por Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei | 15 Jul, 2010 | Catequesis Artículos
Agradezco la invitación que me habéis hecho para intervenir en este encuentro, y hablar sobre la familia en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei.
Estoy seguro de que conocéis bien esas líneas maestras, puesto que no resultan ajenas al origen mismo de la Universitat Internacional de Catalunya. En efecto, quienes promovieron esta institución —algunos se hallan hoy aquí, otros nos han precedido en el camino del Cielo—, son padres de familia que se han sentido movidos por las grandes sugerencias trazadas por san Josemaría, en puntos tan importantes como la santificación del trabajo profesional, el sentido vocacional del matrimonio y la familia, el espíritu de servicio y la responsabilidad por el bien común de la sociedad. Con estas luces —contenidas en el Evangelio—, habéis comprendido con hondura vuestros deberes en la educación de los hijos y en el papel que corresponde a la familia para la recta ordenación social.
Vuestro sentido de cristianos coherentes, de ciudadanos honrados, os llevó, en primer lugar, a actuar variadas iniciativas de orientación y formación, encaminadas a ayudar a los padres en su tarea de atender a sus hijos conforme a los auténticos ideales humanos y también cristianos. De esta libérrima actuación vuestra, a la que incansablemente animó san Josemaría a personas del mundo entero, ha nacido la Universitat Internacional de Catalunya, que ahora cumple su primera década de existencia.
Quienes sacáis adelante esta Alma Máter, que tiene un carácter plenamente civil, deseáis difundir —junto con el conocimiento de las disciplinas que se imparten—, la luz de la fe cristiana y el espíritu apostólico que, por providencia divina, san Josemaría Escrivá de Balaguer predicó por el mundo entero. A petición vuestra, la Prelatura del Opus Dei os ofrece la ayuda de sus sacerdotes para la asistencia pastoral de los estudiantes y profesores, del personal no docente, de los colaboradores y antiguos alumnos, dejando a todos la máxima libertad de participar.
La inspiración cristiana y la importancia que lógicamente se atribuye a la familia —características originarias de esta institución docente—, constituyen un acicate para desarrollar una rigurosa labor de investigación y una alta excelencia académica. Muy grabado lleváis en vuestra mente que una Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye —sino que exige— las demás dimensiones.
Pertenecen estas palabras a unas declaraciones de san Josemaría, hace poco más de cuarenta años. En aquella ocasión, el Fundador del Opus Dei mencionaba también otro elemento, que resulta imprescindible y dota de un sentido pleno tanto a la Universidad como a la familia: la vocación de servicio a los demás.
Se expresaba así:
«Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad».
1. Un mensaje para todos: santidad en la vida ordinaria
También en la década de los años sesenta del pasado siglo, en el campus de la Universidad de Navarra, san Josemaría dirigió una homilía en la que se condensa de modo particularmente paradigmático su enseñanza constante. Tuvo lugar durante una Misa —verdadero centro y raíz de la vida cristiana— celebrada a cielo abierto ante millares de personas.
En aquella memorable ocasión, san Josemaría se detuvo a explicar un punto central del mensaje que Dios le había confiado el 2 de octubre de 1928: que el mundo es bueno, porque ha salido de las manos de Dios; y es ahí, en las circunstancias en las que nos ha tocado vivir, donde Dios nos espera cada día.
Lo recordó con gran fuerza el papa Juan Pablo II, durante la canonización de san Josemaría, que tuvo lugar en Roma, el 6 de octubre de 2002. El Santo Padre subrayó que el Fundador del Opus Dei «no cesaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios, y la vida familiar, profesional y social, hecha de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia “santa y llena de Dios”. «A ese Dios invisible —escribió—, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» (Conversaciones, n. 114).
La familia se enmarca en este conjunto de realidades que —como el trabajo, o la vida de relación social y cívica— componen nuestra existencia ordinaria, que un cristiano coherente sabe que ha de santificar, buscando al mismo tiempo la santificación propia y la de los demás. La cotidianidad, la existencia de cada día, es el ámbito en el que Dios llama —a cada una y a cada uno— a la santidad, a una íntima relación con Él, que no se quede en meras palabras, sino que se traduzca en un esfuerzo constante por imitar a Cristo y gastar la vida en su servicio, siendo sembradores de paz y de alegría entre quienes nos rodean.
En aquella homilía del campus de Pamplona, san Josemaría mencionó explícitamente el matrimonio y la familia.
«El amor humano, afirmaba, no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos. Y añadía, como remachando la idea: El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano».
Esta visión trascendente de las comunes realidades diarias, que impulsa a la persona a materializar la vida espiritual, forma parte del mensaje del Evangelio. Se trata de enseñanzas perennes de la Iglesia: san Josemaría, con su predicación y con sus escritos, y —sobre todo— con el ejemplo de su conducta cotidiana, nos ayuda a profundizar en ese tesoro y a hacerlo carne de nuestra carne, programa de nuestra tarea de mujeres y hombres de fe, en todas las ocupaciones honradas.
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.
El espacio vital de la familia es pues, ante todo, lugar de encuentro con Dios, ámbito propicio para una existencia alegre de servicio y donación a los demás basada en la conciencia activa y permanente de nuestra condición de hijos de Dios. De la maravillosa realidad de nuestra filiación divina en Cristo, se desprenden muy variadas consecuencias para la conducta personal, para nuestras familias, para la sociedad.
El papa Benedicto XVI ha explicado repetidamente que:
«Matrimonio y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Por el contrario, la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y solo puede encontrar su respuesta a partir de esta. Es decir, no puede separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿quién es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿Cuál es verdaderamente su rostro?
»La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es Amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama». Y en su visita pastoral a Valencia, el Santo Padre definió la familia como «el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y a recibir amor».
La familia, en efecto, nace como comunidad querida por Dios, fundada y edificada sobre el amor. En el hogar se hace posible un aprendizaje que resulta imprescindible: la necesidad de contar con los demás en nuestra vida, respetando y desarrollando los vínculos que nos entrelazan a unos con otros. Comprender que he de darme gustosamente cada día, viviendo con una sana atención y servicio a las personas que me rodean, es uno de los grandes tesoros que las familias cristianas, consecuentes con su fe, brindan a sus propios miembros y a toda la sociedad. En la escuela del amor que caracteriza a la familia —que, insisto, tiene como condición irrenunciable el olvido de sí—, se adquieren hábitos que necesariamente repercuten en beneficio del tejido social, a todos los niveles.
Escuchemos de nuevo a san Josemaría:
«Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad».
Estas palabras nos servirán de guía para repasar algunas de sus muchas enseñanzas sobre el matrimonio y la familia. Lo haremos siguiendo los tres puntos que nos señala: la fundación de la familia en el matrimonio, la educación de los hijos y la irradiación cristiana de la familia en la sociedad.
2. La fundación de la familia
La familia es escuela de amor, en primer lugar, para la mujer y para el hombre que deciden contraer matrimonio. Consideraba el Fundador del Opus Dei:
«Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido».
«El matrimonio entraña una vocación», nos dice san Josemaría en este texto, recogiendo ideas que venía predicando desde los primeros momentos de la fundación del Opus Dei. Con la ayuda de Dios, que nunca faltará, esposa y esposo pueden perseverar en el amor y, a través de ese amor, les resulta posible y amable el propio crecimiento como cristianos, que es también mejorar como personas.
Vivido con estas disposiciones, el matrimonio se manifiesta verdaderamente como una vocación, una senda de encuentro con Dios. De modo semejante a todo camino, no faltarán dificultades. A veces surgirán diferencias, modos de pensar distintos entre el marido y la mujer; quizás el egoísmo intentará ganar terreno en sus almas. Hay que estar prevenidos y no sorprenderse. San Josemaría era muy sobrenatural y, al mismo tiempo, muy humano; por eso, previendo estas naturales dificultades en el matrimonio, solía comentar:
«Como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después, los dos han de reconocer que tienen la culpa, y decirse uno a otro: ¡perdóname!, y darse un buen abrazo… ¡Y adelante!»
La relación entre los esposos se convierte, así, en una constante oportunidad de ejercitarse en la entrega mutua. Se trata de un aprendizaje mediante el que los cónyuges toman conciencia, en la cotidianidad de su caminar terreno, de que se deben el uno al otro. En ese estupendo ambiente de confianza, de lealtad, de sinceridad y cariño, ¡de verdadera entrega!, se mostrarán dispuestos a recibir los hijos que Dios quiera confiarles, fruto al mismo tiempo de su amor.
Si uno desea sinceramente llevar a la práctica este ideal, resulta imprescindible vivir delicadamente la castidad, también en el estado matrimonial. En ningún caso el ejercicio de la sexualidad —es algo querido por Dios, bueno y bello— debe perder su noble y original sentido. Con palabras de san Josemaría os recuerdo que cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo.
Ordinariamente, el amor matrimonial —como cualquier cariño humano limpio— se manifestará también en cosas pequeñas. San Josemaría habló en innumerables ocasiones de la importancia de lo que parece pequeño —que es grande si se realiza por amor— en los distintos aspectos de la existencia del cristiano. Promovía, por ejemplo, un trato personal e íntimo con Dios, en las circunstancias normales de la vida. Porque la relación con Dios tiene el carácter de trato de familia: somos sus hijos, y Él, nuestro Padre. De este modo, lo que le resultaba útil para meditar en el amor divino, san Josemaría lo aplicaba también al amor humano, a la existencia de nuestras familias; y al revés. De intento lo repito, haciendo mías unas palabras suyas para subrayar que cada pequeño detalle tiene sentido. Afirmaba:
«El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz».
Invitaba a tomar como modelo a la Sagrada Familia y también a esforzarse —con la entrega diaria— para convertir el ambiente de familia en un anticipo del cielo. Todavía me parece oír el eco de unas afirmaciones del Fundador del Opus Dei: en Nazaret nadie se reserva nada: todo allí se puso al servicio de los planes de Dios, con un desvelo continuo de unos por otros. Con renovada frecuencia, san Josemaría meditó las escenas que los Evangelios recogen de la Sagrada Familia. Le gustaba introducirse en aquel hogar con la imaginación, como un habitante más de la casa, y pensar en el trato habitual entre Jesús, María y José. De esta costumbre sacaba valiosas enseñanzas para los fieles del Opus Dei y para todas las personas que acudían a pedirle consejo.
3. Educación de los hijos
En sus reuniones con padres de familia, el Fundador del Opus Dei quiso resaltar muchas veces la importancia del cariño y la entrega mutua de los esposos, precisamente para mejorar la educación de los hijos. No se le escapaba que la conducta, el ejemplo, se demuestra cauce eficacísimo y primordial de esa formación. Por eso insistía en que conviene que los hijos —ya desde pequeños— vean, contemplen, que sus padres están unidos y se quieren de veras.
La educación corresponde principalmente a los padres. En esa tarea, nadie puede sustituirlos: ni el Estado, ni la escuela, ni el entorno. Supone una gran responsabilidad, un reto estupendo, de cuyo ejercicio consecuente dependen el presente y el futuro de los propios hijos y de la sociedad.
A quienes sois madres y padres de familia, os animo a afrontar con valentía y con optimismo esta tarea que el Señor ha puesto en vuestras manos. Dejadme que os repita, con san Josemaría, que la educación de los hijos es el mejor negocio de vuestras vidas. En esta tierra catalana se valora mucho la eficiencia y el rendimiento —también económico— del trabajo; por eso, estoy seguro de que os dais cuenta de la profunda verdad de esa afirmación, y de que estáis dispuestos a invertir generosamente todas vuestras energías en la buena educación de las criaturas que el Señor os ha confiado, acogiendo con generosidad las obligaciones que comporta; y que también, cuando resulte preciso, sabréis defender unos derechos que os corresponden como madres y padres de familia, como ciudadanos libres.
Corresponde igualmente a los padres y madres enseñar a sus hijos toda la belleza y toda la exigencia que se contiene en el gran tesoro de la libertad personal: el don natural más preciado que Dios ha otorgado al hombre. Un don que ha de usarse con responsabilidad, para emprender el camino del bien y avanzar por esa senda.
En consecuencia, al tratar con sus hijas e hijos, los padres han de procurar que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre —nos dice la Escritura— en manos de su albedrío (Si 15, 14).
Por eso, me ha llenado de alegría conocer que la Universitat Internacional de Catalunya ha resumido su ideario en una frase de Jesucristo recogida en el Evangelio de san Juan: veritas liberabit vos (Jn 8, 32), la verdad os hará libres. Amar la verdad significa amar y defender la libertad, pues se alzan como actitudes inseparables. Para ser verdaderamente libres, resulta preciso buscar sinceramente la verdad y, en el caso de los educadores —entre los que en primer lugar destacado se encuentran los padres—, exige un empeño diario por educar a los niños y a los jóvenes en los bienes auténticos.
Los padres han de enseñar a sus hijos a distinguir el bien del mal, y a escoger libremente el bien. Pero ¿cómo compaginar, en la práctica, el respeto de su libertad con el desvelo para que opten por el bien? San Josemaría nos responde: «no es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable».
La amistad con los hijos requiere tiempo y empeño constante por atenderlos, estar interesados por sus cosas, compartir con ellos afanes y proyectos. Resulta importantísimo que esas criaturas vuestras lleguen a considerar al padre y a la madre como verdaderos amigos, es decir, personas a las que confiar sus preocupaciones y dificultades.
Afirmaba san Josemaría:
«Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional.
»Pero el consejo —continuaba el Fundador del Opus Dei— no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y —más de una vez— en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal.
»Si hay verdadero cariño en la familia, esto resulta hacedero. Y así, todas las circunstancias que jalonan la vida ordinaria harán que el hogar se convierta en una constante y efectiva escuela de virtudes. La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria».
Los padres cristianos procuran dar a sus hijos, también, lo mejor que poseen: la fe. Han de acompañarlos en el camino del conocimiento y del trato con Dios, aprender juntos las verdades del Evangelio y el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas. De manera semejante, en este punto, san Josemaría recomendaba optar por el ejemplo y por la libertad. Así lo explicaba en una de sus catequesis: no les obliguéis a nada, pero que os vean rezar: es lo que yo he visto hacer a mis padres, y se me ha quedado en el corazón. De modo que cuando tus hijos lleguen a mi edad, se acordarán con cariño de su madre y de su padre, que les obligaron solo con el ejemplo, con la sonrisa, y dándoles la doctrina cuando era conveniente, sin darles la lata.
Poned interés en hacerles entender las oraciones que les enseñáis —pocas, cuando son pequeños—, y esmeraos en que lleguen bien preparados para recibir los sacramentos. Resulta indispensable ayudarles a tomar conciencia de su dignidad de hijos de Dios, ya que sepan responder generosamente a los dones que reciben de su Padre del cielo, orientando su existencia a horizontes generosos y trascendentes.
Junto a la gozosa realidad de esta vida de libertad, como hijos de Dios, afanaos en enseñarles las obligaciones que corresponden a su situación como personas y como cristianos. Se trata, en definitiva, de acompañarlos en el empeño por alcanzar la santidad, a la que todos estamos llamados. Os recuerdo esta exhortación de san Josemaría:
«Vosotros, madres y padres cristianos, sois un gran motor espiritual, que manda a los vuestros fortaleza de Dios para esa lucha, para vencer, para que sean santos. ¡No les defraudéis!».
Recientemente, Benedicto XVI resumía todas estas recomendaciones cuando pedía a los padres:
«Que permanezcáis siempre firmes en vuestro amor recíproco: este es el primer gran don que necesitan vuestros hijos para crecer serenos, para ganar confianza en sí mismos y confianza en la vida, y para aprender ellos a ser a su vez capaces de amor auténtico y generoso. Además, el bien que queréis para vuestros hijos debe daros el estilo y la valentía del verdadero educador, con un testimonio coherente de vida y también con la firmeza necesaria para templar el carácter de las nuevas generaciones, ayudándoles a distinguir con claridad entre el bien y el mal y a construir a su vez sólidas reglas de vida, que las sostengan en las pruebas futuras. Así enriqueceréis a vuestros hijos con la herencia más valiosa y duradera, que consiste en el ejemplo de una fe vivida diariamente».
4. La familia, configuradora de la sociedad
La familia, en la medida en que cada uno de sus miembros pone un serio empeño en llevar a cabo la misión que le corresponde, es el entorno más adecuado para el crecimiento de las personas. Pero no acaba en ese ámbito —en el de la propia familia— su función. Se requiere que toda esa riqueza redunde en favor de la sociedad.
Esta dimensión natural de la familia —como ocurre en otros campos— se esclarece aún más a la luz de la fe. Todos somos hijos de Dios, hermanos entre nosotros. Con este sentido de viva fraternidad, ningún afán de los demás puede resultarnos indiferente. Los retos de la sociedad a la que pertenecemos merecen, entonces, toda nuestra atención.
En la década de los 60 del siglo XX, en momentos de particular intensidad en la historia del mundo y de la Iglesia, el Señor dio a entender con fuerza a san Josemaría que, al ser los padres los primeros responsables de la educación de sus hijos, debían ser ellos mismos quienes sin dilación emprendieran y se hicieran cargo de muchos nuevos centros de enseñanza, en los que se educara a los hijos en los valores humanos y cristianos. Doctrina antigua, que repetidamente había puesto por escrito y había predicado. Pero en aquellos años 60, caracterizados por fuertes convulsiones sociales, esa luz se hizo más fuerte y operativa.
Su intensa oración por esta intención concreta, y una incansable catequesis, removieron la conciencia de muchos padres y madres de familia en los cinco continentes. Desde entonces, han florecido por todas partes centros de enseñanza a todos los niveles, cuya promoción, gestión y desarrollo recae sobre los padres de los alumnos, que prestan así un gran bien a la familia, a la sociedad y a la Iglesia.
En una ocasión, san Josemaría dirigía estas palabras a los padres de uno de esos colegios:
«El primer negocio es que vuestros hijos salgan como deseáis; por lo menos tan buenos y, si es posible, mejor que vosotros. Por tanto, ¡insisto: esta clase de Colegios, promovidos por los padres de familia, tienen interés, en primer término, para los padres de familia; luego, para el profesorado, y después para los estudiantes. Y me diréis: ¿este trabajo será útil? Lo estáis viendo: cada uno tiene experiencia personal, a través de la de sus hijos. Si no van mejor, es por culpa vuestra: porque no rezáis y porque no venís por aquí.
»Vuestra labor es muy interesante, y vuestros negocios no se resentirán por esta dedicación que os pide el Colegio. Con palabras del Espíritu Santo, os digo: electi mei non laborabunt frustra (Is 65, 23). Os ha elegido el Señor, para esta labor que se hace en provecho de vuestros hijos, de las almas de vuestros hijos, de las inteligencias de vuestros hijos, del carácter de vuestros hijos; porque aquí no solo se enseña, sino que se educa, y los profesores participan de los derechos y deberes del padre y de la madre».
No puedo acabar este recorrido —necesariamente breve— por algunas enseñanzas de san Josemaría sobre el matrimonio y la familia, sin señalar que se inscriben perfectamente en la doctrina social de la Iglesia, que concibe la institución familiar como vertebradora de la sociedad. La familia es, en efecto, «célula fundamental de la sociedad» y «escuela del más rico humanismo». Tiene, sin lugar a dudas, una misión insustituible: los hijos educados en su seno serán el día de mañana cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad.
San Josemaría acudía con frecuencia al ejemplo de los primeros cristianos. Le gustaba referirse a aquellas familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído.
Paz y alegría. Ante algunos sucesos, ante algunas modas culturales y legislaciones deshumanizadoras, que se alejan del ideal cristiano —que es también el auténticamente humano— de matrimonio y familia, alguno podría tener la tentación de quedar abatido. Si así le ocurriera, estoy seguro de que san Josemaría le replicaría que, aunque se trate de momentos fuertes para las personas, son tiempos de optimismo, de trabajar y rezar, de rezar y trabajar, con la firme seguridad de la fe y con la fuerza perenne de la familia. Ha llegado el momento, por tanto, de hacer una extensa labor positiva, ahogando el mal en abundancia de bien. Un bien que, por otro lado, repartiremos a manos llenas y con alegría en todos los ambientes. Las familias cristianas tienen un gran tesoro que transmitir a los demás, un servicio preciosísimo que prestar a la sociedad.
Conferencia del Prelado del Opus Dei en la clausura
del Congreso Internacional sobre Familia y Sociedad
en la Universitat Internacional de Catalunya
(Barcelona, 17 de mayo de 2008).
Fuente: OpusDei.es
por CeF | Editorial Casals | 14 Jul, 2010 | Catequesis Noticias
Palabra y Vida es el nuevo curso de Religión católica publicado por la Editorial Casals para América, con orientaciones para la catequesis familiar.
El proyecto ha sido coordinado por Pedro de la Herrán y Luis Fabregat, a los que se suman como autores María Vicente, Blanca Ybarra y Juan Luque. Todos estos materiales han sido aprobadospor la jerarquía de la Iglesia.
Es un proyecto que refuerza la Fe y la moral católica del alumnado a la luz de las nuevas y oportunas indicaciones del Documento elaborado en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Nuestra Señora Aparecida (2007).
El proyecto Palabra y Vida desarrolla una síntesis básica y global del mensaje cristiano, priorizando en los primeros cursos la preparación de los niños a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y a la santificación del Día del Señor.
Sigue una metodología lúdica y motivadora a través de una gran variedad de actividades.
Ofrece en cada libro, como recursos pedagógicos, CD-ROM con materiales interactivos (actividades multimedia, canciones) o DVD con películas.
Facilita a los papás materiales apropiados para una buena catequesis familiar.
Libro y CD-ROM del alumno

Índice
1. La Creación
2. Dios es nuestro Padre
3. Dios me conoce y me ama
4. La Virgen María
5. Jesús nace en Belén
6. Jesús Niño
7. El camino del Cielo
8. Jesús hace milagros
9. Jesús nos perdona
10. La última Cena y la Cruz
11. Jesús ha resucitado
12. Nuestra Madre del Cielo
|
Índice
1. Somos cristianos
2. Dios nos ha hablado
3. Dios es nuestro Creador y Padre
4. Los hombres se apartaron de Dios
5. La primera Navidad
6. Jesús es Dios y hombre
7. Los amigos de Jesús
8. Jesús celebra la Eucaristía
9. Jesús muere en la Cruz
10. Jesús ha resucitado
11. Participamos en la Eucaristía
12. La Virgen María es nuestra Madre
|
Índice
1. Una gran familia: la Iglesia
2. Nuestros primeros padres
3. Los Diez Mandamientos
4. Los Jueces y los Reyes
5. Jesús nace en Belén
6. El Bautismo de Jesús
7. El Mandamiento del Amor
8. El amor de Dios
9. El amor a los demás
10. El pecado y la conversión
11. El sacramento de la Penitencia
12. La Resurrección y la Vid
|
Índice
1. Abraham, nuestro padre en la fe
2. Los profetas, mensajeros de Dios
3. Celebramos la Navidad
4. Los Mandamientos y las Bienaventuranzas
5. Jesús nos habla en parábolas
6. Jesús nos enseña a orar
7. Jesús perdona los pecados
8. «Yo soy el pan de vida
9. Pasión y muerte de Jesús
10. La Resurrección de Jesús
11. Cómo participar en la Eucaristía
12. Somos Iglesia
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Jesús «Familia y valores»
Índice
1. Los orígenes
2. Los Patriarcas
3. La Tierra Prometida
4. La Alianza del Sinaí
5. Reyes y Profetas
6. La llegada del Mesías
7. Jesús, maestro y amigo
8. Jesús, el hijo de Dios
10. Pasión y muerte de Jesús
11. ¡Ha resucitado!
12. María, la madre de Jesús
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La Misa, «Familia y valores»
Índice
1. Los primeros cristianos
2. Jesús es el camino
3. Hacer el bien y evitar el mal
4. La lucha cristiana
5. Dios en primer lugar
6. El amor a los demás
7. La dignidad de la persona
8. Las cosas materiales
9. Los medios para caminar
10. La fuerza para continuar
11. La misericordia de Dios
12. El final del camino
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Libros del alumno del 1 al 4
Estructura de los temas

Página inicial
Cada aventura introduce didácticamente los contenidos que se tratan en el tema.

Palabra de Dios
En c ada tema hay una breve narración de la Biblia, que invita a reflexionar sobre la Palabra de Dios.
Liturgia
Presenta cómo la Palabra de Dios es celebrada en la liturgia de la Iglesia y en la vida de los cristianos.
Cantamos
Como continuación del apartado anterior, se ofrece una canción que ayuda a recibir con alegría esa Palabra.

Mi respuesta a Dios
Se explica cómo los niños pueden aplicar la Palabra de Dios en su vida.
Aprendo y recuerdo
Como síntesis doctrinal del tema, el niño aprende de memoria algunas fórmulas de Fe.
Relatos de la Biblia/Fiestas y Santos
C ada tema se cierra con unas viñetas que cuentan la historia de una fiesta litúrgica o la vida de un santo que es modelo de los valores cristianos ya tratados.

Catequesis en familia
Contiene las oraciones, canciones y actividades para llevar a cab o la catequesis familiar.
Libros del alumno del 5 y 6
Estructura de los temas

Páginas de entrada
Presentación del tema.

Palabra de Dios
En cada tema hay una breve narración de la Biblia, que invita a reflexionar sobre la Palabra de Dios.

Esta es nuestra fe
Presenta cómo la Palabra de Dios es celebrada en la liturgia de la Iglesia y en la vida de los cristianos.
Celebramos
Como continuación del apartado anterior, se explica cómo los cristianos recibimos la Palabra con alegría.

Mi respuesta a Dios
Se explica cómo los niños pueden aplicar la Palabra de Dios a su vida.
Actividades
Actividades para cada uno de los apartados para asegurar un óptimo aprendizaje.

Amigos de Dios
Biografías ejemplares de personajes que conocieron a Jesús.

Actividades
Actividades para comprobar que se han alcanzado los principales objetivos.
Materiales para el profesor/ra

Propuestas didácticas
Un libro por curso que contiene las programaciones, las orientaciones metodológicas, los solucionarios del libro del alumno/a y referencias a materiales didácticos complementarios
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por ewtn.com | 12 Jul, 2010 | Confirmación Vida de los Santos
El Carmelo es una cadena montañosa de Israel que, partiendo de la región de Samaria, acaba por hundirse en el Mar Mediterráneo, cerca del puerto de Haifa.
Esta altura tiene un encanto peculiar. Es diferente del Monte Nebo, en Jordania, del macizo del Sinaí y del Monte de los Olivos en Jerusalén.
Todas las montañas palestinas tienen sus recuerdos teofánicos (es decir de las manifestaciones de Dios), que las convierten en cumbres sagradas y místicas. Pero ninguna tan sugestiva como el Monte Carmelo. ¿Por qué San Juan de la Cruz lo tomó como el símbolo de la ascensión mística? Seguramente se le sugirió el nombre de su propia Orden Carmelitana. Pero sin duda había alguna intención más profunda que la hacía simpatizar con el misterio de la sagrada montaña del profeta Elías.
Una tradición piadosa sostiene que, desde los días de los profetas Elías y Eliseo, hubo en aquella zona hombres de oración que vivían en soledad la búsqueda de Dios. En el período de los Cruzados surgió entre los cristianos el deseo de vivir sobre aquella montaña de vida de entrega al Señor. Así surgió en el Carmelo la vida carmelita. El convento del Monte Carmelo tiene un nombre evocador: Stella Maris (Estrella del Mar). Es un hermoso edificio cuadrangular a 500 metros de altura sobre el nivel del Mar Mediterráno en la ciudad de Haifa.
El centro del convento lo ocupa el santuario de la Virgen del Carmen. En el altar mayor de esta hermosa iglesia en cruz griega se venera la estatua de la Virgen del Carmen, obra de un escultor italiano en 1836.
Debajo del altar se ve la gruta del profeta Elías. Según la tradición, éste era el lugar donde se refugiaba el profeta. Una estatua recuerda al celoso defensor de la religión de Yahwéh.
Nos cuentan los Padres Carmelitas que no ha sido fácil la permanencia católica sobre esta montaña. Bien es verdad que, en la época de los Cruzados, el patriarca latino de Jerusalén, San Alberto, pudo dar a los ermitaños del Monte Carmelo una regla religiosa el año 1212. Se cuenta que el carmelita san Simón Stock pasó por aquí antes de su célebre visión del escapulario carmelita.
También subió en peregrinación a esta santa montaña el rey San Luis de Francia en el año 1254 en acción de gracias por haberse salvado de un naufragio.
Con la caída de la ciudad de San Juan de Acre en 1291 vino la persecusión árabe que causó el martirio de no pocos religiosos. Después de una larga interrupción de la vida monacal en la montaña que dio ocasión para la expansión del ideal carmelitano por el Occidente, regresaron los religiosos del Carmen al Monte Carmelo por el siglo XVII.
La estrella del Mar
Los marineros antes de la edad de la electrónica confiaban su rumbo a las estrellas. De aquí la analogía con La Virgen María quien como, estrella del mar, nos guía por las aguas difíciles de la vida hacia el puerto seguro que es Cristo.
Por la invasión de los sarracenos, los Carmelitas se vieron obligados a abandonar el Monte Carmelo. Una antigua tradición nos dice que antes de partir se les apareció la Virgen mientras cantaban el Salve Regina y ella prometió ser para ellos su Estrella del Mar. Por ese bello nombre conocían también a la Virgen porque el Monte Carmelo se alza como una estrella junto al mar.
Los Carmelitas y la Virgen del Carmen se difunden por Europa
La Virgen Inmaculada, Estrella del Mar, es la Virgen del Carmen, es decir la que desde tiempos remotos allí se le venera. Ella acompañó a los Carmelitas a medida que la orden se propagó por el mundo. A los Carmelitas se les conoce por su devoción a la Madre de Dios, ya que en ella ven el cumplimiento del ideal de Elías. Llegaron incluso a llamárseles: «Los hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo». En su profesión religiosa se consagraban a Dios y a María, y tomaban el hábito en honor ella, como un recordatorio de que sus vidas le pertenecían a ella, y por ella a Cristo.
Nuestra Señora, bajo la advocación del Carmen, es la Patrona de Chile.
por ALFREDO ALONSO-ALLENDE YOHN | 4 Jul, 2010 | Confirmación Narraciones
— Mañana comienza el curso otra vez.
— Sí. Se acabó la buena vida…
— Ha sido un verano alucinante, pero no puede acabar así, sin nada que hacer.
— ¿Se te ocurre algo para aprovechar la tarde?…
Juan Pablo y Alejandro —estudiantes de bachillerato desde el pasado año, amigos desde críos y getxotarras de toda la vida— se encontraban en el acantilado de punta Galea reclinados sobre el manillar de sus motos, muy cerca del faro. Allí se habían detenido, justo al borde del acantilado, y, cuando se plantearon qué hacer aquella tarde, llevaban ya un buen rato charlando acerca de los sucesos más sobresalientes de los últimos días. De su conversación se traslucía la típica sensación de nostalgia de quienes comprueban que todo lo bueno pasa, que el tiempo nunca se detiene y que lo vivido jamás vuelve atrás.
— No se me ocurre nada, dijo Juan Pablo con displicencia. Y seguidamente añadió: Voy a echar mucho de menos a Marta.
— Y yo a Nekane.
— Marta vale un riñón y estoy supercolao, tío… ¿Y tú?
— Yo creo que también. Y hasta Navidades no les veremos…
Eran las cuatro de la tarde. El sol lucía esplendente a su izquierda, por encima de los montes de Triano. Soplaba una leve brisa. En toda la bóveda celeste no se veía una sola nube y la mar, adornada por algunos veleros que navegaban plácidamente, se mostraba sosegada y tranquila. Abajo, en la reducida playa que Juan Pablo y Alejandro tenían a sus pies, el agua se limitaba a acariciar la arena, una y otra vez, con un delicado y paciente ir y venir. Tan solo de vez en cuando, el murmullo que producían algunas olas al chocar contra la base del acantilado, alteraba el calmoso silencio que inundaba de paz y de serenidad aquella tarde.
— Tenemos que hacer algo, comentó Juan Pablo.
— ¿Por qué no vamos al cine?
— ¿Al cine? ¿Con la tarde que hace? Si me meto en un sitio cerrao a estas horas, un día como hoy, seguro que me entra la depre.
— La verdad es que a mí tampoco me apetece nada encerrarme…
Las miradas de los dos amigos deambulaban de un lado para otro, a su aire, sin más pretensiones que la de ir cambiando las imágenes que se imprimían momentáneamente en las retinas de sus ojos y, aunque hablaban y hablaban, sus mentes trabajaban al ralentí, como si se mantuvieran en un obligado punto muerto. Y así transcurrieron unos cuantos minutos más hasta que, de pronto, mientras los ojos de Juan Pablo realizaban uno de aquellos movimientos inconscientes, la mirada se le quedó prendada y fija sobre una de las paredes grisáceas del acantilado. Una pared imponente que se alzaba desde el mar hasta la altura a la que ellos se estaban y que terminaba no muy lejos del lugar en el que ellos se encontraban, justo a su derecha. Es una bonita pared. Y se podría subir. No parece difícil, pensó Juan Pablo para sí. Pero no tenemos material aquí y sería una locura intentarlo con esta vestimenta…
— Aleks, ¿qué te parece si subimos esa pared?
— ¿Cuál de ellas?
— Aquella. La que está agrietada. La que tiene multitud de ranuras horizontales y verticales. La que parece que ha sido construida con muchos adoquines.
— Pero es muy vertical y no tenemos botas, ni nada de material. Además, hace mucho calor. El sol tiene que pegar fuerte ahí abajo. Da de plano…
Poco después Juan Pablo y Alejandro arrancaron las motos y a las cinco se encontraban ya de nuevo al borde del acantilado con sus botas de monte, un par de sombreros y una pequeña máquina de fotos, de las de usar y tirar. Luego, tras unir las motos y los cascos con sus respectivos candados, guardaron las llaves con cuidado en lo más hondo de los bolsillos de sus pantalones y se acercaron hasta el mismo borde del acantilado. Allí se quedaron extasiados, en silencio, durante un buen rato. Observando la pared. El aburrimiento y el desencanto habían desaparecido ya del rostro de ambos amigos y en los dos se palpaba ahora un estado de ánimo especial, algo así como una amalgama de sensaciones encontradas. Por una lado, la ilusión por lograr el atrayente objetivo que se habían propuesto y, por otro, un naciente e incómodo nerviosismo que se resistían a aceptar y, menos aún, a reconocer. Pero era evidente que sus corazones latían ahora un poco más deprisa que cuando tomaron la decisión de conquistar la pared.
— Le llamaremos la escalada Parasol. Por la marca de los sombreros, dijo Juan Pablo mientras se ajustaba el suyo.
— Yo me encargo de la máquina. ¿Por dónde llegamos hasta la base de la pared?
— Por ahí hay un sendero que baja hasta la playa.
— Te sigo…
El camino que tomaron serpentea por una zona en la que las rocas se alternan con tramos de barro pisado y con hierba a medio crecer, y por él descendieron con cautela hasta el nivel del mar. Luego, atravesando la playa en diagonal, se dirigieron hacia la base de la pared mientras realizaban comentarios jocosos sobre la acogida que su hazaña tendría entre sus compañeros de clase al día siguiente. No se lo van a creer, decía. Va a ser flipante, tío. Pero, a medida que se acercaban a ella y la iban examinando con mayor detenimiento, se fue instalando en sus espíritus, junto al natural respeto por la escalada que iban a realizar, un molesto y manifiesto recelo. Advirtieron entonces, con especial claridad, que la arena de la playa crujía y se quejaba bajo la suela de sus botas, y que sus cuellos y sus espaldas acusaban ya el poderoso impacto de los rayos del sol.
— No es totalmente vertical, dijo Juan Pablo para animarse. Y desde aquí abajo parece menos alta que desde arriba, aunque impone lo suyo. Yo creo que podemos subirla.
— Espera a que estemos más cerca, porque yo todavía no lo tengo muy claro.
— Podríamos iniciar la escalada por el mismo centro de la pared y tratar de alcanzar el pequeño rellano que se ve hacia la mitad de la subida.
— ¿Y luego? ¿Por dónde seguimos?
— Ya veremos si se puede continuar por la directa. O en diagonal hacia la derecha, por aquellas lajas inclinadas.
— Habrá que ver cómo se encuentra la piedra, porque parece que está bastante suelta.
— Sí. Y es posible que, cuando estemos a media pared, nos tengamos que bajar.
— Eso me temo yo. Y ya sabes tú que bajar suele ser mucho más difícil que subir…
Cuando llegaron a la base miraron hacia arriba con el gesto serio y el ceño fruncido y, durante unos momentos, mientras cada uno estudiaba los detalles de la pared con renovado interés, permanecieron en silencio. Palpaban la roca y escrutaban el murallón de arriba abajo y de derecha a izquierda, siguiendo con su imaginación todas las rutas que les parecían teóricamente practicables. Rutas que no sabían si algún otro ser humano las había diseñado y recorrido antes pero que, en sus jóvenes mentes, aparecían como posibles, como la solución al reto que se habían propuesto aquella última tarde del verano.
La mole de piedra que intentaban subir es imponente vista desde cualquier lugar. Se eleva unos treinta o cuarenta metros por encima de la playa, pero ninguno de los dos amigos se atrevió a manifestar, en aquellos momentos, la profunda turbación que le provocaba el inminente asalto. La parte superior del muro que pretendían trepar la veían lejos, muy lejos, allá arriba, pero fascinante, recortada con nitidez sobre el luminoso y lejano azul del cielo.
— Habrá que decidirse, comentó Juan Pablo, que era quien solía tomar la iniciativa cuando se enfrentaban con situaciones comprometidas.
— Espera un momento, que quiero sacar un par de fotos antes de empezar.
— Saca alguna con el mar al fondo. Para que la línea del horizonte sirva de referencia a la verticalidad de la pared.
— Ponte por ahí y mira hacia donde yo estoy, para que el sol te ilumine la cara…
Alejandro sacó varias fotos y, tras comprobar y comentar que habían quedado chulas, muy chulas, se guardó la cámara en el bolsillo superior de su vieja camisa de monte, se ajustó bien el sombrero y se apretó de nuevo, con fuerza, los cordones de las botas. Después se acercó hasta donde estaba Juan Pablo y comenzaron los dos a subir por la pared con cuidado, despacio. Juan Pablo iba por delante, abriendo la vía. Alejandro por detrás, siguiendo sus presas. Juan Pablo parecía seguro, concentrado en lo que hacía. Alejandro, sin embargo, notó en aquellos momentos una molesta e inquietante sensación a la altura del estómago…
— Las presas no están muy claras y la piedra no es de fiar. Ten cuidado que está muy rota, comentó Juan Pablo en voz alta mientras trepaba y ganaba altura metro a metro.
— Pues sube despacio y asegura bien cada paso. Siempre tres presas seguras.
— Aleks, ten cuidado con los mechones de hierba. Se salen. No te fíes de ninguno de ellos. Coge piedra.
— Debiéramos haber traído una cuerda. Y algunas clavijas para asegurarnos…
Juan Pablo, que se encontraba ya a unos quince metros del suelo, pensaba lo mismo que Alejandro, pero no quiso decírselo. Su ímpetu, su entusiasmo y sus ganas de vivir, le arrastraban con cierta frecuencia a situaciones excesivamente arriesgadas, a situaciones cuyas consecuencias no había previsto y analizado con la suficiente reflexión. Pero era de natural optimista y no gustaba de lamentarse. Era de esas personas a las que les cuesta mucho dar marcha atrás cuando se proponen alcanzar una meta y toman la decisión de llegar hasta ella. Bien es verdad que, aunque a veces pecaba de precipitado, tenía a su favor que era valiente y tenaz, muy tenaz. Y siempre se las ingeniaba para sacarle el máximo partido a las circunstancias en las que se encontraba. No era de los que pierden el tiempo con lamentaciones estériles acerca de lo que podría haber sido o de lo que se podría haber hecho. Además, ya era tarde para volver en busca de una cuerda y unas clavijas.
— Ya estoy llegando a la repisa. Hay sitio para los dos.
— Pues espera ahí quieto que yo quiero descansar antes de seguir.
— Yo ya estoy. Me he puesto de espaldas a la pared… Aleks, el panorama es espectacular… Y tenemos compañía. Hay gente mirando hacia aquí.
— Seguro que alguno pensará que estamos locos.
— Seguro. Sube con cuidado hasta aquí, porque hay mucha piedra suelta.
— Tú quieto. Ya voy…
Alejandro se reunió poco después con Juan Pablo y, tras ponerse también de espaldas a la pared y asentar sus dos pies lo mejor que pudo sobre la pequeña repisa, se limpió, con la manga derecha, las gotas de sudor que corrían por su frente. Luego se puso a mirar hacia la línea del horizonte, intentando relajar las piernas. Después dirigió la vista hacia el camino por el que habían descendido y miró hacia abajo, hacia la playa, con cierta prevención. Entonces pudo comprobar que la altura que habían alcanzado era ya respetable y que, efectivamente, dos grupos de personas se dedicaban a observarles. Cuatro individuos se encontraban situados enfrente, al borde del acantilado —unos cuantos metros por encima de ellos—, y tres más, allá abajo, sobre la misma arena de la playa de donde habían partido. Alejandro no se encontraba nada a gusto en aquella situación, pero como Juan Pablo le sugirió que sacara alguna foto —para la Historia, le dijo— él, con el único fin de satisfacer a su amigo, extrajo con cuidado la cámara de fotos del bolsillo de la camisa y se preparó para sacarlas.
Poco después, tras sacar varias fotos, Alejandro sintió que el sudor le brotaba de nuevo, esta vez con anormal intensidad y por distintas partes del cuerpo. Y que la tensión de sus muslos, en vez de relajarse, iba a más. Advirtió también entonces, con asombro y estupor, que las dos piernas le comenzaron a temblar al unísono, de manera autónoma y de una forma tal que le pareció que no podría controlarlas. Por un momento pasó por su mente la idea de gritar, y de pedir socorro, pero se contuvo y, dirigiéndose a su amigo, le dijo con voz entrecortada:
— Juanpa, estoy acojonado…
— Yo también tengo cierto canguelo, reconoció su amigo… Tenemos un buen patio aquí abajo… Pero no te preocupes que de esta salimos. Seguro que salimos. ¿Cómo ves…
— Nos hemos metido en un buen lío, le interrumpió Alejandro, que continuaba esforzándose por controlar el movimiento involuntario de sus piernas.
— Lo mejor será que nos tranquilicemos, y que busquemos una salida segura…
Juan Pablo se dedicó entonces a intentar que Alejandro se tranquilizara, y a que recobrara el control de las piernas. Luego, cuando le pareció que la situación de Alejandro había mejorado, se giró de nuevo hacia la pared para dejar de mirar al vacío y para buscar alguna salida a la comprometida situación en la que se encontraban. Desde la nueva postura miró hacia lo alto del acantilado y advirtió con sorpresa que, hacia arriba, la inclinación era mayor aún que la que habían superado desde la base hasta el lugar en el que estaban detenidos.
— La salida por arriba parece posible, pero es bastante arriesgada, comentó entonces Juan Pablo con un tono de voz que pretendía disimular su desazón. La pared se pone casi vertical. ¿Cómo lo ves tú?
— Por abajo la cosa está muy mal. No se ve bien donde habría que poner los pies. Y las presas para las manos son malas, muy malas.
— Yo tampoco veo claro un desplazamiento lateral por mi lado, hacia la derecha, añadió Juan Pablo. ¿Cómo está la pared por tu costado?
— Por la izquierda la pared acaba colgada sobre el mar. Y en la parte de abajo hay rocas. No me gusta nada…
El verano se les había pasado volando a los dos amigos, pero aquellos momentos se les estaban haciendo eternos. La situación en la que se encontraban había provocado que el nivel de adrenalina de sus cuerpos estuviera muy por encima de lo habitual y ello contribuía a que cada instante que pasaba lo percibieran con especial intensidad. A los dos, por primera vez en sus cortas vidas, les pareció que el tiempo reducía, ostensiblemente, su natural ligereza.
— No dejemos que cunda el pánico y vamos a pensar en la mejor salida.
— Ya te he dicho que por abajo está imposible.
— Pues tendremos que salir por arriba.
— Tú verás lo que haces, pero antes de moverte de aquí piénsalo bien…
Juan Pablo miró de nuevo hacia lo alto de la pared. Pensó que ese camino era la mejor salida, la opción menos mala. Quizás la única salida. Pero que tenía que concentrarse al máximo en la operación, porque era evidente que se estaban jugando la vida. Buscó entonces con detenimiento todos los salientes, recovecos y rendijas que ofrecía la pared por encima de su cabeza, hasta los más pequeños. Y, tras repasar, una y otra vez, todas las vías posibles hasta donde alcanzaba su vista, se decidió a subir.
— Aleks, no te muevas todavía. Voy a intentarlo por arriba. Yo te aviso en cuando llegue.
— Vale, tío. Pero ten cuidado.
— Descuida…
Juan Pablo tragó saliva y respiró hondo. Antes de reanudar el ascenso repasó, un par de veces, cada uno de los movimientos que había pensado realizar. Luego se decidió a abandonar la relativa seguridad de la repisa. Poco a poco, palmo a palmo, armonizando manos y pies, como si fuera un autómata, como si fuera un robot programado única y exclusivamente para adherirse a las rocas y escalar, fue ganando altura. Subía en silencio, con todas las neuronas de su joven cerebro dedicadas a sacarle el máximo partido a las posibilidades que le ofrecía la roca para adherirse a ella e ir venciendo a la implacable gravedad. Escrutaba cada saliente, lo palpaba como hace un ciego para reconocer con sus dedos los detalles de un objeto que ha llegado a sus manos, y luego tensaba sus músculos con extrema suavidad, progresivamente, sin realizar ningún movimiento brusco. Y así ascendía. Ascendía sin pensar en otra cosa que no fuera ascender pegado a la roca. Parecía que su cerebro le transmitía en todo momento las instrucciones precisas. Tranquilo. Con seguridad. Sin prisas….
— ¡Juanpa! ¿Cómo te va?, le preguntó Alejandro sin mirar hacia arriba y en un momento en el que Juan Pablo se encontraba atascado, intentando superar un paso especialmente difícil.
— ¡Juanpa! ¿Me oyes?, volvió a gritar Alejandro ante la ausencia de una respuesta de su amigo…
Juan Pablo se esforzó por no distraerse aunque, por un instante, pensó en Alejandro, en lo nervioso que estaría, solo, unos metros más abajo, en la repisa. Aguantará, dijo para sí, Aleks aguantará. Y continuó, sin responderle, concentrado en su delicada labor de superar el complicado paso que le había detenido en su ascenso. Tres presas seguras siempre. Por lo menos tres presas. Y mientras se repetía, una y otra vez, la misma idea, iba cambiando y probando: Los dos pies y la mano derecha. No, no vale… Los dos pies y la izquierda. No, así no puedo, porque aquí no hay ninguna presa… Las dos manos y el pie izquierdo bien asentados y subo un poco el derecho. Tampoco, esa presa para el pie no aguantará…
— ¡Juanpa! ¡Juanpa!, volvió a gritar Alejandro con más fuerza desde la repisa.
— ¿Qué quieres?
— ¿Cómo vas?
— Bien, voy bien. Espera tranquilo, enseguida te explico…
Ánimo, que puedes. Insiste, se dijo Juan Pablo a sí mismo. Y siguió intentándolo con aquella tenacidad inquebrantable que había manifestado desde muy pequeño y que, en buena parte, había heredado de su madre. Unos cuantos metros más abajo, Alejandro se encontraba cada vez más nervioso y ahora, sin la cercanía de su amigo, le era más difícil controlar el temblor de sus piernas. ¿Por qué tardará tanto? ¡Joder! Me estoy cansando…
Juan Pablo insistió una vez más y, tras elegir el movimiento que le pareció más idóneo para superar el atasco en el que se encontraba, levantó su pierna izquierda un par de palmos, presionó con fuerza la puntera de la bota contra una pequeña hendidura, tensó lentamente sus dos largos brazos y, con toda la suavidad de la que fue capaz, retiró su pie derecho del pequeño saliente sobre el que se apoyaba. Poco tiempo después pudo gritar con júbilo y con toda la potencia de sus dos pulmones:
— ¡Aleks! ¡Ya está!… ¡¡Estoy arriba!!… ¿¡¡Alejandro!!?…
Ni sus gritos de alborozo, ni su llamada, encontraron respuesta. Juan Pablo volvió a gritar y se concentró después en escuchar. Pero no oyó nada. Su amigo Alejandro no respondía. Pasaron así unos segundos que se le hicieron interminables y durante los cuales su alborozo había dejando paso a la extrañeza y al temor. Se quedó como en suspenso, con su mente inundada por el desconcierto y la preocupación. Y pensó en lo peor, en que su amigo se había caído. Pero no recordaba haber oído nada: ningún grito, ningún golpe. Antes de asomarse para intentar ver algo, volvió a gritar con fuerza:
— ¡Aleks! ¿Me oyes?…
En aquellos momentos Alejandro no podía responderle. No había sido capaz de esperar a que Juan Pablo terminara su escalada y se había decido a subir por su cuenta. Y, en aquel instante, en aquel preciso instante, se encontraba en el mismo paso, en el mismo delicado paso que, poco antes, había detenido el ascenso de Juan Pablo. Alejandro no podía emplear ni un átomo de atención en contestarle.
— ¡Aleks! ¿Estás ahí?…
Mientras continuaba llamándole, Juan Pablo se acercó reptando hasta el borde del acantilado y, al asomarse, pudo ver a su amigo bloqueado y sudoroso en el mismo lugar que tanto le había hecho sufrir a él. Enseguida se percató de la seriedad de la situación y, concentrándose y reuniendo todos los recursos de que fue capaz para ponerse en la piel de su amigo, le fue diciendo: Tranquilo, Aleks. Puedes hacerlo… Es más fácil de lo que parece… Busca con tu pie izquierdo una pequeña hendidura a unos dos palmos por encima de donde lo tienes. Despacio. No hay prisa… Bien, vas bien. Por ahí… Cuando la tengas, presiona fuerte y carga el peso sobre la puntera. Y cuando tengas el pie bien asentado álzate despacio. Y verás luego una buena presa para la mano, a tu izquierda… Ahora, tensa un poco los brazos y sube el pie derecho medio metro…
Alejandro fue siguiendo, paso a paso, cada una de las indicaciones que le transmitía su amigo. Se fiaba de él. Sabía que Juan Pablo era de los que se tomaba la vida en serio en los momentos importantes. Y fue ascendiendo poco a poco, sin mirar hacia abajo y sin permitir que su mente se detuviera a pensar, ni un solo segundo, en el peligro que corría. Y trepó un metro, y otro, y otro más, hasta que, por fin, llegó al lugar en donde estaba Juan Pablo con el brazo derecho bien extendido y la mano abierta.
— ¡Ánimo, que ya estás!
— ¡Joder, tío! ¡Ha sido fuerte!… ¡Muy fuerte!
— Sí. Ha sido la leche. Respira hondo y recupérate.
— Lo hemos logrado, pero…
Juan Pablo y Alejandro se fundieron entonces en un fuerte y sostenido abrazo. Luego, con las manos de cada uno sobre los hombros del otro, se miraron derechamente a los ojos, resoplaron ostensiblemente un par de veces y se dedicaron a sonreír y a realizar gestos y muecas variados que pretendían resumir, inútilmente, todo lo que habían pasado y sentido juntos en aquella pared. Después se sentaron más arriba, alejados del borde del acantilado, sobre un cercano montículo cubierto de hierba. Necesitaban recuperarse del trance vivido y disfrutar de aquel momento histórico con la mayor tranquilidad y seguridad posibles. Y encendieron un par de pitillos…
La tarde seguía preciosa. El sol aún brillaba en lo alto. Ahora sobre el Serantes. La mar se mantenía tranquila. Cerca del horizonte se divisaba, con toda nitidez, la silueta de un enorme carguero que navegaba plácidamente mostrando al sol su costado de estribor…
— Este final de verano ha sido único, comentó Juan Pablo.
— Demasiado emocionante para mí en su recta final, aseguró Alejandro mirándole sonriente, pero con cierto aire de reproche mientras soltaba al aire una nube de humo.
— Perdona el susto, pero me hacía mucha ilusión subir esta pared.
— La verdad es que nos hemos librado de una buena por muy poco.
— Mi padre suele decir —continuó Juan Pablo— que hay que tener las maletas preparadas, que hay que estar siempre preparado.
— ¿Preparado para qué?, le preguntó Alejandro con extrañeza.
— ¿¡Para qué va a ser!? Para el salto. Para el gran salto final, le contestó su amigo.
— Ah, ya… Algún día tendrá que llegar, pero parece que hoy no era nuestro día.
Entonces, Alejandro, cambiando el tono de su voz, añadió:
— ¡Juanpa! ¡A los jefes ni mú!
— Descuida Aleks, ni mú.
— Y a las tías tampoco.
— Tampoco. Esto queda entre tú y yo.
— ¿Y las fotos? ¿Qué hacemos con las fotos?
— Pásalas a papel y las borramos de la memoria. Luego las guardamos en lugar seguro, para la historia…
por Eduardo Arquer | 1 Jul, 2010 | Postcomunión Historias de la Biblia
El santo patriarca Abraham es el padre del pueblo escogido por Dios; en él comienza la historia de la intervención amorosa de Dios para la salvación de la humanidad entera de las tremendas consecuencias del pecado original cometido por nuestros primeros padres Adán y Eva.
Su nombre era Abrám y procedía de la ciudad de Ur de Caldea, situada a la derecha del río Eúfrates, en donde se adoraba a la luna bajo el nombre de diosa “Sim”
El Señor se fijó en Abrám de un modo muy especial y le eligió para realizar una misión importantísima. Todo empezó un día cuando le dijo estas palabras: “Sal de tu tierra, de la casa de tu padre y de tus parientes, y ve a una tierra que yo te mostraré. Yo te haré padre de un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra”
Abrám, obedeciendo a Dios, tomó a su mujer que se llamaba Sarai y a su sobrino que se llamaba Lot, así como al resto de su familia y todos sus rebaños y ganado. Salieron para la tierra de Canaán, muy lejos de donde él vivía. Cuando llegaron, dijo Dios a Abrám: “Esta es la tierra que daré a tus descendientes”
Pero un hambre muy grande en aquel lugar obligó a Abrám a marchar a Egipto, en donde consiguió mejorar en ganado y riquezas. Luego regresó a Canaán y dio gracias a Dios.
Su sobrino Lot también se había enriquecido en Egipto e igualmente tenía rebaños, ganado y tiendas.
Se dieron cuenta Abrám y Lot de que no podían vivir juntos por ser mucha su hacienda, así que acordaron repartirse el territorio. Abrám, generosamente, dejó que Lot eligiera primero y este escogió lo que a primera vista parecía mejor: toda la vega del Jordán que era fértil como el Paraíso. Abrám se dirigió hacia el lado contrario.
Lot asentó su campamento cerca de la ciudad de Sodoma, cuyos habitantes eran muy malos y pecadores ante Dios.
Después, dijo Dios a Abrám: “Alza tus ojos desde donde estás y mira hacia todas partes. Toda esa tierra que ves te la daré yo a ti y a tu descendencia para siempre, y haré tu descendencia tan incontable como el polvo de la tierra” Y Abrám creyó en El Señor y se instaló allí agradecido a Dios por esta gran promesa.
Pero los reyes de otros pueblos cercanos presentaron batalla contra los reyes de Sodoma y Gomorra, los cuales fueron vencidos fácilmente. También Lot fue hecho prisionero con todos sus bienes. Cuando Abrám se enteró, reunió enseguida a todos los hombres a su servicio capaces de luchar con la espada y consiguió trescientos dieciocho hombres, saliendo al rescate de su querido sobrino. Pronto los encontró y, esperando que llegara la noche, ordenó el ataque y los cogió por sorpresa logrando rescatar a Lot con todos sus bienes y con su familia. Al regresar triunfante, le salieron al encuentro para felicitarle el rey de Sodoma y el rey de Salem —Z— , que era sacerdote y se llamaba Melquisedec; este realizó una ofrenda de pan y vino al Señor en acción de gracias, y bendijo a Abrám diciendo: “Bendito Abrám del Dios altísimo, el Dueño de los cielos y la tierra, y bendito el Dios altísimo que te ha dado la victoria” Abrám, agradecido a Dios, entregó a este sacerdote la décima parte del botín que había conseguido con esta victoria.
En las lecturas de La Santa Misa se recuerda la ofrenda de Melquisedec cuando el sacerdote ofrece el pan y el vino que serán el cuerpo y la sangre de Cristo.
Como Abrám, más adelante el pueblo de Israel, tomaría la costumbre de ofrecer a Dios una parte del botín obtenido tras las batallas victoriosas.
Después habló Dios a Abrám en otra visión y le dijo: “No temas Abrám; yo soy tu escudo; tu recompensa será muy grande” Abrám le contestó: “¿Qué vas a darme Señor? No tengo hijos que puedan heredar mis bienes; serán mis criados quienes reciban la herencia” Pero enseguida Dios lo sacó fuera en la noche y le dijo: “Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas; así de numerosa será tu descendencia” Y Abrám creyó.
Al ver Sarai, la mujer de Abrám, que no tenía hijos le dijo un día: “Como Dios me ha hecho estéril toma a mi esclava egipcia, Agar, a ver si por medio de ella puedo tener hijos” Abrám así lo hizo y Agar concibió un hijo en su seno. Orgullosa, miraba con desprecio a su ama Sarai, pero esta se lo manifestó a Abrám el cual le dio permiso para que la corrigiera.
En aquellos tiempos tan antiguos, Dios permitía que si uno no tenía hijos, pudiera tomar a una esclava para asegurar su descendencia, pero la verdadera mujer seguía siendo la primera. Hoy no podemos admitir que haya esclavos porque Jesucristo nos enseñó que todos los hombres somos hijos de Dios, e iguales en dignidad.
Agar fue corregida por Sarai, pero se molestó muchísimo y huyó al desierto. Allí un ángel del Señor se le apareció y le dijo: “Vuélvete a tu señora y humíllate bajo su mano, Yo multiplicaré tu descendencia que por lo numerosa no podrá contarse. Tendrás un hijo y le llamarás Ismael”
Más adelante, Dios dijo a Abrám que no solo le haría padre de un pueblo, sino de una muchedumbre de pueblos, y le cambió el nombre de Abrám, que significa “mi Dios es excelso” por el de Abraham, que significa “padre de la muchedumbre” El Señor le dijo también: “Yo establezco contigo y con tus descendientes mi pacto eterno de ser vuestro Dios, y os daré en posesión para siempre, este país, la tierra de Canaán. Tú y tu descendencia guardad mi pacto: circuncidad todo varón y esa será la señal de mi pacto entre Mí y vosotros”.
Desde entonces la circuncisión quedó como la señal externa de pertenencia al pueblo escogido por Dios (Israel).
Y añadió: “Y Sarai, tu mujer, se llamará Sara, pues la bendeciré y te daré de ella un hijo a quien llamarás Isaac. También bendeciré a Ismael, el hijo de la esclava Agar y a sus descendientes, pero mi pacto lo estableceré con Isaac, el que te nacerá de Sara el año que viene por este tiempo”.
Ismael cuando fue mayor tomó por mujer a una egipcia y tuvo 12 hijos.
Otro día en que estaba Abraham sentado a la puerta de su tienda se le apareció Dios en forma de tres personajes varones que se detuvieron delante de él. Uno de ellos era Dios y los otros eran dos ángeles. Abraham se postró ante ellos e hizo preparar una comida digna de tan honorables huéspedes, y se sentó con ellos mientras comían. Entonces Dios le recordó que su mujer, Sara, tendría un hijo para el año siguiente. Pero Sara, que estaba dentro de la tienda oyendo la conversación, se rió porque pensaba que eso para ella era imposible pues era bastante vieja. Dios preguntó a Abraham: “¿Por qué se ha reído Sara? ¿Hay algo imposible para Mí?” Sara temerosa dijo: “No me he reído” Pero Dios le dijo: “Sí te has reído” (a Dios no se le puede engañar porque lo sabe todo).
Después, los visitantes se dirigieron hacia Sodoma y Abraham quiso acompañarles un trecho.
Cuando se acercaban a Sodoma le dijo Dios: “El clamor de Sodoma y Gomorra ha crecido mucho y su pecado se ha hecho extremadamente grave, voy a bajar para comprobar si sus obras son tan malas y es cierto este clamor que ha llegado hasta mí”
Los dos ángeles se encaminaron a Sodoma mientras Abraham permanecía de pié delante de Dios que esperaba. Entonces, temiendo que Dios enviara un terrible castigo a estas ciudades, se atrevió a preguntarle: “¿Pero vas a exterminar a la vez al justo con el malvado? Si hubiera 50 justos en la ciudad ¿no perdonarías al lugar por los 50 justos? Lejos de ti obrar así, matar al justo con el malvado y tratar a los dos igual. El juez de toda la tierra ¿no va a hacer justicia?”
Y le dijo Dios: “Si encuentro 50 justos en Sodoma perdonaría por ellos a todo el lugar”
Prosiguió Abraham y dijo: “No te enojes mi Señor, si de los 50 justos faltaran 5 ¿destruirías la ciudad?”
Y le contestó: “No la destruiría si hallo 45 justos”
Insistió Abraham todavía y dijo: “¿Y si se hallasen allí 40?”
Contestó Dios: “”También lo haría por 40”
Volvió a insistir Abraham:” No te incomodes, Señor, si hablo todavía: “¿Y si se hallasen allí 30 justos?”
Dios repuso: “Tampoco lo haría si se hallasen 30”
Volvió a insistir: “Señor, ya que comencé: ¿y si hubiera 20 justos?”
“No lo destruiría por los 20”
Abraham bajó todavía más hasta llegar a 10, pero no había ni 10 justos en aquellas ciudades.
Vocabulario
Botín: Despojo que se concedía a los soldados tras la victoria
Clamor: Grito, voz, queja.
Concebir: Engendrar en su vientre
Excelso: Muy elevado, muy alto.
Hacienda: Conjunto de bienes y riquezas que tiene una persona.
Heredar: Recibir los bienes y derechos que pertenecían a los padres o a otras personas.
Huésped: Persona que es recibida o alojada en una casa ajena.
Humillarse: Someterse a otro.
Muchedumbre: Abundancia, multitud de personas.
Pacto: Compromiso, alianza entre personas.
Patriarca: Padre venerable de una gran familia
Vega: Tierra baja bien regada y fértil.
Para la catequesis
- ¿Qué virtudes aprecias en Abraham?: (La fe: Cree siempre en lo que le dice Dios. La obediencia: Hace lo que Dios le pide. La generosidad: Deja lo mejor para su sobrino Lot. La valentía: Acude al rescate de su sobrino Lot arriesgando su vida y la de sus hombres. La compasión: Pide misericordia para Sodoma…)
por Luis M. Benavides | 1 Jul, 2010 | Catequesis Metodología
Decididamente en el tema de la iniciación en la oración de los niños pequeños, los padres y demás familiares cercanos desempeñan un papel fundamental. Hasta diría que sin su participación, los intentos de iniciarlos en el camino de la fe son muy arduos; sobre todo, en los primeros años de vida.
Toda la familia, especialmente, los papás, tienen un rol y un protagonismo indelegable, ya que para muchos de los niños, ellos son un reflejo de la imagen de Dios. Muchos papás sienten que sus hijos son un especial regalo que Dios les confió. La base de la oración de los niños está dada más por una relación personal con su Dios que por fórmulas u oraciones; relación que se palpa y contagia desde pequeños por la actitud de sus padres.
Al comienzo, los padres podrán —nada más y nada menos — que rezar por sus hijos. Al poco tiempo de nacidos, paulatinamente tendrán ocasiones de ir iniciando a sus hijos en el camino de la oración, hasta que los niños ya estén capacitados para compartir la oración con los adultos y hacer por ellos mismos oración.
Desde la concepción hasta la llegada del bebé a casa
Hay muchas parejas que, en sus deseos de tener hijos, incluso antes de haber concebido alguno, oran por el niño que va a venir. Es muy gratificante y formativo que esta oración por el niño que va a venir sea compartida por todos los miembros de la familia: hermanos, abuelos, primos, etc.; aprovechando las distintas ocasiones en que la familia se reúne.
El embarazo puede convertirse en una hermosa ocasión para rezar por el niño que está por nacer, especialmente las mamás que sienten la vida nueva en su seno, incluso tratándose de embarazos no deseados. Esta oración sincera, sanadora y plenificante, asocia al bebé a esa misma plegaria. Muchos papás tienen la bella costumbre de orar colocando las manos sobre el vientre de la mamá y elevando juntos sus plegarias. La gestación, el embarazo y hasta el parto son para la mamá experiencias únicas, susceptibles de originar un intenso contacto con Dios (aunque sea para ofrecer a Dios los dolores del parto por su hijo o por alguien que necesite de oración). Es hermosa y emocionante la sensación de saber que se espera a un hijo de Dios.
Todo niño que nace (cualquiera sean las circunstancias de su nacimiento) es un regalo de Dios y un motivo para orar, aun en situaciones difíciles; por ejemplo, pidiendo fuerzas para aceptar y sobrellevar lo que se presenta. En ese sentido, la presencia orante silenciosa, auxiliadora y siempre atenta de la Virgen María puede ser un motivo de consuelo y fuerzas para seguir adelante.
Asimismo, la oración de la pareja en favor de su hijo tiene repercusiones sobre las relaciones que ellos mantienen con Dios y sobre su propia oración. Estos momentos de oración personal y familiar, se enriquecen extraordinariamente cuando participan los hermanos y hermanas. Es muy importante que los hermanos, de acuerdo a su edad y sin forzarlos, puedan expresar sus oraciones por el hermanito/a que está por nacer. Estas oraciones pueden ser espontáneas o dirigidas por los papás. Pueden enriquecerse con otras formas de expresión, que tanto gustan a los niños, como el dibujo, el modelado, el canto, los gestos.
¡Qué gratificante es ver a un niño haciendo oración de agradecimiento a Dios —a través de un dibujo — por su hermanito que va a venir, para ofrecérselo a Dios, en algún templo o directamente en su casa frente a una imagen! Así, podemos ir ideando formas creativas y sencillas de rezar en familia, junto a nuestros niños. La llegada de los hijos es una fuente de bendiciones y alegría para todos los miembros de la familia.
«Los padres de familia son los primeros educadores en la fe. Junto a los padres, sobre todo en determinadas culturas, todos los componentes de la familia tienen una intervención activa en orden a la educación de los miembros más jóvenes. Conviene determinar, de modo más concreto, en qué sentido la comunidad cristiana familiar es “lugar” de catequesis…
»La familia como “lugar” de catequesis tiene un carácter único: transmite el Evangelio enraizándolo en el contexto de profundos valores humanos. Sobre esta base humana es más honda la iniciación en la vida cristiana: el despertar al sentido de Dios, los primeros pasos en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación en el sentido cristiano del amor humano, concebido como reflejo del amor de Dios Creador y Padre. Se trata, en suma, de una educación cristiana más testimonial que de la instrucción, más ocasional que sistemática, más permanente y cotidiana que estructurada en períodos. En esta catequesis familiar resulta siempre muy importante la aportación de los abuelos. Su sabiduría y su sentido religioso son, muchas veces, decisivos para favorecer un clima verdaderamente cristiano.»
Directorio General para la Catequesis, n. 255
(De la Serie «Iniciación en la oración», columna 2.ª)
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por Chiara Lubich | 20 Jun, 2010 | Novios Artículos temáticos
Cuando Dios creó el género humano plasmó una familia. Cuando el Autor sagrado quiso manifestar el ardor y la fidelidad del amor de Dios hacia el pueblo elegido, se sirvió de símbolos o analogías familiares. Cuando Jesús se encarnó, se rodeó de una familia y cuando comenzó su misión en Caná, estaba en las bodas de una nueva familia.
Son sencillas constataciones que revelan lo importante y valiosa que es la familia en el pensamiento de Dios. Él no solo le ha dado una gran dignidad, sino que ha querido que sea “a Su imagen”, entrelazándola con el misterio de Su misma vida, que es Unidad y Trinidad de Amor.
Por lo tanto, un gran designio sostiene la familia y la pone tras las huellas de la Santa Familia de Nazaret. La familia, lugar de un amor que va y vuelve, de comunión, de fecundidad y ternura, es signo, símbolo y tipo de cualquier otra forma de humanidad asociada.
No es retórico afirmar que la familia es el primer bien social. En la gratuidad cotidiana que da sentido y valor a sus funciones de generación y educación, la familia introduce en el tejido social ese bien insustituible que es el capital humano, poniéndose de esa manera come recurso eficaz de la humanidad. Pero no solo esto. La familia sabe abrir casa y corazón a los dramas que sufre la sociedad y sabe llevar el calor familiar allí donde las estructuras e instituciones, aun con toda la buena voluntad, no pueden llegar.
Pero si es grande su designio, igualmente grande tiene que ser el compromiso para llevarlo a cabo. Hoy, más que nunca, vemos que la familia manifiesta al mundo su fragilidad. Vemos esposos que, ante las primeras dificultades de la vida en pareja, dejan de creer en el amor que se tenían. Vemos hijos que, privados de la cercanía de unos padres unidos, encuentran dificultad para alzar el vuelo hacia un futuro comprometido. Vemos ancianos que, alejados del núcleo familiar, han perdido su ciudadanía y su identidad.
Hoy más que nunca la familia tiene que ser amada, protegida y sostenida. Es necesario, no dejar de acudir nunca, al designio originario de la familia, que la ve unida caen un ‘para siempre’ que la consolida y la realiza. Es necesario llenar de significado la vivencia familiar con una espiritualidad de comunión, inherente a la familia, pequeña comunidad de amor. Son necesarias corrientes de opinión fundadas sobre los valores, y políticas familiares adecuadas.
Este es el ardiente deseo que pongo en las manos de María Santísima, sede de la sabiduría y ama de casa, para el bien de la familia hoy y para la realización de toda la familia humana.
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Mensaje de Chiara Lubich por la celebración de la familia
Madrid, 30 diciembre 2007
por Producciones Valivan | Mi casita sobre roca | 20 Jun, 2010 | Despertar religioso Historias de la Biblia
Presentamos la parábola de la oveja perdida en el capítulo de la serie audiovisual «Mi casita sobre la Roca». Las canciones, marionetas y personajes hacen de este un material idóneo para niños en sus primeros pasos de iniciación cristiana y en la preparación de su Primera Comunión.
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La parábola de la oveja perdida – Primera parte
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La parábola de la oveja perdida – Segunda parte
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Texto de la parábola en los evangelios sinópticos (Mateo 18, 12-14)
¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.
Texto de la parábola en los evangelios sinópticos (Lucas 15, 3-7)
Entonces les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido.»» Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.
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Mi casita sobre la roca – Producciones Valivan
por Alfredo Alonso-Allende Yohn | 20 Jun, 2010 | Primera comunión Cuentos
Os presentamos este precioso cuento con el que pueden tratarse los valores de amistad, desprendimiento y generosidad. Aunque lo incluimos en la sección de Primera comunión, es muy adecuado también para poscomunión y confirmación.
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I
Verano de 2005. Mundaka.
Son las cuatro de la tarde del viernes 12 de agosto de 2005 y, como todas las tardes a la misma hora, don Antonio Orobengoa sale del puerto de Mundaka en su pequeño bote de madera. Don Antonio frisa ya los ochenta y rema siempre con todo el cuerpo –piernas, espalda, brazos y manos- con un ritmo lento y cadencioso, procurando que la proa de su bote ataque bien las olas y enfile en todo momento hacia isla de Izaro. Siempre va hacia la isla porque allí se encuentra el caladero por el que suelen andar y cebarse los chipirones.
Don Antonio, que lleva ya muchos años veraneando en Mundaka, conoce muy bien los secretos de la Ría de Mundaka en cuya bocana se encuentra el pequeño pueblo pesquero que le da nombre. Y es bien sabido en el pueblo que él es de los que más saben sobre la vida y las costumbres de los chipirones. Chipirones que, año tras año, se acercan en verano hasta las templadas y claras aguas que bañan la isla de Izaro.
Don Antonio también conoce y disfruta con la pesca de anzuelo, y la practica con frecuencia, pero él siempre ha preferido el engaño sutil de la potera. De la potera tradicional, la de plomo con forma de huso, la que suele estar recubierta con hilos de colores vistosos y unida por uno de sus extremos al sedal que sujeta el pescador. Del otro extremo, del que queda más cerca del fondo, surgen unas finas púas de acero que salen juntas del huso como los chorros de agua de una fuente y se abren y curvan luego hacia el cuerpo de la potera, hacia arriba, de forma que sus puntas quedan siempre mirando hacia la superficie de las aguas cuando el plomo cuelga del sedal.
A don Antonio le gusta más la pesca con potera porque es más sutil y menos violenta que la pesca con anzuelo. La pesca con potera es un arte difícil de aprender. Requiere un talante especial. Un talante paciente, delicado y atento. Y gran capacidad de concentración. Y requiere también experiencia, mucha experiencia, porque para atraer a los chipirones hay que aprender a mover la potera tirando del sedal con soltura, arriba y abajo, a un lado y a otro, con un ritmo siempre nuevo, siempre cambiante, pero con suavidad, sin brusquedades, y con una bien estudiada elegancia, para seducirlos así con mimo, con delicadeza, sin asustar nunca a ninguno de los chipirones que puedan merodear cerca del engaño. En esta pesca hay que estar siempre muy atento para notar enseguida ese ligero aumento de resistencia en el sedal que se produce cuando el bicho atrapa con sus tentáculos el engaño de colores, se cuelga y se engancha en las púas. Porque si al chipirón no se le sube enseguida, en cuanto se cuelga y engancha, él mismo se zafa de las púas y suelta una nube de tinta negra muy densa y huye, se larga lejos, volando. Volando y dejando tras de sí unos regueros de tinta que sus congéneres advierten enseguida y emprenden también la huida. Y, cuando esto ocurre, cuando se escapa un chipirón de la potera y suelta su chorro de tinta, hay veces en las que no se acerca ningún otro chipirón en todo el día. Un verdadero desastre.
Todos los días del verano, Don Antonio se entretiene, descansa y disfruta con la pesca del chipirón. Pesca con la mente centrada en la potera, como si la estuviera viendo moverse en los fondos marinos, pero deja siempre que su mirada divague, distendida y serena, por los relieves de la costa y por la superficie del mar. Y allí, en la mar, él solo, mientras procura atraer a los chipirones moviendo el aparejo con suavidad, arriba y abajo, siente un placer especial. Un placer que adquiere un matiz de peculiar emoción cada vez que algún chipirón entra al engaño y él nota que el bicho se ha colgado. Placer que va creciendo mientras recoge el sedal y sube la pieza con una estudiada velocidad, sin parones, que harían que el chipirón se soltara. Placer que se convierte en sonriente satisfacción cuando, por fin, tras una última y bien calculada brazada, alcanza la potera con los dedos índice y pulgar de su mano derecha y los introduce, potera y chipirón, dentro del bote para, sin solución de continuidad y mediante un habilidoso giro de muñeca, depositar al cefalópodo con sumo cuidado en la cesta de pesca. Allí el animal se queda como aplanado, pegado al mimbre, y muere enseguida, porque sus afanes por aspirar el agua de mar son siempre escasos e inútiles.
Don Antonio también disfruta después, al anochecer, cuando llega a casa con sus chipirones recién pescados. Allí los limpia concienzudamente en la cocina y prepara una salsa densa y sabrosa con la tinta que extrae de su interior. Él siempre añade a la tinta aceite de oliva, algo de ajo y un poco de harina, para darle consistencia, suele decir. Y lo macera todo muy bien en una especie de crisol de barro que hace tiempo que hizo suyos los colores de la tinta. Y, obviamente, después de hacer los chipirones, don Antonio disfruta degustándolos durante la cena, bien acompañados de un Rioja y pan de hogaza. Porque, a pesar de su edad o, quizás por ello, don Antonio tiene un paladar muy fino y, gracias a Dios, todavía goza de buenas digestiones. Cuando pesca suficientes chipirones, don Antonio siempre se hace una cazuelilla por las noches pero, sí saca más de los que necesita para su cazuela o alguno especialmente grande, los utiliza como carnada para las corvinas.
Porque a don Antonio también se le dan bien las corvinas. Conoce, y muy bien por cierto, el carácter, las costumbres y los gustos de estos grandes peces. Las busca cuando se desperezan y salen de sus cuevas para comer, a última hora de la tarde, mientras cae el sol. Y utiliza como carnada las barbas de los chipirones recién sacados del mar, o trozos de sus cuerpos cortados en pequeñas tiras. Lo hace siempre así porque tiene bien experimentado que la corvina grande entra siempre al chipirón fresco. Y lo hace con irresistible voracidad. Sabe también don Antonio que la corvina es un pez astuto, que sabe latín –dice-, porque con mucha frecuencia se acerca al anzuelo y se lleva la carnada con los labios sin apenas rozar el anzuelo. Es un pez fuerte y, cuando se engancha, se resiste con tal poderío y con tanto denuedo, que no es nada fácil dominarlo e izarlo hasta el bote. Si a la corvina no se la trabaja bien y no se la iza con suficiente cuidado, fácilmente rompe el aparejo o se desgarra la boca, y escapa.
II
Hoy viernes hace calor en la mar y los chipirones no han acudido a la potera de don Antonio como otros días. A media tarde, al llegar la hora de las corvinas, sólo ha conseguido sacar cinco y de los pequeños, de un tamaño como su dedo pulgar. Y al bueno de don Antonio se le ha planteado un serio dilema: Me vuelvo al puerto ya y me hago una cazuelita con los cinco o los utilizo e intento pescar una corvina para Paco.
Paco es un viejo marinero amigo suyo con el que se encuentra todos los días cuando vuelve de pescar. De él aprendió casi todo lo que sabe sobre la mar y sobre la pesca. Y sabe que está delicado, muy delicado, que tiene una enfermedad progresiva e incurable, y que su estómago apenas acepta un poco de pescado blanco, pollo hervido, jamón de York y compota de manzana. Los médicos le han dicho que se cuide, que no se mueva mucho, pero él sigue acercándose al puerto con notable esfuerzo, todos los días, al caer la tarde, para ver a los pescadores que regresan. Le gusta cruzar con todos ellos algunas palabras. Y don Antonio siempre le regala la mejor corvina que coge.
III
Don Antonio se decidió por su amigo Paco. Le sacaré una bonita corvina para su cena. Y se acercó entonces a la zona donde las pesca y echó el ancla por allí. Cogió luego uno de los chipirones recién pescados y le arrancó las barbas con cuidado. Y cortó también el cuerpo con su navaja en varias tiras. Después ensartó la carnada minuciosamente en un anzuelo y lo dejó caer suavemente junto a la borda de su bote mientras soltaba el sedal con desenfadada maestría, como quien hace algo rutinario y bien sabido.
Mas esa tarde tampoco le fue propicia a don Antonio con los peces, porque las corvinas entraban, pero no se enganchaban y le robaban la carnada. Y pronto tuvo que utilizar, con pena, un segundo chipirón. Y, más tarde, un tercero. ¡Adiós cazuela! -pensó don Antonio-. Pero insistió. El que insiste vence. Me quedan dos chipirones y tengo que sacar al menos una corvina para Paco.
Las corvinas continuaron picoteando nerviosas. Tocaban el aparejo o robaban el cebo, pero ninguna se enganchaba. Era casi de noche, y apenas le quedaban dos tiras del último chipirón, cuando notó que algo grande, muy grande, había mordido y enganchado el anzuelo. Concentró entonces don Antonio todos sus sentidos en la operación y fue tirando y aflojando el sedal con sumo cuidado, con la maestría que le había dado la experiencia. Y se encomendó a todos los santos para que le ayudaran a sacar la pieza que intuía que era mayor de lo normal. Y al final, tras una larga y concienzuda pelea, don Antonio pudo sonreír satisfecho. Había sacado una hermosa corvina. ¡Menudo bicho! Debe pesar más casi cinco kilos. Y se ha tragado el anzuelo hasta dentro. Seguro que tenía atemorizadas y nerviosas a todas las demás.
IV
Tras recoger los aparejos e izar el ancla, don Antonio enfiló su bote hacia la bocana del puerto de Mundaka con la grata sensación de haber cumplido con creces un deber de amistad. Mientras remaba y se acercaba al puerto giraba la cabeza cada poco tiempo, sin dejar de remar, para ver si descubría la silueta de su amigo Paco junto a las escaleras, sentado en el banco de piedra, donde solía encontrarlo todos los días. Más de una vez pensó que quizás era tarde para Paco, y que se habría ido a casa.
Pero Paco sabía que don Antonio no había regresado de la mar y allí estaba él, en el banco, como todos los días, esperándole.
¿Qué tal, don Antonio? ¿Cómo ha ido el día?… Así, así. Te traigo una corvina preciosa… Gracias, muchas gracias. ¿Cuántos chipirones han caído hoy?… Pocos. Justo para una cazuela pequeña. Ha sido un día raro… Sí. Demasiado calor. Y la presión ha subido mucho. ¿Tendrás hambre, no?… A estas horas siempre tengo un hambre de lobo… Pues vamos pa casa que es tarde… Vamos… Yo -dijo Paco mientras se dirigían al pueblo- en cuanto llegue, le daré la corvina a Lucía para que me la prepare… Tu nieta Lucía vale mucho. Es una joya. ¡Y es guapa como pocas!… Si, vale mucho, repitió Paco. Y añadió: Y me quiere mucho… Y a mí, exclamó don Antonio. Y, la verdad es que yo también la quiero a ella…
Los dos pescadores, como todos los días, caminaron lentamente de vuelta a casa y, mientras charlaban acerca de ellos y de los sucesos de la jornada que estaba terminando, don Antonio, como solía hacer, con cierta frecuencia, desde hacía ya unos meses, le preguntó a su amigo Paco: ¿Cómo va lo tuyo?… Así, así, le contestó. Hoy, en cuanto termine de cenar, me voy a la cama, porque la verdad es que no me encuentro muy católico.
V
Pero Paco no se pudo acostar tan pronto como le pedía el cuerpo porque su nieta Lucía, al abrir la corvina para limpiarla, lanzó un grito de asombro que se oyó por toda la casa: ¡¡Abuelo!! ¡Ven! ¡Mira! ¡Mira lo que he encontrado dentro del pez!… ¡Parece un rubí!…
Y efectivamente, era un rubí. Pero no un rubí cualquiera, sino un rubí enorme, precioso, un rubí por el que algunas personas pagarían millones de euros. ¡Somos ricos, abuelo, somos ricos!, dijo la nieta mientras daba brincos de alegría alrededor de su abuelo.
Más Paco, el viejo Paco, que también sintió el tirón del rubí, se quedó un momento en silencio y luego comentó: No, Lucía. No es nuestro. La piedra esa es de don Antonio. Le pertenece a él. Él ha pescado la corvina y me la ha regalado, pero el rubí le pertenece a él.
Paco, tras dejar bien clara su decisión y luego de comentar el extraño suceso con su nieta se fue a su cuarto, dejó el rubí encima de la mesilla de noche y se dedicó a cavilar durante un buen rato. Y llegó a la conclusión de que había que devolverle la piedra preciosa a su amigo cuanto antes, no fueran a caer en la tentación de quedársela. Pero no podía devolvérsela directamente, porque sabía que don Antonio no se la iba a aceptar. Así que pensó que podía meter el rubí en el interior de uno de los pollos que le traían sus hijos cuando venían a verle todos los fines de semana, y llevárselo luego a don Antonio antes de comer, como hacía todos los sábados. Mañana es sábado y vendrán con los pollos…
VI
Aquella noche del viernes, tras guardar el rubí con cuidado en el cajón de la mesilla, Paco se acostó. Se acostó tarde pero sereno, muy sereno, y especialmente contento. Una gran paz y una placentera sensación de felicidad le inundaba todo su ser en aquellos instantes. Y concilió el sueño muy pronto, y durmió divinamente. Y el sábado, a eso de las ocho, se despertó descansado y con una percepción nueva de su cuerpo. Una percepción nueva y muy agradable. No le dolía nada el estómago y se notaba con mucha más vitalidad de la habitual. Y con hambre, con mucha hambre. Y con enormes ganas de vivir.
Paco era un hombre realista y práctico, y pronto superó el lógico desconcierto que le produjo su nuevo estado de salud. Así que decidió levantarse de la cama, se aseó canturreando con alegría y salió de casa para asistir a la Misa de nueve, como hacía siempre a diario cuando estaba sano. Y allí, en la iglesia, dio gracias a Dios por lo que parecía una radical mejoría en su estado de salud. Luego se desayunó en casa con mucho apetito, le comentó a Lucía que se encontraba bien y le ayudó a recoger y ordenar la cocina. Después sacó su silla hasta la puerta y se quedó allí sentado esperando a que llegaran sus hijos con los nietos y los pollos.
Y, por fin llegaron. Llegaron sus hijos con toda la chiquillería. Y, tras los saludos y besos de rigor, a peques y a mayores, Paco preguntó por los pollos con más interés e ilusión que otras veces. Se le veía expectante y nervioso mientras seguía a su hija Elena camino del coche. Y en cuanto su hija le dio los pollos y los tuvo en sus manos, tras darle las gracias casi sin mirarle pero con mayor sentimiento que el habitual, se dirigió rápido a la cocina y allí los miró todos, despacio, y escogió el mejor, el que le pareció más sabroso. Lo agarró luego por las patas, lo acercó con resolución hacia su cuerpo, como si quisiera evitar que alguien se lo arrebatara y se lo llevó a su dormitorio mientras decía a Lucía que guardase los demás en el frigorífico.
Ya en su cuarto, con sumo cuidado, introdujo el rubí en el interior del pollo y salió para decirle a Lucía que por favor se lo llevara pronto, cuanto antes, a su amigo Antonio.
VII
Cuanto volvió Lucía, se fueron todos juntos de paseo y acabaron almorzando en un restaurante al aire libre. Y Paco comió como uno más, con muy buen apetito, como una corvina pensaba él, y todos -hijos, hijos políticos y nietos- estaban asombrados del cambiazo que había dado el abuelo en tan poco tiempo. Especialmente Lucía, que se dedicaba a cuidarle desde que enfermó hacía ya un par de años. No acababan de creerse lo que veían. ¿No será esa mejoría la que suele darse en muchas personas enfermas poco antes de la muerte? Ayer por la tarde estaba fatal.
Pero Paco no daba ninguna sensación de estar fatal. Todo lo contrario. Parecía más bien el fornido y afable marinero de antaño. Con buen color, dicharachero y guasón, sin ofender nunca a nadie, hablaba con todos y se preocupaba por cada uno. Y mostraba una habilidad especial para percatarse y hablar de lo que les interesaba a cada uno de sus nietos cada vez que se acercaban hasta él.. Y tenía ingeniosos detalles de cariño para con sus hijos, yernos y nueras. El abuelo es, otra vez, el de antes. ¿Te encuentras bien abuelo? ¿Quieres algo? ¿Qué te apetece? Nada, hijos nada. No quiero nada. Estoy muy bien con vosotros. Viéndoos a todos juntos, sanos y en armonía, yo soy feliz. Contadme cosas. ¿Cómo ha ido la semana? ¿Qué habéis hecho?
Y cada uno fue contando sus historias entre bromas y veras hasta que, a media tarde, Paco carraspeó, se puso un poco serio, interrumpió la conversación y les hizo una petición que parecía casi una orden: Ahora, cuando volvamos a casa, me dejáis, por favor, en el puerto. Quiero estar allí antes de que don Antonio regrese de pescar.
VIII
Don Antonio también era un hombre honrado, que hacía ya tiempo que había dejado la presidencia de varias empresas y optado por una vida sencilla, sin las complicaciones y las inquietudes que traen consigo la avaricia y las riquezas, y, en cuanto abrió el pollo aquel sábado a mediodía y se encontró el rubí en su interior, pensó que él no debía quedárselo, que el rubí le pertenecía a su amigo Paco. Y que, además, le vendría muy bien, porque sabía que andaba muy justo con su pensión. Y pensó en cómo devolvérselo, porque sabía que Paco no aceptaría el rubí si se lo entregaba directamente. Así que estuvo dándole vueltas a la cabeza hasta que se le ocurrió introducirlo en una de las corvinas que pescara aquella misma tarde. La que pescaría para Paco.
Y por la tarde, como todas las tardes, don Antonio salió temprano, a las cuatro, a pescar. Salió en busca de los chipirones con el rubí bien protegido y guardado en uno de los bolsillos del pantalón. Y sacó muchos chipirones, bastantes más que otros días. Y en cuanto el sol comenzó a declinar, se trasladó con prisa hasta la zona de las corvinas. Y, una vez allí, echó el ancla, preparó la carnada, la ensartó en el anzuelo y se dispuso para la faena. Y sacó también muchas corvinas, muchas más que las que sacaba habitualmente. Y, cuando llegó la hora de volver, recogió los aparejos con mayor rapidez que la habitual, eligió luego con esmero la corvina más hermosa e introdujo el rubí en su interior con sumo cuidado. Lo introdujo primero con los dedos, delicadamente, y después lo empujó con suavidad, despacio, una y otra vez, mediante una pequeña pieza de madera, hasta que se convenció de que el rubí se quedaba bien fijo en el fondo de la corvina. Después subió el ancla rápidamente y regresó al puerto en busca de Paco.
IX
Paco, mientras esperaba, estuvo pensando en cuál habría sido la reacción de su amigo Antonio al encontrarse el rubí dentro del pollo. Porque seguro que se lo ha encontrado. Todos los sábados, siempre que le regalo un pollo, lo abre, lo limpia bien y lo trocea. Y se lo fríe luego con cebolla y tomate. Y después se lo come a mediodía acompañado con pimientos del piquillo. Porque Antonio siempre ha sido un tipo de morro fino.
Cuando don Antonio se acercó a la escalerilla se asombró de que Paco estuviera de pie, charlando amigablemente con los que habían llegado al puerto antes que él. Y le preguntó: pero Paco, ¿qué has hecho? Te veo con muy buen aspecto… ¿Yo? Nada. ¡La Providencia, que tiene sus caprichos y parece que me da una prórroga! Gracias a Dios hoy me encuentro muy bien. Estupendamente. Y a ti, ¿cómo te ha ido?… Bien, muy bien. Seis docenas de chipirones y veintitrés corvinas. Tengo una preciosa para ti. Ahora te la paso…
Pero cuando don Antonio desembarcó tras amarrar el bote y se acercó hacia a su amigo con la corvina en la mano, Paco le habló así: Oye, Antonio… ¿Qué quieres?… ¿Puedo pedirte un favor?… Tú dirás… Tú no te vas a comer todos los chipirones ¿verdad?… No. Sólo una cazuela. Los demás los regalo… ¿Te importaría darme una docena, en vez de la corvina?…
Con un desconcierto que se sumaba al que le había producido el buen aspecto de su amigo, don Antonio no pudo negarse a la propuesta, pero insistió, una y otra vez, en que se llevara también la corvina. Y Paco, aunque intentó no quedársela para no abusar de su amigo, tampoco pudo negarse al ofrecimiento y aceptó también la corvina diciendo: De acuerdo Antonio pero, si te parece bien, se la daré a Lucía de tu parte. Y entonces, don Antonio, que mantenía la cabeza y el corazón en plena forma, se sonrió para sus adentros y dijo: Bien. Me parece bien, Paco. Haz como a ti te parezca…
X
Ya en casa, Paco ayudó a su nieta a preparar los chipirones. Lucía no salía de su asombro y le insistía en que debía cuidarse: Pero abuelo, ¡no seas así! No los pongas todos. ¡Que te van a sentar mal! ¡Que hace mucho que no los comes!… Tú no te preocupes hija, que estoy muy bien. De verdad. Me encuentro superbien. Estoy como antes. Tú cómete la corvina, que yo hoy voy a disfrutar con la cazuela.
Y ocurrió que, mientras hablaban entre ellos y se iban haciendo los chipirones, Lucía abrió cuidadosamente la corvina para limpiarla y, como era de esperar, se encontró con el rubí. El segundo descubrimiento del rubí la dejó muda, sin habla, con la mente en blanco, casi paralizada. Sólo pudo balbucear a duras penas: Abu, abu, ¡abuelo!… ¿Qué te pasa, hija? ¿Qué quieres?… Mi, mi, ¡mira!…
Y Paco miró y vio la joya en el vientre de la corvina, y con los reflejos mentales que siempre tuvo cuando estaba sano, comprendió en ese instante casi todo lo que había pasado con el rubí. No todo, porque le faltaba un dato, pero sí lo suficiente. Y se sonrió placenteramente. Y fijó después sus ojos en los de su nieta y, con un tono de voz que no daba lugar a dudas, le dijo cariñosamente, pero con cierto aire de misterio en el semblante: Lucía, la corvina te la hemos regalado don Antonio y yo. Con el rubí y todo. El rubí es para ti… Por todo lo que haces por nosotros… ¡Eh!, y para que nunca te olvides de tus viejos, añadió…
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