indica un camino alternativo hecho precisamente «de alegría, largueza y magnanimidad».
No dudó el Papa Francisco en referirse «a la hipocresía en la Iglesia». «¡Cuánto mal nos hace a todos!» —exclamó—. Incluso porque «todos nosotros tenemos la posibilidad de convertirnos en hipócritas». Por ello invitó a pensar en Jesús, «que nos habla de rezar en lo secreto, perfumar la cabeza el día del ayuno y no tocar la tromba cuando hacemos una obra buena». En esto, en la oración —aseguró, citando la parábola de Jesús del Evangelio de Lucas (18, 9-14)—, «nos hará bien la imagen tan bella del publicano: «Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador». Y esta es la oración que nosotros debemos hacer todos los días, con la conciencia de que somos pecadores, con pecados concretos, no teóricos».
Hacer un examen de conciencia y averiguar en qué momentos no tuve rectitud de intención.
Diálogo con Cristo
Qué difícil, Señor, es confiar plenamente en tu divina Providencia. Por naturaleza me gusta el aplauso y el reconocimiento de los demás; frecuentemente convierto mi oración en un pliego de peticiones, o lo que es peor, en reclamos. No me gusta renunciar a algo y sacrificarme. Gracias por tu paciencia y tu misericordia, con tu gracia podré vencer mis malas inclinaciones para poder cumplir así el mandamiento de tu amor.
El canto es una forma intensa de expresión verbal, poética y musical a la vez. Es una de las maneras más completas de la expresión humana y quizás uno de los mejores momentos para alabar y comunicarse con Dios.
El canto ocupa un lugar destacadísimo en la oración infantil. Junto al gesto es uno de los medios de expresión que más gusta y atrapa a los niños. El canto penetra de tal modo en el corazón de los pequeños que muchas canciones aprendidas en la infancia se recuerdan de por vida.
El canto religioso es un recurso educativo-recreativo-pastoral importantísimo. En la catequesis de niños el canto debe ser un elemento cotidiano y permanente. Especialmente cuando unimos cantos con gestos. Esta fusión “mágica” de canto y gesto genera en los pequeños una respuesta que ni siquiera imaginamos, cuya potencia educadora es de difícil dimensionamiento. Quienes ya han hecho la experiencia sabrán que pocas cosas les gustan más a los chicos que «cantar con todo el cuerpo»; es decir, hacer una sola cosa del gesto, la canción y la oración.
Mi Ni El aire de Jerusalén, y el de toda Judea, estaba encendido de esperanza. Herodes envejecía en su palacio de Jericó. Las almas se agitaban inquietas, y en todas partes se esperaba el cumplimiento de las profecías. De repente, en el templo resuena la voz de un ángel. El sacerdote Zacarías, de la familia de Abías, vivía en Ain-Karem, cerca de Hebrón, en las montañas de Judea, con su esposa Isabel, los dos ya mayores, que han pasado la vida soñando un hijo. Pero Isabel era estéril y ya infértil. Zacarías, sacerdote, oficiaba en el templo. Cuando iba a quemar el incienso ante el altar, resplandeciente de oro y de lámparas ardientes, esperaba con el incienso en las manos, a que sonara la trompeta. Cuando sonó, vació el incienso de la caja de oro y le sorprendió una aparición misteriosa.
Sobresalto de Zacarías
Los fieles expectantes le vieron con el rostro desencajado. Había oído al ángel: «No temas, Zacarías, que tu oración ha sido escuchada; tu mujer, Isabel, te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Será grande a los ojos del Señor, y se llenará de Espíritu Santo ya en el seno de su madre». Era una noticia demasiado grande y demasiado hermosa y venturosa: «¿Cómo conoceré esto?». El ángel le dijo: «Yo soy Gabriel, uno de los espíritus que asisten delante de Dios. Pues, mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que todo esto se cumpla» (Lc 1,13). Y Zacarías quedó mudo por su falta de fe: «por no haber creído estas palabras, que se cumplirán a su tiempo». El no creer no impide que se cumpla el mensaje, pero el que no cree, se queda sin el gozo de la promesa creída y esperada.
En el seno de sus madres los niños son personas
Dos Niños no nacidos, que ríen, cantan, santifican y son santificados en el seno de sus madres. El niño saltó de alegría y de gozo cuando sintió la presencia del Salvador en el seno de María. El júbilo del niño inspiró a Guido d’Arezzo a dar el nombre de las notas musicales según la primera sílaba de los siete versos de la primera estrofa del himno compuesto por él para la fiesta de San Juan: «Ut (cambiado por Do) queant laxis – Resonare fibris – Mira gestorum – Famuli tuorum – Solve polluti – Labii reatum, – Sancte Joannes». «Para que tus maravillosas obras puedan ser cantadas – por los labios manchados – limpia sus manchas – San Juan». ¡Horror!, que la alegría de Juan dando brincos en el seno de su madre ante la presencia de otro Niño seis meses más pequeño, se convierta en dolor, lágrimas y cánticos fúnebres en millones de niños muertos en el seno materno, hoy mismo!
Nacimiento de Juan
Isabel dio a luz a un niño, que fue circuncidado con el nombre de Juan, que significa «Yahvé se ha compadecido». Zacarías volvió a hablar, y «bendijo al Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo con una fuerza de salvación, como lo habían anunciado los profetas; por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto». Los vecinos y parientes desbordaban de alegría, porque el Señor había manifestado su misericordia, y en las montañas de Judea, resonaba el interrogante: «¿Qué va a ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él». Palabras que eran el eco del Salmo 138, «Pones tu mano sobre mí. Tú has formado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. ¡Te doy gracias por tamaño prodigio y me maravillo con tus maravillas!». Y las de Isaías: «Estaba yo en el vientre y el Señor me llamó en las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre. Hizo de mí una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba». Desvanecidos los rumores, ya no se volvió a hablar del sacerdote de Ain-Karem, ni de Isabel, ni del niño. Cuando se desató la persecución de Herodes contra los niños menores de dos años, el pequeño tenía un año y medio. Dice una tradición, que Isabel huyó a las montañas más escondidas donde vivió cuarenta días en una cueva, y Zacarías fue asesinado por no querer descubrir el sitio a los sicarios de Herodes.
La vocación y los modos diferentes de cumplirla
«El niño iba creciendo y su carácter se afianzaba; vivió el desierto hasta que se presentó a Israel». Se preparó para cumplir su misión. Nosotros tantas veces comenzamos nuestra misión profética sin haber crecido… Un director espiritual de seminario mostraba su extrañeza por lo pronto que se desinflaban los nuevos sacerdotes recién ordenados. No advertía que se cosecha lo que se siembra. Ambiente competitivo de estudio, ansia de salir cuanto antes al mundo sin la preparación adecuada. Prisa por la exigencia de cubrir los puestos canónicos. En resumen, soldados sin instrucción, no digo teórica, sino de transformación personal. Escaso adiestramiento en las virtudes de humildad profunda, de caridad verdadera, de castidad luminosa y sin represión, de desprendimiento de la vanidad, y todo lo que se supone y que no se tiene, no presagian otra cosa que lo que ocurre que, por decirlo con brevedad, no es sino enviar a ejercer la cirugía a internos que nunca practicaron. Urge la preparación personal sin prisas si se busca el progreso del evangelio.
No se puede evangelizar sin estar evangelizado
Ni sacerdotes ni laicos podemos salir a evangelizar con nuestro espíritu a medio cocer, y quiera Dios que a ello llegue nuestro estado y no nos encontremos en grados inferiores. Porque podemos hacer ruido pero no dar al Señor. Y encima, perder el mérito junto con el fruto. Ya recibieron su paga. Cataloga San Juan de la Cruz los defectos de los principiantes. Los novicios parecen santos… y no lo son… Los padres jóvenes, ni lo parecen ni lo son (dice un refrán citado por el teólogo Garrigou Lagrange). Y añade San Juan de la Cruz: Tienen soberbia oculta: El demonio les aumenta el deseo de hacer cosas porque sabe que no les sirven de nada, sino que se convierten en vicio. Tienen satisfacción de sus obras y de si mismos. Hablan cosas espirituales delante de otros. Las enseñan y no las aprenden. Cuando les enseñan algo se hacen los enterados. Condenan en su corazón cuando no ven a los otros devotos como ellos querrían y lo dicen como el fariseo, despreciando al publicano. Quisieran ser ellos solos tenidos por buenos. Y condenan y murmuran mirando la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el suyo. Cuando sus confesores y superiores no les aprueban el espíritu dicen que no son comprendidos. Buscan quien les apruebe porque desean alabanza y estima. Huyen como de la muerte de los que les deshace sus planes para ponerlos en camino más seguro, y les toman manía.
Por su presunción: hacen muchas promesas y cumplen pocas. Desean que los demás comprendan su espíritu y para esto hacen muestras de movimientos, gestos, suspiros y otras ceremonias. Se complacen en que se enteren de esto y tienen verdadera codicia de que se sepa. Llenos de envidias e inquietudes. Disimulan sus pecados en el confesionario. Tienen en poco sus faltas. Se entristecen por ellos, pensando que ya habían de ser santos. Se enfadan consigo mismos con impaciencia, con deseos de que Dios les quite sus pecados no por Dios, sino para estar tranquilos. Con lo que se harían más soberbios y presuntuosos. Son enemigos de alabar a los demás, y muy amigos de que los alaben a ellos, buscando óleo por defuera…
Los que van en perfección
En cambio los que van en perfección. Tienen sus cosas en nada. No están satisfechos de sí mismos. Tienen a todos por mejores y los cobran santa emulación. Preocupados de amar a Dios no miran si los otros hacen o no hacen. Ven a todos mejores que ellos. Como se tienen en poco también quieren que los demás los tengan en poco y que los deshagan y desestimen sus cosas. Y si los alaban no lo ven merecido. Desean que se les enseñe. Prontos a caminar por otro camino si se le mandan. Se alegran de que alaben a los otros. No tienen ganas de decir sus cosas. En cambio tienen gana de decir sus faltas y pecados y no sus virtudes y así se inclinan mas a tratar su alma con quien en menos tiene sus cosas y su espíritu. Nosotros vemos y comprobamos la eficacia de un potente motor de coche, de un ordenador, o cualquier otro aparato mecánico, aunque no conozcamos su mecanismo; el poder de un discurso pronunciado por una inteligencia penetrante; la persuasión de una persona elocuente; la pintura de una figura creada por un artista total, Rafael, Boticelli, Giotto, El Greco, Velázquez, Zurbarán…; la maravilla permanente de Wagner, Beethoven…; pero carecemos de antena para detectar el misterio de la gracia y de la operación de Dios a través de un hombre santo. No lo distinguimos. Es misterioso, pero existe. Y de él depende la extensión mayor o menor del Reino de Dios. Extensión que no es algo abstracto sino muy concreto y apreciable en nuestra acción o en nuestro silencio: una palabra ungida que pega fortaleza; un párrafo leído que hace pensar y decidir; una actitud silenciosa que pacifica. El reino va creciendo así como la semilla enterrada, como el grano que se pudre en el surco y germina lentamente pero inevitablemente; como el rocío que vivifica y alegra el despertar de la mañana. ¡Qué hermosura de misión la que nos ha encargado Jesús y fecunda con su Espíritu Santo!
Juan se prepara y evangeliza
Según las investigaciones modernas, Juan vivió con los esenios, una secta del desierto de Judá, que ya practicaban el bautismo con agua, por eso Juan lo administró como símbolo de la purificación del espíritu. Empezó a resonar la voz en el desierto, en el valle de Jericó junto al Jordán. Alto, maduro, quemado el cuerpo por el sol del desierto, abrasada el alma por el deseo del Reino, relampagueantes sus ojos penetrantes, flotando al aire sus cabellos hirsutos, cubriendo el rostro su espesa barba.
Gritaba palabras encendidas, llenas de esperanzas y de anatemas, de consuelos y de terrores. Su ademán avasallador impresionante, su austeridad evidente, y su mirada taladrante ejercían una fuerza magnética. Ante aquella voz, Israel se conmueve, renace una aurora de salvación, se aviva la fe en El Señor Salvador, y las gentes llegan a escuchar sus palabras. Y comienza a cumplir su misión de precursor. Anuncia el cumplimiento de las profecías y predice la próxima venida de Cristo. Es un formidable predicador. Los israelitas piadosos empiezan a ver en él esperanza, y los doctores del Templo discuten acerca de sus anuncios misteriosos. Aturdidos por aquella palabra de fuego, sus oyentes le preguntaban: «¿Qué debemos hacer para salvarnos?». «Que el que tiene dos túnicas dé una a quien anda desnudo, y que el que tiene pan lo reparta con el que tiene hambre» Lc 3,10. Bill Gates, con su 10 billones de fortuna, quedaría impresionado al lado de los niños hambrientos y moribundos, devorados por las moscas y por las cucarachas en el tercer mundo, y en los suburbios del cuarto. Y con él, todos los magnates del mundo, epulones despiadados, empeñados en catalogarse entre los más ricos del cementerio, que se adjudican la parte leonina de la tarta, aunque Lázaro se muera esperando las migajas de sus despilfarros.
Predica con autoridad
Con los fariseos, llegan los publicanos, los soldados y las prostitutas: «No exijáis más de lo justo». «No sigáis las concupiscencias de la carne». «No calumniéis; contentaos con vuestra paga». Un día aparece entre la multitud un joven que llega de las montañas de Galilea. Juan le mira y se turba: es El. El Salvador presentido y anunciado, el Esposo que iluminaba su alma en el desierto; el beldador que lanza al viento el trigo y la paja, para congregar la mies escogida; el amigo deseado, en quien pensaba cuando decía al pueblo: «Yo os bautizo en agua, pero en medio de vosotros hay uno más poderoso que yo; El os bautizará en Espíritu Santo y fuego». Juan ha presentido su venida. Es pariente suyo, pero no le conoce; no le conoce, pero en el fondo de su ser ha oído una voz: «Aquél sobre cuya cabeza vieras descender al Espíritu Santo, es el Deseado de las naciones.» Y al ver ahora cómo se acerca en la cola de los pecadores a la orilla, se siente humillado, y sobrecogido de admiración le dice con ternura transfigurada, con el corazón estremecido de amor -: «Soy yo quien debe ser bautizado por ti». El Galileo insiste; inclina su cabeza, porque hay que cumplir toda justicia; el agua resbala sobre el cuerpo virginal de Cristo, la mano del Bautista toca su frente, se abre el cielo, baja el Espíritu y resuena la voz del Padre: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias». Al arrodillarse delante de Juan, Jesús le califica: «Entre los nacidos de mujer, no ha nacido otro más grande que Juan el Bautista».
Necesario para la sociedad actual paganizada
Todo cristiano tiene obligación de dar testimonio de su fe y de difundirla por todo el mundo por exigencia del bautismo que nos incorpora a Cristo resucitado. Deber que comporta una alegría profunda por participar en el proyecto de Dios en la historia. La Iglesia lo ha recordado en el Decreto del Vaticano II «Apostolicam actuositatem», en la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II «Christifideles laici», en el documento de la Conferencia Episcopal Española «Los cristianos laicos. Iglesia en el mundo» y la Carta apostólica de Juan Pablo II «Novo millennio Ineunte.
La difusión del mensaje cristiano se enfrenta a la oposición de un ambiente indiferente y hostil. Aunque las raíces de la Modernidad son cristianas, la evolución de la cultura contemporánea se ha alejado de los principios cristianos. Hay en España un intento de «descristianización» de la sociedad, que se percibe en algunas actitudes del actual Gobierno hacia la Iglesia Católica y en una legislación que pretende oponerse a las creencias morales vigentes en nuestra sociedad y que arrollan principios jurídicos básicos de nuestra tradición legal, en materia de matrimonio, familia o respeto a la vida. Los católicos españoles se sienten agredidos por el Gobierno en sus convicciones más íntimas y profundas.
La presencia de la religión entre los jóvenes, es decreciente y alarmante. Buscan deliberadamente la exclusión del sentido religioso y de la presencia de Dios en la vida pública. Lo religioso debe quedar para la vida privada, y la manifestación de fe se considera facha, ignorancia, o dogmatismo. Hay que retroceder hasta la cultura paleocristiana en el ambiente pagano para encontrar una situación semejante en la historia europea. La verdad se caricaturiza y falsea. Se pretende imponer unos valores falsos. Y con el señuelo de la autenticidad, la autonomía personal y la libertad, se niega la objetividad de la verdad y del bien. Se impone el individualismo egoísta, el materialismo, el relativismo moral, el cientificismo y el utilitarismo. Se destruyen los fundamentos de la justicia, la libertad, la dignidad, la fraternidad y la solidaridad, y se lamento la pérdida de los valores cuyos pilares se quebrantan.
Sólo queda la satisfacción de las inclinaciones subjetivas y pasajeras. La idea de una moral personal, más allá de las convicciones mayoritarias o dominantes, o la de la existencia de deberes del hombre para consigo mismo, resulta casi ininteligible o es recibida con sonrisas desdeñosas. Es una cultura ajena al cristianismo y a toda forma de espiritualidad y aún de verdadera cultura superior. El hecho cristiano apenas ocupa lugar en la realidad política y cultural, tanto en la mayoría de los medios de comunicación, como en su influencia en la legislación y en las instituciones. Entre la fe cristiana y la cultura dominante hay un abismo. El reto para los cristianos consiste en la evangelización del ambiente social y en contribuir a propagar no sólo la moral sino una forma religiosa de vida. Pero hay que ser consciente de que no puede convertir a los demás quien no se ha convertido en su raíz personal, cumpliendo la esencia del ser cristiano que es aceptar la verdad, que es Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Cristo no anunció un mero mensaje moral ni menos un programa de reforma política y social, sino un mensaje de salvación, de Vida Eterna, por el cumplimiento del mandato del amor. La fe en Cristo y su mensaje de salvación entraña una nueva cultura y una nueva forma de vida.
Juan Pablo II describió las consecuencias culturales y sociales del rechazo de la Encarnación: «Cuando se excluye o se niega a Cristo se reduce nuestra visión del sentido de la existencia humana, la esperanza da paso a la desesperación y la alegría a la depresión… Se produce también una profunda desconfianza en la razón y en la capacidad humana de captar la verdad, e incluso se pone en tela de juicio el concepto mismo de verdad… Ya no se aprecia ni se ama la vida; por eso avanza una cierta cultura de la muerte con sus amargos frutos, el aborto y la eutanasia. No se valora ni se ama correctamente el cuerpo y la sexualidad humana; ni siquiera se valora la creación misma, y el fantasma del egoísmo destructor se percibe en el abuso y en la explotación del medio ambiente» (Juan Pablo II Mensaje al Capítulo General de la Orden de Predicadores. Julio 2001). El problema consiste en cómo comunicar la fe en Dios en un mundo que se aleja de Dios.
La ejemplaridad
No hay otra forma de enseñar una forma de vida que por el ejemplo. La educación, y la evangelización es una forma de educación, no es posible sin la ejemplaridad. No puede extrañar que se produzcan erosiones en la difusión del mensaje evangélico como consecuencia de la falta de coherencia y ejemplaridad de quienes lo difunden y enseñan. Una cosa es la verdad de la fe y otra la coherencia de las personas. No es posible la evangelización sin la coherencia entre fe y vida de quienes la emprenden. Los cristianos tenemos una seria responsabilidad en este proceso de alejamiento de Dios.
Juan Bautista es el lazo con el Nuevo Testamento
Juan Bautista, Profeta al estilo de los del Antiguo Testamento, lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo, con el espíritu de Elías y la palabra de fuego de Pablo. Con el mismo valor que el uno y el otro será mártir de su deber y pregonero del reino; y rodará su cabeza, y su cuerpo disminuirá, para que Aquél a quien ha bautizado, crezca al ser elevado en la cruz, y morirá sin haber visto el triunfo del reino que anuncia: «A El le toca crecer; a mí menguar».
Después de su primer encuentro con Jesús, le vio otra vez caminando por la orilla del Jordán. Su cuerpo se estremeció con un amor apasionado, sus ojos se llenaron de compasión y de ternura, y dijo a sus discípulos: «Este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo». Discierne bien, él valeroso, pero apasionado, Jesús Cordero lleno de mansedumbre. Dos hermanas de la misma Congregación con caracteres opuestos siempre en conflicto. Acuden a la Superiora. Acusan: -La más áspera: Es que no se le puede decir nada. Parece de papel de seda. La Superiora, acertada: Y usted, papel de lija. Llegó una embajada del Sanedrín de Jerusalén. Se dice que es el Profeta anunciado por Moisés; se murmura que es Elías: Y le preguntan: «¿Eres Elías? – No. ¿Eres el Profeta? -No -¿Eres el Cristo? -No». Esa es la grandeza de su carácter. No es nada. Es la voz que clama en el desierto. La voz recibe la consistencia de la palabra. Sin Palabra, la voz no dice nada. Y, sin embargo, Jesús le llamará profeta, el mayor de los profetas, un nuevo Elías por su espíritu y por su virtud. A sus ojos, no es nada; indigno de desatar su sandalia.
La voz del esposo
Y explica el sentido de su misión, en la imagen del Esposo utilizada por los profetas Oseas, Jeremías, Isaías, y por el Cantar de los Cantares. Jesús será, lo que ha sido Yahvé para el pueblo escogido. Juan sólo es el amigo; pero la gloria de Aquel en quien ha puesto su amor, le hace plenamente feliz: «El amigo ve a su amigo y se goza al oír la voz del Esposo, y por esto mi alegría es perfecta». Es así como Juan, el asceta austero en vestidos y en comida, nos descubre el más tierno y dulce de los atributos de Cristo, el de Esposo. Pero, para recibir al Esposo, hay que vestirse con el traje de boda y por eso proclama la conversión. El prepara el camino del Señor y exige a los hombres que cambien el rumbo de sus vidas, que acepten el misterio de Dios que se acerca, que den frutos dignos de penitencia, pues el Esposo no puede desposarse con los hombres sin la metanoia. Ese es el carisma de Juan, y la necesidad de su mensaje, que la Iglesia ha conservado y perpetuado. Juan empezó asceta y terminó místico. Esto no se hace sin la gracia. La gracia que nos llega por el sacramento de la eucaristía, porque «cuantas veces se renueva sobre al altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolada, se efectúa la obra de nuestra redención» (LG 3). Juan Bautista, el «tejido en el seno materno por el Señor y Creador, y escogido portentosamente» Salmo 138; «el que saltó de alegría en el vientre de su madre al llegar el Salvador de los hombres», «el mártir que entregó su cabeza por la Verdad».
San Juan Bautista: el mártir que entregó su cabeza por la Verdad, escrito por Jesús Martí Ballester.
Hoy quiero seguir reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.
Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.
El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia… Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres» (n. 2566). Podríamos decir —como mostré en la catequesis anterior— que, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.
El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios —afirma también el Catecismo— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: «Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre? [—¿Quién soy yo?—] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.
Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.
En el Evangelio que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que me impresiona siempre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.
Ante todo: ¿a quiénes hay que dar de comer? La respuesta la encontramos al inicio del pasaje evangélico: es la muchedumbre, la multitud. Jesús está en medio de la gente, la acoge, le habla, la atiende, le muestra la misericordia de Dios; en medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque Jesús habla y actúa de un modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien dona la esperanza que viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la gente, con alegría, bendice a Dios.
Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros buscamos seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos para que sacien ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: ante todo de la multitud, que, siguiendo a Jesús, está a la intemperie, lejos de lugares habitados, mientras se hace tarde; y después de la preocupación de los discípulos, que piden a Jesús que despida a la muchedumbre para que se dirija a los lugares vecinos a hallar alimento y cobijo (cf. Lc 9, 12). Ante la necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: que cada uno se ocupe de sí mismo; ¡despedir a la muchedumbre! ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los demás, despidiéndoles con un piadoso: «Que Dios te ayude», o con un no tan piadoso: «Buena suerte», y si no te veo más… Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Pero ¿cómo es posible que seamos nosotros quienes demos de comer a una multitud? «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente» (Lc 9, 13). Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, eleva los ojos al cielo, reza la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan (cf. Lc 9, 16). Es un momento de profunda comunión: la multitud saciada por la palabra del Señor se nutre ahora por su pan de vida. Y todos se saciaron, apunta el Evangelista (cf. Lc 9, 17).
Esta tarde, también nosotros estamos alrededor de la mesa del Señor, de la mesa del Sacrificio eucarístico, en la que Él nos dona de nuevo su Cuerpo, hace presente el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, alimentándonos de su Cuerpo y de su Sangre, como Él hace que pasemos de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Entonces todos deberíamos preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?
Un último elemento: ¿de dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: «Dadles vosotros…», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «solidaridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!
Esta tarde, de nuevo, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, Él se hace don. Y también nosotros experimentamos la «solidaridad de Dios» con el hombre, una solidaridad que jamás se agota, una solidaridad que no acaba de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos ralentizan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.
Así que preguntémonos esta tarde, al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mi, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?
Hermanos y hermanas: seguimiento, comunión, compartir. Oremos para que la participación en la Eucaristía nos provoque siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra existencia será verdaderamente fecunda. Amén.