Evangelio del día: El Hijo del hombre será entregado

Evangelio del día: El Hijo del hombre será entregado

Marcos 9, 30-37. Martes de la 7.ª semana del Tiempo Ordinario. Los discípulos tenían «el corazón alejado», y «cuando el corazón se aleja, nace la guerra». 

Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?». Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Eclesiástico 2, 1-11

Salmo: Sal 37(36), 3-4-18-19.27-28.39-40

Oración introductoria

Señor, vengo abrirte mi corazón porque, aunque te he fallado, confío en tu misericordia y creo en tu infinito amor. No quiero tener nunca miedo de acercarme a Ti, porque sólo en Ti podré encontrar la respuesta a los interrogantes de mi vida.

Petición

Señor, permite que sepa imitar tu ejemplo de paciencia, donación y servicio a los demás.

Meditación del Santo Padre Francisco

Escandalizarse por los millones de muertos de la primera guerra mundial tiene poco sentido si uno no se escandaliza también por los muertos de las numerosas pequeñas guerras de hoy. Y son guerras que hacen morir de hambre a muchísimos niños en los campos de refugiados, mientras que los mercaderes de armas hacen fiesta. Es un llamamiento a no ser indiferentes frente a los conflictos que siguen ensangrentando el planeta el que hizo el Pontífice en la misa del martes 25 de febrero.

El hilo conductor fueron las dos lecturas de la liturgia, tomadas de la carta de Santiago (4, 1-10) y del Evangelio de san Marcos (9, 30-37). Precisamente el pasaje evangélico, explicó el Papa, nos induce a la reflexión. En él se narra que los discípulos «discutían» e incluso «disputaban por el camino. Lo hacían para aclarar quién era el más grande entre ellos: por ambición». Así, dijo el Pontífice, «su corazón se alejó». Los discípulos tenían «el corazón alejado», y «cuando el corazón se aleja, nace la guerra». Precisamente ésta es la esencia —subrayó— de la «catequesis que el apóstol Santiago nos propone hoy», haciéndonos esta pregunta directa: «Hermanos míos: ¿de dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros?».

Son palabras que «hacen reflexionar» por su actualidad. En efecto, observó el Papa, «todos los días encontramos guerras en los diarios». Hasta tal punto que ya «los muertos parecen formar parte de una contabilidad diaria». Y nos «hemos acostumbrado a leer estas cosas». Por eso, «si tuviéramos la paciencia de enumerar todas las guerras que en este momento hay en el mundo, seguramente llenaríamos varias páginas».

Ahora «parece que el espíritu de la guerra se ha apoderado de nosotros». Así, «se celebran actos para conmemorar el centenario de aquella gran guerra», con «muchos millones de muertos», y están «todos escandalizados»; sin embargo, también hoy sucede «lo mismo: en lugar de una gran guerra», hay «pequeñas guerras por doquier».

«¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros?», se preguntaba Santiago. Sí, respondió el Papa, la guerra nace «dentro», porque «las guerras, el odio, la enemistad no se compran en el mercado. Están aquí, en el corazón». Y recordó que, «cuando éramos niños y en el catecismo nos explicaban la historia de Caín y Abel, todos nos escandalizábamos: ¡éste mató a su hermano, no se puede entender!». Y, sin embargo, «hoy tantos millones de hermanos se matan entre sí. Pero, ¡estamos acostumbrados!». Así, «la gran guerra de 1914 nos escandaliza», mientras que «esta gran guerra casi por doquier, casi escondida —digo—, no nos escandaliza».

«La pasión —dijo de nuevo el Pontífice— nos lleva a la guerra, al espíritu del mundo». Así, «habitualmente, frente a un conflicto, nos encontramos en una situación curiosa», que nos impulsa a «ir adelante para resolverlo discutiendo, con un lenguaje de guerra». En cambio, debería prevalecer «el lenguaje de paz». ¿Y cuáles son las consecuencias? La respuesta del Papa fue neta: «Pensad en los niños hambrientos en los campos de refugiados; pensad solamente en ello. ¡Éste es el fruto de la guerra!». Pero su reflexión fue más allá. Y añadió: «Y, si queréis, pensad en los grandes salones, en las fiestas que hacen los propietarios de las industrias de armas, los que fabrican armas». Por lo tanto, las consecuencias de la guerra son, por una parte, «el niño enfermo, hambriento, en un campo de refugiados», y, por otra, «las grandes fiestas» y la buena vida que se dan los fabricantes de armas.

«Pero, ¿qué sucede en nuestro corazón?», se preguntó el Papa volviendo a proponer la idea fundamental de la carta de Santiago. «El consejo que nos da el apóstol —dijo— es muy sencillo: Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros». Un consejo que se refiere a cada uno, porque este «espíritu de guerra que nos aleja de Dios no está sólo lejos de nosotros», sino que «está incluso en nuestra casa». Como demuestran, por ejemplo, las numerosas «familias destruidas porque el papá y la mamá no son capaces de encontrar el camino de la paz y prefieren la guerra, hacer un juicio». En verdad, «la guerra destruye».

De ahí la invitación del Papa Francisco a «rezar por la paz», por esa «paz que parece haberse convertido solamente en una palabra y nada más». Rezar, pues, «para que esta palabra tenga la capacidad de actuar». Rezar y seguir la exhortación del apóstol Santiago a reconocer «vuestra miseria». De esta miseria –observó el Papa– «provienen las guerras, las guerras en las familias, las guerras en los barrios, las guerras por doquier».

Las palabras de Santiago indican el camino de la verdadera paz. Se lee en la carta del apóstol: «Lamentad vuestra miseria, haced duelo y llorad. Que vuestra risa se convierta en llanto y vuestra alegría en aflicción». Palabras fuertes, que el Pontífice comentó proponiendo un examen de conciencia: «¿Quién de nosotros ha llorado cuando lee un diario, cuando en la televisión ve las imágenes de tantos muertos?».

Por eso, según el Papa Francisco, lo que «debe hacer hoy —hoy, ¡eh!, 25 de febrero, hoy— un cristiano frente a tantas guerras por doquier» es esto: debe humillarse, como escribió Santiago, «ante el Señor»; debe «llorar, entristecerse, humillarse». El Pontífice concluyó su meditación sobre la paz con una invocación al Señor para que nos haga «comprender esto», salvándonos «de acostumbrarnos a las noticias de guerra».

Santo Padre Francisco: Quien hace fiesta para hacer la guerra

Meditación del martes, 25 de febrero de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

El respeto del alma del prójimo: el escándalo

2284 El escándalo es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave si, por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.

2285 El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar” (Mt18, 6; cf 1 Co 8, 10-13). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos (cf Mt 7, 15).

2286 El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión.

Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a “condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos del Sumo legislador” (Pío XII, Mensaje radiofónico, 1 junio 1941). Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que “exasperan” a sus alumnos (cf Ef 6, 4; Col 3, 21), o de los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los valores morales.

2287 El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastren a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido. “Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!” (Lc 17, 1).

Propósito

Tener una atención, un acto de servicio, o al menos una sonrisa, con la persona que más me cuesta «soportar», con la sencillez de un niño.

Diálogo con Cristo

Jesús, qué testimonio de paciencia y comprensión ante la debilidad. En vez de valorar el plan de salvación que me propones, me distraigo en lo pasajero, en la tentación del poder, del tener o del aparecer, cuando mi único afán debe ser entregarme con la confianza y docilidad de un niño a mi misión, como discípulo y misionero de tu amor. Te ofrezco éste y todos mis días. Tómame Señor, como tu servidor. Cuenta conmigo.

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Evangelio del día: Solemnidad de Pentecostés

Evangelio del día: Solemnidad de Pentecostés

Juan 20, 19-23. Domingo. Solemnidad de Pentecostés. ¿Estoy abierto a la novedad del Espíritu Santo? ¿Me dejo guiar por el Espíritu Santo? ¿Permito que el Espíritu Santo me conduzca a la misión que Dios me tiene encomendada?

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes». Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 2, 1-11

Salmo: Sal 104(103), 1-2.24.34

Segunda lectura: Carta I de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 12, 3b-7.12-13

Oración introductoria

Ven, Espíritu Santo,

Llena los corazones de tus fieles

y enciende en ellos

el fuego de tu amor.

Envía, Señor, tu Espíritu.

Que renueve la faz de la Tierra.

Petición

Espíritu Santo, Espíritu de Gozo, otórgame la santa alegría, propia de los que viven en tu gracia.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.

Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».

A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.

1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre novedad—, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las «sorpresas de Dios»? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.

2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo «ipse harmonia est». Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura – y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2 Jn v. 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?

3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.

La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.

Santo Padre Francisco: Solemnidad de Pentecostés

Homilía del domingo, 19 de mayo de 2013

Oración al Espíritu Santo para pedir sus dones

¡Oh Espíritu Santo!, llena de nuevo mi alma con la abundancia de tus dones y frutos. Haz que yo sepa, con el don de Sabiduría, tener este gusto por las cosas de Dios que me haga apartar de las terrenas.

Que sepa, con el don del Entendimiento, ver con fe viva la importancia y la belleza de la verdad cristiana.

Que, con el don del Consejo, ponga los medios más conducentes para santificarme, perseverar y salvarme.

Que el don de Fortaleza me haga vencer todos los obstáculos en la confesión de la fe y en el camino de la salvación.

Que sepa con el don de Ciencia, discernir claramente entre el bien y el mal, lo falso de lo verdadero, descubriendo los engaños del demonio, del mundo y del pecado.

Que, con el don de Piedad, ame a Dios como Padre, le sirva con fervorosa devoción y sea misericordioso con el prójimo.

Finalmente, que, con el don de Temor de Dios, tenga el mayor respeto y veneración por los mandamientos de Dios, cuidando de no ofenderle jamás con el pecado.

Lléname, sobre todo, de tu amor divino; que sea el móvil de toda mi vida espiritual; que, lleno de unción, sepa enseñar y hacer entender, al menos con mi ejemplo, la belleza de tu doctrina, la bondad de tus preceptos y la dulzura de tu amor.

Amén.

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

V El Espíritu y la Iglesia en los últimos tiempos

Pentecostés

731 El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu.

732 En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los «últimos tiempos», el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino de las Horas. Oficio Vespertino del día de Pentecostés, Tropario 4)

El Espíritu Santo, el don de Dios

733 «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor «Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).

734 Puesto que hemos muerto, o, al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.

735 Él nos da entonces las «arras» o las «primicias» de nuestra herencia (cf. Rm 8, 23; 2 Co 1, 21): la vida misma de la Santísima Trinidad que es amar «como él nos ha amado» (cf. 1 Jn 4, 11-12). Este amor (la caridad que se menciona en 1 Co 13) es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos «recibido una fuerza, la del Espíritu Santo» (Hch 1, 8).

736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu, que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza»(Ga 5, 22-23). «El Espíritu es nuestra Vida»: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más «obramos también según el Espíritu» (Ga 5, 25):

«Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el paraíso, la posesión del reino de los cielos, la recuperación de la adopción de hijos: se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna (San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto, 15, 36: PG 32, 132).

El Espíritu Santo y la Iglesia

737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios, para que den «mucho fruto» (Jn 15, 5. 8. 16).

738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):

«Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios. Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí […] y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual» (San Cirilo de Alejandría, Commentarius in Iohannem, 11, 11: PG 74, 561).

739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la Segunda parte del Catecismo).

740 Estas «maravillas de Dios», ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la Tercera parte del Catecismo).

741 «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la Cuarta parte del Catecismo).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Dedicar diez minutos a meditar el siguiente texto del Catecismo de la Iglesia Católica:

Cristo es el verdadero Templo de Dios, «el lugar donde reside su gloria»; por la gracia de Dios los cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia.

Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 1197

Diálogo con Cristo (Oración de Consagración de la familia al Espíritu Santo)

¡Oh Dios Espíritu Santo! Postrados ante tu divina majestad, venimos a consagrarnos a Ti con todo lo que somos y tenemos.

Por un acto de la omnipotencia del Padre hemos sido creados, por gracia del Hijo hemos sido redimidos, y por tu inefable amor has venido a nuestras almas para santificarnos, comunicándonos tu misma vida divina.

Desde el día de nuestro bautismo has tomado posesión de cada uno de nosotros, transformándonos en templos vivos donde Tú moras juntamente con el Padre y el Hijo; y el día de la Confirmación fue la Pentecostés en que descendiste a nuestros corazones con la plenitud de tus dones, pera que viviéramos una vida íntegramente cristiana.

Permanece entre nosotros para presidir nuestras reuniones; santifica nuestras alegrías y endulza nuestros pesares; ilumina nuestras mentes con los dones de la sabiduría, del entendimiento y de la ciencia; en horas de confusión y de dudas asístenos con el don del consejo; para no desmayar en la lucha y el trabajo concédenos tu fortaleza; que toda nuestra vida religiosa y familiar esté impregnada de tu espíritu de piedad; y que a todos nos mueva un temor santo y filial para no ofenderte a Ti que eres la santidad misma.

Asistidos en todo momento por tus dones y gracias, queremos llevar una vida santa en tu presencia.

Por eso hoy te hacemos entrega de nuestra familia y de cada uno de nosotros por el tiempo y la eternidad. Te consagramos nuestras almas y nuestros cuerpos, nuestros bienes materiales y espirituales, para que Tú sólo dispongas de nosotros y de lo nuestro según tu beneplácito. Sólo te pedimos la gracia que después de haberte glorificado en la tierra, pueda toda nuestra familia alabarte en el cielo, donde con el Padre y el Hijo vives y reinas por los siglos de los siglos.

Así sea.

Amén.

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Evangelio del día: El discípulo amado

Evangelio del día: El discípulo amado

Juan 21, 20-25. Sábado de la 7.ª semana del Tiempo de Pascua. El Señor nos llama siempre, en todas las edades de la vida, para compartir su misión y servir a la Iglesia.

Pedro, volviéndose, vio que lo seguía el discípulo al que Jesús amaba, el mismo que durante la Cena se había reclinado sobre Jesús y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús: «Señor, ¿y qué será de este?». Jesús le respondió: «Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué importa? Tú sígueme». Entonces se divulgó entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría, pero Jesús no había dicho a Pedro: «El no morirá», sino: «Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa?». Este mismo discípulo es el que da testimonio de estas cosas y el que las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero. Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relata detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían.

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Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 28, 16-20.30-31

Salmo: Sal 11(10), 4.5.7

Oración introductoria

Jesús, creo en Ti. Confío en que siendo fiel a tus inspiraciones, viviendo tu mandamiento del amor, responderé a la llamada y te seguiré. Te ofrezco esta oración para crecer en el seguimiento, en el camino de santidad, apoyándome siempre y en todo momento en tu gracia.

Petición

Jesús, sin Ti, no puedo hacer nada. Dame la gracia de la perseverancia.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

La propuesta que Jesús hace a quienes dice «¡Sígueme!» es ardua y exultante: los invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; les enseña la entrega total a Dios y a la difusión de su Reino según la ley del Evangelio: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24); los invita a salir de la propria voluntad cerrada en sí misma, de su idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarse guiar por ella; les hace vivir una fraternidad, que nace de esta disponibilidad total a Dios (cf. Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo distintivo de la comunidad de Jesús: «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros» (Jn 13, 35).

También hoy, el seguimiento de Cristo es arduo; significa aprender a tener la mirada de Jesús, a conocerlo íntimamente, a escucharlo en la Palabra y a encontrarlo en los sacramentos; quiere decir aprender a conformar la propia voluntad con la suya. Se trata de una verdadera y propia escuela de formación para cuantos se preparan para el ministerio sacerdotal y para la vida consagrada, bajo la guía de las autoridades eclesiásticas competentes. El Señor no deja de llamar, en todas las edades de la vida, para compartir su misión y servir a la Iglesia en el ministerio ordenado y en la vida consagrada, y la Iglesia «está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 41). Especialmente en nuestro tiempo en el que la voz del Señor parece ahogada por «otras voces» y la propuesta de seguirlo, entregando la propia vida, puede parecer demasiado difícil, toda comunidad cristiana, todo fiel, debería de asumir conscientemente el compromiso de promover las vocaciones. Es importante alentar y sostener a los que muestran claros indicios de la llamada a la vida sacerdotal y a la consagración religiosa, para que sientan el calor de toda la comunidad al decir «sí» a Dios y a la Iglesia.

Santo Padre Benedicto XVI

Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de la oración por las vocaciones

Mensaje en el IV Domingo de Pascua del día 15 de mayo de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La vida del hombre: conocer y amar a Dios

1  Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo como Redentor y Salvador. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.

2  Para que esta llamada resonara en toda la tierra, Cristo envió a los apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). Fortalecidos con esta misión, los apóstoles «salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).

3  Quienes con la ayuda de Dios, han acogido el llamamiento de Cristo y han respondido libremente a ella, se sienten por su parte urgidos por el amor de Cristo a anunciar por todas partes en el mundo la Buena Nueva. Este tesoro recibido de los Apóstoles ha sido guardado fielmente por sus sucesores. Todos los fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación, anunciando la fe, viviéndola en la comunión fraterna y celebrándola en la liturgia y en la oración (cf. Hch 2,42).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hoy me olvidaré un poco de mí mismo e intentaré hacer felices a quienes me rodean.

Diálogo con Cristo

Jesús, ¿mi vida comunica a los demás que estás vivo? Ayúdame a ser congruente con mi fe, que mi único anhelo sea el crecer en el amor a Ti y a los demás. Hazme un cristiano auténtico, porque sólo los cristianos verdaderos pueden ofrecer un testimonio de la fuerza transformadora del Evangelio y de la verdad de la Iglesia.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: ¿Me amas?… Apacienta mis ovejas

Evangelio del día: ¿Me amas?… Apacienta mis ovejas

Juan 21, 15-19. Viernes de la 7.ª semana del Tiempo de Pascua. Hermano: ¿Quién eres ante Dios? ¿Cuáles son tus pruebas? ¿Qué te está diciendo el Señor a través de ellas? ¿Sobre qué te estás apoyando para superarlas?

Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». El le respondió: «Sí, Señor, saber que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas». Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras». De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 25, 13-21

Salmo: Sal 103(102), 1-2.11-12.19-20

Oración introductoria

Jesucristo, hoy me preguntas si te amo y yo te respondo con todo mi corazón: ¡Sí, te amo! Quiero decírtelo no sólo con mis palabras, sino con mi vida toda: te amo, creo en Ti y en Ti confío.

Petición

Señor, acrecienta en mi alma la virtud de la fe para amarte por encima de todas las cosas y amar a mi prójimo, como a mí mismo.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos en el episcopado:

Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos hacen reflexionar. A mí me hicieron reflexionar mucho. He hecho como una meditación para nosotros Obispos, primero para mí, Obispo como vosotros, y la comparto con vosotros.

Es significativo —y estoy por ello especialmente contento— que nuestro primer encuentro tenga lugar precisamente aquí, en el sitio que custodia no sólo la tumba de Pedro, sino la memoria viva de su testimonio de fe, de su servicio a la verdad, de su entrega hasta el martirio por el Evangelio y por la Iglesia.

Esta tarde este altar de la Confesión se convierte de este modo en nuestro lago de Tiberíades, en cuyas orillas volvemos a escuchar el estupendo diálogo entre Jesús y Pedro, con las preguntas dirigidas al Apóstol, pero que deben resonar también en nuestro corazón de obispos.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?» (cf. Jn 21, 15 ss).

La pregunta está dirigida a un hombre que, a pesar de las solemnes declaraciones, se dejó llevar por el miedo y había negado.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?».

La pregunta se dirige a mí y a cada uno de nosotros, a todos nosotros: si evitamos responder de modo demasiado apresurado y superficial, la misma nos impulsa a mirarnos hacia adentro, a volver a entrar en nosotros mismos.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?».

Aquél que escruta los corazones (cf. Rm 8, 27) se hace mendigo de amor y nos interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial, preámbulo y condición para apacentar sus ovejas, sus corderos, su Iglesia. Todo ministerio se funda en esta intimidad con el Señor; vivir de Él es la medida de nuestro servicio eclesial, que se expresa en la disponibilidad a la obediencia, en el abajarse, como hemos escuchado en la Carta a los Filipenses, y a la donación total (cf. 2, 6-11).

Por lo demás, la consecuencia del amor al Señor es darlo todo —precisamente todo, hasta la vida misma— por Él: esto es lo que debe distinguir nuestro ministerio pastoral; es el papel de tornasol que dice con qué profundidad hemos abrazado el don recibido respondiendo a la llamada de Jesús y en qué medida estamos vinculados a las personas y a las comunidades que se nos han confiado. No somos expresión de una estructura o de una necesidad organizativa: también con el servicio de nuestra autoridad estamos llamados a ser signo de la presencia y de la acción del Señor resucitado, por lo tanto a edificar la comunidad en la caridad fraterna.

No es que esto se dé por descontado: también el amor más grande, en efecto, cuando no se alimenta continuamente, se debilita y se apaga. No sin motivo el apóstol Pablo pone en guardia: «Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28).

La falta de vigilancia —lo sabemos— hace tibio al Pastor; le hace distraído, olvidadizo y hasta intolerante; le seduce con la perspectiva de la carrera, la adulación del dinero y las componendas con el espíritu del mundo; le vuelve perezoso, transformándole en un funcionario, un clérigo preocupado más de sí mismo, de la organización y de las estructuras que del verdadero bien del pueblo de Dios. Se corre el riesgo, entonces, como el apóstol Pedro, de negar al Señor, incluso si formalmente se presenta y se habla en su nombre; se ofusca la santidad de la Madre Iglesia jerárquica, haciéndola menos fecunda.

¿Quiénes somos, hermanos, ante Dios? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Tenemos muchas; cada uno de nosotros conoce las suyas. ¿Qué nos está diciendo el Señor a través de ellas? ¿Sobre qué nos estamos apoyando para superarlas?

Como lo fue para Pedro, la pregunta insistente y triste de Jesús puede dejarnos doloridos y más conscientes de la debilidad de nuestra libertad, tentada como lo es por mil condicionamientos internos y externos, que a menudo suscitan desconcierto, frustración, incluso incredulidad.

No son ciertamente estos los sentimientos y las actitudes que el Señor pretende suscitar; más bien, se aprovecha de ellos el Enemigo, el Diablo, para aislar en la amargura, en la queja y en el desaliento.

Jesús, buen Pastor, no humilla ni abandona en el remordimiento: en Él habla la ternura del Padre, que consuela y relanza; hace pasar de la disgregación de la vergüenza —porque verdaderamente la vergüenza nos disgrega— al entramado de la confianza; vuelve a donar valentía, vuelve a confiar responsabilidad, entrega a la misión.

Pedro, que purificado en el fuego del perdón pudo decir humildemente «Señor, Tú conoces todo; Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). Estoy seguro de que todos nosotros podemos decirlo de corazón. Y Pedro purificado, en su primera Carta nos exhorta a apacentar «el rebaño de Dios […], mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana […], no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 P 5, 2-3).

Sí, ser Pastores significa creer cada día en la gracia y en la fuerza que nos viene del Señor, a pesar de nuestra debilidad, y asumir hasta el final la responsabilidad de caminar delante del rebaño, libres de los pesos que dificultan la sana agilidad apostólica, y sin indecisión al guiarlo, para hacer reconocible nuestra voz tanto para quienes han abrazado la fe como para quienes aún «no pertenecen a este rebaño» (Jn 10, 16): estamos llamados a hacer nuestro el sueño de Dios, cuya casa no conoce exclusión de personas o de pueblos, como anunciaba proféticamente Isaías en la primera Lectura (cf. Is 2, 2-5).

Por ello, ser Pastores quiere decir también disponerse a caminar en medio y detrás del rebaño: capaces de escuchar el silencioso relato de quien sufre y sostener el paso de quien teme ya no poder más; atentos a volver a levantar, alentar e infundir esperanza. Nuestra fe sale siempre reforzada al compartirla con los humildes: dejemos de lado todo tipo de presunción, para inclinarnos ante quienes el Señor confió a nuestra solicitud. Entre ellos, reservemos un lugar especial, muy especial, a nuestros sacerdotes: sobre todo para ellos que nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta permanezcan abiertas en toda circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos nosotros Obispos: nuestros sacerdotes. ¡Amémosles! ¡Amémosles de corazón! Son nuestros hijos y nuestros hermanos.

Queridos hermanos, la profesión de fe que ahora renovamos juntos no es un acto formal, sino renovación de nuestra respuesta al «Sígueme» con el que concluye el evangelio de Juan (21, 19): lleva a desplegar la propia vida según el proyecto de Dios, comprometiendo todo de sí mismo por el Señor Jesús. Que de aquí brote ese discernimiento que conoce y se hace cargo de los pensamientos, de las expectativas y necesidades de los hombres de nuestro tiempo.

Con este espíritu, agradezco de corazón a cada uno de vosotros vuestro servicio, vuestro amor a la Iglesia.

¡La Madre está aquí! Os pongo, y también yo me pongo, bajo el manto de María, Nuestra Señora.


Madre del silencio, que custodia el misterio de Dios,

líbranos de la idolatría del presente, a la que se condena quien olvida.

Purifica los ojos de los Pastores con el colirio de la memoria: volveremos a la lozanía de los orígenes, por una Iglesia orante y penitente.

Madre de la belleza, que florece de la fidelidad al trabajo cotidiano,

despiértanos del torpor de la pereza, de la mezquindad y del derrotismo.

Reviste a los Pastores de esa compasión que unifica e integra: descubriremos la alegría de una Iglesia sierva, humilde y fraterna.

Madre de la ternura, que envuelve de paciencia y de misericordia,

ayúdanos a quemar tristezas, impaciencias y rigidez de quien no conoce pertenencia.

Intercede ante tu Hijo para que sean ágiles nuestras manos, nuestros pies y nuestro corazón: edificaremos la Iglesia con la verdad en la caridad.

Madre, seremos el Pueblo de Dios, peregrino hacia el Reino.

Amén.


Santo Padre Francisco: Profesión de fe

Homilía del jueves, 23 de mayo de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Los fieles cristianos laicos

897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).

La vocación de los laicos

898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios […] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).

899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:

«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9).

900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo

901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).

902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).

903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).

Su participación en la misión profética de Cristo

904 «Cristo […] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía […] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).

«Enseñar a alguien […] para traerlo a la fe […] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th.  3, q. 71, a.4, ad 3).

905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, «esta evangelización […] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):

«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes […] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).

906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).

907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).

Su participación en la misión real de Cristo

908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36):

«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476).

909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).

910 «Los seglares […] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).

911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.

912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).

913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'» (LG 33).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hacer una visita a Cristo Eucaristía para pedirle perdón por todas mis faltas de amor hacia Él.

Diálogo con Cristo

Jesús, decirte cuánto te quiero con palabras es fácil, lo complicado es demostrártelo permanente en mi quehacer diario. Te ofrezco ser fiel a la oración, a la formación, al apostolado. Con tu gracia, lo puedo lograr.

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Evangelio del día: Que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos

Evangelio del día: Que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos

Juan 17, 20-26. Jueves de la 7.ª semana del Tiempo de Pascua. La Iglesia es libre. En la Iglesia hay diversidad de carismas, de personas y de dones del Espíritu. En la Iglesia debes dar tu corazón al Evangelio. Si quieres entrar en la Iglesia, hazlo por amor, para dar todo, todo el corazón. 

No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno yo en ellos y tú en mí— para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.  Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 22, 30; 23, 6-11

Salmo: Sal 16(15), 1-2.5-11

Oración introductoria

Señor Jesús, en Ti se restaura la unidad perfecta con Dios. Podré participar en ella con el cumplimiento del mandamiento del amor, por eso te pido que envíes a tu Espíritu Santo para que esta oración me una más planamente a Ti y a tu Iglesia.

Petición

Señor, ayúdame a descubrir qué puedo hacer para trasmitir tu mensaje de amor y unidad a los demás.

Meditación del Santo Padre Francisco

«Uniformistas, alternativistas y ventajosos»: son los tres neologismos que el Papa Francisco acuñó –«martirizando un poco el italiano» como él mismo lo admite– para describir las tres categorías de cristianos que crean divisiones en la Iglesia. El Pontífice habló de ello el jueves 5 de junio, por la mañana, durante la misa en la capilla de la Casa Santa Marta.

Partiendo del evangelio de san Juan (17, 20-26), el Pontífice se detuvo en la imagen «de Jesús que ora: ora por sus discípulos; ora por todos los que vendrán, que vendrán por la predicación de los apóstoles; ora por la Iglesia. Y ¿qué pide el Señor al Padre?», se preguntó. La respuesta fue: «La unidad de la Iglesia: que la Iglesia sea una, que no haya divisiones, que no haya altercados». Para esto, comentó, «es necesaria la oración del Señor, porque la unidad en la Iglesia no es fácil». He aquí la referencia a «muchos» que «dicen estar en la Iglesia, pero están dentro sólo con un pie», mientras el otro queda «fuera».

«Para esta gente –explicó el Papa Francisco– la Iglesia no es la casa propia». Se trata de personas, añadió, que viven como arrendatarios: «un poco aquí, un poco allá». Es más, «hay algunos grupos que alquilan la Iglesia, pero no la consideran su casa».

Entre estos, el obispo de Roma indicó de hecho tres categorías, comenzando por «los que quieren que todos sean iguales en la Iglesia»: los «uniformistas», cuyo estilo es «uniformar todo: todos iguales». Están presentes desde «el inicio», es decir, «desde que el Espíritu Santo quiso hacer entrar en la Iglesia a los paganos», recordó el Papa haciendo referencia a cuantos pretendían que los paganos antes de formar parte de la Iglesia se hiciesen judíos. Esto demuestra que la uniformidad va de la mano con la rigidez; y no por casualidad el Papa Francisco definió a estos cristianos «rígidos», porque «no tienen la libertad que da el Espíritu Santo. Y confunden lo que Jesús predicó en el Evangelio» y «su doctrina de igualdad», mientras que «Jesús nunca quiso que su Iglesia fuera rígida». Estos, por lo tanto, a causa de su «actitud no entran en la Iglesia. Se dicen cristianos, se dicen católicos, pero su actitud rígida les aleja de la Iglesia».

En cuanto al segundo grupo, los «alternativistas», el obispo de Roma los catalogó entre los que piensan: «Yo entro en la Iglesia, pero con esta idea, con esta ideología». Ponen condiciones «y así su pertenencia a la Iglesia es parcial». También ellos «tienen un pie fuera de la Iglesia; alquilan la Iglesia» pero no la sienten propia; y también ellos están presentes desde el inicio de la predicación evangélica, como testimonian «los gnósticos, que el apóstol Juan ataca muy fuerte: “Somos… sí, sí… somos católicos, pero con estas ideas”». Buscan una alternativa, porque no comparten el sentir común de la Iglesia.

Por último el tercer grupo es el de aquellos que «buscan ventajas». Ellos «van a la Iglesia, pero para ventaja personal y acaban haciendo negocios en la Iglesia». Son los especuladores, presentes también ellos desde los inicios: como Simón el mago, Ananías y Safira, que «se aprovechaban de la Iglesia para su beneficio». Actualizando el discurso, el Papa Francisco denunció cómo personajes de este tipo se encuentren regularmente «en las comunidades parroquiales o diocesanas, en las congregaciones religiosas», ocultándose bajo las apariencias de «bienhechores de la Iglesia». Hemos visto muchos de ellos, dijo en sustancia: «se pavoneaban de ser bienhechores y al final, detrás de la mesa, hacían sus negocios». También ellos, naturalmente, «no sienten a la Iglesia como madre».

Pero el mensaje de Cristo es completamente distinto: a todas estas categorías, prosiguió el Pontífice, Jesús dice que «la Iglesia no es rígida, es libre. En la Iglesia hay tantos carismas, hay una gran diversidad de personas y de dones del Espíritu. Jesús dice: en la Iglesia tú debes dar tu corazón al Evangelio, a lo que el Señor enseñó, y no guardarte una alternativa. El Señor nos dice: si quieres entrar en la Iglesia», hazlo «por amor, para dar todo, todo el corazón y no para hacer negocios en tu favor». De hecho, «la Iglesia no es una casa de alquiler» para quienes «quieren hacer su voluntad»; por el contrario, «es una casa para vivir».

Y a cuantos objetan que «no es fácil», estar con ambos pies en la Iglesia, porque «las tentaciones son muchas», el obispo de Roma recordó al que «hace la unidad en la Iglesia, la unidad en la diversidad, en la libertad, en la generosidad», es decir, al Espíritu Santo, cuya «tarea» específica es precisamente construir «la armonía en la Iglesia». Porque «la unidad de la Iglesia es armonía. Todos –comentó con una broma– somos diversos, no somos iguales, gracias a Dios», de lo contrario «sería un infierno». Pero «todos estamos llamados a la docilidad al Espíritu Santo». Y es precisamente la virtud la que nos salvará de ser rígidos, de ser alternativistas» y del ser «ventajistas» o especuladores en la Iglesia: la docilidad al Espíritu Santo, aquel «que hace la Iglesia».

Es esta docilidad la que transforma la Iglesia de una casa “de alquiler” en una casa que cada uno siente como propia. «Yo estoy en casa –explicó el Papa– porque es el Espíritu Santo quien me concede esta gracia». De aquí, la invitación a pedir durante la misa «la gracia de la unidad de la Iglesia: ser hermanos y hermanas en unidad», sintiéndose «en casa propia. Unidad en la diversidad de cada uno» pero «diversidad libre», sin poner condiciones. «Que el Señor nos envíe el Espíritu Santo –fue la petición conclusiva del Papa Francisco– y cree esta armonía en nuestras comunidades parroquiales, diocesanas, de los movimientos, porque como decía un padre de la Iglesia: “El Espíritu, él mismo es armonía”».

Santo Padre Francisco: Una casa que no se alquila

Meditación del jueves, 5 de junio de 2014

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración «sacerdotal» de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su «paso» [pascua] hacia el Padre donde él es «consagrado» enteramente al Padre» (n. 2747).

Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.

En el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto: En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios: por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y, por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).

El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católica comenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la «Hora de Jesús» llena los últimos tiempos y los lleva a su consumación» (n. 2749).

La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús —a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

«Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de la Iglesia… Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.

La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente palabra: es el acto en que él se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).

Jesús ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser «del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás, a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15). Gracias.

Santo Padre Benedicto XVI

Catequesis sobre la oración que Jesús dirige al Padre

Audiencia General del miércoles, 25 de enero de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. El misterio de la Iglesia

770 La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente «con los ojos de la fe» (Catecismo Romano, 1,10, 20) se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina.

La Iglesia, a la vez visible y espiritual

771 «Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible. La mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la verdad y la gracia». La Iglesia es a la vez:

— «sociedad […] dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo; 
— el grupo visible y la comunidad espiritual;
— la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo».

Estas dimensiones juntas constituyen «una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano» (LG 8):

Es propio de la Iglesia «ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (SC 2).

«¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y una aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido, pero también la hermosa su forma celestial» (San Bernardo de Claraval, In Canticum sermo 27, 7, 14).

La Iglesia, misterio de la unión de los hombres con Dios

772 En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios: «recapitular todo en Cristo» (Ef 1, 10). San Pablo llama «gran misterio» (Ef5, 32) al desposorio de Cristo y de la Iglesia. Porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en misterio (cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el misterio, san Pablo escribe: el misterio «es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1, 27).

773 En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por «la caridad que no pasará jamás»(1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (cf. LG 48). «Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del «gran misterio» en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo» (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el misterio de la Iglesia como la «Esposa sin mancha ni arruga» (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina» (ibíd.).

La Iglesia, sacramento universal de la salvación

774 La palabra griega mysterion ha sido traducida en latín por dos términos: mysterium y sacramentum. En la interpretación posterior, el término sacramentum expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la salvación, indicada por el término mysterium. En este sentido, Cristo es Él mismo el Misterio de la salvación: Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus («No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo»; san Agustín, Epistula 187, 11, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también «los santos Misterios»). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene, por tanto, y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada «sacramento».

775 «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano «(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres «de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es «signo e instrumento» de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo «como instrumento de redención universal» (LG 9), «sacramento universal de salvación» (LG 48), por medio del cual Cristo «manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45, 1). Ella «es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad» (Pablo VI, Discurso a los Padres del Sacro Colegio Cardenalicio, 22 junio 1973) que quiere «que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo» (AG 7; cf. LG 17).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Fortalecer mi unidad con Dios en la oración, y con mi familia, en el diálogo continuo y fraterno.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, la unidad es la base para vivir el mandamiento de la caridad. Tú esperas que viva como los primeros cristianos, difundiendo mi fe, siendo un solo corazón y una sola alma con los demás. Quiero corresponderte pensando y hablando siempre bien de los demás, y buscando siempre construir, nunca destruir, lo que me lleve a una unidad sincera con los demás.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Padre, cuida en tu nombre a los que me has dado

Evangelio del día: Padre, cuida en tu nombre a los que me has dado

Juan 17, 11b-19. Miércoles de la 7.ª semana del Tiempo de Pascua. La negativa de Cristo a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo fue lo que le llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Hoy día vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.

En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad».

Evangelio en Evangelio del día

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 20, 28-38

Salmo: Sal 68(67), 29-30.33-36

Oración introductoria

Señor, gracias por este tiempo que puedo dedicar a la oración. Aunque no soy del mundo, las cosas pasajeras ejercen una fuerte atracción, pero creo y espero en Ti, porque eres fiel a tus promesas, por eso te pido la gracia de que me reveles la verdad sobre mi vida en esta oración.

Petición

Señor, concédeme no tener en la vida otra tarea, otra ocupación, otra ilusión que ser santificado en la verdad.

Meditación del Santo Padre Francisco

[Queridos hermanos y hermanas:]

Los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa; sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo pertenencias y tierras, prestigio y honor, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.

En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.

Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.

Santo Padre Francisco

Homilía del sábado, 16 de agosto de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración «sacerdotal» de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su «paso» [pascua] hacia el Padre donde él es «consagrado» enteramente al Padre» (n. 2747).

Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.

En el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto: En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios: por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y, por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).

El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católica comenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la «Hora de Jesús» llena los últimos tiempos y los lleva a su consumación» (n. 2749).

La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús —a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

«Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de la Iglesia… Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.

La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente palabra: es el acto en que él se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).

Jesús ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser «del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás, a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15). Gracias.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Catequesis sobre en la oración que Jesús dirige al Padre

Audiencia General del miércoles, 25 de enero de 2012

Propósito

Hacer un examen de conciencia para ver cómo puedo dar mayor gloria a Dios con los dones que me ha dado.

Diálogo con Cristo

Señor, dejo en tus manos mis preocupaciones. Ayúdame a confiar en tu providencia, para que la revisión de mis actitudes y comportamiento, me ayude a vivir lo que creo. Sé que Tú estás conmigo, pero frecuentemente se me dificulta compartir mi fe con los demás. Dame la fortaleza para hablar de Ti y de tu amor, especialmente a mi familia.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Jesús ora al Padre por sí mismo

Evangelio del día: Jesús ora al Padre por sí mismo

Juan 17, 1-11a. Martes de la 7.ª semana del Tiempo de Pascua. La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial.

Después de hablar así, Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado. Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera. Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra. Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado. Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 20, 17-27

Salmo: Sal 68(67), 10-11.20-21

Oración introductoria

¡Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres! Este clamor de los ángeles también resuena en el tiempo pascual, porque Tú eres grande, Señor. Grande es tu poder. Tu sabiduría no tiene medida. Quiero alabarte y glorificarte con mi vida, especialmente en este momento de oración.

Petición

Jesús, permite que no caiga en la tentación de las distracciones ni de las preocupaciones, para centrar mi oración en Ti.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración «sacerdotal» de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su «paso» [pascua] hacia el Padre donde él es «consagrado» enteramente al Padre» (n. 2747).

Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.

En el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto: En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios: por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y, por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).

El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católica comenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la «Hora de Jesús» llena los últimos tiempos y los lleva a su consumación» (n. 2749).

La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús —a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

«Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de la Iglesia… Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.

La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente palabra: es el acto en que él se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).

Jesús ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser «del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás, a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15). Gracias.

Santo Padre Benedicto XVI

Catequesis sobre en la oración que Jesús dirige al Padre

Audiencia General del miércoles, 25 de enero de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I La obediencia de la fe

144 Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, «padre de todos los creyentes»

145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rm 4,3; cf. Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe , Abraham fue hecho «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11.18; cf. Gn 15, 5).

147 El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar por la que los antiguos «fueron alabados» (Hb 11, 2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Hb 11,40; 12,2).

María : «Dichosa la que ha creído»

148 La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

149 Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Para agradecerle a Dios su amor, aceptaré con alegría y confianza las dificultades de este día.

Diálogo con Cristo

Permite que esta oración, en la que doy gloria a tu presencia en mi vida, sea mi punto de partida para tener siempre esa sed de orar que me lleve a la convivencia plena y diaria Contigo y con mis hermanos.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Solemnidad de la Ascensión del Señor

Evangelio del día: Solemnidad de la Ascensión del Señor

Marcos 16, 15-20. Solemnidad de la Ascensión del Señor. Séptimo domingo del Tiempo de Pascua. La Ascensión de Jesús al Cielo nos hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios. 

Entonces les dijo: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.

El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán». Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 1, 1-11

Salmo: Sal 47(46), 2-3.6-9

Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Efesios, Ef 1, 17-23

Oración introductoria

Señor, aumenta mi fe y mi amor a Ti y a los demás. Ayúdame a vivir esperando el día en que me introduzcas por la puerta grande del amor, por la puerta del Cielo, más allá de todas mis expectativas. Que esta oración me ayude a seguir esperando con fe y entrega esforzada la llegada de ese día.

Petición

Señor, dame la gracia de confiar en tu Palabra, de saber esperar confiadamente hasta el reencuentro prometido.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

[…] El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.

Jesús sale, asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con nosotros!

Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.

Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.

A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.

Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.

Santo Padre Francisco

Regina Coeli del domingo, 1 de junio de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

“JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS,
Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”

659 «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf. Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo «como un abortivo» (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).

660 El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: «Todavía […] no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo (cf. Jn 16,28). «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre» (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino» (Prefacio de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano).

662 «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí»(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, «no […] penetró en un Santuario hecho por mano de hombre […], sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor»(Hb 7, 25). Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros»(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).

663 Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 75 [De fide orthodoxa, 4, 2]: PG 94, 1104).

664 Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin» (Símbolo de Niceno-Constantinopolitano: DS 150).

Catecismo de la Iglesia Católica

Diálogo con Cristo

Jesús, nos has revelado el inmenso amor que el Padre tiene por todos. Ayúdame a nunca dudar de su amor por mí. Ayúdame a responder a su amor con la fidelidad a su voluntad y con la práctica de la caridad exquisita con aquellos que están más cerca de mí.

Propósito

Permanecer diez minutos ante el Sagrario para aprender a adorar al Señor mientras Él nos enseña a saber esperar.

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Evangelio del día: La alegría que nadie les podrá quitar

Evangelio del día: La alegría que nadie les podrá quitar

Juan 16, 20-23. Viernes de la 6.ª semana del Tiempo de Pascua. Ser cristiano significa tener la alegría de pertenecer totalmente a Cristo.

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar. Aquél día no me harán más preguntas. Les aseguro que todo lo que pidan al Padre, él se lo concederá en mi Nombre».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 18, 9-18

Salmo: Sal 47(46), 2-7

Oración introductoria

Señor, creo en Ti, espero y confío en tu gran misericordia y amor, por eso te suplico que esta oración me lleve a descubrir tu providencia en todos los sucesos de mi vida.

Petición

Jesús, que no me falte nunca la fe, el amor, la esperanza, para gustar la verdadera alegría, que nace del amor y de la fidelidad a Ti.

Meditación del Santo Padre Francisco

Ser cristiano significa tener la alegría de pertenecer totalmente a Cristo, «único esposo de la Iglesia», e ir al encuentro de Él igual que se va a una fiesta de bodas. Así que la alegría y la conciencia de la centralidad de Cristo son las dos actitudes que los cristianos deben cultivar en la cotidianidad. Lo recordó el Papa Francisco en la homilía de la misa que celebró el viernes 6 de septiembre, por la mañana, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.

La reflexión del Santo Padre partió del episodio evangélico propuesto por la liturgia, en el que el evangelista Lucas narra la confrontación entre Jesús, los fariseos y los escribas por el hecho de que los discípulos que están con Él comen y beben mientras los demás hacen ayuno (Lucas 5, 33-39). El Pontífice explicó lo que Jesús, en su respuesta a los escribas, quiere hacer entender. Él se presenta como esposo. La Iglesia es la esposa.

Con su respuesta a los escribas, como especificó el Pontífice, «el Señor dice que cuando está el esposo no se puede ayunar, no se puede estar triste. El Señor aquí hace ver la relación entre Él y la Iglesia como bodas». De aquí «el motivo más profundo por el que la Iglesia custodia tanto el sacramento del matrimonio. Y lo llama sacramento grande porque es precisamente la imagen de la unión de Cristo con la Iglesia». Así que, cuando se habla de bodas, «se habla de fiesta, se habla de alegría; y esto indica a nosotros, cristianos, una actitud»: cuando encuentra a Jesucristo y comienza a vivir según el Evangelio, el cristiano debe hacerlo con alegría.

Naturalmente, añadió el Pontífice, «hay momentos de cruz, momentos de dolor, pero está siempre ese sentido de paz profunda. ¿Por qué? La vida cristiana se vive como fiesta, como las bodas de Jesús con la Iglesia». Y aquí el Santo Padre recordó cómo los primeros mártires cristianos afrontaban el martirio como si fueran a las bodas; también en aquel momento tenían el corazón alegre. Por lo tanto, la primera actitud del cristiano que encuentra a Jesús, repitió el Papa, es semejante a la de la Iglesia que se une como esposa a Jesús. «Y al final del mundo —continuó— será la fiesta definitiva, cuando la nueva Jerusalén se vista como una esposa».

Para explicar la segunda actitud, el Santo Padre recordó la parábola de las bodas del hijo del rey (Mateo 22, 1-14; Lucas 14, 16-24). «Algunos —evocó— estaban tan ocupados en los asuntos de la vida que no podían ir a esa fiesta. Y el Señor, el rey, dijo: id a los cruces de los caminos y traed a todos, los viajeros, los pobres, los enfermos, los leprosos y también los pecadores, traed a todos. Buenos y malos. Todos están invitados a la fiesta. Y la fiesta empezó. Pero después el rey vio a uno que no tenía vestido nupcial. Cierto, nos surge preguntarnos: «padre, ¡pero cómo!: ¿son traídos de los cruces de los caminos y después se pide vestido nupcial? ¿Qué significa esto?». Es sencillísimo: Dios nos pide sólo una cosa para entrar en la fiesta, la totalidad». El Papa Francisco aclaró: «El esposo es el más importante; el esposo llena todo. Y esto nos lleva a la primera lectura (Colosenses 1, 15-20), que nos habla fuertemente de la totalidad de Jesús. Primogénito de toda la creación, en Él fueron creadas todas las cosas y fueron creadas por medio de Él y en vista de Él; porque Él es el centro de todas las cosas. Él es también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. Él es principio. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad para que en Él sean reconciliadas todas las cosas».

Esta imagen permite entender —prosiguió el Santo Padre— que Él es «todo», es «único»: es «el único esposo». Y, por lo tanto, si la primera actitud del cristiano «es la fiesta, la segunda actitud es reconocerle como único. Y quien no le reconoce no tiene el vestido para ir a la fiesta, para ir a las bodas». Si Jesús nos pide este reconocimiento es porque Él como esposo «es fiel, siempre fiel. Y nos pide la fidelidad». No se puede servir a dos señores: «O se sirve al Señor —recordó el Papa— o se sirve al mundo».

Así pues, es tal «la segunda actitud cristiana: reconocer a Jesús como el todo, como el centro, la totalidad», aunque existirá siempre la tentación de rechazar esta «novedad del Evangelio, este vino nuevo». Es necesario por ello acoger la novedad del Evangelio, porque «los odres viejos no pueden llevar el vino nuevo». Jesús es el esposo de la Iglesia, que ama a la Iglesia y que da su vida por la Iglesia. Él organiza una gran «fiesta de bodas. Jesús nos pide la alegría de la fiesta. La alegría de ser cristianos». Pero nos pide también ser totalmente suyos; sin embargo si mantenemos actitudes o hacemos cosas que no se corresponden con este ser totalmente suyos, «no pasa nada: arrepintámonos, pidamos perdón y vayamos adelante» —concluyó—, sin cansarnos de «pedir la gracia de ser alegres».

Santo Padre Francisco: La gracia de la alegría

Homilía del viernes, 6 de septiembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

IV. La santidad cristiana

2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

 2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Al enfrentar una dificultad, pediré ayuda a Dios en vez de confiar sólo en mis propias fuerzas.

Diálogo con Cristo

Señor, lo único que hace triunfar el mal es la desconfianza, el abatimiento ante los problemas, olvidando que Tú eres el Creador, el Dueño y Señor de la vida. Por eso puedo vivir la alegría en el dolor, porque por la fe y la esperanza, sé que todo tiene un sentido y que Tú nunca me dejas en el sufrimiento, y el mal y la injusticia nunca tienen la última palabra. ¡Gracias, Padre bueno, por la fidelidad de tu amor!

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