Marcos 13, 24-32. Trigésimo tercer domingo del Tiempo ordinario.Todo pasa —nos recuerda el Señor—, pero la Palabra de Dios no muta, y ante ella cada uno de nosotros es responsable del propio comportamiento. De acuerdo con esto seremos juzgados.
En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre.»
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Hebreos, Heb 10, 11-14.18
Oración introductoria
Señor, me acerco hoy a Ti con fe, sabiendo que eres el Señor de la vida y de la historia. Consciente de mis debilidades y caídas, pongo mi confianza en Ti, porque Tú siempre cumples tus promesas. Mientras contemplo tu amor que se convierte en fidelidad, yo deseo también corresponder con mi fidelidad. Estoy ante Ti en esta oración para escucharte y, descubrir tu voluntad en este día.
Petición
Espíritu Santo, concédeme estar atento a tus inspiraciones y fortalece mi voluntad para poder seguirlas.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En este penúltimo domingo del año litúrgico, se proclama, en la redacción de San Marcos, una parte del discurso de Jesús sobre los últimos tiempos (cf. Mc 13, 24-32). Este discurso se encuentra, con algunas variaciones, también en Mateo y Lucas, y es probablemente el texto más difícil del Evangelio. Tal dificultad deriva tanto del contenido como del lenguaje: se habla de un porvenir que supera nuestras categorías, y por esto Jesús utiliza imágenes y palabras tomadas del Antiguo Testamento, pero sobre todo introduce un nuevo centro, que es Él mismo, el misterio de su persona y de su muerte y resurrección. También el pasaje de hoy se abre con algunas imágenes cósmicas de género apocalíptico: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán» (v. 24-25); pero este elemento se relativiza por cuanto le sigue: «Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria» (v. 26). El «Hijo del hombre» es Jesús mismo, que une el presente y el futuro; las antiguas palabras de los profetas por fin han hallado un centro en la persona del Mesías nazareno: es Él el verdadero acontecimiento que, en medio de los trastornos del mundo, permanece como el punto firme y estable.
Ello se confirma con otra expresión del Evangelio del día. Jesús afirma: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v. 31). En efecto, sabemos que en la Biblia la Palabra de Dios está en el origen de la creación: todas las criaturas, empezando por los elementos cósmicos —sol, luna, firmamento—, obedecen a la Palabra de Dios, existen en cuanto que son «llamados» por ella. Esta potencia creadora de la Palabra divina se ha concentrado en Jesucristo, Verbo hecho carne, y pasa también a través de sus palabras humanas, que son el verdadero «firmamento» que orienta el pensamiento y el camino del hombre en la tierra. Por esto Jesús no describe el fin del mundo, y cuando utiliza imágenes apocalípticas, no se comporta como un «vidente». Al contrario, Él quiere apartar a sus discípulos —de toda época— de la curiosidad por las fechas, las previsiones, y desea en cambio darles una clave de lectura profunda, esencial, y sobre todo indicar el sendero justo sobre el cual caminar, hoy y mañana, para entrar en la vida eterna. Todo pasa —nos recuerda el Señor—, pero la Palabra de Dios no muta, y ante ella cada uno de nosotros es responsable del propio comportamiento. De acuerdo con esto seremos juzgados.
Queridos amigos: tampoco en nuestros tiempos faltan calamidades naturales, y lamentablemente ni siquiera guerras y violencias. Hoy necesitamos también un fundamento estable para nuestra vida y nuestra esperanza, tanto más a causa del relativismo en el que estamos inmersos. Que la Virgen María nos ayude a acoger este centro en la Persona de Cristo y en su Palabra.
Pongamos nuestra mirada y nuestro corazón en el cielo, viviendo llenos de alegría, de optimismo y de esperanza: «Aprended de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis suceder todo esto, sabed que Él está cerca, a la puerta». ¡Cristo está para llegar! Entonces, ¡qué dicha debe invadir nuestra alma! Está comenzando la primavera. Y el Señor nos invita hoy a descubrir esos signos de los tiempos, que nos descubren un nuevo amanecer. No se está acabando el mundo. En realidad, está naciendo uno nuevo; ¡está llegando otra primavera del espíritu!
Diálogo con Cristo
¿Qué signos de esperanza descubo Señor, en la Iglesia y el mundo de hoy? Meditaré en esta pregunta, contemplando la higuera, y encontraré muchísimos brotes de vida.
Lucas 17, 11-19. Miércoles de la 32.ª semana del Tiempo Ordinario. Debemos aprender a ser conscientes de todo lo que el Señor hace por nosotros y saber agradecerselo así como saber alabarlo.
Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pesaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús le dijo entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?». Y agregó: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
Primera lectura: Libro de la Sabiduría, Sab 6, 2-12
Salmo: Sal 82(81), 3-7
Oración introductoria
Señor, aumenta mi fe para que pueda alcanzar la salvación. Ten compasión y permite que esta oración me ayude a vivir este día con humildad, con esperanza y alegría, sirviendo a todos, especialmente a los que tengo más cerca.
Petición
Señor, dame la gracia de saber agradecerte todos los dones que me das.
Meditación del Santo Padre Francisco
Dios es nuestra fuerza.
Pienso en los diez leprosos del Evangelio curados por Jesús: salen a su encuentro, se detienen a lo lejos y le dicen a gritos: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (Lc 17,13). Están enfermos, necesitados de amor y de fuerza, y buscan a alguien que los cure. Y Jesús responde liberándolos a todos de su enfermedad. Llama la atención, sin embargo, que solamente uno regrese alabando a Dios a grandes gritos y dando gracias. Jesús mismo lo indica: diez han dado gritos para alcanzar la curación y uno solo ha vuelto a dar gracias a Dios a gritos y reconocer que en él está nuestra fuerza. Saber agradecer, saber alabar al Señor por lo que hace por nosotros.
El evangelio de [hoy] presenta a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión.
Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el «corazón», y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la «salvación». Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre «salud» y «salvación», nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.
Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: «Tu fe te ha salvado». Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: «gracias»!
Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo considerada una «impureza contagiosa» que exigía una purificación ritual (cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal.
«Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Jesús inició su vida pública con esta invitación, que sigue resonando en la Iglesia, hasta el punto de que también la santísima Virgen, especialmente en sus apariciones de los últimos tiempos, ha renovado siempre esta exhortación. Hoy pensamos, de modo particular, en Fátima donde, exactamente hace 90 años, desde el 13 de mayo hasta el 13 de octubre de 1917, la Virgen se apareció a los tres pastorcillos: Lucía, Jacinta y Francisco.
Gracias a las conexiones radiotelevisivas, quiero hacerme presente espiritualmente en aquel santuario mariano, donde el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, ha presidido en mi nombre las celebraciones conclusivas de un aniversario tan significativo. Lo saludo cordialmente a él, a los demás cardenales y obispos presentes, a los sacerdotes que trabajan en el santuario y a los peregrinos que han acudido de todas las partes del mundo con esta ocasión.
Pidamos a la Virgen para todos los cristianos el don de una verdadera conversión, a fin de que se anuncie y se testimonie con coherencia y fidelidad el perenne mensaje evangélico, que indica a la humanidad el camino de la auténtica paz.
Iniciar mis actividades, especialmente la oración, pidiendo a Dios que aumente mi fe.
Diálogo con Cristo
Señor, permite que sepa reconocer los muchos dones que me has dado, utilizarlos bien y darte gracias por ellos. Tú no necesitas mi agradecimiento, soy yo quien necesita reconocer que, sin tu gracia, nada puedo y de nada me sirven los dones terrenales que pueda tener.
Marcos 12, 38-44. Trigésimo segundo Domingo del Tiempo Ordinario.En la viuda que entrega sus dos moneditas al tesoro del templo podemos ver la «imagen de la Iglesia» que debe ser pobre, humilde y fiel.
En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía: «Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad». Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir».
Primera lectura: Primer Libro de Reyes, 1 Re 17, 10-16
Salmo: Sal 146(145), 7-10
Segunda lectura: Carta a los Hebreos, Heb 9, 24-28
Oración introductoria
Espíritu Santo, ilumina esta oración para que no la convierta en un momento de vanidad, autocomplacencia o en un ritual sin sentido, como acostumbraban los fariseos. Dame la fortaleza para saber desprenderme de lo que me impida crecer en el amor.
Petición
Señor, dame la gracia de ser generoso, sin cálculos egoístas.
Meditación del Santo Padre Francisco
En la viuda que entrega sus dos moneditas al tesoro del templo podemos ver la «imagen de la Iglesia» que debe ser pobre, humilde y fiel. Parte del Evangelio del día, tomado del capítulo 21 de san Lucas (1-4), la reflexión del Papa Francisco durante la misa del [día de hoy]. En la homilía hizo referencia al pasaje donde Jesús, «tras largas discusiones» con los saduceos y los discípulos en relación a los escribas y a los fariseos que «se complacían en ocupar los primeros puestos, los primeros asientos en las sinagogas, en los banquetes, en ser saludados», alzando los ojos «vio a una viuda». El «contraste» es inmediato y «fuerte» respecto a los «ricos que echaban sus donativos en el tesoro del templo». Precisamente la viuda es «la persona más fuerte aquí, en este pasaje».
De la viuda, explicó el Pontífice, «se dice dos veces que era pobre: dos veces. Y pasaba necesidad». Es como si el Señor hubiese querido destacar a los doctores de la ley: «Tenéis muchas riquezas de vanidad, de apariencia o incluso de soberbia. Esta es pobre…». Pero «en la Biblia el huérfano y la viuda son las figuras de los más marginados» así como también los leprosos, y «por ello hay muchos mandamientos para ayudar, para ocuparse de las viudas, de los huérfanos». Y Jesús «mira a esta mujer sola, vestida con sencillez» y «que echa todo lo que tenía para vivir: dos moneditas». El pensamiento vuela también a otra viuda, la de Sarepta, «que había recibido al profeta Elías y había dado todo lo que tenía antes de morir: un poco de harina y aceite…».
El Pontífice volvió a componer la escena narrada por el Evangelio: «Una mujer pobre en medio de los poderosos, en medio de los doctores, de los sacerdotes, de los escribas… también en medio de los ricos que echaban sus donativos, e incluso algunos para hacerse ver». A ellos les dijo Jesús: «Este es el camino, este es el ejemplo. Esta es la senda por la que vosotros tenéis que ir». Surge fuerte el «gesto de esta mujer que le pertenecía totalmente a Dios, como la viuda Ana que recibió a Jesús en el Templo: toda para Dios. Su esperanza estaba sólo en el Señor».
«El Señor puso de relieve la persona de la viuda», dijo el Papa Francisco, y continuó: «Me gusta ver aquí, en esta mujer, una imagen de la Iglesia». Sobre todo la «Iglesia pobre, porque la Iglesia no debe tener otras riquezas más que su Esposo»; luego la «Iglesia humilde, como lo eran las viudas de ese tiempo, porque en esa época no existía la pensión, no existían las ayudas sociales, nada». En cierto sentido la Iglesia «es un poco viuda, porque espera a su Esposo que volverá». Cierto, «tiene a su Esposo en la Eucaristía, en la Palabra de Dios, en los pobres: pero espera que regrese».
¿Qué es lo que impulsa al Papa a «ver en esta mujer la figura de la Iglesia»? El hecho de que «no era importante: el nombre de esta viuda no aparecía en los periódicos, nadie la conocía, no tenía títulos… nada. Nada. No brillaba con luces propias». Y la «gran virtud de la Iglesia» debe ser precisamente la «de no brillar con luz propia», sino reflejar «la luz que viene de su Esposo». Tanto más que «a lo largo de los siglos, cuando la Iglesia quiso tener luz propia, se equivocó». Lo decían incluso «los primeros Padres», la Iglesia es «un misterio como el de la luna. La llamaban mysterium lunae: la luna no tiene luz propia; la recibe siempre del sol».
Cierto, especificó el Papa, «es verdad que algunas veces el Señor puede pedir a su Iglesia que tenga, que procure un poco de luz propia», como cuando pidió «a la viuda Judit que se quitara las vestiduras de viuda y se pusiera vestidos de fiesta para cumplir una misión». Pero, dijo, «permanece siempre la actitud de la Iglesia hacia su Esposo, hacia el Señor». La Iglesia «recibe la luz de allá, del Señor» y «todos los servicios que realizamos» le sirven a ella para «recibir esa luz». Cuando a un servicio le falta esta luz «no esá bien», porque «hace que la Iglesia se haga rica, o poderosa, o que busque el poder, o que se equivoque de camino, como sucedió muchas veces en la historia, y como sucede en nuestra vida cuando queremos tener otra luz, que no es precisamente la del Señor: una luz propia».
El Evangelio, destacó el Papa, presenta la imagen de la viuda precisamente en el momento en el que «Jesús comienza a sentir las resistencias de la clase dirigente de su pueblo: los saduceos, los fariseos, los escribas, los doctores de la ley». Y es como si Él dijera: «Sucede todo esto, pero mirad allí», hacia esa viuda. La confrontación es fundamental para reconocer la verdadera realidad de la Iglesia que «cuando es fiel a la esperanza y a su Esposo, se alegra de recibir la luz que viene de Él, de ser —en este sentido— viuda: esperando ese sol que vendrá».
Por lo demás, «no por casualidad la primera confrontación fuerte que Jesús tuvo en Nazaret, después de la que tuvo con Satanás, fue por nombrar a una viuda y por nombrar a un leproso: dos marginados». Había «muchas viudas en Israel, en ese tiempo, pero sólo Elías fue invitado por la viuda de Sarepta. Y ellos se enfadaron y querían matarlo».
Cuando la Iglesia, concluyó el Papa Francisco, es «humilde» y «pobre», y también cuando «confiesa sus miserias —que, además, todos las tenemos— la Iglesia es fiel». Es como si ella dijera: «Yo soy oscura, pero la luz me viene de allí». Y esto, añadió el Pontífice, «nos hace mucho bien». Entonces «recemos a esta viuda que está en el cielo, seguro», a fin de que «nos enseñe a ser Iglesia de ese modo», renunciando a «todo lo que tenemos» y a no tener «nada para nosotros» sino «todo para el Señor y para el prójimo». Siempre «humildes» y «sin gloriarnos de tener luz propia», sino «buscando siempre la luce que viene del Señor».
En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: «el óbolo de la viuda» es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee. Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla ese episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y el corazón de toda su vida. El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía, pues mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan. En suma, Jesús muestra su afecto por el templo como casa de oración, pero precisamente por eso quiere purificarlo de usos impropios, más aún, quiere revelar su significado más profundo, vinculado al cumplimiento de su misterio mismo, el misterio de su muerte y resurrección, en la que él mismo se convierte en el Templo nuevo y definitivo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.
El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en un detalle que se puede escapar pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos moneditas. También a nosotros Jesús nos dice, como en aquel día a los discípulos: ¡Prestad atención! Mirad bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las «piedras vivas» de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf. Mc 12, 44), y así se da a sí misma.
Queridos amigos, a partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, del templo vivo de Dios, y de esta manera rendir homenaje a la memoria del gran Papa Pablo VI, que consagró a la Iglesia toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios. Como dice la carta a los Hebreos, también en el texto que acabamos de escuchar, a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido «una sola vez», para salvar al mundo entero (cf. Hb 9, 26.28), porque en esa única oblación está condensado todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer a Dios y a los hermanos: no le falta nada y no se le puede añadir nada. La Iglesia, que nace incesantemente de la Eucaristía, de la entrega de Jesús, es la continuación de este don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se entrega totalmente, Cuerpo partido y compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza. Me alegra saber que estáis profundizando en la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de vuestro obispo.
Esta es la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y trató de hacer comprender y amar con todas sus fuerzas. Releamos su «Meditación ante la muerte», donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. «Puedo decir —escribe— que siempre la he amado… y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese». Es el tono de un corazón palpitante, que sigue diciendo: «Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría —continúa el Papa— abrazarla, saludarla, amarla en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla». Y a ella le dirige las últimas palabras como si se tratara de la esposa de toda la vida: «Y, ¿qué diré a la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).
¿Qué se puede añadir a palabras tan elevadas e intensas? Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia «pobre y libre», que recuerda la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial para que logre hablar a la humanidad contemporánea. En todas las etapas de su vida, desde los primeros años de sacerdocio hasta el pontificado, Giovanni Battista Montini se interesó de modo muy especial por el encuentro y el diálogo de la Iglesia con la humanidad de nuestro tiempo. Dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarse con ella, el hombre contemporáneo pudiera encontrarse con Jesús, porque de él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del Papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quiso exponer de forma programática algunos de sus aspectos más importantes en su primera encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando aún no habían visto la luz las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes.
Con aquella primera encíclica el Pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo tiempo, la exigencia de entablar entre la comunidad eclesial y la sociedad una relación de mutuo conocimiento y amor (cf. Enchiridion Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). «Conciencia», «renovación», «diálogo»: estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus «pensamientos» dominantes —como él los define— al comenzar su ministerio petrino, y las tres se refieren a la Iglesia. Ante todo, la exigencia de que profundice la conciencia de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando el modelo que es Cristo; y, por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (cf. ib., pp. 203-205, nn. 166-168). Queridos amigos —y me dirijo de modo especial a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio—, ¿cómo no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación con el mundo, sigue siendo hoy absolutamente central? Más aún, ¿cómo no ver que el desarrollo de la secularización y de la globalización han radicalizado aún más esta cuestión, ante el olvido de Dios, por una parte, y ante las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del Papa Montini sobre la Iglesia es más actual que nunca; y más precioso es aún el ejemplo de su amor a ella, inseparable de su amor a Cristo. «El misterio de la Iglesia —leemos en la encíclica Ecclesiam suam— no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes que un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia» (ib., p. 229, n. 178). Esto presupone una robusta vida interior, que es «el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo propio de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituible de su actividad religiosa y social, e inviolable defensa y renaciente energía en su difícil contacto con el mundo profano» (ib., p. 231, n. 179). Precisamente el cristiano abierto, la Iglesia abierta al mundo, tienen necesidad de una robusta vida interior.
Queridos hermanos, ¡qué don tan inestimable para la Iglesia es la lección del siervo de Dios Pablo VI! Y ¡qué alentador es cada vez aprender de su ejemplo! Es una lección que afecta a todos y compromete a todos, según los diferentes dones y ministerios que enriquecen al pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo. En este Año sacerdotal me complace subrayar que esta lección interesa y afecta de manera particular a los sacerdotes, a quienes el Papa Montini reservó siempre un afecto y una atención especiales. En la encíclica sobre el celibato sacerdotal escribió: «»Apresado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12) hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno Sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella. (…) La virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión» (Sacerdotalis caelibatus, 26). Dedico estas palabras del gran Papa a los numerosos sacerdotes de la diócesis de Brescia, aquí bien representados, así como a los jóvenes que se están formando en el seminario. Y quisiera recordar también las palabras que Pablo VI dirigió a los alumnos del Seminario Lombardo, el 7 de diciembre de 1968, mientras las dificultades del posconcilio se añadían a los fermentos del mundo juvenil: «Muchos —dijo— esperan del Papa gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa considera que tiene que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien su Iglesia le interesa más que a nadie. Él calmará la tempestad… No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración. Esta es la condición que Jesús escogió para nosotros a fin de que él pueda actuar en plenitud. También el Papa necesita ayuda con la oración» (Insegnamenti VI, [1968], 1189). Queridos hermanos, que los ejemplos sacerdotales del siervo de Dios Giovanni Battista Montini os guíen siempre, y que interceda por vosotros san Arcángel Tadini, a quien acabo de venerar en mi breve visita a Botticino.
[…]
Oremos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del concilio ecuménico Vaticano ii, Madre de la Iglesia. Amén.
Ser especialmente generoso en mi ofrenda en la limosna de la misa de hoy o de mañana domingo.
Diálogo con Cristo
Jesús, dame tu gracia para transformar mi espíritu en la generosidad para vivir en una constante preocupación por tus intereses y por las necesidades de los demás. Que incremente mis actos de servicio y caridad, sin buscar nunca ventajas personales ni llamar la atención.
* * *
La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios.
Lucas 14, 25-33. Miércoles de la 31.ª semana del Tiempo Ordinario. La imitación de Cristo es amar pasar desapercibido y ser considerado una nulidad… es la humildad cristiana.
Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: «Este comenzó a edificar y no pudo terminar». ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo».
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 13, 8-10
Salmo: Sal 112(111), 1-5.9
Oración introductoria
Ven, Espíritu Santo, dame tu gracia para saber renunciar a todo lo que pueda distraer mi oración, porque quiero seguirte y vivir centrado en Ti, trabajar por Ti, sufrir por Ti, gozar por Ti, amar por Ti y buscarte en todo y siempre.
Petición
Jesús, dame un amor ardiente y personal a tu Divino Corazón para que nada, ni nadie, sea más importante en mi vida.
Meditación del Santo Padre Francisco
Jesús dice a sus discípulos: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y venga conmigo». Este es el estilo cristiano porque Jesús ha recorrido antes este camino. Nosotros no podemos pensar la vida cristiana fuera de este camino. Siempre está este camino que Él ha hecho antes: el camino de la humildad, el camino también de la humillación, de negarse a uno mismo y después resurgir de nuevo. Este es el camino. El estilo cristiano, sin cruz no es cristiano, y si la cruz es una cruz sin Jesús, no es cristiana. El estilo cristiano toma la cruz con Jesús y va adelante. No sin cruz, no sin Jesús.
Jesús ha dado el ejemplo y aún siendo igual a Dios, se humilló a sí mismo, y se ha hecho siervo por nosotros. Este estilo nos salvará, nos dará alegría y nos hará fecundos, porque este camino de renegarse a sí mismo es para dar vida, es contra el camino del egoísmo, de estar apegado a todos los bienes solo para mí… Este camino está abierto a los otros, porque ese camino que ha hecho Jesús, de anulamiento, ese camino ha sido para dar vida.
Uno de vuestros compromisos firmes ha sido el de proclamar a Cristo resucitado, el de responder a sus palabras con generosidad, abandonando a menudo seguridades personales y materiales, llegando incluso a dejar el propio país, afrontando situaciones nuevas y no siempre fáciles. Llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo: esto es lo que anima toda obra evangelizadora. Vosotros lo realizáis en un camino que, a quien ya ha recibido el bautismo, le ayuda a redescubrir la belleza de la vida de fe, la alegría de ser cristiano. «Seguir a Cristo» exige la aventura personal de buscarlo, de caminar con él, pero siempre implica también salir de la cerrazón del yo, quebrar el individualismo que frecuentemente caracteriza a nuestro tiempo, para sustituir el egoísmo por la comunidad del hombre nuevo en Jesucristo. Y ello acontece en una relación profunda con él, en la escucha de su palabra, al recorrer el camino que nos ha indicado; se lleva a cabo, inseparablemente, al creer con su Iglesia, con los santos, en los que se da a conocer siempre nuevamente el verdadero rostro de la Esposa de Cristo.
Dejar «eso» que me está apartando de ser un auténtico discípulo y misionero de Cristo.
Diálogo con Cristo
Jesús, gracias por este momento de oración. Aumenta mi fe para poder seguir el camino que me propones. Quiero ser tu discípulo, abrazar, por amor a Ti, los problemas y el sufrimiento que pueda encontrar el día de hoy, sabiendo que Tú estás conmigo y que todo tiene valor y recompensa, si es hecho por amor a Dios y a los demás.
Lucas 14, 15-24. Martes de la 31.ª semana del Tiempo Ordinario. La existencia cristiana es una invitación gratuita a la fiesta; una invitación que no se puede comprar, porque viene de Dios, a quien es necesario responder con la participación y con el compartir.
Al oír estas palabras, uno de los invitados le dijo: «¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!». Jesús le respondió: «Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora de cenar, mandó a su sirviente que dijera a los invitados: «Vengan, todo está preparado». Pero todos, sin excepción, empezaron a excusarse. El primero le dijo: «Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes». El segundo dijo: «He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes». Y un tercero respondió: «Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir». A su regreso, el sirviente contó todo esto al dueño de casa, este, irritado, le dijo: «Recorre en seguida las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos». Volvió el sirviente y dijo: «Señor, tus órdenes se han cumplido y aún sobra lugar». El señor le respondió: «Ve a los caminos y a lo largo de los cercos, e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa. Porque les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena»».
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 12, 5-16a
Salmo: Sal 131(130), 1-3
Oración introductoria
Señor, creo en Ti, espero y te amo. No soy digno de acercarme a Ti porque te he fallado, pero confío en tu misericordia. Quiero responder con prontitud a tu invitación, participando con toda mi mente y mi corazón en el banquete de la oración.
Petición
Jesús, que en mi vida seas Tú lo primero y lo más importante.
Meditación del Santo Padre Francisco
«La existencia cristiana es una invitación» gratuita a la fiesta; una invitación que no se puede comprar, porque viene de Dios, y a quien es necesario responder con la participación y con el compartir. Es la reflexión sugerida por el Papa Francisco de las lecturas litúrgicas (Rm 12, 5-16a; Lc 14, 15-24) de [hoy]. Lecturas —explicó— que «nos muestran cómo es el carné de identidad del cristiano; cómo es un cristiano».
El Obispo de Roma identificó las modalidades de esta invitación —se trata, dijo, de «una invitación gratuita— y el remitente: Dios. Pero la gratuidad, advirtió, implica también consecuencias, la primera de las cuales es que si no se ha sido invitado, no se puede reaccionar sencillamente respondiendo: «Compraré la entrada parar ir». En efecto, «no se puede. Para entrar —afirmó el Santo Padre— no se puede pagar: o eres invitado o no puedes entrar. Y si en nuestra conciencia no tenemos esta certeza de estar invitado, no hemos comprendido lo que es un cristiano. Somos invitados gratuitamente, por pura gracia de Dios, puro amor del Padre. Fue Jesús, con su sangre, quien nos abrió esta posibilidad».
El Papa Francisco clarificó luego qué significa en concreto la invitación del Señor para cada cristiano: no es una invitación «a dar un paseo», sino «a una fiesta, a la alegría: a la alegría de estar salvado, a la alegría de ser redimido», de compartir la vida con Jesús. Y sugirió también qué debe entenderse con el término «fiesta»: «una reunión de personas que hablan, ríen, festejan, son felices» dijo. Pero el elemento principal es precisamente la «reunión» de más personas. «Yo, entre las personas mentalmente normales, nunca he visto a alguien que festeje solo: sería un poco aburrido», explicó con una broma, mencionando la triste imagen de quien trata de «abrir la botella de vino» para brindar solo.
La fiesta, por lo tanto, exige estar en compañía, «con los demás, en familia, con los amigos». La fiesta, en definitiva, «se comparte». Por ello ser cristiano implica «pertenencia. Se pertenece a este cuerpo», formado por «gente que ha sido invitada a la fiesta»; una fiesta que «nos une a todos», una «fiesta de unidad».
El pasaje del evangelio de san Lucas ofrece, entre otras cosas, «la lista de los que fueron invitados»: los pobres, los lisiados, los ciegos y los cojos. «Quienes tienen problemas —destacó el Pontífice— y son un poco marginados por la normalidad de la ciudad, serán los primeros en esta fiesta». Pero también hay sitio para todos los demás; es más, en la versión de Mateo el Evangelio clarifica aún mejor: «Todos, buenos y malos». Y de ese «todos» el Santo Padre expresa la consecuencia de que «la Iglesia no es sólo para las personas buenas», sino que «también los pecadores, todos nosotros pecadores hemos sido invitados», para dar vida a «una comunidad que tiene dones diversos». Una comunidad en la cual «todos tienen una cualidad, una virtud», porque la fiesta se hace poniendo en común lo que cada uno tiene.
En resumen, «en la fiesta se participa totalmente». No nos podemos limitar a decir: «Voy a la fiesta, pero me detengo en el primer saludo, porque debo estar sólo con tres o cuatro que conozco». Porque «esto no se puede hacer en la Iglesia: o entras con todos o permaneces fuera. No puedes hacer una selección».
Un ulterior aspecto analizado por el Pontífice se refiere a la misericordia de Dios, que alcanza incluso a cuantos rechazan la invitación o fingen aceptarla pero no participan plenamente en la fiesta. La ocasión, una vez más, surgió del pasaje de Lucas, que enumera las excusas presentadas por algunos de los invitados demasiado atareados. Quienes «participan en la fiesta sólo de nombre: no aceptan la invitación, dicen sí», pero es un no. Para el Papa Francisco son los precursores de esos «cristianos que se contentan sólo con estar en la lista de los invitados. Cristianos «catalogados»». Sin embargo, estar «catalogados como cristianos», lamentablemente, no «es suficiente. Si no entras a la fiesta, no eres cristiano; estarás en la lista, pero esto no sirve para tu salvación», advirtió el Papa.
Resumiendo, el Pontífice enumeró cinco significados relacionados con la imagen de «entrar a la iglesia» y, como consecuencia, «entrar en la Iglesia». Ante todo se trata de «una gracia, una invitación; no se puede comprar este derecho». En segundo lugar, comporta el «formar comunidad, compartir todo lo que tenemos —las virtudes, las cualidades que el Señor nos ha dado— en el servicio de unos por otros». Además, requiere «estar disponibles para lo que el Señor nos pide». Y quiere decir también «no pedir caminos especiales o puertas especiales». Por último, significa «entrar en el pueblo de Dios que camina hacia la eternidad» y donde «nadie es protagonista», porque «tenemos Uno que hizo todo» y sólo Él puede ser «el protagonista». De aquí la exhortación del Papa Francisco a ponernos «todos detrás de Él; y quien no está detrás de Él, es uno que se excusa».
Cierto, advirtió el Santo Padre, «el Señor es muy generoso» y «abre todas las puertas». Él «comprende incluso a quien le dice: No, Señor, no quiero ir contigo. Le comprende y le espera, porque es misericordioso». Pero no acepta las mentiras: «Al Señor —subrayó— no le gusta ese hombre que dice sí y obra un no. Que aparenta agradecer por muchas cosas hermosas, pero en realidad va por su camino; que tiene buenas maneras, pero hace su propia voluntad, no la del Señor».
He aquí, entonces, la invitación conclusiva del Papa, que exhortó a pedir a Dios la gracia de comprender «cuán hermoso es estar invitados a la fiesta, cuán hermoso es compartir con todos las propias cualidades, cuán hermoso es estar con Él»; y, al contrario, cuán «desagradable es jugar entre el sí y el no; decir sí, pero solamente contentarse» con estar «catalogados» en la lista de los cristianos.
Como muestra de agradecimiento por el don de la Eucaristía, llegar siempre puntual y correctamente vestido a la celebración de la Eucaristía.
Diálogo con Cristo
Señor, ¿quién soy yo para que Tú, Dios omnipotente y dueño del universo, me busque y me invite a participar en la oración, en la Eucaristía? Respetas mi libertad cuando me hago sordo e indiferente. Me acoges cuando me acerco, porque nunca me dejas solo en la lucha por mi santificación. Gracias, Señor, por tanto amor y por estar siempre a mi lado. Contigo lo tengo todo y por Ti quiero darlo todo.
«El matrimonio y la familia atraviesan una seria crisis cultural».
«Es urgente una amplia catequización sobre el ideal cristiano de la comunión conyugal y de la vida familiar, que incluya una espiritualidad de la paternidad y la maternidad», agregó el pontífice.
«Sigamos presentando la belleza del matrimonio cristiano: «casarse en el Señor» es un acto de fe y amor, en el que los esposos, mediante su libre consentimiento, se convierten en transmisores de la bendición y la gracia de Dios para la Iglesia y la sociedad.
Papa Francisco, Audiencia con obispos de la Conferencia Episcopal de la República Dominicana, 28 de mayo de 2015
Cuando hablamos de «transmisión de la fe» no lo hacemos en el mismo sentido que cuando se habla de transmisión de una enfermedad o de una determinada herencia. La fe es siempre una respuesta personal y libre a la gracia del Espíritu Santo, que ilumina y ayuda a responder confiadamente a Dios. Esa respuesta personal se realiza con más facilidad en el seno de una familia cristiana.
Desde un punto de vista sociológico, es fácil constatar que durante siglos, en los países de tradición cristiana, la fe se ha ido transmitiendo pacíficamente de padres a hijos, sin que nos diéramos cuenta de la enorme importancia que todo este proceso tenía para el conjunto de la vida de la Iglesia y de la humanidad y para la difusión del Evangelio en el mundo.
Bastaría que cada uno de nosotros se hiciera algunas preguntas sobre su propia experiencia: ¿quién nos enseñó a creer en Jesucristo y a dirigirnos a la Virgen María? ¿Cuándo aprendimos a rezar y a distinguir el bien del mal? ¿Cuándo y cómo empezamos a vivir como cristianos?…
Seguramente la mayoría de nosotros ha nacido a la fe y a la vida cristiana gracias a la ayuda de nuestros padres y abuelos. Fueron nuestros padres quienes pidieron el sacramento del Bautismo para cada uno de nosotros y asumieron la responsabilidad de enseñarnos a vivir como cristianos. Fueron también ellos quienes eligieron una escuela acorde con sus convicciones humanas y religiosas.
Todo ello se desarrolló seguramente con plena naturalidad en un entorno familiar y social que favorecía la educación y la transmisión de la fe. Este modo de proceder gozaba de una enorme lógica: si ellos mismos habían recibido la vida de la gracia en la Iglesia, ¿cómo iban a privar a sus hijos del don del Espíritu Santo, fuente del amor, de la vida divina y de la felicidad eterna?
2. La transmisión de la fe en las familias
Desde los primeros siglos de nuestra era, y con una continuidad que hoy nos asombra, cientos de generaciones se han ido incorporando a la Iglesia a medida que el Evangelio de Jesucristo iba llegando a las diversas regiones del planeta. Primero en Europa y más tarde en América y en los demás continentes, millones de seres humanos de todas las razas, lenguas y culturas recibían el Bautismo y transmitían la fe cristiana a sus hijos en el seno del hogar.
Como una madre enseña a sus hijos a hablar y a querer, la Iglesia, madre de los fieles cristianos, iba enseñando el lenguaje de la fe y sus expresiones en la vida cotidiana por medio de sacerdotes y religiosos, muchos de ellos santos de altar. Pero, sobre todo, la fe se ha ido transmitiendo durante siglos por medio de los padres y madres de familia, cristianos corrientes que la pedían para sus hijos en el sacramento del Bautismo y luego, en el momento oportuno y con la debida catequesis de preparación, los acercaban a recibir los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía.
3. Crisis actual en la transmisión de la fe
Sin embargo, en los tiempos recientes las cosas han cambiado mucho debido al crecimiento progresivo, especialmente en Europa y Estados Unidos, de todo un verdadero “tsunami” de secularismo y descristianización.
Los datos lo atestiguan. Por ejemplo, con referencia a España, hasta hace pocos años el 90% de los niños nacidos en nuestro país recibía el Bautismo y hacía la Primera Comunión. Ahora, el 30% de los niños ya no recibe el Bautismo, y aunque el 70% recibe la Primera Comunión esta ceremonia se mantiene en muchos casos como un acto meramente social. Y, lo que es todavía más llamativo, solamente el 4 % de los jóvenes entre 15 y 30 años participan habitualmente en la Misa dominical, frente a un 96% que ya no participa. (Son datos del año 2014).
Por otro lado, el número de matrimonios ante la Iglesia está bajando mucho, mientras suben a gran velocidad el número de matrimonios civiles y, sobre todo, las parejas de hecho.
Ante la fuerza espectacular de estos datos, ha escrito el cardenal Fernando Sebastián: “Tenemos que reconocer que el medio de transmisión de la fe, más normal y más efectivo durante siglos se ha desmoronado en pocos años. Esta es una de las novedades más graves y más preocupantes de la situación de la Iglesia en la España actual”.
Y Mons. Sebastián, al que seguimos en estos comentarios, sigue diciendo que antes los niños eran iniciados en la fe desde los primeros años a través de la convivencia familiar. Ahora este cauce falla en muchos casos. Los padres conviven menos con los hijos, muchas familias católicas tienen una vida religiosa deficiente, no asisten a la Eucaristía dominical ni celebran las grandes fiestas del Año Litúrgico, tampoco tienen costumbre de rezar en familia. En la convivencia familiar no aparece con suficiente nitidez el testimonio de la fe vivida, no hay “contagio” de la fe.
4. ¿Qué panorama nos espera?
A primera vista, asusta pensar lo que será nuestra sociedad dentro de 20 ó 30 años, cuando aparezca una nueva generación carente de las conexiones que todavía tienen bastantes jóvenes actuales con muchas ideas y valores cristianos.
Sin embargo, y contra lo que podría pensarse, la familia no es un enfermo desahuciado sino que es el verdadero remedio de cara a la renovación apostólica que ya se ha iniciado.
El papa Francisco, al finalizar el Año de la Fe (2012-2013), publicó la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium (“La alegría del Evangelio”) que es una apasionada llamada a una nueva evangelización en toda la Iglesia, y, por tanto, también en cada familia cristiana.
La acciones que ha promovido el Santo Padre desde ese momento resultan impresionantes: desde la convocatoria de dos Sínodos de Obispos sobre la familia (en octubre de 2014 y en octubre de 2015) hasta sus discursos y homilías casi diarias a lo largo de estos doce últimos meses, pasando por el Encuentro Mundial de las Familias celebrado en Filadelfia (EEUU) en el mes de septiembre de 2015.
5. “Alianza entre la Iglesia y la familia”
Precisamente en Filadelfia, el papa Francisco ha hablado de “la alianza entre la Iglesia y la familia” porque “la familia es una bendición de Dios destinada a todos”. De nada sirve lamentarnos constantemente de los fallos de la época actual y de los méritos de la sociedad que fue cristiana. Es el momento, como está enseñando cada día el papa Francisco, de dejar de lanzar anatemas y de centrarse más en los mensajes positivos.
Por eso, desde las parroquias, desde los colegios de ideario católico, desde los grupos de orientación familiar, desde los movimientos que aman y sirven a las familias hemos de ayudar a los niños, a los jóvenes y a los matrimonios a que tomen conciencia de la grandeza de la vocación cristiana y de la misión evangelizadora que les espera, que ha de ser afrontada con decisión y coraje, con el ejemplo y con la palabra.
Estos artículos desean ser como una sencilla guía orientadora que pueda ayudar a muchos padres jóvenes a descubrir las ventajas que tiene enseñar a sus hijos, desde pequeños, a ser cristianos coherentes, es decir personas que conocen el verdadero sentido de sus vidas y el camino hacia la felicidad en un mundo confuso.
Indirectamente, algunos de estos padres se sentirán interpelados por lo que van a encontrar en estos artículos y, más aún, cuando intenten explicarlo a sus hijos. Este es uno de los principales objetivos de los autores: ayudar a padres jóvenes a reflexionar sobre su propia fe, a veces vacilante, recordando las luminosas palabras de Benedicto XVI: “la fe se fortalece cuando se transmite”. Van dirigidos a padres generosos que quieren asentar unas bases formativas sólidas con el fin de asegurar la futura felicidad de sus hijos.
“No me imagino un cristiano que no sea capaz de sonreír. Demos testimonio gozoso de nuestra fe.”
SS Francisco
Se ha dicho que “lo opuesto al Cristianismo no es el ateísmo, sino la tristeza” (G. K. Chesterton), yo comparto esa misma opinión. Porque el Amor, por más que se intente, no se puede ocultar, y un verdadero cristiano es aquel que se ha enamorado de Cristo.
El Amor es algo cómico. Es como esos momentos en los que un amigo te hace reír cuando tú quieres permanecer molesto, por más que trates no lo puedes resistir, tienes que sucumbir ante las carcajadas o explotarás. Y así, por más que resistas y resistas, Él te ganará, y al final reirán juntos.
Así que, supongo que Amor y Alegría pudieran, en cierto modo, ser sinónimos ¿no? Sin el uno no puede existir el otro. El que ama se llena inevitablemente de completa alegría; y el que está alegre lo está porque, de una u otra forma, es amado. Y el cristiano está llamado a amar y ser amado. “Nosotros amamos porque Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19), y si Él nos amó primero, la Alegría ha estado en nosotros todo este tiempo, es sólo que debemos descubrir ese «origen» del cual venimos y que nos formó con ternura: nosotros fuimos creados por la Alegría de Dios, esa Alegría que creció cuando por vez primera descansó sus ojos sobre ti. Y, en este sentido, si venimos de la Alegría de Dios, si es ésta nuestro origen, nuestra fuente, no podemos estar tristes, porque el que se descubre amado vuelve a su origen que es la Alegría, y ese origen es el principio de su eterna Alegría.
Suena enredado, pero en realidad es sencillo, porque Dios es sencillo ¿no lo demostró ya en la Cruz?, es sólo que esta clase de Amor, el único y verdadero, no puede ser explicado sólo experimentado, y cuando lo experimentas entonces te das cuenta, porque empiezas a vivir… Sí, a vivir al que es la Vida. Porque a Él hay que vivirlo, porque el Amor es el más bello estilo de vida.
Cuando te descubres amado de tal manera, nace en ti un deseo inevitable de amar como Él, que te ama; y es cuando te decides a amar, cuando encuentras la Alegría. Porque el Amor es la causa de la Alegría, y la Alegría essignodel Amor en acción.
“Así como el disgusto es compañero del pecado, la ALEGRÍA es acompañante de la Santidad.”
(Venerable Fulton J. Sheen.)
El Amor no se puede ocultar, es imposible, la Alegría lo delata. Por eso, no puede existir un cristiano triste o amargado, si somos tan amados. No me puedo imaginar a una María amargada, o a un Juan triste, o a cualquier discípulo o seguidor de Cristo que no desbordase Alegría, pues son testigos del Amor; mucho menos un Jesús castigador, triste y malhumorado, pues Él es el mismo Amor, el Amado. Él es quien desborda sobre los que ama el Espíritu de Amor que nos colma de Alegría. Y es por esto, que la sonrisa delata al enamorado.
Lucas 14, 1-6. Viernes de la 30.ª semana del Tiempo Ordinario.Cuando Jesús cura el sábado la mano paralizada de un hombre, lo que provocó la condena por parte los escribas y fariseos. Con su milagro, Jesús libera la mano de la enfermedad y demuestra a los «estrictos» que el suyo «es el camino de la libertad».
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Delante de él había un hombre enfermo de hidropesía. Jesús preguntó a los doctores de la Ley y a los fariseos: «¿Está permitido curar en sábado o no?». Pero ellos guardaron silencio. Entonces Jesús tomó de la mano al enfermo, lo curó y lo despidió. Y volviéndose hacia ellos, les dijo: «Si a alguno de ustedes se le cae en un pozo su hijo o su buey, ¿acaso no lo saca en seguida, aunque sea sábado?». A esto no pudieron responder nada.
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 9, 1-5
Salmo: Sal 147, 12-15.19-20
Oración introductoria
¡Ven, Espíritu Santo! ¡Llena mi alma de tu presencia e infunde en ella el fuego de tu amor! Te ofrezco abrir mi mente y mi corazón; ser dócil a tus inspiraciones, soy tuyo.
Petición
Jesús, concédeme confiar y crecer en la esperanza, porque sé que me amas. Quiero que la única gran aspiración de mi vida sea corresponder a tu amor amando a los demás, buscando hablar siempre bien de ellos.
Meditación del Santo Padre Francisco
La esperanza es algo más, no es optimismo. La esperanza es un don del Espíritu Santo y por esta razón Pablo dirá: «Nunca decepciona». La esperanza no defrauda, ¿por qué? Porque es un regalo que nos ha dado el Espíritu Santo. Pero Pablo nos dice que la esperanza tiene un nombre. La esperanza es Jesús.
No podemos decir: «Tengo esperanza en la vida, espero en Dios», si uno no dice: «Espero en Jesús, en Jesús Cristo, persona viva, que ahora está en la Eucaristía, que está presente en su Palabra».
Cuando Jesús cura el sábado la mano paralizada de un hombre, lo que provocó la condena por parte los escribas y fariseos. Con su milagro, Jesús libera la mano de la enfermedad y demuestra a los «estrictos» que el suyo «es el camino de la libertad».
Libertad y esperanza van de la mano: donde no hay esperanza no puede haber libertad. Jesús libera de la enfermedad, del rigor y de la mano paralizada de aquel hombre; recupera la vida de estos dos, las hace de nuevo.
Ayunar, hoy, de las palabras duras, cortantes, negativas, que siembran discordia y tienden a juzgar o condenar a los demás.
Diálogo con Cristo
Jesucristo, Tú eres fuente de la auténtica libertad, aquella que me puede llevar a optar siempre por el mejor bien. Te pido que me concedas la gracia de saber darte siempre el lugar que te corresponde en mi vida, Tú eres mi mejor amigo porque hasta has dado tu vida por mí, ¡ayúdame! Quiero serte siempre fiel y corresponder plenamente a tu amor.
El papa San Calixto es, indudablemente, uno de los Romanos Pontífices que más sobresalieron a fines del siglo II y principios del III, en un tiempo en que multitud de corrientes más o menos peligrosas trataban de desviar a la Iglesia del verdadero camino de la ortodoxia y del justo medio de la disciplina eclesiástica. Por desgracia, la mayor parte de las noticias que sobre él poseemos nos han sido transmitidas por su apasionado enemigo y contrincante, San Hipólito. Sin embargo, combinando estas noticias con las que nos transmiten el Líber Pontificalis (o historia oficial de los Papas) y otras fuentes, podemos estar bastante seguros de la objetividad de nuestra información.
Según el Líber Pontificalis, Calixto nació en Roma, y su padre, llamado Domicio, residía en el barrio denominado Ravennatio. Era de condición esclavo; mas, dotado, como estaba, de extraordinarias cualidades, supo levantarse poco a poco hasta llegar a ser obispo de Roma, rigiendo con notable acierto a la Iglesia durante los cinco años que duró su pontificado (217-222).
De su actuación durante los primeros años de su vida nos comunica Hipólito algunos datos, que justamente podemos poner en duda, pues, siendo Hipólito tan apasionado, y tratando de denigrar en lo posible a Calixto, pudo inventar, o al menos exagerar, las noticias que sobre la vida de Calixto conocía. Ante todo, se compl,ace en ponderar su condición de esclavo. Según él, en efecto, era esclavo de un cristiano, llamado Carpóforo, y, habiendo dado pruebas de sus cualidades naturales, su amo puso toda su confianza en él y le encargó de algunos asuntos comerciales o financieros de particular importancia. El resultado fue que, habiendo perdido él gran cantidad de dinero, se encontró en grande apuro frente a su amo Carpóforo. Naturalmente, Hipólito supone que esto sucedió por malversación o mala administración de Calixto; pero no existe ningún Indicio que lo confirme; antes, por toda su conducta posterior, debemos más bien admitir que las pérdidas sufridas no se debieron a ninguna causa deshonrosa para Calixto.
Perseguido, pues, por su amo, logró Calixto escapar de Roma; pero fue alcanzado en Porto cuando intentaba huir por mar, y poco después se le impuso un denigrante castigo, propio de esclavos, obligándole a mover la rueda de un molino. Pero entretanto, como insistieran los acreedores para que se le pusiera en libertad, con la esperanza de poder recobrar sus pérdidas, hizo Carpóforo que le levantaran el castigo, y así intentó Calixto entablar negocios en una sinagoga de judíos; pero, temiendo éstos ser envueltos en sus engaños, reales o supuestos, le llevaron ante el prefecto de Roma, el cual le hizo azotar y le sentenció luego a ser deportado a las minas de Cerdeña.
Dejando a un lado, como sospechoso, todo lo que signifique mala conducta en Calixto, podemos afirmar, en conclusión, que durante estos años, como sucedía a las veces con los esclavos que se mostraban particularmente inteligentes y bien dotados, le encomendó su amo Carpóforo algún asunto delicado, y, habiendo salido mal, fuera de quien fuera la culpa, fue castigado a las minas de Cerdeña.
Y aquí comienza una nueva etapa en la vida del esclavo Calixto. Como en Cerdeña se encontraban multitud de cristianos condenados a los trabajos forzados de las minas, Calixto fue considerado como uno de ellos. Por esto, cuando, por el año 190, Marcia, la favorita del emperador Cómmodo, que era de corazón cristiana, obtuvo la libertad para los cristianos castigados en las minas de Cerdeña, vencidas algunas dificultades, consiguió también ser librado Calixto, y, al ser conducido a Roma, recibió la orden del papa Víctor (189-199) de permanecer en Ancio.
No se sabe con toda seguridad si ya desde un principio, siendo esclavo del cristiano Carpóforo, era cristiano, o si abrazó después el cristianismo, tal vez por el contacto con los deportados de Cerdeña. En todo caso, desde este momento aparece como cristiano, a las órdenes de los Romanos Pontífices. Tampoco aparece cuándo dejó de ser esclavo, recobrando públicamente su libertad. Si es que en realidad fue esclavo, como lo afirma Hipólito, a partir de su vuelta de Cerdeña, se presenta como cualquier otro hombre libre, desarrollando una actividad cada vez más intensa. Tampoco conocemos el motivo por el que el papa Víctor, al volver Calixto de Cerdeña hacia el año 190 ó 191, le ordenó que se retirara a Ancio. De hecho, allí se detuvo Calixto hasta el principio del pontificado de San Ceferino (199-217), aprovechando este tiempo de retiro para intensificar más y más su formación religiosa, preparándose para los grandes problemas para los que le destinaba la Providencia.
El papa Ceferino fue quien puso finalmente a Calixto en situación de poder realizar una obra positiva en beneficio de la Iglesia y dar claras pruebas de sus extraordinarias cualidades. Efectivamente, conociendo sus dotes naturales y los inagotables recursos de su ingenio, apenas elevado al Solio pontificio llamó a Calixto a Roma y le encargó de la catacumba de la vía Appia, que posteriormente recibió el nombre de San Calixto. Entonces, según suponen algunos, recibió oficialmentie la libertad, entregándose con toda su alma a la organización y embellecimiento de aquella catacumba, lo que constituye la primera de las importantes obras en que intervino este gran Papa.
Su principal empeño consistió en unificar las diversas partes iniciales, como eran la cripta de Lucina y otras existentes en sus proximidades, dando a todo el conjunto una extensión mayor y convirtiéndolo en el principal cementerio cristiano. Sobre todo, fue obra suya el destinar una de las partes principales de esta catacumba para sepultura de los Papas. Es lo que, desde entonces, se designó como Cripta de los Papas, donde fueron sepultados, durante todo el siglo III, todos los Romanos Pontífices, excepto Cornelio y el mismo Calixto. No es, pues, de maravillar que posteriormente este cementerio o catacumba fuera designado como cementerio o Catatumba de San Calixto. De hecho fue el primero que pasó a ser plena propiedad de la Iglesia. El mismo papa San Ceferino ordenó de diácono a Calixto y le tomó como su principal auxiliar y secretario.
Teniendo, pues, presentes las extraordinarias dotes personales de Calixto, a la muerte de San Ceferino, el año 217, fue elevado al Solio pontificio como su sucesor. Y, por cierto, las circunstancias eran bien difíciles para la Iglesia, por lo cual constituye un mérito muy especial de San Calixto el haber resuelto, con su autoridad pontificia, algunos problemas sumamente agitados durante su pontificado.
Dos fueron las cuestiones, a cuál más importante, en las que intervino el nuevo Papa, a las que va unido su nombre en la historia de la Iglesia: la cuestión dogmática sobre la Trinidad, representada por el sabelianismo, que afirmaba una unidad exagerada en la esencia divina y destruía la distinción de personas, y la cuestión del rigorismo exagerado de los montanistas o los defensores de Tertuliano. En ambos problemas tomó Calixto importantes decisiones, que marcaron el punto medio de la verdadera ortodoxia católica. Pero también en ambas cuestiones se aprovecha su rival Hipólito para calumniarlo y desacreditarlo ante la Iglesia universal.
Por lo que se refiere al problema del sabelianismo, es bien conocido el hecho de que, a fines del siglo II y principios del III, los discípulos de Noeto y Práxeas, y sobre todo Sabelio, defendían obstinadamente la teoría de la absoluta unidad de la substancia o esencia divina, de tal manera que no admitían en la Trinidad otra distinción que la meramente modal. Así, según Sabelio, el Hijo y el Espíritu Santo no eran más que diversas modalidades o, como él decía gráficamente, diversos rostros (prósopa) de la, esencia divina, con lo cual destruía por completo la Trinidad. Frente a un error tan craso y estridente levantáronse en Africa Tertuliano y en Roma Hipólito; pero, a! refutar éste aquellos errores, insistía de tal modo en la distinción del Hijo respecto del Padre, que parecía hablar de dos dioses o dos divinidades. Por eso los sabelianos le echaban en cara que, al quererlos refutar a ellos, defendía un biteísmo igualmente reprensible.
Así se explica que durante el pontificado del papa San Ceferino había reinado gran confusión en esta materia. Por esto se vió Calixto obligado a intervenir con decisión; pero en su impugnación del sabelianismo tomaba el término medio de la ortodoxia, sin aceptar la doctrina de Hipólito. Por esto, con su acostumbrado apasionamiento, le acusa éste de defender la doctrina sabeliana. En realidad no fue así, sino que rechazaba por un lado a Sabelio y por otro a Hipólito, sin determinar explícitamente en qué consistía la verdadera doctrina. Por esto Hipólito se levantó contra Calixto como antipapa y luchó tenazmente contra él: pero al fin, desterrado él mismo por la fe cristiana, reconoció su error, se reconcilió con el sucesor de San Calixto y murió mártir.
Entretanto San Calixto, bien informado de la peligrosa propaganda de los sabelianos, llamados también monarquianos o modelistas, lanzó la excomunión contra Sabelio y sus partidarios, pero al mismo tiempo, sin condenar propiamente a Hipólito, rechazó las teorías que tendían a subordinar al Logos, es decir, a Cristo, a Dios, con lo cual favorecían cierto dualismo en la divinidad, y juntamente se exponían al peligro de un verdadero subordinacianismo que niega la igualdad del Hijo con el Padre y, por consiguiente, su divinidad. Precisamente de esta tendencia se derivó despues el arrianismo.
Con semejante visión certera de las cosas, y con idéntica prudencia y energía, el papa San Calixto intervino en las cuestiones disciplinares y prácticas, suscitadas en este tiempo por el rigorismo de los montanistas, a los que se juntó luego el fogoso Tertuliano desde Cartago. Efectivamente, esta secta de fanáticos y rigoristas, capitaneada por Montano desde mediados del siglo II, so pretexto de aspirar a la mayor perfección y pureza de los cristianos ante la próxima venida o parusía del Señor, defendían el principio de que los que cometían ciertos pecados mayores, llamados capitales (apostasía, homicidio, fornicación o adulterio), no podían obtener perdón y por lo mismo dejaban de pertenecer a la Iglesia, pues estos pecados eran imperdonables, ya que la Iglesia no tenía poder para perdonarlos.
Pues bien: estos y semejantes principios rigoristas, que, por una parte, por su apariencia de mayor perfección, fascinaban a muchos incautos, y por otra eran fatales para la verdadera doctrina cristiana, adquirieron gran extensión e intensificaron su propaganda a principios del siglo lll, en que, con su apasionada y arrolladora elocuencia, se puso de su parte el gran escritor Tertuliano. Por esto el papa San Calixto se vió obligado a intervenir en favor de la misericordia de Dios para con los pecadores y del poder de la Iglesia de perdonar los pecados. Precisamente en este punto su contrincante y mortal enemigo Hipólito acusa a Calixto de un laxismo exagerado, llegando a lanzar contra él la calumnia de que admitía sin distinción a todos los tránsfugas de las sectas; que admitía entre los clérigos o los bígamos o casados por segunda vez, a los fornicarios, etc.
Despojando estas acusaciones de todo que es evidentemente exagerado y calumnioso, la realidad era que San Calixto trató de oponerse con toda energía a aquella corriente de extremado rigorismo que todo lo invadía, propugnando con decisión los principios de la verdadera misericordia e indulgencia cristiana. En la práctica defendió con todo empeño la doctrina ortodoxa, tan claramente expresada en el Evangelio, sobre el poder de la Iglesia de atar y desatar, es decir, conceder o no conceder el perdón de todos los pecados sin excepción, y, por consiguiente, estableció el principio de admitir a penitencia a los reos de apostasía o de pecados contra la carne que, verdaderamente arrepentidos y cumplidas las condiciones impuestas, acudieran en demanda de absolución.
Contra esta práctica, establecida, o mejor dicho, renovada por el papa Calixto, se levantó Tertuliano con su acostumbrada vehemencia, designándola como «decreto perentorio» del Papa, por el que se perdonaba a todos los adúlteros y fornicarios, En realidad, esto era sacar de quicio las cosas. No consta que Calixto publicara ningún edicto propiamente tal. Pero, fuera lo que fuera, lo que ordenó y la manera como creyó conveniente restablecer la práctica cristiana, en realidad, la disciplina que estableció, era la que respondía a la verdadera doctrina de la Iglesia. Por otra parte, al restablecer esta práctica, Calixto insistió siempre en que era la observada por la Iglesia desde un principio.
Tal fue, en conjunto, la actuación del gran papa San Calixto. El Líber Pontificalis le atribuye un decreto sobre el ayuno, pero no tenemos noticias ulteriores que confirmen o aclaren esta disposición pontificia. Su gloria descansa, por tanto, en el hecho de que, siendo un simple esclavo de nacimiento, por sus propios méritos se elevó a los más encumbrados cargos y aun al mismo Pontificado, y, además, en su extraordinario acierto en la organización de la catacumba que por lo mismo es conocida como de San Calixto, y en haber defendido el dogma católico frente a los sabelianos antitrinitarios, y la disciplina cristiana del perdón de los pecados contra el rigorismo montanista y de Tertuliano.
Dios premió los grandes méritos que había contraído con su iglesia concediéndole el honor de la palma del martirio, si bien no tenemos noticias ciertas sobre él. De hecho, la tradición, desde la más remota antigüedad, lo venera como mártir. Murió probablemente durante el reinado del emperador Alejandro Severo (222,235), el año 222; pues, aunque este emperador no persiguió a los cristianos, pudo originarse su martirio por algún arrebato popular promovido por los fanáticos paganos.
En torno a su muerte existen algunas tradiciones o leyendas antiguas que han dado ocasión a algunos monumentos, todavía existentes en nuestros días. Las actas de su martirio, compuestas en el siglo Vll, transmiten la leyenda de que, por efecto de la furia popular, fue arrojado por una ventana a un pozo en el Trastevere y su cuerpo sepultado con todo secreto en el vecino cementerio de Calepodio. Tal vez esto explique el hecho sorprendente de que el papa Calixto no fuera sepultado en el cementerio de su nombre, cuya «cripta de los Papas» él mismo había preparado y donde fueron enterrados los demás Romanos Pontífices del siglo III. Los cristianos, en medio de la revuelta producida con su martirio, lo enterraron en el lugar más próximo.
Muy pronto se levantó la preciosa Basílica de Santa María in Trastevere, iuxta Calixtum, atribuida al papa Julio I (337,352). Según De Rossi, es el primer ejemplo de una basílica construida junto al sepulcro de un mártir. La memoria de este Papa se conserva asimismo en aquel lugar por el Palacio de San Calixto.