Juan 17, 11-19. Miércoles de la 7.ª semana de Pascua. ¡Cuánto necesita el mundo en estos días de la unidad en la oración! No hay unidad donde no hay amor, no hay unidad donde no está Dios.
En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad».
Oración introductoria
Señor, gracias por este tiempo que puedo dedicar a la oración. Aunque no soy del mundo, las cosas pasajeras ejercen una fuerte atracción, pero creo y espero en Ti, porque eres fiel a tus promesas, por eso te pido la gracia de que me reveles la verdad sobre mi vida en esta oración.
Petición
Señor, concédeme no tener en la vida otra tarea, otra ocupación, otra ilusión que ser santificado en la verdad.
Meditación del Papa emérito
Sabemos que al final -como vio claramente san Ignacio de Loyola- el único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al mundo.
En esta verdad -el misterio de la fe- es en la que hemos sido consagrados, y en esta verdad es en la que estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige una continua conversión, un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras.
Benedicto XVI, 19 de julio de 2008.
Reflexión
¡Qué intimidad tan profunda revelan las palabras de Jesús para con su Padre! Son las últimas palabras, la oración que da comienzo a su pasión.
San Juan nos hace participes de la visión de su corazón, que se dirige a su Padre en la cena de despedida: su petición la hace por los suyos, sus discípulos, los continuadores de su misión: Padre mío: que sean uno, como tú y yo.
¡Qué unidad más fuerte, más compacta puede haber, como la de la Trinidad: identificación de divinidad, de voluntad, unión en el Amor!
Ut Unum sint. ¡Cuánto necesita el mundo en estos días de esta unidad!
No hay unidad donde no hay amor, no hay unidad donde no está Dios. Cuánta guerra, cuánto odio, cuánta incomprensión, cuánto rencor, aun en la tierra donde vivió el príncipe de la paz, donde Dios encarnado dirigió a su Padre este deseo: presérvalos del mal.
Este mensaje proclamado por Cristo es el que los apóstoles han transmitido al mundo.
Ellos son los testimonios de la verdad, de la paz, del perdón; la paz que el mundo NO TIENE, ni puede dar; más aún los ha odiado porque no son del mundo.
A nosotros los cristianos nos corresponde ser continuadores de esa misión: de hacer vida el nombre que llevamos: Cristianos, seguidores de Cristo, otros cristos, constructores, príncipes de la paz.
Propósito
Hacer un examen de conciencia para ver cómo puedo dar mayor gloria a Dios con los dones que me ha dado.
Diálogo con Cristo
Señor, dejo en tus manos mis preocupaciones. Ayúdame a confiar en tu providencia, para que la revisión de mis actitudes y comportamiento, me ayude a vivir lo que creo. Sé que Tú estás conmigo, pero frecuentemente se me dificulta compartir mi fe con los demás. Dame la fortaleza para hablar de Ti y de tu amor, especialmente a mi familia.
El canto es una forma intensa de expresión verbal, poética y musical a la vez. Es una de las maneras más completas de la expresión humana y quizás uno de los mejores momentos para alabar y comunicarse con Dios.
El canto ocupa un lugar destacadísimo en la oración infantil. Junto al gesto es uno de los medios de expresión que más gusta y atrapa a los niños. El canto penetra de tal modo en el corazón de los pequeños que muchas canciones aprendidas en la infancia se recuerdan de por vida.
El canto religioso es un recurso educativo-recreativo-pastoral importantísimo. En la catequesis de niños el canto debe ser un elemento cotidiano y permanente. Especialmente cuando unimos cantos con gestos. Esta fusión “mágica” de canto y gesto genera en los pequeños una respuesta que ni siquiera imaginamos, cuya potencia educadora es de difícil dimensionamiento. Quienes ya han hecho la experiencia sabrán que pocas cosas les gustan más a los chicos que «cantar con todo el cuerpo»; es decir, hacer una sola cosa del gesto, la canción y la oración.
1. Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo, completando así el «retorno al Padre» iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.
En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los anteriores a la Pascua.
2. Jesús, cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le dice «No me toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17).
Ése mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, «sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía» (Jn 13, 1-3). Jesús tenía sin duda en la mente su muerte ya cercana, y sin embargo miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión al cielo: «Me voy a Aquel que me ha enviado» (Jn 16, 5): «Me voy al Padre, y ya no me veréis» (Jn 16, 10). Los discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: «Me voy y volveré a vosotros», e incluso añadía: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14, 28). Tras la resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.
3. Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su «descenso del cielo», ocurrido en la encarnación. Cristo «salido del Padre» (Jn 16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al Padre» (cf. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida», como lo fue el del «descenso». Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo» (Jn 3, 13). Sólo Él posee la energía divina y el derecho de «subir al cielo», nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa «casa del Padre» (Jn 14, 2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que «bajó del cielo», que «salió del Padre» precisamente para esto.
Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo.
4. La ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la «economía de la salvación», que se expresa en el misterio de la encarnación, y sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz. Precisamente en el coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado (es decir crucificado), el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3, 14-15).
Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la «casa del Padre» por medio de su cruz: «cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La «elevación» en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo de otra «elevación», que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta «exaltación» del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.
5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24). Y entró «con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna»: «penetró en el santuario una vez para siempre» (Hb 9, 12). Entró como Hijo «el cual, siendo resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su substancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Hb 1, 3).
Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13), coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13).
6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero en perspectiva de la ascensión: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y… adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis venir» (Jn 13, 33). Sin embargo dice enseguida: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 2).
Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo. Jesucristo va al Padre ―a la casa del Padre― para «introducir» a los hombres que sin El no podrían «entrar». Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que «bajó del cielo» (Jn 3, 13), que «salió del Padre» (Jn 16, 28) y ahora vuelve al Padre «con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 12). Él mismo afirma: «Yo soy el Camino… nadie ve al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: «Os conviene que yo me vaya». Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta el final a los Apóstoles: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Sí. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador-Paráclito. Y por ello prometió repetidamente: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 3. 28).
Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia ―verdad claramente enseñada por Jesús―, permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.
8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos «se escandalizaron» (cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de «Comer su Cuerpo y beber su Sangre». Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?… El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6, 61-63).
Jesús habla aquí de su ascensión al cielo: cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu «que da la vida». Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovando sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las «moradas eternas», donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la «casa del Padre» (Jn 14, 2).
Con motivo de la próxima fiesta de La Ascensión del Señor, os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando uno de los momentos más memorables de Nuestro Señor Jesucristo.
Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen.
Luego que el Señor Jesús se apareció a sus discípulos fue elevado al cielo. Este acontecimiento marca la transición entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. Marca también la posibilidad de que la humanidad entre al Reino de Dios como tantas veces lo anunció Jesús. De esta forma, la ascensión del Señor se integra en el Misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo.
Testigos de Cristo
La Ascensión de Cristo es también el punto de partida para comenzar a ser testigos y anunciadores de Cristo exaltado que volvió al Padre para sentarse a su derecha. El Señor glorificado continúa presente en el mundo por medio de su acción en los que creen en su Palabra y dejan que el Espíritu actúe interiormente en ellos. El mandato de Jesús es claro y vigente: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». Por ello, la nueva presencia del Resucitado en su Iglesia hace que sus seguidores constituyan la comunidad de vida y de salvación.
La fuerza del Evangelio
La Ascensión de Cristo al cielo no es el fin de su presencia entre los hombres, sino el comienzo de una nueva forma de estar en el mundo. Su presencia acompaña con signos la misión evangelizadora de sus discípulos.
La comunidad pospascual necesitó de un tiempo para reforzar su fe incipiente en el Resucitado. La Ascensión es el fin de su visibilidad terrena y el inicio de un nuevo tipo de presencia entre nosotros.
Misión de la Iglesia
San Lucas, después de escribir su Evangelio, emprende también con la inspiración divina la tarea de redactar algo de lo que ocurrió después de que Jesús resucitara y subiera a los cielos. Es la historia de los comienzos de la Iglesia, esos tiempos fundacionales en los que el mensaje cristiano comienza a proclamarse como una doctrina nueva y sorprendente que habría de transformar al mundo entero. Así nos refiere que el Señor, antes de subir al trono de su gloria y enviarles la fuerza avasalladora del Espíritu, se les aparece una y otra vez durante cuarenta días, para fortalecerlos en la fe y encenderlos en la caridad, para animarlos con la más viva esperanza.
Toma tu Cruz
Con la Ascensión, el mandato de Jesús cobra una fuerza singular; se comprende el valor de la Pasión y la Muerte. Desde esa nueva perspectiva, la Cruz era la fuerza y la sabiduría de Dios. Desde ese momento se podía hablar de perdón y de conversión, sin dudar del amor y del poder divino de Jesús. Fue posible predicar la conversión, exhortar a los hombres para que se reconciliaran con Dios, lleno de misericordia. Con la Ascensión de Jesucristo el camino está abierto, y los feligreses invitados a recorrerlo de la mano de Él.
Oración
Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Si queremos reír mientras leemos la vida de un santo no tenemos más que tomar en nuestras manos la Vida de San Felipe Neri, un hombre que santificó realmente el buen humor. A su lado no se podía estar serio. Porque las cosas más graves las tomaba con un aire de gracia, de simpatía, de chiste, que sabía sacar punta a todo, como decimos. Y, sin embargo, era un santo que no miraba más que a Dios, a hacer bien a las almas, a salvarlas, a llevarlas a la perfección. Llenó la Roma de todo el siglo dieciséis. Los Papas, los Cardenales, otros Santos de mucha categoría, como Ignacio de Loyola, se atenían a su consejo, se confiaban a sus oraciones, y era el confesor que pacificaba muchas conciencias.
Tenía gracia y sabía hacer las cosas con humor. Enseñaba y avisaba sin ofender. Y riendo, riendo, metía las verdades mayores en las almas. Aquel joven —éste es uno de los casos suyos que más se cuentan— era un buen soñador. Felipe le quiere hacer ver la vanidad de la vida, y empieza con sus “después” famosos: -Y ahora muchacho, ¿qué piensas hacer, muchacho? -Pues, estudiar fuerte y sacar mi carrera. -¿Y después?… -Después, buscarme un trabajo que me dé nombre y me dé dinero. -¿Y después? -Después, me buscaré mi novia, naturalmente, y que sea buena y bonita. -¿Y después? -Después, me casaré, y a ser feliz. -¿Y después? -Después…, eso que he dicho, a ser feliz toda mi vida con mi mujer. -¿Y después?… -¡Toma! Pues, como todos los hombres. Después, a morir, y ojalá sea de viejo, ¿no le parece?… -¿Y después? -Después, después… -Ya te lo digo yo. Después a presentarte en el tribunal de Dios, a darle cuenta de toda tu vida y a recibir de Él la sentencia que durará para siempre.
De una manera tan sencilla, tan divertida, tan simpática, orientaba a un joven por el camino de la vida para que su ideal fuese cristiano y no vulgar.
Con otro lo hizo de una manera más seria, aunque igual de alegre. Entre sus discípulos del Oratorio tenía uno muy bien preparado, listo y ejemplar. Por luz divina —pues Felipe conocía mucho a las almas— intuye lo que le aguarda a aquel su estupendo dirigido, llamado César Baronio. El Santo, en vez de dedicarlo a los estudios en los que brillaría tanto, lo manda a la cocina y allí lo tiene en humildad y sacrificio durante mucho tiempo. César obedece rendido. Y sin quejarse, y con buen humor, escribe en la pared una frase que se ha hecho muy famosa: -César Baronio, cocinero perpetuo. Cuando César está ya bien entrenado en la humildad y el sacrificio, Felipe lo saca de la cocina y lo destina a los estudios. Vino lo que se esperaba: César investiga, enseña, escribe y se convierte como historiador en una autoridad, de prestigio enorme en toda Europa con su obra monumental de Los Anales. Ya teníamos al sabio y santo Cardenal Baronio, y no un profesor y un escritor vulgar y vanidoso…
Felipe, nacido en Florencia, es mandado por su padre con un tío suyo que le quiso dejar su fortuna, aunque decía: Le dejaría todo a este sobrino si no rezase tanto. Y es que Felipe, más que al negocio, atendía a las almas. Se entretenía con los clientes preguntándoles: ¿Ya vas Misa el domingo? ¿Comulgaste por Pascua? ¿Te sabes el Padrenuestro?… Como no le va el negocio, Felipe se marcha a Roma, y ya no se va a mover de ella nunca. Hasta los treinta y seis años, Felipe es un apóstol seglar: visita hospitales, enseña catecismo, atiende a los pobres… Al fin se ordena de sacerdote, y piensa en ir a las misiones de las Indias. Pero recibe este aviso del Cielo: Felipe, tus Indias están en Roma. No te moverás de aquí.
Así, Felipe será el gran Santo de Roma. Horas inacabables de confesonario… Procesiones interminables cada día de iglesia en iglesia con la gente humilde, a la que enseña a rezar y a vivir bien… Atención a pobres y a enfermos, porque es un héroe de la caridad… Horas y horas con turbas de niños, con los que juega y se divierte, aunque los mayores no entienden cómo los aguanta. Pero él contesta: Con tal que no ofendan a Dios, si les gusta pueden cortar leña sobre mis espaldas. Y se dirige a los niños: ¡A jugar y a divertirse todo lo que se pueda! Lo único que os pido es que no cometáis nunca un pecado mortal…
Gasta buen humor hasta con Dios en sus oraciones. Muy humilde, le dice a Dios: No te fíes de Felipe, pues hoy mismo te puede abandonar y hacerse turco. Entonces era eso como hoy abandonar la Iglesia Católica y pasarse al peor enemigo… Le hace también poemas a Dios, como cuando le dice: Yo amo y no puedo dejar de amar. Quiero que, por un buen cambio, Tú seas yo, y yo sea Tú. Dios responde a oraciones tan bellas concediendo a Felipe una oración altísima.
Es muy conocido el fenómeno del corazón: se le inflamó de tal modo que le estalló y le dobló dos o tres costillas… Al celebrar la Misa, se quedaba absorto, fijos los ojos en la Sagrada Hostia después de la consagración… El monaguillo se escapaba de la iglesia y lo dejaba solo en el altar. Regresaba al cabo de dos horas, Felipe volvía en sí, y proseguía la celebración…
Incomprendido a veces o acusado falsamente, nunca se defendía. Tan penitente, que casi no comía, y como enflaquecía mucho y se lo hacían notar, él respondía con su clásico buen humor: No, si lo que pasa es que no quiero engordar… Dios le recompensaba con tal fervor en la oración y tanta felicidad espiritual, que exclamaba con frecuencia: ¡Basta, Señor, basta, que no puedo con tanta dicha!…
Más de una vez ha intentado el Papa nombrarlo Cardenal. Felipe lo rechaza siempre, pero sin despreciar ni ofender. Cuando se lo comunican, toma su bonete viejo, lo lanza al aire haciendo piruetas, y exclama riendo: ¡Cielo, cielo, que no cardenalatos quiero!…
Llegado el último día, Felipe Neri tenía que morir con el buen humor con que había vivido. Era el 25 de Mayo de 1595. Se levanta, dice la Misa como de costumbre, se confiesa, reza, y da a sus discípulos del Oratorio un brazo. Se acuesta otra vez, y pregunta en medio de la noche: -¿Qué hora es? -Las tres. -¿Las tres? Tres y dos son cinco, tres y tres son seis, y a las seis la partida… A las seis se iba al Cielo.
Miniserie Sed Buenos, si podéis: Un santo para los niños
Director: Luigi Magni
Nacionalidad: Italia
Fecha de lanzamiento: 18 de diciembre de 1984
Genero: Drama
Duracion: 2:29:55 s
Productora: Excelsior Cinematografica
Actores:
Johnny Dorelli – Don Filippo Neri
Philippe Leroy – Ignacio de Loyola
Rodolfo Bigottri – Cirifischio (adulto)
Eurilla Del Bona – Leonetta (adulta)
Roberto Farris – Cirifischio (niño)
Federica Mastroianny – Leonetta (niña)
Sipnosis:
Se trata de la vida de don Felipe Neri nacido en Florencia, Italia, en 1515.. Desde pequeño demostraba tal alegría y tan grande bondad, que la gente lo llamaba “Felipín el bueno”. En su juventud dejó fama de amabilidad y alegría entre sus compañeros y amigos.
El 25 de mayo de 1595 su médico lo vio tan extraordinariamente contento que le dijo: “Padre, jamás lo había encontrado tan alegre”, y él le respondió: “Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor”. A la media noche le dio un ataque y levantando la mano para bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente. Tenía 80 años.
El actor principal, quien encarna a Felipe Neri, es el actor Johnny Dorelli, y a lo largo de la cinta enfrenta situaciones bastante fuertes, pero siempre con un mensaje esperanzador, con una fe inquebrantable en los designios divinos y en la misericordia de Dios.
En este artículo recopilamos diversos recursos para enseñar a los niños la oración por excelencia, aquella que Cristo nos enseñó: el Padrenuestro.
* * *
Recemos juntos el Padrenuestro
Significado del Padrenuestro para niños, explicado por Infancia Misionera.
1.— Padre nuestro que estás en el cielo.
Si Jesucristo no nos llega a revelar que Dios es nuestro Padre, jamás se le hubiera ocurrido ni al más santo de la tierra. —¿Dónde está Dios nuestro Padre, además de su casa del cielo…? Pregunta sabrosa como para escuchar las verdades más bellas y los disparates más inocentes.
2.— Santificado sea tu nombre.
O sea, que todos bendigamos y glorifiquemos a Dios, que más falta nos hace a nosotros que El sea glorificado y más bienes se nos siguen, porque así nos bendice y nos ayuda como PADRE NUESTRO.
3.— Venga a nosotros tu reino.
Sin votaciones ni elecciones, ni peleas. Los misioneros se la pasan en eso toda su vida. Anunciando el Reino de Dios.
4.— Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
¡Qué golilla para el mundo entero! Viviríamos casi como en el paraiso; lo de casi es porque allí no necesitamos médicos ni farmacias; aquí en la tierra, hasta los santos se enferman y mueren.
5.— Danos hoy nuestro pan de cada día.
Jesús pensó en nosotros. Tres peticiones en honor de Dios y cuatro en provecho de la gente (cuenten y verán). Claro que lo del pan es lo primero; sin comer no se puede rezar.
6.— Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
O sea, «dando y dando, pajarito volando». Con Dios nadie se las puede echar de vivo. Si tú perdonas, te perdonan, si no olvídate de eso y cambia.
7.— No nos dejes caer en la tentación.
Vean al muchachito que se acuesta de puro flojo y deja la tarea y todos sus deberes, para cuando venga su mamá…
8.— Líbranos del mal. Amen
Advertencia
Con lo que usted sabe del Padrenuestro y con estos dibujos a la vista, tiene un poco de catequesis sabrosas y profundas, tal como se contienen en la oración del Señor. Es cuestión de corazón y un poco de fantasía de la buena. Pueden salir estupendos misioneros, ¡aunque usted no lo crea!
Santo Tomás Moro, cuya fiesta celebramos el 22 de junio, es el patrón de los gobernantes y los políticos. Pero sus escritos reflejan, además de sus planteamientos políticos y religiosos, el magnífico ambiente cristiano que vivía en su propio hogar, con su familia.
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Carta apostólica de SS Juan Pablo II para la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos.
Recientemente, algunos Jefes de Estado y de Gobierno, numerosos exponentes políticos, algunas Conferencias Episcopales y Obispos de forma individual, me han dirigido peticiones en favor de la proclamación de santo Tomás Moro como Patrono de los Gobernantes y de los Políticos. Entre los firmantes de esta petición hay personalidades de diversa orientación política, cultural y religiosa, como expresión de vivo y difundido interés hacia el pensamiento y la conducta de este insigne hombre de gobierno.
1. De la vida y del martirio de santo Tomás Moro brota un mensaje que a través de los siglos habla a los hombres de todos los tiempos de la inalienable dignidad de la conciencia, la cual, como recuerda el Concilio Vaticano II, «es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (Gaudium et spes, 16). Cuando el hombre y la mujer escuchan la llamada de la verdad, entonces la conciencia orienta con seguridad sus actos hacia el bien. Precisamente por el testimonio, ofrecido hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero de coherencia moral. Y también fuera de la Iglesia, especialmente entre los que están llamados a dirigir los destinos de los pueblos, su figura es reconocida como fuente de inspiración para una política que tenga como fin supremo el servicio a la persona humana.
2. Tomás Moro vivió una extraordinaria carrera política en su País. Nacido en Londres en 1478 en el seno de una respetable familia, entró desde joven al servicio del Arzobispo de Canterbury Juan Morton, Canciller del Reino. Prosiguió después los estudios de leyes en Oxford y Londres, interesándose también por amplios sectores de la cultura, de la teología y de la literatura clásica. Aprendió bien el griego y mantuvo relaciones de intercambio y amistad con importantes protagonistas de la cultura renacentista, entre ellos Erasmo Desiderio de Rotterdam.
Su sensibilidad religiosa lo llevó a buscar la virtud a través de una asidua práctica ascética: cultivó la amistad con los frailes menores observantes del convento de Greenwich y durante un tiempo se alojó en la cartuja de Londres, dos de los principales centros de fervor religioso del Reino. Sintiéndose llamado al matrimonio, a la vida familiar y al compromiso laical, se casó en 1505 con Juana Colt, de la cual tuvo cuatro hijos. Juana murió en 1511 y Tomás se casó en segundas nupcias con Alicia Middleton, viuda con una hija. Fue durante toda su vida un marido y un padre cariñoso y fiel, profundamente comprometido en la educación religiosa, moral e intelectual de sus hijos. Su casa acogía yernos, nueras y nietos y estaba abierta a muchos jóvenes amigos en busca de la verdad o de la propia vocación. La vida de familia permitía, además, largo tiempo para la oración común y la lectio divina, así como para sanas formas de recreo hogareño. Tomás asistía diariamente a Misa en la iglesia parroquial, y las austeras penitencias que se imponía eran conocidas solamente por sus parientes más íntimos.
3. En 1504, bajo el rey Enrique VII, fue elegido por primera vez para el Parlamento. Enrique VIII le renovó el mandato en 1510 y lo nombró también representante de la Corona en la capital, abriéndole así una brillante carrera en la administración pública. En la década sucesiva, el rey lo envió en varias ocasiones para misiones diplomáticas y comerciales en Flandes y en el territorio de la actual Francia. Nombrado miembro del Consejo de la Corona, juez presidente de un tribunal importante, vicetesorero y caballero, en 1523 llegó a ser portavoz, es decir, presidente de la Cámara de los Comunes.
Estimado por todos por su indefectible integridad moral, la agudeza de su ingenio, su carácter alegre y simpático y su erudición extraordinaria, en 1529, en un momento de crisis política y económica del País, el Rey le nombró Canciller del Reino. Como primer laico en ocupar este cargo, Tomás afrontó un período extremadamente difícil, esforzándose en servir al Rey y al País. Fiel a sus principios se empeñó en promover la justicia e impedir el influjo nocivo de quien buscaba los propios intereses en detrimento de los débiles. En 1532, no queriendo dar su apoyo al proyecto de Enrique VIII que quería asumir el control sobre la Iglesia en Inglaterra, presentó su dimisión. Se retiró de la vida pública aceptando sufrir con su familia la pobreza y el abandono de muchos que, en la prueba, se mostraron falsos amigos.
Constatada su gran firmeza en rechazar cualquier compromiso contra su propia conciencia, el Rey, en 1534, lo hizo encarcelar en la Torre de Londres dónde fue sometido a diversas formas de presión psicológica. Tomás Moro no se dejó vencer y rechazó prestar el juramento que se le pedía, porque ello hubiera supuesto la aceptación de una situación política y eclesiástica que preparaba el terreno a un despotismo sin control. Durante el proceso al que fue sometido, pronunció una apasionada apología de las propias convicciones sobre la indisolubilidad del matrimonio, el respeto del patrimonio jurídico inspirado en los valores cristianos y la libertad de la Iglesia ante el Estado. Condenado por el tribunal, fue decapitado.
Con el paso de los siglos se atenuó la discriminación respecto a la Iglesia. En 1850 fue restablecida en Inglaterra la jerarquía católica. Así fue posible iniciar las causas de canonización de numerosos mártires. Tomás Moro, junto con otros 53 mártires, entre ellos el Obispo Juan Fisher, fue beatificado por el Papa León XIII en 1886. Junto con el mismo Obispo, fue canonizado después por Pío XI en 1935, con ocasión del IV centenario de su martirio.
4. Son muchas las razones a favor de la proclamación de santo Tomás Moro como Patrono de los Gobernantes y de los Políticos. Entre estas, la necesidad que siente el mundo político y administrativo de modelos creíbles, que muestren el camino de la verdad en un momento histórico en el que se multiplican arduos desafíos y graves responsabilidades. En efecto, fenómenos económicos muy innovadores están hoy modificando las estructuras sociales. Por otra parte, las conquistas científicas en el sector de las biotecnologías agudizan la exigencia de defender la vida humana en todas sus expresiones, mientras las promesas de una nueva sociedad, propuestas con buenos resultados a una opinión pública desorientada, exigen con urgencia opciones políticas claras en favor de la familia, de los jóvenes, de los ancianos y de los marginados.
En este contexto es útil volver al ejemplo de santo Tomás Moro que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al poder, sino al supremo ideal de la justicia. Su vida nos enseña que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes. Convencido de este riguroso imperativo moral, el Estadista inglés puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente si era débil o pobre; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de equidad; tuteló la familia y la defendió con gran empeño; promovió la educación integral de la juventud. El profundo desprendimiento de honores y riquezas, la humildad serena y jovial, el equilibrado conocimiento de la naturaleza humana y de la vanidad del éxito, así como la seguridad de juicio basada en la fe, le dieron aquella confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida entera de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo.
Refiriéndome a semejantes ejemplos de armonía entre la fe y las obras, en la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici escribí que «la unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres» (n. 17).
Esta armonía entre lo natural y lo sobrenatural es tal vez el elemento que mejor define la personalidad del gran Estadista inglés. Él vivió su intensa vida pública con sencilla humildad, caracterizada por el célebre «buen humor», incluso ante la muerte.
Éste es el horizonte a donde le llevó su pasión por la verdad. El hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral. Ésta es la luz que iluminó su conciencia. Como ya tuve ocasión de decir, «el hombre es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención. Podría decirse, con expresión atrevida, que los derechos del hombre son también derechos de Dios» (Discurso 7.4.1998, 3).
Y fue precisamente en la defensa de los derechos de la conciencia donde el ejemplo de Tomás Moro brilló con intensa luz. Se puede decir que él vivió de modo singular el valor de una conciencia moral que es «testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma» (Enc. Veritatis splendor, 58). Aunque, por lo que se refiere a su acción contra los herejes, sufrió los límites de la cultura de su tiempo.
El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución Gaudium et spes, señala cómo en el mundo contemporáneo está creciendo «la conciencia de la excelsa dignidad que corresponde a la persona humana, ya que está por encima de todas las cosas, y sus derechos y deberes son universales e inviolables» (n. 26). La historia de santo Tomás Moro ilustra con claridad una verdad fundamental de la ética política. En efecto, la defensa de la libertad de la Iglesia frente a indebidas ingerencias del Estado es, al mismo tiempo, defensa, en nombre de la primacía de la conciencia, de la libertad de la persona frente al poder político. En esto reside el principio fundamental de todo orden civil de acuerdo con la naturaleza del hombre.
5. Confío, por tanto, que la elevación de la eximia figura de santo Tomás Moro como Patrono de los Gobernantes y de los Políticos ayude al bien de la sociedad. Ésta es, además, una iniciativa en plena sintonía con el espíritu del Gran Jubileo que nos introduce en el tercer milenio cristiano.
Por tanto, después de una madura consideración, acogiendo complacido las peticiones recibidas, constituyo y declaro Patrono de los Gobernantes y de los Políticos a santo Tomás Moro, concediendo que le vengan otorgados todos los honores y privilegios litúrgicos que corresponden, según el derecho, a los Patronos de categorías de personas.
Sea bendito y glorificado Jesucristo, Redentor del hombre, ayer, hoy y siempre.
Palabras del Santo Padre Benedicto XVI en las que reflexiona sobre la llamada universal a la santidad.
Queridos hermanos y hermanas:
En las Audiencias Generales de estos últimos dos años, nos han acompañado las figuras de muchos Santos y Santas: hemos aprendido a conocerles desde cerca y a entender que toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida fueron los faros de muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de muchos modos la presencia potente y transformadora del Resucitado; dejaron que Cristo tomase tan plenamente sus vidas que podían afirmar como san Pablo “no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Ga 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, “nos une a Cristo, del cual, como de la Fuente y la Cabeza, emana toda la gracia y toda la vida del mismo Pueblo de Dios” (Conc. Ec. Vat. II, Cost. Dogm. Lumen gentium 50. Al final de este ciclo de catequesis, quisiera ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.
¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se piensa que la santidad es un objetivo reservado a unos pocos elegidos. San Pablo, sin embargo, habla del gran diseño de Dios y afirma: “En él – Cristo – (Dios) nos ha elegido antes de la creación del mundo, y para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del diseño divino está Cristo, en el que Dios muestra su Rostro: el Misterio escondido en los siglos se ha revelado en la plenitud del Verbo hecho carne. Y Pablo dice después: “porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud” (Col 1,19). En Cristo el Dios viviente se ha hecho cercano, visible, audible, tangible de manera que todos puedan obtener de su plenitud de gracia y de verdad (cfr Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única suprema ley, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La medida de la santidad vienen dada por la altura de la santidad que Cristo alcanza en nosotros, de cuanto, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es el conformarnos a Jesús, como afirma san Pablo: “En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: “Viva será mi vida llena de Ti (Confesiones, 10,28). El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido: “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios …siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria” (nº41).
Pero permanece la pregunta: ¿Cómo podemos recorrer el camino de santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta está clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces Santo ( (cfr Is 6,3), que nos hace santos, y la acción del Espíritu Santo que nos anima desde nuestro interior, es la vida misma de Cristo Resucitado, que se nos ha comunicado y que nos transforma. Para decirlo otra vez según el Concilio Vaticano II: “Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” (ibid., 40). La santidad tiene, por tanto, su raíz principal en la gracia bautismal, en el ser introducidos en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado, san Pablo destaca la transformación que obra en el hombre la gracia bautismal y llega a cuñar una terminología nueva, forjada con la preposición “con”: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con Cristo; nuestro destino está vinculado indisolublemente al suyo. “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que comportan, pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y en el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? De nuevo el Concilio Vaticano II precisa; nos dice que la santidad no es otra cosa que la caridad plenamente vivida. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1Jn 4,16). Ahora, Dios ha difundido ampliamente su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cfr Rm 5,5); por esto el primer don y el más necesario es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él. Para que la caridad como una buena semilla, crezca en el alma y nos fructifique, todo fiel debe escuchar voluntariamente la Palabra de Dios, y con la ayuda de su gracia, realizar las obras de su voluntad, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y en la santa liturgia, acercarse constantemente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al servicio activo a los hermanos y al ejercicio de toda virtud. La caridad, de hecho, es vínculo de la perfección y cumplimiento de la ley (cfr Col 3,14; Rm 13, 10), dirige todos los medios de santificación, da su forma y la conduce a su fin. Quizás también este lenguaje del Concilio Vaticano II es un poco solemne para nosotros, quizás debemos decir las cosas de un modo todavía más sencillo. ¿Qué es lo más esencial? Esencial es no dejar nunca un domingo sin un encuentro con el Cristo Resucitado en la Eucaristía, esto no es una carga, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que es simplemente la definición de la caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al principio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de la caridad. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. (Lumen gentium, 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos.
He aquí el porqué de que San agustín, comentando el cuarto capítulo de la 1ª Carta de San Juan puede afirmar una cosa sorprendente: «Dilige et fac quod vis», “Ama y haz lo que quieras”. Y continúa: “Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor, si corriges, corrige por amor, si perdonas, perdona por amos, que es té en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien” (7,8: PL 35). Quien se deja conducir por el amor, quien vive la caridad plenamente es Dios quien lo guía, porque Dios es amor. Esto significa esta palabra grande: «Dilige et fac quod vis», “Ama y haz lo que quieras”.
Quizás podríamos preguntarnos: ¿podemos nosotros, con nuestras limitaciones, con nuestra debilidad, llegar tan alto? La Iglesia, durante el Año Litúrgico, nos invita a recordar a una fila de santos, quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana. Ellos nos dicen que es posible para todos recorrer este camino. En todas las épocas de la historia de la Iglesia, en toda latitud de la geografía del mundo, los santos pertenecen a todas las edades y a todo estado de vida, son rostros concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre sí. En realidad, debo decir que también según mi fe personal muchos santos, no todos, son verdaderas estrellas en el firmamento de la historia. Y quisiera añadir que para mí no sólo los grandes santos que amo y conozco bien son “señales en el camino”, sino que también los santos sencillos, es decir las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizados. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero que en su bondad de todos los días, veo la verdad de la fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia y para mi la apología segura del cristianismo y la señal de donde está la verdad.
En la comunión con los santos, canonizados y no canonizados, que la Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros disfrutamos de su presencia y de su compañía y cultivamos la firme esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida beata, la vida eterna.
Queridos amigos, ¡qué grande y bella, y también sencilla, es la vocación cristiana vista desde esta luz! Todos estamos llamados a la santidad: es la medida misma de la vida cristiana. Una vez más san Pablo lo expresa con gran intensidad cuando escribe: “Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido… El comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4,7.11-13). Quisiera invitaros a todos a abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser, también nosotros, como piezas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, para que el Rostro de Cristo resplandezca en la plenitud de su fulgor. No tengamos miedo de mirar hacia lo alto, hacia la altura de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado, sino que dejemos guiarnos en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque si nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será Él el que nos transforme según su amor. Gracias.