Eran dos hermanos que oyeron en el mismo día la voz de Dios, que los llamaba a la vida perfecta y, sin demora alguna, con prontitud y generosidad, abandonaron todas las cosas y se retiraron a la soledad del campo para servir a Él solo. A fuerza de rudos trabajos cultivaban un campo, roturaron unas tierras yermas y baldías; cosechaban legumbres y cuanto necesitaban para alimentarse sobriamente; además confeccionaban las ropas con que se cubrían, limpiaban con esmero su rústica cabaña y leían las Sagradas Escrituras. El resto del tiempo lo dedicaban a la oración y a la meditación de las cosas divinas.
Esta vida de retiro y de piedad no satisfizo sin embargo, a uno de ellos, Juan, «el menor», el cual soñaba con éxtasis y visiones y casi consideraba indignos de sí aquellos trabajos que realizaba con su hermano y aquellas lecturas, a las cuales se entregaban.
Así, pues, un día le dijo claramente:
—Siento decirte, hermano, que nuestra vida me parece demasiado común; vivimos como los demás hombres; nos preocupamos demasiado de las cosas terrenas. De ahora en adelante quiero ocuparme solo de las cosas divinas. Iré a otra parte a vivir como los ángeles, únicamente por amor de Dios. Quiero pasar así los días de mi vida. Aspiro a la sola contemplación de la grandeza inefable de Dios. Adiós, hermano; mi vocación me llama a una vida más perfecta, a una vida angélica… Un efecto desagradable produjeron estas palabras en el hermano mayor, el cual se esforzó inútilmente en disuadirle y detenerle a su lado. Juan, firmemente convencido de la sublimidad del estado, al cual quería consagrarse, no se dejó desviar de su propósito. Partió, pues, sin ni siquiera pensar que su vocación pudiera ser un engaño del demonio de la pereza. Marchó, pero afortunadamente no solo. Iba con él el santo Ángel de la Guarda, decidido a no abandonarle y hacerle volver de su temeridad.
En su nuevo retiro pasó el primer día completamente entregado a la oración y a la meditación.
Solo, al atardecer, se sintió algo desconcertado al ver que no llegaba el cuervo a traerle un buen trozo de pan, como en otro tiempo lo hiciera con san Pablo, el ermitaño.
Le parecía natural que el Señor le diese esa mísera recompensa, ya que él lo había dejado todo por servirle.
Para cenar, tuvo que contentarse con un puñado de raíces silvestres. Una gran piedra le sirvió de colchón durante la noche. Mas era tal la fuerza de su vocación que ofreció al Señor estas privaciones y se durmió con la persuasión íntima de que llegaría a ser un gran santo.
Su Ángel, sin embargo, no dormía; velaba a su lado, no solo para alejar los animales del desierto y las enfermedades, a las cuales imprudentemente se exponía por dormir al raso, sino también para instruirle y corregirle. En las horas de la noche le mandó un sueño, durante el cual vio un cuervo —el cuervo de san Pablo—, que revoloteando sobre las arenas movedizas, llevaba un pan blanco en el pico. Juan, hambriento, hacía esfuerzos constantes para cogerlo, pero el ave huía siempre de sus manos, graznando estas palabras:
—Dios, mi amo y Señor, me envía a los ancianos que ponen sus energías a su servicio, no a los jóvenes que tienen brazos robustos para trabajar.
Este sueño turbó bastante a Juan que, al despertarse, se sintió menos satisfecho que al dormirse; por otra parte, tenía los miembros ateridos por el frío de la noche y su estómago estaba vacío. Su Ángel le sugirió que aceptase todas las privaciones con espíritu de penitencia, ya que se había retirado al desierto para santificarse.
Llegó el segundo día. Juan multiplicó sus oraciones; se entregó a la meditación más concentrada y absorta y eso, no obstante, el éxtasis tan deseado y el cuervo con el alimento en el pico no se presentaron. Juan pensó que tal vez había tenido distracciones voluntarias en la oración, y por eso Dios no le regalaba con las visiones y los éxtasis tan deseados.
Aquella noche se sintió feliz de tener para cenar un huevo de avestruz, hallado entre la arena caliente: no estaba muy fresco, que digamos; pero, ¿no había venido para hacer penitencia? Era muy natural que la hiciese, lo más terrible para él fue la falta de agua: ni una gota para apagar la sed. ¿Qué hacían los Serafines del cielo, a quienes él quería imitar en el desierto? Pensó para sus adentros.
Su Ángel de la Guarda recogió este pensamiento, este deseo de saber y lo presentó en el trono de Dios. A su regreso, Juan dormía y en sus sueños veía animarse el desierto y poblarse de una multitud inmensa de ángeles. Uno de ellos le rozó con las alas y él trató de detenerle.
—No dispongo de tiempo, hermano —dijo el Ángel—. Tengo que trabajar.
Otros dos se encorvaban ante el peso de una hermosa canastilla, llena de aureolas radiantes.
—Deteneos, hermanos; ¿qué lleváis?
—No podemos detenernos; tenemos una orden que cumplir: con estas aureolas hemos de coronar a los que han sudado en su labor diaria.
Otros tenían la misión de abrir las corolas de las flores, de cuidar los nidos de las aves, de consolar a los afligidos, aliviar a los enfermos, gobernar los Estados… Todos trabajaban lo mismo en el cielo que en la tierra.
Amaneció el tercer día, sin que llegasen las alegrías espirituales que el futuro santo esperaba. Su espíritu estaba en una tensión continua; sentía el tormento del hambre, de la sed y del frío; la desilusión más terrible se cebaba en su alma; lejos de descansar, experimentaba dolores agudos en todo el cuerpo. Pues, ¿qué tenía Dios contra él, que consumía todas las horas en su servicio? Así preguntaba angustiado y abrumado por una tristeza infinita, cuando en las horas de la noche le mandó su Ángel Custodio un tercer sueño.
Durante él se vio transportado a Nazaret y, sin ser visto, penetró en la santa casa de María: la Virgen estaba hilando con sus blancas manos la túnica inconsútil para su divino Hijo.
Al través de un respiradero vio también el taller: S. José estaba encorvado sobre el banco de la carpintería y Jesús, que con una sola señal hubiera podido llamar a una legión de ángeles manejaba la garlopa y demás herramientas vulgares del oficio paterno.
Se despertó sobresaltado. ¿Para qué ha trabajado Nuestro Señor, sino para darnos ejemplo y para cumplir el precepto impuesto al primer hombre y en él a toda la humanidad: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro»?
Al llegar el cuarto día, sin casi darse cuenta, Juan había emprendido el regreso hacia la cabaña de su hermano. Mas, sintiéndose extenuado y sin fuerzas, trató de olvidar la tierra, meditando sobre las bellezas del cielo. Entonces el Ángel de la Guarda le inspiró estos pensamientos.
Sobre un trono de nubes, rodeado de Serafines y Querubines, Dios reina, en medio de su gloria infinita, recibe los hosannas de los bienaventurados y ve sus súplicas. Desde el seno de esa gloria dirige todas las cosas: cuida de que nada se interfiera para poner en peligro el equilibrio admirable y complicado del universo; su solicitud se extiende a todas las criaturas, hasta las más pequeñas que viven en el fondo del mar o en las entrañas de la tierra; sujeta a la tempestad, pronta y dispuesta para trastornar la naturaleza; dice a las aguas del océano: «Llegaréis hasta aquí y no pasaréis de los límites establecidos»; impera a los astros y endereza la florecilla, inclinada sobre su tallo.
Juan se concentró en sí mismo para aplicarse el fruto de la meditación.
—¿Cómo? —pensó—. ¡Yo desprecio el trabajo, yo que soy un miserable gusanillo de la tierra, mientras el Dios omnipotente, el Creador de todas las cosas, está operando siempre, realiza un trabajo infinito con la infinitud de su poder!
Al amanecer del quinto día, extenuado, sí, pero del todo cambiado, con andar vacilante y casi arrastrándose, se acercó a la cabaña de su hermano y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó su morador.
— Soy yo, Juan, tu hermano…
— ¿Qué? ¿No te has convertido en un ángel?
— Todavía no; pero al menos, he adquirido el convencimiento de que, para asemejarse a los ángeles del Señor, es preciso, unir el trabajo a la plegaria y a la contemplación.
Y así lo hizo durante toda su vida.
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Noticias Cristianas: «Historias pra amar a Dios n.º 2» en Historias para amar, pp. 7-11
Los primeros pasos en la fe (Edice –Conferencia Episcopal Española–, Madrid, 2009 ISBN: 978-84-7141-696-4) es una publicación que continúa el camino desarrollado por la Conferencia Episcopal Española para la renovación de la catequesis. Esta vez se trata de un libro-catecismo para la iniciación cristiana. A continuación, reproducimos el texto de la presentación del nuevo «catecismo», sus instrucciones y su índice.
Presentación
La Iglesia sabe que los padres y quienes colaboran con ellos, especialmente los catequistas, tienen la obligación y el derecho de educar en la fe a los más pequeños. Por esto les ofrece su ayuda de muchas maneras, pero, sobre todo, les pide el testimonio de su vida cristiana.
La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia, de manera propia y original, en cuanto comunidad íntima de vida y de amor. La familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio sea transmitido y desde donde este se irradie.
Invitar a un niño a descubrir a Dios es ayudarle a entrar en el camino de fe que realizan los adultos que lo acompañan, especialmente los padres. A través de ellos, los hijos viven la primera experiencia de Dios: al ser amados, descubren qué es el amor; al ser perdonados, el perdón; cuando ven compartir, ellos comparten; respetando su libertad les invitamos a vivir y a ser responsables; si oramos con ellos, les vamos descubriendo la presencia de Dios.
Para iniciar a los niños en la fe es muy importante la aportación de los abuelos. Su sabiduría y sentido religioso son decisivos para favorecer un clima verdaderamente cristiano.
En el despertar a la fe de los niños, este libro es una ayuda que presenta una sencilla revelación de Dios, Padre bueno y providente, a quien dirigir el corazón; de su Hijo Jesús, Maestro y Salvador; y del Espíritu Santo, que habita en el interior de cada corazón.
Guiados por este libro, los padres y catequistas ayudarán a los más pequeños a descubrir la Vida nueva que la Iglesia sembró en su corazón el día que recibieron el Bautismo. De esta manera aprenderán, poco a poco, a amar a Dios y a los demás y a compartir con todos los cristianos la alegría de celebrar la presencia de Jesús, que siempre está entre nosotros.
Al introducir a los niños en el camino cristiano les estamos ayudando a ser cada vez más libres para que, en el futuro, puedan responder por sí mismos a la llamada del Señor. La gran tarea de educar a los niños no puede dejar de lado su dimensión religiosa.
Tanto en la familia, como en la parroquia y en la escuela –según las características y posibilidades propias de cada ámbito– se les ayuda en el desarrollo pleno de su ser. El acompañamiento que realizan en este proceso padres y catequistas se convierte en un tiempo de gracia para ellos mismos en donde descubren o renuevan su propia experiencia de fe. No podemos olvidar que al transmitir la fe crecemos en ella.
Este libro es una presentación ampliada del catecismo Padre Nuestro para la catequesis del Despertar religioso de los niños que aprobó, en su día, la Conferencia Episcopal Española. Hoy continúan teniendo valor las palabras que introducían aquel catecismo: «Dios se alegra mucho cuando lo llamamos Padre, con toda confianza. Esta es la Buena Noticia que ha venido a traernos Jesús. Y para los que creemos en Él, esta Noticia es el gozo y la fuerza de nuestra vida».
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Javier Salinas Viñals, Obispo de Tortosa
José Manuel Estepa Llaurens, Arzobispo emérito Castrense
Amadeo Rodríguez Magro, Obispo de Plasencia
Ángel Rubio Castro, Obispo de Segovia
Gregorio Martínez Sacristán, Obispo de Zamora
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Orientaciones para el uso de este libro
Los niños más pequeños aprenden a través de la observación y la imitación. A su corta edad, no saben leer pero se dejan impresionar por los dibujos y los colores y, sobre todo, por la palabra y por el gesto entrañable de quienes los acompañan.
La primera parte del libro presenta a Dios Padre que nos quiere mucho y cuida de nosotros. Todo se desarrolla en un diálogo afectivo entre Dios y los niños. En este sentido, la influencia de los padres y catequistas es decisiva, pues los niños, para llegar a comprender y gustar que Dios nos ama, necesitan sentirse amados y reconocidos.
Los padres y catequistas encontrarán en este libro múltiples posibilidades y recursos para despertar la sensibilidad religiosa de los niños. En muchas de sus páginas ellos son la voz que representa a Dios Padre, que quiere que los más pequeños lo conozcan, lo amen y confíen en Él como Padre.
De ahí el valor fundamental no solo de las palabras, sino también del testimonio de los adultos. Un niño aprenderá a hablar con Dios, a rezar, si lo hace en compañía de sus padres y catequistas. El ejemplo es la puerta que abre el camino hacia Dios. En este sentido, la comunidad cristiana es el ámbito fundamental para poder vivir y crecer en la fe.
Los niños tienen derecho a saber, a comprender y a conocer la historia de Dios con los hombres, cuya plenitud es Jesús, y que la Iglesia ha recibido y transmite desde los Apóstoles.
Este libro ofrece una pequeña muestra de toda esta historia, fijándose sobre todo en algunos personajes importantes. Al leerles estas historias, mientras ellos contemplan los dibujos, aprenderán, de una manera muy sencilla, a conocer cómo Dios se hace amigo de los hombres y cómo actúa, también hoy, entre nosotros.
Al escuchar la Historia de la Salvación seguro que los niños harán muchas preguntas, y hay que tener en cuenta que lo importante no es darles respuestas complicadas, lo importante es ayudarles a descubrir que Dios nos ama y que espera de nosotros una respuesta de amor. Abraham, Moisés, David, Isaías y María serán como un espejo en el que mirarse para decirle a Dios que lo queremos y que confiamos en Él.
Toda esta historia alcanza su plenitud en Jesús, el Hijo Único de Dios, enviado por el Padre para salvar a los hombres. Esta primera aproximación a Jesús es muy importante, es el corazón de todo, pues es Jesús quien nos conduce a Dios, su Padre. Por Él podemos vivir de forma nueva nuestra relación con los demás y hablar con Dios con las palabras que Él mismo nos enseñó.
Para aprender a vivir y para crecer en la fe todos necesitamos estímulos que nos ayuden. La familia y también la comunidad parroquial son el contexto vital en el que los niños crecen en su seguridad interior y en la valoración y comprensión del vivir cristiano. El amor a los demás, el perdón, la alabanza a Dios y la alegría de pertenecer a la gran familia de los hijos de Dios encuentran, en las grandes celebraciones de la fe, un momento fundamental de su desarrollo.
La tarea educativa de padres y catequistas despertará en ellos mismos un deseo de renovación personal y de conocimiento de las verdades de la fe cristiana. El último apartado del libro ofrece una síntesis de la fe de la Iglesia dirigida exclusivamente a los adultos.
Transmitir la vida es tarea propia de la familia, transmitir la Vida nueva del Evangelio es tarea de la comunidad cristiana y, en ella, de la familia.
Estructura
Organizado en seis bloques temáticos, se ofrece una primera visión global y esencial de la fe, adaptada a la edad de los niños:
La familia cristiana
Dios Padre nos quiere mucho
Dios Padre es amigo de los hombres
Dios Padre envía a su Hijo al mundo
Con Jesús vivimos como hijos de Dios
Celebramos la alegría de ser hijos de Dios
Además incluye dos apéndices: un pequeño devocionario con las oraciones del cristiano, por una parte; y una síntesis de la fe orientada a los padres que van a usar este «catecismo» con sus hijos, por otra.
Me alegra concluir esta intensa jornada, culmen del Congreso Eucarístico Nacional, encontrándoos a vosotros, casi para querer confiar la herencia de este acontecimiento de gracia a vuestras jóvenes vidas. Además, la Eucaristía, don de Cristo para la salvación del mundo, indica y contiene el horizonte más verdadero de la experiencia que estáis viviendo: el amor de Cristo como plenitud del amor humano.
Doy las gracias […] a todos vosotros por vuestra vivaz participación; gracias también por las preguntas que me habéis dirigido y que acojo confiando en la presencia, en medio de nosotros, del Señor Jesús: ¡Solo Él tiene palabras de vida eterna, palabras de vida para vosotros y vuestro futuro!
Lo que planteáis son interrogantes que, en el actual contexto social, asumen un peso aún mayor. Deseo ofreceros sólo alguna orientación por respuesta. En ciertos aspectos nuestro tiempo no es fácil, sobre todo para vosotros, los jóvenes. La mesa está surtida de muchas cosas deliciosas, pero, como en el episodio evangélico de las bodas de Caná, parece que falta el vino de la fiesta. Sobre todo la dificultad de encontrar un trabajo estable extiende un velo de incertidumbre sobre el futuro. Esta condición contribuye a posponer la toma de decisiones definitivas, e incide de modo negativo en el crecimiento de la sociedad, que no consigue valorar plenamente la riqueza de energías, de competencias y de creatividad de vuestra generación.
Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir de criterios morales claros: en la desorientación, cada uno se ve impulsado a moverse de manera individual y autónoma, frecuentemente en el único perímetro del presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja en un relativismo que mella los valores esenciales; la consonancia de sensaciones, de estados de ánimo y de emociones parece más importante que compartir un proyecto de vida. También las elecciones de fondo se vuelven entonces frágiles, expuestas a una perenne revocabilidad, que a menudo se considera como expresión de libertad, mientras que más bien señala su carencia. Asimismo, pertenece a una cultura carente del vino de la fiesta la aparente exaltación del cuerpo, que en realidad banaliza la sexualidad y tiende a que se viva fuera de un contexto de comunión de vida y de amor.
Queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades, permaneciendo firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda circunstancia, sois amados y estáis custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Dios es bueno. Por esto es importante que el encuentro con Dios, sobre todo en la oración personal y comunitaria, sea constante, fiel, precisamente como es el camino de vuestro amor: amar a Dios y sentir que él me ama. ¡Nada nos puede separar del amor de Dios! Estad seguros, además, de que también la Iglesia está cerca de vosotros, os sostiene, no cesa de miraros con gran confianza. Ella sabe que tenéis sed de valores, los valores verdaderos, sobre lo que vale la pena construir vuestra casa. El valor de la fe, de la persona, de la familia, de las relaciones humanas, de la justicia. No os desaniméis ante las carencias que parecen apagar la alegría en la mesa de la vida. En las bodas de Caná, cuando falta el vino, María invitó a los sirvientes a dirigirse a Jesús y les dio una indicación precisa: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Atesorad estas palabras, las últimas de María citadas en los Evangelios, casi su testamento espiritual, y tendréis siempre la alegría de la fiesta: ¡Jesús es el vino de la fiesta!
Como novios estáis viviendo una época única que abre a la maravilla del encuentro y permite descubrir la belleza de existir y de ser valiosos para alguien, de poderos decir recíprocamente: tú eres importante para mí. Vivid con intensidad, gradualidad y verdad este camino. No renunciéis a perseguir un ideal alto de amor, reflejo y testimonio del amor de Dios. ¿Pero cómo vivir esta etapa de vuestra vida, testimoniar el amor en la comunidad? Deseo deciros ante todo que evitéis cerraros en relaciones intimistas, falsamente tranquilizadoras; haced más bien que vuestra relación se convierta en levadura de una presencia activa y responsable en la comunidad. No olvidéis, además, que, para ser auténtico, también el amor requiere un camino de maduración: a partir de la atracción inicial y de «sentirse bien» con el otro, educaos a «querer bien» al otro, a «querer el bien» del otro. El amor vive de gratuidad, de sacrificio de uno mismo, de perdón y de respeto del otro.
Queridos amigos, todo amor humano es signo del Amor eterno que nos ha creado y cuya gracia santifica la elección de un hombre y de una mujer de entregarse recíprocamente la vida en el matrimonio. Vivid este tiempo del noviazgo en la espera confiada de tal don, que hay que acoger recorriendo un camino de conocimiento, de respeto, de atenciones que jamás debéis perder: sólo con esta condición el lenguaje del amor seguirá siendo significativo también con el paso de los años. Educaos, también, desde ahora en la libertad de la fidelidad, que lleva a custodiarse recíprocamente, hasta vivir el uno para el otro. Preparaos a elegir con convicción el «para siempre» que connota el amor: la indisolubilidad, antes que una condición, es un don que hay que desear, pedir y vivir, más allá de cualquier situación humana mutable. Y no penséis, según una mentalidad extendida, que la convivencia sea garantía para el futuro. Quemar etapas acaba por «quemar» el amor, que en cambio necesita respetar los tiempos y la gradualidad en las expresiones; necesita dar espacio a Cristo, que es capaz de hacer un amor humano fiel, feliz e indisoluble. La fidelidad y la continuidad de que os queráis bien os harán capaces también de estar abiertos a la vida, de ser padres: la estabilidad de vuestra unión en el sacramento del matrimonio permitirá a los hijos que Dios quiera daros crecer con confianza en la bondad de la vida. Fidelidad, indisolubilidad y transmisión de la vida son los pilares de toda familia, verdadero bien común, valioso patrimonio para toda la sociedad. Desde ahora, fundad en ellos vuestro camino hacia el matrimonio y testimoniadlo también a vuestros coetáneos: ¡es un valioso servicio! Sed agradecidos con cuantos, con empeño, competencia y disponibilidad os acompañan en la formación: son signo de la atención y de la solicitud que la comunidad cristiana os reserva. No estáis solos: sed los primeros en buscar y acoger la compañía de la Iglesia.
Deseo volver de nuevo sobre un punto esencial: la experiencia del amor tiene en su interior la tensión hacia Dios. El verdadero amor promete el infinito. Haced, por lo tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la centralidad de Jesucristo y de caminar en la Iglesia. María nos enseña que el bien de cada uno depende de la escucha dócil de la palabra del Hijo. En quien se fía de él, el agua de la vida cotidiana se transforma en el vino de un amor que hace buena, bella y fecunda la vida. Caná, de hecho, es anuncio y anticipación del don del vino nuevo de la Eucaristía, sacrificio y banquete en el cual el Señor nos alcanza, nos renueva y transforma. Y no perdáis la importancia vital de este encuentro: que la asamblea litúrgica dominical os encuentre plenamente partícipes: de la Eucaristía brota el sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 72-73). No tendréis, entonces, miedo al asumir la esforzada responsabilidad de la opción conyugal; no temeréis entrar en este «gran misterio» en el que dos personas llegan a ser una sola carne (cf. Ef 5, 31-32).
Queridísimos jóvenes, os encomiendo a la protección de san José y de María santísima; siguiendo la invitación de la Virgen Madre —«Haced lo que él os diga»— no os faltará el sabor de la verdadera fiesta y sabréis llevar el «vino» mejor, el que Cristo dona para la Iglesia y para el mundo. Deseo deciros que también yo estoy cerca de vosotros y de cuantos, como vosotros, viven este maravilloso camino de amor. ¡Os bendigo con todo el corazón!
Cada mes nuestro portal Catequesis en Familia publica una historia bíblica escrita por nuestro autor, asturiano de nacimiento y sevillano de corazón, Eduardo Arquer, que ya ha editado un volumen de relatos, como indicamos más abajo. Según su contenido, y por necesidades de orden, algunas están colgadas en la sección de Confirmación y el resto en Postcomunión. Realmente, son adecuadas para jóvenes de todas las edades en su periodo de formación cristiana, incluso para la preparación de la Primera Comunión.
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Para mayor comodidad os presentamos este índice con los enlaces a cada artículo de las aportaciones mensuales de nuestro colaborador.
El trabajo de adaptación de La Biblia para jóvenes que ha venido desarrollando Eduardo Aquer, ha fructificado en la edición del libro tituladoRelatos bíblicos. Ballenas, dragones y carros de fuego, que salió a la venta en enero de 2012. Si quieres conseguirlo, escribe a ballenasdragones@gmail.com o comunica con el autor en earquerz@hotmail.com.
Primera catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI sobre san Juan Crisóstomo
Queridos hermanos y hermanas:
Este año [2007] se cumple el decimosexto centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo (407-2007). Podría decirse que Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, o sea, «boca de oro» por su elocuencia, sigue vivo hoy, entre otras razones, por sus obras. Un copista anónimo dejó escrito que estas «atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes». Sus escritos nos permiten también a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que en varias ocasiones se vieron privados de él a causa de sus destierros, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es lo que él mismo sugería en una carta desde el destierro (cf. A Olimpia, Carta 8, 45).
Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desempeñó allí su ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos destierros, que se sucedieron a breve distancia uno del otro, entre los años 403 y 407. Hoy nos limitamos a considerar los años antioquenos de san Juan Crisóstomo.
Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, que le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Después de los estudios primarios y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre retórico de su tiempo. En su escuela, san Juan se convirtió en el mayor orador de la antigüedad griega tardía.
Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en el año 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en la carrera eclesiástica. Del año 367 al 372, frecuentó el Asceterio, una especie de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exegeta Diodoro de Tarso, que encaminó a san Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.
Después se retiró durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años, durante los cuales vivió solo en una caverna bajo la guía de un «anciano». En ese período se dedicó totalmente a meditar «las leyes de Cristo», los evangelios y especialmente las cartas de Pablo. Al enfermarse y ante la imposibilidad de curarse por sí mismo, tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquía (cf. Palladio, Vida 5). El Señor —explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento preciso para permitir a Juan seguir su verdadera vocación.
En efecto, escribirá él mismo que, ante la alternativa de elegir entre las vicisitudes del gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, preferiría mil veces el servicio pastoral (cf. Sobre el sacerdocio, 6, 7): precisamente a este servicio se sentía llamado san Juan Crisóstomo. Y aquí se realiza el giro decisivo de la historia de su vocación: pastor de almas a tiempo completo. La intimidad con la palabra de Dios, cultivada durante los años de la vida eremítica, había madurado en él la urgencia irresistible de predicar el Evangelio, de dar a los demás lo que él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero lo impulsó así, alma de fuego, a la solicitud pastoral.
Entre los años 378 y 379 regresó a la ciudad. Diácono en el 381 y presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de las conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus santos. El año 387 fue el «año heroico» de san Juan Crisóstomo, el de la llamada «rebelión de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales como protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia a causa de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías sobre las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Siguió un período de serena solicitud pastoral (387-397).
San Juan Crisóstomo es uno de los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a san Mateo y a san Pablo (cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Sin embargo, transmitió la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, es decir, por la negación de la divinidad de Cristo.
Por tanto, es un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en los siglos IV y V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Este es, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos para recibir el bautismo. Poco antes de su muerte, escribió que el valor del hombre está en el «conocimiento exacto de la verdadera doctrina y en la rectitud de la vida»(Carta desde el destierro). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Todas sus intervenciones se orientaron siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y poner en práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.
San Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en sus dimensiones física, intelectual y religiosa. Compara las diversas etapas del crecimiento a otros tantos mares de un inmenso océano: «El primero de estos mares es la infancia» (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). En efecto «precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud». Por eso, la ley de Dios debe imprimirse desde el principio en el alma «como en una tablilla de cera» (Homilía 3, 1 sobre el evangelio de san Juan): de hecho esta es la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera etapa de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva correcta a la existencia. Por ello, san Juan Crisóstomo recomienda: «Desde la más tierna edad proporcionad a los niños armas espirituales y enseñadles a persignarse la frente con la mano» (Homilía 12, 7 sobre la primera carta a los Corintios).
Vienen luego la adolescencia y la juventud: «A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan con fuerza…, porque en nosotros crece… la concupiscencia» (Homilía 81, 5 sobre el Evangelio de san Mateo). Por último, llegan el noviazgo y el matrimonio: «A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa» (ib.). Recuerda los fines del matrimonio, enriqueciéndolos —mediante la alusión a la virtud de la templanza— con una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con alegría y se puede educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, este es «como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo une las dos partes» (Homilía 12, 5 sobre la carta a los Colosenses) y los tres constituyen «una familia, pequeña Iglesia» (Homilía 20, 6 sobre la carta a los Efesios).
La predicación de san Juan Crisóstomo se desarrollaba habitualmente durante la liturgia, «lugar» en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8, 7 sobre la carta a los Romanos); en todo lugar la misma palabra se dirige a todos (Homilía 24, 2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se convierte en signo eficaz de unidad (Homilía 32, 7 sobre el evangelio de san Mateo).
Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico dice: «También a ti el bautismo te hace rey, sacerdote y profeta» (Homilía 3, 5 sobre la segunda carta a los Corintios). De aquí brota el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: «Este es el principio de nuestra vida social…: no interesarnos solo por nosotros mismos» (Homilía 9, 2 sobre el Génesis). Todo se desarrolla entre dos polos: la gran Iglesia y la «pequeña Iglesia», la familia, en relación recíproca.
Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección de san Juan Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran maestro de la fe.
Audiencia General del miércoles, 19 de septiembre de 2007
* * *
Segunda catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI sobre san Juan Crisóstomo
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos hoy nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Después del período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, san Juan proyectó la reforma de su Iglesia; la austeridad del palacio episcopal debía servir de ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos. Por desgracia no pocos de ellos, afectados por sus juicios, se alejaron de él.
Por su solicitud en favor de los pobres, san Juan fue llamado también «el limosnero». Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su espíritu emprendedor en los diferentes campos hizo que algunos lo vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como verdadero pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura con respecto a la mujer y dedicaba una atención especial al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.
A pesar de su corazón bondadoso, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, a menudo se vio envuelto en cuestiones e intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. En el ámbito eclesiástico, dado que en el año 401 había depuesto en Asia a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de rebasar los límites de su jurisdicción, por lo que se convirtió en diana de acusaciones fáciles.
Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de san Juan Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo.
De este modo, fue depuesto en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer destierro breve. Tras regresar, la hostilidad que se suscitó contra él a causa de su protesta contra las fiestas en honor de la emperatriz, que san Juan consideraba fiestas paganas y lujosas, así como la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia pascual del año 404, marcaron el inicio de la persecución contra san Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados «juanistas».
Entonces, san Juan denunció los hechos en una carta al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue desterrado nuevamente, esta vez a Cucusa, en Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía el poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma, para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y quebrantar la resistencia del obispo exhausto: la condena al destierro fue una auténtica condena a muerte.
Son conmovedoras las numerosas cartas que escribió san Juan desde el destierro, en las que manifiesta sus preocupaciones pastorales con sentimientos de participación y de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana, provincia del Ponto. Allí san Juan, moribundo, fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entregó su alma a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, Vida 119). Era el 14 de septiembre del año 407, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Los restos del santo obispo, sepultados en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron trasladados en el año 1204 a Roma, a la primitiva basílica constantiniana, y descansan ahora en la capilla del Coro de los canónigos de la basílica de San Pedro.
El 24 de agosto de 2004, el Papa Juan Pablo II entregó una parte importante de sus reliquias al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII lo proclamó patrono del concilio Vaticano II.
De san Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la nueva Roma, es decir, de Constantinopla, Dios manifestó en él a un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en san Juan Crisóstomo hay una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Solo cambian el papel y las situaciones.
Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, san Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: «Es de gran ayuda —dice— saber qué es la criatura y qué es el Creador». Nos muestra la belleza de la creación y el reflejo de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de «escalera» para ascender a Dios, para conocerlo.
Pero a este primer paso le sigue un segundo: este Dios creador es también el Dios de la condescendencia (synkatabasis).Nosotros somos débiles para «ascender», nuestros ojos son débiles. Así, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre, caído y extranjero, una carta, la sagrada Escritura. De este modo, la creación y la Escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. A Dios le llama «Padre tierno» (philostorgios) (ib.), médico de las almas (Homilía 40, 3 sobre el Génesis), madre (ib.) y amigo afectuoso (Sobre la Providencia 8, 11-12).
Pero a este segundo paso —el primero era la creación como «escalera» hacia Dios; y el segundo, la condescendencia de Dios a través de la carta que nos ha dado, la sagrada Escritura— se añade un tercer paso: Dios no solo nos transmite una carta; en definitiva, él mismo baja, se encarna, se hace realmente «Dios con nosotros», nuestro hermano hasta la muerte en la cruz.
Y tras estos tres pasos —Dios que se hace visible en la creación, Dios nos envía una carta, y Dios desciende y se convierte en uno de nosotros— se agrega al final un cuarto paso: en la vida y la acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo (Pneuma), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra existencia misma a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.
Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, san Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (cf. Hch 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una «utopía» social (una especie de «ciudad ideal»). En efecto, se trataba de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, san Juan Crisóstomo comprendió que no basta con dar limosna o ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente.
Por tanto, san Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la doctrina social de la Iglesia: la vieja idea de la polis griega se debe sustituir por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. San Juan Crisóstomo defendía, como san Pablo (cf. 1 Co 8, 11), el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige así la tradicional visión griega de la polis, de la ciudad, en la que amplios sectores de la población quedaban excluidos de los derechos de ciudadanía, mientras que en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos.
El primado de la persona también es consecuencia del hecho de que, partiendo realmente de ella, se construye la ciudad, mientras que en la polis griega la patria se ponía por encima del individuo, el cual quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con san Juan Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida a partir de la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra polis es otra, «nuestra patria está en los cielos» (Flp 3, 20) y en esta patria nuestra, incluso en esta tierra, todos somos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.
Al final de su vida, desde el destierro en las fronteras de Armenia, «el lugar más desierto del mundo», san Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó un tema muy importante para él: Dios tiene un plan para la humanidad, un plan «inefable e incomprensible», pero seguramente guiado por él con amor (cf. Sobre la Providencia 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios se inspira siempre en su amor.
Así, a pesar de sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: «¡Gloria a Dios por todo!» (Paladio, Vida 11).
Desde hace ya bastante tiempo circula por la red un maravilloso documental titulado «Amor sin remordimiento». Se trata de una conferencia, con diversas intervenciones de jóvenes, en la que se plantean cuestiones fundamentales para conocer la naturaleza del noviazgo cristiano.
Está dividida en seis partes, en inglés con subtítulos en español.
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Amor sin remordimiento 1/6
Podéis acceder a las demás partes del vídeo desde Youtube o directamente desde estos enlaces:
Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas.
Cierto día, su hijo de siete años invadió su santuario decidido a ayudarlo con el trabajo. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lugar. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle, con el objetivo de distraer su atención. De repente, encontró una revista en cuya contratapa había un mapa del mundo, ¡justo lo que precisaba!
Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo:
—Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto, para que lo repares sin ayuda de nadie.
Entonces, calculó que al pequeño le llevaría un par de horas componer el mapa, y él tendría una tarde tranquila para seguir pensando e investigando sobre los problemas más acuciantes del mundo.
Pero, para su sorpresa, no fue así. Pasados algunos minutos, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente:
—¡Papá, papá, ya hice todo! ¡Conseguí terminarlo!
Al principio, el padre no dio crédito a las palabras del niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño.
¡Para su gran asombro, el mapa estaba completo! Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz?
—¡Hijito, tú no sabías cómo era el mundo! ¿Cómo lograste armarlo?
—Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era.
¡Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo…!
Basado en Mamerto Menapace: «Solución Sencilla», Inventario de cuentos, p. 13.
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Para la reflexión personal
¡Cuántas veces necesitamos tomar distancia de las cuestiones que nos aquejan o preocupan y las soluciones aparecen a la vista! Quizás, se trate de dar vuelta los problemas, para encontrar el costado más sencillo y el comienzo de una resolución. Hay veces que es cuestión de barajar de vuelta y observar las cosas desde un punto de vista diferente. Lo individual involucra lo social, lo micro se ve reflejado en lo macro, lo pequeño en lo grande y viceversa.
Evidentemente los problemas del mundo se solucionan cuando resolvemos los problemas del hombre. La solución, sin embargo, está en los hombres mismos. El cosmos tiene en sí el germen para resolver los grandes problemas que acucian a la humanidad. Dios nos ha regalado todas nuestras capacidades para ponerlas al servicio de la humanidad, especialmente de los más necesitados.
El sentido último del trabajo del hombre en el mundo es completar la creación de Dios, de manera que todos los hombres y mujeres puedan vivir con dignidad y armonía. En el compromiso y en la acción concreta; en el hombre como artífice y co–creador de su historia, se encuentra el destino de la humanidad.
Para compartir en familia o en grupo
¿Cuál es el problema del mundo que más nos preocupa? Realizar un listado en común.
¿En qué medida podemos hacer algo para solucionar parte de esos problemas?
Enumerar, grupalmente, cinco acciones concretas, a nuestro alcance que pueden ayudarnos a resolver dichos problemas.
De las cinco acciones planteadas, elegir una para llevar a la práctica entre todos.
Plantearnos un proyecto en común para desarrollar; teniendo en cuenta objetivos, cursos de acción, responsabilidades, plazos, etc. para emprender dicho proyecto.
«El más importante rol en el inculcar estos valores humanos y cristianos lo tiene la familia cristiana. Por lo cual, la instrucción que se da a los padres o a otras personas a quienes corresponde la educación, debe ser grandemente alentada, también en razón de la educación litúrgica de los niños. Por la conciencia del deber libremente aceptado en el bautismo de sus hijos, los padres tienen la obligación de enseñar gradualmente a los niños… Si los niños así preparados ya desde los tiernos años, cuando lo deseen, participan junto con la familia en la Misa, más fácilmente comenzarán a cantar y a orar en la comunidad litúrgica, ya de algún modo presentirán el misterio eucarístico…».
Directorio litúrgico para las misas con participación de niños Sagrada Congregación para el Culto Divino, n.º 10
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Celebrar es reunirnos para recordar y festejar algo.Celebrar es encontrarnos para compartir nuestra vida y darle una nueva dimensión. Celebrar es revivir juntos una experiencia, un acontecimiento. Celebrar es actualizar una vivencia y compartirla.
Toda celebración tiene un carácter festivo, al menos de esperanza. Celebrar es agradecer por la vida misma, es gozar y disfrutar por la historia compartida.
La celebración es una fiesta, pero no entendida como distracción o evasión, sino como afirmación de un pasado que se asume en el presente para proyectarlo a un futuro que compromete.Por eso, para que haya fiesta es fundamental que la persona se sienta libre, solidaria y que sea capaz de amar, de acoger, de participar, de compartir con el otro.
Es la propia fe la que permite hablar de celebración aún en los momentos difíciles, en las situaciones penosas de la vida. Asumir con profunda serenidad una situación límite, conlleva una celebración en la esperanza de que Dios nunca nos deja solos y que algún día todo va a ser diferente en la otra vida.
¿Qué se celebra? Se celebra lo que se comparte con otros: el proyecto común, con sus logros y aciertos, pero también con sus temores y sombras. En síntesis, se celebra la vida misma, lo vivido y por vivir. Se celebra la acción amorosa de Dios en nuestras vidas.
Celebramos que Dios ha querido regalarnos la vida y, principalmente, en su designio amoroso, nos ha enviado a su hijo predilecto, Jesús, para salvarnos; por ello celebramos la vida de hijos de Dios.
Una auténtica celebración cristiana tiene que ser siempre un signo eficaz de la vida, una forma de hacer visible, comunitaria y festivamente, la salvación que recibimos del Señor.
La vida de las personas, tanto en el ámbito familiar, escolar, como en el trabajo o entre amigos está jalonada de celebraciones. Muchas de estas celebraciones tienen algunos elementos en común que pueden sugerirnos aspectos constitutivos de las celebraciones. Trataremos de analizarlos aquí, para luego aplicarlos a las Celebraciones de la Palabra.
Toda celebración humana supone:
Un motivo, es decir un hecho o acontecimiento convocante: una fiesta de quince años, un cumpleaños, un graduarse en la facultad, un éxito deportivo, etcétera.
Una asamblea, es decir, un grupo familiar, un grupo de amigos, un grupo de trabajo o estudio; en otras palabras, toda celebración supone una comunidad o lugar de pertenencia.
Un clima festivo, es decir, una situación diferente a lo ordinario: un lugar apropiado, un momento especial, vestimenta diferente, invitaciones, adornos, comida, música, baile, etcétera.
Un gesto o signo ritual,es decir, un gesto extraordinario y específico: un brindis, una entrega de diploma, un soplar la velas, una corona de laureles, un arrojar un ramo de flores, un romper una botella cuando se bota un barco, etc.
Todos los niños suelen participar desde pequeños en las celebraciones familiares, escolares, comunales. Lo cierto es que no comprenden en profundidad los gestos que en ellas se realizan ni el sentido de las mismas; pero lo que sí podemos afirmar, con seguridad, es que van captando que se trata de algo especial por el clima festivo y diferente que se vive en las mismas. Las celebraciones tienen un alto valor simbólico y convocante para los niños.
El hecho de ver a los adultos convocados para celebrar algo, en un clima festivo y diferente los hace sumergirse de lleno en dichas experiencias. Basta que cada uno recuerde qué celebraciones familiares o escolares han marcado la propia vida, para tener una idea del poder perfomartivo de las celebraciones. A través de las mismas, niños y niñas -y obviamente que los adultos también- toda la comunidad se reúne para celebrar con alegría la Salvación que Dios nos regaló. Las Celebraciones de la Palabra constituyen una ocasión privilegiada para trasladar el gusto y placer que sentimos en cualquier celebración o fiesta al ámbito de la iniciación en la vida de la fe.
En las próximas columnas, entonces, trataremos de profundizar en el sentido de las Celebraciones de la Palabra para la iniciación litúrgica de los niños, en el mejor modo de realizarlas y prepararlas, para que desde pequeños puedan disfrutarlas y vivirlas como la fiesta de toda la comunidad cristiana, anticipo y adelanto de la gran fiesta de la Eucaristía.
(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 3.ª)
El portal conelpapa.com, desarrollado para la preparación de la JMJ de Madrid, ofrece grandes recursos para la catequesis familiar. Uno de los apartados especialmente tratados es el referido a los novios, titulado «¿Quieres casarte?: Los mejores consejos para los novios» incluye numerosos materiales, entre los cuales nos ha llamado la atención esta serie de cinco vídeos en el que se recoge una entrevista de Elica Brajnovic al Dr. Pedro Juan Viladrich, Director del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad de Navarra, España, titulada «¿Qué es enamorarse?». En ella se dan argumentos no religiosos a favor del matrimonio.