por Fray Justo Pérez de Urbel | 7 Oct, 2015 | Postcomunión Vida de los Santos
El calendario nos presenta el 8 de octubre a la inocencia nunca perdida luchando en el amor a Cristo y en el afán de penitencia con la inocencia recobrada. Por un lado, la santa escandinava Brígida de Suecia, gloria de la corte de San Olaf, princesa por la sangre, reina por el espíritu sediento de lejanías terrenas y celestes, peregrina infatigable, que después de encerrar a su marido en un claustro para trasladarle desde allí a la gloria, baja de las nieves septentrionales, recorre la Europa central, llega hasta el fin de la tierra para visitar el sepulcro de Santiago, tuerce de dirección y penetra en el Oriente, siguiendo los caminos de su divino Crucificado, vuelve a fijar su residencia en Roma y sigue la corte de los pontífices, dejando volar a la vez su espíritu por los infinitos espacios de la teología y de la mística en maravillosas revelaciones, cuyo relato trae hasta nosotros el varonil aliento de aquella alma inquieta y apasionada (1302-1372).
Pero al lado de Brígida, margarita perenne entre los hielos del Norte, aparece la rosa de Alejandría, que después de marchitarse al contacto abrasador de los fuegos del desierto, vuelve a renacer más bella bajo la caricia de los aires de la gracia. Es Tais, la bella pecadora, que despertaba gérmenes de tentación hasta en los carcomidos anacoretas de la Tebaida. Su nombre ilustra las hagiografías antiguas y los poemas modernos. Las leyendas contaron su gesta prodigiosa y los poetas celebraron su deslumbrante hermosura. Allá en el siglo x, siglo de hierro y de oscuridad, una monja alemana, Roswita, hacía de ella la protagonista de una de sus producciones dramáticas, y frente a ella colocaba la figura austera del santo anacoreta, galán afortunado, que lograba dominar aquel veleidoso corazón.
Serapión estaba triste al ver las almas que caían en las redes de la cortesana alejandrina; pero he aquí que deja su túnica de piel de oveja y su cilicio metálico, se lava por primera vez desde hace muchos años, derrama sobre su cabeza el bálsamo hecho de resinas y flores maceradas, cubre su cuerpo con una brillante túnica de escarlata, se echa al cuello una cadena de oro, y apoyandose en su bastón de puño de marfil, emprende la marcha en dirección a la ciudad.
Tais vive en la inmensa plaza donde se juntan las dos calles principales, de sesenta metros de anchura. Su casa es elegante y señorial: pórtico de columnas y capiteles, amplio peristilo, en cuyo centro se esconden, entre palmeras, deliciosos rincones adornados y perfumados por los rosales, los terebintos y los miosotis; largos senderos de mullidas alfombras polícromas, lo más exquisito de las fábricas de Egipto y Capadocia. Serapión los pisa confiado, como si no hubiera pasado lo mejor de su vida lejos del contacto con los hombres. Una fuerza interior le guía. No ha dudado, ni ha temblado siquiera. cuando poco antes de pisar los umbrales, unos muchachos le han ponderado la seducción irresistible de la cortesana.
Hele, al fin delante de la mujer terrible. La mira sin vacilar, clavando en los ojos de ella sus ojos profundos, acostumbrados a las lejanías de los cielos y de los desiertos. Por vez primera, Tais se acobarda delante de un hombre.
—¿Quién es este desconocido enigmático? dice, volviendo la mirada, con un gesto de turbación y desprecio a la vez.
—Soy un hombre que te ama—dice el falso galán.
—¡Bah!—musita ella—; eso mismo me dicen todos.
—Pero sólo yo te lo digo sin engaño. ¡Oh Tais, Tais! ¡Qué viaje tan largo he tenido que hacer sólo por tener la dicha de hablar contigo; de verte, de gozar este momento único!
Estas palabras habían despertado una gran ,curiosidad en la bella alejandrina. Este hombre, pensaba, no es un hombre vulgar; tal vez un príncipe lejano; tal vez un poeta famoso, peregrino de aventuras… Ella, que despreciaba a los hombres, no importándole más que su dinero y su adulación, preguntaba ahora casi vencida:
—Pero ¿quién eres tú? ¿Cuál es el secreto de tu vida?
—Bien dices—respondió el solitario—; tengo cosas muy íntimas que decirte.
Y como en este momento se oyese allí cerca el rumor que levantaba el ir y venir de los esclavos, añadió:
—¿No podríamos ir a otro lugar más retirado?
—Ven—dijo Tais levantándose y cogiendo a su huésped del brazo—; aquí tengo una salita muy mona y recogida, que sólo dos conocemos: Dios y yo.
—¡Dios! ¿Pero tú crees que Dios la conoce también?
—Así debe ser, pues dicen que no se le oculta nada.
—No entiendo; pero si Dios lo ve todo, debe importarle muy poco lo que hacen los hombres, bueno o malo.
—Precisamente los filósofos y los obispos enseñan todo lo contrario.
Por estas palabras comprendió el solitario toda la inconsciencia de aquella mujer y el verdadero estado de su alma. La suya se llenó de angustia y compasión, y no pudo retener un grito que salía de lo más profundo de su alma.
—¡Oh Cristo!—exclamó—. ¡Cuán grande es la benignidad de tu paciencia con nosotros! Ves pecar a los que te conocen, y sin embargo, aguardas, aguardas para no perdernos.
Había cambiado de color, su voz temblaba y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡Desgraciada!—continuó—. Tu locura me da miedo. Lloro tu perdición. Sabes todas esas cosas, y no cesas de arrastrar las almas a la muerte.
—Pero ¿tú quién eres? ¿A qué has venido aquí? ¿Por qué me atormentas?
Así preguntaba la pobre mujer, sin acabar de comprender todavía. Temblaba, vacilaba. Serapión la veía próxima a rendirse; y continuó su obra, más esperanzado, hablando del miedo del infierno, de las dulzuras del amor de Dios, de la vanidad de los bienes terrenos. Su voz pasaba de las blandas inflexiones del amor a los terribles apóstrofes de la indignación. Sus ojos relampagueaban al describir las sendas dolorosas del pecado. La pecadora no pudo resistir. Deshecha en lágrimas, temblando como una hoja, cayó a sus pies exclamando:
—Tú eres un enviado de Dios; habla, dime lo que tengo que hacer…
—Huir—dijo el solitario—, hacer penitencia, esconderte de tus amadores.
—Huiré, haré cuanto dices; pero déjame una hora para disponer de estas riquezas.
—No te preocupes por ellas; ya habrá quien las recoja.
—No es que quiera recogerlas o dárselas a los amigos; ni los pobres mismos deben participar de ellas, porque son el precio del pecado.
Poco después, la gran ciudad, acostumbrada a todas las novedades, veía el más extraño espectáculo. En la gran plaza se alzaba una pira inmensa. Sedas de la India, púrpuras y espejos de la Fenicia, ánforas de Cádiz y Sagunto, tapices de Siria, alhajas, pulseras, anillos, muebles de maderas preciosas, collares de perlas y brillantes, alfileres y ajorcas de oro, clámides y muselinas estatuas y pinturas, todo ardía, pintando el azul del cielo de rojizos resplandores. Los curiosos se aglomeraban alrededor de las llamas, diciendo burlones:
—La famosa cortesana se ha vuelto loca.
Entretanto, Tais entraba en una trirreme y se alejaba de Alejandría siguiendo el curso del Nilo. Allá, en el fondo de la Tebaida, conocía Serapión un convento de mujeres adonde no llegaban los ruidos mundanos. En él dejó a la bella alejandrina meditando sólo ideas de penitencia. Abrió en el muro de la basílica un agujero le volvió a tapiar, y allí dejó a su discípula, sin más que un pequeño ventanillo para comunicarse con el mundo que ella tanto había amado. La pobre mujer, acostumbrada a la libertad y a los regalos, temblaba al entra en,aquella cárcel oscura, pero tan firme había sido su resolución, que ni el recuerdo de los placeres perdidos ni la perspectiva de la espantosa soledad, pudieron hace vacilar un momento su espíritu. Allí quedó abandonada a su tristeza y a la misericordia de Dios. Su alma estaba en llagas por efecto de la contrición. Sus ojos eran dos fuentes de lágrimas. El sueño huía de ellos, ahuyentado por las alas negras del cuervo de la inquietud. Ya no le importaba lo que había dejado y quemado: sólo su felicidad eterna la preocupaba. Lloraba y rezaba, sin atreverse a levantar aquellos ojos que lanzaran flechas de fuego por las calles de la ciudad. Su oración era siemp la misma. Dolorida, humilde, temblorosa, clamaba si cesar: «¡Oh Tú que me criaste, ten compasión de mi!»
La misma incertidumbre atormentaba a Serapión en su choza lejana. Muchas veces pensaba en su cautiva ¿Qué será de ella? ¿Habrá lavado ya las manchas de sus pecados? Pero he aquí que llega un discípulo suyo y dice:
—Padre, he tenido una visión. Había en el Cielo un lecho adornado de paños blanquísimos. Cerca de él, y como guardándole, estaban cuatro vírgenes hermosísimas. Encima, una claridad apacible, de la cual yo no podía apartar los ojos, «Nadie más digno de esta gloria, decía yo en mi interior, que Serapión, mi padre y maestro.»
—No, hijo mío—dijo el anacoreta—, tu padre no es digno de tanta ventura. Estoy oyendo una voz que me dice: Esa gloria la destina Dios a Tais, la meretriz…
Habían pasado tres años, tres años de lágrimas y penitencias, cuando, una tarde, la reclusa oyó que la decían desde fuera:
—Tais, hija mía; ábreme el ventanillo, que quiero hablarte.
—¿Quién es? ¿Quién se acuerda de mí?
—Soy Serapión, tu padre; vengo a que me hables de la historia de tu vida y del fervor de tu arrepentimiento.
—Sólo sé decir que no he hecho nada digno de Dios. Recogía como en un ramillete mis innumerables pecados, y los ponía delante de mis ojos, pensando en los suplicios del infierno.
—Y Dios te ha perdonado, hija mia.
Dijo el monje con tal seguridad estas palabras, que la santa emparedada tuvo súbitamente la certidumbre del perdón divino. Su frente se ilumino, una oleada de agradecimiento inundó su mirada, y su corazón se ensanchaba con una felicidad que no había sentido en los días de sus mayores triunfos. Tan grande fue la alegría que aquel cuerpo gastado por la penitencia y por el tormento interior de la lucha del espíritu consigo mismo ya no pudo resistir más. Los labios de la santa purificados ya por el fuego de las jaculatorias, pudieron aún repetir una vez más su oración favorita «¡Oh Tú que me creaste, ten compasión de mi!»‘
No lejos del Nilo, en los alrededores de Antinoé, la ciudad del emperador Adriano, se encontró a principios de este siglo la tumba de Serapión el anacoreta. Su momia aparecía cubierta del tosco sayal oscuro y acompañada de las pesadas cadenas con que quiso martirizarse en la vida. Del cuello le colgaba un feo collar de hierro sosteniendo una cruz. Bajo una bóveda cercana reposaba la momia de una mujer. La durmiente había querido presentarse a Cristo con los mejores atavíos de los días de fiesta, guiada por aquel mismo pensamiento que hacía decir a San Macario: «Guardo mi vestido nuevo para comparecer delante del Señor.» Viste una túnica inferior de lino, guarnecida en los bordes de una banda de terciopelo azul con dibujos de flores de un color pálido oscuro. Sobre la túnica, un manto de lana amarillo, adornado de franjas de seda con medallones, arabescos y hojas estilizadas de tonos mortecinos. Los pies se esconden en pequeñas sandalias de cuero, con realces de filigranas doradas, entre las cuales campea la cruz, y los cabellos en una amplia gasa de color carmín, que cuelga holgadamente por la espalda. Cubriendo el rostro de la yacente había un canastillo de mimbre, que nos recuerda la costumbre primitiva de colocar la sagrada Eucaristía en los sepulcros, según aquellas palabras de San Jerónimo: «Nadie es más dichoso que aquel que guarda el cuerpo del Señor en un cestillo de mimbres.» Sus manos sostenían una rosa de Jericó, la anastásica, la flor que resucita como Jesús, símbolo de la inmortalidad. Unas tablitas de madera y de marfil, taladradas con muchos agujeros, descansaban sobre el pecho. Era un instrumento para llevar la cuenta exacta, de las oraciones: un rosario. Cerca de ellas, una cruz ansada, que en el viejo Egipto era una figura de la vida y del eterno renacimiento; y bajo cada uno de los brazos, tocando la frente con las extremidades, dos palmas, símbolo clásico de gloria y de renovación. A un lado del nicho se leía esta inscripción en letras rojas:
«Aquí descansa Tais, la bienaventurada.»
por Pedro de la Herrán | Luis M. Benavides | 6 Oct, 2015 | Catequesis Artículos
El influjo de la familia en la expansión del cristianismo (II)
Dios siempre golpea las puertas de los corazones. Le gusta hacerlo. Le sale de adentro. ¿Pero saben que es lo que más le gusta? Golpear las puertas de las familias y encontrar a las familias unidas, que se quieren, que hacen creer a sus hijos, los educan y los llevan adelante.
SS Francisco, Filadelfia, 2015
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Influjo de la familia en la expansión del cristianismo en los primeros siglos (II)
1. Factores que favorecieron la difusión del Evangelio
En algunos sectores del mundo judío la situación era favorable a la recepción del cristianismo, pues existía una expectativa mesiánica en las almas sinceramente religiosas que aguardaban con impaciencia la llegada del Mesías. Este era el caso de familias como la de María y José, en Nazaret, el anciano Zacarías y su esposa Isabel, en Ain Karin, o el anciano Simeón y la profetisa Ana en Jerusalén.
A partir del día de Pentecostés, los Doce Apóstoles predicaron el Evangelio de Jesucristo en Jerusalén donde se dieron abundantes conversiones a la nueva fe. Las persecuciones promovidas por las autoridades religiosas judías contra los primeros cristianos no hicieron otra cosa que ayudar a acelerar la primera expansión del cristianismo. En los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de Pablo vemos la importancia que tuvieron las familias cristianas en la difusión de la fe. Así, por ejemplo, Pablo, al escribir a Timoteo, alaba su fe y le recuerda: “esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú” (2 Tm 1, 5).
Debido a la Diáspora, que se acrecentó con las persecuciones, la religión cristiana pronto llegó a Roma llevada por judíos conversos y fue acogida por muchos paganos.
2. La difusión del Evangelio en el Imperio Romano
El Imperio Romano en primeros siglos de nuestra era ocupaba una superficie más grande que la que hoy llamamos Unión Europea.
El Imperio, a pesar de su conocida hostilidad hacia los cristianos, ofreció a la primitiva Iglesia dos grandes ventajas. Primero, la facilidad de las comunicaciones a través de las calzadas romanas. En segundo lugar, la paz interior, es decir un mundo tranquilo en el que la firme autoridad de Roma garantizaba el orden.
Junto a las ventajas mencionadas, existían diversos obstáculos que hacían muy difícil la incorporación a la Iglesia de Cristo. Los conversos que procedían del judaísmo quedaban marginados de su comunidad de origen y con frecuencia eran mirados como enemigos de sus hermanos de raza. Tampoco era fácil la conversión para los paganos del mundo romano, pues al hacerse cristianos eran tenidos por “ateos” (no adoradores de las divinidades romanas) y, como su nueva religión era ilícita, corrían el peligro de ser perseguidos e incluso de sufrir el martirio y la muerte.
Está claro que la decisión de hacerse cristiano en aquel tiempo comportaba un elevado valor moral. Sin embargo, como veremos a continuación, la religión politeísta de Roma se fue descomponiendo poco a poco pues ni los mejores filósofos creían ya en ella y cada día ganaba más terreno entre los paganos la idea de que su religión oficial era un conjunto de supersticiones y prácticas vacías de sentido. Podríamos decir que la propia debilidad de la religión politeísta de Roma coadyuvó a la expansión del cristianismo.
Casi siempre, las primicias del Evangelio llegaban al mundo dominado por Roma a través de humildes y desconocidos “misioneros”: comerciantes, viajeros, militares, esclavos, etc. Los puertos de mar y las colonias judías de la Diáspora fueron los primeros lugares en los que la Buena Nueva encontró favorable acogida. Y junto a cada comerciante, militar o viajero, había una esposa y unos hijos, una familia donde los hijos eran educados en la fe en Jesucristo y en la vida cristiana. Las familias, por tanto se convirtieron en los cauces fundamentales para la transmisión de la nueva fe en el Imperio Romano, y esto tanto en Itálica, como en la Galia, Hispania o Britania.
3. Factores que más influyeron en la primera difusión del cristianismo
Ya en el texto citado de la segunda carta de Pablo a Timoteo se vislumbra la importancia de la familia, y en concreto de la mujer, en la transmisión de la fe cristiana (“esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú”: 2 Tm 1, 5).
Pero hay, además, datos que proceden de la investigación científica que avalan este hecho. El prestigioso sociólogo Rodney Stark, que ha sido durante mucho años catedrático de Sociología y de Estudios Comparados sobre la Religión en la Universidad de Washington, ha investigado sobre los factores humanos que más influyeron en la expansión del cristianismo en los primeros siglos, antes del Edicto de Milán (a. 311).
En su libro La expansión del cristianismo Stark analiza los principales motivos sociológicos que contribuyeron al rápido crecimiento de las comunidades cristianas dentro del Imperio Romano. Entre ellos destaca los siguientes:
- La superior dignidad de la mujer cristiana.
- El valor del matrimonio, de la vida humana y de la prole.
- La mayor fortaleza de los cristianos para afrontar la enfermedad y la muerte.
Resumiremos a continuación las conclusiones a las que llega Rodney Smark.
3.1. La superior dignidad de la mujer cristiana
La mujer en el Imperio Romano tenía una posición claramente inferior a la del varón. Este, en cuanto pater familiae, gozaba de una autoridad y de unos derechos muy superiores a los de su mujer. El divorcio era frecuente y casi siempre favorecía al varón.
La inferior condición de la mujer se manifestaba ya en el momento del nacimiento. Muchas niñas no deseadas eran descartadas. Si el padre no quería exponerlas (abandonarlas a su suerte), debía dar orden explícita de alimentarlas. La exposición de niñas no deseadas y de niños deformes era práctica habitual amparada por la ley y aceptada por todas las clases sociales. En las grandes familias no se criaba más de una hija.
La conversión al Evangelio y la incorporación a la Iglesia supuso para la mujer una notable elevación en su dignidad moral y social. Basta leer las cartas de san Pablo para comprobarlo (“Maridos: amad a vuestra mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”: Ef 5, 25).
“Aunque algunos escritores clásicos alegaban que las mujeres eran presa fácil para cualquier «superstición extraña», la mayoría reconocía que el cristianismo era inusualmente atractivo, pues dentro de la subcultura cristiana las mujeres gozaban de un estatus muy superior que el que tenían en el mundo grecorromano” (R. Stark, o. c., pág. 93).
3.2. El valor del matrimonio, de la vida humana y de la prole
Los Evangelios y las epístolas de san pablo son bien elocuentes respecto al valor que el cristianismo otorga al matrimonio, que es calificado por san Pablo como sacramentum magnum. Por otro lado, la moral que enseñaban los Apóstoles y sus sucesores concedía a la vida humana un valor sagrado y, por lo tanto, inviolable.
Esta nueva visión del matrimonio y de la familia tuvo un gran atractivo humano y espiritual en un mundo en el que tanto la mujer como la prole con
frecuencia carecían del respeto y de la dignidad que les correspondía como simples seres humanos. La amoralidad imperante en la cultura del Imperio Romano intentaba frenar la natalidad mediante la práctica del aborto y del infanticidio. Veamos un extracto de las conclusiones de R. Stark.
El aborto
“La fertilidad se redujo de manera importante en el mundo grecorromano por el recurso muy frecuente al aborto. Los textos literarios detallan un número de técnicas abortivas sorprendentemente amplio, de entre las cuales las más efectivas eran a la vez las más peligrosas. De este modo, el aborto no sólo evitó muchos nacimientos, sino que también mató a muchas mujeres antes de que pudieran contribuir con su fertilidad, resultando además una importante causa de infertilidad de las mujeres que sobrevivieron a los abortos.
Un método frecuente consistía en la ingestión de dosis casi fatales de veneno con la intención de provocar el aborto. A consecuencia de ello, tanto el feto como la madre morían en muchos casos.
La principal razón por la cual estas peligrosas prácticas eran tan comunes era el empeño por ocultar las relaciones sexuales ilícitas. Mujeres solteras o casadas que se quedaban embarazadas mientras sus maridos estaban ausentes recurrían a menudo al aborto”.
El Infanticidio
“Aunque los romanos varones se casaban, a menudo formaban familias pequeñas, y ni siquiera los incentivos legales conseguían que se cumpliera la meta de tres hijos por familia. Una razón para ello era el infanticidio: nacían muchos más bebés de los que llegaban finalmente a sobrevivir. La práctica del infanticidio era bastante común. Séneca, por ejemplo, consideraba el sofocamiento de recién nacidos como algo razonable y común. También era relativamente frecuente dejar expuesto a un bebé no deseado fuera de los hogares, donde pudiera ser visto por alguien que se lo quisiera llevar o bien fuera víctima de los animales. Esta práctica estaba justificada por la ley” (o. c., páginas 111 y 112).
3.3. La mayor fortaleza y esperanza de los cristianos al afrontar el misterio de la enfermedad y de la muerte
La fe cristiana daba respuestas claras y esperanzadoras al misterio del sufrimiento y de la muerte. Esta cuestión ha inquietado siempre al ser humano y más, posiblemente, cuando las enfermedades no tenían tratamientos eficaces y la mortandad era inmensa como consecuencia de las guerras, las epidemias, etc. McNeill lo resumió de la siguiente manera:
“Otra ventaja de la que disfrutaron los cristianos sobre los paganos era que las enseñanzas de su fe hacían que sus vidas tuvieran un significado incluso más allá de una muerte repentina y sorprendente […] Incluso un resto convulso de supervivientes, que de algún modo había superado la guerra y la pestilencia, o ambas, podía encontrar calor, consuelo y cura inmediata en la perspectiva de una existencia celestial para aquellos parientes y amigos que no estaban ya […] El cristianismo era, por tanto, un sistema de pensamiento y de sentimientos minuciosamente adaptado a tiempos turbulentos, en los cuales prevalecían las dificultades, las enfermedades y la muerte violenta” (1976, 108). (cf. o. c., pág. 80).
El matrimonio y la familia formada a la luz de la fe cristiana alcanzó una visión nueva del valor de la vida. Supo la nueva cultura que en el origen de todo hombre y, por tanto, en toda paternidad y maternidad humana está presente Dios Creador. “Por eso, los esposos deben acoger al niño que les nace como hijo no sólo suyo, sino también de Dios, que lo ama por sí mismo y lo llama a la filiación divina. Más aún: toda generación, toda paternidad y maternidad, toda familia tiene su principio en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo” (cf. Benedicto XVI, Valencia, 9-VII-2006).
De este modo la familia cristiana tuvo una importancia inestimable en la propagación de la nueva cultura cristiana, primero en Europa y, después, en el mundo.
por Catequesis en Familia | 2 Oct, 2015 | La Biblia
Lucas 12, 35-38. Martes de la 29.ª semana del Tiempo Ordinario. El cristiano es alguien que lleva dentro de sí un deseo grande, un deseo profundo: el de encontrarse con su Señor junto a los hermanos, a los compañeros de camino.
En aquel tiempo dijo Jesús: «Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 5, 12.15b.17-19.20b-21
Salmo: Sal 39, 7-10.17
Oración introductoria
Señor, creo, confío y te amo sobre todas las cosas. Me acerco a Ti en esta oración para reanimar la fe, para recibir la energía espiritual que mueva mi corazón y que me mantenga en vigilante espera.
Petición
Dios mío, concédeme vivir alerta, de cara a la eternidad, con mi alma limpia, lista para el encuentro definitivo contigo.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este [día] (Lc 12, 32-48) nos habla del deseo del encuentro definitivo con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el espíritu en vela, porque esperamos este encuentro con todo el corazón, con todo nosotros mismos. Este es un aspecto fundamental de la vida. Existe un deseo que todos nosotros, sea explícito u oculto, tenemos en el corazón. Todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.
Esta enseñanza de Jesús también es importante verla en el contexto concreto, existencial, donde Él la transmitió. En este caso, el evangelista Lucas nos presenta a Jesús caminando con sus discípulos hacia Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino los educa confiándoles lo que Él mismo lleva en el corazón, las actitudes profundas de alma. Entre estas actitudes está el desapego de los bienes terrenos, la confianza en la providencia del Padre y, precisamente, la vigilancia interior, la espera activa del reino de Dios. Para Jesús es la espera del regreso a la casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a buscarnos para llevarnos a la fiesta sin fin, como ya hizo con su Madre María santísima: la llevó al Cielo con Él.
Este Evangelio quiere decirnos que el cristiano es alguien que lleva dentro de sí un deseo grande, un deseo profundo: el de encontrarse con su Señor junto a los hermanos, a los compañeros de camino. Y todo esto que Jesús nos dice se resume en un famoso dicho de Jesús: «Donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 34). El corazón que desea. Pero todos nosotros tenemos un deseo. La pobre gente es la que no tiene deseo; el deseo de seguir adelante, hacia el horizonte; y para nosotros cristianos este horizonte es el encuentro con Jesús, el encuentro precisamente con Él, que es nuestra vida, nuestra alegría, lo que nos hace felices. Pero yo os haría dos preguntas. La primera: todos vosotros, ¿tenéis un corazón deseoso, un corazón que desea? Pensad y responded en silencio y en tu corazón: tú, ¿tienes un corazón que desea, o tienes un corazón cerrado, un corazón adormecido, un corazón anestesiado por las cosas de la vida? El deseo: seguir adelante hacia el encuentro con Jesús. Y la segunda: ¿dónde está tu tesoro, aquello que tú deseas? —porque Jesús nos dijo: Donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón—. Y yo pregunto: ¿dónde está tu tesoro? ¿Cuál es para ti la realidad más importante, más valiosa, la realidad que atrae mi corazón como un imán? ¿Qué es lo que atrae tu corazón? ¿Puedo decir que es el amor de Dios? ¿Están las ganas de hacer el bien a los demás, de vivir para el Señor y para nuestros hermanos? ¿Puedo decir esto? Cada uno responda en su corazón. Pero alguien puede decirme: Padre, pero yo soy uno que trabaja, que tiene familia, para mí la realidad más importante es sacar adelante a mi familia, el trabajo… Cierto, es verdad, es importante. Pero, ¿cuál es la fuerza que mantiene unida a la familia? Es precisamente el amor, y quien siembra el amor en nuestro corazón es Dios, el amor de Dios, es precisamente el amor de Dios quien da sentido a los pequeños compromisos cotidianos e incluso ayuda a afrontar las grandes pruebas. Este es el verdadero tesoro del hombre. Seguir adelante en la vida con amor, con ese amor que el Señor sembró en el corazón, con el amor de Dios. Este es el verdadero tesoro. Pero el amor de Dios, ¿qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico. El amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo, Jesús. El amor de Dios se manifiesta en Jesús. Porque nosotros no podemos amar el aire… ¿Amamos el aire? ¿Amamos el todo? No, no se puede, amamos a personas, y la persona que nosotros amamos es Jesús, el regalo del Padre entre nosotros. Es un amor que da valor y belleza a todo lo demás; un amor que da fuerza a la familia, al trabajo, al estudio, a la amistad, al arte, a toda actividad humana. Y da sentido también a las experiencias negativas, porque este amor nos permite ir más allá de estas experiencias, ir más allá, no permanecer prisioneros del mal, sino que nos hace ir más allá, nos abre siempre a la esperanza. He aquí que el amor de Dios en Jesús siempre nos abre a la esperanza, al horizonte de esperanza, al horizonte final de nuestra peregrinación. Así, incluso las fatigas y las caídas encuentran un sentido. También nuestros pecados encuentran un sentido en el amor de Dios, porque este amor de Dios en Jesucristo nos perdona siempre, nos ama tanto que nos perdona siempre.
Queridos hermanos, hoy en la Iglesia hacemos memoria de santa Clara de Asís, que siguiendo los pasos de Francisco dejó todo para consagrarse a Cristo en la pobreza. Santa Clara nos da un testimonio muy bello de este Evangelio de hoy: que ella nos ayude, junto con la Virgen María, a vivirlo también nosotros, cada uno según la propia vocación.
Santo Padre Francisco
Ángelus del domingo, 11 de agosto de 2013
Propósito
Vivir responsablemente este día, aprovechando mi tiempo, esforzándome por «ganar tiempo al tiempo», para comprometerme más en la nueva evangelización.
Diálogo con Cristo
Sean pocos o muchos los años que me quedan de vida, necesito estar listo para lo que la Providencia permita. Jesús, Tú conoces todas mis acciones, mis pensamientos y guías siempre mi camino, por eso te doy gracias; pero también conoces mis temores y mi fragilidad, por eso te pido la fortaleza y la sabiduría que necesito para sentir la urgencia de trabajar por tu Iglesia.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 2 Oct, 2015 | La Biblia
Marcos 10, 35-45. Vigésimo noveno Domingo del Tiempo Ordinario. Santiago y Juan persiguen sueños de gloria junto a Jesús, no comprenden la lógica de vida de la que Jesús da testimonio: el servicio a Dios y a los hermanos.
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: «Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir». El les respondió: «¿Qué quieren que haga por ustedes?». Ellos le dijeron: «Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria». Jesús le dijo: «No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?». «Podemos», le respondieron. Entonces Jesús agregó: «Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados». Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos. Jesús los llamó y les dijo: «Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Isaías, Is 53, 10-11
Salmo: Sal 33(32), 4-5.18-22
Segunda lectura: Carta a los Hebreos, Heb 4, 14-16
Oración introductoria
Señor Jesús, creo que has venido al mundo para salvarme y cargar con el peso de mis pecados; creo que Tú eres el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y que todos tus sufrimientos son para salvarme. Confío en ti, Señor, fuente de amor y de misericordia. Sé que te entregas a los mayores oprobios para que yo sea feliz. Por eso, no puedo hacer más que buscar amarte cada día más y corresponder a tu amor con una vida santa y abnegada, vivida según tu voluntad.
Petición
Ayúdame, Señor, a aceptar siempre tu voluntad, aun en los más duros momentos.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Jesús se presenta como siervo, ofreciéndose como modelo a imitar y seguir. Del trasfondo del tercer anuncio de la pasión, muerte y resurrección del Hijo del hombre, se aparta con llamativo contraste la escena de los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que persiguen todavía sueños de gloria junto a Jesús. Le pidieron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10,37). La respuesta de Jesús fue fulminante, y su interpelación inesperada: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? (v. 38). La alusión es muy clara: el cáliz es el de la pasión, que Jesús acepta para cumplir la voluntad del Padre. El servicio a Dios y a los hermanos, el don de sí: esta es la lógica que la fe auténtica imprime y desarrolla en nuestra vida cotidiana y que no es en cambio el estilo mundano del poder y la gloria.
Con su petición, Santiago y Juan ponen de manifiesto que no comprenden la lógica de vida de la que Jesús da testimonio, la lógica que, según el Maestro, ha de caracterizar al discípulo, en su espíritu y en sus acciones. La lógica errónea no se encuentra sólo en los dos hijos de Zebedeo ya que, según el evangelista, contagia también «a los otros diez» apóstoles que «se indignaron contra Santiago y Juan» (v. 41). Se indignaron porque no es fácil entrar en la lógica del Evangelio y abandonar la del poder y la gloria.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Alocución del sábado, 18 de febrero de 2012
Propósito
Ofreceré a Jesús todas las adversidades y contratiempos de este día, como aceptación de su voluntad en mi vida.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, gracias por la vida que me das, por la salvación que me alcanzas por tu cruz y por morir por mí. Gracias por mostrarme cómo debo actuar frente a las dificultades y miedos que enfrento cada día. Gracias por tu donación en la cruz, Señor, pues no sólo me enseñas a cumplir los designios del Padre, sino también a amar más y mejor a los demás hasta el olvido de mí mismo. Ayúdame, te pido, a prepararme bien para celebrar los misterios de tu pasión, muerte y resurrección, viviendo cada vez mejor mi vida cristiana en los trabajos de cada día. Señor, llena mi día con tus bendiciones. Amén.
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por Capellanía de la Universidad La Sabana (Colombia) | 1 Oct, 2015 | Catequesis Artículos
Sin lugar a dudas el Don más grande que Dios nos ha hecho es la Gracia Santificante, que consiste nada menos que la participación en la Vida divina. Nada puede compararse con esto; por la Gracia, Dios nos hace semejantes a Él hasta en su Divinidad. Dios nos diviniza gratuitamente con este Don, cosa que naturalmente no nos corresponde por ser tan solo creaturas suyas.
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, posee naturalmente la Divinidad desde toda la eternidad y al encarnarse en las entrañas purísimas de María Santísima dicha Divinidad le corresponde plenamente a Jesucristo, «Dios de Dios, Luz de Luz».
Nosotros en cambio, somos por naturaleza meramente humanos y sin embargo, por amor, Dios nos comunica su Vida Divina por el Espíritu Santo.
Por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia fundada por Él, nos comunica el Don de la Gracia por medio de los Sacramentos instituidos por Cristo mismo y nos santifica, nos hace santos, hijos de Dios y coherederos de la Gloria.
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Índice
1. ¿Qué son los sacramentos?
2. Los sacramentos de iniciación
3. La Confirmación
4. El Espíritu Santo
5. El aceite: materia del sacramento
6. ¿Por qué, además del bautismo, es necesaria la Confirmación?
7. La Confirmación fue instituida por Nuestro Señor Jesucristo.
8. La Confirmación es un signo sensible
9. Los efectos de la Confirmación
9.1. Nos hace soldados de Cristo
9.2. Nos hace cristianos perfectos
9.3. Nos llena del Espíritu Santo
10. Los dones del Espíritu Santo
11. Necesidad e importancia de la Confirmación
12. El ministro de la Confirmación
13. El sujeto de la Confirmación
14. Las obligaciones del confirmado
15. Los padrinos de la Confirmación
16. La celebración de la Confirmación
17. Reflexión final
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1. ¿Qué son los sacramentos?
Para que percibiéramos el Don gratuito e invisible de la Gracia, Nuestro Señor Jesucristo instituyó siete acciones sagradas en las cuales, por medio de algo perceptible por los sentidos, el Espíritu Santo actúa en nosotros. Son «obras maestras» y «fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo», que es la Iglesia, para santificar a los hombres.
Podemos definir los Sacramentos de la siguiente manera: «Son signos sensibles instituidos por Jesucristo, para infundir y acrecentar la Vida Divina (Gracia Santificante) en nuestras almas para hacernos santos».
La Iglesia afirma que para los creyentes, los Sacramentos son necesarios para la salvación. El cristiano que no frecuenta los Sacramentos, no ha entendido realmente su vocación cristiana y pone en peligro su salvación eterna.
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2. Los sacramentos de iniciación
Haciendo una analogía con la vida natural, que tiene un origen, crecimiento y sustento, la Iglesia llama Sacramentos de Iniciación al Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Nacemos a la Vida divina por el primero, la fortalecemos con la Confirmación y alimentamos la Vida Divina con la Eucaristía, alimento de Vida eterna.
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3. La Confirmación
El Concilio Vaticano II en su documento «Lumen Gentium» (La Luz de las Naciones) dice bellamente: «Por el Sacramento de la Confirmación (los fieles) se vinculan con más perfección a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con sus palabras y sus obras como verdaderos testigos de Cristo». (LG 11)
Este Sacramento ha sido llamado de diferentes maneras: San Agustín lo llamaba «imposición de las manos», San Cirilo de Jerusalén «el Crisma místico», etc. El nombre que lleva actualmente fue empleado por primera vez en el siglo V por San León Magno.
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4. El Espíritu Santo
El protagonista del Sacramento de la Confirmación es la tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Ya desde el Antiguo Testamento los Profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado: «Sobre él reposará el Espíritu de Yahvé» (Is. 11,2) «El Espíritu del Señor Yahvé está sobre mí» (Is.61, 1), lo cual se hizo patente en el Bautismo de Cristo en el Jordán: «Una vez bautizado, Jesús salió del río. De repente se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba como paloma y venía sobre él» (Mt.3, 16).
Pero la plenitud del Espíritu Santo no estaba destinada únicamente al Mesías, sino a todo el Pueblo Mesiánico: «Infundiré mi Espíritu en ustedes para que vivan según mis mandatos y respetan mis órdenes» (Ez.36, 27).
Cristo en repetidas ocasiones prometió esta efusión a sus seguidores: «El Espíritu Santo les enseñará en ese mismo momento lo que hay que decir» (Lc.12, 12) y lo cumplió el mismo día de la Pascua: «Dicho esto, sopló sobre ellos diciendo: Reciban al Espíritu Santo (Jn.20, 22) y de una manera más notable en Pentecostés: «y quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hech.2, 4). Aquellos que se hicieron bautizar ese mismo día, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo: «Dios les dará el Espíritu Santo». (Hech.2, 38)
A partir de entonces, los Apóstoles en cumplimiento de la voluntad de Cristo, comunicaban a los recién bautizados, por la imposición de las manos, el don del Espíritu Santo. La tradición cristiana ha considerado desde el principio dicha imposición de las manos como el signo primitivo del Sacramento de la Confirmación. Sin embargo, muy pronto para mejor significar la unción espiritual se añadió la unción con el óleo perfumado (Crisma). Precisamente el nombre de «cristiano» significa seguidor de Cristo, el «Ungido».
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5. El aceite: materia del sacramento
Muy atinadamente en algunos Sacramentos se usan óleos consagrados para la unción con distintos significados: antes del Bautismo significa purificación y fortaleza (usamos aceites y crema para limpiar la piel, para practicar deportes); el Oleo de los enfermos significa y realiza curación y consuelo (muchas medicinas tienen como base aceites); por su parte las unciones con el Santo Crisma después del Bautismo, en la Confirmación y en la Ordenación Sacerdotal son signos de consagración, como el sello de propiedad que se imprime en un documento.
Así el confirmado recibe la «marca» o el sello del Espíritu Santo: «Es Dios el que nos conforta juntamente con nosotros en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor. 1,22).
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6. ¿Por qué, además del bautismo, es necesaria la Confirmación?
El Bautismo, que hace nacer nuestra alma a la Vida Divina y que nos hace miembros de la Iglesia de Cristo, es tan solo el principio, como el niño que es dado a la luz posee la vida humana y es miembro de su familia, pero debe llegar a su plenitud en la madurez. En el terreno espiritual, la Gracia Santificante se desarrollará con la recepción de los demás Sacramentos y la Confirmación produce en nosotros el crecimiento necesario para llegar a la madurez cristiana: el Espíritu Santo nos comunica sus siete Dones y nos hace adultos en la fe, capaces de dar testimonio de ella y de luchar como soldados por el
Reino de Dios en la tierra. Ciertamente ya desde el Bautismo Dios habita en nosotros con sus Tres Divinas Personas, pero en la Confirmación se nos da el Espíritu Santo con más abundancia: es como un Pentecostés para los discípulos de Cristo.
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7. La Confirmación fue instituida por Nuestro Señor Jesucristo.
San Juan Evangelista nos dice «muchas otras cosas hay que hizo Jesús, que si se escribieran una por una, me parece que no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir» (Jn.21, 25). No debe entonces extrañarnos el no saber exactamente cuándo y cómo Jesucristo instituyó el Sacramento de la Confirmación, pero consta en muchos pasajes del Nuevo Testamento que los Apóstoles, imponiendo las manos a los Bautizados, los confirmaban en la fe: «Pedro y Juan imponían las manos a los samaritanos» que habían sido ya bautizados por el Diácono Felipe y éstos recibían al Espíritu Santo (Hech.8, 12-17). De igual modo San Pablo habiendo llegado a Éfeso, bautizó en el nombre de Cristo a discípulos de San Juan Bautista y a continuación les impuso las manos para hacer descender sobre ellos el Espíritu Santo. «Y como Pablo les impusiera las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo, hablaron lenguas y profetizaron» (Hech. 19,6).
Un rito tan importante, de tanta trascendencia en la vida de los cristianos, no pudo ser inventado o improvisado por los Apóstoles: con toda certeza podemos inferir que no hicieron sino practicar lo que Jesús hacía y les indicó seguir haciendo.
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8. La Confirmación es un signo sensible
Claramente vemos en los pasajes citados cómo la imposición de las manos es aquel signo sensible necesario en todo Sacramento y que ahora, unido a la unción con el Santo Crisma, confiere al bautizado la plenitud del Espíritu Santo.
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9. Los efectos de la Confirmación
9.1. Nos hace soldados de Cristo
La vida del hombre sobre la tierra es un continuo combate contra los enemigos de su alma, que como nos enseña la Iglesia, son el mundo, el demonio y nuestras propias concupiscencias. Este combate da comienzo apenas el niño va teniendo uso de razón y no termina sino con la muerte. Job dice en la Biblia, que «la vida es una milicia».
Para sostener la lucha en contra de enemigos tan poderosos como tenaces, necesitamos auxilios especiales que precisamente nos proporciona la Gracia de este Sacramento. Pública y solemnemente, ante el Obispo, somos alistados en el ejército del Señor para luchar por el bien de nuestras almas, por la extensión del Reino de Dios, por el bien de las almas, por la gloria de Dios.
La Confirmación imprime en el alma ese carácter indeleble (por eso este Sacramento no se repite) de testigo de Cristo y da la fuerza necesaria para confesar la fe sin temor ante los respetos humanos y defenderla, si es necesario, con la ofrenda de la vida.
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9.2. Nos hace cristianos perfectos
Este Sacramento nos confirma en la fe y perfecciona todas las virtudes y dones recibidos en el Bautismo. Precisamente por esto recibe el nombre de Confirmación.
Un autor del siglo V llamado el Pseudo-Dionisio Areopagita, escribiendo sobre el Sacramento de la Confirmación, precisa la diferencia entre los bautizados y los confirmados en estos términos:
«A todos llamamos hijos de Dios, incorporados todos a Jesucristo, herederos todos del Paraíso; pero imperfectos los primeros y perfectos los segundos, la Confirmación no solamente nos hace divinos, sino grandísimamente divinos».
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9.3. Nos llena del Espíritu Santo
Es la Confirmación el Sacramento que da cumplimiento a aquellas palabras de Cristo: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes. Pero si me voy, yo lo enviaré» (Jn.16, 7).
En efecto, así como en Pentecostés descendió el Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico reunido en oración con la Santísima Virgen María, en lo sucesivo, los cristianos recibieron al Espíritu Santo por medio de los Apóstoles y luego de los Obispos con la imposición de las manos y la santa unción.
Y de la misma manera que el Espíritu Santo se manifestó de manera prodigiosa en Pentecostés, no faltaron casos en la Iglesia Apostólica en que el administrar a los fieles la Confirmación, sucedieran milagros parecidos como el profetizar o el hablar en lenguas. Esto llevó al mago Simón a ofrecer dinero a los Apóstoles para que le dieran el poder de confirmar (Hech.8, 14). Leemos también cómo al confirmar San Pablo a los bautizados, venía sobre ellos el Espíritu Santo obrando prodigios (Hech.19)
Actualmente no suceden tales prodigios pues Dios no multiplica los milagros sin necesidad. La Iglesia está bien establecida y ya no es necesario. Pero aunque sin señales externas, los confirmados reciben ciertamente al Espíritu Santo con sus siete Dones.
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10. Los dones del Espíritu Santo
Los Dones del Espíritu Santo son siete auxilios Espirituales que capacitan el alma para ejercitar las virtudes necesarias a la perfección cristiana. Estos siete Dones son: Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad, Temor de Dios.
El Don de Sabiduría es el más perfecto de todos los Dones. El nos hace preferir los bienes celestiales a los terrenales y que encontremos así nuestras delicias en las cosas de Dios, de la Religión.
El Don de Entendimiento, nos hace comprender mejor las verdades de la Religión. Nos descubre el significado oculto de las Sagradas Escrituras. Comprender el significado de los Sacramentos y de las ceremonias de la Iglesia. Penetrar en los planes ocultos de la Providencia, en el gobierno del mundo y de los hombres, etc., etc. Quien tiene este Don, no piensa como los mundanos que el mundo está mal arreglado, sino que, por el contrario, admira en él, la Sabiduría, inteligencia y Providencias divinas.
El Don de Consejo nos da a conocer con toda prontitud y seguridad, lo que conviene para nuestra salvación y la del prójimo, de un modo especial en los casos más difíciles y decisivos.
Este es el Don que Nuestro Señor prometió a sus Apóstoles con estas palabras: «Cuando jueces y gobernantes malvados, y enemigos de Dios los citarán para exigirles cuenta de su conducta y de sus obras de celo, no piensen cómo o qué tienen que responder, porque en aquella hora el Espíritu Santo les sugerirá lo que debes decir» (Mt.10,20).
Fue este Don el que hizo a San Pedro contestar al Sanedrín cuando éste le ordenaba no predicar a Jesucristo: «Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech.5, 29)
El Don de la Fortaleza nos da la energía que necesitamos para resistir a los obstáculos que se oponen a nuestra santificación para resistir las tentaciones y no caer en pecado, para despreciar el respeto humano, para perseverar durante toda la vida en el cumplimiento del deber, en la vida cristiana.
Es este Don el que nos da la fuerza para emprender sin temor ni vacilación, obras que miran a la mayor gloria de Dios. El acto por excelencia del Don de la Fortaleza, es el martirio, pero hay que recordar que es comparable a él una vida empleada en el servicio de Dios y en procurar la salvación de las almas.
El Don de la Ciencia, no por supuesto de la ciencia profana, sino de la Ciencia de Dios, nos da a conocer el camino que debemos seguir para llegar al Cielo.
Este Don nos hace ver todas las cosas en Dios, como creaturas suyas, como manifestaciones de su Poder, Sabiduría y Bondad infinitas. Por medio de este Don todas ellas vienen a ser para nosotros, como un reflejo de Dios.
San Francisco de Asís, poseía este Don en alto grado, considerando todas las cosas creadas como hijas de Dios, veía en todas ellas otros tantos hermanos, el hermano sol, la hermana agua, la hermana oveja, etc., hasta la hermana muerte.
El Don de Piedad, despierta en el confirmado un afecto filial hacia Dios a quien podemos dirigirnos con toda confianza y una tierna devoción y prontitud para cumplir con nuestros deberes religiosos.
Este Don hace que encontremos placer en las oraciones, y en las prácticas religiosas –que nos sacrifiquemos por Dios y por su Gloria, y –que recibamos todo como venido de la Mano de Dios, y nos abandonemos a sus manos como el niño se abandona a las de su madre.
El Don de Temor de Dios, inclina nuestra voluntad a un respeto filial hacia Él; nos aleja del pecado porque le desagrada y nos hace esperar en su poderoso auxilio.
Pero entiéndase bien que este Don del Espíritu Santo, nada tiene de común con el temor al castigo de Dios por nuestros pecados, el temor a las penas de esta vida, a las del Purgatorio y del Infierno.
No es el temor del subordinado que sirve al jefe porque no lo castigue, sino el temor del buen hijo que teme disgustar al mejor de los padres.
Este Don del Espíritu Santo nos inspira un vivo sentimiento de la grandeza y bondad de Dios y por lo tanto, sumo horror a las menores faltas; una viva contrición de éstas porque ofenden a un Dios tan bueno, un deseo vivísimo de repararlas con muchos actos de amor y sacrificio y en fin, suma diligencia de huir de las ocasiones de pecado.
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11. Necesidad e importancia de la Confirmación
Por lo que hemos dicho al exponer los maravillosos efectos de la Confirmación, cualquiera verá la conveniencia, necesidad e importancia de recibirla; pero el punto de vista bajo el cual vamos a considerar ahora este Sacramento, es este otro: ¿Es necesaria la Confirmación para la Salvación?
Ciertamente que la Confirmación no es indispensable para la salvación como el Bautismo y el Sacramento de la Penitencia si se ha caído en pecado mortal; no es tan necesaria como la Sagrada Eucaristía, que por un prodigio de la Bondad divina podemos recibir todos los días; pero si consideramos la gran abundancia de bienes espirituales que gratuitamente nos comunica este Sacramento, todos debemos apresurarnos a recibirlo y e invitar a recibir a quienes no lo hayan hecho.
Es tan importante la salvación, que para alcanzarla no debemos descuidar ningún medio eficaz, y siendo uno de los principales la Confirmación, no puede menos que ser una falta de gratitud a Nuestro Señor Jesucristo nuestra indiferencia para aprovecharla. Pero si es el desprecio la causa de esta indiferencia, ciertamente que ello constituiría una falta muy grave.
Es la Gracia Bautismal el mayor tesoro de nuestra alma. ¿Por qué si para proteger un tesoro material ponemos tanto cuidado y no encontramos Banco bastante seguro para él, ni caja fuerte bastante resistente, no sabemos estimar ni aprovechar el Sacramento de la Confirmación que viene a cuidar, a proteger y a acrecentar el mayor tesoro de nuestra alma?
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12. El ministro de la Confirmación
Normalmente el ministro es el Obispo, aunque en algunos casos, se puede conceder a los sacerdotes la facultad para confirmar. El que el Obispo sea el que confirme pone de relieve que es sucesor de los Apóstoles y cabeza de la diócesis. Así la Confirmación tiene como efecto unir más estrechamente al bautizado con la Iglesia, a sus orígenes apostólicos y a su misión como testigo de Cristo de la comunidad.
En peligro de muerte, cualquier presbítero puede dar la Confirmación ya que la Iglesia quiere que ninguno de sus hijos, aún en la más tierna edad, salga de este mundo sin haber sido perfeccionado por el Espíritu Santo.
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13. El sujeto de la Confirmación
Según el Derecho Canónico (can. 889), todo bautizado, aún no confirmado, puede y debe recibir la Confirmación. Sin este Sacramento y la Eucaristía, la iniciación cristiana quedaría incompleta.
La Confirmación es el Sacramento «de la madurez cristiana» y por eso es conveniente y necesario que el bautizado haya llegado al uso de la razón y es recomendable, según el Concilio Vaticano II, esperar y proporcionar al confirmando una sólida y profunda formación cristiana y una preparación pre-sacramental que podría consistir en un retiro espiritual previo a la Confirmación.
Todo esto nos habla de la conveniencia de que los confirmados hayan pasado los 15 o 16 años con el fin de que comprendan realmente lo que está por suceder y el compromiso que están adquiriendo.
Es indispensable que el sujeto se presente en Gracia de Dios para no hacer de la Confirmación una farsa. Si es necesario, deberá recurrir antes al Sacramento de la Reconciliación para recibir al Espíritu Santo con el alma purificada.
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14. Las obligaciones del confirmado
En continuidad con el Bautismo, el confirmado renueva las promesas que en aquella ocasión sus padres y padrinos hicieron por él si fue bautizado pequeño.
Ahora con pleno uso de razón, deberá renunciar radicalmente al pecado, a Satanás, padre del pecado, y a todas sus insidias. Y esto no debe ser un mero formulismo. Tan cierto es que Satanás existe, como de que somos débiles y pecadores y la vida cristiana nos obliga a luchar valientemente por la Gracia de Dios.
Igualmente el cristiano confirmado está comprometido no tan solo a guardar la fe, sino a conquistar a los demás para Cristo.
En el mundo actual, olvidado de Dios, corrompido integralmente en la mentira, cohecho, el hurto, el hedonismo desenfrenado, violencia y sexo, no será fácil mantenerse en la lucha por el bien. Será vivir cuesta arriba o contra corriente todo el tiempo. Será necesario evitar con cuidado toda clase de pecado, instruirse permanentemente en Religión, y sobre todo frecuentar los Sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía.
El soldado de Cristo debe estar preparado para dar la batalla al mal, venga de donde venga. ¿Qué diríamos de un soldado bien armado que ni siquiera se molestara en desempacar sus armas y aprender a usarlas? ¿Cómo espera ganar la batalla cuando le falta la voluntad y el valor para entrar en ella? Así son los cristianos que no saben aprovechar los medios que la Iglesia pone en sus manos y que se amilanan ante los demás.
La fe en Cristo debe ser nuestro timbre de gloria como para un soldado es su bandera. Negarla o avergonzarnos de ella es indigno de un hijo de Dios.
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15. Los padrinos de la Confirmación
Señala la Iglesia que todo confirmando cuente con la ayuda espiritual de un padrino o una madrina, preferentemente los mismos del Bautismo, para remarcar la unión entre ambos Sacramentos.
Para que una persona pueda desempeñar válidamente su compromiso de padrino o madrina, se requieren las siguientes condiciones:
– Estar confirmado.
– Tener uso de razón y la intención de cumplir adecuadamente esta función.
– No ser hereje o estar excomulgado.
– No ser ni el padre ni la madre ni el cónyuge del confirmado.
– Asistir a la ceremonia; en el momento de la Confirmación pondrá su mano derecha sobre el hombro izquierdo del confirmando para simbolizar su compromiso como padrino o madrina.
– La misión de los padrinos es cuidar con la palabra y con el ejemplo el crecimiento en la fe de su ahijado. Por eso se deben elegir como padrinos a personas ejemplares, que den testimonio cristiano con su vida corriente; casados sacramentalmente, instruidos en Religión y de buenas costumbres.
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16. La celebración de la Confirmación
Antes de la ceremonia de la Confirmación, el Obispo ha consagrado el aceite perfumado para la unción, en la Solemne Misa Crismal del Jueves Santo.
El rito de la Confirmación tiene lugar en el desarrollo de la Santa Misa, después de la Liturgia de la Palabra, es decir cuando el Obispo termina su Homilía.
La liturgia del sacramento tiene tres momentos:
– Renovación de los compromisos bautismales. El párroco o capellán presenta a los candidatos, quienes hacen la renovación de sus promesas bautismales y la Profesión de la fe. Con esto se pone de manifiesto la estrecha relación que existe entre estos dos Sacramentos. El Ritual de la Confirmación contiene cinco fórmulas distintas para la renovación de las promesas del Bautismo adecuadas para la mentalidad de los confirmandos, sean niños, jóvenes o adultos. Responder «Sí, renuncio» o «Sí, creo» ante Dios y la Iglesia, implica hace una pública manifestación de la fe cara a Dios y a los demás.
Es por eso que la preparación al Sacramento debe tener la profundidad necesaria para que el candidato tome conciencia de la grandeza de su vocación cristiana y del compromiso que está aceptando.
– Imposición de las manos: El Obispo a continuación extiende las manos sobre los confirmandos, repitiendo el gesto de los Apóstoles, que es un signo del don del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, pronuncia la oración propia del Sacramento invocando a Dios Padre para que envíe su Espíritu con sus siete dones sobre los confirmandos, por los méritos de su Hijo, Jesucristo.
– Unción con el Santo Crisma: el Ministro del Sacramento de la Confirmación procede a la unción haciendo con el oleo santo la señal de la cruz en la frente de cada confirmando, mientras que pronuncia las siguientes palabras:
«Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo».
El confirmado responde: «Amén».
Luego añade: “La paz sea contigo”.
Se responde: “Y con tu espíritu”.
Durante este momento solemne todos los demás fieles acompañarán con cantos invocando al Espíritu Santo.
Se termina la liturgia del Sacramento con la oración de los fieles, y se continúa con la Liturgia de la Eucaristía, que inicia con la procesión de las ofrendas.
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17. Reflexión final
La Confirmación, dándonos la plenitud del Espíritu Santo, nos hace adultos en la fe y soldados de Cristo para salvar al mundo por medio del Evangelio.
Bien preparado, bien vivido, rinde magníficos frutos en cada confirmando, en sus familias y en el sitio donde cada uno se desempeña. Dejemos actuar al Espíritu Santo en nuestras almas, para perfeccionados con sus dones podamos dar un testimonio coherente de Cristo en todo momento y lugar.
«Nuestra Confirmación de hoy es nuestro Pentecostés para la vida. ¿Cuál será nuestro estilo de vida en adelante? ¡El de los Apóstoles a la salida del Cenáculo!… El de los cristianos de todo tiempo, enérgicamente fieles a la oración, al testimonio de la fe, a la fracción del pan eucarístico, al servicio del prójimo, imitando a Jesucristo que no vino a ser servido sino a servir.
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por Varios en Internet | 30 Sep, 2015 | Postcomunión Narraciones
Estoy seguro de que todos conocemos esta bella oración que es el Santo Rosario. ¿A quién se le habrá ocurrido repetir las Aves Marías tantas veces? ¿Que sentido tiene? Ya lo van a saber, y cada vez que lo recen, verán que cada Ave María es una preciosa rosa para la Virgen.
Una leyenda cuenta que un hermano lego, que no era sacerdote de la Orden de los Dominicos, no sabía leer ni escribir, por lo que no podía leer los Salmos, como era la costumbre en los conventos de la época.
Entonces, cuando terminaba sus labores por la noche, pues él era el portero, el barrendero, el hortelano, etc., se iba a la capilla del convento y se hincaba frente a la imagen de la Virgen María y recitaba 150 avemarías (el número de los salmos), luego se retiraba a su celda a dormir. Por la mañana, de madrugada, se levantaba antes que todos sus hermanos y se dirigía a la capilla para repetir su costumbre de saludar a la Virgen.
El Hermano Superior notaba que todos los días, cuando él llegaba a la capilla para celebrar las oraciones de la mañana con todos los monjes, había un exquisito olor a rosas recién cortadas y le dio curiosidad, por lo que preguntó a todos quién se encargaba de adornar el altar de la Virgen tan bellamente, a lo que contestaron que ninguno lo hacía y los rosales del jardín no se notaban faltos de sus flores. El Hermano lego enfermó de gravedad; los demás monjes notaron que el altar de la Virgen no tenía las rosas acostumbradas y dedujeron que era el Hermano quien ponía las rosas. ¿Pero cómo? Nadie le había visto nunca salir del convento, ni sabían que comprara las bellas rosas.
Una mañana les extrañó que se había levantado, pero no lo hallaban por ninguna parte. Al fin, se reunieron en la capilla y cada monje que entraba quedaba asombrado, pues el Hermano lego estaba arrodillado frente a la imagen de la Virgen, recitando extasiado sus avemarías y a cada una que dirigía a la Señora,una rosa aparecía en los floreros. Así al terminar sus 150 saludos, cayó muerto a los pies de la Virgen.
Con el correr de los años, Santo Domingo de Guzmán (se dice que por revelación de la Santísima Virgen) dividió las 150 avemarías en tres grupos de 50 y los asoció a la meditación de la Biblia: los Misterios Gozosos, los Misterios Dolorosos y los Misterios Gloriosos, a los cuales el Beato Juan Pablo II añadió losMisterios Luminosos.
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por Pedro de la Herrán | Luis M. Benavides | 29 Sep, 2015 | Catequesis Artículos
El influjo de la familia en la expansión del cristianismo (I)
Ninguna ingeniería económica y política está en capacidad de sustituir este aporte de las familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer los desiertos (cfr Is 32, 15). Debemos salir de las torres y de las bóvedas blindadas de las élites, para frecuentar de nuevo las casas y los espacios abiertos a las multitudes, abiertos al amor de la familia.
SS Francisco
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La transmisión de la fe en el pueblo de Israel
La familia en el pueblo de Israel tenía una estructura profundamente patriarcal en la que un elemento fundamental era la transmisión de la fe de padres a hijos.
El «Shemá» es la oración fundamental del pueblo de Israel. Este texto bíblico ha mantenido unido al pueblo hebreo a lo largo de los siglos: «iEscucha, Israel. El Señor es nuestro Dios, Él es Único. iAmarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas!». Y enseguida añade: «¡Que estas palabras que te dicto hoy estén siempre en tu corazón. Las repetirás a tus hijos, y hablaras de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte!» (Dt 6, 4-9).
En otras palabras, la transmisión de la fe en el pueblo de Israel no se apoyaba en la labor de la casta sacerdotal, sino en el núcleo familiar. La religión del Pueblo de Dios se transmitía esencialmente en la familia.
Las conversiones entre los primeros cristianos
El Nuevo Testamento presenta un panorama bastante parecido. Vemos cómo familias enteras se convierten después de la conversión del padre: es el caso de la conversión del funcionario de Cafarnaún («creyó él y toda su casa»: Jn 4, 53); o el del carcelero de san Pablo y Silas («se bautizaron él y todos los suyos»: Act 16, 25-34), etc.
Eusebio de Cesárea cuenta que los primeros evangelizadores cristianos estaban tan fortalecidos por el «Espíritu divino», que «al oírlos por primera vez, las multitudes, como si fueran una sola persona, abrazaban entusiásticamente en sus corazones la piedad para con el Creador del universo» (Historia eclesiástica III, 37, 3).
Muchos historiadores modernos aceptan el testimonio de Eusebio de Cesaréa sobre las conversiones masivas como la única respuesta al fenómeno de la rapidez de la expansión del cristianismo en los primeros tiempos.
Adolf von Harnack, autor de gran renombre como estudioso de la Teología y de la Historia del cristianismo, califica el crecimiento del cristianismo en términos de «rapidez inconcebible» y «expansión asombrosa», y expresó su creencia de que «el cristianismo hubo de reproducirse gracias a los milagros, pues el portento más grande de todos habría sido la extraordinaria expansión de esta religión sin contar con milagro alguno» (335, n. 2).
Sin embargo, las ciencias sociales modernas han expresado otras hipótesis para explicar el crecimiento del cristianismo en los primeros tiempos.
Pero este será el tema del siguiente artículo.
por Pedro de la Herrán | Luis M. Benavides | 29 Sep, 2015 | Catequesis Artículos
La circulación de un estilo familiar en las relaciones humanas es una bendición para los pueblos: trae nuevamente la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir por el testimonio del Evangelio se hacen capaces de cosas impensables, que permiten tocar con la mano las obras de Dios, aquellas obras que Dios realiza en la historia, como aquellas que Jesús ha hecho para los hombres, las mujeres, los niños que ha encontrado.
SS Francisco, Audiencia general del 2 de septiembre de 2015.
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Iniciamos una serie de artículos dirigidos a padres de familia jóvenes interesados en ayudar a sus hijos pequeños a llegar a ser buenos cristianos, es decir cristianos coherentes con la fe recibida en su Bautismo. Niños y niñas que crezcan en un ambiente familiar en el que saberse y sentirse católico sea un motivo de inmensa satisfacción y alegría.
También tendremos presentes en estos artículos a sacerdotes, especialmente párrocos y catequistas, que tratan de orientar a matrimonios jóvenes en su ardua tarea de llevar a cabo en sus hogares («Iglesias domésticas») lo que la Iglesia llama «catequesis familiar», la cual, en palabras de San Juan Pablo II, debe «preceder, acompañar y fortalecer cualquier otra forma de catequesis».
Los autores vamos a intentar que estos artículos tengan un carácter muy práctico y, a la vez, que resulten amenos. Para ello, procuraremos ser breves en el discurso y prácticos en las propuestas y sugerencias. De vez en cuando, intercalaremos algunas anécdotas que hagan más cercana y amable la exposición. Quizás los primeros artículos que tienen un enfoque más histórico no responsan exactamente a estos criterios, pero pronto se retomará la línea anunciada.
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Índice de artículos
1. Influjo de la familia en la expansión del cristianismo en los primeros siglos: parte 1.
2. Influjo de la familia en la expansión del cristianismo en los primeros siglos: parte 2.
3. Crisis actual en la transmisión de la fe
4. ¿Cómo remontar la crisis de la familia?
5. La oración en familia: un método infalible.
5. ¿Qué se entiende por Catequesis Familiar? (1 artículo).
6. El niño como ser religioso y capaz de Dios (1 artículo).
7. Lo más importante: el testimonio y el ejemplo de los padres cristianos (1 artículo).
8. Las «redes de apoyo» a la catequesis familiar:
a) La Parroquia (1 artículo)
b) El Colegio de ideario católico (1 artículo)
c) Los Grupos de Orientación Familiar (1 artículo)
9. Los niños y la Palabra de Dios (1 artículo).
10. La iniciación de los niños a la oración (1 artículo).
11. La oración en familia (1 artículo).
12. La iniciación litúrgica: los signos, los gestos, el canto y el silencio (1 artículo).
13. El templo, casa de Dios
14. La celebración de las fiestas cristianas (1 artículo).
15. La iniciación en los Sacramentos: el Bautismo y la Confirmación (1 artículo).
16. La iniciación en la Eucaristía (1 artículo).
17. La edad de la Primera Confesión y de la Primera Comunión (1 artículo).
18. La Misa dominical en familia (1 artículo).
19. ¿Misas para niños? (1 artículo).
20. La iniciación moral del niño. El sentido del bien y del mal.
21. Algunas virtudes básicas en la infancia.
22. La Virgen María en la vida del niño.
23. La educación de la afectividad y de la sexualidad.
24. Algunos temas difíciles: El sufrimiento de los niños y la muerte. El demonio y el infierno. El Cielo y quiénes van a él.
25. A modo de epílogo.
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por Catequesis en Familia | 28 Sep, 2015 | La Biblia
Mateo 11, 25-30. Día 15 de octubre. Fiesta de santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia. Recorramos los caminos de la vida de la mano de santa Teresa. Sus huellas nos conducen siempre a Jesús.
En esa oportunidad, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Eclesiástico, Eclo 15, 1-6
Salmo: Sal (89)88, 2-9.16-19
Oración introductoria
Señor, creo, confío y te amo sobre todas las cosas. Me acerco a Ti en esta oración para reanimar la fe, para recibir la energía espiritual que mueva mi corazón y que me mantenga en vigilante espera.
Petición
Dios mío, concédeme vivir alerta, de cara a la eternidad, con mi alma limpia, lista para el encuentro definitivo contigo.
Meditación del Santo Padre Francisco
A Monseñor Jesús García Burillo, Obispo de Ávila.
Querido Hermano:
El 28 de marzo de 1515 nació en Ávila una niña que con el tiempo sería conocida como santa Teresa de Jesús. Al acercarse el quinto centenario de su nacimiento, vuelvo la mirada a esa ciudad para dar gracias a Dios por el don de esta gran mujer y animar a los fieles de la querida diócesis abulense y a todos los españoles a conocer la historia de esa insigne fundadora, así como a leer sus libros, que, junto con sus hijas en los numerosos Carmelos esparcidos por el mundo, nos siguen diciendo quién y cómo fue la Madre Teresa y qué puede enseñarnos a los hombres y mujeres de hoy.
En la escuela de la santa andariega aprendemos a ser peregrinos. La imagen del camino puede sintetizar muy bien la lección de su vida y de su obra. Ella entendió su vida como camino de perfección por el que Dios conduce al hombre, morada tras morada, hasta Él y, al mismo tiempo, lo pone en marcha hacia los hombres. ¿Por qué caminos quiere llevarnos el Señor tras las huellas y de la mano de santa Teresa? Quisiera recordar cuatro que me hacen mucho bien: el camino de la alegría, de la oración, de la fraternidad y del propio tiempo.
Teresa de Jesús invita a sus monjas a «andar alegres sirviendo» (Camino 18,5). La verdadera santidad es alegría, porque «un santo triste es un triste santo». Los santos, antes que héroes esforzados, son fruto de la gracia de Dios a los hombres. Cada santo nos manifiesta un rasgo del multiforme rostro de Dios. En santa Teresa contemplamos al Dios que, siendo «soberana Majestad, eterna Sabiduría» (Poesía 2), se revela cercano y compañero, que tiene sus delicias en conversar con los hombres: Dios se alegra con nosotros. Y, de sentir su amor, le nacía a la Santa una alegría contagiosa que no podía disimular y que transmitía a su alrededor. Esta alegría es un camino que hay que andar toda la vida. No es instantánea, superficial, bullanguera. Hay que procurarla ya «a los principios» (Vida 13,1). Expresa el gozo interior del alma, es humilde y «modesta» (cf. Fundaciones 12,1). No se alcanza por el atajo fácil que evita la renuncia, el sufrimiento o la cruz, sino que se encuentra padeciendo trabajos y dolores (cf. Vida 6,2; 30,8), mirando al Crucificado y buscando al Resucitado (cf. Camino 26,4). De ahí que la alegría de santa Teresa no sea egoísta ni autorreferencial. Como la del cielo, consiste en «alegrarse que se alegren todos» (Camino 30,5), poniéndose al servicio de los demás con amor desinteresado. Al igual que a uno de sus monasterios en dificultades, la Santa nos dice también hoy a nosotros, especialmente a los jóvenes: «¡No dejen de andar alegres!» (Carta 284,4). ¡El Evangelio no es una bolsa de plomo que se arrastra pesadamente, sino una fuente de gozo que llena de Dios el corazón y lo impulsa a servir a los hermanos!
La Santa transitó también el camino de la oración, que definió bellamente como un «tratar de amistad estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8,5). Cuando los tiempos son «recios», son necesarios «amigos fuertes de Dios» para sostener a los flojos (Vida 15,5). Rezar no es una forma de huir, tampoco de meterse en una burbuja, ni de aislarse, sino de avanzar en una amistad que tanto más crece cuanto más se trata al Señor, «amigo verdadero» y «compañero» fiel de viaje, con quien «todo se puede sufrir», pues siempre «ayuda, da esfuerzo y nunca falta» (Vida 22,6). Para orar «no está la cosa en pensar mucho sino en amar mucho» (Moradas IV,1,7), en volver los ojos para mirar a quien no deja de mirarnos amorosamente y sufrirnos pacientemente (cf. Camino 26,3-4). Por muchos caminos puede Dios conducir las almas hacia sí, pero la oración es el «camino seguro» (Camino 21,5). Dejarla es perderse (cf. Vida 19,6). Estos consejos de la Santa son de perenne actualidad. ¡Vayan adelante, pues, por el camino de la oración, con determinación, sin detenerse, hasta el fin! Esto vale singularmente para todos los miembros de la vida consagrada. En una cultura de lo provisorio, vivan la fidelidad del «para siempre, siempre, siempre» (Vida 1,5); en un mundo sin esperanza, muestren la fecundidad de un «corazón enamorado» (Poesía 5); y en una sociedad con tantos ídolos, sean testigos de que «sólo Dios basta» (Poesía 9).
Este camino no podemos hacerlo solos, sino juntos. Para la santa reformadora la senda de la oración discurre por la vía de la fraternidad en el seno de la Iglesia madre. Ésta fue su respuesta providencial, nacida de la inspiración divina y de su intuición femenina, a los problemas de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo: fundar pequeñas comunidades de mujeres que, a imitación del «colegio apostólico», siguieran a Cristo viviendo sencillamente el Evangelio y sosteniendo a toda la Iglesia con una vida hecha plegaria. «Para esto os juntó Él aquí, hermanas» (Camino 2,5) y tal fue la promesa: «que Cristo andaría con nosotras» (Vida 32,11). ¡Qué linda definición de la fraternidad en la Iglesia: andar juntos con Cristo como hermanos! Para ello no recomienda Teresa de Jesús muchas cosas, simplemente tres: amarse mucho unos a otros, desasirse de todo y verdadera humildad, que «aunque la digo a la postre es la base principal y las abraza todas» (Camino 4,4). ¡Cómo desearía, en estos tiempos, unas comunidades cristianas más fraternas donde se haga este camino: andar en la verdad de la humildad que nos libera de nosotros mismos para amar más y mejor a los demás, especialmente a los más pobres! ¡Nada hay más hermoso que vivir y morir como hijos de esta Iglesia madre!
Precisamente porque es madre de puertas abiertas, la Iglesia siempre está en camino hacia los hombres para llevarles aquel «agua viva» (cf. Jn 4,10) que riega el huerto de su corazón sediento. La santa escritora y maestra de oración fue al mismo tiempo fundadora y misionera por los caminos de España. Su experiencia mística no la separó del mundo ni de las preocupaciones de la gente. Al contrario, le dio nuevo impulso y coraje para la acción y los deberes de cada día, porque también «entre los pucheros anda el Señor» (Fundaciones 5,8). Ella vivió las dificultades de su tiempo –tan complicado– sin ceder a la tentación del lamento amargo, sino más bien aceptándolas en la fe como una oportunidad para dar un paso más en el camino. Y es que, «para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo» (Fundaciones 4,6). Hoy Teresa nos dice: Reza más para comprender bien lo que pasa a tu alrededor y así actuar mejor. La oración vence el pesimismo y genera buenas iniciativas (cf. Moradas VII,4,6). ¡Éste es el realismo teresiano, que exige obras en lugar de emociones, y amor en vez de ensueños, el realismo del amor humilde frente a un ascetismo afanoso! Algunas veces la Santa abrevia sus sabrosas cartas diciendo: «Estamos de camino» (Carta 469,7.9), como expresión de la urgencia por continuar hasta el fin con la tarea comenzada. Cuando arde el mundo, no se puede perder el tiempo en negocios de poca importancia. ¡Ojalá contagie a todos esta santa prisa por salir a recorrer los caminos de nuestro propio tiempo, con el Evangelio en la mano y el Espíritu en el corazón!
«¡Ya es tiempo de caminar!» (Ana de San Bartolomé, Últimas acciones de la vida de santa Teresa). Estas palabras de santa Teresa de Ávila a punto de morir son la síntesis de su vida y se convierten para nosotros, especialmente para la familia carmelitana, sus paisanos abulenses y todos los españoles, en una preciosa herencia a conservar y enriquecer.
Querido Hermano, con mi saludo cordial, a todos les digo: ¡Ya es tiempo de caminar, andando por los caminos de la alegría, de la oración, de la fraternidad, del tiempo vivido como gracia! Recorramos los caminos de la vida de la mano de santa Teresa. Sus huellas nos conducen siempre a Jesús.
Les pido, por favor, que recen por mí, pues lo necesito. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente,
Francisco
Mensaje del Santo Padre Francisco al obispo de Ávila
con motivo de la apertura del Año Jubilar Teresiano
Vaticano, 15 de octubre de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
A lo largo de las catequesis que he querido dedicar a los Padres de la Iglesia y a grandes figuras de teólogos y de mujeres del Medievo me detuve también a hablar de algunos santos y santas que fueron proclamados doctores de la Iglesia por su eminente doctrina. Hoy quiero iniciar una breve serie de encuentros para completar la presentación de los doctores de la Iglesia. Y comienzo con una santa que representa una de las cimas de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Ávila (de Jesús).
Nace en Ávila, España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: su nacimiento de «padres virtuosos y temerosos de Dios», en el seno de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Todavía niña, cuando tiene menos de nueve años, lee las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del martirio, hasta el punto de que improvisa una breve huida de casa para morir mártir y subir al cielo (cf. Vida 1, 5); «quiero ver a Dios» dice la pequeña a sus padres. Algunos años más tarde, Teresa hablará de sus lecturas de la infancia y afirmará que en ellas descubrió la verdad, que resume en dos principios fundamentales: por un lado «el hecho de que todo lo que pertenece al mundo de aquí, pasa»; y, por otro, que sólo Dios es «para siempre, siempre, siempre», tema que se reitera en la famosísima poesía «Nada te turbe / nada te espante; / todo se pasa. / Dios no se muda; / la paciencia todo lo alcanza; / quien a Dios tiene / nada le falta / ¡Sólo Dios basta!». Al quedar huérfana de madre a los 12 años, pide a la santísima Virgen que le haga de madre (cf. Vida 1, 7).
Aunque en la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las distracciones de una vida mundana, la experiencia como alumna de las religiosas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de la espiritualidad franciscana, le enseñan el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años, entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, también en Ávila; en la vida religiosa toma el nombre de Teresa de Jesús. Tres años después, enferma gravemente; tanto que permanece cuatro días en coma, aparentemente muerta (cf. Vida 5, 9). Incluso en la lucha contra sus enfermedades la santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios: «Deseaba vivir —escribe—, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a sí y yo dejádole» (Vida 8, 2). En 1543 pierde la cercanía de sus familiares: su padre muere y todos sus hermanos emigran, uno tras otro, a América. En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa alcanza la cima de la lucha contra sus debilidades. El descubrimiento fortuito de la estatua de «un Cristo muy llagado» (Vida 9, 1) marca profundamente su vida. La santa, que en aquel período encuentra profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones, describe así el día decisivo de su experiencia mística: «Acaecíame… venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en él» (Vida 10, 1).
Paralelamente a la maduración de su interioridad, la santa comienza a desarrollar concretamente el ideal de reforma de la Orden carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del obispo de la ciudad, don Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la aprobación del superior general de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En los años sucesivos prosigue las fundaciones de nuevos Carmelos, en total diecisiete. Es fundamental el encuentro con san Juan de la Cruz, con quien, en 1568, constituye en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de Carmelitas Descalzos. En 1580 obtiene de Roma la erección como provincia autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden religiosa de los Carmelitas Descalzos. La vida terrena de Teresa termina precisamente mientras está comprometida en la actividad de fundación. En efecto, en 1582, después de haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras se encuentra camino de regreso a Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones: «Al final, muero como hija de la Iglesia» y «Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos». Una existencia consumida dentro de España, pero entregada por toda la Iglesia. Beatificada en 1614 por el Papa Pablo V y canonizada por Gregorio xv en 1622, el siervo de Dios Pablo vi la proclama «doctora de la Iglesia» en 1970.
Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre sacó provecho de las enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora, siempre se atuvo a lo que personalmente había vivido o había visto en la experiencia de otros (cf. Prólogo al Camino de perfección), es decir, a la experiencia. Teresa teje relaciones de amistad espiritual con numerosos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Agustín. Entre sus principales obras hay que recordar ante todo la autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el itinerario biográfico y espiritual, escrito, como afirma la propia Teresa, para someter su alma al discernimiento del «Maestro de los espirituales», san Juan de Ávila. El objetivo es poner de relieve la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la obra refiere a menudo su diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la santa no sólo cuenta, sino que muestra que revive la experiencia profunda de su relación con Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino de perfección, que ella llama Avisos y consejos que da Teresa de Jesús a sus hermanas. Las destinatarias son las doce novicias del Carmelo de san José en Ávila. Teresa les propone un intenso programa de vida contemplativa al servicio de la Iglesia, cuya base son las virtudes evangélicas y la oración. Entre los pasajes más preciosos está el comentario al Padre nuestro, modelo de oración. La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se refiere a la estructura de un castillo con siete moradas, como imagen de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los cantares, por el símbolo final de los «dos esposos», que le permite describir, en la séptima morada, el culmen de la vida cristiana en sus cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su actividad de fundadora de los Carmelos reformados Teresa dedica el Libro de las fundaciones, escrito entre 1573 y 1582, en el cual habla de la vida del grupo religioso naciente. Como en la autobiografía, la narración trata de poner de relieve sobre todo la acción de Dios en la obra de fundación de los nuevos monasterios.
No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y articulada espiritualidad teresiana. Quiero mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza evangélica, y esto nos atañe a todos; el amor mutuo como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, amabilidad, alegría, cultura. En segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los cantares y con el apóstol san Pablo, además del Cristo de la Pasión y del Jesús eucarístico.
Asimismo, la santa subraya cuán esencial es la oración; rezar, dice, significa «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5). La idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como «amicitia quaedam hominis ad Deum», un tipo de amistad del hombre con Dios, que fue el primero en ofrecer su amistad al hombre; la iniciativa viene de Dios (cf. Summa Theologiae ii-ii, 23, 1). La oración es vida y se desarrolla gradualmente a la vez que crece la vida cristiana: comienza con la oración vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento, hasta alcanzar la unión de amor con Cristo y con la santísima Trinidad. Obviamente no se trata de un desarrollo en el cual subir a los escalones más altos signifique dejar el precedente tipo de oración, sino que es más bien una profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más que una pedagogía de la oración, la de Teresa es una verdadera «mistagogia»: al lector de sus obras le enseña a orar rezando ella misma con él; en efecto, con frecuencia interrumpe el relato o la exposición para prorrumpir en una oración.
Otro tema importante para la santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con él por gracia, por amor y por imitación. De aquí la importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor incondicional a la Iglesia: manifiesta un vivo «sensus Ecclesiae» frente a los episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden carmelita con la intención de servir y defender mejor a la «santa Iglesia católica romana», y está dispuesta a dar la vida por ella (cf. Vida 33, 5).
Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quiero subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La santa tiene una idea muy clara de la «plenitud» de Cristo, que el cristiano revive. Al final del recorrido del Castillo interior, en la última «morada» Teresa describe esa plenitud, realizada en la inhabitación de la Trinidad, en la unión con Cristo a través del misterio de su humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todos los tiempos. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseña a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción; nos enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en lo más hondo de nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscar a Dios, de estar en diálogo con él y de ser sus amigos. Esta es la amistad que todos necesitamos y que debemos buscar de nuevo, día tras día. Que el ejemplo de esta santa, profundamente contemplativa y eficazmente activa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura hacia Dios, a este camino para buscar a Dios, para verlo, para encontrar su amistad y así la verdadera vida; porque realmente muchos de nosotros deberían decir: «no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida». Por esto, el tiempo de la oración no es tiempo perdido; es tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente a él, a su Iglesia, y una caridad concreta para con nuestros hermanos. Gracias.
Santo Padre emérito Benedicto XVI: Catequesis sobre santa Teresa de Jesús
Audiencia General del miércoles, 2 de febrero de 2011
Propósito
Vivir responsablemente este día, aprovechando el tiempo como así lo hizo nuestra querida santa Teresa de Jesús.
Diálogo con Cristo
Sean pocos o muchos los años que me quedan de vida, necesito estar listo para lo que la Providencia permita. Jesús, Tú conoces todas mis acciones, mis pensamientos y guías siempre mi camino, por eso te doy gracias; pero también conoces mis temores y mi fragilidad, por eso te pido la fortaleza y la sabiduría que necesito para sentir la urgencia de trabajar por tu Iglesia.
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