El hombre en oración (II): El hombre es un ser religioso

El hombre en oración (II): El hombre es un ser religioso

Hoy quiero seguir reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia… Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres» (n. 2566). Podríamos decir —como mostré en la catequesis anterior— que, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.

El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios —afirma también el Catecismo— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: «Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre? [—¿Quién soy yo?—] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: El hombre en oración

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Santo Padre Francisco: catequesis sobre la Eucaristía

Santo Padre Francisco: catequesis sobre la Eucaristía

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que me impresiona siempre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.

Ante todo: ¿a quiénes hay que dar de comer? La respuesta la encontramos al inicio del pasaje evangélico: es la muchedumbre, la multitud. Jesús está en medio de la gente, la acoge, le habla, la atiende, le muestra la misericordia de Dios; en medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque Jesús habla y actúa de un modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien dona la esperanza que viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la gente, con alegría, bendice a Dios.

Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros buscamos seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.

Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos para que sacien ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: ante todo de la multitud, que, siguiendo a Jesús, está a la intemperie, lejos de lugares habitados, mientras se hace tarde; y después de la preocupación de los discípulos, que piden a Jesús que despida a la muchedumbre para que se dirija a los lugares vecinos a hallar alimento y cobijo (cf. Lc 9, 12). Ante la necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: que cada uno se ocupe de sí mismo; ¡despedir a la muchedumbre! ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los demás, despidiéndoles con un piadoso: «Que Dios te ayude», o con un no tan piadoso: «Buena suerte», y si no te veo más… Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Pero ¿cómo es posible que seamos nosotros quienes demos de comer a una multitud? «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente» (Lc 9, 13). Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, eleva los ojos al cielo, reza la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan (cf. Lc 9, 16). Es un momento de profunda comunión: la multitud saciada por la palabra del Señor se nutre ahora por su pan de vida. Y todos se saciaron, apunta el Evangelista (cf. Lc 9, 17).

Esta tarde, también nosotros estamos alrededor de la mesa del Señor, de la mesa del Sacrificio eucarístico, en la que Él nos dona de nuevo su Cuerpo, hace presente el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, alimentándonos de su Cuerpo y de su Sangre, como Él hace que pasemos de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Entonces todos deberíamos preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?

Un último elemento: ¿de dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: «Dadles vosotros…», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «solidaridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!

Esta tarde, de nuevo, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, Él se hace don. Y también nosotros experimentamos la «solidaridad de Dios» con el hombre, una solidaridad que jamás se agota, una solidaridad que no acaba de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos ralentizan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.

Así que preguntémonos esta tarde, al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mi, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?

Hermanos y hermanas: seguimiento, comunión, compartir. Oremos para que la participación en la Eucaristía nos provoque siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra existencia será verdaderamente fecunda. Amén.

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Homilía del Santo Padre Francisco

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Basílica de San Juan de Letrán

Jueves 30 de mayo de 2013

El Inmaculado Corazón de María

El Inmaculado Corazón de María

Aunque la concepción de Jesús se realizó por obra del Espíritu Santo, pasó por las fases de la gestación y el parto como la de todos los niños. Admirablemente el Corazón de María dio su sangre y su vida a Jesús Niño, pero la maternidad de María no se limitó al proceso biológico de la generación, sino que contribuyó al crecimiento y desarrollo de su hijo.

Siendo la educación una prolongación de la procreación, el Corazón de María educó el corazón de su Niño, y le enseñó a comer, a hablar, a rezar, a leer y a comportarse en sociedad. Ella es Theotokos porque engendró y dio a luz al Hijo de Dios, y porque lo acompañó en su crecimiento humano. Jesús es Dios, pero como hombre tenía necesidad de educadores, pues vino al mundo en una condición humana totalmente semejante a la nuestra, excepto en el pecado (Hb 4,15). Y como todo ser humano, el crecimiento de Jesús, requirió la acción educativa de sus padres.

El evangelio de san Lucas, particularmente atento al período de la infancia, narra que Jesús en Nazaret estaba sujeto a José y a María (Lc 2,51). Y «María guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).


María, la educadora

Los dones especiales de María, la hacían apta para desempeñar la misión de madre y educadora. En las circunstancias de cada día, Jesús podía encontrar en ella un modelo para imitar, y un ejemplo de amor a Dios y a los hermanos. José, como padre, cooperó con su esposa para que la casa de Nazaret fuera un ambiente favorable al crecimiento y a la maduración personal del Salvador. Enseñándole el oficio de carpintero, José insertó a Jesús en el mundo del trabajo y en la vida social.

María, junto con José, introdujo a Jesús en los ritos y prescripciones de Moisés, en la oración al Dios de la Alianza con el rezo de los salmos y en la historia del pueblo de Israel. De ella y de José aprendió Jesús a frecuentar la sinagoga y a realizar la peregrinación anual a Jerusalén por la Pascua. María encontró en la psicología humana de Jesús un terreno muy fértil. Ella garantizó las condiciones favorables para que se pudieran realizar los dinamismos y los valores esenciales del crecimiento del hijo.

María le dio una orientación siempre positiva, sin necesidad de corregir y sólo ayudar a Jesús a crecer «en sabiduría, en edad y en gracia» (Lc 2, 52) y a formarse para su misión. María y José son modelos de todos los educadores. Su experiencia educadora es un punto de referencia seguro para los padres cristianos, que están llamados, en condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al servicio del desarrollo integral de sus hijos, para que lleven una vida digna del hombre y que corresponda al proyecto de Dios (Juan Pablo II).

Aunque fue su madre quien introdujo a Jesús en la cultura y en las tradiciones del pueblo de Israel, será él quien le revele su plena conciencia de ser el Hijo de Dios, siguiendo la voluntad del Padre. De maestra de su Hijo, María se convirtió en su discípula. Jesús empleó los años más floridos de su vida, educando a su Madre en la fe. Lo trascendental que resulta y fecundo gastar largos años en la formación de un santo. Tres años de vida itinerante y treinta años de vida de familia.

La mejor discípula del Señor, fue formada por el mismo Señor, su Hijo. ¡Qué tierra más fértil la suya para recibir sus enseñanzas! Ella fue la única que dio el ciento por uno de cosecha. En realidad dijo toda verdad aquella mujer: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron! Más dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la practican» (Lc 11,27).


¿Culto al Corazón?

Según Santo Tomás, cuando damos culto al Corazón Inmaculado de María honramos a la persona misma de la Santísima Virgen.

«Proprie honor exhibetur toti rei subsistenti» (Sum Theol 3ª q 5 a.1). El honor y culto que se da un órgano del cuerpo se dirige a la persona. El amor al Corazón de Maria se dirige a la persona de la Virgen, significada en el Corazón.

Una persona puede recibir honor por distintos motivos, por su poder, autoridad, ciencia, o virtud. La Virgen es venerada en la fiesta de la Inmaculada, de la Visitación, de la Maternidad, o de la Asunción con cultos distintos, porque los motivos son distintos. El culto a su Corazón Inmaculado es distinto por el motivo, que es su amor.

Todas las culturas han visto simbolizado el amor en el corazón. En el de María, honramos la vida moral de la Virgen: Sus pensamientos y afectos, sus virtudes y méritos, su santidad y toda su grandeza y hermosura; su amor a Dios y a su Hijo Jesús y a los hombres, redimidos por su sangre. Al honrar al Corazón Inmaculado de María lo abarcamos todo, como templo de la Trinidad, remanso de paz, tierra de esperanza, cáliz de amargura, de pena, de dolor y de gozo.


El signo de los tiempos

En cada época histórica ha predominado una devoción. En el siglo I, la Theotokos, la Maternidad divina, como réplica a la herejía de Nestorio. En el siglo XIII, la devoción del Rosario. En el XIX, la Asunción y la Inmaculada. A mediados de ese mismo siglo se fue extendiendo la devoción al Inmaculado Corazón de María, adelantada ya por San Bernardino de Sena y San Juan de Ávila; y en el siglo XVII, San Juan Eudes.

San Antonio María Claret, fundó la Congregación de los Misioneros del Inmaculado Corazón de María Inmaculado de María en el XIX. Y en el siglo XX, alcanza su cenit con las apariciones de la Virgen en Fátima y la consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María.

En Fátima, la Virgen manifestó a los niños que Jesús quiere establecer en el mundo la devoción a su Inmaculado Corazón como medio para la salvación de muchas almas y para conservar o devolver la paz al mundo. La Beata Jacinta Marto, le dijo a Lucía: «Ya me falta poco para ir al cielo. Tú te quedarás aquí, para establecer la devoción al Corazón Inmaculado de Maria».

También se lo dirá después la Virgen. El año 1942, después de la consagración de varias diócesis en el mundo realizadas por sus respectivos obispos, Pío XII hizo la oficial de toda la Iglesia, con lo que la devoción al Inmaculado Corazón de María se vio confirmada y afianzada. Y después Pablo VI y, sobre todo, Juan Pablo II, que se declara milagro de María: «Santo Padre, le dijeron en Brasil: Agradecemos a Dios, sus trece años de pontificado». Y contestó, tres años de pontificado y diez de milagro.

El ha sido el Pontífice que ha acertado a cumplir plenamente el deseo de la Virgen, cuyos resultados se han visto con el derrumbamiento del marxismo y la conversión de Rusia.

Cuando en el siglo XVIII el mundo se enfriaba por el indiferentismo religioso de doctrinas ateas, se manifiesta Cristo a Santa Margarita María de Alacoque en Paray le Monial, y la constituye promotora del culto al Corazón de Jesús, y cuando en el siglo XX, el mundo se va a ver envuelto por amenazas de guerras, divisiones y odios, herencia nefasta del materialismo y del marxismo, pide la Virgen a los niños de Fátima, que difundan la devoción al Inmaculado Corazón de Maria.

Como remedio a los males actuales, la misma Virgen nos ofrece su Corazón Inmaculado, que es ternura y dulzura, pero también exigencia de oración, sacrificio, penitencia, generosidad y entrega. No basta el culto; hay que imitar sus virtudes.


El Corazón

El corazón desarrolla una sinergia, un lazo invisible, pero de irresistible fortaleza, que nos une con Dios, con los hombres y con las criaturas.

El Corazón de María, expresa el corazón físico que latía en el pecho de María, que entregó la sangre más pura para formar la Humanidad de Cristo, y en el que resonaron todos los dolores y alegrías sufridos a su lado; y el corazón espiritual, símbolo del amor más santo y tierno, más generoso y eficaz, que la hicieron corredentora, con el cúmulo de virtudes que adornan la persona excelsa de la Madre de Dios.

El Corazón es la raíz de su santidad, y el resumen de todas sus grandezas, porque todos sus Misterios se resumen en el amor. Dios, que creó el mundo para el hombre, se reservó en él un jardín donde fuera amado, comprendido, mimado, como el huerto cerrado del Cantar de lo Cantares. Es su obra primorosa y singular.

Su Corazón y su alma son templo, posesión y objeto de las delicias del Señor. Sólo su corazón pudo ser el altar donde se inmoló, desde el primer instante, el Cordero inmaculado. Según San Bernardo, Maria «fuit ante sancta quam nata»: nació antes a la vida de la gracia que a la de este mundo…No hay un Corazón más puro, inmaculado y santo que el de María. Como el sol reverbera sobre el fango de la tierra, su Corazón brilló sobre las miserias del mundo sin ser contaminado por ellas. Es la Mujer vestida del sol del Apocalipsis (12,1).

La plenitud de la gracia que recibió María repercutió en su Corazón en el que no existió la más leve desviación en sus sentimientos y afectos. Su humildad, su fe, su esperanza, su compasión y su caridad, hicieron de su Corazón el receptáculo del amor y de la misericordia. El Corazón de María es el de la Hija predilecta del Padre. El Corazón de la Madre que con mayor dulzura y ternura haya amado a su Hijo. El Corazón de la Esposa donde el Espíritu realizó la más grande de sus maravillas, concibió por obra del Espíritu Santo.

El Corazón de María es también un corazón humano, muy humano. Es el corazón de la Madre: Todos los hombres hemos sido engendrados en el Corazón Inmaculado de Maria: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,26. San Juan nos representaba a todos. Porque amó mucho mereció ser Madre de Dios y atrajo el Verbo a la tierra; con sufrimiento y con dolor, ha merecido ser Madre nuestra. El amor a su Hijo y a sus hijos es tan entrañable y tierno, que guarda en su corazón las acciones más insignificantes de sus hijos, hermanos de su Hijo Jesús, el Hermano Mayor.


El cuello del Cuerpo Místico

Dios quiere conceder sus gracias a los hombres por el Corazón Inmaculado de María. Es el cuello del Cuerpo Místico por donde descienden las gracias de la Cabeza. Sus hijos predilectos son los santos. Ella goza viéndoles interceder por sus hermanos menores, y goza viendo que las gracias que le piden llegan a nosotros a través de Ella.

Por su Corazón pasa todo cuanto ennoblece y dignifica al mundo: las gracias de conversión, la paz de las conciencias, las santas aspiraciones, el heroísmo de los santos, los rayos más luminosos que señalan al mundo los caminos de salvación. Como la imaginación, abandonada a sí misma es la loca de la casa, el corazón dejado a la deriva, sin educar, es la perdición de toda nuestra persona, María nos enseña a amar con ardor, pero con gran pureza. El amor a Dios, a nosotros mismos y a nuestros hermanos, halla el modelo humano más perfecto en el Corazón Inmaculado de Maria.


Madre de cada hombre

Si María fuera sólo Madre de la Iglesia como comunidad, y no Madre de cada uno de los miembros, sólo se preocuparía del bien de la Iglesia. Pero cada cristiano carecería de seguridad. Sería como un general que ama mucho a su ejército, pero no vacila en sacrificar a todos los soldados para salvar a la nación; y de intimidad, porque en una multitud tan grande, ¿cómo puede cada uno acercarse a Ella? El soldado no tiene fácil acceso al general; ni el ciudadano al Jefe del Estado. María no sería nuestra Madre, sino nuestra Reina, o nuestro general, distante de nuestras pequeñas preocupaciones.

Si una madre de diez hijos los amara sólo en grupo, y no se preocupara de cada uno en particular; si preparara comida, camas, descanso, trabajo, recreo para su pollada, no sería madre de familia, sino administradora de un colegio o de un cuartel, donde la revisión médica y la vacuna colectiva se hace para todos una vez. La madre de familia, lleva al médico a cada hijo siempre que lo necesita o se queja: no tiene un día al año de revisión ni de vacuna para todos. Con la Virgen María no estamos en un cuartel, ni en un colegio, sino en una familia: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el Reino» (Lc. 12,32).

A María le sobra corazón para atendernos a todos como si fuéramos únicos: Dios le ha dado Corazón de Madre para que con él ame a todos y cada uno de los hombres, los de hoy y todos los de ayer y de mañana. Nosotros somos como la última floración, como el benjamín, al que prodiga sus cuidados.


Los más desvalidos

Toda madre tiene amor particular a cada hijo y más al más desvalido, al subnormal, al extraviado al más necesitado. El Corazón de María nuestra Madre, ama a cada hombre con el mismo amor con que ama a toda la Iglesia. Ninguna madre cuando tiene el primer hijo restringe su amor, reservándolo para los que vengan. Da todo su amor al primero y al segundo, sin quitar nada al primero, y sin ahorrar nada para el tercero. Cuida de todos, y de cada uno como si no tuviera otro.

Sólo saboreando el amor singular de su Corazón a cada uno, se puede gustar la delicia de sentirse amados por Ella, y se dialogará con ella y se intimará con Ella y se gozará en Ella. Para llegar a su intimidad, que es importantísimo para nuestra vida interior, es preciso tener firme fe en ese amor particular.


La Redemptoris Mater

Todos estos conceptos brotan del «Totus tuus» de Juan Pablo II, que en su Encíclica «Redemptoris Mater», ha escrito: Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», y al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26). Estas palabras determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo….

Es esencial a la maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia.

En efecto, cada hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad. Se puede afirmar que la maternidad «en el orden de la gracia» mantiene la analogía con cuanto «en el orden de la naturaleza» caracteriza la unión de la madre con el hijo.

En esta luz se hace más comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Calvario, la nueva maternidad de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: «Ahí tienes a tu hijo».

Se puede decir, además, que en estas mismas palabras está indicando plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano.

El Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de Maria, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan en la medida que confía Juan a María… Entregándose filialmente a Maria, el cristiano, como el apóstol Juan, «acoge entre sus cosas propias» a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su «yo» humano y cristiano: «la acogió en su casa.

Así el cristiano trata de entrar en el radio de acción de aquella «caridad materna», con la que la Madre del Redentor «cuida de los hermanos de su Hijo», «a cuya generación y educación coopera» según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo.

Así se manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de Maria a los pies de la Cruz y en el Cenáculo. Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre, no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se puede decir que definitivamente se orienta hacia El.

Se puede afirmar que Maria sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: «Haced lo que él os diga. En efecto es El, Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 4,6); es El a quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre «no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16)… Para todo cristiano y todo hombre, María es la primera que «ha creído», y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como hijos.

Y es sabido que cuanto más perseveran los hijos en esta actitud y avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la «inescrutable riqueza de Cristo (Ef 3,8). Porque sus hijos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (L. G.).


Madre de la Iglesia

Durante el Concilio, Pablo VI proclamó solemnemente que Maria es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores» Más tarde, el año 1968, en el Credo del Pueblo de Dios, ratificó esta afirmación de forma más comprometida: «Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos. El Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo constituye un medio eficaz para la profundización de la verdad sobre la Iglesia… Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido, Maria, Madre de la Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia como desea y pide Pablo VI— «encuentra en María, la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo».

El egoísmo afecta a todo amor creado, incluido el de las madres, con ser el más puro. Sólo el amor de la Virgen María no tuvo jamás mezcla de egoísmo. El amor de su Corazón es virginal, sin mezcla de egoísmo, amor puro. Amándonos con amor virginal, sabemos que no se busca a sí misma: sólo busca nuestro bien.

Incluso nuestra correspondencia de amor a Ella, no la quiere por bien suyo, aunque en ella se goce como madre, sino por bien nuestro, para poder lograr nuestra transformación en Dios. El amor particular que nos tiene engendra nuestra intimidad con Ella, y el abandono en su Corazón. Con el mismo amor con que ama a su Jesús. Al amar a Dios lo ha hecho «Emmanuel»«Dios con nosotros» y al amarnos a nosotros, nos identifica con El.

El amor de los padres resulta con frecuencia ineficaz para proteger y defender a sus hijos, que no pueden impedir que enfermen, sufran accidentes, mueran. Hacen por ellos lo que pueden, pero pueden muy poco. Pero como María nos ama con su Corazón de Madre de Dios, su eficacia es absoluta, porque tiene en sus manos la omnipotencia divina, no por ser madre nuestra, sino por ser Madre de Dios.


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En una familia de cinco hijos si uno es muy rico y poderoso y los otros cuatro pobres, la madre no consentirá que el rico no socorra a sus hermanos pobres. María no podrá consentir que su Hijo Jesús le impida usar de su infinita riqueza y poder para socorrernos a nosotros. Esto no va a ocurrir nunca, pues Jesús la ha hecho nuestra madre, y administradora de su Corazón. Jesús jamás pondrá límites al uso que su Corazón haga de sus tesoros infinitos.

Si el Padre hubiera concedido al Corazón de María algo a condición de que no fuera también nuestro, ella lo hubiera impedido: Si me haces su madre no me des nada que yo no pueda compartir con ellos.

Al darnos el Corazón de su Madre y nuestra Madre, ha hecho nuestros todos los dones y riquezas que puso en su Corazón: su predestinación si la queremos, el cariño con que la envuelve, y los regalos con que Dios la recrea. No se puede amar a la Madre, si no se ama a sus hijos, ni se puede dar gusto a la madre, si se abandona a sus hijos.


Su corazón es nuestra seguridad

Si a un niño pequeño le diéramos una joya preciosa, la perdería. Por eso se la damos a su madre, para que la conserve. Por eso Dios no ha querido darnos sus dones directamente, para que no nos pase como Adán. Se los ha confiado a María, que nunca los perderá.

Estando en sus manos son nuestros. Ella nos los conserva. Su Corazón es nuestra seguridad, nuestro tesoro inviolable. Todo lo suyo es nuestro, Ella lo quiere para nosotros. Toda la inocencia de María, su pureza, su santidad, su humildad, su amor a Dios y a los hermanos es nuestro, porque Ella es nuestra. (San Juan de la Cruz. Dichos de luz y amor, 26). Y como son nuestros los podemos ofrecer a Dios, sobre todo cuando no tenemos nada que ofrecerle. Entonces es cuando le ofrecemos más y la conquistamos más, porque somos más pobres, como su Hijo, recibió los dos reales de la viuda.


Sufre con nosotros

Su Corazón hace suyos nuestros pecados y dolores, como los hizo suyos Jesús en su pasión y en la Eucaristía. Y nuestras tristezas y aflicciones. 

«Este es el Cordero de Dios, que toma sobre sí, los pecados del mundo»; los dolores y sufrimientos: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (He 9,4).

Como en la Eucaristía Jesús sufre viendo nuestras carencias que reactivan su pasión, y goza inefablemente cuando nos ve a su lado, el Corazón de María, las considera suyas como se identificó con los sufrimientos Jesús como Corredentora, sufriendo todos nuestros dolores y pecados, y recibiendo hoy el consuelo de nuestra gratitud e intimidad. Siempre y en cada momento compadece con nosotros.

Cuando pecamos, vuelve a sentirse como avergonzada y pecadora. Por eso Jesús nos perdona tan fácilmente, para quitarle a su Madre la humillación de nuestros pecados, que la oprime porque somos sus hijos. De la misma manera que el Padre nos perdona para quitar a su Hijo el oprobio que en la Eucaristía siente de nuestros pecados porque los hace suyos, y al quitárnoslos se los quita a El.

Sin la Eucaristía sería muy difícil nuestro perdón, a pesar de la pasión de Cristo, que quedaría demasiado lejos, y es ahora cuando necesitamos que El haga suyo lo nuestro. Por eso no debemos desconfiar ni desesperar. María es refugio de pecadores. Y cuando después del pecado nos echamos en sus brazos, Ella nos anima diciendo: Me siento Yo manchada; mas como mi Hijo quiere verme totalmente limpia, os limpiará a vosotros para que todos estemos limpios.

El Corazón de María es nuestro consuelo. No nos acompaña en el sufrimiento por pura fórmula. Llora con nosotros, sufre con nosotros nuestro mismo dolor, está con nosotros, tratando de que superemos la depresión de vernos solos y abandonados en el sufrimiento y en el dolor, especialmente en esta época de angustia, vacío y ansiedad.

Siempre nos queda su Corazón, sus brazos acogedores maternales que llevan nuestra misma carga, haciéndola ligera. Y Jesús, amando a su Madre, para hacer ligera la carga de Ella, la lleva con Ella y con nosotros, y nos dice: «Venid a Mí todos los que estáis cargados y agobiados, y yo os aliviaré, porque mi yugo es suave, y mi carga ligera» (Mt. 11,28). Si aprendemos a ir a Jesús por María, hallaremos fortaleza y hasta verdadera delicia en el sufrimiento y en el dolor.

La compañía que nos hacen los que nos aman es externa y desde fuera: son incapaces de llegar al nivel de nuestro dolor. El Corazón de María siente en nosotros y con nosotros todas nuestras angustias y dolores, porque conoce ahora, y siente en su carne, lo que estamos pasando. Y si su Corazón prefiere sufrir con nosotros ese dolor antes que quitárnoslo, es porque ve que es necesario pasarlo.

Cuántos bienes deben seguirse de estos sufrimientos, humillaciones, anonadamiento y aislamiento, olvidos, desprecios, dolores físicos y morales, y hasta los mismos pecados que nos humillan y confunden, cuando el Corazón de María, pudiéndolos evitar, prefiere hacerlos suyos, y sufrirlos en nosotros y con nosotros. Si lo tenemos presente veremos la luminosidad de la cruz, y entenderemos lo que nos dice San Pablo: «Dios, a los que decidió salvar, determinó hacerlos conformes a la imagen de su Hijo» (Rom. 8,29), y «seremos conglorificados con El, si padecemos con El» (Rom. 8,17). Entonces comprendemos los deseos ardientes que los santos tuvieron de sufrir, y no nos extrañará oír a Santa Teresa: «O padecer o morir» y a San Juan de la Cruz: «Padecer y ser despreciado por Vos».


El crecimiento

La ilusión mayor de una madre es que su pequeño llegue a adulto y se haga fuerte como su padre: «Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt. 5,48). Ese es el deseo del Corazón de María: que lleguemos a la perfección del Padre Celestial, copiando a su Jesús, que agota la hermosura del Padre, pues es esplendor de su gloria e imagen de su substancia. Esa es la clave para entender el empeño del Corazón de María en dejarnos sufrir.

Es muy provechoso que reflexionemos y meditemos estas verdades y que desentrañemos con nuestro esfuerzo el valor y la riqueza de las virtudes y la maldad y fealdad de los pecados y la belleza del amor pero, como obra nuestra, esta reflexión y actividad se queda a mitad camino, como diría San Juan de la Cruz, «con ella se hace poca hacienda».

Reflexionando vemos, pero ya decía el clásico: «Video meliora, proboque, deteriora sequor»«Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor». Y San Pablo: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,19). Lo vemos, pero nos faltan fuerzas para hacer la verdad y lo mejor.

Son las fuerzas que Dios nos ofrece por manos del Corazón de María, por eso lo más lógico y eficaz de razón y de fe, es llevar a la Eucaristía los problemas y en presencia y compañía del Corazón de María, derramar nuestro corazón, problemas y tentaciones para que como por ósmosis y en otra dimensión de nuestro ser, transformen nuestra vida, sin saber cómo y sin poderlo explicar.


Entréme donde no supe,

y quedéme no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba,

Pero cuando allí me ví,

Grandes cosas entendí;

No diré lo que sentí,

Pero me quedé no sabiendo,

Toda ciencia trascendiendo.


San Juan de la Cruz

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Fuente original: El Inmaculado Corazón de María

Sagrado Corazón de Jesús (dinámica completa para niños)

Sagrado Corazón de Jesús (dinámica completa para niños)

El Corazón del Verbo encarnado

Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), «es considerado como el principal indicador y símbolo […] de aquel amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres» (Pio XII, Enc.Haurietis aquas: DS, 3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812).

Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 478

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Con motivo de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús os proponemos esta dinámica en la que los niños interiorizan el amor que Jesús y la Virgen María tienen por nosotros y que por amor a ellos debemos amar y ser buenos con los demás.

Es una dinámica para un grupo numeroso de al menos 10-12 niños en la que vamos a construir un mural que explica paso a paso la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Para ello, se reparten los dibujos que los niños tienen que colorear a su gusto. Una vez terminados todos los dibujos hacemos el mural colocando los dibujos en orden (vienen numerados): cada niño lee primero su dibujo y luego lo coloca ordenadamente. A medida que los niños van leyendo y entregando sus dibujos, se pueden comentar todos los aspectos y dudas que surjan.

Esta dinámica debería durar unos 45 minutos y solo se necesitan cartulinas o paredes donde hacer los murales, lápices de colores y los dibujos impresos. 

Si sobrara tiempo (o también como actividad para casa con los padres), el catequista puede repartir las láminas «Díselo al Sagrado Corazón de Jesús» y que los niños, además de pintar los dibujos, escriban algo que ellos le quieran contar a Jesús. 

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Mural del Sagrado Corazón de Jesús

Se puede acceder a las láminas en tamaño grande pulsando sobre el título o sobre la imagen. 

Portada
Portada

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Lámina 1

Lámina 2

Lámina 3

Lámina 1 Lámina 2 Lámina 3

Lámina 4

Lámina 5

Lámina 6

Lámina 4 Lámina 5 Lámina 6

Lámina 7

Lámina 8

Lámina 9

Lámina 7 Lámina 8 Lámina 9

Lámina 10

Lámina 11

Lámina 12

Lámina 10 Lámina 11 Lámina 12

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Díselo al Sagrado Corazón de Jesús

Niñas Niños
Díselo al Sagrado Corazón de Jesús - Niñas Díselo al Sagrado Corazón de Jesús - Niño

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Catequesis adaptada de los materiales encontrados en el blog La Catequesis

El autor original corresponde al Taller «Jugando me acerco a María»


Canción «El mandamiento del Amor»

Canción «El mandamiento del Amor»

El canto es una forma intensa de expresión verbal, poética y musical a la vez. Es una de las maneras más completas de la expresión humana y quizás uno de los mejores momentos para alabar y comunicarse con Dios.

El canto ocupa un lugar destacadísimo en la oración infantil. Junto al gesto es uno de los medios de expresión que más gusta y atrapa a los niños. El canto penetra de tal modo en el corazón de los pequeños que muchas canciones aprendidas en la infancia se recuerdan de por vida.

El canto religioso es un recurso educativo-recreativo-pastoral importantísimo. En la catequesis de niños el canto debe ser un elemento cotidiano y permanente. Especialmente cuando unimos cantos con gestos. Esta fusión “mágica” de canto y gesto genera en los pequeños una respuesta que ni siquiera imaginamos, cuya potencia educadora es de difícil dimensionamiento. Quienes ya han hecho la experiencia sabrán que pocas cosas les gustan más a los chicos que «cantar con todo el cuerpo»; es decir, hacer una sola cosa del gesto, la canción y la oración.

Orar a través del canto

Luis M. Benavides

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Canción «El mandamiento del Amor»

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Canción «El mandamiento del Amor»: letra

Jesús, Amigo,

los niños te queremos saludar.

Jesús, Maestro,

enséñanos a amarnos de verdad. (Estribillo)

 

Nos diste el Mandamiento del Amor,

sellado con tu muerte en una Cruz,

en ella nos dejaste tu perdón,

camino para hallar la eterna luz.

Jesús, Amigo,

los niños te queremos saludar.

Jesús, Maestro,

enséñanos a amarnos de verdad. (Estribillo)

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Cantar es propio del que ama… Cantar es orar dos veces.

 

San Agustín

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Fiesta del Inmaculado Corazón de María

Fiesta del Inmaculado Corazón de María

Esta fiesta está íntimamente vinculada con la del Sagrado Corazón de Jesús, la cual se celebra el día anterior, viernes. Ambas fiestas se celebran, viernes y sábado respectivamente, en la semana siguiente al domingo de Corpus Christi. Los Corazones de Jesús y de María están maravillosamente unidos en el tiempo y la eternidad desde el momento de la Encarnación. La Iglesia nos enseña que el modo más seguro de llegar a Jesús es por medio de María. Por eso nos consagramos al Corazón de Jesús por medio del Corazón de María.

La fiesta del Corazón Inmaculado de María fue oficialmente establecida en toda la Iglesia por el papa Pío XII, el 4 de mayo de 1944, para obtener por medio de la intercesión de María «la paz entre las naciones, libertad para la Iglesia, la conversión de los pecadores, amor a la pureza y la práctica de las virtudes». Esta fiesta se celebra en la Iglesia todos los años el sábado siguiente al segundo domingo después Pentecostés.

Después de su entrada a los cielos, el Corazón de María sigue ejerciendo a favor nuestro su amorosa intercesión. El amor de su corazón se dirige primero a Dios y a su Hijo Jesús, pero se extiende también con solicitud maternal sobre todo el género humano que Jesús le confió al morir; y así la alabamos por la santidad de su Inmaculado Corazón y le solicitamos su ayuda maternal en nuestro camino a su Hijo.

Una práctica que hoy en día forma parte integral de la devoción al Corazón de María, es la Devoción a los Cinco Primeros Sábados. En diciembre de 1925, la Virgen se le apareció a Lucía Martos, vidente de Fátima y le dijo: «Yo prometo asistir a la hora de la muerte, con las gracias necesarias para la salvación, a todos aquellos que en los primeros sábados de cinco meses consecutivos, se confiesen, reciban la Sagrada Comunión, recen la tercera parte del Rosario, con intención de darme reparación». Junto con la devoción a los nueve Primeros Viernes de Mes, ésta es una de las devociones más conocidas entre el pueblo creyente.

El Papa Juan Pablo II recientemente declaró que la conmemoración del Inmaculado Corazón de María, será de naturaleza «obligatoria» y no «opcional». Es decir, por primera vez en la Iglesia, la liturgia para esta celebración debe de realizarse en todo el mundo Católico.

Entreguémonos al Corazón de María diciéndole: «¡Llévanos a Jesús de tu mano! ¡Llévanos, Reina y Madre, hasta las profundidades de su Corazón adorable! ¡Corazón Inmaculado de María, ruega por nosotros!».

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Artículo original en EWTN

Promesas del Sagrado Corazón Jesús

Promesas del Sagrado Corazón Jesús

Jesús mío dulcísimo, que en vuestra infinita y dulcísima misericordia prometisteis la gracia de la perseverancia final a los que comulgaren en honra de vuestro Sagrado Corazón nueve primeros viernes de mes seguidos: acordaos de esta promesa, y a mí, indigno siervo vuestro, que acabo de recibiros sacramentado con este fin e intención, concededme que muera detestando todos mis pecados, esperando en vuestra inefable misericordia y amando la bondad de vuestro amantísimo y amabilísimo Corazón. Amén.

Corazón de Jesús, casa de Dios y puerta del cielo, tened piedad de nosotros.

Padrenuestro…

Corazón de Jesús, rico en todos los que os invocan, tened piedad de nosotros.

Padrenuestro…

Corazón de Jesús, esperanza de los que mueren en Vos, tened piedad de nosotros.

Padrenuestro…

Oración de ofrecimiento al Sagrado Corazón de Jesús

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Promesas del Sagrado Corazón Jesús

Promesas principales hechas por el Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita de Alacoque:

  1. A las almas consagradas a mi Corazón, les daré las gracias necesarias para su estado.
  2. Daré la paz a las familias.
  3. Las consolaré en todas sus aflicciones.
  4. Seré su amparo y refugio seguro durante la vida, y principalmente en la hora de la muerte
  5. Derramaré bendiciones abundantes sobre sus empresas
  6. Los pecadores hallarán en mi Corazón la fuente y el océano infinito de la misericordia
  7. Las almas tibias se harán fervorosas
  8. Las almas fervorosas se elevarán rápidamente a gran perfección
  9. Bendeciré las casas en que la imagen de mi Sagrado Corazón esté expuesta y sea honrada.
  10. Daré a los sacerdotes la gracia de mover los corazones empedernidos
  11. Las personas que propaguen esta devoción, tendrán escrito su nombre en mi Corazón y jamás será borrado de él.
  12. A todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes continuos, el amor omnipotente de mi Corazón les concederá la gracia de la perseverancia final.

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Artículo original en Aciprensa

Historia de El Sagrado Corazón de Jesús – También en vídeo

Historia de El Sagrado Corazón de Jesús – También en vídeo

Los Santos Padres muchas veces hablaron del Corazón de Cristo como símbolo de su amor, tomándolo de la Escriturad: «Hemos de beber el agua que brotaría de su Corazón… cuando salió sangre y agua» (Jn 7,37; 19,35).

En la Edad Media comenzaron a considerarle como modelo de nuestro amor, paciente por nuestros pecados, a quien debemos reparar entregándole nuestro corazón (santas Lutgarda, Matilde, Gertrudis la Grande, Margarita de Cortona, Angela de Foligno, san Buenaventura, etc.).

En el siglo XVII estaba muy extendida esta devoción. San Juan Eudes, ya en 1670, introdujo la primera fiesta pública del Sagrado Corazón.

En 1673, Santa Margarita María de Alocoque comenzó a tener una serie de revelaciones que le llevaron a la santidad y la impulsaron a formar un equipo de apóstoles de esta devoción. Con su celo consiguieron un enorme impacto en la Iglesia.

Se divulgaron innumerables libros e imágenes. Las asociaciones del Sagrado Corazón subieron en un siglo, desde mediados del XVIII, de 1.000 a 100.000. Unas 200 congregaciones religiosas y varios institutos secula-res se han fundado para extender su culto de mil formas.

El Apostolado de la Oración, que pretende conse-guir nuestra santificación personal y la salvación del mundo mediante esta devoción, contaba ya en 1917 con 20 millones de asociados. Y en 1960 llegaba al doble en todo el mundo, pasando en España del millón; sus 200 revistas tenían 15 millones de suscriptores. La mayor asociación de todo el mundo.

La Oposición a este culto siempre ha sido grande, sobre todo en el siglo XVIII por parte de los jansenistas, y recibió un fuerte golpe con la supresión de la Compañía de Jesús (1773).

En España se prohibieron los libros sobre el Sagrado Corazón. El emperador de Austria dio orden que desapareciesen sus imágenes de todas las iglesias y capillas. En los seminarios se enseñaba: «la fiesta del Sagrado Corazón ha echado una grave mancha sobre la religión».

La Europa oficial rechazó el Corazón de Cristo y en seguida fue asolada por los horrores de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas. Pero después de la purificación, resurgió de nuevo con más fuerza que nunca.

En 1856 Pío IX extendió su fiesta a toda la Iglesia. En 1899 León XIII consagró el mundo al Sagrado Corazón de Jesús (Ecuador se había consagrado en 1874).

Y España en 1919, el 30 de mayo, también se consagró públicamente al Sagrado Corazón en el Cerro de los Angeles. Donde se grabó, debajo de la estatua de Cristo, aquella promesa que hizo al padre Bernardo de Hoyos, S.J., el 14 de mayo de 1733, mostrándole su Corazón, en Valladolid (Santuario de la Gran Promesa), y diciéndole: «Reinaré en España con más Veneración que en otras muchas partes» (entonces también América era España).

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Si queréis un conocimiento exhaustivo sobre El Sagrado Corazón de Jesús, os recomendamos que visitéis el artículo temático de Aciprensa.

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Historia del Sagrado Corazón en vídeo

Primera parte (I): Introducción.

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Primera parte (II): Por qué al Corazón. Origen de la devoción.

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Primera parte (III): Primeras revelaciones.

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Primera parte (IV): Las cuatro principales revelaciones.

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Segunda parte (I): Santa Margarita María de Alacoque y su misión.

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Segunda parte (II): Santa Margarita María de Alacoque: su vida.

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Segunda parte (III): La Virgen María y Santa Margarita María. Significado de la devoción.

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Segunda parte (IV): La Divina MIsericordia y el Sagrado Corazón. Promesas del Sagrado Corazón. Los 9 primeros Viernes.

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Tercera parte: Consagración al Sagrado Corazón.

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El gusto de vivir – Las «bienaventuranzas» de Tomás Moro

El gusto de vivir – Las «bienaventuranzas» de Tomás Moro

«El hombre no puede ser separado de Dios, ni la política de la moral»

Tomás Moro

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Santo Tomás Moro nació en Londres en 1477. Recibió una excelente educación clásica, graduándose de la Universidad de Oxford en abogacía. Su carrera en leyes lo llevó al parlamento. En 1505 se casó con su querida Jane Colt con quien tuvo un hijo y tres hijas. Jane muere joven y Tomás contrae nuevamente nupcias con una viuda, Alice Middleton.

Hombre de gran sabiduría, reformador, amigo de varios obispos.

En 1516 escribió su famoso libro «Utopía». Atrajo la atención del rey Enrique VIII quién lo nombró a varios importantes puestos y finalmente «Lord Chancellor», canciller, en 1529. En el culmen de su carrera Tomás renunció, en 1532, cuando el rey Enrique persistía en repudiar a su esposa para casarse, para lo cual el rey se disponía a romper la unidad de la Iglesia y formar la iglesia anglicana bajo su autoridad.

Santo Tomás pasó el resto de su vida escribiendo sobre todo en defensa de la Iglesia. En 1534, con su buen amigo el obispo y santo Juan Fisher, rehusó rendir obediencia al rey como cabeza de la iglesia. Estaba dispuesto a obedecer al rey dentro de su campo de autoridad que es lo civil pero no aceptaba su usurpación de la autoridad sobre la Iglesia. Tomás y el obispo Fisher se ayudaron mutuamente a mantenerse fieles a Cristo en un momento en que la gran mayoría cedía ante la presión del rey por miedo a perder sus vidas. Ellos demostraron lo que es ser de verdad discípulos de Cristo y el significado de la verdadera amistad. Ambos pagaron el máximo precio ya que fueron encerrados en La Torre de Londres. Catorce meses mas tarde, nueve días después de la ejecución de San Juan Fisher, Sto. Tomás fue juzgado y condenado como traidor. El dijo a la corte que no podía ir en contra de su conciencia y decía a los jueces que «podamos después en el cielo felizmente todos reunirnos para la salvación eterna».

Ya en el andamio para la ejecución, Santo Tomás le dijo a la gente allí congregada que el moría como «El buen servidor del rey, pero primero Dios». Nos recuerda las palabras de Jesús: «Al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios». Fue decapitado el 6 de julio de 1535. Su fiesta es el 22 de junio.

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El gusto de vivir

Felices los que saben reírse de sí mismos, porque nunca terminarán de divertirse.

Felices los que saben distinguir una montaña de una piedrita, porque evitarán muchos inconvenientes.

Felices los que saben descansar y dormir sin buscar excusas porque llegarán a ser sabios.

Felices los que saben escuchar y callar, porque aprenderán cosas nuevas.

Felices los que son suficientemente inteligentes, como para no tomarse en serio, porque serán apreciados por quienes los rodean.

Felices los que están atentos a las necesidades de los demás, sin sentirse indispensables, porque serán distribuidores de alegría.

Felices los que saben mirar con seriedad las pequeñas cosas y tranquilidad las cosas grandes, porque irán lejos en la vida.

Felices los que saben apreciar una sonrisa y olvidar un desprecio, porque su camino será pleno de sol.

Felices los que piensan antes de actuar y rezan antes de pensar, porque no se turbarán por los imprevisible.

Felices ustedes si saben callar y ójala sonreir cuando se les quita la palabra, se los contradice o cuando les pisan los pies, porque el Evangelio comienza a penetrar en su corazón.

Felices ustedes si son capaces de interpretar siempre con benevolencia las actitudes de los demás aún cuando las apariencias sean contrarias. Pasarán por ingenuos: es el precio de la caridad.

Felices sobretodo, ustedes, si saben reconocer al Señor en todos los que encuentran entonces habrán hallado la paz y la verdadera sabiduría.

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Fuente original de la biografía de Santo Tomás Moro

Fuente original de la obra: El gusto de vivir