Santo Domingo de Guzmán: vida de oración

Santo Domingo de Guzmán: vida de oración

Queridos hermanos y hermanas:

La Iglesia celebra hoy la memoria de santo Domingo de Guzmán, sacerdote y fundador de la Orden de Predicadores, llamados dominicos. En una catequesis anterior ya ilustré esta insigne figura y la contribución fundamental que aportó a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy, quiero poner de relieve un aspecto esencial de su espiritualidad: su vida de oración. Santo Domingo fue un hombre de oración. Enamorado de Dios, no tuvo otra aspiración que la salvación de las almas, especialmente de las que habían caído en las redes de las herejías de su tiempo; imitador de Cristo, encarnó radicalmente los tres consejos evangélicos uniendo a la proclamación de la Palabra el testimonio de una vida pobre; bajo la guía del Espíritu Santo progresó en el camino de la perfección cristiana. En todo momento la oración fue la fuerza que renovó e hizo cada vez más fecundas sus obras apostólicas.

El beato Jordán de Sajonia, fallecido en 1237, su sucesor en el gobierno de la Orden, escribió: «Durante el día nadie se mostraba más sociable que él… Viceversa, de noche, nadie era más asiduo que él en velar en oración. El día lo dedicaba al prójimo, pero la noche la entregaba a Dios» (P. Filippini, Santo Domingo visto por sus contemporáneos, Bolonia 1982, p. 133). En santo Domingo podemos ver un ejemplo de integración armoniosa entre contemplación de los misterios divinos y actividad apostólica. Según los testimonios de las personas más cercanas a él, «hablaba siempre con Dios o de Dios». Esta observación indica su comunión profunda con el Señor y, al mismo tiempo, el compromiso constante de llevar a los demás a esta comunión con Dios. No dejó escritos sobre la oración, pero la tradición dominicana recogió y transmitió su experiencia viva en una obra titulada: Los nueve modos de orar de santo Domingo. Este libro, compuesto entre 1260 y 1288 por un fraile dominico, nos ayuda a comprender algo de la vida interior del Santo y nos ayuda también a nosotros, con todas las diferencias, a aprender algo sobre cómo rezar.

Son, por tanto, nueve los modos de orar según santo Domingo, y cada uno de estos, que realizaba siempre ante Jesús crucificado, expresa una actitud corporal y una espiritual que, íntimamente compenetradas, favorecen el recogimiento y el fervor. Los primeros siete modos siguen una línea ascendente, como pasos de un camino, hacia la comunión con Dios, con la Trinidad: santo Domingo reza de pie inclinado para expresar humildad, postrado en tierra para pedir perdón por los propios pecados, de rodillas haciendo penitencia para participar en los sufrimientos del Señor, con los brazos abiertos mirando fijamente al Crucificado para contemplar al Sumo Amor, con la mirada hacia el cielo sintiéndose atraído al mundo de Dios. Por lo tanto, son tres modos: de pie, de rodillas y postrado en tierra; pero siempre con la mirada dirigida al Señor crucificado. Los dos últimos modos, sobre los que quiero reflexionar brevemente, corresponden, en cambio, a dos prácticas de piedad vividas habitualmente por el Santo. Ante todo, la meditación personal, donde la oración adquiere una dimensión aún más íntima, fervorosa y tranquilizadora. Al final del rezo de la Liturgia de las Horas, y después de la celebración de la misa, santo Domingo prolongaba el coloquio con Dios, sin ponerse límites de tiempo. Sentado tranquilamente, se recogía en sí mismo en actitud de escucha, leyendo un libro o fijando la mirada en el Crucificado. Vivía tan intensamente estos momentos de relación con Dios que también exteriormente se podían percibir sus reacciones de alegría o de llanto. Por tanto, asimiló en sí, meditando, las realidades de la fe. Los testigos cuentan que, a veces, entraba en una especie de éxtasis con el rostro transfigurado, pero inmediatamente después retomaba humildemente sus actividades cotidianas con la nueva fuerza que viene de lo Alto. Luego, la oración durante los viajes entre un convento y otro; recitaba con los compañeros las Laudes, la Hora media y las Vísperas y, atravesando los valles o las colinas, contemplaba la belleza de la creación. Entonces brotaba de su corazón un canto de alabanza y de acción de gracias a Dios por tantos dones, sobre todo por la maravilla más grande: la redención realizada por Cristo.

Queridos amigos, santo Domingo nos recuerda que en el origen del testimonio de la fe, que todo cristiano debe dar en la familia, en el trabajo, en el compromiso social y también en los momentos de distensión, está la oración, el contacto personal con Dios. Sólo esta relación real con Dios nos da la fuerza para vivir intensamente cada acontecimiento, especialmente los momentos de mayor sufrimiento. Este santo nos recuerda también la importancia de las posturas exteriores en nuestra oración. Arrodillarse, estar de pie ante el Señor, fijar la mirada en el Crucificado, detenerse y recogerse en silencio, no son secundarios, sino que nos ayudan a ponernos interiormente, con toda la persona, en relación con Dios. Quiero llamar una vez más la atención sobre la necesidad para nuestra vida espiritual de encontrar diariamente momentos para rezar con tranquilidad; debemos tomarnos este tiempo especialmente en las vacaciones, dedicar un poco de tiempo a hablar con Dios. Será un modo también para ayudar a quien está cerca de nosotros a entrar en el rayo luminoso de la presencia de Dios, que trae la paz y el amor.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 8 de agosto de 2012


Catequesis sobre santo Domingo de Guzmán

Catequesis sobre santo Domingo de Guzmán

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada presenté la luminosa figura desan Francisco de Asís. Hoy quiero hablaros de otro santo que, en la misma época, dio una contribución fundamental a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Se trata de santo Domingo, el fundador de la Orden de Predicadores, conocidos también como Frailes Dominicos.

Su sucesor al frente de la Orden, el beato Jordán de Sajonia, ofrece un retrato completo de santo Domingo en el texto de una famosa oración: «Inflamado del celo de Dios y de ardor sobrenatural, por tu caridad sin límites y el fervor del espíritu vehemente te consagraste totalmente, con el voto de pobreza perpetua, a la observancia apostólica y a la predicación evangélica». Se subraya precisamente este rasgo fundamental del testimonio de Domingo: hablaba siempreconDios ydeDios. En la vida de los santos van siempre juntos el amor al Señor y al prójimo, la búsqueda de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.

Domingo nació en España, en Caleruega, en torno al año 1170. Pertenecía a una noble familia de Castilla la Vieja y, con el apoyo de un tío sacerdote, se formó en una célebre escuela de Palencia. Se distinguió en seguida por el interés en el estudio de la Sagrada Escritura y por el amor a los pobres, hasta el punto de vender los libros, que en su tiempo constituían un bien de gran valor, para socorrer, con lo obtenido, a las víctimas de una carestía.

Ordenado sacerdote, fue elegido canónigo del cabildo de la catedral en su diócesis de origen, Osma. Aunque este nombramiento podía representar para él cierto motivo de prestigio en la Iglesia y en la sociedad, no lo interpretó como un privilegio personal, ni como el inicio de una brillante carrera eclesiástica, sino como un servicio que debía prestar con entrega y humildad. ¿Acaso no existe la tentación de hacer carrera y tener poder, una tentación de la que no están inmunes ni siquiera aquellos que tienen un papel de animación y de gobierno en la Iglesia? Lo recordé hace algunos meses, durante la consagración de cincos obispos: «No buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. (…) Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad» (Homilía en la misa de ordenación episcopal de cinco prelados, 12 de septiembre de 2009: L’Osservatore Romano,edición en lengua española, 18 de septiembre de 2009, p. 7).

El obispo de Osma, que se llamaba Diego, un pastor auténtico y celoso, notó muy pronto las cualidades espirituales de Domingo, y quiso contar con su colaboración. Juntos se dirigieron al norte de Europa, para realizar misiones diplomáticas que les había encomendado el rey de Castilla. Durante el viaje, Domingo se dio cuenta de dos enormes desafíos que debía afrontar la Iglesia de su tiempo: la existencia de pueblos aún sin evangelizar, en los confines septentrionales del continente europeo, y la laceración religiosa que debilitaba la vida cristiana en el sur de Francia, donde la acción de algunos grupos herejes creaba desorden y alejamiento de la verdad de la fe. Así, la acción misionera hacia quienes no conocen la luz del Evangelio, y la obra de nueva evangelización de las comunidades cristianas se convirtieron en las metas apostólicas que Domingo se propuso conseguir. Fue el Papa, al que el obispo Diego y Domingo se dirigieron para pedir consejo, quien pidió a este último que se dedicara a la predicación a los albigenses, un grupo hereje que sostenía una concepción dualista de la realidad, es decir, con dos principios creadores igualmente poderosos, el Bien y el Mal. Este grupo, en consecuencia, despreciaba la materia como procedente del principio del mal, rechazando también el matrimonio, hasta negar la encarnación de Cristo, los sacramentos en los que el Señor nos «toca» a través de la materia, y la resurrección de los cuerpos. Los albigenses estimaban la vida pobre y austera —en este sentido eran incluso ejemplares— y criticaban la riqueza del clero de aquel tiempo. Domingo aceptó con entusiasmo esta misión, que llevó a cabo precisamente con el ejemplo de su vida pobre y austera, con la predicación del Evangelio y con debates públicos. A esta misión de predicar la Buena Nueva dedicó el resto de su vida. Sus hijos realizarían también los demás sueños de santo Domingo: la misiónad gentes,es decir, a aquellos que aún no conocían a Jesús, y la misión a quienes vivían en las ciudades, sobre todo las universitarias, donde las nuevas tendencias intelectuales eran un desafío para la fe de los cultos.

Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero, que impulsa incesantemente a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización: de hecho, Cristo es el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo lugar tienen derecho a conocer y amar. Y es consolador ver cómo también en la Iglesia de hoy son tantos —pastores y fieles laicos, miembros de antiguas Órdenes religiosas y de nuevos movimientos eclesiales— los que con alegría entregan su vida por este ideal supremo: anunciar y dar testimonio del Evangelio.

A Domingo de Guzmán se asociaron después otros hombres, atraídos por la misma aspiración. De esta forma, progresivamente, desde la primera fundación en Tolosa, tuvo su origen la Orden de Predicadores. En efecto, Domingo, en plena obediencia a las directrices de los Papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio III, adoptó la antigua Regla de san Agustín, adaptándola a las exigencias de la vida apostólica, que lo llevaban a él y a sus compañeros a predicar trasladándose de un lugar a otro, pero volviendo después a sus propios conventos, lugares de estudio, oración y vida comunitaria. De modo especial, Domingo quiso dar relevancia a dos valores que consideraba indispensables para el éxito de la misión evangelizadora: la vida comunitaria en la pobreza y el estudio.

Ante todo, Domingo y los Frailes Predicadores se presentaban como mendicantes, es decir, sin grandes propiedades de terrenos que administrar. Este elemento los hacía más disponibles al estudio y a la predicación itinerante y constituía un testimonio concreto para la gente. El gobierno interno de los conventos y de las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de capítulos, que elegían a sus propios superiores, confirmados después por los superiores mayores; una organización, por tanto, que estimulaba la vida fraterna y la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes convicciones personales. La elección de este sistema nació precisamente del hecho de que los dominicos, como predicadores de la verdad de Dios, debían ser coherentes con lo que anunciaban. La verdad estudiada y compartida en la caridad con los hermanos es el fundamento más profundo de la alegría. El beato Jordán de Sajonia dice de santo Domingo: «Acogía a cada hombre en el gran seno de la caridad y, como amaba a todos, todos lo amaban. Se había hecho una ley personal de alegrarse con las personas felices y de llorar con aquellos que lloraban» (Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum autore Iordano de Saxonia,ed. H.C. Scheeben, [Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici,Romae, 1935]).

En segundo lugar, Domingo, con un gesto valiente, quiso que sus seguidores adquirieran una sólida formación teológica, y no dudó en enviarlos a las universidades de la época, aunque no pocos eclesiásticos miraban con desconfianza a esas instituciones culturales. Las Constituciones de la Orden de Predicadores dan mucha importancia al estudio como preparación al apostolado. Domingo quiso que sus frailes se dedicasen a él sin reservas, con diligencia y piedad; un estudio fundado en el alma de cada saber teológico, es decir, en la Sagrada Escritura, y respetuoso de las preguntas planteadas por la razón. El desarrollo de la cultura exige que quienes desempeñan el ministerio de la Palabra, en los distintos niveles, estén bien preparados. Exhorto, por tanto, a todos, pastores y laicos, a cultivar esta «dimensión cultural» de la fe, para que la belleza de la verdad cristiana pueda ser comprendida mejor y la fe pueda ser verdaderamente alimentada, fortalecida y también defendida. En este Año sacerdotal, invito a los seminaristas y a los sacerdotes a estimar el valor espiritual del estudio. La calidad del ministerio sacerdotal depende también de la generosidad con que se aplica al estudio de las verdades reveladas.

Domingo, que quiso fundar una Orden religiosa de predicadores-teólogos, nos recuerda que la teología tiene una dimensión espiritual y pastoral, que enriquece el alma y la vida. Los sacerdotes, los consagrados y también todos los fieles pueden encontrar una profunda «alegría interior» al contemplar la belleza de la verdad que viene de Dios, verdad siempre actual y siempre viva. El lema de los Frailes Predicadores —contemplata aliis tradere— nos ayuda a descubrir, además, un anhelo pastoral en el estudio contemplativo de esa verdad, por la exigencia de comunicar a los demás el fruto de la propia contemplación.

Cuando Domingo murió, en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo declaró su patrono, su obra ya había tenido gran éxito. La Orden de Predicadores, con el apoyo de la Santa Sede, se había difundido en muchos países de Europa en beneficio de toda la Iglesia. Domingo fue canonizado en 1234, y él mismo, con su santidad, nos indica dos medios indispensables para que la acción apostólica sea eficaz. Ante todo, la devoción mariana, que cultivó con ternura y que dejó como herencia preciosa a sus hijos espirituales, los cuales en la historia de la Iglesia han tenido el gran mérito de difundir la oración del santo rosario, tan arraigada en el pueblo cristiano y tan rica en valores evangélicos, una verdadera escuela de fe y de piedad. En segundo lugar, Domingo, que se hizo cargo de algunos monasterios femeninos en Francia y en Roma, creyó hasta el fondo en el valor de la oración de intercesión por el éxito del trabajo apostólico. Sólo en el cielo comprenderemos hasta qué punto la oración de las monjas de clausura acompaña eficazmente la acción apostólica. A cada una de ellas dirijo mi pensamiento agradecido y afectuoso.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 3 de febrero de 2010

El corazón más hermoso

El corazón más hermoso

Un día un hombre joven se situó en el centro de un poblado y proclamó que él poseía el corazón más hermoso de toda la comarca. Una gran multitud se congregó a su alrededor y todos admiraron y confirmaron que su corazón era perfecto, pues no se observaban en el ni máculas ni rasguños.

Sí, coincidieron todos que era el corazón más hermoso que hubieran visto. Al verse admirado el joven se sintió más orgulloso aún, y con mayor fervor aseguró poseer el corazón más hermoso de todo el vasto lugar.

De pronto un anciano se acercó y dijo:

—¿Por qué dices eso, si tu corazón no es ni por asomo tan hermoso como el mío?».

Sorprendidos, la multitud y el joven miraron el corazón del viejo y vieron que, si bien latía vigorosamente, éste estaba cubierto de cicatrices y hasta había zonas donde faltaban trozos y éstos habían sido reemplazados por otros que no encajaban perfectamente en el lugar, pues se veían bordes y aristas irregulares en su derredor. Es más, había lugares con huecos, donde faltaban trozos profundos. La gente se sobrecogió al mirarlo.

—¿Cómo puede él decir que su corazón es más hermoso?, pensaron…

El joven contempló el corazón del anciano y al ver su estado desgarbado, se echó a reír.

—Debes estar bromeando— dijo —Compara tu corazón con el mío… El mío es perfecto. En cambio el tuyo es un conjunto de cicatrices y dolor.

—Es cierto— dijo el anciano —tu corazón luce perfecto, pero yo jamás me involucraría contigo… Mira, cada cicatriz representa una persona a la cual entregué todo mi amor. Arranqué trozos de mi corazón para entregárselos a cada uno de aquellos que he amado. Muchos a su vez, me han obsequiado un trozo del suyo, que he colocado en el lugar que quedó abierto. Como las piezas no eran iguales, quedaron los bordes por los cuales me alegro, porque al poseerlos me recuerdan el amor que hemos compartido.

—Hubo oportunidades— continuó el anciano —en las cuales entregué un trozo de mi corazón a alguien, pero esa persona no me ofreció un poco del suyo a cambio. De ahí quedaron los huecos, dar amor es arriesgar, pero a pesar del dolor que esas heridas me producen al haber quedado abiertas, me recuerdan que los sigo amando y alimentan la esperanza, que algún día -tal vez- regresen y llenen el vacío que han dejado en mi corazón.

—¿Comprendes ahora lo que es verdaderamente hermoso?

El joven permaneció en silencio, lágrimas corrían por sus mejillas. Se acercó al anciano, arrancó un trozo de su hermoso y joven corazón y se lo ofreció. El anciano lo recibió y lo colocó en su corazón, luego a su vez arrancó un trozo del suyo ya viejo y maltrecho y con él tapó la herida abierta del joven. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Al no haber sido idénticos los trozos, se notaban los bordes.

El joven miró su corazón que ya no era perfecto, pero lucía mucho más hermoso que antes, porque el amor del anciano fluía en su interior.

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El corazón más hermoso

Cuento original en el portal web padrenuestro.net

«Evangelización y Cultura». Conferencia de Kiko Argüello

«Evangelización y Cultura». Conferencia de Kiko Argüello

Para la Iglesia, la cultura es una realidad vital, urgente, necesaria. El vínculo del Evangelio con el hombre, repetía Juan Pablo II ante la UNESCO, «es efectivamente, creador de cultura en su mismo fundamento». Cuando el Evangelio es acogido por la obediencia de la fe en el corazón del hombre, todas sus facultades, su inteligencia, su afecto, su capacidad creativa, se revisten de la energía nueva de la Palabra de Dios, viva y eficaz, la Palabra creadora que hizo surgir todo de la nada, el cosmos del caos (cf. Jn 1, 1-18). De ahí la importancia que tiene para la Iglesia, como responsable del destino sobrenatural del hombre, una acción pastoral atenta y clarividente respecto a la cultura, especialmente a la cultura viva, es decir, al conjunto de los principios y valores que constituyen el ethos de un pueblo: «La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe … Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida».

Cardenal Tarcisio Bertone

Discurso del lunes, 19 de enero de 2009

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«Evangelización y Cultura». Conferencia de Kiko Argüello.

Conferencia de Kiko Argüello en la Universidad CEU Cardenal Herrera de Valencia (España) en la Clausura de los Dies Academicus

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Miniserie «María de Nazaret»

Miniserie «María de Nazaret»

[…] todo es don gratuito de Dios, todo es gracia, todo es don de su amor por nosotros. El ángel Gabriel llamó a María «llena de gracia» (Lc 1, 28): en ella no había espacio para el pecado, porque Dios la predestinó desde desde siempre como madre de Jesús y la preservó de la culpa original. Y María correspondió a la gracia y se abandonó diciendo al ángel: «Hágase en mí según tu palabra» (v. 38). No dice: «Yo lo haré según tu palabra»: ¡no! Sino: «Hágase en mí…». Y el Verbo se hizo carne en su seno. También a nosotros se nos pide escuchar a Dios que nos habla y acoger su voluntad; según la lógica evangélica nada es más activo y fecundo que escuchar y acoger la Palabra del Señor, que viene del Evangelio, de la Biblia. El Señor nos habla siempre.

La actitud de María de Nazaret nos muestra que el ser está antes del hacer, y que es necesario dejar hacer a Dios para ser verdaderamente como Él nos quiere. Es Él quien hace en nosotros muchas maravillas. María fue receptiva, pero no pasiva. Como, a nivel físico, recibió el poder el Espíritu Santo para luego dar carne y sangre al Hijo de Dios que se formó en ella, así, a nivel espiritual, acogió la gracia y correspondió a la misma con la fe. Por ello san Agustín afirma que la Virgen «concibió primero en su corazón que en su seno» (Discursos, 215, 4). Concibió primero la fe y luego al Señor. Este misterio de la acogida de la gracia, que en María, por un privilegio único, no contaba con el obstáculo del pecado, es una posibilidad para todos. San Pablo, en efecto, inicia su Carta a los Efesios con estas palabras de alabanza: «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos» (1, 3). Como Isabel saludó a María llamándola «bendita tú entre las mujeres» (Lc 1, 42), así también nosotros hemos sido desde siempre «bendecidos», es decir amados, y por ello «elegidos antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e intachables» (Ef 1, 4).

Santo Padre Francisco

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

Ángelus del lunes, 8 de diciembre de 2014

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«María de Nazaret» –  (Partes I y II) en Gloria TV


María de Nazaret: La Anunciación de María


María de Nazaret: el Bautismo y la Pasión de Cristo

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«María de Nazaret» – (Partes I y II) en Youtube


María de Nazaret: La Anunciación de María


María de Nazaret: el Bautismo y la Pasión de Cristo

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Película animada: «10 Mandamientos»

Película animada: «10 Mandamientos»

Ninguno de nosotros puede imaginar la vida eterna, porque está fuera de nuestra experiencia. Sin embargo, podemos comenzar a comprender qué es la vida eterna, y pienso que ella, con su pregunta, nos ha hecho una descripción de lo esencial de la vida eterna, es decir, de la verdadera vida: no desperdiciar la vida, vivirla en profundidad, no vivir para uno mismo, no vivir al día, sino vivir realmente la vida en su riqueza y en su totalidad. ¿Cómo hacerlo? Esta es la gran pregunta, con la cual también el joven rico del Evangelio acudió al Señor (cf. Mc 10, 17). A primera vista, la respuesta del Señor parece muy tajante. A fin de cuentas, le dice: guarda los mandamientos (cf. Mc 10, 19). Pero si reflexionamos bien, si escuchamos bien al Señor, en la globalidad del Evangelio, encontramos detrás la gran sabiduría de la Palabra de Dios, de Jesús. Los mandamientos, según otra Palabra de Jesús, se resumen en un único mandamiento: amar a Dios con toda el alma, con toda la mente, con toda la existencia, y amar al prójimo como a sí mismo. Amar a Dios supone conocer a Dios, reconocer a Dios. Y este es el primer paso que debemos dar: tratar de conocer a Dios. Y así sabemos que nuestra vida no existe por casualidad, no es una casualidad. Dios ha querido mi vida desde la eternidad. Soy amado, soy necesario. Dios tiene un proyecto para mí en la totalidad de la historia; tiene un proyecto precisamente para mí. Mi vida es importante y también necesaria. El amor eterno me ha creado en profundidad y me espera.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Discurso del jueves, 25 de marzo de 2010

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«10 Mandamientos» (Parte I) – Película en inglés subtitulada en español

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«10 Mandamientos» (Parte II) – Película en inglés subtitulada en español

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«10 Mandamientos» – Película completa solo en inglés

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Película «El Apocalipsis»

Película «El Apocalipsis»

Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es precisamente en la oración donde sentimos de modo cada vez más intenso la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oramos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a él, y él entra verdaderamente en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, tanto más sentimos la necesidad de estar en oración con él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

La oración en el Libro del Apocalipsis (I)

El Apocalipsis, a pesar de la complejidad de los símbolos, nos implica en una oración muy rica, por la cual también nosotros escuchamos, alabamos, damos gracias, contemplamos al Señor y le pedimos perdón. Su estructura de gran oración litúrgica comunitaria es también una importante llamada a redescubrir la fuerza extraordinaria y transformadora de la Eucaristía. Quiero invitar con fuerza, de manera especial, a ser fieles a la santa misa dominical en el día del Señor, el Domingo, verdadero centro de la semana. La riqueza de la oración en el Apocalipsis nos hace pensar en un diamante, que tiene una serie fascinante de tallas, pero cuya belleza reside en la pureza del único núcleo central. Las sugestivas formas de oración que encontramos en el Apocalipsis hacen brillar la belleza única e indecible de Jesucristo.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

La oración en el Libro del Apocalipsis (II)

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Ficha y enlace de compra en dvdbiblia.com

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«Hechos de los Apóstoles» – Ficha de la película

Título original: The Apocalypse

Año: 2004

Duración: 92 min aprox.

Director: Raffaele Mertes

Reparto: Richard Harris, Vittoria Belvedere, Benjamin Sadler

Género: Drama  |  Religión

Productora: RAI Italia

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La oración en el Libro del Apocalipsis (II)

La oración en el Libro del Apocalipsis (II)

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hablé de la oración en la primera parte del Apocalipsis; hoy pasamos a la segunda parte del libro, y mientras que en la primera parte la oración está orientada hacia el interior de la vida eclesial, en la segunda se dirige al mundo entero. La Iglesia, en efecto, camina en la historia, es parte de ella según el proyecto de Dios. La asamblea que, escuchando el mensaje de san Juan presentado por el lector, ha redescubierto su propia tarea de colaborar en el desarrollo del reino de Dios como «sacerdotes de Dios y de Cristo» (Ap 20, 6; cf. 1, 5; 5, 10), se abre al mundo de los hombres. Y aquí emergen dos modos de vivir en relación dialéctica entre sí: el primero lo podríamos definir el «sistema de Cristo», al que la asamblea se siente feliz de pertenecer; y el segundo es el «sistema terrestre anti-Reino y anti-alianza puesto en práctica por influjo del Maligno», el cual, engañando a los hombres, quiere realizar un mundo opuesto al querido por Cristo y por Dios (cf. Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento cristiano, 70). Así pues, la asamblea debe saber leer en profundidad la historia que está viviendo, aprendiendo a discernir con la fe los acontecimientos, para colaborar, con su acción, al desarrollo del reino de Dios. Esta obra de lectura y de discernimiento, como también de acción, está vinculada a la oración.

Ante todo, después del insistente llamamiento de Cristo que, en la primera parte del Apocalipsis, dice siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a la Iglesia» (cf. Ap 2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22), se invita a la asamblea a subir al cielo para contemplar la realidad con los ojos de Dios; y aquí encontramos tres símbolos, puntos de referencia de los cuales partir para leer la historia: el trono de Dios, el Cordero y el libro (cf. Ap 4, 1 – 5, 14).

El primer símbolo es el trono, sobre el cual está sentado un personaje que san Juan no describe, porque supera todo tipo de representación humana; sólo puede hacer referencia al sentido de belleza y alegría que experimenta al estar delante de él. Este personaje misterioso es Dios, Dios omnipotente que no permaneció cerrado en su cielo, sino que se hizo cercano al hombre, estableciendo una alianza con él; Dios que, de modo misterioso pero real, hace sentir su voz en la historia bajo la simbología de los relámpagos y los truenos. Hay varios elementos que aparecen alrededor del trono de Dios, como los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes, que alaban incesantemente al único Señor de la historia.

El primer símbolo, por lo tanto, es el trono. El segundo es el libro, que contiene el plan de Dios sobre los acontecimientos y sobre los hombres; está cerrado herméticamente con siete sellos y nadie puede leerlo. Ante esta incapacidad del hombre de escrutar el proyecto de Dios, san Juan siente una profunda tristeza que lo hace llorar. Pero existe un remedio para el extravío del hombre ante el misterio de la historia: alguien es capaz de abrir el libro e iluminarlo.

Aparece aquí el tercer símbolo: Cristo, el Cordero inmolado en el sacrificio de la cruz, pero que está de pie, signo de su Resurrección. Y es precisamente el Cordero, el Cristo muerto y resucitado, quien progresivamente abre los sellos y revela el plan de Dios, el sentido profundo de la historia.

¿Qué dicen estos símbolos? Nos recuerdan cuál es el camino para saber leer los hechos de la historia y de nuestra vida misma. Levantando la mirada al cielo de Dios, en la relación constante con Cristo, y abriéndole a él nuestro corazón y nuestra mente en la oración personal y comunitaria, aprendemos a ver las cosas de un modo nuevo y a captar su sentido más auténtico. La oración es como una ventana abierta que nos permite mantener la mirada dirigida hacia Dios, no sólo para recordarnos la meta hacia la que nos dirigimos, sino también para permitir que la voluntad de Dios ilumine nuestro camino terreno y nos ayude a vivirlo con intensidad y compromiso.

¿De qué modo el Señor guía la comunidad cristiana a una lectura más profunda de la historia? Ante todo invitándola a considerar con realismo el presente que estamos viviendo. Entonces el Cordero abre los cuatro primeros sellos del libro y la Iglesia ve el mundo en el que está insertada, un mundo en el que hay varios elementos negativos. Están los males que realiza el hombre, como la violencia, que nace del deseo de poseer, de prevalecer los unos sobre los otros, hasta el punto de llegar a matarse (segundo sello); o la injusticia, porque los hombres no respetan las leyes que se han escogido (tercer sello). A estos se suman los males que el hombre debe sufrir, como la muerte, el hambre, la enfermedad (cuarto sello). Ante estas realidades, a menudo dramáticas, la comunidad eclesial está invitada a no perder nunca la esperanza, a creer firmemente que la aparente omnipotencia del Maligno se enfrenta a la verdadera omnipotencia, que es la de Dios. Y el primer sello que abre el Cordero contiene precisamente este mensaje. Narra san Juan: «Y vi un caballo blanco; el jinete tenía un arco, se le dio la corona y salió como vencedor y para vencer otra vez» (Ap 6, 2). En la historia del hombre ha entrado la fuerza de Dios, que no sólo es capaz de equilibrar el mal, sino incluso de vencerlo. El color blanco hace referencia a la Resurrección: Dios se hizo tan cercano que bajó a la oscuridad de la muerte para iluminarla con el esplendor de su vida divina; tomó sobre sí el mal del mundo para purificarlo con el fuego de su amor.

¿Cómo crecer en esta lectura cristiana de la realidad? El Apocalipsis nos dice que la oración alimenta en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades esta visión de luz y de profunda esperanza: nos invita a no dejarnos vencer por el mal, sino a vencer el mal con el bien, a mirar a Cristo crucificado y resucitado que nos asocia a su victoria. La Iglesia vive en la historia, no se cierra en sí misma, sino que afronta con valentía su camino en medio de dificultades y sufrimientos, afirmando con fuerza que el mal, en definitiva, no vence al bien, la oscuridad no ofusca el esplendor de Dios. Este es un punto importante para nosotros; como cristianos nunca podemos ser pesimistas; sabemos bien que en el camino de nuestra vida encontramos a menudo violencia, mentira, odio, persecuciones, pero esto no nos desalienta. La oración, sobre todo, nos educa a ver los signos de Dios, su presencia y acción; es más, a ser nosotros mismos luces de bien que difundan esperanza e indiquen que la victoria es de Dios.

Esta perspectiva lleva a elevar a Dios y al Cordero la acción de gracias y la alabanza: los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes cantan juntos el «cántico nuevo» que celebra la obra de Cristo Cordero, el cual hará «nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Pero esta renovación es, ante todo, un don que se ha de pedir. Aquí encontramos otro elemento que debe caracterizar la oración: invocar con insistencia al Señor para que venga su Reino, para que el hombre tenga un corazón dócil al señorío de Dios, para que sea su voluntad la que oriente nuestra vida y la del mundo. En la visión del Apocalipsis esta oración de petición está representada por un detalle importante: «los veinticuatro ancianos» y «los cuatro seres vivientes» tienen en la mano, junto a la cítara que acompaña su canto, «copas de oro llenas de perfume» (5, 8a) que, como se explica, «son las oraciones de los santos» (5, 8b), es decir, de aquellos que ya han llegado a Dios, pero también de todos nosotros que nos encontramos en camino. Y vemos que un ángel, delante del trono de Dios, tiene en la mano un incensario de oro en el que pone continuamente los granos de incienso, es decir nuestras oraciones, cuyo suave olor se ofrece juntamente con las oraciones que suben hasta Dios (cf. Ap 8, 1-4). Es un simbolismo que nos indica cómo todas nuestras oraciones —con todos sus límites, el cansancio, la pobreza, la aridez, las imperfecciones que podemos tener— son casi purificadas y llegan al corazón de Dios. Debemos estar seguros de que no existen oraciones superfluas, inútiles; ninguna se pierde. Las oraciones encuentran respuesta, aunque a veces misteriosa, porque Dios es Amor y Misericordia infinita. El ángel —escribe san Juan— «tomó el incensario, lo llenó del fuego del altar y lo arrojó a la tierra: hubo truenos, voces, relámpagos y un terremoto» (Ap 8, 5). Esta imagen significa que Dios no es insensible a nuestras súplicas, interviene y hace sentir su poder y su voz sobre la tierra, hace temblar y destruye el sistema del Maligno. Ante el mal a menudo se tiene la sensación de no poder hacer nada, pero precisamente nuestra oración es la respuesta primera y más eficaz que podemos dar y que hace más fuerte nuestro esfuerzo cotidiano por difundir el bien. El poder de Dios hace fecunda nuestra debilidad (cf. Rm 8, 26-27).

Quiero concluir haciendo referencia al diálogo final (cf. Ap 22, 6-21). Jesús repite varias veces: «Mira, yo vengo pronto» (Ap 22, 7.12). Esta afirmación no sólo indica la perspectiva futura al final de los tiempos, sino también la presente: Jesús viene, pone su morada en quien cree en él y lo acoge. La asamblea, entonces, guiada por el Espíritu Santo, repite a Jesús la invitación urgente a estar cada vez más cerca: «¡Ven!» (Ap 22, 17a). Es como la «esposa» (22, 17) que aspira ardientemente a la plenitud del matrimonio. Por tercera vez aparece la invocación: «Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20b); y el lector concluye con una expresión que manifiesta el sentido de esta presencia: «La gracia del Señor Jesús esté con todos» (22, 21).

El Apocalipsis, a pesar de la complejidad de los símbolos, nos implica en una oración muy rica, por la cual también nosotros escuchamos, alabamos, damos gracias, contemplamos al Señor y le pedimos perdón. Su estructura de gran oración litúrgica comunitaria es también una importante llamada a redescubrir la fuerza extraordinaria y transformadora de la Eucaristía. Quiero invitar con fuerza, de manera especial, a ser fieles a la santa misa dominical en el día del Señor, el Domingo, verdadero centro de la semana. La riqueza de la oración en el Apocalipsis nos hace pensar en un diamante, que tiene una serie fascinante de tallas, pero cuya belleza reside en la pureza del único núcleo central. Las sugestivas formas de oración que encontramos en el Apocalipsis hacen brillar la belleza única e indecible de Jesucristo. Gracias.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

La oración en el Libro del Apocalipsis

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La oración en el Libro del Apocalipsis (I)

La oración en el Libro del Apocalipsis (II)

La oración en el Libro del Apocalipsis (II)

La oración en el Libro del Apocalipsis (I)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy después de la interrupción de las vacaciones, reanudamos las audiencias en el Vaticano, continuando en la «escuela de oración» que estoy viviendo juntamente con vosotros en estas catequesis de los miércoles.

Hoy quiero hablar de la oración en el Libro del Apocalipsis, que, como sabéis, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero contiene una gran riqueza. Nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida en «el día del Señor» (Ap 1, 10): esta es, en efecto, la línea de fondo en la que se mueve el texto.

Un lector presenta a la asamblea un mensaje encomendado por el Señor al evangelista san Juan. El lector y la asamblea constituyen, por decirlo así, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el inicio, se dirige un augurio festivo: «Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía» (1, 3). Del diálogo constante entre ellos brota una sinfonía de oración, que se desarrolla con gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que reacciona, su oración tiende a convertirse en nuestra oración.

La primera parte del Apocalipsis (1, 4-3, 22) presenta, en la actitud de la asamblea que reza, tres fases sucesivas. La primera (1, 4-8) es un diálogo que —caso único en el Nuevo Testamento— se entabla entre la asamblea recién congregada y el lector, el cual le dirige un augurio de bendición: «Gracia y paz a vosotros» (1, 4). El lector prosigue subrayando la procedencia de este augurio: deriva de la Trinidad: del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, unidos en la realización del proyecto creativo y salvífico para la humanidad. La asamblea escucha y, cuando oye que se nombra a Jesucristo, exulta de júbilo y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: «Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1, 5b-6). La asamblea, impulsada por el amor de Cristo, se siente liberada de los lazos del pecado y se proclama «reino» de Jesucristo, que pertenece totalmente a él. Reconoce la gran misión que con el Bautismo le ha sido encomendada: llevar al mundo la presencia de Dios. Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con entusiasmo creciente, reconoce su «gloria y poder» para salvar a la humanidad. El «amén» final concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicaciones para nosotros; nos dicen que nuestra oración debe ser ante todo escucha de Dios que nos habla. Agobiados por tantas palabras, estamos poco acostumbrados a escuchar, sobre todo a ponernos en la actitud interior y exterior de silencio para estar atentos a lo que Dios quiere decirnos. Esos versículos nos enseñan, además, que nuestra oración, con frecuencia sólo de petición, en cambio debe ser ante todo de alabanza a Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído fuerza, esperanza y salvación.

Una nueva intervención del lector recuerda luego a la asamblea, aferrada por el amor de Cristo, el compromiso de descubrir su presencia en la propia vida. Dice así: «Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se lamentarán todos los pueblos de la tierra» (1, 7a). Después de subir al cielo en una «nube», símbolo de la trascendencia (cf. Hch 1, 9), Jesucristo volverá tal como subió al cielo (cf. Hch 1, 11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el cuarto Evangelio, «mirarán al que traspasaron» (19, 37). Pensarán en sus propios pecados, causa de su crucifixión y, como los que asistieron directamente a ella en el Calvario, «se darán golpes de pecho» (cf. Lc 23, 48) pidiéndole perdón, para seguirlo en la vida y preparar así la comunión plena con él, después de su regreso final. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: «Sí. Amén!» (Ap 1, 7b). Expresa con su «sí» la aceptación plena de lo que se le ha comunicado y pide que eso se haga realidad. Es la oración de la asamblea, que medita en el amor de Dios manifestado de modo supremo en la cruz y pide vivir con coherencia como discípulos de Cristo. Y luego viene la respuesta de Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso» (1, 8). Dios, que se revela como el inicio y la conclusión de la historia, acepta y acoge de buen grado la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en las vicisitudes humanas, en el presente, en el futuro, como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí encontramos otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros el sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y su presencia nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza incluso en medio de la oscuridad de ciertas vicisitudes humanas; además, ninguna oración, ni siquiera la que se eleva en la soledad más radical, es aislarse; nunca es estéril; es la savia vital para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.

La segunda fase de la oración de la asamblea (1, 9-22) profundiza ulteriormente la relación con Jesucristo: el Señor se muestra, habla, actúa; y la comunidad, cada vez más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan narra su experiencia personal de encuentro con Cristo: se halla en la isla de Patmos a causa de la «Palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (1, 9) y es el «día del Señor» (1, 10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan es «arrebatado en el Espíritu» (1, 10a). El Espíritu Santo lo penetra y lo renueva, dilatando su capacidad de acoger a Jesús, el cual lo invita a escribir. La oración de la asamblea que escucha asume gradualmente una actitud contemplativa ritmada por los verbos «ver» y «mirar»: es decir, contempla lo que el lector le propone, interiorizándolo y haciéndolo suyo.

Juan oye «una voz potente, como de trompeta» (1, 10b): la voz le ordena enviar un mensaje «a las siete Iglesias» (1, 11) que se encuentran en Asia Menor y, a través de ellas, a todas las Iglesias de todos los tiempos, así como a sus pastores. La expresión «voz… de trompeta», tomada del libro del Éxodo (cf. 20, 18), alude a la manifestación divina a Moisés en el monte Sinaí e indica la voz de Dios, que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí se atribuye a Jesucristo resucitado, que habla desde la gloria del Padre, con la voz de Dios, a la asamblea en oración. Volviéndose «para ver la voz» (1, 12), Juan ve «siete candelabros de oro y en medio de los candelabros como un Hijo de hombre» (1, 12-13), término muy familiar para Juan, que indica a Jesús mismo. Los candelabros de oro, con sus velas encendidas, indican a la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la liturgia: Jesús resucitado, el «Hijo del hombre», se encuentra en medio de ella y, ataviado con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, cumple la función sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de san Juan, sigue una manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, como se presentaban en el Antiguo Testamento. Se habla de «cabellos… blancos como la lana blanca, como la nieve» (1, 14), símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn 7, 9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento a menudo se refiere a Dios para indicar dos propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su alianza con el hombre (cf. Dt 4, 24). Y esta intensidad celosa del amor es la que se lee en la mirada de Jesús resucitado: «Sus ojos eran como llama de fuego» (Ap 1, 14 b). La segunda es la capacidad irrefrenable de vencer al mal como un «fuego devorador» (Dt 9, 3). Así también los «pies» de Jesús, en camino para afrontar y destruir el mal, están incandescentes como el «bronce bruñido» (Ap 1, 15). Luego, la voz de Jesucristo, «como rumor de muchas aguas» (1, 15c), tiene el estruendo impresionante «de la gloria del Dios de Israel» que se mueve hacia Jerusalén, del que habla el profeta Ezequiel (cf. 43, 2). Siguen a continuación tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús resucitado está haciendo por su Iglesia: la tiene firmemente en su mano derecha —una imagen muy importante: Jesús tiene la Iglesia en su mano—, le habla con la fuerza penetrante de una espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: «Su rostro era como el sol cuando brilla en su apogeo» (Ap 1, 16). San Juan está tan arrebatado por esta estupenda experiencia del Resucitado, que se desmaya y cae como muerto.

Después de esta experiencia de revelación, el Apóstol tiene ante sí al Señor Jesús que habla con él, lo tranquiliza, le pone una mano sobre la cabeza, le revela su identidad de Crucificado resucitado y le encomienda el encargo de transmitir su mensaje a las Iglesias (cf. Ap 1, 17-18). Es hermoso ver este Dios ante el cual se desmaya y cae como muerto. Es el amigo de la vida, y le pone la mano sobre la cabeza. Y eso nos sucederá también a nosotros: somos amigos de Jesús. Luego la revelación del Dios resucitado, de Cristo resucitado, no será tremenda, sino que será el encuentro con el amigo. También la asamblea vive con san Juan el momento particular de luz ante el Señor, pero unido a la experiencia del encuentro diario con Jesús, percibiendo la riqueza del contacto con el Señor, que llena todos los espacios de la existencia.

En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis (Ap 2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje septiforme en el que Jesús habla en primera persona. Dirigido a siete Iglesias situadas en Asia Menor en torno a Éfeso, el discurso de Jesús parte de la situación particular de cada Iglesia, para extenderse luego a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra inmediatamente en lo más delicado de la situación de cada Iglesia, evidenciando luces y sombras y dirigiéndole una apremiante invitación: «Conviértete» (2, 5.16; 3, 19c); «Mantén lo que tienes» (3, 11); «haz las obras primeras» (2, 5); «Ten, pues, celo y conviértete» (3, 19b)… Esta palabra de Jesús, si se escucha con fe, comienza inmediatamente a ser eficaz: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, es transformada. Todas las Iglesias deben ponerse en atenta escucha del Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta orden siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor y la orientación para el camino.

Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es precisamente en la oración donde sentimos de modo cada vez más intenso la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oramos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a él, y él entra verdaderamente en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, tanto más sentimos la necesidad de estar en oración con él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por la atención.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

La oración en el Libro del Apocalipsis

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La oración en el Libro del Apocalipsis (I)

La oración en el Libro del Apocalipsis (II)