Evangelio del día: El que cree en el Hijo tiene vida eterna

Evangelio del día: El que cree en el Hijo tiene vida eterna

Juan 3, 31-36. Jueves de la 2.ª semana del Tiempo de PascuaEl Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros.

En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 5, 27-33

Salmo: Sal 34(33), 2.9.17-20

Oración introductoria

Padre mío, creo en tu Hijo Jesucristo, creo en su testimonio y sé que me amas, por eso confío en que me darás tu gracia para que esta oración me lleve a crecer en la fe y en la esperanza para así poder, también, corresponder a tu amor amando a los demás.

Petición

Señor y Dios mío, que la gracia de Cristo resucitado me haga creer con una fe viva y operante.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El tiempo pascual que estamos viviendo con alegría, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.

Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es «Kyrios», Señor. Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.

Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que madure y crezca hasta su plenitud. El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad su deseo profundo de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva: esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante», nos dice Jesús (Jn 10, 10).

Jesús promete a la Samaritana dar un «agua viva», superabundante y para siempre, a todos aquellos que le reconozcan como el Hijo enviado del Padre para salvarnos (cf. Jn 4, 5-26; 3, 17). Jesús vino para donarnos esta «agua viva» que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, animada por Dios, nutrida por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y obra según Dios, según el Espíritu Santo. Pero me pregunto: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? ¿O nos dejamos guiar por otras muchas cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de nosotros debe responder a esto en lo profundo de su corazón.

A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos plenamente? Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella sacia la sed, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El «agua viva», el Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos, que son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues… habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «Abba, Padre». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos también glorificados con Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de Dios, vida de auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, contemplados como hermanos y hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de verdad a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es amor, Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de verdad y esto lo dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al Espíritu Santo y sigamos adelante por este camino del amor, de la misericordia y del perdón. Gracias.

Santo Padre Francisco

Audiencia General del miércoles, 8 de mayo de 2013

Propósito

Rezar tres padrenuestros para que toda mi familia crezca en la fe y amor a Cristo.

Diálogo con Cristo

Jesús, gracias por el don de la fe. Ayúdame a ejercitarme en esta virtud a través de todos los acontecimientos ordinarios de la vida y a manifestar en mis palabras y obras mi fe en Ti. Porque quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno para su vida, corre a compartirlo por doquier, lo hace sin temor alguno, porque sabe que, así como ha recibido un gran regalo, recibirá también los medios para compartir este don con los demás.

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Evangelio del día: Jesús habla con Nicodemo

Evangelio del día: Jesús habla con Nicodemo

Juan 3, 7-15. Martes de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. Es Dios quien nos llama. Es Dios quien nos convoca. Es Dios quien nos invita a formar parte de su pueblo… Y esta invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque gracias a Su Misericordia quiere que todos nos salvemos.

En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo:  «No te extrañes de que te haya dicho: «Ustedes tienen que renacer de lo alto». El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu». «¿Cómo es posible todo esto?», le volvió a preguntar Nicodemo. Jesús le respondió: «¿Tú, que eres maestro en Israel, no sabes estas cosas? Te aseguro que nosotros hablamos de lo que hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán cuando les hable de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.

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Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 4, 32-37

Salmo: Sal 93(92), 1-2.5

Oración introductoria

Señor, creo en Ti. Humildemente te suplico que permitas que esta meditación me ayude a comprender que tu Palabra es mi luz y mi fortaleza, el alimento de mi alma, la fuente perenne de mi vida espiritual.

Petición

Señor, enséñame a renacer en la nueva familia de Dios: tu Iglesia.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy desearía detenerme brevemente en otro de los términos con los que el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia: «Pueblo de Dios» (cf. const. dogm. Lumen gentium, 9; Catecismo de la Iglesia católica, 782). Y lo hago con algunas preguntas sobre las cuales cada uno podrá reflexionar.

¿Qué quiere decir ser «Pueblo de Dios»? Ante todo quiere decir que Dios no pertenece en modo propio a pueblo alguno; porque es Él quien nos llama, nos convoca, nos invita a formar parte de su pueblo, y esta invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2, 4). A los Apóstoles y a nosotros Jesús no nos dice que formemos un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28, 19). San Pablo afirma que en el pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay judío y griego… porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Desearía decir también a quien se siente lejano de Dios y de la Iglesia, a quien es temeroso o indiferente, a quien piensa que ya no puede cambiar: el Señor te llama también a ti a formar parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor. Él nos invita a formar parte de este pueblo, pueblo de Dios.

¿Cómo se llega a ser miembros de este pueblo? No es a través del nacimiento físico, sino de un nuevo nacimiento. En el Evangelio, Jesús dice a Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 3-5). Somos introducidos en este pueblo a través del Bautismo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago crecer la fe que recibí en mi Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo recibí y que el pueblo de Dios posee?

La otra pregunta. ¿Cuál es la ley del pueblo de Dios? Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo según el mandamiento nuevo que nos dejó el Señor (cf. Jn 13, 34). Un amor, sin embargo, que no es estéril sentimentalismo o algo vago, sino que es reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, acoger al otro como verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van juntas. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta nueva ley, la ley del Espíritu Santo que actúa en nosotros, la ley de la caridad, del amor! Cuando vemos en los periódicos o en la televisión tantas guerras entre cristianos, pero ¿cómo puede suceder esto? En el seno del pueblo de Dios, ¡cuántas guerras! En los barrios, en los lugares de trabajo, ¡cuántas guerras por envidia y celos! Incluso en la familia misma, ¡cuántas guerras internas! Nosotros debemos pedir al Señor que nos haga comprender bien esta ley del amor. Cuán hermoso es amarnos los unos a los otros como hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy hagamos una cosa: tal vez todos tenemos simpatías y no simpatías; tal vez muchos de nosotros están un poco enfadados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor, yo estoy enfadado con este o con esta; te pido por él o por ella. Rezar por aquellos con quienes estamos enfadados es un buen paso en esta ley del amor. ¿Lo hacemos? ¡Hagámoslo hoy!

¿Qué misión tiene este pueblo? La de llevar al mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama a todos a la amistad con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. En nuestro entorno, basta con abrir un periódico —como dije—, vemos que la presencia del mal existe, que el Diablo actúa. Pero quisiera decir en voz alta: ¡Dios es más fuerte! Vosotros, ¿creéis esto: que Dios es más fuerte? Pero lo decimos juntos, lo decimos todos juntos: ¡Dios es más fuerte! Y, ¿sabéis por qué es más fuerte? Porque Él es el Señor, el único Señor. Y desearía añadir que la realidad a veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros, llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un estadio —pensemos aquí en Roma en el Olímpico, o en el de San Lorenzo en Buenos Aires—, en una noche oscura, una persona enciende una luz, se vislumbra apenas; pero si los más de setenta mil espectadores encienden cada uno la propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo; juntos llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.

¿Cuál es la finalidad de este pueblo? El fin es el Reino de Dios, iniciado en la tierra por Dios mismo y que debe ser ampliado hasta su realización, cuando venga Cristo, nuestra vida (cf. Lumen gentium, 9). El fin, entonces, es la comunión plena con el Señor, la familiaridad con el Señor, entrar en su misma vida divina, donde viviremos la alegría de su amor sin medida, un gozo pleno.

Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia, ser pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino. Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde cada uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado, perdonado y alentado, la Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos puedan entrar. Y nosotros debemos salir por esas puertas y anunciar el Evangelio.

Santo Padre Francisco: Pueblo de Dios

Audiencia General del miércoles, 12 de junio de 2013

Diálogo con Cristo

Señor Jesús, por el bautismo somos ungidos en tu Espíritu. Sin embargo, la preocupación por lo material me domina con demasiada facilidad y no vivo de acuerdo a las grandes bendiciones que he recibido. Por eso confío en que esta oración me lleve a poner en primer lugar lo que Tú quieres, antes que mis planes.

Propósito

Hacer una visita a Cristo Eucaristía para renovar las promesas de mi bautismo.

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Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos 2016

Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos 2016

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba festiva la muchedumbre de Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y cuando los fariseos le invitan a que haga callar a los niños y a los otros que lo aclaman, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.

Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana.

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Plaza de San Pedro

XXXI Jornada Mundial de la Juventud
Domingo 20 de marzo de 2016

La Semana Santa

La Semana Santa

Reflexionemos sobre nuestra semana  grande, no nos limitemos en vivirla viéndola desde la terraza.

El Jueves Santo es hermoso, pero busquemos la profundidad de las enseñanzas de Jesús, en el cuarto día de la  semana.

Nos ha enseñado a conocer al Padre, a reconocerlo en las pequeñas cosas y en lo mas importante en los hermanos, en todo el genero humano, el pobre, el lisiado, el ignorante, el rico, el imprudente, el necio… Se ha valido de los ambientes  mas nos repugnantes, para demostrarnos que Dios no esta en los palacios, ni en el poder, ni el dinero, esta en lo escondido, en lo perdido, en lo despreciado, ¿no serán nuestros miedos y temores?,¿no será en aquello que no queremos reconocer de nosotros mismos?, ¿en nuestro yo interior?

Él ha renunciado a los placeres de la carne y del poder, ha sido escuchado por los humildes y despreciado por los poderosos, los altaneros, aquellos que creen ser algo mas que los demás. Jesús es la controversia entre lo que debemos hacer y nuestras mas intimas anheladas ambiciones, es una lucha constante entre el bien y el mal.

Él solo busca nuestra felicidad, pero eso al hombre parece no importarle cuando sus deseos mundanos  son criticados y condenados, por eso es condenado a muerte, no queremos ver la verdad, ni oírla, nuestros bajos instintos son tan poderosos como para condenar a un Dios a la muerte,

Jesús en su intenso amor y viendo como valor supremo el bien mas preciado de todo mortal, ofrece  su vida al Padre por nosotros, para que  conozcamos la verdad y nos apartemos del pecado.

Se deja humillar, martirizar y crucificar, demostrando la importancia  del hombre para Dios, su generosa entrega es a sabiendas de ser rechazado por muchos, pero a favor de los pocos que la aceptan es una victoria conseguida.

No  nos deja solos, El se queda como alimento conociendo la necesidad del hombre de su ayuda constante, nos promete el auxilio del Espíritu Santo, espíritu de verdad y vida, todo por el hombre sin el hombre.

En esos sagrarios del Jueves Santo, tan visitados,¡que solo esta!. solo vemos en ellos lo externo, las flores , las luces…, ¿y la verdadera luz que hay en su interior?, a veces podemos vislumbrar un reflejo pero no el resplandor.

El Viernes Santo muere en la cruz, nos da su vida a cambio de la nuestra, entrega espléndida y valiente, digna de un Dios, el hombre no es capaz de entregar ni una hora de su vida, es pobre de naturaleza, tendrá con el sufrimiento que aprender a amar a su Señor, y aun así no llegara a amarlo en toda su inmensidad.

Muerte, cruz, desprecio, humillación y olvido, pero es una victoria para el hombre, se abren con ello las puertas a una  vida eterna, a un perdón infinito, al amor más puro conseguido tras germinar la semilla en palabra y en hechos.

El viernes santo no es dolor, es sufrimiento y pena  de nosotros mismos por nuestros pecados, debe ser un camino hacia la conversión y el arrepentimiento.

¡PORQUE TÚ HAS MUERTO, SEÑOR, YO TENGO VIDA!

El Sábado Santo es el resultado lógico a una prueba de amor, es la resurrección de Cristo, su inmenso sacrificio es glorificado y nos demuestra con ello la felicidad eterna del hombre cuando se entrega a un Dios de corazón. Es la repuesta a todas las preguntas.Un Dios muere por los hombres y resucita para el hombre, para poder elevarlo al cielo con Él.

No es un final a la vida de Jesús, sino un principio para la historia de la humanidad, es una ventana abierta al aire  fresco de la amistad entre su Salvador y el genero humano.

No pase un año mas la semana  de pasión por nuestro lado sin dejarnos huella profunda en nuestro corazón para reconocer la extrema debilidad del hombre y su necesidad imperiosa de su  Creador.

Fuente: Autorescatolicos.org

Al paso de Cristo crucificado

Al paso de Cristo crucificado

Ya vienen los nazarenos tras la cruz de guía, ya comienza la larga cola de cofrades caminando en silencio, ¿que piensan? , ¿irán rezando?, ¿meditando?

Todo un año se preparan las cofradías para salir en esa hermosa semana grande de pascua por la ciudad con su Cristo, su virgen ó ambos a la vez.

Han pasado noches enteras ensayando como llevar el paso con  Jesús muerto encima, jóvenes que han dejado novias, mujeres e hijos en la casa para acudir a la llamada de Dios, Cristo les pide su ayuda  para visitar la ciudad, dejando  en su camino amor, desde lo alto de esa cruz mira a sus hermanos y sus amarguras, en su recorrido los hombres se estremecen al ver el sufrimiento extremo, unos se convierten y aprenden a llevar su particular cruz, otros piensan en aprovechar el tiempo, divertirse, no pensar en sus cruces personales, pero a todos les hace recapacitar, nadie queda indiferente ante ese Cristo molido a palos y crucificado.

Las calles se llenan de risas y jolgorio, pero tras ese bullicioso ambiente hay unos rezos y unos lamentos, unas peticiones de perdón, ayuda o simple gratitud. No faltan las promesas cumplidas por algún favor recibido, los devotos agradecidos ponen cadenas en sus pies desnudos, avanzando por el asfalto en la fría noche, rezando el rosario, con devoción y piedad, recordando uno a uno sus misterios de pasión, otros prefieren hacer voto de silencio durante todo el trayecto cada cual según sus fuerzas  cumple con el deseo de dar gracias por los favores alcanzados.

Las señoras lucen su mantilla negra con apostura y elegancia en honor de su Señora  Maria, mientras caminan tras su virgen, en sus mentes la oración de una hija, la callada  fidelidad de quien se sabe querida y mimada.

Hay devoción en unos y simple espectadores otros, pero todos están ahí, al paso del cristo humillado y de la virgen llorosa.

Unos contemplan las joyas de la virgen, los bordados del palio, otros esa cara triste de dolor infinito por la muerte de su hijo, las lagrimas de cera que parecen caer de verdad, y ya no solo por el hijo muerto que va delante, sino por el espectáculo que hemos hecho de su muerte, ó por el sufrimiento de esas otras madres que atónitas miran a la virgen soberana en su esplendor de las noches de semana santa, y que les piden pos sus hijos, también ellas sufren como Maria, quizás es diferente, pero dolor, son llagas en el corazón y lagrimas en los ojos.

Maria vive año tras año el suplicio de hace 2000 años pero también ve como su muerte( de Cristo) no ha sido en vano, como dicen las escrituras» si hay un solo justo….», en las calles hay mas de un justo, cada año cristo a su paso rescata mas almas para el cielo.

El espectáculo que unos puedan ver en otros es signo de conversión y cada oveja que entra en el redil es un alma preciosa rescatada al mal.

Fuente; A Jesús por María

Santa Luisa de Marillac, fundadora de las Hermanas Vicentinas

Santa Luisa de Marillac, fundadora de las Hermanas Vicentinas

Nació en Francia el 12 de Agosto de 1591. Huérfana a los 14 años, sintió un fuerte deseo de hacerse religiosa, pero por su delicada salud, y su débil constitución no fue admitida. Un sacerdote le dijo: «Probablemente, Nuestro Señor te ha destinado a formar un hogar».

Se casó entonces con Antonio Le Grass, secretario de la reina de Francia, María de Médicis.

Dicen sus biógrafos: «Luisa fue un modelo de esposa. Con su bondad y amabilidad logró transformar a su esposo que era duro y violento, y hasta obtuvo que en su casa todos rezaran en común las oraciones de cada día».

Dios le concedió un hijo, al cuál amó de tal manera que San Vicente le escribió diciéndole: «Jamás he visto una madre tan madre como usted».

Y en otra carta le dice el santo: «Que felicidad nos debe traer el pensar que somos hijos de Dios. Pues Nuestro Señor nos ama con afecto muchísimo más grande que el que Usted le tiene a su hijo. Y eso que yo no he visto en ninguna otra madre un amor tan grande por el propio hijo, como el que Usted tiene hacia el suyo».

A los 34 años queda viuda y entonces decide hacerse religiosa. «Ya he servido bastante tiempo al mundo, ahora me dedicaré totalmente a servir a Dios». Claro está que en la vida «mundana» que había tenido se había comportado tan sumamente bien que los que la conocieron están de acuerdo en afirmar que lo más probable es que ella no cometió ni siquiera un solo pecado mortal en toda su vida.

Esta santa mujer tuvo la dicha inmensa de tener como directores espirituales a dos santos muy famosos y extraordinariamente guías de almas: San Francisco de Sales y San Vicente de Paúl. Con San Francisco de Sales tuvo frecuentes conversaciones espirituales en París en 1618 (tres años antes de la muerte del santo) y con San Vicente de Paúl trabajó por treinta años, siendo su más fiel y perfecta discípula y servidora.

San Vicente de Paúl había fundado grupos de mujeres que se dedicaban a ayudar a los pobres, atender a los enfermos e instruir a los ignorantes. Estos grupos de caridad existían en los numerosos sitios en donde San Vicente había predicado misiones, pero sucedía que cuando el santo se alejaba los grupos disminuían su fervor y su entusiasmo. Se necesitaba alguien que los coordinara y los animara. Y esa persona providencial iba a ser Santa Luisa de Marillac.

Cuando Luisa se ofreció para coordinar y dirigir los grupos de caridad, el santo se entusiasmó y le escribió diciendo: «Vaya en nombre del Señor. Que Dios la acompañe. Que El sea su fuerza en el trabajo y su consuelo en las dificultades».

En aquellos tiempos los viajes eran muy penosos y peligrosos. Los caminos eran largos, las comidas malas, y los alojamientos incómodos. La santa tenía una constitución muy débil, pero San Vicente exclamaba: «Su salud es poca, sus tribulaciones son muchas y su actividad es infatigable. Pero sólo Dios sabe la fuerza de ánimo y de voluntad que esta mujer tiene».

Dicen sus biógrafos que Luisa recorría el país visitando las asociaciones de caridad y que levaba siempre gran cantidad de ropas y medicinas para regalar y que casi todo lo compraba con dinero que ella misma por sus propios esfuerzos había conseguido.

Apenas llegaba al lugar, reunía a las mujeres de la asociación de la caridad, les recordaba los deberes y virtudes que debían cumplir quienes formaban parte de aquella asociación, las entusiasmaba con sus recomendaciones y se esforzaba por conseguir nuevas socias. Ella misma visitaba a los enfermos e instruía a los ignorantes y repartía ayuda a los pobres, y esto lo hacía con tal entusiasmo y tan grande bondad, que cuando marchaba de ahí, quedaba todo renovado y rejuvenecido.

La familia Marillac, que ocupaba altos puestos en el gobierno, cayó en desgracia del rey Luis Trece y uno fue condenado a muerte y otros fueron a la cárcel. Luisa, aunque sufría mucho a causa de esto, no permitía que nadie hablara mal en su presencia contra el rey, y su primer ministro Richelieu que tanto los habían hecho padecer.

En 1633, el 25 de marzo, las primeras cuatro jóvenes hacen votos de pobreza, castidad y obediencia, bajo la dirección de Luisa, Así nació la más grande comunidad femenina que existe, las Hermanas Vicentinas, Hijas de la Caridad.

San Vicente les hizo este reglamento: «Por monasterio tendrán las casas de los enfermos. Por habitación una pieza arrendada. Por claustro tendrán las calles donde hay pobres que socorrer. Su límite de acción será la obediencia. Puerta y muro de defensa será el temor de ofender a Dios. El velo protector será la modestia o castidad»

En aquellos años de 1633, Francia estaba pasando por una situación dificilísima de guerras, miseria, ignorancia y abandono. Fue entonces cuando guiadas por el incansable San Vicente de Paúl, las Hijas de la Caridad se dedicaron a colaborar en todos los frentes posibles, para socorrer a los más necesitados.

Santa Luisa consiguió una casa grande y allí reunía a los pordioseros y los ponía a trabajar. Las mujeres a hilar y a coser y los hombres a hacer diversas obras manuales. Así los fue transformando en personas útiles a la sociedad. La alegría y el trabajo reinaban en aquel inmenso asilo ocupado por la mayoría de los mendigos de París. Y las Vicentinas los atendían con exquisita caridad.

Consiguió otra casa y allí recogía a los locos o enfermos mentales, y a base de una buena alimentación y de medicinas y de mucho cariño, con sus religiosas los atendía esmeradísimamente, y lograba en muchísimos casos su recuperación.

En 1655, el Arzobispado de París le concede la aprobación a la Nueva Comunidad. Y San Vicente reúne a sus religiosas y les dice: «De hoy en adelante llevarán siempre el nombre de Hijas de la Caridad. Conserven este título que es el más hermoso que puedan tener».

De Santa Luisa se puede decir lo que Fray Luis de León dijo acerca de Santa Teresa: «Para conocer cómo era su personalidad, basta conocer cómo fueron las religiosas que ella formó y las obras que escribió». Las religiosas formadas por Luisa fueron personas dedicadas con cuerpo y alma y por toda la vida a las obras de la caridad y de apostolado. Y sus escritos causan asombro al considerar de dónde sacó tiempo para escribir centenares de cartas con consejos muy prácticos y provechosos, y para resumir las numerosas conferencias que dictaba San Vicente, copiarlas y hacerlas circular, y para hacer extractos de las meditaciones y de los Retiros Espirituales que predicaba el Santo, y formar así tres volúmenes de 1,500 páginas. Y todo esto en medio de una actividad asombrosa en favor de los enfermos, mendigos e ignorantes.

Trece años antes de que ella muriera, dijo San Vicente: «La hermana Luisa, por su debilidad y agotamiento debería haber muerto hace diez años. Al verla, parece que hubiera salido de una tumba: tan débil está su cuerpo y tan pálido su rostro. Pero sin embargo, trabaja y trabaja sin dejarse vencer por el cansancio».

San Vicente no pudo asistir a su santa discípula en la hora de la muerte porque el se hallaba también muy enfermo pero le escribió una nota diciéndole: «Usted se va adelante hacia la eternidad. Pero yo la seguiré muy pronto, y nos volveremos a ver en el cielo». Y así sucedió.

El 15 de Marzo de 1660, después de sufrir una dolorosa enfermedad y la gangrena de un brazo murió santamente, dejando fundada y muy extendida la más grande comunidad de religiosas. (San Vicente murió el 27 de Septiembre de ese mismo año).

Las 33,000 religiosas vicentinas o hijas de la Caridad tienen más de 3.300 casas en el mundo. En la casa donde está sepultada su fundadora, en París, allí mismo sucedieron las apariciones de la Virgen de la Medalla Milagrosa a la vicentina Santa Catalina Labouré. Las religiosas fundadas por Santa Luisa se dedican exclusivamente a obras de caridad.

El Papa Pío XI declaró santa a Luisa de Marillac en 1934, y el san Juan XXIII la declaró Patrona de los Asistentes Sociales.

Fuente: EWTN.com

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Llevemos la caricia de Dios a todos los hombres

Llevemos la caricia de Dios a todos los hombres

La Cuaresma nos está invitando permanentemente a conocer más y más a Jesucristo, a vivir con coherencia la fe, con un estilo de vida que exprese y manifieste la bondad y el amor de Dios. Expresemos su misericordia, ofrezcamos signos concretos de su cercanía. Esta caricia de Dios que lleva alegría al corazón de quien la percibe, a la vida personal y colectiva de los hombres, se esconde en pequeñas cosas y alcanza su cumplimiento con espíritu de servicio. A mí, siempre me ha impresionado la vida de san Pablo, el apóstol que llevó la caricia de Dios a los gentiles. Su vida y sus obras son un cántico que se puede resumir en esta palabra: alegría, gaudete. ¿Cómo es posible que en una vida atormentada, llena de persecuciones, de hambre, de sufrimientos diversos, siempre está presente la alegría? No encuentro otra explicación más que la experiencia tan honda que él tiene del Señor y que le lleva a la conversión: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Aquel que me ama hasta dar su vida por mí y por todos los hombres, está cerca de mí. Y lo está en todas las situaciones; por eso, en la profundidad del corazón reina una alegría que es más grande que todos los sufrimientos.

Llevar la caricia de Dios a todos los hombres, es decir, llevar el Evangelio, la Buena Noticia, y lograr que experimenten la alegría de Jesucristo, es la gran tarea que tenemos sus discípulos. ¿Puede haber una misión más hermosa que esta? ¿Hay algo más grande y más estimulante que llevar el agua que quita la sed que todo ser humano tiene en lo más profundo de su corazón? ¡Qué bien nos lo explica el salmo 41, cuando nos dice: «como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío»! Anunciar y testimoniar nuestra alegría es el núcleo de nuestra misión. Pero esto exige y pide de nosotros una conversión en la raíz de nuestra vida. ¡Qué maravilla! Qué oportunidad nos regala el Señor en este tiempo de Cuaresma: ni más ni menos que ser colaboradores de la alegría a los demás. Cuando nuestro mundo está triste y es negativo es porque olvida el retrato verdadero del hombre que tan maravillosamente ha revelado Jesucristo con su vida, y la versión verdadera de un Dios que nos ama y que nos dice los senderos por donde tenemos que caminar si deseamos servir, vivir y hacer vivir, teniendo siempre las palabras oportunas, hablando en verdad, aconsejando desde quien es Consejero y Maestro y decidiendo con los modos y maneras que tiene quien decidió crear todo lo que existe y entrar en esta historia para decirnos a los hombres la ruta que hemos de tomar.

En el inicio de la Cuaresma hemos oído expresiones como «conviértete y cree en el Evangelio». Y es que la alegría cristiana radica en Jesucristo. La conquista del éxito, la obsesión por el prestigio, la búsqueda de comodidades que absorben nuestra vida de tal modo que excluyen a Dios de nuestro horizonte, no traen la felicidad. La única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios. Nadie podrá apagar la alegría que nace de la amistad con Dios. Una alegría que nos acerca siempre a los demás y nos hace regalar la ternura de Dios, enseñándonos que no hay mayor felicidad que aquella que dispone al ser humano para dar: dar la vida, dar lo que soy y tengo, hacer partícipes a todos de los dones que me han dado. ¡Ojalá brote en nosotros la alegría que nace de la conversión! Llena nuestra vida, porque nos hace caer en la cuenta de cómo Dios nos ha mostrado gratuitamente su rostro, su amor misericordioso, y nos llama a su casa y a hacer de su casa un lugar donde se regala la amistad, la ternura y su gracia; nos da la valentía de afrontar el mal solamente armados con su misericordia.

Habrá verdadera conversión si llevamos a todos los hombres la caricia de Dios, que al fin y al cabo ha sido la que nosotros hemos experimentado en nuestra vida. Esta caricia cambia y educa los corazones, nos hace sensibles a las cosas de Dios que son las que necesita el hombre. Vivamos las exigencias del amor misericordioso:

1. Dar una respuesta de amor en todas las situaciones que vivamos: Sabemos que ha sido Dios quien nos ha amado primero. Esto nos lleva a descubrir que el amor no es solamente un mandato, es la respuesta a quien nos ha amado, a quien nos ha dado el don del amor cuando vino a nuestro encuentro. No damos de lo nuestro, damos de lo que se nos ha regalado como don para hacer la tarea.

2. Hacer una entrega personal de toda nuestra vida: Si el amor engloba nuestra existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo, nuestra vida se convierte en éxtasis, pero no en el sentido de arrobamiento momentáneo, sino como camino permanente, como es salir del yo cerrado a la entrega de sí. Es no guardar la vida, sino perderla para recobrarla.

3. Vencer la violencia que se instaura en este mundo con amor:  ¡Qué fuerza tiene contemplar la Cruz para descubrir cómo vence la violencia Jesús! No lo hace al modo humano; vence con un amor capaz de llevarlo hasta la muerte. La violencia no opone otra violencia más fuerte, se opone el amor hasta el fin. Este modo humilde de vencer de Dios, con su amor, pone un límite a la violencia.

4. Reconciliar a los hombres, sabiendo que el amor es más fuerte que el odio: En la Eucaristía celebramos la victoria de Cristo sobre la muerte, se nos muestra que Dios es más fuerte que todos los poderes oscuros y tenebrosos de la historia. Como nos dice san Pablo, Cristo derribó el muro del odio para reconciliar a los hombres entre sí.

5. Salir convencidos de que es posible el amor: Todo ser humano siente el deseo de amar y de ser amado, pero no sirve cualquier amor, hay que descubrir que el futuro y la esperanza de la humanidad están en el amor verdadero fiel y fuerte, que produce paz y alegría, que nos une a los hombres. Siendo de Dios, este amor tiene un rostro humano: lo encontramos en Jesucristo.

6. El ser humano es mendigo de amor, tiene sed de amor: Ya san Juan Pablo II nos decía que «el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él plenamente» (RH 10).

7. Amar como Jesús, es el corazón de la vida cristiana: Convertirnos al amor es pasar de la amargura a la dulzura, de la tristeza a la alegría. Y esto se hace viviendo con Dios y para Dios. Y así podremos responder con nuestra vida a la pregunta «¿quién es mi prójimo?», describiendo en nosotros la parábola del buen samaritano que termina diciendo: «Ve y haz tú lo mismo».

Examinemos desde estas siete perspectivas si, en esta Cuaresma, estamos disponiendo la vida para llevar la caricia de Dios a los hombres.

Con gran afecto, os bendice,

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Historia de Juan, el de Dios – Corto de animación

Historia de Juan, el de Dios – Corto de animación

Se llamaba Juan Cuidad y nace en 1495 en Montemor-O-novo, Portugal. Pasó su niñez y juventud en continuos sacrificios trabajando como pastor, soldado, albañil y librero; abierto a Dios adquirió gran experiencia y madurez.

Se convierte escuchando a San Juan de Ávila. Con su conversión «puso a Dios sobre todas las cosas del mundo» y dedicó su vida por amor a los pobres y enfermos. Escribió: «donde no hay caridad no hay Dios, aunque Dios en todo lugar está».

Hizo del hospital una «Casa de Dios», santuario del Cristo sufriente, para asistir a la persona enferma humana, moral y técnicamente, siendo considerado «Fundador del hospital moderno»; y de la limosna, un medio de apostolado: «Haceos bien a vosotros mismos, dando limosna a los pobres».

Su carisma de Fundador de la Orden Hospitalaria conllevaba la espiritualidad de encarnar el Amor Misericordioso mediante la Hospitalidad, o sea, la asistencia integral a los necesitados a ejemplo del Jesús compasivo del evangelio.

Falleció en la ciudad de Granada en el año 1550. Fue canonizado en el año 1690, y su fiesta se celebra el 8 de marzo.

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Fuente: Orden Hospitalaria de San Juan de Dios (Córdoba)

San Juan de Dios, un «loco a lo divino»

San Juan de Dios, un «loco a lo divino»

Que sin arrebatos de divina locura no se puede llegar a la santidad, es evidente. Los cuerdos, según el mundo, jamás llegarán a la santidad heroica. La vida sin complicaciones, sin exabruptos de generosidad, la vida atiborrada de cálculos egoístas —burguesa—, se opone diametralmente a la de los santos. No hay compatibilidad entre los santos y los que jamás abandonan sus cómodas casillas; lo mismo que no la hay entre el volcán y la llanura esteparia, ni entre los héroes —hombres de arranques— y los adocenados.

Se explica que los santos tengan que ser locos, locos de remate, para el mundo. Porque ¿no es la doctrina evangélica la más disparatada locura de tejas abajo y la sabiduría más sublime para los que están tocados de Dios? Los santos —como los genios o los héroes— rompen moldes, los moldes de la vulgar ramplonería humana, y por eso chocan con la realidad monótona. Tienen dinamita en el alma y su generosidad les hace estallar hacia lo imprevisto e inédito.

Pero, ¿qué hacen sino seguir las huellas de Aquel que dio en la cresta a la sabihonda cordura humana, provocando ante la humanidad el más sonado de los escándalos: el de su muerte en una cruz? No cabe duda, con este hecho comenzó la era de la locura. ¡Bienvenida! En pos de Él siguieron legiones de «chiflados»: los que se dejaron descabezar por amor de Dios, los que abandonaron su patria —¡con lo bien que se está en casita!— para difundir el Evangelio entre caníbales, los que maltrataron sus cuerpos hasta convertirlos en piltrafas humanas, los que se abrazaron a los apestados —¡uf, qué asco!-, los que dijeron mil veces no cuanto todos dicen , y  cuando la mayoría dice no

Ahondad en la vida de los santos y veréis cómo, bajo las apariencias más normales, existe el contagio. Todos están tocados por la locura de la cruz.

San Juan de Dios fue uno de esos locos. La venada le dio fuerte. Lo vais a ver.

Era el día de San Sebastián de 1537. En la histórica ermita del Santo de la ciudad de Granada predicaba el Beato Maestro Juan de Avila, que, cual otro Pablo de Tarso, se había hecho célebre por sus infatigables correrías apostólicas por Andalucía. Durante su sermón, atacó duramente contra los vicios y predicó sobre las virtudes y el amor de Dios.

Un hombre de cuarenta y dos años le escuchaba absorto sin perder sílaba. Era conocido en la ciudad por su tenderete de libros, y en toda la comarca, porque lo veían con frecuencia vendiendo libros, estampas e imágenes por los pueblos.

De repente se oyó un grito en la pequeña ermita abarrotada de fieles: «¡Misericordia, Señor!» Todos quedaron pasmados ante el hombre que había gritado, y mucho más cuando le vieron darse cabezadas en el suelo, mesarse las barbas y cejas y dar muestras de un profundo dolor y pesar de sus pecados.

Salió de la ermita y se dirigió precipitado hacia su tenducho, ¡Pobrecito, se había vuelto loco! Sus gestos y sus gritos lo manifestaban bien a las claras. Ya en su casa, rompió cuantos libros de caballerías tenía en venta, distribuyó los devotos entre los curiosos que le habían seguido y se despojó de sus vestidos quedándose con lo imprescindible. ¡Hecho una facha! ¡Le fallaban los cascos! Así pensaba la gente.

Nuestro hombre se confesó, entre lágrimas, con el padre Ávila. Posiblemente, incluso este mismo santo varón sospechó que su penitente estaba perturbado. Pero sus sospechas hubieron de desvanecerse ante las palabras del hombre que tenía a sus pies. Lo consoló y le animó a seguir las inspiraciones de Dios.

Pero el Beato Maestro Avila tenía que ausentarse de Granada y aquí tenemos a Juan Ciudad (que este era el nombre del extraño converso) comenzando una vida nueva.

Los vecinos de Granada vieron que las locuras de Juan Ciudad seguían en aumento: se metía en los lodazales y daba saltos por las calles haciéndose el demente. Quería el desprecio. Deseaba que le tuvieran por mentecato. Y lo consiguió.

Unos días después, Juan Ciudad era internado en el Hospital Real de Granada, donde eran cuidados los que habían perdido el juicio. No podía estar libre por las calles aquel hombre que era la irrisión de chicos y grandes, que le corrían e insultaban gritando: «¡Al loco, al loco!».

En el Hospital Real estuvo algún tiempo. Los loqueros le trataron mal. Incluso quisieron volverle el juicio a base de azotainas. Porque era, por lo visto, un remedio muy socorrido en la época éste de los azotes para curar la locura.

Sobre las flacas carnes de Juan Ciudad cayeron frecuentemente los látigos y los cordeles de los loqueros, si bien veían en él una demencia singular: se alegraba de los malos tratos que le daban, mientras que reprendía severamente a los enfermeros por la dureza con que se comportaban con los pobres dementes. Cierto, aquel hombre era un caso clínico sin precedentes…

Años más tarde, toda Granada se conmovería ante la muerte de aquel que fue tenido por loco. Y después de lustros y de siglos, cuantos leyeran la vida de Juan sentirían tal vez que las mejillas se les humedecían ante tanto heroísmo.

Pero queremos interrumpir el proceso de la santa locura de Juan para plantarnos de golpe ante su fase más aguda. Era cuando Juan estaba maduro ya en la santidad y cuando se apellidaba «de Dios». Ya no tenía curación; el amor de Dios y del prójimo se había apoderado totalmente de su ser.

Juan se pasó los últimos años de su vida en medio de la podre humana. ¿Quién sino un loco por Dios hubiera soportado lo que él soportó?

Del breve, pero interesante, epistolario del Santo entresacamos algunos párrafos que valen más que todas las descripciones que pudiéramos hacer del ambiente en que derrochaba amor Juan de Dios. Dice en una ocasión: » … en esta casa (en el hospital por él fundado) se reciben generalmente de todas enfermedades y suerte de gentes, ansí que aquí ay tollidos, mancos, leprosos, mudos, locos, perláticos, tiñosos y otros muy viejos y muy niños..». Y en otra ocasión: «…cada día se me recresen las necesidades y angustias y en demás hagora y de cada día mucho más ansí de deudas como de pobres que vienen muchos desnudos y descalzos y llagados y llenos, de piojos, que ha menester un hombre o dos que no hagan más que escaldar piojos en una caldera hirviendo y este trabajo será de aquí adelante todo el invierno…».

Ante estas y otras miserias, que sólo de contarlas dan náuseas, se derretía el alma de Juan de Dios. Y no había privación, dolor, trabajo o humillación que Juan no aceptara contento para remediarlas.

San Juan de Dios fue un santo extraordinario. Comparable a San Francisco de Asís por su sencillez, pobreza y humildad y también por su encendido amor de Dios y del prójimo. Ninguno de los dos fue sacerdote. Y, sin embargo, uno y otro conmovieron profundamente a sus contemporáneos y fueron verdaderos padres de las almas.

Es lástima que no se pueda resumir la vida de nuestro Santo en unas breves páginas. Merecería la pena, ya que es hondamente edificante. Sobre todo, desde el período de su ruidosa conversión (que rápidamente hemos transcrito), su vida fue una entrega heroica ininterrumpida a Dios y al prójimo. A todos extendía su ardorosa caridad: a los enfermos, a las viudas, a los huérfanos, a los pobres, a los ancianos, a los labradores arruinados por las cosechas, a las mujeres de mala vida, a los obreros sin trabajo, a los soldados que no recibían sus pagas, a los estudiantes que se encontraban en apuros, etc., etc. Se podrían escribir páginas y páginas con un sabrosísimo anecdotario sobre la caridad de San Juan de Dios.

Como botón de muestra de lo que venimos diciendo, queremos traer unas líneas de uno de los primeros biógrafos del Santo en la que se nos describe uno de los últimos rasgos de caridad del Santo, en el remate ya de su divina locura. Dice así: «Eran tantos los trabajos en que Ioan de Dios se ocupaba por dar remedio a los de todos, así de caminos y salidas que hacía, en que padecía muchas frialdades, como del trabajo ordinario de la ciudad, que se desvencijó (¡se hizo polvo! diríamos en nuestra época), y de esta enfermedad, como él le hacía poco regalo, padecía gravísimos dolores, y disimulaba cuanto él podía, por no darlo a entender y dar pena a sus pobres en vello malo, mas estaba ya tan flaco y debilitado y sin fuerzas, que no lo podía ya disimular. Y sucedió a esta sazón, que el río Genil vino aquel año muy crecido por las grandes aguas que había llovido; y dixéronle a loan de Dios’ que el río con la corriente traía mucha leña y cepas. Y él determinóse, con la gente sana que había en casa, de illa a sacar, porque el invierno era muy fuerte de nieves y fríos, para que los pobres hiciesen lumbre y se calentasen. De meterse en el río en tal tiempo, cobró tanta frialdad, sobre la enfermedad que tenía, que aquexándole más gravemente el dolor que solía, cayó muy malo; y la causa de meterse tanto en el río fue que, de la gente pobre que venía a sacar leña, un mozuelo entró incautamente en el río más de lo que se sufría, y la corriente arrebatólo y llevábalo; y loan de Dios, por socorrelle, entró mucho, y al fin se ahogó, que no pudo asille. Y desto cobró mucha pena; de manera que su enfermedad se iba agravando cada día más…»

Juan de Dios siguió «desvencijado», como dice su biógrafo, pero infatigable en sus extremadas penitencias y en sus trabajos por los pobres y enfermos. Hasta que le tocó caer en la brecha. Fue el 8 de marzo de 1550. Tenía cincuenta y cinco años.

Presintiendo la hora de su muerte, ya en su última enfermedad, pidió que le trajeran el Santísimo. Antes se había confesado con gran fervor. Comulgar no pudo, por no resistir su estómago ningún alimento. Habiendo llamado a Antón Martín, a quien tiempo atrás había convertido y hecho su colaborador más fiel, le recomendó atendiera en lo sucesivo a sus pobres y enfermos. Y viendo que se moría, se levantó de la cama, se puso de rodillas y, abrazando un crucifijo, dijo: «Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo». Momentos después, entregaba su alma a Dios, quedando su cadáver de rodillas, con suma admiración de todos los que estaban presentes a su muerte.

Su entierro fue uno de los más solemnes que jamás conociera la ciudad de Granada. El que doce años antes había sido corrido por las calles como loco, era proclamado por todos unánimemente como santo. Pero era igual. ¿No había sido realmente loco, loco por el amor de Dios?

Había nacido Juan en Montemayor el Nuevo, pequeña ciudad de la diócesis de Evora (Portugal) en el año 1495 en el seno de una familia hondamente cristiana. Sus padres, Andrés Ciudad y Teresa Duarte, lo educaron en el temor de Dios. Sus biógrafos aseguran que hubo presagios maravillosos de lo que había de ser, desde el momento de su nacimiento. Aunque la hipercrítica los rechazara, da igual, ya que su vida —sobre todo desde su conversión definitiva— fue un prodigio continuo.

A los ocho años, no se sabe a punto fijo por qué motivos, abandonó la casa paterna para trasladarse a España. Un sacerdote lo atendió en los primeros días hasta que vino a parar a Oropesa, en la provincia de Toledo. Aquí lo prohijó un tal Francisco Mayoral, hombre probo y de excelente corazón. En esta ciudad fue durante algún tiempo pastor de los rebaños de su protector. Pasados los años, el carácter de Juan cautivó a su bienhechor, hasta el punto de que quiso casarlo con su hija. Pero él rehusó tal propuesta haciéndose soldado.

Juan comenzaba una vida nueva llena de peripecias y de peligros. Se alistó de momento en las tropas que guerreaban contra Francisco I de Francia. En 1521 se encuentra en Fuenterrabía, que el francés había sitiado. Tal vez se extravió algo entre la soldadesca. Por lo menos su fervor inicial. Hasta que, salvado por la Virgen providencialmente de la horca, a la que le había condenado uno de sus jefes por haberse dejado arrebatar un botín que a su custodia había sido confiado, decidió cambiar de vida y regresar a Oropesa. Cuatro años estuvo esta vez con su protector, que le había recibido con gran alegría. Hubo nuevas propuestas de matrimonio con su hija, y él huyó de nuevo.

Por segunda vez se alistó en el ejército. Ahora había de luchar por tierras de Austria-Hungría contra el gran turco Solimán II, que había puesto en apuro al hermano de Carlos V, Fernando.

Rechazados los turcos de las cercanías de Viena, Juan regresó a España por mar, desembarcando en Coruña. Desde allí se dirigió a su pueblo natal. Allí se enteró de que sus padres habían muerto, la madre poco después de su salida de Portugal y el padre años más tarde como religioso en un convento. Con honda pena abandonó su tierra pasando a Ayamonte, en cuyo hospital se dedicó al servicio de los enfermos. Poco después llega a Sevilla, donde se acomodó de pastor durante una temporada.

Poco después se dirige a Ceuta en compañía del caballero portugués D. Luis Almeyda, su esposa y cuatro hijas. La enfermedad postra en la cama a casi todos los miembros de esta familia, agotando todos sus recursos económicos.

Entonces, Juan trabaja en las fortificaciones de la ciudad para sostener a aquellos amigos suyos que se encontraban en un duro trance. Iba ya madurando en su alma aquella caridad que no había de conocer límites. Por evitar peligros para su alma con el contacto de los infieles, Juan pasó a la Península quedándose en Gibraltar, donde comenzó su pequeño negocio de ventas de estampas y libros piadosos. Aunque más que negocio era apostolado lo que hacía. Su alma estaba cada vez más preparada para dar el vuelco definitivo. Si sus biógrafos aseguran que Juan fue siempre muy buen cristiano, muy sencillo, caritativo y devoto de la Virgen María, hay que reconocer que es en esta época de su vida donde se va viendo más claramente que Dios le iba preparando para lo que sería después. Los historiadores hablan de una aparición del Niño Jesús en forma de pequeño mendigo, el cual, como hubiera sido atendido con inmensa caridad por Juan, le dijo que fuera a Granada, donde tendría su cruz, manifestándosele después como el Hijo de Dios. Lo cierto es que ya había dado pruebas Juan hasta estas fechas de una exquisita caridad.

Hemos hablado un poco de la conversión definitiva a Dios de Juan a poco de llegar a Granada, donde llevaba unos meses dedicado a la venta de estampas y libros piadosos, lo mismo que había hecho en Gibraltar.

También lo hemos visto tenido por loco y recluido en un manicomio. Salió por fin de allí, habiendo dejado muestras de una humildad a toda prueba y de un espíritu de sacrificio extraordinario.

A partir de este momento ‘ encontramos a Juan completamente enloquecido por Dios y soñando únicamente en servirle cada vez mejor. Para ello eligió como director de su conciencia al ya mencionado padre maestro Juan de Avila, gran santo y gran conocedor de las ciencias teológicas. Habiendo pedido consejo Juan a este santo varón, le confirmó en sus deseos de entregarse al cuidado de los enfermos. Para ello, después de haber peregrinado a Guadalupe, Juan alquila una casa y la convierte en hospital. Poco a poco va acomodando a cuantos enfermos encuentra, dando muestras, en aquella Granada que le había tenido por loco unos meses hacía, de una santidad extraordinaria.

Juan pedía limosna para sus pobres a todas horas y sin el más mínimo respeto humano, así como recogía y llevaba a hombros a los enfermos más repugnantes para cuidarlos en su hospital. Era frecuente que cambiara sus vestidos por los harapos de los indigentes. De tal modo que, para que en adelante no lo hiciera, el arzobispo de Túy, don Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente de la cancillería de Granada, mandó hacerle una especie de hábito religioso, que él mismo le impuso, cambiándole a la vez su nombre de Juan Ciudad por el de Juan de Dios.

Las virtudes que Juan de Dios practicó durante los trece años que vivió a partir de su conversión son admirables. Dios premió su generosidad con hechos extraordinarios. Obtuvo conversiones increíbles y fue mucho mayor el bien que hizo a las almas que a los cuerpos. Sus dos colaboradores más íntimos y primeros religiosos de su Orden fueron dos enemigos irreconciliables que se odiaban a muerte y que fueron subyugados enteramente por las virtudes del Santo. Nos referimos a Antón Martín y a Pedro Velasco, que murieron con fama de santidad siendo hermanos de San Juan de Dios.

Fueron también notables los viajes del Santo, siempre a pie y descalzo, buscando limosnas para sus enfermos. Uno de sus viajes, ya al fin de la vida, lo hizo a la corte, que se encontraba a la sazón en Valladolid. Felipe II y sus cortesanos quedaron maravillados de la santidad del siervo de Dios.

No es extraño que a este bendito varón le colmara el Señor con toda clase de bendiciones. Una vez se le apareció el mismo Jesucristo en forma de pobre.

Entre los hechos más notables de su vida se cuenta que, habiéndose originado un incendio en el Hospital Real de Granada, estuvo sacando enfermos del mismo en medio del fuego sin que las llamas le tocasen.

Por fin, extenuado por sus innumerables trabajos y penitencias, entregó su alma al Señor, con una muerte envidiable, como hemos visto.

La estela de sus virtudes fue imborrable y este humilde servidor de Jesucristo dejó a la Santa Iglesia una legión de hijos, émulos de sus virtudes, los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios.

Fue beatificado por el papa Urbano VIII, por un breve del 21 de septiembre de 1630 y canonizado por Inocencio XII el 15 de julio de 1691.

Esta es la historia de Juan de Dios, un «loco a lo divino», como lo han sido todos los santos.

¡Que él y ellos nos contagien de su locura! 

Faustino Martínez Goñi, en mercana.org

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