Evangelio del día: Jesús nos enseña a orar

Evangelio del día: Jesús nos enseña a orar

Mateo 6, 7-15. Jueves de la 11.ª semana del Tiempo Ordinario. La oración cristiana se configura como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:  «Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan. Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal. Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 11, 1-11

Salmo: Sal 111(110)

Oración introductoria

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, ven a esta oración para que sea el medio para crecer en el amor que perdona, libra del mal y de la tentación.

Petición

Ayúdame a hacer verdadera oración, Señor.

Meditación del Santo Padre Francisco

No hay necesidad de emplear tantas palabras para rezar: el Señor sabe lo que queremos decirle. Lo importante es que la primera palabra de nuestra oración sea «Padre». Es el consejo de Jesús a los apóstoles. Y así lo relanzó el Papa Francisco el 20 de junio, por la mañana, durante la misa presidida en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.

El Pontífice repitió las recomendaciones de Jesús cuando enseñó el Padrenuestro a los apóstoles, según el relato del evangelista Mateo (6, 7-15). Para rezar, según dijo el Papa, no hay necesidad de hacer ruido ni creer que es mejor derrochar muchas palabras. No podemos confiarnos al ruido, al alboroto de la mundanidad, que Jesús identifica con «tocar la tromba» o «hacerse ver el día de ayuno». Para rezar —repitió— no es necesario el ruido de la vanidad: Jesús dijo que esto es un comportamiento propio de los paganos. El Santo Padre fue más allá, afirmando que la oración no se ha de considerar como una fórmula mágica: «La oración no es algo mágico; no se hace magia con la oración»; «esto es pagano».

Entonces, ¿cómo se debe orar? Jesús nos lo enseñó: «Dice que el Padre que está en el Cielo “sabe lo que necesitáis, antes incluso de que se lo pidáis”». Por lo tanto, la primera palabra debe ser «“Padre”. Esta es la clave de la oración. Sin decir, sin sentir, esta palabra no se puede rezar», explicó el Obispo de Roma. Y se preguntó: «¿A quién rezo? ¿Al Dios omnipotente? Está demasiado lejos. Esto yo no lo siento, Jesús tampoco lo sentía. ¿A quién rezo? ¿Al Dios cósmico? Un poco común en estos días, ¿no? Rezar al Dios cósmico. Esta modalidad politeísta llega con una cultura superficial». Es necesario, en cambio, «orar al Padre», a Aquél que nos ha generado. Pero no sólo: es necesario rezar al Padre «nuestro», es decir, no al Padre de un «todos» genérico o demasiado anónimo, sino a Aquél «que te ha generado, que te ha dado la vida, a ti, a mí», como persona individual, explicó el Pontífice. Es el Padre «que te acompaña en tu camino», quien «conoce toda tu vida, toda».

Para profundizar en el sentido de la palabra «Padre», el Pontífice volvió a proponer la actitud confiada con la que Isaac —«este muchacho de veintidós años no era un tonto», subrayó— se dirige a su padre cuando se da cuenta de que no estaba el cordero para sacrificar y sospecha que él mismo era la víctima sacrificial: «Debía hacer la pregunta, y la Biblia nos dice que dijo: “Padre, falta el cordero”. Pero se fio de quien estaba a junto a él. Era su padre. Su preocupación: “¿tal vez soy la oveja?”, la arrojó en el corazón de su padre». Es lo que sucede también en la parábola del hijo que despilfarra la herencia «pero luego regresa a casa y dice: «Padre, he pecado». Es la clave de toda oración: sentirse amados por un padre»; y nosotros tenemos «un Padre, muy cercano, que nos abraza» y a quien podemos confiarle todas nuestras preocupaciones porque «Él sabe lo que necesitamos».

Pero, ¿es «un padre solamente mío?» —se preguntó una vez más el Pontífice—. Y respondió: «No, es el Padre nuestro, porque yo no soy hijo único. Ninguno de nosotros lo es. Y si no puedo ser hermano, difícilmente puedo llegar a ser hijo de este Padre, porque es un Padre, con certeza, mío, pero también de los demás, de mis hermanos». Por ello —observó— se deduce que «si yo no estoy en paz con mis hermanos, no puedo decirle Padre a Él. Y así se explica lo que dice inmediatamente Jesús, después de enseñarnos el Padrenuestro: “Si vosotros perdonáis las culpas a los demás, vuestro Padre que está en los cielos os perdonará también a vosotros; pero si vosotros no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas».

Santo Padre Francisco: Orar a Nuestro Padre

Meditación del jueves, 20 de junio de 2013

Meditación (extracto de la Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana)

VII. «Yo soy el camino»

29. Todo fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino al Padre, que Jesucristo ha proclamado que es Él mismo. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía, a través de Cristo, al Padre.

30. En todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto sin «sentir» nada de Dios a pesar de todos sus esfuerzos. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la «noche oscura» mística. De todas maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que, aunque podrá darle la impresión de una cierta «artificiosidad», se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva.

En esos momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca realmente quien hace oración: si busca a Dios, que, en su infinita libertad, siempre lo supera, o si se busca sólo a sí mismo, sin lograr ir más allá de las propias «experiencias», ya le parezcan experiencias positivas de unión con Dios, ya le parezcan negativas de «vacío» místico.

31. La caridad de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad de la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica: es más, debemos tener siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien la caridad divina ha llegado por nosotros a tal punto sobre la cruz, que también Él ha asumido para sí la condición de abandonado por el Padre (cf. Mc 15, 34). Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera con que quiere hacernos partícipes de su amor. Pero no debemos intentar jamás, en modo alguno, ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios, ni siquiera cuando, por la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros corazones, se nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor divino y nos sentimos como atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del Señor.

Cuanto más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en ella la reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la palabra de san Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo»[36], o bien la palabra, para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella a quien Dios ha gratificado con la mayor y más alta familiaridad: «Ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava» (Lc 1, 48).

Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana

Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 15 de octubre de 1989, fiesta de Santa Teresa de Jesús.

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

¿QUÉ ES LA ORACIÓN?

«Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrit C, 25r: Manuscrists autohiographiques [Paris 1992] p. 389-390).

La oración como don de Dios

2559 “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes”(San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide orthodoxa 3, 24]). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (San Agustín, Sermo 56, 6, 9).

2560 “Si conocieras el don de Dios”(Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (San Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus 64, 4).

2561 “Tú le habrías rogado a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10). Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas” (Jr 2, 13), respuesta de fe a la promesa gratuita de salvación (cf Jn 7, 37-39; Is 12, 3; 51, 1), respuesta de amor a la sed del Hijo único (cf Jn 19, 28; Za 12, 10; 13, 1).

La oración como Alianza

2562 ¿De dónde viene la oración del hombre? Cualquiera que sea el lenguaje de la oración (gestos y palabras), el que ora es todo el hombre. Sin embargo, para designar el lugar de donde brota la oración, las sagradas Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón (más de mil veces). Es el corazón el que ora. Si este está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana.

2563 El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo “me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza.

2564 La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre.

La oración como comunión

2565 En la nueva Alianza, la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. La gracia del Reino es “la unión de la Santísima Trinidad toda entera con el espíritu todo entero” (San Gregorio Nacianceno, Oratio 16, 9). Así, la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él. Esta comunión de vida es posible siempre porque, mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un mismo ser con Cristo (cf Rm 6, 5). La oración es cristiana en tanto en cuanto es comunión con Cristo y se extiende por la Iglesia que es su Cuerpo. Sus dimensiones son las del Amor de Cristo (cf Ef 3, 18-21).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Cuando se me presente una tentación para hacer o consentir el mal, rezaré de inmediato un padrenuestro.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, ¡Venga tu Reino! Ésta es la aspiración de mi vida, que tu Reino se establezca y se realice en este mundo, iniciando en mi propia persona. Por eso te doy gracias por esta oración, permite que sepa escucharte, sentirte y seguirte.

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Evangelio del día: Rectitud de intención

Evangelio del día: Rectitud de intención

Mateo 6, 1-6.16-18. Miércoles de la 11.ª semana del Tiempo Ordinario. La hipocresía en la Iglesia… ¡Cuánto mal nos hace a todos!

Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo. Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 9, 6-11

Salmo: Sal 112(111)

Oración introductoria

Señor, te imploro me ayudes a vivir una fe más auténtica, más firme, con una mayor pureza de intención, que busque crecer en el amor. Que tu gracia me guíe para aprovechar todos los medios espirituales que me ofreces a través de nuestra madre, la Iglesia.

Petición

Señor, dame la gracia de convertirme a Ti con todo mi corazón, recordando que polvo soy.

Meditación del Santo Padre Francisco

«Intelectuales sin talento, «eticistas» sin bondad, portadores de bellezas de museo»: éstas son las categorías de «hipócritas que tanto reprende Jesús». Las indicó el Papa Francisco en la misa del [día de hoy], por la mañana, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, deteniéndose en la hipocresía, que existe también en la Iglesia, y en el daño que produce. El Pontífice recordó que «el Señor en el Evangelio habla numerosas veces de la hipocresía» y «contra los hipócritas».

Existen «los hipócritas de la casuística: son los intelectuales de la casuística», que «no cuentan con la inteligencia de encontrar y explicar a Dios»; permanecen sólo en la «casuística: «hasta aquí se puede, hasta aquí no se puede»»; son «cristianos intelectuales sin talento». Otros, en cambio, son los de los preceptos, que llevan al pueblo de Dios por un camino sin salida —prosiguió—. Son «eticistas» sin bondad. No saben lo que es la bondad. Son «eticistas»: «se debe hacer esto, esto, esto…». «Llenan de preceptos», pero «sin bondad». Y se adornan con «mantos, con muchas cosas para aparentar ser majestuosos, perfectos»; sin embargo «no tienen sentido de la belleza. Llegan sólo a una belleza de museo».

«El Señor habla de otra clase de hipócritas, quienes se mueven en ámbito sacro». Este caso es el más grave —advirtió el Santo Padre—, porque roza el pecado contra el Espíritu Santo. «El Señor habla de ayuno, oración y limosna —dijo—: los tres pilares de la piedad cristiana, de la conversión interior que la Iglesia nos propone a todos en Cuaresma. Y en este camino están los hipócritas, que presumen al hacer ayuno, al dar limosna, al rezar. Pienso que cuando la hipocresía llega a ese punto, en la relación con Dios estamos bastante cerca del pecado contra el Espíritu Santo. Éstos no saben de belleza, no saben de amor, no saben de verdad; son pequeños, viles».

No todo está perdido. Una ayuda para emprender «el camino contrario» viene de lo que dice Pablo en su segunda carta a los Corintios (9, 6-11): «nos habla de largueza, de alegría —prosiguió el Santo Padre—. Todos hemos tenido la tentación de la hipocresía. Todos. Todos los cristianos. Pero todos tenemos también la gracia, la gracia que viene de Jesucristo, la gracia de la alegría, la gracia de la magnanimidad, de la largueza». Pues bien: si «el hipócrita no sabe lo que es la alegría, no sabe lo que es la largueza, no sabe lo que es la magnanimidad», Pablo nos indica un camino alternativo hecho precisamente «de alegría, largueza y magnanimidad».

No dudó el Papa Francisco en referirse «a la hipocresía en la Iglesia». «¡Cuánto mal nos hace a todos!» —exclamó—. Incluso porque «todos nosotros tenemos la posibilidad de convertirnos en hipócritas». Por ello invitó a pensar en Jesús, «que nos habla de rezar en lo secreto, perfumar la cabeza el día del ayuno y no tocar la tromba cuando hacemos una obra buena». En esto, en la oración —aseguró, citando la parábola de Jesús del Evangelio de Lucas (18, 9-14)—, «nos hará bien la imagen tan bella del publicano: «Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador». Y esta es la oración que nosotros debemos hacer todos los días, con la conciencia de que somos pecadores, con pecados concretos, no teóricos».

Santo Padre Francisco: Esos tipos de hipócritas

Meditación del miércoles, 19 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

LA CONCIENCIA MORAL

1776 “En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal […]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón […]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16).

I. El dictamen de la conciencia

1777 Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2, 14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.

1778 La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:

La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (Juan Enrique Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).

1779 Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:

«Retorna a tu conciencia, interrógala. […] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios» (San Agustín, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus 8, 9).

1780 La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad («sindéresis»), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio.

1781 La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios:

«Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3, 19-20).

1782 El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (DH 3)

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hacer un examen de conciencia y averiguar en qué momentos no tuve rectitud de intención.

Diálogo con Cristo

Qué difícil, Señor, es confiar plenamente en tu divina Providencia. Por naturaleza me gusta el aplauso y el reconocimiento de los demás; frecuentemente convierto mi oración en un pliego de peticiones, o lo que es peor, en reclamos. No me gusta renunciar a algo y sacrificarme. Gracias por tu paciencia y tu misericordia, con tu gracia podré vencer mis malas inclinaciones para poder cumplir así el mandamiento de tu amor.

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Evangelio del día: Amar a los enemigos

Evangelio del día: Amar a los enemigos

Mateo 5, 43-48. Martes de la 11.ª semana del Tiempo Ordinario. Amar a nuestros enemigos, a quienes nos persiguen y nos hacen sufrir, es difícil; ni siquiera es un «buen negocio», sin embargo es el camino indicado y recorrido por Jesús para nuestra salvación.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Ustedes han oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Pero yo les digo: ‘Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores’; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 8, 1-9

Salmo: Sal 145

Oración introductoria

Nadie es perfecto en este mundo, y sin embargo, Señor y Padre mío, hoy me llamas a la santidad. Dame tu gracia y presencia en esta oración para comprender y vivir el mandato de tu amor. Incrementa mi fe, mi esperanza y mi caridad. Te pido tu ayuda para cumplir en todo tu voluntad.

Petición

Jesús, aviva mi deseo, mi anhelo de alcanzar, con tu gracia, la santidad.

Meditación del Santo Padre Francisco

Amar a nuestros enemigos, a quienes nos persiguen y nos hacen sufrir, es difícil; ni siquiera es un «buen negocio». Sin embargo es el camino indicado y recorrido por Jesús para nuestra salvación. En su homilía del 18 de junio el Pontífice recordó que la liturgia propone estos días reflexionar sobre los paralelismos entre «la ley antigua y la ley nueva, la ley del monte Sinaí y la ley del monte de las Bienaventuranzas». Entrando en las lecturas —de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (8, 1-9) y del Evangelio de Mateo (5, 43-48)—, el Santo Padre se detuvo en la dificultad del amor a los enemigos, preguntándose cómo es posible perdonar: «También nosotros, todos nosotros, tenemos enemigos, todos. Algunos enemigos débiles, algunos fuertes. También nosotros muchas veces nos convertimos en enemigos de otros; no les queremos. Jesús nos dice que debemos amar a los enemigos».

«Jesús nos dice dos cosas —expresó el Papa afrontando la cuestión de cómo amar a los enemigos—: primero, mirar al Padre. Nuestro Padre es Dios: hace salir el sol sobre malos y buenos; hace llover sobre justos e injustos. Su amor es para todos. Y Jesús concluye con este consejo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»». Por lo tanto, la indicación de Jesús consiste en imitar al Padre en «la perfección del amor. Él perdona a sus enemigos. Hace todo por perdonarles. Pensemos en la ternura con la que Jesús recibe a Judas en el huerto de los Olivos», cuando entre los discípulos se pensaba en la venganza.

«Jesús nos pide amar a los enemigos -insistió-. ¿Cómo se puede hacer? Jesús nos dice: rezad, rezad por vuestros enemigos». La oración hace milagros; y esto vale no sólo cuando tenemos enemigos; sino también cuando percibimos alguna antipatía, «alguna pequeña enemistad».

Es cierto: «el amor a los enemigos nos empobrece, nos hace pobres, como Jesús, quien, cuando vino, se abajó hasta hacerse pobre». Tal vez no es un «buen negocio» —agregó el Pontífice—, o al menos no lo es según la lógica del mundo. Sin embargo «es el camino que recorrió Dios, el camino que recorrió Jesús» hasta conquistarnos la gracia que nos ha hecho ricos.

Santo Padre Francisco: El arte de amar a los enemigos

Meditación del martes, 18 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. El respeto de la persona humana

1929. La justicia social sólo puede ser conseguida sobre la base del respeto de la dignidad trascendente del hombre. La persona representa el fin último de la sociedad, que está ordenada al hombre:

«La defensa y la promoción de la dignidad humana nos han sido confiadas por el Creador, y […] de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia» (SRS 47).

1930 El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral (cf PT 65). Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas.

1931 El respeto a la persona humana supone respetar este principio: «Que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como “otro yo”, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente» (GS 27). Ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un “prójimo”, un hermano.

1932 El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

1933 Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf Mt 5, 43-44). La liberación en el espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Que mi programa de vida sea hacer la voluntad de Dios.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, quiero ser un reflejo de Ti. Dame la sabiduría y la fuerza de voluntad para perseverar en mi esfuerzo. El medio es claro, «amar», pero concretarlo en el día a día, es lo difícil. Concédeme saber aprovechar tus gracias y ser dócil a tu Espíritu Santo, así podré hacer el bien a todos los que me rodean, especialmente a mi familia.

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Evangelio del día: Ojo por ojo, diente por diente

Evangelio del día: Ojo por ojo, diente por diente

Mateo 5, 38-42. Lunes de la 11.ª semana del Tiempo Ordinario. El cristiano lo tiene todo: tiene la Salvación de Cristo; por eso debe ser magnánimo, generoso, manso…

Ustedes han oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 6, 1-10 

Salmo: Sal 98(97)

Oración introductoria

Señor, gracias por mostrarme tan claramente las actitudes que deben regular mis relaciones con los demás y, sobre todo, gracias por este nuevo día y por este momento de oración, oportunidad para crecer en mi amor y amistad contigo.

Petición

Señor, limpia mi corazón y pon un nuevo espíritu de bondad, semejante al tuyo.

Meditación del Santo Padre Francisco

«La nada es semilla de guerra, siempre; porque es semilla de egoísmo. El todo, lo grande, es Jesús». Sobre la correcta comprensión de este binomio se basa la mansedumbre y la magnanimidad que caracteriza al cristiano. Así lo aclaró el Papa Francisco el 17 de junio. Comentando las lecturas del día —de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (6, 1-10) y del Evangelio de Mateo (5, 38-42)— el Pontífice se centró en el significado de «un clásico» de las enseñanzas evangélicas, es decir, el sentido de lo que Jesús dice respecto de la bofetada recibida en la mejilla, cosa a la que el cristiano responde ofreciendo la otra mejilla. Algo —dijo el Papa— que va contra la lógica del mundo, según la cual a una ofensa se responde con una reacción igual y contraria. En cambio la ley de Jesús, su justicia, «es otra justicia, totalmente distinta a la del «ojo por ojo, diente por diente»».

El Santo Padre se refirió luego a la frase con la que Pablo concluye la página del pasaje leído durante la liturgia. Porque —explicó— «nos dice una palabra que tal vez nos ayudará a comprender el significado de la bofetada en la mejilla y otras cosas. Acaba, en efecto, diciendo esto: «Como gente que no tiene nada, y sin embargo, lo poseemos todo»». «Creo que es ésta —precisó— la clave de interpretación de esta palabra de Jesús, la clave para interpretar bien la justicia que Jesús nos pide, una justicia superior a la de los escribas y fariseos». ¿Cómo se resuelve la tensión entre la nada y el todo? El todo constituye la seguridad cristiana: «Nosotros estamos seguros de que lo poseemos todo, todo —insistió— con la salvación de Jesucristo. Y Pablo estaba convencido de ello hasta el punto de decir: Para mí lo que importa es Jesucristo, lo demás no interesa. En cambio para el espíritu del mundo el todo son las cosas: las riquezas, la vanidad, la importancia», y, al contrario, «la nada es Jesús».

Ello —prosiguió el Santo Padre— se expresa en el hecho de que si a un cristiano se le pide diez, «él debe dar cien», porque «para Él el todo es Jesucristo». Este es «el secreto de la magnanimidad cristiana, que va siempre con la mansedumbre. El cristiano es una persona que ensancha su corazón con esta magnanimidad. Tiene el todo, que es Jesucristo; las demás cosas son la nada. Son buenas, sirven, pero en el momento de la confrontación elige el todo» que es Jesús.

Seguir a Jesús —previno el Pontífice— «no es fácil, pero tampoco es difícil, porque en el camino del amor el Señor hace las cosas de modo tal que nosotros podemos seguir adelante. Y el Señor mismo nos ensancha el corazón». Cuando, en cambio, se tiende a seguir la nada, entonces «surgen los enfrentamientos en las familias, con los amigos, en la sociedad. También los enfrentamientos que terminan en la guerra», porque «la nada es semilla de guerra, siempre; porque es semilla de egoísmo», mientras que «el todo, lo grande, es Jesús». Que el Señor «ensanche nuestro corazón y nos haga humildes, mansos y magnánimos —rogó—, porque nosotros lo tenemos todo en Él».

Santo Padre Francisco: La nada y el todo

Homilía del lunes, 17 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Conversión y la sociedad

1886 La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones “materiales e instintivas” del ser del hombre “a las interiores y espirituales”(CA 36):

«La sociedad humana […] tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo» (PT 36).

1887 La inversión de los medios y de los fines (cf CA 41), lo que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que “hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino” (Pío XII, Mensaje radiofónico, 1 junio 1941).

1888 Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él (cfLG 36).

1889 Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían “acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava” (CA 25). Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: “Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará” (Lc 17, 33)

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Por amor a Dios, ser misericordioso y perdonar, a la primera, cualquier ofensa que reciba.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, dame la gracia para que el Reino de los cielos sea una realidad en mi vida al saber responder la agresión con la comprensión, que la preocupación por asegurar el bien económico no me lleve a la mezquindad y, sobre todo, que me convierta en un infatigable discípulo y misionero de tu amor, porque el mundo te necesita y yo debo llevarte al mundo.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Corpus Christi. Solemnidad del santísimo cuerpo y sangre de Cristo

Evangelio del día: Corpus Christi. Solemnidad del santísimo cuerpo y sangre de Cristo

Juan 6, 51-58. Corpus Christi. Solemnidad del santísimo cuerpo y sangre de Cristo. En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre de sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. 

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo». Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?». Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro del Deuteronomio, Dt 8, 2-3.14b-16a

Salmo: Sal 147

Segunda lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 10, 16-17

Oración introductoria

Señor, ayúdame a prepararme para poder tener este momento de oración. Permite que el meditar sobre tu Cuerpo y tu Sangre, que se me ofrece como fuente inagotable de gracia, me de la fuerza, la sabiduría, la confianza, para hacer tu voluntad hoy y siempre.

Petición

Jesucristo Eucaristía, aunque no soy digno, haz en mi tu morada.

Meditación del Santo Padre Francisco

«El Señor, tu Dios, … te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).

Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y durante cuarenta años guió por el desierto hacia la tierra prometida. El pueblo elegido, una vez establecido en la tierra, alcanzó cierta autonomía, un cierto bienestar, y corrió el riesgo de olvidar los tristes acontecimientos del pasado, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Así pues, las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino recorrido en el desierto, en el tiempo de la carestía y del desaliento. La invitación es volver a lo esencial, a la experiencia de la total dependencia de Dios, cuando la supervivencia estaba confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que «no sólo de pan vive el hombre, sino… de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).

Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro hambre, un hambre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná —como toda la experiencia del éxodo— contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta profunda hambre que hay en el hombre. Jesús nos da este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (cf. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el cual saciar nuestro cuerpo, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la esencia de este pan es el Amor.

En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre de sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.

Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.

Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer manjares gustosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma?

El Padre nos dice: «Te he alimentado con el maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es la tarea, recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.

Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante la cual el Señor se nos da a sí mismo. A Él nos dirigimos con confianza: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, a fin de que no permanezca prisionera en la selectividad egoísta y mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se hace «memorial» de tu gesto de amor redentor. Amén.

Santo Padre Francisco: Solemnidad del Corpus Christi

Homilía del jueves, 19 de junio de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.

Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.

En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.

En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).

Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.

Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: Solemnidad del Corpus Christi

Homilía del jueves, 7 de junio de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

VI. El banquete pascual

1382 La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros.

1383 El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la Eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto que el altar cristiano es el símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como la víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da. «¿Qué es, en efecto, el altar de Cristo sino la imagen del Cuerpo de Cristo?», dice san Ambrosio (De sacramentis 5,7), y en otro lugar: «El altar es imagen del Cuerpo (de Cristo), y el Cuerpo de Cristo está sobre el altar» (De sacramentis 4,7). La liturgia expresa esta unidad del sacrificio y de la comunión en numerosas oraciones. Así, la Iglesia de Roma ora en su anáfora:

«Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición» (Plegaria Eucarística I o Canon Romano 96; Misal Romano).

“Tomad y comed todos de él”: la comunión

1384 El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).

1385 Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

1386 Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8,8): «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». En la Liturgia de san Juan Crisóstomo, los fieles oran con el mismo espíritu:

«A tomar parte en tu cena sacramental invítame hoy, Hijo de Dios: no revelaré a tus enemigos el misterio, no te  te daré el beso de Judas; antes como el ladrón te reconozco y te suplico: ¡Acuérdate de mí, Señor, en tu reino!» (Liturgia Bizantina. Anaphora Iohannis Chrysostomi, Oración antes de la Comunión) 

1387 Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (cf CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

1388 Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones (cf CIC, cans. 916-917), comulguen cuando participan en la misa [Los fieles pueden recibir la Sagrada Eucaristía solamente dos veces el mismo día. Pontificia Comisión para la auténtica interpretación del Código de Derecho Canónico, Responsa ad proposita dubia 1]. «Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor» (SC 55).

1389 La Iglesia obliga a los fieles «a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia» (cf OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, s i es posible en tiempo pascual (cf CIC can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

1390 Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. «La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico» (Institución general del Misal Romano, 240). Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

Los frutos de la comunión

1391 La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: «Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: «Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57):

«Cuando en las fiestas [del Señor] los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva, se nos han dado las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María [de Magdala]: «¡Cristo ha resucitado!» He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo» (Fanqîth, Breviarium iuxta ritum Ecclesiae Antiochenae Syrorum,  v. 1).

1392 Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, «vivificada por el Espíritu Santo y vivificante» (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

1393 La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es «entregado por nosotros», y la Sangre que bebemos es «derramada por muchos para el perdón de los pecados». Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados:

«Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor (cf. 1 Co 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados . Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio» (San Ambrosio, De sacramentis 4, 28).

1394 Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (cf Concilio de Trento: DS 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él:

«Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestro propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo […] y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe, Contra gesta Fabiani 28, 17-19).

1395 Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia.

1396 La unidad del Cuerpo místico: La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (cf 1 Co 12,13). La Eucaristía realiza esta llamada: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10,16-17):

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis «Amén» [es decir, «sí», «es verdad»] a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero» (San Agustín, Sermo 272).

1397 La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40):

«Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. […] Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno […] de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co 27,4).

1398 La Eucaristía y la unidad de los cristianos. Ante la grandeza de esta misterio, san Agustín exclama: O sacramentum pietatis! O signum unitatis! O vinculum caritatis! («¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad!») (In Iohannis evangelium tractatus 26,13; cf SC 47). Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa de todos los que creen en Él.

1399 Las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica celebran la Eucaristía con gran amor. «Estas Iglesias, aunque separadas, [tienen] verdaderos sacramentos […] y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún más con nosotros con vínculo estrechísimo» (UR 15). Una cierta comunión in sacris, por tanto, en la Eucaristía, «no solamente es posible, sino que se aconseja…en circunstancias oportunas y aprobándolo la autoridad eclesiástica» (UR 15, cfCIC can. 844, §3).

1400 Las comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, separadas de la Iglesia católica, «sobre todo por defecto del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del misterio eucarístico» (UR 22). Por esto, para la Iglesia católica, la intercomunión eucarística con estas comunidades no es posible. Sin embargo, estas comunidades eclesiales «al conmemorar en la Santa Cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa» (UR 22).

1401 Si, a juicio del Ordinario, se presenta una necesidad grave, los ministros católicos pueden administrar los sacramentos (Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos) a cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica, pero que piden estos sacramentos con deseo y rectitud: en tal caso se precisa que profesen la fe católica respecto a estos sacramentos y estén bien dispuestos (cf CIC, can. 844, §4).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Ojalá que, a partir de ahora, vivamos con mayor conciencia, fe, amor y gratitud cada Santa Misa y acudamos con más frecuencia a visitar a Jesucristo en el Sagrario, con una profunda actitud de adoración y veneración. Y, si de verdad lo amamos, hagamos que nuestro amor a El se convierta en obras de caridad y de auténtica vida cristiana. Sólo así seremos un verdadero testimonio de Cristo ante el mundo.

Diálogo con Cristo

Jesús, gracias por quedarte en la Eucaristía, eres quien me reconforta cuando caigo en el camino, quien me ayuda a quitar los obstáculos y las asperezas que me quieren alejar del camino a la santidad. Ayúdame a nunca «acostumbrarme» a este milagro de amor.

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Evangelio del día: No juréis en modo alguno

Evangelio del día: No juréis en modo alguno

Mateo 5, 33-37. Sábado de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. ¿Cuál es nuestro lenguaje? ¿Hablamos con verdad, con amor, o hablamos un poco con el lenguaje social del ser corteses, incluso para decir cosas buenas, pero que no sentimos?

Ustedes han oído también que se dijo a los antepasados: «No jurarás falsamente, y cumplirás los juramentos hechos al Señor». Pero yo les digo que no juren de ningún modo: ni por el cielo, porque es el trono de Dios, ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la Ciudad del gran Rey. No jures tampoco por tu cabeza, porque no puedes convertir en blanco o negro uno solo de tus cabellos. Cuando ustedes digan «sí», que sea sí, y cuando digan «no», que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: 2 Cor 5, 14-21

Salmo: Sal 103(102) 

Oración introductoria

El Santo Padre Francisco nos dice: «Estar con Jesús exige salir de nosotros mismos, de un modo de vivir cansino y rutinario». Señor, en esta oración te pido tu gracia para salir de mí mismo y escucharte. Te he fallado, pero te adoro y confío en tu misericordia. Quiero estar contigo, así como Tú quieres estar conmigo.

Petición

Dame la gracia de dar siempre un testimonio coherente de mi fe.

Meditación del Santo Padre Francisco

Lo que parece un lenguaje persuasivo lleva más bien al error, a la mentira. Y, en el límite de la ironía, los que hoy se acercan a Jesús y parecen tan amables en el lenguaje, son los mismos que irán la noche del jueves, para llevarlo al Huerto de los Olivos, y el viernes lo llevarán a Pilato. En cambio, Jesús pide exactamente lo contrario a los que le siguen, un lenguaje de «sí, sí, no, no», una palabra de verdad y con amor.

Y la humildad que Jesús quiere que tengamos no tiene nada de esta adulación, con este estilo endulzado de avanzar. ¡Nada! La mansedumbre es simple, es como la de un niño. Y un niño no es hipócrita, porque no es corrupto. Cuando Jesús nos dice: «Sea vuestra palabra ¡Sí, sí! No, no! con alma de niños, dice lo contrario del hablar de estos».

Hay una cierta debilidad interior, estimulada por la vanidad, por la que nos gusta que digan cosas buenas sobre nosotros. Esto lo saben los corruptos y con este lenguaje tratan de debilitarnos.

Pensemos bien hoy: ¿Cuál es nuestro lenguaje? ¿Hablamos con verdad, con amor, o hablamos un poco con el lenguaje social del ser corteses, incluso para decir cosas buenas, pero que no sentimos? ¡Hermanos, que nuestro hablar sea evangélico! Luego, estos hipócritas que comienzan con la lisonja, la adulación, y todo esto, terminan buscando testigos falsos para acusar a los que habían halagado. Pidamos hoy al Señor que nuestra conversación sea el hablar de los sencillos, el hablar de un niño, el hablar de los hijos de Dios, hablar con verdad sobre el amor…

Santo Padre Francisco: Aprendamos el lenguaje de los niños

Homilía del martes, 4 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Ofensas a la verdad

2475 Los discípulos de Cristo se han “revestido del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24). “Desechando la mentira” (Ef 4, 25), deben “rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias” (1 P 2, 1).

2476 Falso testimonio y perjurio. Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio (cf Pr 19, 9). Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cf Pr 18, 5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces.

2477 El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto (cf CIC can. 220). Se hace culpable:

— de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo;

— de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran (cf Si 21, 28);

— de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.

2478 Para evitar el juicio temerario, cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo:

«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (San Ignacio de Loyola, Exercitia spiritualia, 22).

2479 La maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad.

2480 Debe proscribirse toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la amistad no justifica una doblez del lenguaje. La adulación es un pecado venial cuando sólo desea hacerse grato, evitar un mal, remediar una necesidad u obtener ventajas legítimas.

2481 “La vanagloria o jactancia constituye una falta contra la verdad. Lo mismo sucede con la ironía que trata de ridiculizar a uno caricaturizando de manera malévola tal o cual aspecto de su comportamiento.

2482 “La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (San Agustín, De mendacio, 4, 5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo […] porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44).

2483 La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor.

2484 La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad.

2485. La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad. La culpabilidad es mayor cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad.

2486 La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales.

2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia

Catecismo de la Iglesia Católica

Diálogo con Cristo

Jesucristo, ¡venga tu Reino! Ésta es la aspiración de mi existencia. Que tu Reino se establezca y se realice en mi persona. Me conoces mejor de lo que yo me conozco, por eso necesito que seas el Rey de mi vida y me digas quién soy yo y qué tengo que hacer para cumplir tu voluntad.

Propósito

Si hoy tengo un problema, pediré a Dios que me ayude, en vez de tratar de solucionar todo con mi propio esfuerzo.

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Evangelio del día: La verdadera grandeza

Evangelio del día: La verdadera grandeza

Mateo 5, 27-32. Viernes de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. Sin la humildad, sin la capacidad de reconocer públicamente los propios pecados y la propia fragilidad humana, no se puede alcanzar la salvación y tampoco pretender anunciar a Cristo o ser sus testigos.

Ustedes han oído que se dijo: «No cometerás adulterio». Pero yo les digo: El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena. Y si tu mano derecha es para ti una ocasión de pecado, córtala y arrójala lejos de ti; es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena. También se dijo: «El que se divorcia de su mujer, debe darle una declaración de divorcio»Pero yo les digo: El que se divorcia de su mujer, excepto en caso de unión ilegal, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una mujer abandonada por su marido, comete adulterio.

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Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 4, 7-15

Salmo: Sal 116(115)

Oración introductoria

Jesucristo, no dejes que me escandalice por la radicalidad de tu Palabra, que es la verdad. En este momento de oración quiero arrancar todo que pueda ser ocasión de distracción. Sé que el tesoro de la oración no es fácil y que Tú sólo se lo entregas a quien se esfuerza. Ayúdame a perseverar en mi lucha y a dialogar contigo sinceramente, de corazón a Corazón.

Petición

Señor, quiero escuchar en mi corazón lo que Tú me quieras decir hoy.

Meditación del Santo Padre Francisco

Sin la humildad, sin la capacidad de reconocer públicamente los propios pecados y la propia fragilidad humana, no se puede alcanzar la salvación y tampoco pretender anunciar a Cristo o ser sus testigos. Esto es válido también para los sacerdotes. Y los cristianos siempre deben recordar que la riqueza de la gracia, don de Dios, es un tesoro que se custodia en «vasijas de barro» a fin de que sea claro el poder extraordinario de Dios, del que nadie se puede adueñar «para el curriculum personal». El Papa Francisco invitó una vez más a reflexionar sobre el tema de la humildad cristiana en la misa del 14 de junio. Las lecturas del día —la segunda carta de san Pablo a los Corintios (4, 7-15) y el Evangelio de san Mateo (5, 27-32)— centraron la meditación del Papa, que relacionó la imagen de la «belleza de Jesús, de la fuerza de Jesús, de la salvación que nos trae Jesús», de la que habla el apóstol Pablo, con la de las «vasijas de barro» en las cuales se contiene el tesoro de la fe.

Los cristianos son como vasijas de barro porque son débiles, en cuanto pecadores. A pesar de ello —subrayó el Santo Padre— entre «nosotros, pobres vasijas de barro», y «el poder de Jesucristo salvador» tiene lugar un diálogo: el «diálogo de la salvación». Pero advirtió de que si este diálogo asume el tono de la autojustificación quiere decir que algo no funciona y no hay salvación.

Cada vez que Pablo «nos habla de su curriculum de servicio» —«hice esto, hice aquello, prediqué»— nos habla también de lo referido a sus debilidades, a sus pecados. La humildad del cristiano, como señaló el Pontífice, es la que sigue el camino indicado por el apóstol. Este modelo de humildad es válido también «para nosotros sacerdotes —advirtió—. Si nos gloriamos sólo de nuestro curriculum y nada más acabaremos equivocándonos. No podemos anunciar a Jesucristo salvador porque, en el fondo, no le escuchamos». «Debemos ser humildes —exhortó el Pontífice— pero con una humildad real»; es necesario reconocerse pecadores, concretamente.

«Hermanos —exhortó el Papa—, nosotros tenemos un tesoro: Jesucristo salvador, la cruz de Jesucristo, este tesoro del cual nos enorgullecemos», pero no nos olvidemos «de confesar también los pecados», porque sólo así «el diálogo es cristiano y católico, concreto. Porque la salvación de Jesucristo es concreta».

Santo Padre Francisco: La humildad concreta

Meditación del viernes, 14 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La misericordia y el pecado

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

1847 Dios, “que te ha creado sin ti,  no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).

Catecismo de la Iglesia Católica

Diálogo con Cristo

Jesucristo, quiero configurar todo mi ser al programa de vida que propone tu Palabra. Te prometo no escatimar esfuerzos por conocer las implicaciones morales del Evangelio para conformar con ellas todo mi obrar, y desterrar de mi vida todo lo que pueda ser un obstáculo para crecer en mi amor a Ti y a los demás.

Propósito

Adoptar la bondad en mis pensamientos y deseos, y negar la entrada a cualquier pensamiento que me pueda apartar de Cristo.

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Evangelio del día: el perdón de las ofensas

Evangelio del día: el perdón de las ofensas

Mateo 5, 20-26. Jueves de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. Para cuidar qué decimos a los demas, pidamos al Señor la gracia para ajustar nuestra vida a la ley de la mansedumbre, del amor y de la paz.

Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: «No matarás», y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.

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Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 3, 15; 4, 1.3-6

Salmo: Sal 85(84)

Oración introductoria

Señor, quiero tomar conciencia de la cercanía que Tú tienes conmigo, para que pueda valorar lo que Tú haces por mí. Señor, Tú me has perdonado muchas veces. Concédeme verlo y palparlo, para que, siguiendo tu ejemplo, mi corazón perdone y ame a los que me hieran de alguna forma.

Petición

Señor, que me dé cuenta de que soy un cristiano necesitado de tu gracia y de amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

El enfado y el insulto al hermano pueden matar. Fue la advertencia del Papa Francisco […] comentando el pasaje del evangelio de Mateo (5, 20-26), donde se narra que quien se enfada con el propio hermano será procesado. Y al aludir también a san Juan, quien, respecto a aquel que expresa resentimiento y odio hacia el hermano, en realidad, en su corazón, ya lo mata, el Papa puso de relieve la necesidad de entrar en la lógica del perfeccionamiento, es decir, «ajustar nuestra conducta». Evidentemente se refiere al tema de «desacreditar al hermano a partir de pasiones interiores nuestras. Y en concreto el insulto». El Pontífice hizo notar irónicamente cuánto se ha extendido «en la tradición latina» recurrir al insulto con «una creatividad maravillosa, porque vamos inventando uno tras otro».

Cuando Jesús pronunció las palabras que recoge el Evangelio del día —recordó el Pontífice, hablando en esta ocasión en su español, ante la presencia de un nutrido grupo de argentinos—, inicia con una frase: «la justicia de ustedes tiene que ser superior a la justicia que están viendo ahora, la de los escribas y fariseos». Por ello —añadió el Santo Padre— quien «entra en la vida cristiana, el que acepta seguir este camino, tiene exigencias superiores a las de los demás». Y aquí una puntualización: «No tiene ventajas superiores. ¡No! Exigencias superiores». Jesús menciona algunas de ellas, como «las exigencias de la convivencia», pero luego indica también «el tema de la relación negativa hacia los hermanos». Las palabras de Jesús —subrayó— no dejan vía de escape: «Ustedes han oído que se dijo en el pasado: no matarás. Y el que mata debe ser llevado al tribunal. Pero yo les digo que todo aquél que se enoja contra su hermano merece ser condenado, y todo aquel que lo insulta merece ser castigado por el tribunal». Respecto al insulto —indicó el Papa—, Jesús es aún más radical y «va mucho más allá». Porque dice que cuando ya «en tu corazón hay algo negativo» contra el hermano y se expresa «con un insulto, con una maldición o con enojo, hay algo que no funciona, y te tenés que convertir, tenés que cambiarlo».

El Papa Francisco pidió al Señor la gracia para todos de «cuidar un poquito más la lengua con lo que decimos de los demás». Sin duda es «una pequeña penitencia, pero da buenos frutos». E insistió en la necesidad de pedir al Señor la gracia de «ajustar nuestra vida a esta nueva ley, que es ley de la mansedumbre, ley del amor, ley de la paz».

Santo Padre Francisco: Cuando la lengua mata

Meditación del jueves, 13 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

V. «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

2838 Esta petición es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase, —“perdona nuestras ofensas”— podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es “para la remisión de los pecados”. Pero, según el segundo miembro de la frase, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: “como”.

«Perdona nuestras ofensas»…

2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

2840 Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.

2841 Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero “todo es posible para Dios” (Mt 19, 26).

… «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

2842 Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).

2843 Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 18, 23-35), acaba con esta frase: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano”. Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

2844 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, Cart. enc. DM 14).

2845 No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Rezar un Ave María por aquellas personas que nos han ofendido y pedir a Dios la gracia de perdonar de corazón.

Diálogo con Cristo

Jesús, Tú me conoces muy bien y sabes cuánto quiero agradarte, pero también conoces cuán débil soy y que tengo muchas caídas a pesar de mis luchas. Ayúdame, por eso, Señor, a esforzarme por agradarte más, sirviendo a los hombres, quienes son tus hijos y mis hermanos. Quiero practicar cada día más la caridad, virtud principal de tu corazón. Ayúdame como cristiano a ser faro del amor. Pues sólo así seré reconocido como discípulo tuyo.

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«Nada nos asemeja más a Dios que el estar siempre dispuestos a perdonar»

San Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mateo, 61

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Evangelio del día: Jesús ante la Ley antigua

Evangelio del día: Jesús ante la Ley antigua

Mateo 5, 17-19. Miércoles de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario. Jesucristo conduce la ley a la plenitud.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice. El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos».

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Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, 2 Cor 3, 4-11

Salmo: Sal 99(98)

Oración introductoria

Dios mío, me postro ante Ti en esta oración, quiero escucharte y ser dócil a tus inspiraciones, porque sólo Tú podrás dar plenitud a mi vida.

Petición

Señor, dame la gracia para que nunca contradiga tus mandamientos, concédeme ser un auténtico seguidor y testigo de tu amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

Son dos las tentaciones que se han de afrontar en este momento de la historia de la Iglesia: retroceder por ser temerosos de la libertad que viene de la ley «realizada en el Espíritu Santo» y ceder a un «progresismo adolescente», es decir, propenso a seguir los valores más fascinantes propuestos por la cultura dominante. El Papa Francisco habló de ello el 12 de junio en su homilía, comentando las lecturas —de la segunda carta de san Pablo a los Corintios (3, 4-11) y del Evangelio de san Mateo (5, 17-19)— al celebrar la misa en la Domus Sanctae Marthae. Se centró sobre todo en las explicaciones dadas por Jesús a quienes le acusaban de querer cambiar la ley de Moisés. Él los tranquiliza diciendo: «Yo no vengo a abolir la ley sino a darle pleno cumplimiento».

Esta ley «es sagrada —observó el Papa— porque conducía al pueblo a Dios». Por lo tanto, «no se puede tocar». Había quien decía que Jesús «cambiaba esta ley». Él, en cambio, buscaba hacer entender que se trataba de un camino que conduciría «al crecimiento», es más, a la «plena madurez de esa ley. Y decía: Yo vengo a dar cumplimiento. Así como el brote que “despunta” y nace la flor, así es la continuidad de la ley hacia su madurez. Y Jesús es la expresión de la madurez de la ley».

El Pontífice reafirmó luego el papel del Espíritu Santo en la transmisión de esta ley. En efecto, «Pablo dice que esta ley del Espíritu la tenemos por medio de Jesucristo, porque no somos capaces de pensar algo como procedente de nosotros; nuestra capacidad viene de Dios. Y la ley que Dios nos da es una ley madura, la ley del amor, porque hemos llegado a la última hora. El apóstol Juan dice a su comunidad: Hermanos, hemos llegado a la última hora. A la hora del cumplimiento de la ley. Es la ley del Espíritu, la que nos hace libres».

Sin embargo, se trata de una libertad que, en cierto sentido, nos da miedo. «Porque —precisó el Pontífice— se puede confundir con cualquier otra libertad humana». Y «la ley del Espíritu nos lleva por el camino del discernimiento continuo para hacer la voluntad de Dios»: también esto nos asusta.

Pero cuando nos asalta este miedo corremos el riesgo de sucumbir a dos tentaciones —advirtió el Santo Padre. La primera es la de «volver atrás porque no estamos seguros. Pero esto interrumpe el camino». Es «la tentación del miedo a la libertad, del miedo al Espíritu Santo: el Espíritu Santo nos da miedo». Pero «la seguridad plena está en el Espíritu Santo que te conduce hacia adelante, que te da confianza y, como dice Pablo, es más exigente: en efecto, Jesús dice que “antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley”. Por lo tanto es más exigente, incluso si no nos da la seguridad humana porque no podemos controlar al Espíritu Santo».

La segunda tentación es la que el Papa definió como «progresismo adolescente». No se trata de auténtico progreso: es una cultura que avanza, de la que no logramos desprendernos y de la cual tomamos las leyes y los valores que más nos gustan, como hacen precisamente los adolescentes. Al final, el riesgo que se corre es el de resbalar y salirse del camino. Según el Pontífice, se trata de una tentación recurrente en este momento histórico para la Iglesia. «No podemos retroceder —dijo el Papa— y deslizarnos fuera del camino». El camino a seguir es este: «La ley es plena, siempre en continuidad, sin cortes: como la semilla que acaba en la flor, en el fruto. El camino es el de la libertad en el Espíritu Santo, que nos hace libres, en el discernimiento continuo sobre la voluntad de Dios, para seguir adelante por este camino, sin retroceder» y sin resbalar. Y concluyó: «Pidamos el Espíritu Santo que nos da vida, que lleva hacia adelante, que lleva a la plena madurez esa ley que nos hace libres».

Santo Padre Francisco: Ese progresismo adolescente

Meditación del miércoles, 12 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

JESÚS E ISRAEL

574 Desde los comienzos del ministerio público de Jesús, fariseos y partidarios de Herodes, junto con sacerdotes y escribas, se pusieron de acuerdo para perderle (cf. Mc 3, 6). Por algunas de sus obras (expulsión de demonios, cf. Mt 12, 24; perdón de los pecados, cf. Mc 2, 7; curaciones en sábado, cf. Mc 3, 1-6; interpretación original de los preceptos de pureza de la Ley, cf. Mc 7, 14-23; familiaridad con los publicanos y los pecadores públicos, (cf. Mc 2, 14-17), Jesús apareció a algunos malintencionados sospechoso de posesión diabólica (cf. Mc 3, 22; Jn 8, 48; 10, 20). Se le acusa de blasfemo (cf. Mc 2, 7; Jn 5,18; 10, 33) y de falso profetismo (cf. Jn 7, 12; 7, 52), crímenes religiosos que la Ley castigaba con pena de muerte a pedradas (cf. Jn 8, 59; 10, 31).

575 Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un «signo de contradicción» (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia «los judíos» (cf. Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (cf. Jn 7, 48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (cf. Lc 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (cf. Lc7, 36; 14, 1). Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos (cf. Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración, cf. Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento de amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 28-34).

576 A los ojos de muchos en Israel, Jesús parece actuar contra las instituciones esenciales del Pueblo elegido:

– contra la sumisión a la Ley en la integridad de sus prescripciones escritas, y, para los fariseos, según la interpretación de la tradición oral.

– contra el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar santo donde Dios habita de una manera privilegiada.

– contra la fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede compartir.

I. Jesús y la Ley

577 Al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:

«No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una «i» o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5, 17-19).

578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, «quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos» (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).

579 Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una casuística «hipócrita» (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).

580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino «en el fondo del corazón» (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por «aportar fielmente el derecho» (Is 42, 3), se ha convertido en «la Alianza del pueblo» (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo «la maldición de la Ley» (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no «practican todos los preceptos de la Ley» (Ga 3, 10) porque «ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza» (Hb 9, 15).

581 Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un «rabbi» (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo» (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Mc 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Mc 7, 13).

582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido «pedagógico» (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: «Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro […] —así declaraba puros todos los alimentos— . Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Cumplir las leyes civiles. y los mandamientos de la Iglesia. Reflexionar en qué sentido me lleva a vivir más plenamente el amor su cumplimiento.

Diálogo con Cristo

Señor, erróneamente existe la tendencia de pensar que así como el agua y el aceite no se mezclan, tampoco lo hacen tus mandamientos y la felicidad. Por eso, con diligencia voy adormilando mi conciencia, y sutilmente hago a un lado todo lo que implique renuncia, esfuerzo, sacrificio. Gracias por recordarme que me ofreces tu gracia y amor para ser fiel siempre a tu ley, que tiene como fundamento el amor.

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Los mandamientos no limitan la felicidad sino que indican cómo encontrarla; escucharlos y ponerlos en práctica no significa alienarse, sino encontrar el auténtico camino de la libertad y del amor.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

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