Evangelio del día: La corrección fraterna

Evangelio del día: La corrección fraterna

Mateo, 18, 15-20. Vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario. Existe una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana: cada uno, consciente de sus propios límites y defectos, está llamado a acoger la corrección fraterna y ayudar a los demás con este servicio particular.

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o republicano. Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo. También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Ezequiel, Ez 33, 7-9

Salmo: Sal 95(94), 1-2.6-9

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los romanos, Rm 13, 8-10

Oración introductoria

Señor, gracias, por ser tan bueno. Por darme la oportunidad de este momento de oración. Ayúdame a estar atento a las inspiraciones de tu Espíritu Santo. Este día seguramente estará lleno de desafíos y actividades, oportunidades para perdonar y buscar el perdón: con tu gracia lo podré vivir plenamente.

Petición

Concédeme cultivar, Señor, un alma contemplativa, sencilla y alegre para lograr ser un instrumento de tu paz.

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Las lecturas bíblicas de la misa de este [día] coinciden en el tema de la caridad fraterna en la comunidad de los creyentes, que tiene su fuente en la comunión de la Trinidad. El apóstol san Pablo afirma que toda la Ley de Dios encuentra su plenitud en el amor, de modo que, en nuestras relaciones con los demás, los diez mandamientos y cada uno de los otros preceptos se resumen en esto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Rm 13, 8-10). El texto del Evangelio, tomado del capítulo 18 de san Mateo, dedicado a la vida de la comunidad cristiana, nos dice que el amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo cual, si mi hermano comete una falta contra mí, yo debo actuar con caridad hacia él y, ante todo, hablar con él personalmente, haciéndole presente que aquello que ha dicho o hecho no está bien. Esta forma de actuar se llama corrección fraterna: no es una reacción a una ofensa recibida, sino que está animada por el amor al hermano. Comenta san Agustín: «Quien te ha ofendido, ofendiéndote, ha inferido a sí mismo una grave herida, ¿y tú no te preocupas de la herida de tu hermano? … Tú debes olvidar la ofensa recibida, no la herida de tu hermano» (Discursos 82, 7).

¿Y si el hermano no me escucha? Jesús en el Evangelio de hoy indica una gradualidad: ante todo vuelve a hablarle junto a dos o tres personas, para ayudarle mejor a darse cuenta de lo que ha hecho; si, a pesar de esto, él rechaza la observación, es necesario decirlo a la comunidad; y si tampoco no escucha a la comunidad, es preciso hacerle notar el distanciamiento que él mismo ha provocado, separándose de la comunión de la Iglesia. Todo esto indica que existe una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana: cada uno, consciente de sus propios límites y defectos, está llamado a acoger la corrección fraterna y ayudar a los demás con este servicio particular.

Otro fruto de la caridad en la comunidad es la oración en común. Dice Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en el cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 19-20). La oración personal es ciertamente importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que —incluso siendo muy pequeña— es unida y unánime, porque ella refleja la realidad misma de Dios uno y trino, perfecta comunión de amor. Dice Orígenes que «debemos ejercitarnos en esta sinfonía» (Comentario al Evangelio de Mateo 14, 1), es decir en esta concordia dentro de la comunidad cristiana. Debemos ejercitarnos tanto en la corrección fraterna, que requiere mucha humildad y sencillez de corazón, como en la oración, para que suba a Dios desde una comunidad verdaderamente unida en Cristo. Pidamos todo esto por intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 4 de septiembre de 2011

Propósito

Educar a nuestros hijos e hijas haciendo uso de la corrección fraterna.

Diálogo con Cristo

Señor, te pedimos que al corregir, procuremos usar una gran bondad, mansedumbre y miramiento, y de un hondo sentido de la justicia y la equidad. Si somos corregidos alguna vez pues también nosotros estamos sometidos a autoridad, no nos rebelemos ni tomemos a mal la corrección, sino con buen ánimo, con humildad y sencillez, según Tus palabras: «Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no te abatas cuando seas por Él reprendido; porque el Señor reprende a los que ama, y castiga a todo el que por hijo acoge» (Hb 12, 5-6; Prov 3, 11-12).

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Evangelio en Evangelio del día

La oración de una madre

La oración de una madre

El R. O. Cooke de la Orden dominica, predicaba una misión de quince días en Appleton, cerca de Warrington, Inglaterra.

El día de la clausura, el párroco le vino a decir:

—Corre por la ciudad el rumor de que una anciana morirá mañana a la una de la tarde.

—¡Cómo! ¿Es este un pueblo de profetas?

—No, pero aquí se cree comúnmente que Dios conserva la vida a esta mujer, para cumplir lo que le pide en sus oraciones. Tiene un hijo único. Hace veinte años que no cumple sus deberes de cristiano. Durante todo este tiempo, su madre no ha cesado de pedir su conversión a Jesús y a María, con lágrimas y penitencias.

—«¡Dios mío!, repetía sin cesar, no me dejes morir antes de saber, de los propios labios de mi hijo, que ha ido a comulgar!».

—Varias veces cada año, durante los catorce, que he pasado aquí, le he administrado los últimos Sacramentos; cada vez parecía que iba a morir, y cada vez se aliviaba contra todas las predicciones de sus doctores. Aseguró una vez que Jesús y María oirían sus oraciones. Pues bien, muchos han sabido —aunque ella todavía lo ignora— que su hijo ha ido a confesarse con usted y se cree que se acercará mañana a comulgar. Si comulga en la última misa, estará vuelta a su casa como a la una; y dice la gente: «Cuando le diga a su madre lo que acaba de hacer, ella morirá de gozo».

Así hablaba el cura al misionero admirado.

En efecto, cuando volvió el pródigo a su morada, besó la frente de su madre con ternura y le dijo:

—Madre, hoy he recibido la santa Comunión.

—¡Sean Jesús y María benditos!

¡Ahora nada me detiene en este mundo! ¡Dios ha oído mi oración!

Abrazó, llena de alegría, al arrepentido, y en sus brazos falleció tranquilamente.

¡Tal es la fuerza de la oración de las madres!

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Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios. II Parte: Historia, n.º 9».

Historias para amar, páginas 31-32


La doctrina de san Gregorio Magno – Catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI

La doctrina de san Gregorio Magno – Catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro encuentro de los miércoles, vuelvo a comentar hoy la extraordinaria figura del Papa san Gregorio Magno para recoger más luces de su rica enseñanza. A pesar de los múltiples compromisos vinculados a su función de Obispo de Roma, nos dejó numerosas obras de las que la Iglesia, en los siglos sucesivos, se ha servido ampliamente. Además de su abundante epistolario —el Registro al que aludí en la anterior catequesis contiene más de 800 cartas—, nos dejó sobre todo escritos de carácter exegético, entre los que se distinguen el Comentario moral a Job —conocido con el título latino de Moralia in Iob—, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de carácter hagiográfico, los Diálogos, escrita por san Gregorio para la edificación de la reina longobarda Teodolinda. Su obra principal y más conocida es, sin duda, la Regla pastoral, que el Papa redactó al inicio de su pontificado con una finalidad claramente programática.

Haciendo un rápido repaso a estas obras debemos observar, ante todo, que en sus escritos san Gregorio jamás se muestra preocupado por elaborar una doctrina «suya», una originalidad propia. Más bien trata de hacerse eco de la enseñanza tradicional de la Iglesia; sólo quiere ser la boca de Cristo y de su Iglesia en el camino que se debe recorrer para llegar a Dios. Al respecto son ejemplares sus comentarios exegéticos. Fue un apasionado lector de la Biblia, a la que no se acercó con pretensiones meramente especulativas: el cristiano debe sacar de la sagrada Escritura —pensaba— no tanto conocimientos teóricos, cuanto más bien el alimento diario para su alma, para su vida de hombre en este mundo.

En las Homilías sobre Ezequiel, por ejemplo, insiste mucho en esta función del texto sagrado: acercarse a la Escritura sólo para satisfacer un deseo de conocimiento significa ceder a la tentación del orgullo y exponerse así al peligro de caer en la herejía. La humildad intelectual es la regla primaria para quien trata de penetrar en las realidades sobrenaturales partiendo del Libro sagrado. La humildad, obviamente, no excluye el estudio serio; pero para lograr que este estudio resulte verdaderamente provechoso, permitiendo entrar realmente en la profundidad del texto, la humildad resulta indispensable. Sólo con esta actitud interior se escucha realmente y se percibe por fin la voz de Dios. Por otro lado, cuando se trata de la palabra de Dios, comprender no es nada si la comprensión no lleva a la acción. En estas homilías sobre Ezequiel se encuentra también la bella expresión según la cual «el predicador debe mojar su pluma en la sangre de su corazón; así podrá llegar también al oído del prójimo». Al leer esas homilías se ve que san Gregorio escribió realmente con la sangre de su corazón y, por ello, nos habla aún hoy a nosotros.

San Gregorio desarrolla también este tema en el Comentario moral a Job. Siguiendo la tradición patrística, examina el texto sagrado en las tres dimensiones de su sentido: la dimensión literal, la alegórica y la moral, que son dimensiones del único sentido de la sagrada Escritura. Sin embargo, san Gregorio atribuye una clara preponderancia al sentido moral. Desde esta perspectiva, propone su pensamiento a través de algunos binomios significativos —saber-hacer, hablar-vivir, conocer-actuar— en los que evoca los dos aspectos de la vida humana que deberían ser complementarios, pero que con frecuencia acaban por ser antitéticos. El ideal moral —comenta— consiste siempre en llevar a cabo una armoniosa integración entre palabra y acción, pensamiento y compromiso, oración y dedicación a los deberes del propio estado: este es el camino para realizar la síntesis gracias a la cual lo divino desciende hasta el hombre y el hombre se eleva hasta la identificación con Dios. Así, el gran Papa traza para el auténtico creyente un proyecto de vida completo; por eso, en la Edad Media el Comentario moral a Job constituirá una especie de Summa de la moral cristiana.

También son de notable importancia y belleza sus Homilías sobre los Evangelios. La primera de ellas la pronunció en la basílica de San Pedro durante el tiempo de Adviento del año 590; por tanto, pocos meses después de su elección al pontificado; la última la pronunció en la basílica de San Lorenzo el segundo domingo después de Pentecostés del año 593. El Papa predicaba al pueblo en las iglesias donde se celebraban la «estaciones» —ceremonias especiales de oración en los tiempos fuertes del año litúrgico— o las fiestas de los mártires titulares. El principio inspirador que une las diversas intervenciones se sintetiza en la palabra «praedicator»: no sólo el ministro de Dios, sino también todo cristiano tiene la tarea de ser «predicador» de lo que ha experimentado en su interior, a ejemplo de Cristo, que se hizo hombre para llevar a todos el anuncio de la salvación. Este compromiso se sitúa en un horizonte escatológico: la esperanza del cumplimiento en Cristo de todas las cosas es un pensamiento constante del gran Pontífice y acaba por convertirse en motivo inspirador de todo su pensamiento y de toda su actividad. De aquí brotan sus incesantes llamamientos a la vigilancia y a las buenas obras.

Tal vez el texto más orgánico de san Gregorio Magno es la Regla pastoral, escrita en los primeros años de su pontificado. En ella san Gregorio se propone presentar la figura del obispo ideal, maestro y guía de su grey. Con ese fin ilustra la importancia del oficio de pastor de la Iglesia y los deberes que implica: por tanto, quienes no hayan sido llamados a tal tarea no deben buscarla con superficialidad; en cambio, quienes lo hayan asumido sin la debida reflexión, necesariamente deben experimentar en su espíritu una turbación. Retomando un tema predilecto, afirma que el obispo es ante todo el «predicador» por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere además que conozca a los destinatarios y adapte sus intervenciones a la situación de cada uno: san Gregorio ilustra las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han visto en esta obra también un tratado de psicología. Por eso se entiende que conocía realmente a su grey y hablaba de todo con la gente de su tiempo y de su ciudad.

Sin embargo, el gran Pontífice insiste en el deber de que el pastor reconozca cada día su propia miseria, de manera que el orgullo no haga vano a los ojos del Juez supremo el bien realizado. Por ello el capítulo final de la Regla está dedicado a la humildad: «Cuando se siente complacencia al haber alcanzado muchas virtudes, conviene reflexionar en las propias insuficiencias y humillarse: en lugar de considerar el bien realizado, hay que considerar el que no se ha llevado a cabo». Todas estas valiosas indicaciones demuestran el altísimo concepto que san Gregorio tiene del cuidado de las almas, que define «ars artium», el arte de las artes. La Regla tuvo tanto éxito que pronto se tradujo al griego y al anglosajón, algo más bien raro.

También es significativa otra obra, los Diálogos, en la que al amigo y diácono Pedro, convencido de que las costumbres estaban tan corrompidas que no permitían que surgieran santos como en los tiempos pasados, san Gregorio demuestra lo contrario: la santidad siempre es posible, incluso en tiempos difíciles. Lo prueba narrando la vida de personas contemporáneas o fallecidas recientemente, a las que con razón se podría definir santas, aunque no estuvieran canonizadas. La narración va acompañada de reflexiones teológicas y místicas que hacen del libro un texto hagiográfico singular, capaz de fascinar a generaciones enteras de lectores. La materia está tomada de tradiciones vivas del pueblo y tiene como finalidad edificar y formar, atrayendo la atención de quien lee hacia una serie de cuestiones como el sentido del milagro, la interpretación de la Escritura, la inmortalidad del alma, la existencia del infierno, la representación del más allá, temas que requerían oportunas aclaraciones. El libro II está totalmente dedicado a la figura de san Benito de Nursia y es el único testimonio antiguo sobre la vida del santo monje, cuya belleza espiritual destaca en el texto con plena evidencia.

En el plan teológico que san Gregorio desarrolla a lo largo de sus obras, el pasado, el presente y el futuro se relativizan. Para él lo que más cuenta es todo el arco de la historia salvífica, que sigue realizándose entre los oscuros recovecos del tiempo. Desde esta perspectiva es significativo que introduzca el anuncio de la conversión de los anglos en medio del Comentario moral a Job: a sus ojos ese acontecimiento constituía un adelanto del reino de Dios del que habla la Escritura; por tanto, con razón se podía mencionar en el comentario a un libro sacro. En su opinión, los guías de las comunidades cristianas deben esforzarse por releer los acontecimientos a la luz de la palabra de Dios: en este sentido, el gran Pontífice siente el deber de orientar a pastores y fieles en el itinerario espiritual de una lectio divina iluminada y concreta, situada en el contexto de la propia vida.

Antes de concluir, es necesario hablar de las relaciones que el Papa san Gregorio cultivó con los patriarcas de Antioquía, de Alejandría e incluso de Constantinopla. Se preocupó siempre de reconocer y respetar sus derechos, evitando cualquier interferencia que limitara la legítima autonomía de aquellos. Aunque san Gregorio, en el contexto de su situación histórica, se opuso a que al Patriarca de Constantinopla se le diera el título «ecuménico», no lo hizo por limitar o negar esta legítima autoridad, sino porque le preocupaba la unidad fraterna de la Iglesia universal. Lo hizo sobre todo por su profunda convicción de que la humildad debía ser la virtud fundamental de todo obispo, especialmente de un Patriarca.

En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo «siervo de los siervos». Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

La doctrina de san Gregorio Magno

Audiencia General del miércoles, 4 de junio de 2008

San Gregorio Magno – Catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI

San Gregorio Magno – Catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

[…] hoy quiero presentar la figura de uno de los Padres más grandes de la historia de la Iglesia, uno de los cuatro doctores de Occidente, el Papa san Gregorio, que fue Obispo de Roma entre los años 590 y 604, y que mereció de parte de la tradición el título Magnus, Grande. San Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y un gran doctor de la Iglesia.

Nació en Roma, en torno al año 540, en una rica familia patricia de la gens Anicia, que no sólo se distinguía por la nobleza de su sangre, sino también por su adhesión a la fe cristiana y por los servicios prestados a la Sede apostólica. De esta familia habían salido dos Papas: Félix III (483-492), tatarabuelo de san Gregorio, y Agapito (535-536). La casa en la que san Gregorio creció se encontraba en el Clivus Scauri, rodeada de solemnes edificios que atestiguaban la grandeza de la antigua Roma y la fuerza espiritual del cristianismo. Los ejemplos de sus padres Gordiano y Silvia, ambos venerados como santos, y los de sus tías paternas Emiliana y Tarsilia, que vivían en su misma casa como vírgenes consagradas en un camino compartido de oración y ascesis, le inspiraron elevados sentimientos cristianos.

San Gregorio ingresó pronto en la carrera administrativa, que había seguido también su padre, y en el año 572 alcanzó la cima, convirtiéndose en prefecto de la ciudad. Este cargo, complicado por la tristeza de aquellos tiempos, le permitió dedicarse en un amplio radio a todo tipo de problemas administrativos, obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular le dejó un profundo sentido del orden y de la disciplina: cuando llegó a ser Papa, sugirió a los obispos que en la gestión de los asuntos eclesiásticos tomaran como modelo la diligencia y el respeto que los funcionarios civiles tenían por las leyes.

Sin embargo, esa vida no le debía satisfacer, dado que, no mucho tiempo después, decidió dejar todo cargo civil para retirarse en su casa y comenzar la vida de monje, transformando la casa de la familia en el monasterio de San Andrés en el Celio. Este período de vida monástica, vida de diálogo permanente con el Señor en la escucha de su palabra, le dejó una perenne nostalgia que se manifiesta continuamente en sus homilías: en medio del agobio de las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus escritos como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio. Así pudo adquirir el profundo conocimiento de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia del que se sirvió después en sus obras.

Pero el retiro claustral de san Gregorio no duró mucho. La valiosa experiencia que adquirió en la administración civil en un período lleno de graves problemas, las relaciones que mantuvo con los bizantinos mientras desempeñaba ese cargo, y la estima universal que se había ganado, indujeron al Papa Pelagio a nombrarlo diácono y a enviarlo a Constantinopla como su «apocrisario» —hoy se diría «nuncio apostólico»— para acabar con los últimos restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener el apoyo del emperador en el esfuerzo por contener la presión longobarda.

La permanencia en Constantinopla, donde junto con un grupo de monjes había reanudado la vida monástica, fue importantísima para san Gregorio, pues le permitió tener experiencia directa del mundo bizantino, así como conocer de cerca el problema de los longobardos, que después pondría a dura prueba su habilidad y su energía en el período del pontificado. Tras algunos años, fue llamado de nuevo a Roma por el Papa, quien lo nombró su secretario. Eran años difíciles: las continuas lluvias, el desbordamiento de los ríos y la carestía afligían a muchas zonas de Italia y en particular a Roma. Al final se desató la peste, que causó numerosas víctimas, entre ellas el Papa Pelagio II. El clero, el pueblo y el senado fueron unánimes en elegirlo precisamente a él, Gregorio, como su sucesor en la Sede de Pedro. Trató de resistirse, incluso intentando la fuga, pero todo fue inútil: al final tuvo que ceder. Era el año 590.

Reconociendo que lo que había sucedido era voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente al trabajo con empeño. Desde el principio puso de manifiesto una visión singularmente lúcida de la realidad que debía afrontar, una extraordinaria capacidad de trabajo para resolver los asuntos tanto eclesiales como civiles, un constante equilibrio en las decisiones, incluso valientes, que su misión le imponía. De su gobierno se conserva una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja cómo afrontaba diariamente los complejos interrogantes que llegaban a su despacho. Eran cuestiones que procedían de los obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles de todo orden y grado.

Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y a Roma había uno de particular importancia tanto en el ámbito civil como en el eclesial: la cuestión longobarda. A ella dedicó el Papa todas las energías posibles en orden a una solución verdaderamente pacificadora. A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los longobardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con ojos de buen pastor, con la intención de anunciarles la palabra de salvación, entablando con ellos relaciones de fraternidad con vistas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos. Se preocupó de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos de España, los francos, los sajones, los inmigrantes en Bretaña y los longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Agustín de Canterbury, jefe de un grupo de monjes a los que san Gregorio encargó dirigirse a Bretaña para evangelizar Inglaterra.

Para obtener una paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se comprometió a fondo —era un verdadero pacificador—, emprendiendo una estrecha negociación con el rey longobardo Agilulfo. Esa negociación llevó a un período de tregua que duró cerca de tres años (598-601), tras los cuales, en el año 603, fue posible estipular un armisticio más estable. Este resultado positivo se logró, ente otras causas, gracias a los contactos paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era una princesa bávara y, a diferencia de los jefes de los otros pueblos germanos, era católica, profundamente católica. Se conserva una serie de cartas del Papa san Gregorio a esta reina, en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella. Teodolinda consiguió, poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz.

El Papa se preocupó también de enviarle las reliquias para la basílica de San Juan Bautista que ella hizo construir en Monza, así como su felicitación y preciosos regalos para esa catedral con ocasión del nacimiento y del bautismo de su hijo Adaloaldo. La vicisitud de esta reina constituye un hermoso testimonio sobre la importancia de las mujeres en la historia de la Iglesia. En el fondo, los objetivos que san Gregorio perseguía constantemente eran tres: contener la expansión de los longobardos en Italia; proteger a la reina Teodolinda de la influencia de los cismáticos y reforzar la fe católica; y mediar entre los longobardos y los bizantinos con vistas a un acuerdo que garantizara la paz en la península y a la vez permitiera llevar a cabo una acción evangelizadora entre los longobardos. Por tanto, eran dos las finalidades que buscaba en esa compleja situación: promover acuerdos en el ámbito diplomático-político y difundir el anuncio de la verdadera fe entre las poblaciones.

Junto a la acción meramente espiritual y pastoral, el Papa san Gregorio fue protagonista activo también de una múltiple actividad social. Con las rentas del conspicuo patrimonio que la Sede romana poseía en Italia, especialmente en Sicilia, compró y distribuyó trigo, socorrió a quienes se encontraban en situación de necesidad, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en la indigencia, pagó rescates de ciudadanos que habían caído prisioneros de los longobardos, compró armisticios y treguas. Además desarrolló, tanto en Roma como en otras partes de Italia, una atenta labor de reforma administrativa, dando instrucciones precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles para su subsistencia y su obra evangelizadora en el mundo, se gestionaran con total rectitud y según las reglas de la justicia y de la misericordia. Exigía que los colonos fueran protegidos de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad de la Iglesia y, en caso de fraude, que se les indemnizara con prontitud, para que el rostro de la Esposa de Cristo no se contaminara con beneficios injustos.

San Gregorio llevó a cabo esta intensa actividad a pesar de sus problemas de salud, que lo obligaban con frecuencia a guardar cama durante largos días. Los ayunos que había practicado en los años de la vida monástica le habían ocasionado serios trastornos digestivos. Además, su voz era muy débil, de forma que a menudo tenía que encomendar al diácono la lectura de sus homilías, para que los fieles presentes en las basílicas romanas pudieran oírlo. En los días de fiesta hacía lo posible por celebrar Missarum sollemnia, esto es, la misa solemne, y entonces se encontraba personalmente con el pueblo de Dios, que lo apreciaba mucho porque veía en él la referencia autorizada en la que hallaba seguridad: no por casualidad se le atribuyó pronto el título de consul Dei.

A pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que actuar, gracias a su santidad de vida y a su rica humanidad consiguió conquistar la confianza de los fieles, logrando para su tiempo y para el futuro resultados verdaderamente grandiosos. Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Catequesis sobre san Gregorio Magno

Audiencia General del miércoles, 28 de mayo de 2008

Evangelio del día: No te olvides de lo principal

Evangelio del día: No te olvides de lo principal

Mateo 16, 21-27. Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario. El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, que a los ojos del mundo parece un fracaso, sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de entrega.

Desde aquel día, Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá». Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Entonces Jesús dijo a sus discípulos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Jeremías, Jer 20, 7-9

Salmo: Sal 63(62), 2-6.8-9

Segunda lectura: Carta a los Romanos, Rom 12, 1-2

Oración introductoria

Señor Jesús, qué difícil es «cargar la cruz», la senda que lleva al cielo es estrecha y angosta, por ello te pido que aumentes mi fe e ilumines mi corazón en esta oración, para que sepa aceptar confiadamente las «cruces» de mi vida.

Petición

Señor, hazme comprender que cargar la cruz es el único modo de dar fruto para la vida eterna.

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que deberá «ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21). ¡Todo parece alterarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16) pueda padecer hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y dice al Maestro: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (v. 22). Aparece evidente la divergencia entre el designio de amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico, ya no se razona según Dios sino según los hombres (cf. v. 23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a Pedro unas palabras particularmente duras: «¡Aléjate de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo» (ib.). El Señor enseña que «el camino de los discípulos es un seguirle a él [ir tras él], el Crucificado. Pero en los tres Evangelios este seguirle en el signo de la cruz se explica también… como el camino del «perderse a sí mismo», que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo» (cf. Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 337).

Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la invitación: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24). El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, que a los ojos del mundo parece un fracaso y una «pérdida de la vida» (cf. ib. 25-26), sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de entrega. Escribe el siervo de Dios Pablo VI: «Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta… morir en una cruz» (Ex. ap. Gaudete in Domino, 9 de mayo de 1975: aas 67 [1975] 300-301). Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: «La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba cegado por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha traído la redención a toda la humanidad» (Catechesis Illuminandorum XIII, 1: de Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 b).

Queridos amigos, confiamos nuestra oración a la Virgen María y también a san Agustín, cuya memoria litúrgica se celebra hoy, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando —como dice san Pablo en la liturgia de hoy— su modo de pensar para «poder discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rm 12, 2).

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 28 de agosto de 2011

Propósito

Reconocer a Cristo en las personas que me necesitan, en los que sufren o están desamparados.

Diálogo con Cristo

Señor, sé que el dolor esconde una fuerza particular, una gracia especial para crecer y madurar en el amor. La cruz me puede transformar porque sé que Tú siempre estás cerca, sin embargo, conoces mi cobardía y debilidad, por eso humildemente me acojo a la protección de tu santísima Madre para que interceda por mí para que nunca permitas que me aleje de Ti, de tu amor y tu perdón.

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Evangelio del día: Maldiciones contra escribas y fariseos

Evangelio del día: Maldiciones contra escribas y fariseos

Mateo 23, 13-22. Lunes de la 21.ª semana del Tiempo Ordinario. El cristiano que no ora se hace rígido, moralista… pero pierde la bondad.

En aquel tiempo, dijo Jesús: «¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran. [¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones! Por eso serán juzgados con más severidad.] ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para conseguir un prosélito, y cuando lo han conseguido lo hacen dos veces más digno de la Gehena que ustedes! ¡Ay de ustedes, guías, ciegos, que dicen: «Si se jura por el santuario, el juramento no vale; pero si se jura por el oro del santuario, entonces sí que vale»! Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante: el oro o el santuario que hace sagrado el oro? Ustedes dicen también: «Si se jura por el altar, el juramento no vale, pero vale si se jura por la ofrenda que está sobre el altar». ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar que hace sagrada esa ofrenda? Ahora bien, jurar por el altar, es jurar por él y por todo lo que está sobre él. Jurar por el santuario, es jurar por él y por aquel que lo habita. Jurar por el cielo, es jurar por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Segunda Carta a los Tesalonicenses, 2 Tes 1, 1-5.11b-12 

Salmo: Salmo 96(95), 1-5

Oración introductoria

Ven, Espíritu Santo. Dame tu luz porque soy ciego e insensato cuando pretendo vivir alejado de tu gracia. Te pido que esta oración me revele tu verdad y me ayude a ser dócil a tus inspiraciones para experimentar tu amor y el conocimiento vivo de tu Persona.

Petición

Jesús, concédeme un conocimiento personal y profundo de Ti.

Meditación del Santo Padre Francisco

El Papa recordó al respecto otra advertencia de Cristo —contenida en el capítulo 23 del Evangelio de Mateo— contra escribas y fariseos que «lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros». Es precisamente a causa de estas actitudes que se desencadena un proceso por el que «la fe se convierte en ideología ¡y la ideología espanta! La ideología expulsa a la gente y aleja a la Iglesia de la gente».

El Papa Francisco definió «una enfermedad grave ésta de los cristianos ideólogos»; pero se dijo también consciente de que se trata de «una enfermedad no nueva». Ya había hablado de ello el apóstol Juan en su primera carta, describiendo a «los cristianos que pierden la fe y prefieren las ideologías»: su «actitud es hacerse rígidos, moralistas, «eticistas», pero sin bondad».

Entonces es necesario preguntarse qué provoca «en el corazón de ese cristiano, de ese sacerdote, de ese obispo, o de ese Papa» una actitud así. Para el Papa Francisco la respuesta es sencilla: «Ese cristiano no reza. Y si no hay oración», se cierra la puerta.

Así que «la llave que abre la puerta a la fe es la oración». Porque «cuando un cristiano no ora, su testimonio es soberbio». Y él mismo es «un soberbio, es un orgulloso, es uno seguro de sí, no es humilde. Busca la propia promoción. En cambio, cuando un cristiano ora, no se aleja de la fe: habla con Jesús».

El Santo Padre puntualizó al respecto que el verbo «orar» no significa «decir oraciones», porque también los doctores de la ley «decían muchas oraciones», pero sólo «para hacerse ver». En efecto, «una cosa es orar y otra es decir oraciones». En este último caso se abandona la fe, transformándola precisamente «en ideología moralista» y «sin Jesús».

Quienes oran como los doctores de la ley —apuntó el Pontífice— reaccionan de igual modo «cuando un profeta o un buen cristiano les reprocha», utilizando el mismo método que se usó contra Jesús: «Al salir de allí los escribas y los fariseos empezaron a acosarlo implacablemente —dijo, repitiendo las palabras del pasaje evangélico— y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, tendiéndole trampas para cazarle con alguna palabra de su boca». Porque —comentó— «estos ideólogos son hostiles e insidiosos. ¡No son transparentes! Y, pobrecitos, ¡son gente ensuciada por la soberbia!».

De ahí la invitación conclusiva a pedir al Señor la gracia de no dejar nunca «de orar para no perder la fe» y de «permanecer humildes» a fin de no transformarse en personas cerradas «que cierran el camino al Señor».

Santo Padre Francisco: Discípulos de Cristo y no de la ideología

Homilía del jueves, 17 de octubre de 2013

Propósito

Los talentos que Dios me dio, ¿los uso sólo para mí? Fijarme una meta concreta para poner estos dones al servicio de Dios y de los demás.

Diálogo con Cristo

Gracias, Señor, por redimirme y por este momento de intimidad contigo. Es tan fácil caer en esas actitudes farisaicas que empobrecen o, incluso, envilecen a tal grado mi testimonio de vida, que éste influye para que otras personas se alejen de tu amor. Necesito fortalecer mi fe, llenarme de tu amor para ser un fiel discípulo y misionero, realmente convencido de que sin Ti, sin tu gracia, mi vida está incompleta.

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Evangelio del día: Tú eres Pedro

Evangelio del día: Tú eres Pedro

Mateo 16, 13-20. Fiesta de san Bartolomé, apóstol. (Vigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario). Ante todo, el Sumo Pontífice, el Obispo de Roma, está llamado a confirmar en la fe, a confirmar en el amor y a confirmar en la unidad.

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?». Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas». «Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?». Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te dará las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo». Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 22, 19-23

Salmo: Sal 138(137), 1-3.6.8

Segunda lectura: Carta a los Romanos, Rom 11, 33-36

Oración introductoria

Jesús, eres el hijo de Dios, el rey de mi vida y mi mejor amigo, maestro y pastor. Me tomas de la mano y me conduces al Padre. Me insistes en la conversión, pues sólo un corazón decidido puede a orar en la fe. Ayúdame a orar disponiendo mi corazón para hacer la voluntad del Padre.

Petición

Señor, concédeme buscar la santidad en la coherencia y en el cumplimiento de tu voluntad.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

Tres ideas sobre el ministerio petrino, guiadas por el verbo «confirmar». ¿Qué está llamado a confirmar el Obispo de Roma?

1. Ante todo, confirmar en la fe. El Evangelio habla de la confesión de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt, 16,16), una confesión que no viene de él, sino del Padre celestial. Y, a raíz de esta confesión, Jesús le dice: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18). El papel, el servicio eclesial de Pedro tiene su fundamento en la confesión de fe en Jesús, el Hijo de Dios vivo, en virtud de una gracia donada de lo alto. En la segunda parte del Evangelio de hoy vemos el peligro de pensar de manera mundana. Cuando Jesús habla de su muerte y resurrección, del camino de Dios, que no se corresponde con el camino humano del poder, afloran en Pedro la carne y la sangre: «Se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor!»» (16,22). Y Jesús tiene palabras duras con él: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo» (v. 23). Cuando dejamos que prevalezcan nuestras Ideas, nuestros sentimientos, la lógica del poder humano, y no nos dejamos instruir y guiar por la fe, por Dios, nos convertimos en piedras de tropiezo. La fe en Cristo es la luz de nuestra vida de cristianos y de ministros de la Iglesia.

2. Confirmar en el amor. En la Segunda Lectura hemos escuchado las palabras conmovedoras de san Pablo: «He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7). ¿De qué combate se trata? No el de las armas humanas, que por desgracia todavía ensangrientan el mundo; sino el combate del martirio. San Pablo sólo tiene un arma: el mensaje de Cristo y la entrega de toda su vida por Cristo y por los demás. Y es precisamente su exponerse en primera persona, su dejarse consumar por el evangelio, el hacerse todo para todos, sin reservas, lo que lo ha hecho creíble y ha edificado la Iglesia. El Obispo de Roma está llamado a vivir y a confirmar en este amor a Jesús y a todos sin distinción, límites o barreras. Y no sólo el Obispo de Roma: todos vosotros, nuevos arzobispos y obispos, tenéis la misma tarea: dejarse consumir por el Evangelio, hacerse todo para todos. El cometido de no escatimar, de salir de sí para servir al santo pueblo fiel de Dios.

3. Confirmar en la unidad. Aquí me refiero al gesto que hemos realizado. El palio es símbolo de comunión con el Sucesor de Pedro, «principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen gentium, 18). Y vuestra presencia hoy, queridos hermanos, es el signo de que la comunión de la Iglesia no significa uniformidad. El Vaticano II, refiriéndose a la estructura jerárquica de la Iglesia, afirma que el Señor «con estos apóstoles formó una especie de Colegio o grupo estable, y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él» (ibíd. 19). Confirmar en la unidad: el Sínodo de los Obispos, en armonía con el primado. Hemos de ir por este camino de la sinodalidad, crecer en armonía con el servicio del primado. Y el Concilio prosigue: «Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios» (ibíd. 22). La variedad en la Iglesia, que es una gran riqueza, se funde siempre en la armonía de la unidad, como un gran mosaico en el que las teselas se juntan para formar el único gran diseño de Dios. Y esto debe impulsar a superar siempre cualquier conflicto que hiere el cuerpo de la Iglesia. Unidos en las diferencias: no hay otra vía católica para unirnos. Este es el espíritu católico, el espíritu cristiano: unirse en las diferencias. Este es el camino de Jesús. El palio, siendo signo de la comunión con el Obispo de Roma, con la Iglesia universal, con el Sínodo de los Obispos, supone también para cada uno de vosotros el compromiso de ser instrumentos de comunión.

Confesar al Señor dejándose instruir por Dios; consumarse por amor de Cristo y de su evangelio; ser servidores de la unidad. Queridos hermanos en el episcopado, estas son las consignas que los santos apóstoles Pedro y Pablo confían a cada uno de nosotros, para que sean vividas por todo cristiano. Que la santa Madre de Dios nos guíe y acompañe siempre con su intercesión: Reina de los apóstoles, reza por nosotros. Amén.

Santo Padre Francisco

Homilía del sábado, 29 de junio de 2013

Propósito

Restar importancia a mis puntos de vista, para estar más abierto a la opinión de los demás.

Diálogo con Cristo

Jesús, frecuentemente soy escéptico y desconfío en que puedo alcanzar la santidad, porque no me dejo transformar por tu gracia y no cumplo la voluntad de Dios. Por eso te pido, hoy, que abras mi espíritu, mi corazón, mi entendimiento, para que sepa reconocerte siempre y darte el lugar que te corresponde en mi vida.

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Nuestra Señora de los Ángeles, Patrona de Costa Rica, con recursos audiovisuales

Nuestra Señora de los Ángeles, Patrona de Costa Rica, con recursos audiovisuales

La ciudad de Cartago, como muchas otras en la época colonial, segregaba a los blancos de los indios y mestizos. A todo el que no fuera blanco puro se le había prohibido el acceso a la ciudad, donde una cruz de piedra señalaba la división y los límites.

Estamos en los alrededores del año 1635, en la sección llamada «Puebla de los Pardos» y Juana Pereira, una pobre mestiza, se ha levantado al amanecer para, como todos los días, buscar la leña que necesita. Es el 2 de agosto, fiesta de la Virgen de los Angeles, y la luz del alba que ilumina el sendero entre los árboles, le permite a la india descubrir una pequeña imagen de la Virgen, sencillamente tallada en una piedra oscura, visiblemente colocada sobre una gran roca en la vereda del camino. Con gran alegría Juana Pereira recogió aquel tesoro, sin imaginar que otras cinco veces más lo volvería a hallar en el mismo sitio, pues la imagen desaparecía de armarios, cofres, y hasta del sagrario parroquial, para regresar tenazmente a la roca donde había sido encontrada. Entonces todos entendieron que la Virgen quería tener allí un lugar de oración donde pudiera dar su amor a los humildes y los pobres.

La imagen, tallada en piedra del lugar, es muy pequeña, pues mide aproximadamente sólo tres pulgadas de longitud. Nuestra Señora de los Angeles lleva cargado a Jesús en el brazo izquierdo, en el que graciosamente recoge los pliegues del manto que la cubre desde la cabeza. Su rostro es redondeado y dulce, sus ojos son rasgados, como achinados, y su boca es delicada. Su color es plomizo con algunos destellos dorados como diminutas estrellas repartidas por toda la escultura.

La Virgen se presenta actualmente a la veneración de sus fieles en un hermoso ostensorio de nobles metales y piedras preciosas, en forma de resplandor que la rodea totalmente, aumentando visualmente su tamaño. De la base de esta «custodia» brota una flor de lis rematada por el ángel que

sostiene la imagen de piedra. De esta sólo se ven los rostros de María y el Niño Jesús, pues un manto precioso la protege a la vez que la embellece.

La «Negrita» como la llama el cariño de los costarricenses, fue coronada solemnemente el 25 de abril de 1926. Nueve años más tarde, su Santidad Pío XI elevó el Santuario de la Reina de los Angeles a la dignidad de Basílica menor.

A Cartago llega un constante peregrinar de devotos que vienen a visitar a su Madre de los cielos; muchos entran de rodillas, como acto de humildad y de acción de gracias y luego van a orar ante la roca donde fue hallada la bendita imagen. Esta piedra se ha ido gastando por el roce de tantas manos que la acarician agradecidas mientras oran, dan gracias y piden alivio a su dolor, sus sufrimientos o sus necesidades. Debajo de esta piedra brota un manantial cuyas aguas recogen los que acuden en busca de la misericordia y la salud. El agua es signo del bautismo. No hay otra cosa que mas quiera la Virgen a que vivamos profundamente las gracias de nuestro bautismo.

Fuente: corazones.org

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Evangelio del día: Cuando parece que Dios desoye nuestras plegarias

Evangelio del día: Cuando parece que Dios desoye nuestras plegarias

Mateo 15, 21-28. Vigésimo domingo del Tiempo Ordinario. También nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!».

Jesús partió de allí y se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio». Pero él no le respondió nada. Sus discípulos se acercaron y le pidieron: «Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos». Jesús respondió: «Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel». Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!». Jesús le dijo: «No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros». Ella respondió: «¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!». Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!». Y en ese momento su hija quedó curada.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Isaías, Is 56, 1.6-7

Salmo: Sal 67(66), 2-3.5.6.8

Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 11, 13-15.29-32

Oración introductoria

Mi fe, frente a las dificultades, se debilita, cuando debería crecer. Humildemente recurro a ti, Señor y Padre mío, suplicando la intercesión de san José, para que esta oración me ayude a aumentar mi fe, acrecentar mi esperanza y, sobre todo, sea el medio para crecer en mi caridad, en mi amor a Ti y a los demás.

Petición

¡Señor, hazme un testigo fiel de mi fe!

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

El pasaje evangélico de este domingo comienza con la indicación de la región a donde Jesús se estaba retirando: Tiro y Sidón, al noroeste de Galilea, tierra pagana. Allí se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a él pidiéndole que cure a su hija atormentada por un demonio (cf. Mt 15, 22). Ya en esta petición podemos descubrir un inicio del camino de fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritar a Jesús: «Ten compasión de mí», una expresión recurrente en los Salmos (cf. 50, 1); lo llama «Señor» e «Hijo de David» (cf. Mt 15, 22), manifestando así una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente a este grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer. San Agustín comenta con razón: «Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo» (Sermo 77, 1: PL 38, 483). El aparente desinterés de Jesús, que dice: «Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel» (v. 24), no desalienta a la cananea, que insiste: «¡Señor, ayúdame!» (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que parece cerrar toda esperanza —«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 26)—, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migajas, le basta sólo una mirada, una buena palabra del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por una respuesta de fe tan grande y le dice: «Que se cumpla lo que deseas» (v. 28).

Queridos amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Es el camino que Jesús pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y en definitiva es un don de Dios, que se revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin nombre; la fe responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe vernos pasar del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cf. 1 Co 2, 13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor.

Queridos hermanos y hermanas, alimentemos por tanto cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la oración personal como «grito» dirigido a él y con la caridad hacia el prójimo. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, a la que mañana contemplaremos en su gloriosa asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y testimoniar con la vida la alegría de haber encontrado al Señor.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del dominto, 14 de agosto de 2011

Propósito

En las dificultades de este día, hacer un acto de fe y pedir con confianza la ayuda de Dios.

Diálogo con Cristo

Señor, sólo con la fe, la humildad, la confianza y la perseverancia en nuestra oración, a pesar de todas las dificultades como la mujer cananea es como penetramos hasta el corazón de Dios y sólo así es como escuchas nuestras plegarias.

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