Hoy después de la interrupción de las vacaciones, reanudamos las audiencias en el Vaticano, continuando en la «escuela de oración» que estoy viviendo juntamente con vosotros en estas catequesis de los miércoles.
Hoy quiero hablar de la oración en el Libro del Apocalipsis, que, como sabéis, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero contiene una gran riqueza. Nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida en «el día del Señor» (Ap 1, 10): esta es, en efecto, la línea de fondo en la que se mueve el texto.
Un lector presenta a la asamblea un mensaje encomendado por el Señor al evangelista san Juan. El lector y la asamblea constituyen, por decirlo así, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el inicio, se dirige un augurio festivo: «Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía» (1, 3). Del diálogo constante entre ellos brota una sinfonía de oración, que se desarrolla con gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que reacciona, su oración tiende a convertirse en nuestra oración.
La primera parte del Apocalipsis (1, 4-3, 22) presenta, en la actitud de la asamblea que reza, tres fases sucesivas. La primera (1, 4-8) es un diálogo que —caso único en el Nuevo Testamento— se entabla entre la asamblea recién congregada y el lector, el cual le dirige un augurio de bendición: «Gracia y paz a vosotros» (1, 4). El lector prosigue subrayando la procedencia de este augurio: deriva de la Trinidad: del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, unidos en la realización del proyecto creativo y salvífico para la humanidad. La asamblea escucha y, cuando oye que se nombra a Jesucristo, exulta de júbilo y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: «Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1, 5b-6). La asamblea, impulsada por el amor de Cristo, se siente liberada de los lazos del pecado y se proclama «reino» de Jesucristo, que pertenece totalmente a él. Reconoce la gran misión que con el Bautismo le ha sido encomendada: llevar al mundo la presencia de Dios. Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con entusiasmo creciente, reconoce su «gloria y poder» para salvar a la humanidad. El «amén» final concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicaciones para nosotros; nos dicen que nuestra oración debe ser ante todo escucha de Dios que nos habla. Agobiados por tantas palabras, estamos poco acostumbrados a escuchar, sobre todo a ponernos en la actitud interior y exterior de silencio para estar atentos a lo que Dios quiere decirnos. Esos versículos nos enseñan, además, que nuestra oración, con frecuencia sólo de petición, en cambio debe ser ante todo de alabanza a Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído fuerza, esperanza y salvación.
Una nueva intervención del lector recuerda luego a la asamblea, aferrada por el amor de Cristo, el compromiso de descubrir su presencia en la propia vida. Dice así: «Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se lamentarán todos los pueblos de la tierra» (1, 7a). Después de subir al cielo en una «nube», símbolo de la trascendencia (cf. Hch 1, 9), Jesucristo volverá tal como subió al cielo (cf. Hch 1, 11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el cuarto Evangelio, «mirarán al que traspasaron» (19, 37). Pensarán en sus propios pecados, causa de su crucifixión y, como los que asistieron directamente a ella en el Calvario, «se darán golpes de pecho» (cf. Lc 23, 48) pidiéndole perdón, para seguirlo en la vida y preparar así la comunión plena con él, después de su regreso final. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: «Sí. Amén!» (Ap 1, 7b). Expresa con su «sí» la aceptación plena de lo que se le ha comunicado y pide que eso se haga realidad. Es la oración de la asamblea, que medita en el amor de Dios manifestado de modo supremo en la cruz y pide vivir con coherencia como discípulos de Cristo. Y luego viene la respuesta de Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso» (1, 8). Dios, que se revela como el inicio y la conclusión de la historia, acepta y acoge de buen grado la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en las vicisitudes humanas, en el presente, en el futuro, como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí encontramos otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros el sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y su presencia nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza incluso en medio de la oscuridad de ciertas vicisitudes humanas; además, ninguna oración, ni siquiera la que se eleva en la soledad más radical, es aislarse; nunca es estéril; es la savia vital para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.
La segunda fase de la oración de la asamblea (1, 9-22) profundiza ulteriormente la relación con Jesucristo: el Señor se muestra, habla, actúa; y la comunidad, cada vez más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan narra su experiencia personal de encuentro con Cristo: se halla en la isla de Patmos a causa de la «Palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (1, 9) y es el «día del Señor» (1, 10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan es «arrebatado en el Espíritu» (1, 10a). El Espíritu Santo lo penetra y lo renueva, dilatando su capacidad de acoger a Jesús, el cual lo invita a escribir. La oración de la asamblea que escucha asume gradualmente una actitud contemplativa ritmada por los verbos «ver» y «mirar»: es decir, contempla lo que el lector le propone, interiorizándolo y haciéndolo suyo.
Juan oye «una voz potente, como de trompeta» (1, 10b): la voz le ordena enviar un mensaje «a las siete Iglesias» (1, 11) que se encuentran en Asia Menor y, a través de ellas, a todas las Iglesias de todos los tiempos, así como a sus pastores. La expresión «voz… de trompeta», tomada del libro del Éxodo (cf. 20, 18), alude a la manifestación divina a Moisés en el monte Sinaí e indica la voz de Dios, que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí se atribuye a Jesucristo resucitado, que habla desde la gloria del Padre, con la voz de Dios, a la asamblea en oración. Volviéndose «para ver la voz» (1, 12), Juan ve «siete candelabros de oro y en medio de los candelabros como un Hijo de hombre» (1, 12-13), término muy familiar para Juan, que indica a Jesús mismo. Los candelabros de oro, con sus velas encendidas, indican a la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la liturgia: Jesús resucitado, el «Hijo del hombre», se encuentra en medio de ella y, ataviado con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, cumple la función sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de san Juan, sigue una manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, como se presentaban en el Antiguo Testamento. Se habla de «cabellos… blancos como la lana blanca, como la nieve» (1, 14), símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn 7, 9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento a menudo se refiere a Dios para indicar dos propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su alianza con el hombre (cf. Dt 4, 24). Y esta intensidad celosa del amor es la que se lee en la mirada de Jesús resucitado: «Sus ojos eran como llama de fuego» (Ap 1, 14 b). La segunda es la capacidad irrefrenable de vencer al mal como un «fuego devorador» (Dt 9, 3). Así también los «pies» de Jesús, en camino para afrontar y destruir el mal, están incandescentes como el «bronce bruñido» (Ap 1, 15). Luego, la voz de Jesucristo, «como rumor de muchas aguas» (1, 15c), tiene el estruendo impresionante «de la gloria del Dios de Israel» que se mueve hacia Jerusalén, del que habla el profeta Ezequiel (cf. 43, 2). Siguen a continuación tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús resucitado está haciendo por su Iglesia: la tiene firmemente en su mano derecha —una imagen muy importante: Jesús tiene la Iglesia en su mano—, le habla con la fuerza penetrante de una espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: «Su rostro era como el sol cuando brilla en su apogeo» (Ap 1, 16). San Juan está tan arrebatado por esta estupenda experiencia del Resucitado, que se desmaya y cae como muerto.
Después de esta experiencia de revelación, el Apóstol tiene ante sí al Señor Jesús que habla con él, lo tranquiliza, le pone una mano sobre la cabeza, le revela su identidad de Crucificado resucitado y le encomienda el encargo de transmitir su mensaje a las Iglesias (cf. Ap 1, 17-18). Es hermoso ver este Dios ante el cual se desmaya y cae como muerto. Es el amigo de la vida, y le pone la mano sobre la cabeza. Y eso nos sucederá también a nosotros: somos amigos de Jesús. Luego la revelación del Dios resucitado, de Cristo resucitado, no será tremenda, sino que será el encuentro con el amigo. También la asamblea vive con san Juan el momento particular de luz ante el Señor, pero unido a la experiencia del encuentro diario con Jesús, percibiendo la riqueza del contacto con el Señor, que llena todos los espacios de la existencia.
En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis (Ap 2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje septiforme en el que Jesús habla en primera persona. Dirigido a siete Iglesias situadas en Asia Menor en torno a Éfeso, el discurso de Jesús parte de la situación particular de cada Iglesia, para extenderse luego a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra inmediatamente en lo más delicado de la situación de cada Iglesia, evidenciando luces y sombras y dirigiéndole una apremiante invitación: «Conviértete» (2, 5.16; 3, 19c); «Mantén lo que tienes» (3, 11); «haz las obras primeras» (2, 5); «Ten, pues, celo y conviértete» (3, 19b)… Esta palabra de Jesús, si se escucha con fe, comienza inmediatamente a ser eficaz: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, es transformada. Todas las Iglesias deben ponerse en atenta escucha del Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta orden siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor y la orientación para el camino.
Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es precisamente en la oración donde sentimos de modo cada vez más intenso la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oramos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a él, y él entra verdaderamente en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, tanto más sentimos la necesidad de estar en oración con él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por la atención.
Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que muy estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude». Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria, María eligió la mejor parte, que no le será quitada».
El padre Ángel Espinosa de los Monteros nació en Puebla (México), en 1966. Realizó sus estudios de Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y los de Teología en el Ateneo Regina Apostolorum, donde obtuvo la Licenciatura en Teología Moral, con especialización en Bioética. Posee una Maestría en Humanidades Clásicas por el Instituto de Estudios Humanísticos de Salamanca (España). Impartió conferencias sobre matrimonio y valores familiares en México, Estados Unidos, Colombia, Chile, Italia, Francia. Publicó el libro: «El anillo es para siempre» traducido en varios idiomas. Actualmente trabaja en Roma como consultor familiar y formación de adultos en la fe. Sus charlas han tenido amplia difusión a través de su colección de CDs.
El padre Ángel Espinosa de los Monteros nació en Puebla (México), en 1966. Realizó sus estudios de Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y los de Teología en el Ateneo Regina Apostolorum, donde obtuvo la Licenciatura en Teología Moral, con especialización en Bioética. Posee una Maestría en Humanidades Clásicas por el Instituto de Estudios Humanísticos de Salamanca (España). Impartió conferencias sobre matrimonio y valores familiares en México, Estados Unidos, Colombia, Chile, Italia, Francia. Publicó el libro: «El anillo es para siempre» traducido en varios idiomas. Actualmente trabaja en Roma como consultor familiar y formación de adultos en la fe. Sus charlas han tenido amplia difusión a través de su colección de CDs.
Marta es hermana de María y de Lázaro y vivía en Betania, pequeña población distante unos cuatro kilómetros de Jerusalén, en las cercanías del Monte de los Olivos.
Jesús Nuestro Señor vivía en Galilea pero cuando visitaba Jerusalén acostumbraba hospedarse en la casa de estos tres discípulos en Betania, que, tal vez, habían cambiado también su morada de Galilea por la de Judea. Marta se esforzó en servirle lo mejor que pudo y, más tarde, con sus oraciones impetró la resurrección de su hermano.
San Juan nos dice que «Jesús amaba a Marta y a su hermana María y Lázaro» (Jn 11, 5).
Lucas añade: «Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude»» (Lc 10, 38-40).
No podemos estar seguros de la motivación de Marta al hacer su petición al Señor pero todo parece indicar que se quejaba contra su hermana. Nuestro Señor aprecia el servicio de Marta, pero al mismo tiempo sabía que era imperfecto. Muchas veces nuestro servicio, aunque sea con buena intención, esta mezclado con el afán de sobresalir, la compulsión por ser protagonistas, la competencia para sentirnos que somos los mejores. Es entonces que salen las comparaciones. ¿Por que la otra no hace nada y soy la que trabajo?
El Señor corrige a Marta, penetra en su corazón afanado y dividido y establece prioridades:
«Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10, 41-42).
Esa única cosa de la que hay necesidad es de poner todo el corazón en amar a Dios, atender a Jesús que nos habla, que quiere levantarnos de nuestra miseria.
Toda vida activa debe surgir de la contemplación. La vida activa sin contemplación lleva al alma a dispersarse perder de vista el fin. La vida contemplativa se concentra en Dios y se une a El por la adoración y el amor. La vida contemplativa es una especie de noviciado del cielo, pues la contemplación es la ocupación de los bienaventurados del paraíso. Por ello, Cristo alabó la elección de María y afirmó: «sólo una cosa es necesaria». Eso significa que la salvación eterna debe ser nuestra única preocupación.
Si contemplamos como van las cosas en cualquier Iglesias podremos ver muchas actividades, programas, ideas… Es relativamente fácil hacer cosas por Jesús, pero cuanto nos cuesta estar en silencio ante su Presencia. En seguida pensamos en cosas que hacer. No comprendemos que lo primero y mas importante es atenderlo a El directamente por medio de la oración.
Jesús encontró más digna de alabanza la actitud contemplativa de María. Cuanto quisiera El Señor que todos, como María, nos sentáramos ante el para escucharle. Ella se consagraba a la única cosa realmente importante, que es la atención del alma en Dios. También el Padre nos pide que, ante todo, escuchemos a Su Hijo (Mt 17-5).
Entonces, ¿no es necesario trabajar? Claro que sí lo es. Pero para que el trabajo de fruto debe hacerse después de haber orado. El servicio de Marta es necesario, pero debe estar subordinado al tiempo del Señor. Hay que saber el momento de dejar las cosas, por importantes que parezcan, y sentarse a escuchar al Señor. Esto requiere aceptar que somos criaturas limitadas. No podemos hacerlo todo. No podemos siquiera hacer nada bien sin el Señor
San Agustín escribe: «Marta, tú no has escogido el mal; pero María ha escogido mejor que tú». San Basilio y San Gregorio Magno consideran a la hermana María modelo evangélico de las almas contemplativas y su santidad no está en duda, sin embargo, es curioso que, de los tres hermanos, solo Marta aparece en el santoral universal.
La resurrección de Lázaro
El capítulo 11 de San Juan narra el gran milagro de la resurrección de Lázaro. En aquella ocasión vuelve a hablarse de Marta. Lázaro se agravó de muerte mientras Jesús estaba lejos. Las dos hermanas le enviaron un empleado con este sencillo mensaje: «Señor aquel que tú amas, está enfermo». En un mensaje de confianza en que Jesús va actuar a su favor.
Pero Jesús, que estaba al otro lado del Jordán, continuó su trabajo sin moverse de donde estaba. A los apóstoles les dice: «Esta enfermedad será para gloria de Dios». Y luego les añade: «Lázaro nuestro amigo ha muerto. Y me alegro de que esto haya sucedido sin que yo hubiera estado allí, porque ahora vais a creer».
A los cuatro días de muerto Lázaro, dispuso Jesús dirigirse hacia Betania, la casa estaba llena de amigos y conocidos que habían llegado a dar el pésame a las dos hermanas. Tan pronto Marta supo que Jesús venía, salió a su encuentro y le dijo: «Oh Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano; pero aún ahora yo sé que cuánto pidas a Dios te lo concederá». Jesús le dice: «Tu hermano resucitará». Marta le contesta: «Ya sé que resucitará el último día en la resurrección de los muertos». Jesús añadió: «Yo soy la resurrección y la vida. Todo el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá. ¿Crees esto?». Marta Sí Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Jesús dijo: «¿Dónde lo han colocado?». Y viendo llorar a Marta y a sus acompañantes, Jesús también empezó a llorar. Y las gentes comentaban: «Mirad cómo lo amaba». Y fue al sepulcro que era una cueva con una piedra en la entrada. Dijo Jesús: «Quiten la piedra». Le responde Marta: «Señor ya huele mal porque hace cuatro días que está enterrado». Le dice Jesús: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Quitaron la piedra y Jesús dijo en voz alta: «Lázaro ven afuera». Y el muerto salió, llevando el sudario y las vendas de sus manos.
El Banquete
Marta aparece también en un banquete en el que participa también Lázaro, poco después de su resurrección: también esta vez aparece Marta como la mujer ocupada en el servicio, pero puede ser que para entonces ya lo sabía someter al Señor con mas amor, sin quejarse ni compararse.
De los años siguientes de la santa no tenemos ningún dato históricamente seguro, aunque según la leyenda de la Provenza, Marta fue con su hermana a Francia y evangelizó Tarascón donde según cuenta la leyenda Santa Marta derroto a la Tarasca, un dragón que amenazaba a la ciudad. Ahí se dice que encontraron, en 1187, sus pretendidas reliquias, que todavía se veneran en su santuario.
* * *
Martirologio Romano: Memoria de santa Marta, que recibió en su casa de Betania, cerca de Jerusalén, a Jesús, el Señor, y muerto su hermano Lázaro, proclamó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido al mundo» (s. I).
Etimoligía: Marta = ama de casa, señorial, atractiva. Viene de la lengua hebrea.
Los primeros en dedicar una celebración litúrgica a santa Marta fueron los franciscanos en 1262, el 29 de julio, es decir, ocho días después de la fiesta de santa María Magdalena, identificada por algunos como su hermana María.
S. Marta es la patrona de los hoteleros, porque sabía atender muy bien.
Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.
Padre mío, ahora que las voces se silenciaron y los clamores se apagaron, aquí al pie de la cama mi alma se eleva hasta Ti para decirte:Creo en Ti, espero en Ti, te amo con todas mis fuerzas.Gloria a ti, Señor.
Deposito en tus manos la fatiga y la lucha, las alegrías y desencantos de este día que quedó atrás.
Si los nervios me traicionaron, si los impulsos egoístas me dominaron, si di entrada al rencor o a la tristeza,¡Perdón Señor! Ten piedad de mí.
Si he sido infiel, si pronuncié palabras vanas,
si me dejé llevar por la impaciencia,
Si fui espina para alguien, ¡Perdón Señor!
No quiero esta noche entregarme al sueño sin sentir sobre mi alma la seguridad de tu misericordia, tu dulce misericordia enteramente gratuita, Señor. Te doy gracias Padre mío, por que has sido la sombra fresca que me ha cobijado durante todo este día. Te doy gracias porque invisible, cariñoso, envolvente me has cuidado como una madre, a los largo de estas horas.
Señor, a mi derredor ya todo es silencio y calma. Envía el ángel de la paz a esta casa. Relaja mis nervios, sosiega mi espíritu, suelta mis tensiones, inunda mi ser de silencio y serenidad. Vela sobre mí, Padre querido, mientras me entrego confiado al sueño, como un niño que duerme feliz en tus brazos. En tu nombre, Señor. Descansaré tranquilo.
Así sea
* * *
Oración de la noche
Dios mío, Jesucristo: Te doy gracias por todos los beneficios que has dispensado en este día. Te ofrezco mi sueño y todos los momentos de esta noche y te pido me conserves en ella sin pecado. Por esto me pongo dentro de tu santísimo Costado y bajo el manto de mi Madre, la Virgen María. Asístanme y guárdenme en paz los santos Ángeles y venga sobre mí tu Bendición.
* * *
Oración de la noche
Buenas Noches, Señor
Antes de cerrar los ojos,
los labios y el corazón,
al final de la jornada,
¡buenas noches!, Padre Dios.
Gracias por todas las gracias
que nos ha dado tu amor;
si muchas son nuestras deudas,
infinito es tu perdón.
Mañana te serviremos,
en tu presencia, mejor.
A la sombra de tus alas,
Padre nuestro, abríganos.
Quédate junto a nosotros
y danos tu bendición.
Antes de cerrar los ojos,
los labios y el corazón,
al final de la jornada,
¡buenas noches! Padre Dios
Gloria al Padre omnipotente,
gloria al Hijo Redentor,
gloria al Espíritu Santo:
tres personas, sólo un Dios.
Amén.
* * *
Al final del día
Tú, Señor, que iluminas la noche y haces que después de las tinieblas amanezca nuevamente la luz, haz que, durante la noche que ahora comienza, nos veamos exentos de toda culpa y que, al clarear el nuevo día, podamos reunirnos otra vez en tu presencia para darte gracias nuevamente. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, quién contigo vive y reina en unidad con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.
* * *
Al final del día
Buenas noches a Jesús Sacramentado
¡Jesús amado! acaba el día; Gozoso dejo ya mi labor: Y antes que tome grato reposo postrado pido celeste don: Dame, Bien mío, tu bendición.
¡Amor Divino, Sacramentado! Siento al mirarte mi pecho arder:
A tal Grandeza, la frente inclino; Te adoro, y juro tu esclavo ser.
¡Oh! sí pudiera yo sin descanso Pasar la noche juntó a tu altar, En las que siempre tan solitario, Por amor mío te veo estar! …
Más … ¡Tú me privas, de tanta dicha! Pues, compasivo te oigo decir: «Ve a tu reposo: Yo te bendigo: Sin penas duerme: Velo por ti»
¡Me voy! … más antes, Dueño Adorado, Dejarte quiero mi corazón: Dentro del tuyo, tenlo guardado, Y allí se abrase por Ti, mi amor. «Muy buenas noches tengáis, Señor.»
El canto es una forma intensa de expresión verbal, poética y musical a la vez. Es una de las maneras más completas de la expresión humana y quizás uno de los mejores momentos para alabar y comunicarse con Dios.
El canto ocupa un lugar destacadísimo en la oración infantil. Junto al gesto es uno de los medios de expresión que más gusta y atrapa a los niños. El canto penetra de tal modo en el corazón de los pequeños que muchas canciones aprendidas en la infancia se recuerdan de por vida.
El canto religioso es un recurso educativo-recreativo-pastoral importantísimo. En la catequesis de niños el canto debe ser un elemento cotidiano y permanente. Especialmente cuando unimos cantos con gestos. Esta fusión “mágica” de canto y gesto genera en los pequeños una respuesta que ni siquiera imaginamos, cuya potencia educadora es de difícil dimensionamiento. Quienes ya han hecho la experiencia sabrán que pocas cosas les gustan más a los chicos que «cantar con todo el cuerpo»; es decir, hacer una sola cosa del gesto, la canción y la oración.
El canto es una forma intensa de expresión verbal, poética y musical a la vez. Es una de las maneras más completas de la expresión humana y quizás uno de los mejores momentos para alabar y comunicarse con Dios.
El canto ocupa un lugar destacadísimo en la oración infantil. Junto al gesto es uno de los medios de expresión que más gusta y atrapa a los niños. El canto penetra de tal modo en el corazón de los pequeños que muchas canciones aprendidas en la infancia se recuerdan de por vida.
El canto religioso es un recurso educativo-recreativo-pastoral importantísimo. En la catequesis de niños el canto debe ser un elemento cotidiano y permanente. Especialmente cuando unimos cantos con gestos. Esta fusión “mágica” de canto y gesto genera en los pequeños una respuesta que ni siquiera imaginamos, cuya potencia educadora es de difícil dimensionamiento. Quienes ya han hecho la experiencia sabrán que pocas cosas les gustan más a los chicos que «cantar con todo el cuerpo»; es decir, hacer una sola cosa del gesto, la canción y la oración.
El canto es una forma intensa de expresión verbal, poética y musical a la vez. Es una de las maneras más completas de la expresión humana y quizás uno de los mejores momentos para alabar y comunicarse con Dios.
El canto ocupa un lugar destacadísimo en la oración infantil. Junto al gesto es uno de los medios de expresión que más gusta y atrapa a los niños. El canto penetra de tal modo en el corazón de los pequeños que muchas canciones aprendidas en la infancia se recuerdan de por vida.
El canto religioso es un recurso educativo-recreativo-pastoral importantísimo. En la catequesis de niños el canto debe ser un elemento cotidiano y permanente. Especialmente cuando unimos cantos con gestos. Esta fusión “mágica” de canto y gesto genera en los pequeños una respuesta que ni siquiera imaginamos, cuya potencia educadora es de difícil dimensionamiento. Quienes ya han hecho la experiencia sabrán que pocas cosas les gustan más a los chicos que «cantar con todo el cuerpo»; es decir, hacer una sola cosa del gesto, la canción y la oración.