por CeF | Fuentes varias | 15 Feb, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Id pues a Dios, pero id pronto, inmediatamente, que sea éste el primero de todos vuestros cuidados; id a contarle, por así decirlo, el trato que os ha dado, el azote de que se ha servido para probaros. Besad mil veces las manos de vuestro Maestro crucificado, esas manos que os han herido, que han hecho todo el mal que os aflige. Repetid a menudo aquellas palabras que también Él decía a su Padre, en lo más agudo de su dolor: Señor, que se haga vuestra voluntad y no la mía; Fiat voluntas tua. Sí mi Dios, en todo lo que queráis de mí hoy y siempre, en el cielo y en la tierra, que se haga esta voluntad, pero que se haga en la tierra como se cumple en el cielo.
San Claudio de la Colombière
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Claudio La Colombière, tercer hijo del notario Beltrán La Colombière y Margarita Coindat, nació el 2 de febrero de 1641 en St. Symphorien, Delfinado.
Trasladada la familia a Vienne, aquí recibió Claudio la primera educación escolar, que después completó en Lyón con el estudio de la Retórica y la Filosofía.
En este último período precisamente se sintió llamado a la vida religiosa en la Compañía de Jesús, si bien no conocemos los motivos que le llevaron a esta decisión. En cambio, sí nos ha dejado esta confesión en uno de sus escritos: «Sentía enorme aversión a la vida que abrazaba». Es fácil de comprender esta afirmación para quien se haya interesado por la vida de Claudio, cuya naturaleza, muy sensible a las relaciones familiares y de amistad, era también harto inclinada a la literatura y el arte, y a cuanto hay de más digno en la vida de sociedad. Pero no era hombre que se dejase guiar del sentimiento, por otra parte.
A los 17 años entró en el Noviciado de la Compañía de Jesús de Aviñón. En 1660 pasó del Noviciado al Colegio, en la misma ciudad, para concluir los estudios de Filosofía y pronunciar los primeros votos religiosos. Al terminar el curso fue nombrado profesor de Gramática y Literatura, función que desempeñó durante cinco años en dicho Colegio.
En 1666 se le envió a París, a estudiar Teología en el Colegio de Clermont; en la misma época se le confió una misión de gran responsabílidad. La notable aptitud demostrada por Claudio a los estudios humanísticos, unida a sus dotes de prudencia y finura, movieron a los Superiores a elegirlo preceptor de los hijos de Colbert, Ministro de Finanzas de Luis XIV.
Finalizados los estudios de Teología y ordenado Sacerdote, volvió de nuevo a Lyón en calidad de profesor durante un tiempo para dedicarse después enteramente a la predicación y a la dirección de la Congregación Mariana.
La predicación de La Colombière se distinguió siempre por su solidez y hondura; no se perdía en vaguedades sino que habilmente se dirigía al auditorio concreto y, con tan vigorosa inspiración evangélica, que infundía en todos serenidad y confianza en Dios. Las ediciones de sus sermones produjeron -y siguen produciendo hoy- abundantes frutos espirituales; porque, tenidos en cuenta el lugar y la duración de su ministerio, resultan menos envejecidos que los de otros oradores de mayor fama.
El año 1674 fue decisivo en la vida de Claudio. Hizo la Tercera Probación en la «Maison de Saint-Joseph» de Lyón y, en el mes de Ejercicios que es costumbre hacer, el Señor lo fue preparando a la misión que le tenía reservada. Los apuntes de este período nos permiten seguir paso a paso las luchas y triunfos de su espíritu, extraordinariamente sensible a los atractivos humanos, pero generoso con Dios.
El voto que hizo de observar todas las Constituciones y Reglas de la Compañía no tenía por objeto esencial la vinculación a una serie de observancias minuciosas, sino la realización del recio ideal de apóstol descrito por San Ignacio. Precisamente porque este ideal le pareció espléndido, Claudio lo asumió como programa de santidad. El subsiguiente sentimiento de liberación que experimentó junto con una mayor apertura de los horizontes apostólicos -testimoniados en su diario espiritual- prueban que ello había respondido a una invitación de Jesucristo mismo.
El 2 de febrero de 1675 hizo la Profesión solemne y fue nombrado Rector del Colegio de Paray-le-Monial. No faltó quien se sorprendiera de que un hombre tan eminente fuera destinado a una ciudad tan recóndita como Paray. La explicación se halla en el hecho de que los Superiores sabían que aquí, en el Monasterio de la Visitación, vivía en angustiosa incertidumbre una humilde religiosa, Margarita María Alacoque, a la que el Señor estaba revelando los tesoros de su Corazón; y esperaba que el mismo Señor cumpliese su promesa de enviarle un «siervo fiel y amigo perfecto suyo» que le ayudaría a cumplir la misión a que la tenía destinada: manifestar al mundo las insondables riquezas de su amor.
Una vez en su nuevo destino y mantenidos los primeros encuentros con Margarita María, ésta le abrió enteramente su espíritu y, por tanto, también las comunicaciones que ella creía recibir del Señor. El Padre dio su aprobación plena y le sugirió que pusiera por escrito lo que ocurría en su alma, a la vez que la orientaba y sostenía en el cumplimiento de la misión recibida. Cuando después, gracias a la luz divina que recibía en la oración y el discernimiento, estuvo seguro de que Cristo deseaba el culto de su Corazón, se entregó a él sin reservas, como atestiguan su dedicación y sus apuntes espirituales. En éstos aparece claro que, ya antes de las confidencias de Margarita María Alacoque y siguiendo las directrices de San Ignacio, Claudio había llegado a la contemplación del Corazón de Cristo como símbolo de su mismo amor.
Tras año y medio de permanencia en Paray, en 1676 el P. La Colombière salió hacia Londres, nombrado predicador de la Duquesa de York. Era una misión sumamente delicada, dados los sucesos que sacudían a Inglaterra en este momento; antes de finales de octubre del mismo año, el Padre ocupaba ya el apartamento a él reservado en el palacio de St. James. Ademas de predicar en la capilla y dedicarse a la dirección espiritual sin tregua, oral y escrita, Claudio pudo entregarse a la sólida instrucción religiosa de no pocas personas que habían abandonado la Iglesia Romana.
Y, si bien entre grandes peligros, gozó del consuelo de ver volver a muchos, hasta el punto de que al cabo de un año decía: «Podría escribir todo un libro sobre las misericordias de que he sido testigo desde que estoy aquí».
Esta intensidad de trabajo y el clima minaron su salud y comenzaron a manifestarse los primeros síntomas de una afección pulmonar. Pero el P. Claudio prosiguió con su mismo plan de vida.
A finales de 1678 fue arrestado de repente, bajo la acusación calumniosa de conspiración papista.
A los dos días se le trasladó a la horrenda cárcel de King’s Bench y allí permaneció tres semanas sometido a graves privaciones, hasta que se le expulsó de Inglaterra por Decreto real.
Todos estos padecimientos fueron minando aún más su saludad que fue empeorando con altibajos a su vuelta a Francia. Habiéndose agravado notablemente, se le envió de nuevo a Paray. El 15 de febrero de 1682, primer Domingo de Cuaresma, al atardecer le sobrevino una fuerte hemotisis que puso fin a su vida El 16 de junio de 1929, el Papa Pío XI beatificó a Claudio La Colombière, cuyo carisma según Santa Margarita María Alacoque, consistió en elevar las almas a Dios siguiendo el camino de amor misericordia que Cristo nos revela en el Evangelio.
Artículo original en vatican.va
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Oración de San Claudio de la Colombièrre
Dios mío, nada puede faltar a quien de ti aguarda todas las cosas.
Por eso decido vivir en adelante sin ninguna preocupación,
descargando sobre ti todas mis inquietudes.
Tú, Señor, y solo tú, has asegurado mi esperanza.
Me pueden despojar de los bienes y de la reputación;
las enfermedades pueden quitarme las fuerzas y los medios de servirte;
yo mismo puedo perder tu gracia por el pecado;
pero perderé mi esperanza.
La conservaré hasta el último instante de mi vida,
y nada ni nadie me la arrancará.
Confíen otros en su riqueza o en sus talentos;
en la inocencia de su vida,
en sus buenas obras, o en sus oraciones.
Yo solo tengo mi confianza en ti.
Tú, Señor, solo tú, has asegurado mi esperanza.
Jamás frustró a nadie esta confianza.
Estoy seguro de que seré eternamente feliz,
porque firmemente espero serlo,
y porque de ti, Dios mío, es de quien lo espero.
En ti esperé, Señor, jamás seré confundido.
Sé que soy frágil e inconsciente; sé cuánto pueden las tentaciones;
he visto caer los astros del cielo y las columnas del firmamento;
pero nada de esto me hará temer.
Esperaré siempre, porque espero de ti esta invariable esperanza.
Estoy seguro de que lo puedo esperar todo de ti,
y de que conseguiré todo lo que haya esperado de ti.
Espero que me harás triunfar en mi debilidad.
Espero que me amarás siempre.
Y, más aún, te espero a ti, de ti mismo,
para el tiempo y la eternidad. Amén.
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Otros recursos en la red
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Recursos audiovisuales
San Claudio de la Colombièrre, Encuentro on la santidad
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San Claudio de la Colombièrre, por Encarni Llamas en Diócesis TV
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Recurso de la Oración, de San Claudio de la Colombièrre
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Acto de confianza, de San Claudio de la Colombièrre
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Oración de San Claudio de la Colombièrre
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por Catequesis en Familia | Varios en Internet | 14 Feb, 2014 | Confirmación Dinámicas
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
Se refiere a aquella vida «nueva» y «eterna», que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador.
Pero es precisamente en esa «vida» donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.
Beato Juan Pablo II
Carta Encíclica Evangelium Vitae
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Os proponemos esta catequesis que consiste en el visionado de uno o varios de los vídeos que aquí os presentamos sobre dos de las grandes cuestiones actuales sobre el valor de la vida humana: el aborto y la eutanasia. Cualquiera de estas obras audiovisuales os van a inspirar una buena cantidad de interrogantes… a todas ellas podréis encontrar la respuesta del magisterio de la Iglesia en la Carta Encíclica Evangelium Vitae del Santo Padre Juan Pablo II.
Nota: esta catequesis es para personas adultas o jóvenes acompañados por adultos.
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EL VALOR DE LA VIDA: CATEQUESIS AUDIOVISUAL SOBRE EL DELITO ABOMINABLE DEL ABORTO
El valor de la vida
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Don de la vida
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De abortista a provida… testimonio de Amparo Medina
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Programa Cara a Cara: testimonio de Patricia Sandoval
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EL VALOR DE LA VIDA: CATEQUESIS AUDIOVISUAL SOBRE EL DRAMA DE LA EUTANASIA
Karime Lozano: la eutanasia, ¿es una ayuda para morir?
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Cardenal Ratzinger: la eutanasia, ¿es una muerte digna?
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Programa Cara a Cara: la eutanasia
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«Hay una única verdadera miseria:
no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo».
Santo Padre Francisco
Mensaje para la Cuaresma 2014
por Santo Padre Francisco | 14 Feb, 2014 | Catequesis Magisterio
Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.
2 Cor 8, 9
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Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Comienzo recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?
La gracia de Cristo
Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se «vació», para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22).
La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice san Pablo— «…para enriqueceros con su pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).
¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su «yugo llevadero», nos invita a enriquecernos con esta «rica pobreza» y «pobre riqueza» suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cfr Rom 8, 29).
Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.
Nuestro testimonio
Podríamos pensar que este «camino» de la pobreza fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.
No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los derechos a la educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.
El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana.
Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele.
Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6, 10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.
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Santo Padre Francisco
Mensaje para la Cuaresma 2014
Vaticano, 26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir
por Santo Padre Juan Pablo II | 12 Feb, 2014 | Catequesis Magisterio
2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).
Catecismo de la Iglesia Católica
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CONCLUSIÓN
«No habrá ya muerte» (Ap 21, 4): esplendor de la resurrección
105. La anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: «No temas, María» y «Ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Esta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra «un lugar» (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: «Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta».
El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus «sellos» (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la «nueva Jerusalén», es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, «no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros «señal de esperanza cierta y de consuelo».
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
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Carta Encíclica Evangelium Vitae
por Santo Padre Juan Pablo II | 12 Feb, 2014 | Catequesis Magisterio
2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).
Catecismo de la Iglesia Católica
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CONCLUSIÓN
«El Dragón se detuvo delante de la Mujer… para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz» (Ap 12, 4): la vida amenazada por las fuerzas del mal
104. En el Libro del Apocalipsis la «gran señal» de la «Mujer» (12, 1) es acompañada por «otra señal en el cielo»: se trata de «un gran Dragón rojo» (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque —como recuerda el Concilio— «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». Precisamente en la «carne» de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa presentando incansablemente: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18, 5); «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
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Carta Encíclica Evangelium Vitae
por Santo Padre Juan Pablo II | 12 Feb, 2014 | Catequesis Magisterio
2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).
Catecismo de la Iglesia Católica
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CONCLUSIÓN
102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, «el Niño nacido para nosotros» (cf. Is 9, 5), para contemplar en El «la Vida» que «se manifestó» (1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió «la Vida» en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.
Por esto María, «como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella».
Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.
«Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol» (Ap 12, 1): la maternidad de María y de la Iglesia
103. La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la «gran señal» descrita en el Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el «germen y el comienzo» del Reino de Dios. La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.
La «Mujer vestida del sol» —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— «está encinta» (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es «Dios de Dios», «Dios verdadero de Dios verdadero». María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la «nueva Eva», madre de los creyentes, madre de los «vivientes» (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en medio de «los dolores y del tormento de dar a luz» (Ap 12, 2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: «En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: «Este está puesto… para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. «Junto a la cruz de Jesús» (Jn 19, 25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El «sí» de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»» (Jn 19, 26).
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Carta Encíclica Evangelium Vitae
por Santo Padre Juan Pablo II | 12 Feb, 2014 | Catequesis Magisterio
2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).
Catecismo de la Iglesia Católica
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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
«Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres
101. «Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 4). La revelación del Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de «pueblo de la vida y para la vida» debe ser interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente —desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, «quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil».
El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: «Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo…, por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social».
El «pueblo de la vida» se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el «pueblo para la vida» y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.
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Carta Encíclica Evangelium Vitae
por Santo Padre Juan Pablo II | 12 Feb, 2014 | Catequesis Magisterio
2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).
Catecismo de la Iglesia Católica
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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
«Vivid como hijos de la luz» (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural
95. «Vivid como hijos de la luz… Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas» (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte», debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende «transformar desde dentro, renovar la misma humanidad»; es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.
Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
96. El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí, es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia es el descubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte.
Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que «el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios». Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida.
97. A la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, «manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor». La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado «esponsal» del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su uso supone.
La labor educativa debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando «el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la esencia misma de la redención». Por otra parte, incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e internacional— la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas.
131 Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y del rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido: todos tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los profesores y de los educadores es, junto con la de las familias, particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he instituido la Pontificia Academia para la Vida con el fin de «estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia». Una aportación específica deben dar también las Universidades, particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad de los responsables de los medios de comunicación social, llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de humanidad.
99. En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un «nuevo feminismo» que, sin caer en la tentación de seguir modelos «machistas», sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante: «Reconciliad a los hombres con la vida». Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: «La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer… Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer». En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la «cultura de la muerte» y los de que disponen los promotores de una «cultura de la vida y del amor». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan: es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor.
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Carta Encíclica Evangelium Vitae
por Santo Padre Juan Pablo II | 12 Feb, 2014 | Catequesis Magisterio
2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).
Catecismo de la Iglesia Católica
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CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
«La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas» (Sal 127 126, 3): la familia «santuario de la vida»
92. Dentro del «pueblo de la vida y para la vida», es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión de «custodiar, revelar y comunicar el amor». Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son los padres. Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente «el santuario de la vida…, el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano». Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, «si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del don».
Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su ambiente natural.
La solidaridad, entendida como «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común», requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.
94. Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie de «pacto» entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que «el futuro de la humanidad se fragua en la familia», se debe reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de «santuario de la vida», como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la vida.
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Carta Encíclica Evangelium Vitae