Lucas 10, 1-12.17-20. Décimocuarto Domingo del Tiempo Ordinario. El cristiano no está nunca quieto: es un hombre, una mujer que camina siempre, que va más allá de las dificultades. Y lo hace con sus fuerzas y con alegría.
Después de esto, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, digan primero: «¡Que descienda la paz sobre esta casa!». Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: «El Reino de Dios está cerca de ustedes». Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan: ¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca». Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad.
Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre». El les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder de caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo».
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 6, 14-18
Oración introductoria
Señor Jesús, gracias por esta oportunidad de poder dialogar contigo en la oración. Tú lo sabes todo, sabes que quiero responder a la misión que me has encomendado, porque la cosecha es mucha para tan pocos misioneros. Te ofrezco toda mi atención y confío en que me darás las gracias necesarias para dedicarme a trabajar con mucho entusiasmo y amor en la extensión de tu Reino.
Petición
Señor, concédeme la gracia de aceptar tus indicaciones para ser un auténtico discípulo y misionero de tu Iglesia.
Meditación del Santo Padre Francisco
Caminar, seguir adelante, más allá de los obstáculos. Es ésta la actitud adecuada para el buen cristiano porque forma parte de su identidad. Es más, un cristiano que no camina, que no sigue adelante «está enfermo en su identidad». El Papa Francisco —durante la misa del viernes 14 de febrero— volvió a repetir la invitación que a menudo dirige a los fieles que encuentra: «adelante, seguid adelante». Y lo hizo al recordar a los patronos de Europa, Cirilo y Metodio, de quienes se celebraba su memoria. Como discípulos, fueron enviados a llevar el mensaje y su caminar, destacó el Papa, «nos hace reflexionar sobre la identidad del discípulo».
Pero, se preguntó el Pontífice, «¿quién es el cristiano?», «¿cómo se comporta el cristiano?». Su respuesta fue: El cristiano «es un discípulo. Es un discípulo que es enviado. El Evangelio es claro: El Señor los envió, id, ¡seguid adelante! Esto significa que el cristiano es un discípulo del Señor que camina, que va siempre adelante. No se puede pensar en un cristiano quieto. Un cristiano que permanece quieto está enfermo en su identidad cristiana».
Sin embargo, caminar para el cristiano significa también «ir más allá de las dificultades». Para explicar esta afirmación el Papa Francisco hizo referencia a la lectura del día tomada de los Hechos de los Apóstoles (13, 46-49), en la que Pablo y Bernabé al ver que en Antioquía de Pisidia los judíos no les seguían «se marcharon con los gentiles: ¡adelante!». Por lo demás, prosiguió el Pontífice, también Jesús en las bodas «obró así, siguió adelante: los invitados no llegaron, todos encontraron un motivo para no ir. ¿Dice Jesús que no hagamos fiesta? No. Id a los cruces de los caminos, de las calles e invitad a todos, buenos y malos. Así dice el Evangelio. ¿Pero también a los malos? Incluso los malos. ¡A todos!».
Un segundo aspecto de la identidad del cristiano es que «debe permanecer siempre como un cordero». El Papa Francisco se refirió al pasaje del Evangelio de Lucas proclamado poco antes (10, 1-9) y dijo: «El cristiano es un cordero y debe conservar esta identidad de cordero: “¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos”». Es necesario, por lo tanto, permanecer como corderos y «no convertirse en lobos, porque a veces —precisó el Santo Padre— la tentación nos hace pensar: “esto es difícil, estos lobos son astutos y yo también seré más astuto que ellos”». Por lo tanto permanecer como «cordero, no como tonto, sino cordero. Cordero, con la astucia cristiana, pero siempre cordero. Porque si tú eres cordero Él te defiende. Pero si te sientes fuerte como el lobo, Él no te defiende, te deja solo. Y los lobos te comerán crudo».
«¿Cuál es el estilo del cristiano en este caminar como cordero?» se preguntó después el Papa ilustrando el tercer elemento que caracteriza la identidad cristiana. «La alegría», fue su respuesta. Y continuó: «La alegría es el estilo del cristiano. El cristiano no puede caminar sin alegría. No se puede caminar como corderos sin alegría». Una actitud que hay que mantener siempre, incluso ante los problemas, también «con los propios errores y pecados» porque «está la alegría de Jesús que siempre perdona y ayuda».
El Evangelio, repitió el obispo de Roma, debe ser llevado al mundo por estos corderos que caminan con alegría. «No hacen un favor al Señor en la Iglesia —advirtió— esos cristianos que tienen un tiempo de adagio quejumbroso, que viven siempre así, lamentándose de todo, tristes. Éste no es el estilo de un discípulo. San Agustín dice: ¡sigue, sigue adelante, canta y camina, con la alegría! Éste es el estilo del cristiano: anunciar el Evangelio con alegría». En cambio «demasiada tristeza y también amargura nos llevan a vivir un así llamado cristianismo sin Cristo». El cristiano no está nunca quieto: es un hombre, una mujer que camina siempre, que va más allá de las dificultades. Y lo hace con sus fuerzas y con alegría. «Que el Señor —concluyó— nos conceda la gracia de vivir como cristianos que caminan como corderos y con alegría».
El evangelio de hoy (cf. Lc 10, 1-12. 17-20) presenta a Jesús que envía a setenta y dos discípulos a las aldeas a donde está a punto de ir, para que preparen el ambiente. Esta es una particularidad del evangelista san Lucas, el cual subraya que la misión no está reservada a los doce Apóstoles, sino que se extiende también a otros discípulos.
En efecto, Jesús dice que «la mies es mucha, y los obreros pocos» (Lc 10, 2). En el campo de Dios hay trabajo para todos. Pero Cristo no se limita a enviar: da también a los misioneros reglas de comportamiento claras y precisas. Ante todo, los envía «de dos en dos» para que se ayuden mutuamente y den testimonio de amor fraterno. Les advierte que serán «como corderos en medio de lobos», es decir, deberán ser pacíficos a pesar de todo y llevar en todas las situaciones un mensaje de paz; no llevarán consigo ni alforja ni dinero, para vivir de lo que la Providencia les proporcione; curarán a los enfermos, como signo de la misericordia de Dios; se irán de donde sean rechazados, limitándose a poner en guardia sobre la responsabilidad de rechazar el reino de Dios.
San Lucas pone de relieve el entusiasmo de los discípulos por los frutos de la misión, y cita estas hermosas palabras de Jesús: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos, más bien, de que vuestros nombres estén escritos en los cielos» (Lc 10, 20). Ojalá que este evangelio despierte en todos los bautizados la conciencia de que son misioneros de Cristo, llamados a prepararle el camino con sus palabras y con el testimonio de su vida.
Es tiempo de vacaciones y mañana partiré para Lorenzago di Cadore, donde seré huésped del obispo de Treviso en la casa que ya acogió al venerado Juan Pablo II. El aire de montaña me hará bien —así lo espero— y podré dedicarme más libremente a la reflexión y a la oración.
Deseo a todos, especialmente a los que sienten mayor necesidad, que puedan tomar vacaciones, para reponer las energías físicas y espirituales, y renovar un contacto saludable con la naturaleza. La montaña, en particular, evoca la elevación del espíritu hacia las alturas, hacia el «grado alto» de nuestra humanidad que, por desgracia, la vida diaria tiende a rebajar.
A este propósito, quiero recordar la V Peregrinación de los jóvenes a la cruz del Adamello, a donde el Santo Padre Juan Pablo II fue dos veces. La peregrinación se realizó durante estos días, y acaba de culminar con la santa misa, celebrada aproximadamente a tres mil metros de altura. A la vez que saludo al arzobispo de Trento y al secretario general de la Conferencia episcopal italiana, así como a las autoridades trentinas, renuevo la cita a todos los jóvenes italianos para los días 1 y 2 de septiembre en Loreto.
Que la Virgen María nos proteja siempre, tanto en la misión como en el merecido descanso, para que podamos realizar con alegría y con fruto nuestro trabajo en la viña del Señor.
¡Seamos apóstoles con nuestra vida, con nuestro testimonio, con nuestra palabra, y nunca nos avergoncemos de ser lo que somos: católicos, hijos de Dios, discípulos de Jesucristo!
Diálogo con Cristo
Jesús, Tú me enseñas que quien te lleva en el corazón se llena de paz y transmite la paz. Necesito crecer en la paciencia y la humildad para ser ese instrumento que pueda llevar tu paz, donde haya desunión, egoísmo, tristeza, etc., como nos dice san Francisco de Asís que celebramos hoy. No permitas que me autoengañe «aparentando» seguir tu voluntad cuando en el fondo busco hacer siempre mi parecer.
Mateo 7, 21-29. Jueves de la 12.ª semana del Tiempo Ordinario. Construir sobre roca quiere decir ante todo: construir sobre Cristo y con Cristo.
No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?». Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal». Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena». Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande». Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, la multitud estaba asombrada de su enseñanza, porque él les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas.
Primera lectura: Libro Segundo de Reyes, 2 Re 24, 8-17
Salmo: Sal 79(78), 1-5.8-9
Oración introductoria
Señor, me acerco a Ti en esta oración para construir mi vida sobre la roca firme de tu amor. No permitas que me conforme con invocar tu nombre con los brazos cruzados, mis ojos cerrados y mis oídos tapados. Tengo sed de Ti, de encontrarme contigo, de dejarme guiar por Ti en esta meditación.
Petición
Padre Santo, dame el don de construir mi vida sobre la roca firme de tu amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
Hay necesidad de «cristianos de acción y de verdad» cuya vida esté «fundada sobre la roca de Jesús», y no de «cristianos de palabras», superficiales como los gnósticos o rígidos como los pelagianos. Lo dijo el Papa Francisco, en la misa celebrada el [día de hoy] en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.
El Papa, inspirándose en el evangelio del día (Mt 7, 21-29), dijo que «el Señor nos habla de nuestro fundamento, el fundamento de nuestra vida cristiana», y nos dice que este «fundamento es la roca». Esto significa que «debemos construir la casa», o sea nuestra vida, sobre la roca que es Cristo. Él es la única roca «que puede darnos seguridad».
A partir de esta enseñanza, el Papa Francisco identificó «en la historia de la Iglesia dos clases de cristianos»: los primeros, de quienes hay que tener cuidado, son los «cristianos de palabras», los que se limitan a repetir: «Señor, Señor»; los segundos, los auténticos, son «cristianos de acción, de verdad». Al respecto destacó que desde siempre existe «la tentación de vivir nuestro cristianismo fuera de la roca que es Cristo: el único que nos da la libertad para decir «Padre» a Dios; el único que nos sostiene en los momentos difíciles». E hizo una doble exhortación a pedir «al Señor la gracia de no transformarnos en «cristianos de palabras»», para poder, en cambio, «ir adelante en la vida como cristianos firmes sobre la roca que es Jesucristo y con la libertad que nos da el Espíritu Santo». Una gracia que se ha de pedir «de modo especial a la Virgen. Ella —concluyó— sabe lo que significa estar fundados en la roca».
¡Os doy mi cordial bienvenida! Vuestra presencia me alegra. Doy gracias al Señor por este encuentro con el calor de vuestra cordialidad. Sabemos que «donde están dos o tres reunidos en el nombre de Jesús, él está en medio de ellos» (cf. Mt 18, 20). ¡Pero vosotros sois hoy aquí muchos más! Por esto os doy las gracias a cada uno de vosotros. Así pues, Jesús está aquí con nosotros. Está presente entre los jóvenes de la tierra polaca, para hablar con ellos de una casa que no se desplomará jamás, porque está edificada sobre roca. Es la palabra evangélica que acabamos de escuchar (cf. Mt 7, 24-27).
Amigos míos, en el corazón de cada hombre existe el deseo de una casa. En un corazón joven existe con mayor razón el gran anhelo de una casa propia, que sea sólida, a la que no sólo se pueda volver con alegría, sino también en la que se pueda acoger con alegría a todo huésped que llegue. Es la nostalgia de una casa en la que el pan de cada día sea el amor, el perdón, la necesidad de comprensión, en la que la verdad sea la fuente de la que brota la paz del corazón.
Es la nostalgia de una casa de la que se pueda estar orgulloso, de la que no se deba avergonzar y por cuya destrucción jamás se deba llorar. Esta nostalgia no es más que el deseo de una vida plena, feliz, realizada. No tengáis miedo de este deseo. No lo evitéis. No os desaniméis a la vista de las casas que se han desplomado, de los deseos que no se han realizado, de las nostalgias que se han disipado. Dios Creador, que infunde en un corazón joven el inmenso deseo de felicidad, no lo abandona después en la ardua construcción de la casa que se llama vida.
Amigos míos, se impone una pregunta: «¿Cómo construir esta casa?». Es una pregunta que seguramente ya os habéis planteado muchas veces en vuestro corazón y que volveréis a plantearos muchas veces. Es una pregunta que es preciso hacerse a sí mismos no solamente una vez. Cada día debe estar ante los ojos del corazón: ¿cómo construir la casa llamada vida? Jesús, cuyas palabras hemos escuchado en el pasaje del evangelio según san Mateo, nos exhorta a construir sobre roca. En efecto, solamente así la casa no se desplomará.
Pero ¿qué quiere decir construir la casa sobre roca? Construir sobre roca quiere decir ante todo: construir sobre Cristo y con Cristo. Jesús dice: «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca» (Mt 7, 24). Aquí no se trata de palabras vacías, dichas por una persona cualquiera, sino de las palabras de Jesús. No se trata de escuchar a una persona cualquiera, sino de escuchar a Jesús. No se trata de cumplir cualquier cosa, sino de cumplir las palabras de Jesús.
Construir sobre Cristo y con Cristo significa construir sobre un fundamento que se llama amor crucificado. Quiere decir construir con Alguien que, conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice: «Eres precioso a mis ojos, … eres estimado, y yo te amo» (Is 43, 4). Quiere decir construir con Alguien que siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque él no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2, 13). Quiere decir construir con Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del hombre, y dice: «Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (cf. Jn 8, 11). Quiere decir construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los brazos para repetir por toda la eternidad: «Yo doy mi vida por ti, hombre, porque te amo».
Por último, construir sobre Cristo quiere decir fundar sobre su voluntad todos nuestros deseos, expectativas, sueños, ambiciones, y todos nuestros proyectos. Significa decirse a sí mismo, a la propia familia, a los amigos y al mundo entero y, sobre todo, a Cristo: «Señor, en la vida no quiero hacer nada contra ti, porque tú sabes lo que es mejor para mí. Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (cf. Jn 6, 68). Amigos míos, no tengáis miedo de apostar por Cristo. Tened nostalgia de Cristo, como fundamento de la vida. Encended en vosotros el deseo de construir vuestra vida con él y por él. Porque no puede perder quien lo apuesta todo por el amor crucificado del Verbo encarnado.
Construir sobre roca significa construir sobre Cristo y con Cristo, que es la roca. En la primera carta a los Corintios san Pablo, hablando del camino del pueblo elegido a través del desierto, explica que todos «bebieron… de la roca espiritual que los acompañaba; y la roca era Cristo» (1 Co 10, 4). Ciertamente, los padres del pueblo elegido no sabían que esa roca era Cristo. No eran conscientes de que los acompañaba Aquel que, cuando llegaría la plenitud de los tiempos, se encarnaría, asumiendo un cuerpo humano. No necesitaban comprender que apagaría su sed el Manantial mismo de la vida, capaz de ofrecer el agua viva para saciar la sed de todo corazón. Sin embargo, bebieron de esta roca espiritual que es Cristo, porque sentían nostalgia del agua de la vida, la necesitaban.
Mientras caminamos por las sendas de la vida, a veces quizá no somos conscientes de la presencia de Jesús. Pero precisamente esta presencia viva y fiel, la presencia en la obra de la creación, la presencia en la palabra de Dios y en la Eucaristía, en la comunidad de los creyentes y en todo hombre redimido por la preciosa sangre de Cristo, esta presencia es la fuente inagotable de la fuerza humana. Jesús de Nazaret, Dios que se hizo hombre, está a nuestro lado en los momentos felices y en las adversidades, y desea esta relación, que es en realidad el fundamento de la auténtica humanidad. En el Apocalipsis leemos estas significativas palabras: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).
Amigos míos, ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre roca significa también construir sobre Alguien che fue rechazado. San Pedro habla a sus fieles de Cristo como de una «piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios» (1 P 2, 4). El hecho innegable de la elección de Jesús por parte de Dios no esconde el misterio del mal, a causa del cual el hombre es capaz de rechazar a Aquel que lo ha amado hasta el extremo. Este rechazo de Jesús por parte de los hombres, mencionado por san Pedro, se prolonga en la historia de la humanidad y llega también a nuestros días.
No se necesita una gran agudeza para descubrir las múltiples manifestaciones del rechazo de Jesús, incluso donde Dios nos ha concedido crecer. Muchas veces Jesús es ignorado, es escarnecido, es proclamado rey del pasado, pero no del hoy y mucho menos del mañana; es arrumbado en el armario de cuestiones y de personas de las que no se debería hablar en voz alta y en público. Si en la construcción de la casa de vuestra vida os encontráis con los que desprecian el fundamento sobre el que estáis construyendo, no os desaniméis. Una fe fuerte debe superar las pruebas. Una fe viva debe crecer siempre. Nuestra fe en Jesucristo, para seguir siendo tal, debe confrontarse a menudo con la falta de fe de los demás.
Queridos amigos, ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre roca quiere decir ser conscientes de que habrá contrariedades. Cristo dice: «Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa…» (Mt 7, 25). Estos fenómenos naturales no sólo son la imagen de las múltiples contrariedades de la condición humana; normalmente también son previsibles. Cristo no promete que sobre una casa en construcción no caerá jamás un aguacero; no promete que una ola violenta no derribará lo que para nosotros es más querido; no promete que vientos impetuosos no arrastrarán lo que hemos construido a veces a costa de enormes sacrificios. Cristo no sólo comprende la aspiración del hombre a una casa duradera, sino que también es plenamente consciente de todo lo que puede arruinar la felicidad del hombre. Por eso, no debéis sorprenderos de que surjan contrariedades, cualesquiera que sean. No os desaniméis a causa de ellas. Un edificio construido sobre roca no queda exento de la acción de las fuerzas de la naturaleza, inscritas en el misterio del hombre. Haber construido sobre roca significa tener la certeza de que en los momentos difíciles existe una fuerza segura en la que se puede confiar.
Amigos míos, permitidme que insista: ¿qué quiere decir construir sobre roca? Quiere decir construir con sabiduría. Con razón Jesús compara a quienes oyen sus palabras y las ponen en práctica con un hombre sabio que ha construido su casa sobre roca. En efecto, es insensato construir sobre arena cuando se puede hacer sobre roca, teniendo así una casa capaz de resistir a cualquier tormenta. Es insensato construir la casa sobre un terreno que no ofrece garantías de resistir en los momentos más difíciles. Tal vez sea más fácil fundar nuestra vida sobre las arenas movedizas de nuestra visión del mundo, construir nuestro futuro lejos de la palabra de Jesús, y a veces incluso contra ella. Sin embargo, es evidente que quien construye de este modo no es prudente, porque quiere convencerse a sí mismo y a los demás de que en su vida no se desatará ninguna tormenta, de que ninguna ola se estrellará contra su casa. Ser sabio significa tener en cuenta que la solidez de la casa depende de la elección del fundamento. No tengáis miedo de ser sabios; es decir, no tengáis miedo de construir sobre roca.
Amigos míos, una vez más: ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre roca quiere decir también construir sobre Pedro y con Pedro, pues a él el Señor le dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Si Cristo, la Roca, la piedra viva y preciosa, llama a su Apóstol piedra, significa que quiere que Pedro, y con él toda la Iglesia, sean signo visible del único Salvador y Señor.
Ciertamente aquí, en Cracovia, la ciudad predilecta de mi predecesor Juan Pablo II, a nadie sorprenden las palabras acerca de construir con Pedro y sobre Pedro. Por eso os digo: no tengáis miedo de construir vuestra vida en la Iglesia y con la Iglesia. Sentíos orgullosos del amor a Pedro y a la Iglesia a él encomendada. No os dejéis engañar por quienes quieren contraponer a Cristo y a la Iglesia. Sólo hay una roca sobre la cual vale la pena construir la casa. Esta roca es Cristo. Sólo hay una piedra sobre la cual vale la pena apoyarlo todo. Esta piedra es aquel a quien Cristo dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Vosotros, los jóvenes, habéis conocido bien al Pedro de nuestro tiempo. Por eso, no olvidéis que ni aquel Pedro que está observando nuestro encuentro desde la ventana de Dios Padre, ni este Pedro que ahora está delante de vosotros, ni ningún Pedro sucesivo estará nunca contra vosotros, ni contra la construcción de una casa duradera sobre roca. Al contrario, con su corazón y con sus manos os ayudará a construir la vida sobre Cristo y con Cristo.
Queridos amigos, meditando en las palabras de Cristo sobre la roca como fundamento adecuado para la casa, no podemos menos de notar que la última palabra es una palabra de esperanza. Jesús dice que, a pesar de la furia de los elementos, la casa no se desplomó, porque estaba fundada sobre roca. Con estas palabras nos infunde una extraordinaria confianza en la fuerza del fundamento, la fe que no teme ser desmentida porque está confirmada por la muerte y resurrección de Cristo. Esta es la fe que, años después, confesará san Pedro en su carta: «He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa, y el que crea en ella no será confundido» (1 P 2, 6). Ciertamente «no será confundido…».
Queridos jóvenes amigos, el miedo al fracaso a veces puede frenar incluso los sueños más hermosos. Puede paralizar la voluntad e impedir creer que pueda existir una casa construida sobre roca. Puede persuadir de que la nostalgia de la casa es solamente un deseo juvenil y no un proyecto de vida. Como Jesús, decid a este miedo: «¡No puede caer una casa fundada sobre roca!». Como san Pedro, decid a la tentación de la duda: «Quien cree en Cristo, no será confundido». Sed testigos de la esperanza, de la esperanza que no teme construir la casa de la propia vida, porque sabe bien que puede apoyarse en el fundamento que le impedirá caer: Jesucristo, nuestro Señor.
Visitar al Señor en el sagrario y rezarle: «Señor, creo en ti y por esto sé que no seré confundido».
Diálogo con Cristo
Jesús, contigo cada día es una bella oportunidad para hacer crecer mi amor por Ti y a los demás. Ayúdame a darte un «sí» en cada momento de mi vida, viviendo con la conciencia de que me creaste para ser santo y que la santidad no es sino una respuesta de amor, en cada momento del día, en lo pequeño y en lo grande.
Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut, barón do Forteastell. Noble ó villano, señor ó pechero, tú, cualquiera que seas, que te detienes un instante al borde de mi sepultura, cree en Dios, como yo he creido, y ruégale por mí».
* * *
I
Nobles aventureros, que puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas; si al atravesar el quebrado valle de Alontagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oidme.
II
Pastores, que seguís con lento paso vuestras ovejas que pacen derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del trasparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut en el rigor del verano, y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oidme.
III
Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad; si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut á coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, á cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oidme.
IV
Tú, noble caballero, tal vez el resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes á lágrimas, todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido, y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy á referiros la peregrina historia.
* * *
I
Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía, que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrandose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.
— ¡Allí está! ¡allí está! gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando á sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó á las nubes.
La serpiente había desaparecido.
II
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo á luz, su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse á un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba á sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía á las doncellas, daba de palos á los monges, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba Santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.
III
Un día en que salió de caza, y que, como era su costumbre, hizo entrar á guarecerse de la lluvia á toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso, le conjuró en nombre del cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, á que abandonase aquel lugar y fuese á pie y con un bordón de romero á pedir al Papa la absolución de sus culpas.
— ¡Déjame en paz, viejo loco! exclamó Teobaldo al oirle; déjame en paz; ó ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como á un jabalí para distraerme.
IV
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó á contestarle: — Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero á tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.
— ¡Un Dios que castiga y perdona! prorumpió el sacrilego barón con una carcajada. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy á cumplirte lo que te he prometido; porque aunque poco rezador, soy amigo de no faltar á mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos á darle caza á este imbécil, aunque se suba á los retablos de sus altares.
V
Ya después de dudar un instante y á una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes á desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote, murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería horrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de ¡Al jabalí! — ¡Por las breñas! — ¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió á las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.
VI
— ¿Por dónde va el jabalí? preguntó el barón subiendo á su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta.— Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas, le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza á los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero ó más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca á la res, que dos ó tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos, y echádose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba á intervalos entre los espesos matorrales, tornaba á desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, é internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.
VIII
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia; tendió el brazo y voló la saeta, que fué á clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido. — ¡Muerto está! exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo á hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo; ¡muerto está! en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo, comenzó á hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, cayó al suelo desplomado, arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba á acortarse; cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.
IX
Pintar la ira del colérico Teobaldo, sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso é impío. Llamó á grandes voces á sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. — Le seguiré á la carrera, aun cuando haya de reventarme, exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose á seguir á la res; pero en aquel momento sintió ruido á sus espaldas; se entreabrieron las ramas de la espesura, y se presentó á sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.
— El cielo me lo envía, dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.
X
El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque, dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó á zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero á un escape tan rápido, que temeroso de perder los estribos y caer á tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos á sus flotantes crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corríasin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba á su alrededor? Nadie lo sabe.
XI
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta, se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban á su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar á otros más y más desconocidos. Valles angostos, erizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un ciélo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar; todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.
* * *
I
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas que escucháis mi relato, si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es una fábula tejida á mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición, y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut, es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad á sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban á sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un poder sobrenatural que le arrastraba sin que supiese á dónde, á través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba á veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas á desprenderse.
El corcel corría, ó mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron á desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.
III
Cabalgando sobre la nubes, vestidos de luengas rúnicas con orlas de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera, y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio á los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la tempestad.
Y subió más alto, y creyó divisar á lo lejos las tormentosas nubes semejantes á un mar de lava, y oyó mugir el trueno á sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.
IV
Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco á los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador himnos de alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los liombres á las estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.
V
Por una escala misteriosa vio bajar las almas á la tierra; vio bajar muchas, y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos, tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.
Después las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio, como cortinas de gasa trasparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares, y el paraíso de los justos se ofreció á sus miradas deslumbrador y magnífico.
VI
Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras Catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y sus limbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las gerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación. Nuestra Señora de Monserrat, la Madre de Dios, la Reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.
VII
Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono do se asienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad, el eterno silencio viven en aquellas regiones, que conducen al misterioso santuario del Señor. Decuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos; ráfagas semejantes á las que anunciaban á los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó á un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.
VIII
Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre, que pedía á Dios por él; pero no oyó la suya.
IX
Mas allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrilegos de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segimdo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en vnia tarde de verano, por no oir su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose á las otras voces en medio de aquel concierto infernal.
— ¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! decía aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba á creer.
X
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto á concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y postrados á sus pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar, y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.
* * *
I
La noche había cerrado, y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado á unas regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba á su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas, y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.
— Habré soñado, dijo el barón; y emprendió su camino al través del bosque, y salió al fin de la llanura.
II
En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo, sobre el fondo azulado y trasparente del cielo de la noche. — Mi castillo está lejos y estoy cansado, murmuró; esperaré el día en un lugar cercano, y se dirigió al lugar. — Llamó a la puerta. — ¿Quién sois? le preguntaron. — El barón de Fortcastell, respondió, y se le rieron en sus barbas.- — Llamó á otra. — ¿Quién sois y qué queréis? tornaron á preguntarle. — Vuestro señor, insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen; Teobaldo de Montagut. — ¡Teobaldo de Montagut! dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja; ¡Teobaldo de Montagut el del cuento!… ¡Bah!… Seguid vuestro camino , y no vengáis á sacar de su sueño á las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.
III
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, á cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya, se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza y sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado; y confuso, y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.
— ¡Y este es mi castillo, no hay duda! decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto á otro, sin acertar á comprender lo que le pasaba. ¡Aquel es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domina, el señorío de Forcastell…
En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su dintel un religioso.
IV
— ¿Quien sois y qué hacéis aquí? preguntó Teobaldo al monge.
— Yo soy, contestó éste, un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio de Montagut.
— Pero… interrumpió el barón, Montagut ¿no es un señorío?
— Lo fué, prosiguió el monge… hace mucho tiempo… A su último señor, según cuentan, se le llevó el diablo; y como no tenía á nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras á los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento á ciento veinte años. Y vos ¿quién sois?
— Yo… balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio; yo soy… un miserable pecador, que arrepentido de sus faltas, viene á confesarlas á vuestro abad, y á pedirle que le admita en el seno de su religión.
Mateo 10,7-13. Memoria de san Bernabé, apóstol. 11 de junio. Los santos «no han caído del cielo», son hombres como nosotros, con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o no pecar nunca; la santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.
Dijo Jesús a sus discípulos: «Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente. No lleven encima oro ni plata, ni monedas, ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento. Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir. Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella. Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 11, 21b-26; 13, 1-3
Salmo: Sal 98(97), 1-6
Oración introductoria
Señor, me llamas a dedicarme a predicar tu Evangelio. ¡Qué privilegio el poder contribuir en la extensión de tu Reino! Para lograrlo, necesito aumentar mi fe y mi caridad, por ello te pido que esta oración sea el medio para fortalecer mi convicción de ser un auténtico discípulo y misionero de tu amor.
Petición
Ayúdame, Señor, a saber corresponder, con mi amor y servicio a los demás, el don de tu redención.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Prosiguiendo nuestro viaje entre los protagonistas de los orígenes cristianos, hoy dedicamos nuestra atención a otros colaboradores de san Pablo. Tenemos que reconocer que el Apóstol es un ejemplo elocuente de hombre abierto a la colaboración: en la Iglesia no quiere hacerlo todo él solo, sino que se sirve de numerosos y diversos compañeros. No podemos detenernos a considerar todos estos valiosos ayudantes, pues son muchos. […]
«Bernabé», que significa «hijo de la exhortación» (Hch 4, 36) o «hijo del consuelo», es el sobrenombre de un judío levita oriundo de Chipre. Habiéndose establecido en Jerusalén, fue uno de los primeros en abrazar el cristianismo, tras la resurrección del Señor. Con gran generosidad vendió un campo de su propiedad y entregó el dinero a los Apóstoles para las necesidades de la Iglesia (cf. Hch 4, 37). Se hizo garante de la conversión de Saulo ante la comunidad cristiana de Jerusalén, que todavía desconfiaba de su antiguo perseguidor (cf. Hch 9, 27). Enviado a Antioquía de Siria, fue a buscar a Pablo, en Tarso, donde se había retirado, y con él pasó un año entero, dedicándose a la evangelización de esa importante ciudad, en cuya Iglesia Bernabé era conocido como profeta y doctor (cf. Hch 13, 1).
Así, Bernabé, en el momento de las primeras conversiones de los paganos, comprendió que había llegado la hora de Saulo, el cual se había retirado a Tarso, su ciudad. Fue a buscarlo allí. En ese momento importante, en cierta forma, devolvió a Pablo a la Iglesia; en este sentido, le entregó una vez más al Apóstol de las gentes. La Iglesia de Antioquía envió a Bernabé en misión, junto a Pablo, realizando lo que se suele llamar el primer viaje misionero del Apóstol. En realidad, fue un viaje misionero de Bernabé, pues él era el verdadero responsable, al que Pablo se sumó como colaborador, recorriendo las regiones de Chipre y Anatolia centro-sur, en la actual Turquía, con las ciudades de Atalía, Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe (cf. Hch 13-14). Junto a Pablo, acudió después al así llamado concilio de Jerusalén, donde, después de un profundo examen de la cuestión, los Apóstoles con los ancianos decidieron separar de la identidad cristiana la práctica de la circuncisión (cf. Hch 15, 1-35). Sólo así, al final, permitieron oficialmente que fuera posible la Iglesia de los paganos, una Iglesia sin circuncisión: somos hijos de Abraham solamente por la fe en Cristo.
Los dos, Pablo y Bernabé, se enfrentaron más tarde, al inicio del segundo viaje misionero, porque Bernabé quería tomar como compañero a Juan Marcos, mientras que Pablo no quería, dado que el joven se había separado de ellos durante el viaje anterior (cf. Hch 13, 13; 15, 36-40). Por tanto, también entre los santos existen contrastes, discordias, controversias. Esto me parece muy consolador, pues vemos que los santos «han caído del cielo». Son hombres como nosotros, incluso con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o no pecar nunca. La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.
De este modo, Pablo, que había sido más bien duro y severo con Marcos, al final se vuelve a encontrar con él. En las últimas cartas de san Pablo, a Filemón y en la segunda a Timoteo, Marcos aparece precisamente como «mi colaborador». Por consiguiente, lo que nos hace santos no es el no habernos equivocado nunca, sino la capacidad de perdón y reconciliación. Y todos podemos aprender este camino de santidad.
En todo caso, Bernabé, con Juan Marcos, se dirigió a Chipre (cf. Hch 15, 39) alrededor del año 49. A partir de entonces se pierden sus huellas. Tertuliano le atribuye la carta a los Hebreos, lo cual es verosímil, pues, siendo de la tribu de Leví, Bernabé podía estar interesado en el tema del sacerdocio. Y la carta a los Hebreos nos interpreta de manera extraordinaria el sacerdocio de Jesús.
Audiencia General del miércoles, 31 de enero de 2007
Propósito
Proclamar el Evangelio con mi testimonio y ayudando a los demás.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, para poder evangelizar necesito tenerte en el centro de mi vida. Y eso, ¿qué implica? Tenerte presente a lo largo de todo el día, en mis diversas actividades, para llegar a ser una persona de oración y de acción, que podrá presentar la belleza de tu amor con naturalidad y alegría, con astucia y constancia, de modo que, sobre todo mi testimonio, sea una ayuda para que otros quieran conocerte, amarte y seguirte.
Lucas 2, 41-51. Memoria del Inmaculado Corazón de María. La actitud de María inspira nuestra fe.
Sus padres iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acababa la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que los oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al ver, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados». Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?». Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.
Salmo (tomado del Primer Libro de Samuel): 1 Sam 2, 1.4-8
Oración introductoria
Señor y Dios mío, enséñame a reconocer tu amor y a conocerte cada vez más de forma experiencial, pues una cosa es conocer lo que has hecho y otra muy distinta el conocerte a ti. Yo quiero ahondar en tu conocimiento, Señor. Quiero hacer una experiencia profunda de ti, de tu amor, de tu bondad. Concédeme la gracia de adentrarme cada día más en ella.
Petición
Padre mío, aumenta mi fe, mi esperanza y mi caridad para que renueve minuto a minuto mi opción por Ti.
Meditación de san Juan Pablo II
1. Cuando María y José encontraron al Niño Jesús en el templo, después de tres días de angustiada búsqueda, su Madre no pudo contener este amoroso lamento: «Hijo, por qué has obrado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote» (Lc 2, 48).
Es consolador para nosotros saber que también la Virgen preguntó «por qué» a Jesús, en una circunstancia de intenso sufrimiento. Reconocemos en sus palabras un tema que se ha hecho ya constante en los libros del Antiguo Testamento.
Por aquellas páginas veneradas sabemos que a menudo el Pueblo de Dios, o bien alguno de sus miembros, atravesaba por pruebas cruciales.
En semejantes aprietos, aflora una pregunta: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Sal 22, 2) «¿Por qué estás dormido, Señor?… ¿Por qué escondes tu rostro, olvidándote de nuestra miseria y opresión?» (Sal 44, 24a. 25).
Para responder a este «por qué» humanísimo, el orante de los Salmos se dirige al pasado de Israel, vuelve a meditar la historia de los Padres, especialmente el éxodo de Egipto, y saca de ello la siguiente lección: también ellos fueron probados como el oro en el fuego, y sin embargo el Señor los salvó de tantas maneras y a menudo por caminos inesperados; y como el Señor es fiel, también ahora, como entonces, dará la salvación, en el modo y en el tiempo que a Él plazca (cf. Sal 22, 5-6; Sir 2, 10; 51, 8; Jdt 8, 15-17. 26).
2. «También la Santísima Virgen ―nos enseña el Concilio Vaticano II― avanzó en la peregrinación de la fe y sirvió fielmente a su unión con el Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).
El episodio del hallazgo en el templo demuestra que la Virgen no siempre y no inmediatamente podía comprender el comportamiento del Hijo. En efecto, Lucas observa que ni Ella ni José comprendieron la respuesta de Jesús (cf. Lc 2, 50). A pesar de ello, María «conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2, 51b.).
Vendrán después días en que Jesús anuncia su muerte y resurrección como un designio del que habían hablado las Escrituras (cf. Lc 9, 22. 43-44; 18. 31-33; 24, 6-7. 26-27). Ella, ciertamente, como verdadera «Hija de Sión», habrá mirado a la misión dolorosa del Hijo con los recursos que le venían de la fe (cf. Lc 11, 27-28). Si Dios, en las vicisitudes de su pueblo, había desatado tantas veces las cadenas de los justos que se hallaban en tribulación, también ahora puede cumplir la promesa que Cristo debe resucitar de entre los muertos (cf. Heb 11, 19; Rom 4, 17).
3. La actitud de María inspira nuestra fe. Cuando soplan las tempestades y todo parece naufragar, nos sostenga el recuerdo de lo que el Señor ha hecho en el pasado. Volvamos a pensar, ante todo, en la muerte y resurrección de Jesús; y luego en las innumerables liberaciones que Cristo ha realizado en la historia de la Iglesia, en el mundo y en la vida de cada uno de nosotros los creyentes.
De esta anamnesis brotará más fecunda y alegre la certeza de que también en el momento presente, aunque sea amenazador, el Redentor navega con nosotros en la misma barca. A Él le obedecen el viento y el mar (cf. Mc 4, 41; Mt 8, 27; Lc 8, 25).
Darme el tiempo y la paciencia para dar hoy un consejo, estímulo o ayuda a quien lo necesite.
Diálogo con Cristo
Señor, dame la gracia de vivir plenamente la voluntad del Padre, a imitación tuya. Quiero cumplir su voluntad en mi vida para demostrarle mi amor, para mostrarle que acepto alegremente lo que Él quiera para mí. Concédeme, Señor, hacer la experiencia del Padre, para ser tu instrumento y guía de manera eficaz, de manera que muchos puedan llegar a conocer tu amistad y alcancen tu amor infinito.
Marcos 12, 28-34. Jueves de la 9.ª semana del Tiempo Ordinario. Debemos descubrir y expulsar los ídolos mundanos ocultos en los numerosos dobleces que tenemos en nuestra personalidad.
Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?». Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos». El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios». Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios». Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Primera lectura: Segunda Carta de san Pablo a Timoteo, 2 Tim 2, 8-15
Salmo: Sal 25(24), 4-5.8-10.14
Oración introductoria
Señor, quiero amarte por sobre todas las cosas, pero Tú sabes cómo me cuesta dejar mi propia manera de pensar y de actuar. Por ello te pido ilumines mi oración para que, creyendo y confiando en Ti, aproveche tu gracia para realmente vivir una caridad universal y delicada.
Petición
Señor, ayúdame a amarte con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi mente y con todas mis fuerzas.
Meditación del Santo Padre Francisco
Descubrir «los ídolos ocultos en los numerosos dobleces que tenemos en nuestra personalidad», «expulsar los ídolos de la mundanidad, que nos convierte en enemigos de Dios»: fue la invitación del Papa Francisco durante la misa matutina del [día de hoy], en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.
La exhortación a emprender «el camino del amor a Dios», a ponerse en «camino para llegar» a su Reino, fue la coronación de una reflexión centrada en el Evangelio de Marcos (12, 28-34), cuando Jesús responde al escriba que le interroga sobre cuál es el más importante de los mandamientos. La primera observación del Pontífice fue que Jesús no responde con una explicación, sino que usa la Palabra de Dios: «¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor».
«La confesión de Dios se realiza en la vida, en el camino de la vida; no basta decir —advirtió el Papa—: yo creo en Dios, el único»; sino que requiere preguntarse cómo se vive este mandamiento. En realidad, con frecuencia se sigue «viviendo como si Él no fuera el único Dios» y como si existieran «otras divinidades a nuestra disposición». Es lo que el Papa Francisco define como «el peligro de la idolatría», la cual «llega a nosotros con el espíritu del mundo».
Pero ¿cómo desenmascarar estos ídolos? El Santo Padre ofreció un criterio de valoración: son los que llevan a contrariar el mandamiento «¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor». Por ello «el camino del amor a Dios —amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma— es un camino de amor; es un camino de fidelidad». Hasta el punto de que «al Señor le complace hacer la comparación de este camino con el amor nupcial». Y esta fidelidad nos impone «expulsar los ídolos, descubrirlos», porque existen y están bien «ocultos, en nuestra personalidad, en nuestro modo de vivir»; y nos hacen infieles en el amor.
Jesús propone «un camino de fidelidad», según una expresión que el Papa Francisco encuentra en una de las cartas del apóstol Pablo a Timoteo: «Si no eres fiel al Señor, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo. Él es la fidelidad plena. Él no puede ser infiel. Tanto es el amor que tiene por nosotros». Mientras que nosotros, «con las pequeñas o no tan pequeñas idolatrías que tenemos, con el amor al espíritu del mundo», podemos llegar a ser infieles. La fidelidad es la esencia de Dios que nos ama.
El Evangelio de este domingo (Mc 12, 28-34) nos vuelve a proponer la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más grande: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los santos, a quienes hace poco hemos celebrado todos juntos en una única fiesta solemne, son justamente los que, confiando en la gracia de Dios, buscan vivir según esta ley fundamental. En efecto, el mandamiento del amor lo puede poner en práctica plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, precisamente como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con la madre y el padre. San Juan de Ávila, a quien hace poco proclamé Doctor de la Iglesia, escribe al inicio de su Tratado del amor de Dios: «La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor… —dice—. Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar» (n. 1). Antes que un mandato —el amor no es un mandato— es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca. Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal. En la Eucaristía Él nos dona este doble amor, donándose Él mismo, a fin de que, alimentados de este Pan, nos amemos los unos a los otros como Él nos amó.
Queridos amigos: por intercesión de la Virgen María oremos para que cada cristiano sepa mostrar su fe en el único Dios verdadero con un testimonio límpido de amor al prójimo.
Jesús, la más grande realidad de mi vida consiste, no en que yo te quiera, sino en que Tú me has amado primero. Ayúdame a vivir en el amor, a vivir para el amor y a vivir de amor, y así, poder entrar en ese estupor que comentó el Papa Francisco: «¿Qué es este estupor? Es algo que hace que estemos un poco fuera de nosotros por la alegría: esto es grande, muy grande. No es un mero entusiasmo, también los hinchas en el estadio se entusiasman cuando gana su equipo, ¿no? No, no es solamente entusiasmo, es algo más profundo: es el estupor que viene del encuentro con Jesús» (4/3/2013). Que mi vida no tenga ya otra motivación, ni otro sentido, ni otra meta que el amarte en los demás.
Propósito
Luchar por erradicar toda falta de caridad, en mi familia y/o en mis relaciones sociales, e invitar a otros a hacer lo mismo, con gentileza y prudencia.
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Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros.
Diecisiete años fueron suficientes para culminar la obra de Dios en una sencilla aldeana, que, si había de dar su nombre a cuestiones de guerras y banderías, iba a ser solamente para que se cumplieran en ella y en los hombres de su época los destinos que el mismo Dios se había trazado.
Nace Juana en una escondida aldea del nordeste de Francia, en 6 de enero de 1412, hija de Jaime de Arco, labrador acomodado, y de Isabel Romée.
Eran años aquellos de agotamiento para la nación, que se debatía en una guerra interminable y sin salidas posibles para el futuro. Los ingleses ansiaban dominar a toda Francia, y casi lo iban consiguiendo, mientras la corte y los pocos expedicionarios que aún le permanecían fieles se refugiaban en la pequeña ciudad de Clunón, en espera de que la suerte les fuera más propicia. Juana crece en la sencillez de las flores del campo, sin una educación especial —nunca llegó a saber leer ni escribir—, pero su alma, con el influjo de su madre, se iba llenando de un sentimiento delicado de piedad y de amor confiado al Padre del cielo y a la Santísima Virgen, a la que se consagra en una ternísima devoción. Como hicieron constar en su proceso, todos los sábados se dedicaba a recoger las flores más preciosas que podía encontrar para ofrecérselas después a María. Ya desde pequeña confesaba y comulgaba todos los meses, cosa rara en aquellos tiempos aun para la gente devota, y lo hacía siempre en Pascua y en las fiestas principales. Su vida era semejante a la de sus compañeros de aldea, sin nada de extraordinario, pero todo lleno de Dios, porque Juana, dentro de su simplicidad, sólo pensaba en eso: en ser buena y en no cometer nunca ningún pecado.
La guerra continuaba, cada vez más enfurecida y sangrienta. Los soldados, ora ingleses, ora franceses o mercenarios, pasaban como una tromba por los pueblos, sembrando por doquier el pillaje, la rapiña y la violencia. Precisamente hacía poco que habían entrado los ingleses en el ducado de Bar, amenazando toda la Champagne con sus incursiones. En una de éstas entran y saquean las aldeas de Domrémy y de Greux (año 1425), teniendo que huir al campo sus habitantes, perdidas las haciendas y los ganados. Pronto se rehacen los franceses, que logran infligir una seria derrota a sus enemigos en el monte San Miguel (junio de 1425). Entre estas dos fechas tiene lugar un hecho maravilloso en la pequeña aldea de Domrémy, donde Juana seguía creciendo, rezaba y se divertía con sus hermanos y compañeros.
Era una tarde de junio del año 1425. Juana tiene trece años y a esta hora está jugando con su hermano y otros niños del lugar. De pronto se detiene como sorprendida, se separa de sus compañeros y, dando media vuelta, se va presurosa hacia su casa, porque le ha parecido oír que su madre la llama. «Juana, vete a tu casa; tu madre te llama», sentía que le decían de muy cerca. Pero parece ser que es una broma del hermano, ya que su madre no la ha llamado. Vuelve de nuevo donde están los niños, pero de pronto vio una luz muy intensa y oyó otra vez la voz que le decía: “Juana, estás llamada a realizar hazañas maravillosas; el Rey de los cielos te ha elegido para salvar a Francia.” A seguido, sigue diciendo la crónica, se le aparecen San Miguel, Santa Margarita y Santa Catalina. Se le predice a Juana un porvenir y se le marca un camino. Es ella, la jovencita al parecer insignificante, la que ha de salvar a su rey y a su país, la que ha de marcar un nuevo rumbo a la historia de Francia y, en definitiva, a la historia de Europa. La Providencia, que conduce a los pueblos, sabe lo que ha de venir. Importa a sus designios que la doncella Juana desempeñe una misión especial.
Mientras corren los días se van haciendo más frecuentes las «voces” que va recibiendo del cielo. Le dicen de nuevo que es ella la que ha de salvar a su patria, y le prometen a su vez la salvación de su alma. La pequeña doncella se lo cuenta todo a sus padres y vecinos, que al principio no quieren darle fe, hasta que ellos mismos se convencen de que no puede ser mentira lo que con tanta sencillez y tan insistentemente les viene repitiendo la niña. Los mandatos divinos se van haciendo cada vez más apremiantes, y un día le dicen con toda claridad que se vaya al capitán Roberto de Baudricourt, con el fin de que éste la presente al rey. En mayo de 1428, acompañada de su primo Durand Laxard, se presenta Juana ante aquel personaje, que la trata de visionaria y rechaza por completo sus ofrecimientos. Un año más tarde, en enero de 1429, vuelve a hablar con el capitán, que, medio convencido ante las apremiantes declaraciones de la doncella, decide darle una escolta y un salvoconducto para que pueda marchar a la corte. Llega allá en el mes de marzo y, después de tres días de espera, le dices que va a ser presentada ante el rey.
Aquella corte, licenciosa y degradada, quiere poner a prueba la veracidad de la misión sobrenatural de Juana, y le prepara una comedia insulsa, que la joven aparta con un gesto de leve impaciencia, como aquel a quien le ponen obstáculos en un sendero trascendental. El rey Carlos VII se oculta entre los pobres adulones que le quedaban, ocupando otro su lugar. La doncella no había visto nunca al rey, pero sin vacilar siquiera un momento se dirige en seguida adonde aquél estaba, y, delante de todos, que quedan sorprendidos, le empieza a hablar. Era una prueba irrebatible. «En una conversación reservada —dice un testigo presencial, Allain Chartier— Juana dio pruebas al monarca de su misión providencial.» Carlos VII la nombra allí mismo capitán de sus ejércitos, la regala una rica armadura y la rodea de un séquito militar. Quiso darle personalmente una espada, pero ella pide que le den una especial, cuya hoja estaba marcada con cinco cruces y que debía encontrarse detrás del altar mayor de la iglesia de Santa Catalina de Furbois. Los pajes de servicio corren a la iglesia y, tal como había dicho la Santa, allí encontraron la espada, hecho que acabó de confirmar las esperanzas, que no sólo la corte, sino toda Francia, iba poniendo en aquella doncella de mirada ardiente que habían recibido como un regalo especial del cielo.
Para asegurarse más de la veracidad de aquellas revelaciones un gran número de teólogos se reúnen durante quince días, examinando el caso en todos sus detalles. ¿Sería aquello obra de Dios, o más bien del diablo? Los teólogos se convencen de que es imposible en aquel caso la impostura, y, ante aquella declaración, el pueblo, delirante, aclama a Juana como salvadora de Francia. En Blois —abril de 1429— se había reunido un ejército de diez mil hombres, toda la fuerza que con, gran trabajo se pudo allegar. Juana se pone a la cabeza, desplegando su bandera blanca en la que iban bordadas las flores de lis en oro y en la que figuraban un mundo, dos ángeles y la divisa: Jesús y María. A todos les exhorta para que tengan confianza y para que, desde entonces, empiecen, a confiar solamente en Dios. Como condición previa hace que desaparezca de aquel ejército disforme, casi todos ellos de la vida airada, todo lo que sonara a blasfemia y a trato impúdico con mujerzuelas. A éstas las echa de entre los soldados, y todos obedecen a aquella voz imperativa, que les dice resueltamente: «En este ejército no se blasfema; en este ejército no se admiten mujerzuelas.»
Tres días después, y acompañada de mariscales, grandes maestres y almirantes, se dirigen todos hacia la plaza de Orleáns, que los ingleses tenían sitiada, cantando elVeni creator, y entre exclamaciones de piedad y de penitencia. Ante la ciudad, intima por dos veces a los ingleses a la rendición, pero éstos se mofan de ella. Juana da entonces la señal de ataque para el asalto y, pronto, ante el empuje de las tropas francesas, se ha de retirar el enemigo, duramente castigado y escarmentado. Era el 7 de mayo de 1429. Ella iba delante de todos al asalto, pero nadie cayó muerto ni herido de su mano. La Santa solamente guiaba. La Santa se exponía a morir, pero no era su misión la de matar; de aquí que el canciller de París, Juan Gerson, no pudiera menos de decir que iba a la batalla solamente porque iba inspirada por Dios. Algunos han dudado al través de los tiempos de lo conveniente de estos caminos —la guerra y la muerte— como medios para llegar a la santidad. Se olvidan de que Dios escoge a veces el instrumento más sencillo con el fin de realizar sus planes. Además, la misión de Juana no iba a terminar aquí. Le esperaba el sufrimiento y el dolor, que, si no iban a testimoniar una fe ante los herejes ni paganos, iban a dar, sin embargo, fe de la misión divina que Dios le confiara y ante la cual no rehusa pasar por las calumnias más odiosas, el proceso envilecido y la misma hoguera.
A seguido de la primera victoria, la «Doncella de Orleáns», como ya todos la llaman, sigue su camino del triunfo por las distintas ciudades de Francia. El 10 de mayo vuelve donde estaba el rey, quien, saliendo ante ella, se quita su sombrero, la abraza y le concede ante la corte el privilegio de la nobleza. Juana, por su parte, y con el fin de asegurar la corona de Francia, quiere llevar a Carlos a Reims para coronarle. De parte de Dios le dice que vivirá poco tiempo, por donde le insta a que aproveche la ocasión. Pero el rey, apático y preocupado solamente de sus diversiones, se resiste. En junio, la doncella se apodera de todas las plazas del Loira y, movido por ello, Carlos va al fin a Reims, donde es coronado solemnemente en la catedral, el 17 de julio.
Ha llegado el momento en que Juana parece que ha cumplido ya con su misión y por ello piensa retirarse tranquila a su aldea. Pero Dios la quería para mucho más; y si hasta ahora la había escogido para heroína, ahora la va a escoger para santa. Juana no puede resistir los ruegos de la corte y de su propio ejército, y resuelve seguir al lado de ellos hasta terminar la guerra. Pronto, sin embargo, empiezan a surgir alrededor de ella envidias e insidias en la corte. Ya en parte les estorba y de hecho no pueden resistir la vida de pureza, de virtud y de entusiasmo que ella iba dejando por doquier. A instancias de la doncella, las tropas se encaminan a poner sitio a París; pero, cuando más inminente se veía venir el asalto, el rey ordena súbitamente la retirada. Guardando los últimos bastiones es herida Juana en un muslo al tratar de defender la puerta de San Honorato. La llevan a Gieu-Deja y ella deja su armadura como exvoto en la abadía de San Dionisio. Una vez restablecida, pero ya casi sola, ya que el rey ha caído en una completa inacción, sigue por su cuenta la lucha contra los ingleses, hasta que en una celada cae prisionera en las cercanías de Compiégne, donde, derribada del caballo, se tuvo que rendir al bastardo de Borgoña, que luchaba al lado de los ingleses, quien entrega la prisionera al señor de Luxemburgo, de quien el de Borgoña era feudatario. Juana es llevada primero al castillo de Beaulieu, cerca de Noyon, y después al de Beaurevoir. Los ingleses han celebrado su captura con grande algazara y alegría, cantando Tedéums y echando al vuelo las campanas. Y es entonces cuando, entre los manejos de los nobles franceses aliados del inglés, los mismos ingleses y algunos jerarcas eclesiásticos, vinculados también a su causa, se inicia contra la Santa de Domrémy el inicuo proceso que la ha de llevar al martirio de la hoguera.
Tal vez los que formaron el proceso pensaran alguna vez que la obra de la doncella había obedecido más a insinuación del diablo que a una providencia de Dios. Otros quizá no lo pensarían así, y llevaron a la sentencia lo más bajo de sus manejos humanos, Pero, de hecho, fue un vergonzoso proceso el de la gloriosa mártir. Pedro Cauchon, el obispo desterrado de Beauvais y vendido a Inglaterra, es el animador de todo. También el rey de Francia, Carlos VII, la abandona cobardemente a su suerte. De este modo su amante Inés Sorel quedaba más tranquila, sin que la inquietaran las aclamaciones que aquella valiente joven llevaba a cada paso. Juana sigue en su prisión, más apenada por los suyos, «tan fieles al rey», que por sí misma. Con todo, aprovecha un descuido de la guardia y pretende huir, arrojándose desde lo alto de la torre del castillo, pero se hiere y es apresada de nuevo, entregada a los ingleses y trasladada al castillo de Ruán. Mientras la virginal doncella tiene que sufrir los ultrajes y modos desvergonzados de los carceleros, allí arriba, en las salas de palacio, se está preparando el proceso que la ha de condenar.
Cuando se presenta ante los jueces del tribunal, Cauchon la acusa de magia y de herejía, de no ser cristiana por vestir el traje de varón, y, en fin, de abominables maquinaciones, que quiere poner en juego para condenarla. Más tarde, en el proceso de rehabilitación, un testigo de aquellos hechos, Pedro Cusquel, declara haberla visto en la prisión, encadenada de pies y manos y por el cuello, junto a una jaula de hierro donde se disponían a encerrarla. A veces llegaron hasta situar a dos testigos, que oyeran una de sus confesiones, donde el religioso que la atendía le dio el consejo de apelar al Papa, cosa que hizo inmediatamente. Pero Cauchon, al enterarse, le respondió con todo descaro: «El Papa está muy lejos», cerrándole con esto todo camino de salvación.
Los jueces hacen lo posible por condenarla como impostora, herética y hechicera. Le dan una cédula para que firme, haciéndola saber que contenía tan sólo una promesa de no vestirse jamás de hombre ni de llevar armas en su vida, asegurándole que con ello la dejarían libre. La inocente doncella lo firma, pero en ello firmaba más bien una retractación de los supuestos delitos de hechicería, con lo que, en vez de a la pena de muerte, la condenan a cárcel perpetua, sometida al régimen del «pan y del dolor» y del «agua de la angustia».
Los perseguidores no quedan contentos todavía y usan de esta miserable estratagema: Una madrugada, al despertarse, Juana ve con pavor que los carceleros se le han llevado todas sus ropas, lo que le obliga a ponerse unos hábitos de varón que intencionadamente habían dejado esparcidos por la celda. Cuando se entera el tribunal, dando muestras del mayor escándalo, se reúnen de nuevo, y por unanimidad —eran 42 los asesores— la condenan por relapsa y hechicera al cruel castigo del fuego. Era el día 29 de mayo del año 1431 y la sentencia había sido declarada en el mismo palacio del arzobispo de Ruán.
Al día siguiente se prepara en el Mercado Viejo de la ciudad una gran pira y alrededor de ella dos tablados: uno para los jueces, otro para los prelados, y allí, enfrente, un grande espacio para la multitud, que va a presenciar la ejecución entre acongojada y llorosa. La Santa sale llena de entereza y de resignación, con sus ojos elevados al cielo. La atan al palo mayor de la pira, y pronto empiezan a chisporrotear las llamas, aunque todavía el humo lo envuelve todo, pues han tenido gran cuidado de rodear los troncos de tierra humedecida para que el calvario se prolongue más y sean terribles los sufrimientos. La Santa no dice una palabra. Su último deseo es contemplar el crucifijo, que le presenta el sacerdote que la asiste, y solamente cuando, ya en medio de las llamas, se le acerca Cauchon, la inocente Juana le dice, casi con la voz apagada: «Muero por vuestra culpa. Si me hubieseis entregado a la Iglesia, y no a mis enemigos, no me encontraría aquí. ¡Ah! ¡Ruán, temo que mi muerte te sea fatal!» Pide un poco de agua bendita, invoca al arcángel San Miguel, y suavemente expira, invocando por tres veces el santo nombre de Jesús.
Algunos de sus jueces, dicen las viejas crónicas, lloraron ante tal espectáculo. Mientras, ella, la Santa, sonreía.
Cuando el rey entra por fin en Ruán, manda que se revise todo el inicuo proceso llevado contra Juana. Ante las pruebas evidentes lo tacha de falso y de criminal, y consigue que se haga públicamente la total rehabilitación de la Santa, el 7 de julio de 1456. En el correr de los siglos, la gloria de la doncella se va extendiendo por Francia y por el mundo entero. Todos la tienen ya como enviada de Dios, como salvadora de su patria y como mártir. En el siglo XIX los obispos franceses, con el famoso Dupanloup a la cabeza, piden su canonización a Su Santidad Pío IX. No se cree conveniente todavía dar el paso, pero su sucesor, León XIII, hace que toda la causa pase a la Congregación de Ritos. En tiempos de San Pío X se completa la compleja y minuciosa labor, y el 13 de diciembre de 1908 se formulaba el decreto de beatificación, que el Pontífice mencionado promulga solemnemente el 18 de abril de 1909. El siguiente Papa, Benedicto XV, la incluye por fin en el catálogo de los santos el 16 de mayo de 1920, dando con ello el supremo homenaje a la inocente heroína, que no hizo otra cosa en su vida sino seguir fielmente los caminos que la Providencia le había señalado.
Amada y gloriosa Santa Juana de Arco, mi patrona especial, amiga y hermana en Cristo. En este día vengo delante de ti para agradecerte los favores que has obtenido para mi y mi familia y para pedirte tu continua intercesión junto con la Virgen María ante Jesús.
Ayúdame a luchar las batallas que Dios me envía todos los días con el mismo coraje y dedicación que tuviste tu. Aunque mis batallas pueden ser más pequeñas y diferentes a las que tu fuiste llamada, necesito la gracia para rendir mi voluntad a la de Dios todos los días
Así como llevaste una armadura física, ayúdame a ponerme la armadura espiritual a la que San Pablo nos invitaba a llevar y así permanecer siempre en estado de gracia.
Acompañame en mi hora postrera para que pueda entrar en la eternidad con fe en la divina misericordia de Dios sin importar la clase de muerte que me depare su voluntad.
Ayúdame a mantener mi vista en Jesús, en su crucifixión y en María Inmaculada. Obtenme la señal de la gracia que necesito en esa hora con el honor y privilegio de estar cerca de ti en la corte celestial junto con mi familia, San José y todos los santos y ángeles, alrededor de los tronos de Jesús y María por toda la eternidad.
Santa Juana, virgen y mártir, ruega por mí. Amén.
Linda Fowler
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Para pedir un favor
Gloriosa Santa Juana de Arco, llena de compasión por todos los que te invocan y de amor por los que sufren, agobiado por el peso de mis problemas, ante ti me arrodillo para humildemente pedirte que tomes mi presente necesidad bajo tu especial cuidado.
(Mencione aquí sus intenciones.)
Encomiéndasela a la Virgen María y deposítala ante el trono de Jesús. No dejes de interceder por mi hasta que mi petición me sea concedida. Pero por encima de todo, obtenme la gracia de un día encontrar a Dios cara a cara, para que junto contigo, la Virgen María y todos los ángeles y santos le alabemos por toda la eternidad.
Poderosa santa Juana, no dejes que mi alma se pierda y obtenme la gracia de ganar mi camino hacia el cielo por los siglos de los siglos. Amén.
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Para pedir la perseverancia en la fe
Ante tus enemigos, ante el hostigamiento, el ridículo y la duda, te mantuviste firme en la fe. Incluso abandonada, sola y sin amigos, te mantuviste firme en la fe. Incluso cuando encaraste tu propia muerte, te mantuviste firme en la fe. Te ruego para que yo sea tan inconmovible en mis creencias como tú lo fuiste, Santa Juana. Ayúdame a ser consciente de lo vale la pena ganar cuando soy constante en perseverar. Te ruego que me acompañes en mis propias batallas. Ayúdame a mantenerme firme en la fe. Ayúdame a confiar en mis habilidades para actuar bien y sabiamente. Amén.
La mujer en la Iglesia tiene el mismo trabajo que tuvo la Virgen con los apóstoles esa mañana de Pentecostés. Ellos no podían estar sin la Virgen, Cristo lo quiso así.
No se olviden de los tres amores blancos [la Virgen María, la Eucaristía y el Papa]. No se avergüencen de hablar de la Virgen, de celebrar la eucaristía y de hacerlo bien y no se avergüencen de la Santa Madre Iglesia, que pobrecita acaba siendo criticada todos los días.Y de aquí se debe aprender el rol de la mujer en la Iglesia. Los tres amores blancos de don Bosco nos llevan siempre por este camino y hacen crecer en nosotros la confianza en Dios. Don Bosco rezaba a María Auxiliadora e iba para adelante, él confiaba, no hacía tantos cálculos.
Papa Francisco
Historia de la devoción a María Auxiliadora en la Iglesia Antigua
Los cristianos de la Iglesia de la antigüedad en Grecia, Egipto, Antioquía, Efeso, Alejandría y Atenas acostumbraban llamar a la Santísima Virgen con el nombre de Auxiliadora, que en su idioma, el griego, se dice con la palabra «Boetéia», que significa «La que trae auxilios venidos del cielo». Ya San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla nacido en 345, la llama «Auxilio potentísimo» de los seguidores de Cristo. Los dos títulos que más se leen en los antiguos monumentos de Oriente (Grecia, Turquía, Egipto) son: Madre de Dios y Auxiliadora. (Teotocos y Boetéia). En el año 476 el gran orador Proclo decía: «La Madre de Dios es nuestra Auxiliadora porque nos trae auxilios de lo alto». San Sabas de Cesarea en el año 532 llama a la Virgen «Auxiliadora de los que sufren» y narra el hecho de un enfermo gravísimo que llevado junto a una imagen de Nuestra Señora recuperó la salud y que aquella imagen de la «Auxiliadora de los enfermos» se volvió sumamente popular entre la gente de su siglo. El gran poeta griego Romano Melone, año 518, llama a María«Auxiliadora de los que rezan, exterminio de los malos espíritus y ayuda de los que somos débiles» e insiste en que recemos para que Ella sea también «Auxiliadora de los que gobiernan» y así cumplamos lo que dijo Cristo: «Dad al gobernante lo que es del gobernante» y lo que dijo Jeremías: «Orad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien». En las iglesias de las naciones de Asia Menor la fiesta de María Auxiliadora se celebra el 1º de octubre, desde antes del año mil (En Europa y América se celebre el 24 de mayo). San Sofronio, Arzobispo de Jerusalén dijo en el año 560: «María es Auxiliadora de los que están en la tierra y la alegría de los que ya están en el cielo». San Juan Damasceno, famoso predicador, año 749, es el primero en propagar esta jaculatoria: «María Auxiliadora rogad por nosotros». Y repite: «La «Virgen es auxiliadora para conseguir la salvación. Auxiliadora para evitar los peligros, Auxiliadora en la hora de la muerte». San Germán, Arzobispo de Constantinopla, año 733, dijo en un sermón: «Oh María Tú eres Poderosa Auxiliadora de los pobres, valiente Auxiliadora contra los enemigos de la fe. Auxiliadora de los ejércitos para que defiendan la patria. Auxiliadora de los gobernantes para que nos consigan el bienestar, Auxiliadora del pueblo humilde que necesita de tu ayuda».
La batalla de Lepanto En el siglo XVI, los mahometanos estaban invadiendo a Europa. En ese tiempo no había la tolerancia de unas religiones para con las otras. Y ellos a donde llegaban imponían a la fuerza su religión y destruían todo lo que fuera cristiano. Cada año invadían nuevos territorios de los católicos, llenando de muerte y de destrucción todo lo que ocupaban y ya estaban amenazando con invadir a la misma Roma. Fue entonces cuando el Sumo Pontífice Pío V, gran devoto de la Virgen María convocó a los Príncipes Católicos para que salieran a defender a sus colegas de religión. Pronto se formó un buen ejército y se fueron en busca del enemigo. El 7 de octubre de 1572, se encontraron los dos ejércitos en un sitio llamado el Golfo de Lepanto. Los mahometanos tenían 282 barcos y 88,000 soldados. Los cristianos eran inferiores en número. Antes de empezar la batalla, los soldados cristianos se confesaron, oyeron la Santa Misa, comulgaron, rezaron el Rosario y entonaron un canto a la Madre de Dios. Terminados estos actos se lanzaron como un huracán en busca del ejército contrario. Al principio la batalla era desfavorable para los cristianos, pues el viento corría en dirección opuesta a la que ellos llevaban, y detenían sus barcos que eran todos barcos de vela o sea movidos por el viento. Pero luego – de manera admirable – el viento cambió de rumbo, batió fuertemente las velas de los barcos del ejército cristiano, y los empujó con fuerza contra las naves enemigas. Entonces nuestros soldados dieron una carga tremenda y en poco rato derrotaron por completo a sus adversarios. Es de notar, que mientras la batalla se llevaba a cabo, el Papa Pío V, con una gran multitud de fieles recorría a cabo, el Papa Pío V, con una gran multitud de fieles recorría las calles de Roma rezando el Santo Rosario. En agradecimiento de tan espléndida victoria San Pío V mandó que en adelante cada año se celebrara el siete de octubre, la fiesta del Santo Rosario, y que en las letanías se rezara siempre esta oración:
MARÍA AUXILIO DE LOS CRISTIANOS, RUEGA POR NOSOTROS.
El Papa y Napoleón
El siglo pasado sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón llevado por la ambición y el orgullo se atrevió a poner prisionero al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: «Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica». Y muy pronto vino lo inesperado. Napoleón que había dicho: «Las excomuniones del Papa no son capaces de quitar el fusil de la mano de mis soldados», vio con desilusión que, en los friísimos campos de Rusia, a donde había ido a batallar, el frío helaba las manos de sus soldados, y el fusil se les iba cayendo, y él que había ido deslumbrante, con su famoso ejército, volvió humillado con unos pocos y maltrechos hombres. Y al volver se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a pagar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebrara en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la madre de Dios.
San Juan Bosco y María Auxiliadora
El 9 de junio de 1868, se consagró en Turín, Italia, la Basílica de María Auxiliadora. La historia de esta Basílica es una cadena de favores de la Madre de Dios. su constructor fue San Juan Bosco, humilde campesino nacido el 16 de agosto de 1815, de padres muy pobres. A los tres años quedó huérfano de padre. Para poder ir al colegio tuvo que andar de casa en casa pidiendo limosna. La Sma. Virgen se le había aparecido en sueños mandándole que adquiriera «ciencia y paciencia», porque Dios lo destinaba para educar a muchos niños pobres. Nuevamente se le apareció la Virgen y le pidió que le construyera un templo y que la invocara con el título de Auxiliadora.
Empezó la obra del templo con tres monedas de veinte centavos. Pero fueron tantos los milagros que María Auxiliadora empezó a hacer en favor de sus devotos, que en sólo cuatro años estuvo terminada la gran Basílica. El santo solía repetir: «Cada ladrillo de este templo corresponde a un milagro de la Santísima Virgen». Desde aquel santuario empezó a extenderse por el mundo la devoción a la Madre de Dios bajo el título de Auxiliadora, y son tantos los favores que Nuestra Señora concede a quienes la invocan con ese título, que ésta devoción ha llegado a ser una de las más populares.
San Juan Bosco decía: «Propagad la devoción a María Auxiliadora y veréis lo que son milagros» y recomendaba repetir muchas veces esta pequeña oración: «María Auxiliadora, rogad por nosotros». El decía que los que dicen muchas veces esta jaculatoria consiguen grandes favores del cielo.
Marcos 11, 27-33. Sábado de la 8.ª semana del Tiempo Ordinario. Lo que escandaliza de Jesús es su naturaleza de Dios encarnado.
Y llegaron de nuevo a Jerusalén. Mientras Jesús caminaba por el Templo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se acercaron a él y le dijeron: «¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿O quién te dio autoridad para hacerlo?». Jesús les respondió: «Yo también quiero hacerles una sola pregunta. Si me responden, les diré con qué autoridad hago estas cosas. Díganme: el bautismo de Juan, ¿venía del cielo o de los hombres?». Ellos se hacían este razonamiento: «Si contestamos: «Del cielo», él nos dirá: «¿Por qué no creyeron en él»? ¿Diremos entonces: «De los hombres»?». Pero como temían al pueblo, porque todos consideraban que Juan había sido realmente un profeta, respondieron a Jesús: «No sabemos». Y él les respondió: «Yo tampoco les diré con qué autoridad hago estas cosas».
Primera lectura: Carta de san Judas, Jds 1, 17.20b-25
Salmo: Sal 63(62), 2-6
Oración introductoria
Rey y Señor mío, hoy renuevo mi fe en Ti. Creo y tengo la seguridad que, invocando tu Santo Espíritu, estarás hoy conmigo en mi oración. No permitas que me separe de Ti.
Petición
Sagrado Corazón de Jesús, hazme dócil a tus inspiraciones.
Meditación del Santo Padre Francisco
El «escándalo» de un Dios que se hizo hombre y murió en la cruz fue el centro de la homilía del [día de hoy]. El recuerdo del mártir Justino, en su memoria litúrgica, dio al Papa Francisco ocasión de reflexionar sobre la coherencia de vida y el núcleo fundamental de la fe de cada cristiano: la cruz. «Nosotros podemos hacer todas las obras sociales que queramos —expresó— y dirán «¡qué bien la Iglesia! ¡Qué bien las obras sociales que hace la Iglesia! Pero si decimos que hacemos esto porque esas personas son la carne de Cristo, llega el escándalo».
Justino, por el escándalo de la cruz, se ganó la persecución del mundo. Él anunció al Dios que vino entre nosotros y se identificó con sus criaturas. El anuncio de Cristo crucificado y resucitado desconcierta a sus oyentes, pero él continúa testimoniando esta verdad con la coherencia de vida. «La Iglesia —comentó el Pontífice—, no es una organización de cultura, de religión, tampoco social; no es eso. La Iglesia es la familia de Jesús. La Iglesia confiesa que Jesús es el Hijo de Dios que se hizo carne. Este es el escándalo, y por esto perseguían a Jesús». Sin la Encarnación del Verbo falta el fundamento de nuestra fe, como subrayó el Santo Padre.
E hizo referencia al Evangelio de Marcos (11, 27-33), leído en la liturgia: en particular a la pregunta planteada a Jesús por parte de los sacerdotes, los escribas y los ancianos de Jerusalén: «¿Con qué autoridad haces esto?». ¿Por qué Jesús constituía un problema? «No es porque hiciera milagros», respondió el Papa. Ni porque predicara y hablara de la libertad del pueblo. «El problema que escandalizaba a esta gente —dijo— era aquello que los demonios gritaban a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el santo». Esto, esto es el centro». Lo que escandaliza de Jesús es su naturaleza de Dios encarnado. Y como a Él, también a nosotros «nos tienden trampas en la vida»; lo que escandaliza de la Iglesia es el misterio de la encarnación del Verbo. También ahora oímos decir a menudo: «Pero vosotros cristianos, sed un poco más normales, como las otras personas, sensatas, no seáis tan rígidos». Detrás, en realidad, está la petición de no anunciar que «Dios se hizo hombre», porque «la encarnación del Verbo es el escándalo».
Cuando el sumo sacerdote le pregunta: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios?», Jesús responde que sí e inmediatamente es condenado a muerte. «Este es el centro de la persecución», subrayó el Pontífice. De hecho, «si nosotros nos convertimos en cristianos sensatos, cristianos sociales, de beneficencia solamente, ¿cuál será la consecuencia? Que no tendremos jamás mártires». Al contrario, cuando afirmamos que «el Hijo de Dios vino y se hizo carne, cuando predicamos el escándalo de la cruz, vendrán las persecuciones, vendrá la cruz».
El Papa Francisco exhortó a los fieles a pedir al Señor «no tener vergüenza de vivir con este escándalo de la cruz». E invitó a implorar de Dios la sabiduría, la inteligencia «para no dejarse atrapar por el espíritu del mundo, que siempre hará propuestas educadas, propuestas civilizadas». Propuestas que realmente niegan «el hecho de que el Verbo se encarnó».
Cuando enseñaba, la gente reconocía en sus palabras la misma autoridad divina, sentía la cercanía del Señor, su amor misericordioso, y alababa a Dios. En toda época y en todo lugar, quien tiene la gracia de conocer a Jesús, especialmente a través de la lectura del santo Evangelio, se queda fascinado con él, reconociendo que en su predicación, en sus gestos, en su Persona Él nos revela el verdadero rostro de Dios, y al mismo tiempo nos revela a nosotros mismos, nos hace sentir la alegría de ser hijos del Padre que está en los cielos, indicándonos la base sólida sobre la que edificar nuestra vida. Pero a menudo el hombre no construye su actuación, su existencia, sobre esta identidad, y prefiere las arenas de las ideologías, del poder, del éxito y del dinero, pensando encontrar en ellos estabilidad y la respuesta a la imborrable demanda de felicidad y de plenitud que lleva en la propia alma.
Reflexionar diariamente si mi oración de cada día me acerca la Padre y a Jesús.
Diálogo con Cristo
Querido Jesús, abre mi mente y, sobre todo mi corazón, para descubrir el tesoro de mi fe en tu Evangelio. Ayúdame a creer, aunque me duela, porque implique el que tenga que cambiar mi modo de pensar, mis ideas, donde me he «acomodado» para evadir toda exigencia. Dame la fuerza para dejar atrás mis prejuicios e inseguridades. ¡Muéstrame el camino de tu amor!