por Fernando Sebastián Aguilar, Arzobispo Emérito de Pamplona y Tudela | 18 Jun, 2010 | Catequesis Artículos
Antes de comenzar mi exposición os quiero decir que no pretendo hablar de forma académica, sino pastoral. Vamos a ocuparnos de una cuestión que está en el meollo de nuestros problemas pastorales. La podríamos plantear así: ¿qué ocurre cuando en una Iglesia tradicional y ampliamente implantada, las familias cristianas dejan de ser capaces de educar cristianamente a sus hijos?
Esta es una situación muy nueva en España que está trastornando gravemente nuestra vida eclesial y que requiere urgentemente una reflexión y unas medidas pastorales lúcidas y valientes.
Un dato puede servirnos de alerta. El año pasado 8000 niños pidieron el bautismo en España con una edad de entre 8 y 10 años. Tanto se multiplican estos casos últimamente que la Conferencia Episcopal Española está preparando urgentemente unas Orientaciones pastorales para preparar a los adolescentes que piden el bautismo. Esta situación nos está obligando a pensar en el papel de la familia cristiana en la transmisión de la fe, es decir en el ejercicio de la misión central de la Iglesia.
La fe implica una decisión personal absolutamente intransferible. Supone un cambio interior, y una movilización de las facultades del alma, un asentimiento libre en el que cada sujeto define profundamente los caracteres de su propia vida. Así aparece claramente en este texto de la Const. Dei Verbum (n.5).
«Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el “homenaje total de su entendimiento y voluntad”» asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad». La fe es, ciertamente, don de Dios. Es Él Quien se hace asequible, quien nos invita a creer en Él y mueve nuestras facultades interiores para que le aceptemos como apoyo y centro de nuestra vida. Pero a la vez, con esa inicial ayuda de Dios, la fe es respuesta del hombre, decisión personalísima por la cual cada uno define su propia vida. Podemos decir que la fe es el don de responder amorosamente a la revelación y al ofrecimiento de Dios.
Por lo cual, es preciso reconocer que no se puede hablar de una verdadera «transmisión de la fe», como se habla de transmisión de una enfermedad, de unas cualidades hereditarias, y ni siquiera de unos conocimientos. La fe es algo mucho más personal, mucho más libre y autodefinitorio de lo que cada uno de nosotros queremos ser. La fe nace en cada persona, de lo más profundo del ser personal, como una decisión profundamente libre, preparada por la acción creadora de Dios, por la acción del Espíritu Santo que nos ilumina, nos atrae y nos seduce para que creamos filialmente en Dios.
Sin embargo algo queremos decir cuando señalamos la dificultad actual en la transmisión pacífica de la fe. Queremos decir que se han alterado los medios habituales de colaborar al surgimiento de la fe en las nuevas generaciones. Medios habituales que son básicamente la familia cristiana y la cultura cristianizada. En una sociedad suficientemente cristianizada, la Iglesia ejerce misión de ayudar a creer en el Dios de Jesucristo, fundamentalmente, por medio de las familias cristianas y de la influencia mentalizadora del ambiente cultural y social en el que vivimos.
I. Los diferentes momentos en la propagación de la fe
La doctrina católica nos presenta el acto de creer en Dios como un acto esencialmente libre y profundamente personal. No se trata solo de una fe que consiste en el asentimiento a unas verdades reveladas, ni menos en creer lo que no se ve. La doctrina bíblica y la moderna filosofía de la religión están de acuerdo en señalar que el elemento más profundo de la fe es el acto libre de entrega personal a la realidad personal de Dios en cuanto verdadera, fuente de verdad y de vida, garantía y fundamento de la vida verdadera por el amor.
Creer, en general, es aceptar el ser del otro como fundamento, garantía y fuente de la propia vida. En el caso de la fe cristiana, creer es aceptar libremente la fundamentalidad del Dios de Jesucristo, en la existencia, el crecimiento y la plenitud de la propia vida.
Lo dice hermosamente nuestro Xavier Zubiri: «Fe es la entrega o adhesión personal, firme y opcional, a una realidad personal en cuanto verdadera. En última instancia, fe es simplemente hacer nuestra la atracción con que la verdad personal de Dios nos mueve hacia Él». Esta relación interpersonal supone o suscita una verdadera causalidad personal, en virtud de la cual la vida personal del creyente se ve afectada por la vida y el ser personal de aquel en quien se cree, en nuestro caso, la vida y la acción de la Trinidad Santa.
La fe en Dios tiene un proceso determinado que conviene recordar. En realidad coincide con lo que los teólogos exponen como análisis del acto de fe.
1. Para creer en Dios hay que comenzar por recibir y escuchar la revelación del mismo Dios. Esta escucha de la revelación de Dios requiere la voluntad personal de atender a la verdad y de vivir de acuerdo con ella; supone, al menos, la buena voluntad fundamental de querer vivir de acuerdo con la realidad y la verdad de nuestro ser y del ser del mundo.
«Creer en Dios es aceptar la atracción con la cual Él nos lleva hacia Sí ineludiblemente como realidad fundante» (X. Zubiri, en El hombre y Dios).
2. Para ello, el hombre tiene que haber sentido de alguna manera la necesidad, las carencias, las aspiraciones que nos preparan desde nuestra propia condición humana para entender y apreciar las promesas y los dones de Dios. En esta preparación prerreligiosa ya está presente la gracia de Dios.
3. La combinación de estos elementos, junto con la gracia impulsante de Dios, nos lleva a aceptar libremente la verdad de lo que se nos propone como camino de salvación, como don de vida verdadera y eterna.
4. Esta realidad creída no son «cosas» aisladas o inanimadas sino que se refieren todas a Dios. Creer es aceptar la realidad de Dios y la salvación que Él nos propone juntamente con los medios que nos ofrece para conseguirla, por su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado, presente y actuante en la Iglesia y por la Iglesia.
5. Por lo cual, la aceptación de la llamada y las promesas de Dios afecta a la visión del mundo en el cual nos situamos libremente, y por eso mismo a la configuración de nuestro ser personal, de tal forma que el creyente al aceptarla, se siente movido a organizar y regir su vida de acuerdo con la realidad creída. De este carácter comprometedor de la fe proviene la posibilidad de la resistencia y del rechazo, cuando no hay en el corazón las disposiciones necesarias de desprendimiento, humildad, rectitud y obediencia.
6. Esta aceptación de la realidad de Dios y de su intervención salvadora en nuestra vida, no tiene por qué ser una decisión rupturista ni rectificadora de la vida, necesariamente iniciada al margen de la fe, sino que puede ser asimilada por el sujeto gradualmente a la vez que descubre los demás niveles de la realidad y se instala adecuadamente en ellos mediante la fe interpersonal y el ejercicio de sus facultades espirituales.
II. La función de la familia cristiana en la educación cristiana de los hijos
Tengo la impresión de que los católicos no hemos valorado suficientemente la intervención de la familia en el servicio a la fe de las nuevas generaciones. Durante siglos la fe ha ido pasando pacíficamente de padres a hijos sin que cayéramos en la cuenta de la importancia que tenía esa transmisión en la vida de la Iglesia. Ahora, que ese proceso se ha alterado, comenzamos a echarlo de menos y valorarlo en lo que vale.
Comencemos por hacernos una pregunta apelando a nuestra propia experiencia. Pensad: ¿quién nos ha enseñado a rezar?, ¿cuándo y dónde y cómo hemos aprendido a creer en Dios, en Jesucristo, a invocar a la Virgen María?, ¿quién nos ha enseñado a distinguir el bien del mal?, ¿dónde hemos ido aprendiendo a vivir como cristianos?
Una sencilla observación sobre nuestra propia vida, nos hace caer en la cuenta de que la mayoría de nosotros hemos nacido a la fe gracias a la ayuda de nuestra familia. Ellos nos llevaron al bautismo y ellos se encargaron de que creciera en nosotros personalmente la fe recibida.
En la mayoría de las familias cristinas, con la primera educación y las primeras ayudas para despertar en nosotros la vida consciente, se nos ofrecían las realidades de la fe, invitándonos a aceptarlas y tenerlas en cuenta con plena naturalidad. De este modo hemos recibido el anuncio y la presentación de las realidades divinas desde el inicio de nuestra vida consciente, junto con las demás aperturas hacia la realidad. Nunca recibimos una visión del mundo como algo cerrado, a la cual tuviéramos que añadirle más tarde la presencia de un Dios sobrevenido y casi postizo, sino que recibimos desde el primer momento una visión del mundo ya iluminada y transformada por la fe, en la que Dios estaba presente y actuante desde el principio, el mundo era criatura de Dios, todos éramos criaturas de Dios, los hombres éramos hermanos, la Iglesia ocupaba un lugar importante en la vida, existía un código de comportamiento universalmente vigente y aceptado que era de hecho el que provenía de la fe en Dios y en Jesucristo.
Es posible que una fe personal así nacida y crecida, en tan estrecha familiaridad con el «universo cristiano», tenga sus limitaciones, comienza siendo una fe infantil, poco fundamentada intelectualmente, no expresamente afirmada en un acto reflejo de libertad. Una fe que necesitará ser reafirmada posteriormente, en la adolescencia, en la juventud, en la madurez y quizás de nuevo en la vejez. La fe es un acto y un estado de la persona que hay que ir renovando y readaptando en cada etapa de la vida.
Pero a la vez, la fe así adquirida tiene unas características muy positivas que difícilmente se pueden adquirir de otra manera. El niño, en su relación con los padres y los hermanos, adquiere la imagen de su universo dentro del cual está Dios, Jesús, la Virgen María, el cielo y el infierno, el bien y el mal, la Iglesia y los sacramentos. Todo eso forma parte del mundo original en el cual situamos nuestra existencia. Y todo ello queda avalado por el testimonio de los padres, participando de los mismos sentimientos de confianza, cercanía, amabilidad que nuestros padres nos inspiran. Dios, Jesús, los santos forman parte del mundo familiar que configura nuestra más radical identidad.
Así ha sido hasta ahora y así tendría que seguir siendo. Los padres cristianos saben que son colaboradores de Dios en la generación de sus hijos, colaboradores en la atención a sus necesidades y especialmente colaboradores en la apertura de sus hijos al mundo de la redención. Si ellos reciben a los hijos como don de Dios, ¿cómo podrían no enseñarles a conocer a su Padre del cielo? Si ellos se aman con amor cristiano, ¿cómo podrían no darles a conocer al Cristo que es el origen del amor que le ha dado la vida? Si ellos han recibido la consagración de la Iglesia, ¿cómo podrían no incorporar a sus hijos a la comunidad de los santos donde ellos viven la fe y reciben el don del Espíritu de Dios, fuente del amor y de la vida? «La familia cristiana es una comunidad apostólica abierta a la misión». Los hijos de los matrimonios cristianos son los primeros candidatos para la evangelización. El hecho de nacer en una familia cristiana es ya una primera conexión con la realidad histórica y social de la Iglesia que permite y aconseja el bautismo de párvulos, con la esperanza real de que esos niños crezcan en un ambiente cristiano que les ayude a entrar casi naturalmente en la vida de la fe y de la comunión eclesial.
Sin embargo ahora no es así. Si en países como el nuestro el 80% y casi el 90% de los niños son bautizados, solamente el 70% reciben la primera comunión y no más del 40% ó 50% reciben la confirmación, que es tanto como el acabamiento y la aceptación del bautismo, un momento importante en la aceptación personal de la fe recibida en el bautismo. Y lo que es todavía más significativo y más grave, solamente el 4% ó el 5% de los jóvenes entre 15 y 30 años participan asiduamente en la Misa dominical.
¿Qué es lo que ha pasado en el camino? Hoy la mayoría de los padres cristianos quieren bautizar a sus hijos y de hecho los bautizan. Pero ya son bastantes menos los que saben que el gesto de bautizar a sus hijos supone el compromiso de ayudarles a descubrir y vivir personalmente la fe recibida, educándolos cristianamente, en toda la amplitud y riqueza del término.
Tenemos que reconocer que el medio de transmisión de la fe, más normal y más efectivo durante siglos se ha desmoronado en pocos años. Esta es una de las novedades más graves y más preocupantes de la situación de la Iglesia en la España actual. Donde este fenómeno comenzó antes, las familias actuales ya son mayoritariamente paganas, ya no se puede hablar de familias cristianas incapaces de educar cristianamente a sus hijos, sencillamente porque ya no son familias verdaderamente cristianas. En muchos países de larga tradición cristiana son minoría las familias que forman parte activa de la Iglesia. Esta puede ser la situación en España dentro de muy pocos años.
III. Incapacidad educadora de muchas familias cristianas
En casi todas nuestras familias, la fe crecía en las nuevas generaciones por la influencia del ambiente familiar, por los ejemplos de los mayores, por el apoyo de una cultura (configuración social y espiritual) que incorporaba las referencias religiosas con toda normalidad. Menciones de Dios, frecuencia sacramental, ritmo semanal, calendarios festivos, etc.
Hoy esto se da en muy pocos casos. La familia ya no es capaz de introducir a los niños en un mundo transformado por la presencia y la actuación de Dios. Lo más frecuente, por desgracia, es que los niños y los jóvenes adquieran una visión del mundo privada de referencias religiosas, en la que Dios, Jesucristo, la Iglesia, la vida eterna y las características de una vida cristiana y santa, se dejan a un lado como realidades de segundo orden, «opcionales», no necesarias, ni plenamente reales, cuando no inexistentes y hasta perjudiciales.
El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente, sino que en realidad la familia, los padres, han perdido buena parte de su capacidad educadora en general. En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres. No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir los temas de interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente sin tener apenas en cuenta la especial función de la madre en la vida familiar, sin una suficiente atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos. Tanto el padre como la madre tienen sus tareas específicas, además de las comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la maduración afectiva y personal de los hijos. Puede ser que las de los dos no estén siendo suficientemente respetadas por el modelo de vida vigente en nuestra sociedad.
Sobre estas carencias pedagógicas crece la gran carencia de la pedagogía cristiana: En muchos casos las familias no tienen vigor ni autenticidad religiosa para educar cristianamente a sus hijos mediante la experiencia doméstica compartida de una vida cristiana efectiva, con hechos, símbolos, y prácticas religiosas, engastadas en la realidad de la vida cotidiana, personal y social, intelectual y moral. No se vive en un mundo iluminado y transformado por la presencia de un Dios creído. Donde no hay una fe efectiva ya no es posible ayudar a los niños y jóvenes a desarrollarse, a crecer y vivir como cristianos.
Y sin embargo, una buena pedagogía de la fe, nos dice que como mejor se aprende a creer en Dios es conviviendo y practicando las manifestaciones de la fe con personas creyentes que nos inspiren admiración y confianza. Por eso, para un niño o para un joven, no hay mejor forma de aprender a vivir como cristiano que practicando la fe con sus padres. En los años de la infancia quien mejor puede influir es la madre, en los años de adolescencia y juventud es necesario que se sume el ejemplo y la influencia del padre, de otros familiares, de los amigos de la familia. Se aprende a creer viviendo con quienes creen. Eso no se puede hacer en ninguna parte como en la propia familia. Aquí está una de las dificultades mayores para la evangelización de nuestros jóvenes.
Aunque el 75% de los matrimonios que se celebran en España sean matrimonios sacramentales, nadie sabe el porcentaje de ellos que se celebran sin las mínimas condiciones de fe y con un proyecto de vida verdaderamente cristiano. En estos matrimonios los hijos nacen tarde y escasos. En Navarra el índice de natalidad está en un 1,2 por mujer fértil. El más bajo de España, de Europa, del mundo entero. La práctica sacramental de las familias jóvenes es muy bajo. Los párrocos y los catequistas se quejan del desinterés de los padres por la educación cristiana de sus hijos en la parroquia, en la catequesis. Muchos quieren bautizar a sus hijos, la mayoría desean que hagan la primera comunión, pero no perciben la necesidad de que esas celebraciones sacramentales vayan acompañadas de las correspondientes actitudes religiosas que ellos tendrían que despertar y desarrollar en sus hijos. Los aturden a regalos, pero se desentienden del necesario apoyo al trabajo de los catequistas o de los profesores de religión. Dan mucha importancia a la comunión «primera», pero ya no se preocupan de la «segunda».
Debilidad interior de la Iglesia
Esta debilidad cristiana de las familias es parte de una situación muy generalizada en nuestras Iglesias, como consecuencia de una cultura dominante, fuertemente influyente y determinante, que actúa sobre las conciencias de los cristianos, y que influye profundamente en niños y jóvenes en cuanto asoman la cabeza fuera del recinto de su vida familiar. Los niños y adolescentes que vienen —o no vienen— hoy a nuestras catequesis son los hijos de los jóvenes que abandonaron la Iglesia en la crisis de los años setenta, los jóvenes de los últimos años del franquismo, los lectores del libro rojo de Mao, los admiradores de la Unión Soviética, los jóvenes antifranquistas y antivaticanistas del final de los setenta. Aquellos jóvenes contestatarios y soñadores tienen hoy 50 ó 60 años, sus hijos son los jóvenes matrimonios crecidos lejos de la Iglesia, y sus nietos crecen ya en un ambiente plácidamente pagano.
Estas generaciones viven tranquilamente en un mundo donde no hay Dios, ni Cristo, ni Iglesia, ni mandamientos, ni esperanza de la vida eterna. La verdad es que nuestra cultura es una cultura politeísta, cuyos verdaderos dioses son el bienestar, el dinero, la libertad, una sociedad en la que cada uno es «dios» para sí mismo. Nuestra cultura nos conduce, casi sin darnos cuenta, a vivir centrados en nosotros mismos, confinados en nuestros propios deseos, como límite último de la realidad, como centro del mundo, en adoración y contemplación del propio ser temporal y de las pequeñas satisfacciones que el hombre puede alcanzar en su vida terrena, sensorial y material. Así no se puede creer en Dios. Es exactamente lo contrario.
Por la fuerza de estos factores, con la complicidad de nuestros propios errores, la secularización ha entrado dentro de la misma Iglesia, con las apariencias y falsos prestigios de querer ser cristianos modernos y dialogantes, que saben situarse y moverse en el mundo actual. Pero esto, muchas veces, termina en aquello de «poner una vela a Dios y otra al diablo».
«La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha producido una «gradual secularización de la salvación», debido a lo cual se lucha ciertamente a favor del hombre, pero de un hombre a medias reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndolos a los admirables horizontes de la filiación divina». Con frecuencia hemos aplicado tácticas pastorales equivocadas que debilitan el testimonio de los cristianos y su poder convincente (diálogo en igualdad, métodos concesionistas, adaptaciones seculares del evangelio y de la vida cristiana, recortes doctrinales y morales). No hemos sabido resistir la seducción de un aparente progresismo que lleva en el fondo la añoranza de las antiguas concordancias entre sociedad e Iglesia y valora más el beneplácito del mundo que la fidelidad al evangelio.
Estas tentaciones se ven con frecuencia apoyadas por los MCS y otras fuerzas difícilmente identificables que quieren una Iglesia no disidente, una Iglesia «bien adaptada», es decir una Iglesia espiritualmente sometida, mundanizada, que deje de ser fermento, sal, fuerza crítica, liberadora transformadora. Nos critican cuando disentimos, nos alaban cuando coincidimos. Pero la regla de la autenticidad cristiana no es el gusto de los poderosos, sino la cruz y el amor de Cristo.
Tratándose de países que han sido intensamente cristianos, como es el caso de España, tenemos que tener en cuenta que nos movemos en una situación sumamente confusa. Nuestra sociedad no es ingenuamente pagana.
En el origen de la paganía actual puede haber una explicable reacción contra un pasado excesivamente controlado por la Iglesia, aunque la verdad es que esa situación queda ya bastante lejana. A estas alturas de la historia, lo que algunos rechazan es más creación literaria que realidad conocida y vivida. El agnosticismo comienza siendo una rebeldía y se convierte en una moda y casi en una rutina. Ahora, lo más frecuente, no es el rechazo explícito y razonado, sino el descuido, la dejadez, la aceptación pasiva de las tendencias dominantes, de lo más fácil y placentero.
No se trata tanto de negaciones formales como de abandonos prácticos, encubiertos, más por la vía de la omisión que de la acción. Valoramos tanto las cosas de este mundo, nos vemos tan absorbidos por las ocupaciones o las aspiraciones inmediatas, que terminamos por ver las cosas de la fe, la Iglesia, la vida cristiana y el mismo Dios, como realidades inoperantes, sin ningún interés, realidades de otros tiempos que se van alejando de nosotros, o nosotros de ellas, y terminan siendo irreales para nosotros. A la fe débil sucede la indiferencia.
Asusta pensar lo que será nuestra sociedad dentro de 20 ó 30 años, cuando una segunda generación surja y madure sin las conexiones que todavía tienen los jóvenes actuales con muchas ideas y muchos valores cristianos.
Contra la pretensión de implantar una cultura secular, laica y laicista, que haga vivir a los mismos cristianos en una sociedad sin Dios, tenemos que afirmar que la evangelización no es completa hasta que los cristianos, una vez convertidos, no lleguemos a crear y hacer vigente una visión alternativa de la vida y de la cultura, en la que Dios ocupe su lugar, en la que la fe en el Dios vivo y la esperanza de la vida eterna no influyan en el conjunto de los valores, criterios morales y modelos de vida que configuran la existencia humana por dentro y por fuera. Algo de esto irá siendo verdad a medida que haya familias cristianas que se reúnan, que creen ambientes, actividades, modelos e instituciones sociales donde la presencia de Dios por Cristo y la vigencia del evangelio sean un hecho real y práctico.
En nuestra Iglesia de España existe ya conciencia de la gran tarea de evangelización que tenemos por delante. No vemos todavía con suficiente claridad qué tenemos que hacer para iniciarla. Hay experiencias maduras que señalan direcciones y abren caminos. Sería lamentable que en esta etapa de reflexión y renovación apostólica no tuviéramos en cuenta la misión y las grandes posibilidades de las familias cristianas. Sin duda habrá que recurrir a métodos diversos, pero es indispensable contar con las familias cristianas como la parte de la Iglesia más directamente vinculada a las nuevas generaciones, las primeras responsables y los agentes más adecuados para enseñar a vivir cristianamente a los hombres y mujeres de los próximos años.
IV. Recomendaciones y sugerencias
En grandes líneas es evidente que hoy la acción pastoral de la Iglesia en España necesita intensificar el anuncio de la palabra, la llamada a la fe, el desarrollo de unas disposiciones subjetivas adecuadas a la celebración y recepción de los sacramentos. Los cristianos, herederos de los usos de épocas anteriores, se muestran interesados por la recepción de los sacramentos de mayor relieve social. Pero no siempre acuden a estas celebraciones con la suficiente preparación ni con unas disposiciones personales suficientemente claras y sinceras para vivir el sacramento como una verdadera celebración de la gracia de Dios, acogida con fe como principio de una nueva vida. Por eso, hoy la urgencia primera es intensificar el anuncio de la salvación de Dios, despertar y fortalecer la fe, aumentar la estima de la vida sobrenatural y de los bienes del Reino, despertar los deseos de vivir cristianamente en los fieles que se acercan a la celebración de los sacramentos.
El Papa nos convoca insistentemente a una nueva evangelización. «Se abre ante nosotros una etapa apasionante de renovación pastoral». La evangelización es el fenómeno de una Iglesia en expansión. Para eso hace falta una Iglesia más fuerte, más segura, más creativa en su interior que la sociedad circundante. La fe vivida por los cristianos tiene que ser más clara, más firme y operante que las fes y las ideas a las cuales tiene que enfrentarse en la cabeza y el espíritu de los oyentes.
Sin embargo, la sensación dominante en la Iglesia no es esa. En cualquier reunión de sacerdotes o de fieles cristianos comprometidos en la vida y misión de la Iglesia, surge siempre el mismo malestar y la misma pregunta. ¿Por qué los jóvenes se alejan de la Iglesia en cuanto terminan su proceso de iniciación cristiana?, ¿qué podemos hacer para que niños y jóvenes descubran, estimen y vivan con seriedad y alegría la vida cristiana? Para responder a estas preguntas hay que contar con la misión insustituible de las familias cristianas. Veamos ahora unos cuantos pasos indispensables.
a) Algunas consideraciones generales
1. Darnos cuenta de la gravedad de la situación
Pienso que en las naciones de occidente el problema es tan grave, tan agudo, que no basta con buscar recetas de índole pastoral o pedagógica. Hay que descubrir las raíces de la situación que estamos viviendo y recurrir a soluciones fundamentales.
El problema básico de nuestra sociedad está en la tendencia a la indiferencia religiosa favorecida por el establecimiento de unos modelos de vida cada vez más desconectados y más difícilmente compatibles con el reconocimiento efectivo de la soberanía y la paternidad de dios. Vivimos en un ambiente cultural que implica y propaga la infravaloración y el menosprecio de la religión como algo impropio de los tiempos, sin base racional, sin utilidad práctica, con gran riesgo de autoritarismo y fanatismo. Sobre la religión ha caído la sospecha de ser una actitud humana precientífica, incompatible con el desarrollo científico de la sociedad, enemiga de la felicidad humana, disfrutada en una sociedad verdaderamente libre y placentera. Sin preocuparse demasiado para comprobar sus fundamentos y su veracidad, la gente va asimilando la idea de que para vivir a gusto es mejor prescindir de la religión y de la moral objetiva, relativizar mucho las enseñanzas de la Iglesia y la importancia de Dios en nuestra vida. Influenciados por esta mentalidad, unos dejan de considerarse cristianos, y muchos otros, que quieren seguir siéndolo, aligeran la importancia de su religiosidad reduciéndola a unas vagas notas más de índole social y cultural que verdaderamente religiosa y moral. Con mayor o menor claridad, lo cierto es que vivimos un conflicto de culturas, una con Dios y otra sin Dios, una en la cual Dios es el centro del hombre, otra en la cual el hombre es el centro y como el «dios» de sí mismo, de su vida, de su historia, de su organización, su desarrollo, progreso y felicidad. Sin necesidad de ningún salvador exterior.
En muchos aspectos, nuestra situación es parecida a la de los cristianos del siglo II y III. Vivimos inmersos en una sociedad no cristiana, que trata de asimilarnos culturalmente. Somos un islote de resistencia a la cultura liberal, capitalista, progresista, hedonista y mundana. Izquierdas y derechas tienen unas creencias comunes que hacen de la Iglesia, con más o menos agresividad, un fenómeno residual y molesto. Con actitudes y tácticas diferentes, todos intentan colonizarnos y ajustarnos a los patrones de la nueva cultura. Si nosotros queremos evangelizar y modificar la sociedad circundante en vez de ser digeridos por ella, tendremos que ser una comunidad más unida, más fuertes, más consciente y satisfecha de su patrimonio específico, más vigorosa espiritualmente, más efectiva en la configuración de la vida.
La situación es parecida pero de dirección inversa. Entonces era una sociedad pagana que se desmoronaba, dentro de la cual surgía una nueva sociedad cristiana pujante. Ahora es una sociedad más o menos cristiana la que se desmorona asfixiada por la expansión de una cultura atea que remodela la vida de los mismos cristianos hacia un ateísmo egoísta y satisfecho.
Volviendo a nuestra reflexión sobre la misión evangelizadora de la familia tendremos que preguntarnos ¿qué tenemos que hacer para volver a contar con unos padres cristianos capaces de educar cristianamente a sus hijos?
2. Una Iglesia renovada, único punto de partida real
La respuesta de Perogrullo es decir que necesitamos contar con familias verdaderamente cristianas, cuya visión del matrimonio y cuyo proyecto familiar sea verdaderamente cristiano. Pero el problema está precisamente en esto ¿cómo promover en la práctica el crecimiento de estas familias cristianas?
Una cosa es cierta. La primera condición para la transmisión o la difusión de la fe en la sociedad actual es la existencia de una comunidad cristiana renovada, espiritualmente vigorosa, unida y consciente del tesoro que posee y de la misión que le incumbe. Una Iglesia misionera tiene que ser una Iglesia de santos y de mártires. Esta es la conclusión evidente de un razonamiento serio y responsable. Por eso, a la hora de pensar en la transmisión de la fe y la cristianización de las nuevas generaciones, la primera condición requerida es la conversión de la Iglesia, la conversión de los cristianos, nuestra propia conversión. Así lo ha proclamado insistentemente el Papa Juan Pablo II. La necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente, es la necesidad de contar con evangelizadores creíbles, gracias a un testimonio personal y colectivo de vida santa. Para ello necesitamos poner en pie unas comunidades cristianas verdaderamente entusiasmadas con Cristo, conscientes de su significación como Hijo de Dios encarnado para salvar la humanidad entera. Comunidades que se sientan felices por haber conocido a Cristo, verdaderamente arraigadas y centradas en Él, conscientes de su responsabilidad y de sus posibilidades como testigos de Cristo y portadores de una palabra de salvación que ilumine los corazones y configure realmente la vida de las personas, de las familias, de las comunidades cristianas, grandes o pequeñas. Este paso no sería realista si no tuviéramos en cuenta los muchos cristianos sinceros que hay en la Iglesia. Es preciso llamarlos, convocarlos, hacerlos verdadera comunidad, en las parroquias, en la Iglesia local, dentro de la comunión católica.
Esta tiene que ser en buena parte la aportación de los Nuevos Movimientos. Si no podemos renovar la Iglesia en su conjunto, comencemos por crear pequeñas comunidades realmente convertidas, realmente practicantes, que vivan con fuerza y alegría la vida cristiana en plenitud. Claro que uno puede preguntarse… y entonces ¿qué hacemos con las parroquias, con los fieles ordinarios? ¿Cómo extendemos el fervor de los Movimientos al conjunto del Pueblo de Dios?
Algunos tienen miedo a este lenguaje porque temen que el número de los cristianos disminuya. En el fondo seguimos pretendiendo que la Iglesia abarque a todos, que todos sigan siendo Iglesia, aunque sea a costa de rebajar el ideal cristiano de santidad y someternos a los gustos y opiniones dominantes del mundo. Olvidamos que la Iglesia es «sal», «levadura». Es decir «minoría transformadora». Entre cantidad y calidad, nuestra opción tiene que estar siempre a favor de la calidad. El que respondan muchos o pocos no es asunto nuestro. Pero sí es nuestra la obligación de presentar el evangelio completo, la vida cristiana en su plenitud, sin perder el horizonte de la perfección, del juicio de Dios y de la vocación a la vida eterna. Las crisis históricas siempre han sido superadas por la fuerza de algunos hombres y algunas minorías vigorosas, operantes, atractivas y influyentes.
Se impone lo que yo llamaría una pastoral de la autenticidad.
Anunciemos el evangelio en su integridad, busquemos ante todo la conversión a Jesucristo por medio de la fe, fomentemos la aspiración sincera y realista de los fieles cristianos a la santidad, vivamos intensamente la comunión eclesial, local y universal, seamos capaces de presentar ante el mundo con fuerza la llamada de una alternativa de vida visible, autorizada y convincente.
Este es el punto de partida indispensable para desarrollar una acción evangelizadora capaz de producir una verdadera replantatio Ecclesiae. Todo ello está claramente expresado en lo que se puede considerar el párrafo central de la Carta apostólica Tertio Millennio Adveniente: «Todo deberá centrarse en el objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado».
3. Vivir con realismo la comunión eclesial
Mirando nuestra situación concreta es indispensable llamar la atención sobre la necesidad de la unidad. No puede haber vigor espiritual, personal ni comunitario, sino en la unidad. Si las divisiones históricas entre cristianos han sido y siguen siendo un gran inconveniente para la misión es evidente que la actual división entre católicos, el disentimiento habitual, el olvido y menosprecio del magisterio del Papa y de los Obispos, están debilitando gravemente cualquier empeño evangelizador a largo alcance.
Con frecuencia, hablando de evangelización, complicamos demasiado las cosas, buscamos demasiados requisitos previos, revisiones, programaciones, formulaciones. Tengo la impresión de que a veces la abundancia de lo accidental nos entretiene demasiado y nos oculta la necesidad de lo que es verdaderamente decisivo. Cuando sus discípulos le preguntaron al Señor qué tenían que hacer para participar en las obras de Dios, su respuesta fue directamente a lo fundamental. «La obra de Dios es que vosotros creáis en Aquel que Él ha enviado» (Jn 6, 28-29).
b) Otras sugerencias más concretas
Dando esto por supuesto, podemos sugerir algunas pistas de actuación.
Vaya por delante mi convicción de que el problema es tan grave que ya no valen las sugerencias de buena voluntad. Tendríamos que promover un estudio con especialistas, que investigaran qué pasos son los más adecuados para provocar un cambio en la tendencia y en la situación ambiental de nuestros cristianos.
Otra observación digna de ser tenida en cuenta es que sin una renovación espiritual, eclesial, doctrinal y apostólica de los sacerdotes podremos hacer muy poco. Las divisiones entre nosotros, la pastoral del mínimo esfuerzo, las ligerezas doctrinales, la comodidad y el temor a los conflictos no son las mejores ayudas para inaugurar una época de renovación pastoral y eclesial. Una Iglesia misionera en el momento presente y en la sociedad actual necesita contar con sacerdotes bien preparados intelectualmente, profundamente entregados al servicio de Cristo y de su Iglesia, entusiasmados con el valor y la importancia de su ministerio, dispuestos a dar la vida día a día en una diligente disponibilidad y en un exigente servicio al cuidado espiritual de la comunidad y de los fieles cristianos. Unidos todos con el Obispo en una viva conciencia de unidad, de la grandeza de su misión y de la gravedad de su responsabilidad.
He aquí una serie de preocupaciones y líneas de actuación que, a mi juicio, no pueden faltar en una pastoral evangelizadora sincera y efectiva.
1.º Convocar a los fieles de la parroquia o de la comunidad, y especialmente a aquellos matrimonios capaces de comprender y de vivir este ideal. Aprovechar la capacidad evangelizadora de las familias verdaderamente cristianas que haya en nuestras parroquias y comunidades, identificarlas, invitarlas, reunirlas, concienciarlas, apoyarlas. Construir con ellas una verdadera comunidad catecumenal y litúrgica. Hay que intentar que las parroquias sean verdaderas comunidades catecumenales con capacidad de engendrar cristianos nuevos hasta que el núcleo de la parroquia sea una comunidad de cristianos convertidos, orantes, convivientes y actuantes, cuya institución más importante sea el Catecumenado de niños y adultos como matriz vigorosa de los nuevos cristianos. Los Movimientos tienen que integrarse sin reservas en esta comunidad fundante y operante, sintiéndose llamados a colaborar en esta renovación espiritual, comunitaria y apostólica de las parroquias y de la Iglesia local entera. Para ello tiene que darse una clara y fuerte convergencia entre Movimientos y Parroquias que ahora no se da. Esta necesidad de acercamiento real entre parroquias y movimientos aparece claramente formulado en la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa.
2.º En esta renovación espiritual y comunitaria de nuestras parroquias, la Eucaristía dominical tiene que adquirir el papel central que le corresponde en la vida de la Iglesia y en la vida espiritual de los cristianos. A partir de la Eucaristía, junto con la confesión sacramental frecuente y el asesoramiento personal del pastor a cada uno de los fieles, habrá que recuperar la conciencia de la llamada a la perfección de cada persona, de cada matrimonio, de cada familia. Esto requiere una dedicación plena y constante del pastor al cuidado espiritual de cada fiel, sean catequistas o catecúmenos, personas aisladas o familias. La renovación espiritual de las comunidades cristianas requiere la renovación de la vida sacramental en general, desde el Bautismo hasta la Unción de los enfermos, todo centrado en la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación y la celebración global del Día del Señor.
3.º En esta perspectiva, un paso decisivo tiene que ser dedicar especial atención a aumentar la autenticidad y fructuosidad del bautismo de párvulos celebrados tan frecuentemente en nuestras parroquias. Desde hace mucho tiempo la situación de nuestras Iglesias está pidiendo una revisión de la disciplina bautismal. Es cierto que el bautismo de párvulos es una riqueza de las Iglesias establecidas y evangelizadas. Pero ¿es esta ahora nuestra situación? ¿No comienza a ser alarmante el número de niños bautizados que no llegan nunca a ser personalmente creyentes? ¿No hay aquí un grave desajuste entre la celebración de los sacramentos y las disposiciones espirituales con que los celebramos? Con estos interrogantes no quiero decir que haya que prescindir del bautismo de párvulos. Quiero decir simplemente que a los padres que quieren bautizar a sus hijos en los primeros meses de vida, hay que pedirles una mayor responsabilidad en su educación cristiana No se trata tanto de negarles la celebración del sacramento como de pedirles, cuando sea necesario, que se tomen un tiempo de reflexión y preparación a fin de renovar su vida cristiana y ponerse en condiciones de educar cristianamente al hijo que pretenden bautizar. En la parroquia o en los arciprestazgos tendría que haber cursillos o convivencias para facilitar a estos padres la ayuda necesaria para comprender el verdadero sentido del bautismo de sus hijos y los compromisos que supone para ellos.
4.º Simultáneamente en las parroquias habrá que buscar el modo de acercarse a los matrimonios jóvenes. Un grupo de seglares tendría que encargarse de tener al corriente el censo de la parroquia, conectar con las familias nuevas que llegan, enterarse cuando en alguna familia esperan un hijo, visitarles una o dos veces durante el embarazo, ir preparando poco a poco el futuro bautismo, ofrecerles algún encuentro de preparación, algún librito que les ayude a prepararse para recibir al nuevo hijo y acompañarle debidamente en su incorporación a la Iglesia. Resulta imprescindible promover en las parroquias una pastoral de acercamiento a las familias jóvenes, a pesar de todas las dificultades que se presentan. Mucho puede ayudar un equipo de visitadores y un buen trabajo de informática que tiene el censo al día, que lleva la cuenta de los aniversarios, los enfermos, los cumpleaños y todas las demás fechas en las que es oportuno un acercamiento de la parroquia a las familias que la componen. Hay muchas iniciativas que tendrían que ponerse en marcha en las parroquias o en los arciprestazgos, bendición de las futuras mamás, visitas a domicilio, convocatorias en los aniversarios, visitas a los enfermos y ancianos, etc. Lo difícil es pasar de un estilo de parroquia que se sitúa a la espera de que los feligreses se acerquen por allí, a otro estilo de parroquia más activa, mejor organizada, que toma la iniciativa y ofrece atenciones y oportunidades para encontrarse con todos sus feligreses y de forma especial con las familias jóvenes.
5.º De esta manera habría que ir incorporando poco a poco a los padres al trabajo parroquial y al proceso de iniciación y crecimiento en la fe de sus hijos.
Esto hay que hacerlo de forma diversa en las distintas etapas de la vida del niño y en los diferentes pasos de la iniciación cristiana. En los primeros años los protagonistas de la educación religiosa tienen que ser los padres y desde la parroquia hay que trabajar con ellos despertando su responsabilidad y ayudándoles del mejor modo posible para que lo hagan con oportunidad y con acierto. Cuando los niños comienzan su catequesis hay que buscar la manera de que los padres intervengan desde el principio pidiendo ese servicio de la parroquia y asumiendo sus propios compromisos, es preciso mantenerlos informados del comportamiento y aprovechamiento de sus hijos, invitarles a algunos encuentros para ayudarles a preparar en casa el acontecimiento y la celebración de la primera comunión, pedirles que colaboren para que sus hijos sigan en el proceso de una catequesis continuada, informarles a tiempo acerca del momento más oportuno para celebrar la confirmación de sus hijos, según las disposiciones de cada uno, ayudándoles a comprender la naturaleza de este sacramento e invitándoles de nuevo a colaborar con el trabajo de la parroquia en la preparación y celebración de este sacramento.
6.º En el marco de semejante planteamiento hay que ofrecer a los niños y jóvenes una mejor preparación para el matrimonio. Existe una preparación remota que consiste básicamente en una adecuada educación afectiva y sexual de los adolescentes, lo que ha sido siempre la educación de la castidad, que es absolutamente indispensable y que hay que ofrecer en los colegios y parroquias, también con la necesaria información y colaboración de los padres, hecha con criterios positivos, bien fundados espiritualmente y antropológicamente. En las catequesis de confirmación no pueden faltar los temas referentes a la comprensión cristiana de la sexualidad, del matrimonio, de la moral matrimonial y familiar, hechos en perfecta concordancia con las enseñanzas de la Iglesia y las sugerencias de una recta antropología debidamente actualizada.
En casi todas las Diócesis funcionan los cursillos prematrimoniales que constituyen una preparación mínima que habría que consolidar y mejorar en sus contenidos y métodos. Junto a estos cursillos comunes, habría que ofrecer una preparación más amplia, en forma de curso catequético o catecumenal ordenado expresamente a la preparación del futuro matrimonio que se podría ofrecer a los jóvenes durante su noviazgo o simplemente a partir de los 18 o 20 años aunque no tengan a la vista la celebración del matrimonio. Es muy importantes ofrecer a los jóvenes diversas oportunidades para recibir una buena educación para el amor, mediante programas específicos de preparación para el matrimonio, que les ayuden a llegar a su celebración con las debida preparación intelectual, espiritual y moral, viviendo en castidad.
Hoy la falta de disposiciones espirituales adecuadas en la celebración de muchos matrimonios es una auténtica cruz para muchos sacerdotes. Hay en ello un problema teórico y otro práctico. Teórico porque según la doctrina tradicional, entre cristianos el matrimonio sacramental es el único matrimonio válido posible. Práctico porque nadie dice con claridad qué se debe hacer con unos cristianos bautizados que piden en la Iglesia el matrimonio en situación práctica de incredulidad o de grave indiferencia e insensibilidad religiosa.
¿Negarles el sacramento? ¿Retrasarlo y pedirles un tiempo de preparación? ¿Concedérselo sin entrar en el fondo del problema?
No tenemos unos planteamientos adecuados. Sufrimos las consecuencias de la multiplicación de una figura anómala que no está considerada sistemáticamente en la disciplina ni en los ordenamientos pastorales vigentes.
Me refiero al cristiano bautizado no creyente. No hay por qué endurecer ni ensombrecer la situación. Es muy posible que quienes se acercan a la Iglesia para pedir el matrimonio canónico, aun no siendo practicantes, tengan alguna fe elemental y sincera en el fondo de su corazón. También es cierto que los signos externos hacen pensar con frecuencia en la existencia de graves lagunas y deficiencias, tanto en el grado de adhesión a la verdad de la salvación, como en el conocimiento y aceptación de sus contenidos fundamentales.
Resulta indispensable un análisis sincero de esta situación y la formulación de unos criterios de actuación que respetando todo lo que haya que respetar y tener en cuenta, inicie prudentemente un camino de evangelización y fortalecimiento de la autenticidad de fe y del fruto santificante de los matrimonios que celebramos en nuestras parroquias. No es un asunto fácil. Será preciso un tiempo de reflexión, una gran prudencia en la actuación, un gran esfuerzo de unidad y disciplina para actuar siempre con respeto a los fieles y provecho espiritual del Pueblo de Dios. Creo sinceramente que todavía estamos a tiempo. Hay muchas familias deseosas de esta reacción. Tendría que ser una reacción a la vez prudente y vigorosa, respetuosa y efectiva, capaz de hacer pensar, que sacudiera el conformismo de muchos cristianos y avivara en ellos la estima de su vocación y el deseo de vivir con mayor intensidad los bienes de la salvación.
7.º De esta manera, con un trabajo serio y continuado, mantenido comunitariamente, sin decaimientos ni disensiones, llegaremos poco a poco, con la ayuda del Señor, a poder contar con grupos de matrimonios cristianos que vivan su vida esponsal y familiar como un verdadero camino hacia la perfección cristiana, de acuerdo con las orientaciones y exhortaciones de la Iglesia, utilizando rectamente los medios de santificación que la Iglesia les ofrece. A la vez que el fruto de una pastoral bien programada y mantenida con perseverancia, ellos serán en adelante los principales colaboradores de la ampliación creciente de esta labor.
8.º En la programación y ejecución de este trabajo pastoral, será preciso centrarse en aquellas cuestiones especialmente necesarias para que exista una pastoral verdaderamente evangelizadora, aquellos puntos de la revelación, de las enseñanzas de la Iglesia y de las prácticas cristianas que fundamentan y favorecen más directamente el surgimiento de la fe, que consolidan la fe de los cristianos dubitantes, que avivan el dinamismo espiritual y apostólico de los cristianos. La atención a las familias jóvenes no puede desconocer las exigencias generales de una pastoral verdaderamente evangelizadora, como son, por ejemplo, las siguientes:
- Ayudar a descubrir la condición de creatura, la importancia y necesidad de Dios para una existencia personal, libre, responsable y verdaderamente humana.
- Conseguir un conocimiento de Cristo, muerto y resucitado, que sea suficiente para poner en Él el fundamento de la fe personal.
- Desarrollar los aspectos más hondamente religiosos y teologales de la vida cristiana, favoreciendo una vida de adoración, amor, obediencia y confianza en el Dios de Jesucristo, sin quedarnos en la utilización mundana de la religión. Presentar con claridad el momento definitivo del juicio de Dios, la necesidad y primacía de su salvación, prevista, aceptada, vivida como punto de apoyo, criterio y fuerza decisiva para la vida presente. Todo esto ofrecido y vivido con humildad, con realismo, con paciencia, con perseverancia y con unidad.
Conclusión
De ninguna manera querría provocar con lo dicho una sensación de pesimismo ni de angustia. Es verdad que vivimos en nuestro país una profunda crisis en la aceptación de la fe y en la perseverancia de los cristianos. Y es también verdad que ha disminuido notablemente el vigor religioso en muchas de las familias cristianas. Por eso mismo vivimos tiempos difíciles para la transmisión a las nuevas generaciones y para el mantenimiento de unas comunidades cristianas florecientes. Pero también es verdad que los factores objetivos profundos juegan más a favor de la fe que de la increencia.
El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, para vivir y convivir con Él. Dios nos habla por la verdad de las cosas, mediante la verdad profunda de nosotros mismos, vivimos envueltos por su gracia, de manera que nunca podemos prescindir definitivamente de las promesas. Las dolorosas consecuencias de nuestros propios pecados, más pronto o más tarde, nos hacen añorar la casa y el amor del Padre del Cielo.
Ni el ateísmo, ni el agnosticismo, ni la indiferencia religiosa son situaciones naturales del hombre, ni pueden ser tampoco situaciones definitivas para una sociedad. No es natural la actual desconfianza frente a Dios, a la Iglesia y a la moral cristiana, que es también humana, reclamada por las aspiraciones más profundas de nuestro corazón. Una cultura que niega a Dios y diviniza los bienes terrenos, lleva dentro los gérmenes del dolor y de su propia disolución.
Los hombres vivimos religados al poder inevitable de lo real, vinculados de manera absoluta e ilimitada a la realidad, que nos induce a preguntarnos sobre la existencia de Dios y la esperanza de su salvación. El orgullo del hombre rico de occidente es más débil de lo que parece. La debilidad de la fe es más fuerte que la fuerza aparente del ateísmo y de la indiferencia.
Más tarde o más temprano, los hombres volverán a percibir que la fe en Dios no es amenaza para su libertad, sino que la comunión espiritual con Él es fuente y garantía de la libertad verdadera, de una libertad que arraigada en la verdad que se afirma en el amor del bien y el ejercicio de la justicia. Muchos cristianos viven el momento actual angustiados, desconcertados, atormentados por la duda. Este es el tiempo de la fe, el tiempo de la confianza, el tiempo del testimonio y de la esperanza. Para nosotros están dichas aquellas palabras recogidas por el Apóstol san Pablo: «Te basta mi gracia. La fuerza se consuma en la debilidad. Cuando somos débiles y nos acogemos a la fuerza de Cristo entonces somos verdaderamente fuertes» (cf. II Co 12, 7-10).
Es posible que por medio de los sufrimientos de esta época de empobrecimiento y creciente debilidad, Dios nos está pidiendo una mayor autenticidad, una purificación de nuestro orgullo colectivo y una recuperación de la fe en Él como principio de vida y de salvación. Es cierto que el evangelio de Dios es para todos y todos lo necesitamos para nuestra salvación. No podemos renunciar a anunciarlo a «toda creatura». Pero el renocimiento de la fe y el crecimiento de la Iglesia vendrá cuando y como Dios quiera y será, sin duda, por medio de la colaboración fiel y generosa de unos pocos cristianos, pocos en número pero grandes en la verdad de su palabras y en la fuerza creadora de su caridad. El número siempre ha sido consecuencia de la calidad. Y no al revés. Son los santos y los mártires los que impulsan la expansión de la fe y el crecimiento de la Iglesia.
Querría que mis últimas palabras fueran una llamada a la esperanza. Nada mejor que repetir las palabras de Jesús: «En el mundo os tocará sufrir. Pero no os apuréis. Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
* * *
Fernando Sebastián Aguilar
Arzobispo Emérito de Pamplona y Tudela
por CEF | 13 Jun, 2010 | Postcomunión Taller de oración
La comunión espiritual o comunión de deseo es consiste en orar con fe y con amor, expresando el deseo recibir a Nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía y pidiendo recibirlo espiritualmente, y está indicada para cuando no se puede recibir a Jesús en la Eucaristía.Hay muchas oraciones con mucho predicamento en las comunidades católicas de habla española; entre ellas destacamos las más adecuadas para los niños y que más se rezan en los hogares cristianos.
Oración personal
Yo quisiera, Señor, recibirte con aquella pureza, humildad y devoción
con que te recibió tu santísima Madre;
con el espíritu y fervor de los santos.
(Padrenuestro, Avemaría y Gloria.)
Oración de san Alfonso María de Ligorio
Creo, Jesús mío, que estáis realmente presente en el Santísimo Sacramento del Altar.
Os amo sobre todas las cosas y deseo recibiros en mi alma.
Pero como ahora no puedo recibiros sacramentado,
venid a lo menos espiritualmente a mi corazón.
(Pausa en silencio para adoración)
Como si ya os hubiese recibido,
os abrazo y me uno todo a Vos.
No permitáis, Señor,
que jamás me separe de Vos. Amén.
O bien:
Jesús mío, creo firmemente que estás en el Santísimo Sacramento del altar.
Te amo sobre todas las cosas y deseo tenerte en mi alma.
Ya que ahora no puedo recibirte sacramentalmente,
ven espiritualmente a mi corazón.
(Pausa en silencio para adoración)
Como si ya hubieses venido,
te abrazo y me uno a ti:
no permitas que me aparte de ti. Amén
Oración al Santísimo de santo Tomás de Aquino
Oh, sagrado convite en el cual se recibe
al mismo Cristo; se renueva la memoria de
su pasión; el alma se llena de gracia;
y se nos da una prenda de la gloria futura.
– Les diste, Señor, el pan del cielo.
– Que contiene en sí todo deleite.
Oremos: Oh, Dios, que nos dejaste en tan admirable sacramento el memorial de tu pasión; concédenos, te rogamos, de tal manera venerar el sagrado misterio de tu Cuerpo y Sangre, que sintamos constantemente en nosotros el fruto de tu redención. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
por CEF | Constantino Ánchel | 13 Jun, 2010 | Confirmación Vida de los Santos
El día 26 de junio se celebra la fiesta de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. En las biografías que se han escrito sobre su vida hay abundantes datos sobre su infancia y, en concreto, sobre su iniciación cristiana, en la que sus padres desempeñaron un papel esencial. Una de las personas que mejor conoce la vida de san Josemaría es don Constantino Ánchel, investigador del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de la Universidad de Navarra. A él hemos acudido con motivo de la celebración del día de san Josemaría.
Don Constantino, ¿qué se sabe de la iniciación cristiana de san Josemaría?
Al hablar de iniciación cristiana nos referimos al itinerario que conduce a la inserción en la Iglesia por medio de los sacramentos del bautismo, confirmación y eucaristía. San Josemaría Escrivá perteneció a una familia y a una sociedad de fe muy acendrada: en estos casos, la fe tiende a informar todos los actos de la existencia, se hace vida, cultura, orienta la conducta y establece los criterios básicos de la educación de las personas.
Cuando San Josemaría se refería a los años de su iniciación cristiana hablaba en primer lugar del hogar de sus padres: “trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí, más que en el colegio” (Meditación 14-II-64, en AVP I. p 37).
¿Qué colegios colaboraron en su iniciación cristiana?
Cuando tenía tres años sus padres le llevaron a un parvulario de las Hijas de la Caridad, y, desde los siete, al colegio que los padres Escolapios regentaban en Barbastro. En estos colegios recibió, por así decirlo, los contenidos de carácter más escolar o intelectual. Pero antes, durante y después, esas enseñanzas eran recibidas por un niño que veía, en sus padres y parientes, cómo se insertaban en la vida corriente: no quedaban reducidas a un conjunto de conocimientos que se almacenaban en el entendimiento, sino que se orientaban a informar y dar sentido a todos los aspectos de la vida. Las enseñanzas recibidas en la escuela le servían para entender mejor lo que ya vivía en su familia.
¿Qué papel tuvieron sus padres en el origen y crecimiento de la vida de piedad de san Josemaría?
Sobre las primeras oraciones: en una homilía de 1967, hablando del itinerario de la vida espiritual, decía: «empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡Oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón…». Son recuerdos de infancia, de sus primeras oraciones, y es interesante notar dos cosas en esta evocación: la mención a sus padres, a los dos, dando a entender que los dos se empeñaron en la tarea de enseñarle las primeras oraciones; y la presencia de la Virgen en el comienzo de su vida de piedad, de su itinerario hacia Dios.
¿Podría concretar más qué papel tuvo su familia en este aspecto tan importante de la formación cristiana?
San Josemaría solía recordar un hecho inocente, pero que encierra una gran sabiduría. Explicaba que, cuando su madre recibía visitas de sus amigas, éstas se interesaban por el niño, el único varón de la familia, y aquellas buenas mujeres manifestaban su aprecio y cariño con un par de besos. Esto, al niño, no le hacía ninguna gracia, especialmente cuando lo hacía una que, según el niño, tenía algo de bigote y pinchaba. Por eso, cuando llegaban esas visitas, se escondía debajo de una cama. Su madre no le consentía estas manías, y con un bastón daba unos ligeros golpes en el suelo, para que saliera de su escondite, al tiempo que le decía: “Josemaría, vergüenza sólo para pecar”. Con estas palabras aprendió de modo práctico y vital un aspecto de la vida cristiana que bien puede encuadrarse en el don de temor de Dios: el valor de la libertad cristiana, que, lejos de inhibiciones y tabúes, sólo teme ofender y desagradar a Dios.
Esa formación cristiana, ¿se limitaba sólo a la transmisión de la fe, o abarcaba otros aspectos de la vida?
Me viene a la memoria una pregunta que hicieron a San Josemaría, en una reunión con varios cientos de personas. Una madre de familia le preguntó sobre la conveniencia de hablar a los hijos de los temas relacionados con la vida, con el origen de la vida. Y le respondió que era muy necesario hablar de la vida… y también de la muerte. En la infancia de san Josemaría se dieron ciertos acontecimientos familiares, de los que se sirvieron sus padres para hablarle de esta realidad. En aquellos años la mortalidad infantil era muy elevada y la familia Escrivá tuvo que ver cómo en poco tiempo, Dios se llevaba a tres de sus hijas. Los padres de san Josemaría aprovecharon esos hechos luctuosos para ayudar a su hijo a descubrir el verdadero destino de la vida humana. Cuando murió su hermana Chon, Josemaría tenía 11 años y pensó que el siguiente en fallecer sería él. Doña Dolores le tranquilizó diciéndole: No te preocupes, a ti no te puede pasar nada, porque estás pasado por la Virgen de Torreciudad».
¿Podría indicar otros aspectos?
Por ejemplo, aprendió en su familia el sentido profundo de la dignidad que tiene todo ser humano, por ser hijo de Dios; en su familia no se hacía acepción de personas. Así, vio cómo su madre recibía en su casa a una gitana, con la que tenía conversaciones delicadas e íntimas, probablemente relacionadas con problemas que esa buena mujer tenía que afrontar. Y no tenía inconveniente en introducirla en su habitación, si en ese momento no había un lugar en la casa donde poder conversar con la reserva requerida. También aprendió de sus padres que las personas del servicio estaban allí para realizar un trabajo, y que no estaban para satisfacer los caprichos y la pereza de nadie y que, por tanto, había que respetarlas, no molestarlas y no interrumpirlas en sus ocupaciones. Lo cual no era obstáculo para que, de vez en cuando, se saltasen esas prohibiciones, especialmente con María, la cocinera, que contaba un cuento, siempre el mismo, que hacía las delicias de los niños. En su padre pudo ver cómo se ocupaba de la formación profesional y cristiana de sus subordinados que le ayudaban en el negocio.
¿Y en la forja del carácter y en la adquisición de las virtudes?
San Josemaría aprendió desde niño que la fe bien vivida se manifiesta en el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas. Quisiera recordar un par de detalles que ilustran ese empeño de sus padres para que su hijo adquiriera ese carácter maduro, evitando que las manías y los caprichos tomaran cuerpo en él. Uno de ellos tiene que ver con la comida: decía de algún plato que no le gustaba. En concreto, de los pimientos. Y por consiguiente, decía que no los comía. Los padres no prestaban atención al tema, pero sí la doncella, que preguntaba a la madre si preparaba otra cosa para el niño. Entonces, la madre, sin alterarse, decía que no, que ya lo comería cuando tuviera hambre. Y así ocurrió. En otra ocasión, tuvo un arrebato de genio y arrojó contra la pared algo de la comida, quedando la marca en el muro. Sus padres determinaron no limpiar la mancha y dejarla durante un tiempo, para que al verla, se avergonzara de su conducta.
En esta misma línea, fue testigo de la entereza y conformidad que tuvieron sus padres para aceptar las contrariedades graves que padecieron: la muerte de tres de sus hijos y el hundimiento del negocio de tejidos que servía de sustento para la familia. El niño Josemaría percibía dolor y sufrimiento, pero también era testigo del señorío con que sus padres afrontaron esos hechos, sin perder la alegría y sin pronunciar palabra alguna negativa de nadie, aunque humanamente pudiera haber motivo.
¿Iban los padres con sus hijos a la Misa dominical?
Acerca del cumplimiento del precepto dominical escribió años más tarde: «Mi madre, papá, mis hermanos y yo íbamos siempre juntos a oír Misa. Mi padre nos entregaba la limosna, que llevábamos gozosos, al hombre cojo, que estaba arrimado al palacio episcopal. Después me adelantaba a tomar agua bendita, para darla a los míos. La Santa Misa. Luego, todos los domingos, en la capilla del Santo Cristo de los Milagros rezábamos un Credo. Y, el día de la Asunción —como he dicho—, era cosa obligada adorar (así decíamos) a la Virgen de la Catedral” (en AVP I, pp. 36-37). Se refería a una imagen de la Dormición de la Virgen, que estaba en una capilla lateral y que era conocida por el pueblo como la Virgen de la Cama.
¿Qué devociones se practicaban en su familia?
En su familia se practicaban, de modo natural y habitual, algunas devociones: los sábados acudían a una capilla cercana, donde se rezaba el rosario y se cantaba la Salve. En el domicilio familiar había algunos cuadros e imágenes religiosas, que estaban allí no tanto como decoración, sino para facilitar la invocación a Santa María y a San José cuando se pasaba junto a ellos. Como buenos aragoneses, la devoción a Nuestra Señora del Pilar ocupaba un lugar preferente. Además, su padre tenía particular devoción a la Virgen de la Medalla Milagrosa y de vez en cuando llegaba a la casa una imagen itinerante de esta advocación. Años más tarde, en 1924, cuando estaba la imagen en la casa el día de esa fiesta, don José Escrivá, antes de salir hacia su trabajo, se detuvo unos momentos ante la imagen. La Virgen recogió su última oración, pues al terminar se desplomó, perdió el sentido y falleció poco después.
La Navidad, como en tantas familias, era un momento de especial fiesta y profundo sentido cristiano. Se preparaba con el Belén, que don José iba poniendo ayudado por sus hijos. Cuando estaba ocupado en esas tareas, se acercaba doña Dolores y susurraba al oído de su marido estas palabras: “nunca me has parecido más hombre que ahora, que pareces un niño”; estas palabras las recogió más tarde en Camino 557. En Nochebuena acudía toda la familia a la Misa del Gallo, y luego, ante el Nacimiento, se cantaban villancicos.
Alguna vez, san Josemaría habló de su primera confesión. ¿Podría decir algo?
Cuando su madre consideró que había llegado el momento oportuno, a la edad de los seis o siete años, preparó a su hijo para que hiciera la primera confesión. Lo llevó a su confesor, el P. Enrique Labrador, en la iglesia del colegio de los PP. Escolapios. En alguna ocasión, muchos años más tarde, evocaba aquel momento y contaba que, al llegar a casa, sus padres le preguntaron si podían ayudarle a cumplir la penitencia. Y él respondió que la penitencia impuesta la cumplía él solo, sin necesidad de ayuda. Y era que el P. Labrador le puso de penitencia comerse un huevo frito. Desde entonces comenzó a confesarse sin necesidad de que le instase su madre y, probablemente, con la frecuencia habitual del Colegio.
¿Y de su primera Comunión?
En aquellos años, la edad para recibir por primera vez la comunión era sobre los doce años. Sin embargo, el 8 de agosto de 1910 se promulgó el Decreto Quam singulari, en el que se establecía que los niños debían ser admitidos a la Primera Comunión al llegar a la edad de la discreción, esto es, en torno a los siete años, según se decía entonces en los catecismos. Inmediatamente sus padres determinaron que comenzara la preparación para recibir este sacramento. Fue el P. Manuel Laborda, quien le preparó, y quien, entre otras cosas, le enseñó una oración para la comunión espiritual, que se encontraba en antiguos catecismos de las Escuelas Pías. Esta «comunión espiritual» es la que recitó durante toda su vida y la que enseñó a quienes se dirigían con él y, más tarde, a los fieles del Opus Dei. Por fin, el día de san Jorge, el 23 de abril de 1912, recibió a Jesús Sacramentado por primera vez.
¿Qué diría a modo de resumen?
Con lo dicho hasta aquí, he hecho un espigueo, sin ánimo de ser exhaustivo, sobre la iniciación cristiana de San Josemaría. Como resumen, pienso que se puede decir que todas las acciones encaminadas a que una persona se forme como cristiano desde la infancia han de tener como objetivo que, poco a poco, ese niño, esa niña, ayudados sobre todo por sus padres, se acerquen a Jesucristo y actúen por sí mismos, con iniciativa propia, habiendo integrado todos esos principios y contenidos en su vida. Se puede decir que ese objetivo se cumplió plenamente en la iniciación cristiana de san Josemaría.
Entrevista a don Constantino Ánchel, Doctor en Teología.
Investigador del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá.
Universidad de Navarra.
por SECRETARIADO DIOCESANO DE CATEQUESIS de la DIÓCESIS DE CALAHORRA Y LA CALZADA-LOGROÑO | 6 Jun, 2010 | Catequesis Metodología
A partir de una seria reflexión sobre la catequesis para la infancia, se llega a la conclusión de que se está realizando un gran esfuerzo en la iniciación cristiana de los niños y, sin embargo, los resultados son realmente desalentadores.
En este contexto surge la idea de la «Catequesis Familiar»; una catequesis fundamentada en la evangelización del adulto para que él mismo se convierta en el mejor vehículo del anuncio de la Buena Noticia a sus propios hijos.
* * *
En la XX Asamblea Diocesana de Catequistas (2002) se expone la metodología de la catequesis familiar a cargo de sus grandes impulsores en España: Julia Muñoz y Manuel Martí, y varias parroquias empiezan su primera experiencia. Con ocasión de la Primera Comunión, reunieron a los padres apelando a la responsabilidad que tienen sobre sus hijos, no solamente en cuanto a la educación natural, sino en cuanto a la fe se refiere. Se les anunció el proyecto de que ellos fueran los catequistas de sus propios hijos, y los acercaran a la Eucaristía cuando ellos mismos los encontraran lo suficientemente preparados. Dentro del asombro y resistencia inicial, un tanto por ciento numeroso de padres comienzan la nueva catequesis familiar.
Se comienza con una reunión quincenal tratando que la experiencia de Fe prime sobre la instrucción. Se les dan pequeñas normas para facilitarles la transmisión de lo que se dice y reflexiona, al nivel de sus hijos y demás familiares. Y como siempre que se cambia de rumbo radicalmente hay que tratar de dar respuesta a los primeros problemas:
- Había que tratar de hacer las reuniones con un talante vital y que diera mucho pie a la reflexión comunitaria.
- Había que buscar catequistas de matrimonios que atendieran como guías de los nuevos grupos que se incorporaban.
- Había que ponerse al día en los nuevos materiales y la metodología de las reuniones y celebraciones tanto para los adultos como para los niños
Con el esfuerzo de toda la parroquia, estos problemas se van resolviendo. Por lo que respecta a los monitores, se escogieron a matrimonios de la parroquia con una experiencia de fe madura, con la intención de que fueran surgiendo algunos padres que después de haber aprendido y vivido la catequesis familiar, fueran guías de nuevos grupos. Es cierto que al comienzo no todo se puede realizar a la perfección y se corre el riesgo de no desarrollar todo el proceso tal y como se indica en la metodología de la Catequesis Familia, pero con un trabajo ímprobo, con muchas dudas y sobre todo con muchísima esperanza los sacerdotes y monitores fueron haciéndose con sus grupos y la catequesis familiar se va poniendo en marcha de forma estable. A los cinco años se podrá decir que la catequesis familiar ya es algo consolidado y que empieza a dar fruto, en la integración de los padres y los hijos en la parroquia y con un movimiento en todas las direcciones pastorales, realmente gozoso.
Ante esta realidad, varias parroquias se van cuestionando la implantación de esta catequesis. Con gran esfuerzo y mucho sacrificio de unos pocos, se va tratando de que dar a conocer en toda la Diócesis tal y como el Sínodo ha pedido en una de sus propuestas más votadas.
I. Objetivos de la Catequesis Familiar
- Evangelizar, en lo posible, a todo el núcleo familiar: La comunidad parroquial ofrece este servicio a los padres, para que, a su vez, catequicen a sus hijos por la palabra y el testimonio de vida. Este fue el estilo de Jesús en su predicación y en su actuación.
- Se intentará llevar a padres e hijos a vivir esta experiencia de fe en comunidad, con el compromiso de construir una sociedad más justa, alejada del individualismo y de cualquier otro tipo de insolidaridad.
- Que lo adhesión de la familia a Jesucristo sea totalmente consciente y libre, fruto único de la conversión del corazón. El número de los que entran en esta dinámica no será generalizado ni masivo.
- Los niños deben recibir de sus padres estas vivencias para abrir, de forma natural, su corazón a la fe en el Señor Jesús.
II. Principios en los que se funda esta Catequesis
Son de dos clases: Teológico-Pastorales y pedagógicos. Tanto los unos como los otros no constituyen una metodología, que siempre restringe de alguna manera la creatividad del catequista y la libertad en la transmisión de la fe. Sí constituyen el armazón interno de la Catequesis Familiar.
Todos estos principios se han entresacado de una reflexión comunitaria sobre la manera que tiene Dios de actuar a través de la Historia. Resumimos a continuación algunos de ellos:
1.° Algunos principios teológico-pastorales:
- Dios actúa siempre sin prisa.
- Deja a salvo en todo caso, la libertad del hombre.
- Se limita a llamar permanentemente a la conversión del corazón.
- Es exigente para aquél que lo descubre y libremente se adhiere a El.
- Se manifiesta como Dios de un Pueblo, no de individuos aislados: Ha establecido que la fe sea transmitida por otros hombres.
- El establecimiento de su Reino es la tarea fundamental de los cristianos a través de la historia y de “su historia”.
2.° Principios pedagógico-cristianos
- Jesús unió siempre los gestos a las palabras: su método era activo y existencial.
- Entregó su mensaje de forma progresiva y adaptada a los que le escuchaban: era el Maestro.
- Conoció a sus seguidores y de entre ellos eligió a los apóstoles. A ellos los preparó para la misión advirtiéndoles de las dificultades que iban a encontrar en la sociedad, en los grupos, en las costumbres y en las personas.
- A sus seguidores los escuchó, comprendió y los animó en sus momentos difíciles, abriéndoles un horizonte misionero hacia todos los pueblos razas y culturas.
III. Organización de la Catequesis Familiar
Sugerencias de cómo empezar esta catequesis en una Parroquia
Como en la actualidad hay todavía una buena parte de los padres que, aunque alejados de la fe, quieren que sus hijos hagan la “Primera Comunión”, éste es un buen momento para inicial la Catequesis Familiar. Bajo este ángulo sugerimos:
a) El encuentro en que vienen a “apuntar” al niño debe ser acogedor y sin prisas, insistiendo que venga el padre y la madre. Se les hablará de la responsabilidad que tienen los padres en la educación humana y la de la fe de sus hijos. Se les invitará a participar en la preparación del niño y se les citará para una reunión con todos los demás padres.
b) Con las inscripciones de los niños, se harán grupos de unas diez o doce familia. Este grupo de padres será el responsable de la formación colectiva de sus propios hijos. Se utilizarán los criterios de proximidad, amistad o afines, pero nunca se los agrupará por clase social o por razón de cualquier tipo de poder o privilegio.
c) En el primer encuentro con este colectivo de padres se abordarán los siguientes puntos:
- Los responsables primeros en la educación de la fe de los niños son sus padres.
- La comunidad parroquial pone al servicio de los padres, para su preparación en esta labor, una reunión semanal (o quincenal) en la que se profundizará a nivel adulto, el Mensaje que ellos transmitirán luego a sus hijos.
- Que catequizar a sus hijos supone, necesariamente, el dar testimonio de su fe.
- Se darán las indicaciones prácticas necesarias para la siguiente reunión de los padres con sus hijos y la que deben tener en grupo para discernir lo que comunicarán a sus hijos de lo vivido a nivel adulto.
IV. Las reuniones semanales con adultos
Cada semana, a la hora, día y lugar convenidos, tiene lugar la reunión de los adultos. Damos algunas líneas concretas de cómo se realizan:
- La reunión no debe durar más de una hora y media. Aunque no se sea puntual para empezar, se debe ser puntual para terminar.
- Las partes fundamentales de la reunión son:
- Conversación en grupo: diálogo en torno a la catequesis realizada en casa con los niños, el matrimonio; guía-formula algunas preguntas para la puesta en común.
- Reflexión a nivel de adulto sobre el temario del libro de padres. Se trata de enlazar el tema expuesto con la vida cristiana de los padres y sugerir intervenciones a modo de reflexión sobre el mensaje proclamado y las vivencias personales al respecto, para que en todos los encuentros reciban una catequesis básica.
- Preparación de la catequesis de niños. El último tiempo de la reunión, se habla de cómo enfocar el tema expuesto para que sea inteligible y de provecho a los niños. Se subrayan las ideas principales del Mensaje a entregar y pueden hacerse sugerencias metodológicas para transmitir las vivencias de la mejor manera posible a los niños, y cómo llevar a cabo la ficha del cuaderno del niño.
V. Cómo debe prepararse la reunión con los padres
- Como regla general, los monitores responsables de un grupo, deberían ser tres (sacerdote, matrimonio-guía y monitor de niños). Han de estar bien formados en el contenido y la metodología de la catequesis familiar, dedicando un tiempo prolongado al estudio de todo lo relacionado con esta nueva transmisión de la fe y asistiendo a los encuentros diocesanos de formación y comunicación de experiencias. La preparación de las reuniones debe ser conjunta y seria. No deberían ir nunca a una reunión de forma improvisada.
- Algunas indicaciones a tener en cuenta en la preparación:
- Deberán buscar el objetivo de la misma o el aspecto de la Buena Noticia a transmitir. Se pondrán todos de acuerdo sobre ello.
- Prepararán el tema que tenga que ver con el objetivo, con un lenguaje actual y cercano a los miembros del grupo. Se estudiarán los posibles cauces por donde puede discurrir la conversación y se verá la forma más adecuada para ligarla con el tema central.
- No se saltarán temas (estamos en una catequesis sistemática), ni se mezclarán unos temas con otros. La exposición se preparará con cuidado tratando de ser fieles a ese aspecto del Mensaje de Jesús, contenido en el temario catequético del proceso..
- Se prepararán algunas ideas de cómo deben los padres enfocar esta catequesis para sus propios hijos.
por Luis M. Benavides | 31 May, 2010 | Catequesis Metodología
Esta columna mensual, que empezamos, pretende ayudarnos en la hermosa tarea de despertar a nuestros hijos en la aventura de la fe. Entre los temas que trataremos dentro del despertar religioso de los niños, la iniciación en la oración ocupará un lugar central. A lo largo de una serie de entregas, encontraremos reflexiones y recomendaciones —sencillas y prácticas— para despertar el sentido de la oración en nuestros niños. Más adelante, veremos otras cuestiones vinculadas a la educación de la fe de los pequeños.
Cuando años atrás empecé a trabajar en la Catequesis de Niños, una de las primeras preocupaciones o dificultades con las que me encontré fue la falta de sistematización de las experiencias en torno a la oración con niños pequeños. Básicamente, me preocupaba cómo hacer que los niños pudieran acercarse más y mejor a la oración. Muchas mamás y papás, familiares, docentes y catequistas me preguntaban cómo iniciar a los niños en la oración. Al poco tiempo de estar en contacto con los más pequeños, me di cuenta de que la cuestión no era tan difícil como aparentaba.
Poco a poco, fui cayendo en la cuenta de que los niños tienen un gran potencial para vivir auténticas experiencias de oración, muchas de ellas más espontáneas y sentidas que las de los adultos. Los niños llevan en sí mismos una gran capacidad de contemplación y de admiración por lo absoluto; de oración y de comunicación con Dios. Lo que más me ayudó fue rezar y aprender a rezar junto a los chicos. Ellos se convirtieron en auténticos “maestros de oración”; quizás, por aquello de que: …si no os hacéis como niños, no entrareis en el Reino de los Cielos… (Mt 19,13-15)
La oración es, quizás, la máxima expresión del amor entre la creatura y su Creador. El Bautismo establece una relación de amor entre Dios y el niño, creando en él el poder y la necesidad de responder a ese amor. Favorecer el crecimiento espiritual del niño significa, pues ayudarlo a entrar libremente en la reciprocidad de esta relación de amor.
El niño debe hacer de la oración con su Padre Dios un estilo de vida. Cualquier momento, cualquier acto, cualquier ocasión; todo, puede ser motivo de alabanza, de acción de gracias, de petición, de oración. Desde pequeño, el niño debe internalizar la presencia de Dios como algo definitivo en su vida. La oración es uno de los mejores momentos que el ser humano posee para vivir espontáneamente su relación con Dios.
No se trata de llenar la cabeza de los chicos de ideas sobre Dios sino, sobre todo, de enseñarles a vivir constantemente en la presencia de Dios, a vivir con Dios. Considero que podremos sentirnos ampliamente satisfechos en nuestra tarea, si logramos provocar en los niños el gusto por la oración, el deseo de dialogar permanentemente con Dios.
La iniciación en la oración no consiste tanto
en hablar DE Dios, sino en hablar CON Dios.
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Para la iniciación a la oración no hay fórmulas escritas o preestablecidas. A rezar se aprende rezando. Es bien evidente que, nuestra irradiación personal será para los niños la mejor iniciación en la oración. El gusto por la oración se contagia, se transmite orando y mostrando a los demás lo feliz que hace vivir en la presencia de Dios. Por eso, la oración es como un “recuerdo de Dios”, un frecuente despertar la “memoria del corazón”.
El niño debe vivenciar a un Dios cercano, que lo cuida, lo ama y lo protege siempre. La certeza de saber que Dios está siempre con nosotros, aun en los momentos difíciles, es una de las certezas que más necesitaremos en nuestro caminar por este mundo y que deberá acompañarnos de por vida.
Claro está que la oración también es un don, es un regalo de Dios. Y como todo don, no se merece; no se logra por el mero esfuerzo o sacrificio personal. Dios regala a cada uno el don de la oración según le place. Es a Él a quien debemos pedirle que nos enseñe a orar, que abra los corazones de nuestros hijos a la oración. Jesús mismo nos prometió la asistencia del Espíritu Santo, quien iluminará nuestros corazones para poder llamar a Dios “Abbá”, es decir, “papito” (Mc 14,36).
Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada
lanzada hacia el cielo, un grito de agradecimiento y de amor tanto
desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría…
Santa Teresita del Niño Jesús
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por Eduardo Chávez Sánchez, Postulador Oficial de la Causa de Canonización de Juan Diego | 25 May, 2010 | Confirmación Taller de oración
Colección de oraciones dirigidas a san Juan Diego, para que interceda ante Dios por nosotros.
* * *
Tú que fuiste elegido por Nuestra Señora de Guadalupe como instrumento para mostrar a tu gente y al mundo que el camino del cristiano es uno de amor, compasión, comprensión, valores, sacrificios, arrepentimiento de nuestros pecados, aprecio y respeto por la creación de Dios, y por encima de todo, uno de humildad y obediencia.
Tú, quien ahora sabemos que estás en el Reino de nuestro Señor y cerca de nuestra Madre, sé nuestro ángel y protégenos, quédate con nosotros mientras luchamos en esta vida moderna sin saber, la mayor parte del tiempo, donde fijar nuestras prioridades.
Ayúdanos a orar a Dios, por medio del Corazón de nuestra Señora de Guadalupe hacia el Corazón de Jesús, para obtener los dones del Espíritu Santo y usarlos para el bien de la humanidad y el bien de nuestra Iglesia.
Amén.
(Para el pueblo mexicano)
¡Oh, Padre Celestial! que concediste a Juan Diego ser el confidente de la Virgen de Guadalupe y asistir al nacimiento de la fe en nuestra Patria, te pedimos, por su intercesión, que socorras a los más necesitados.
Consuela a los enfermos de alma y cuerpo y concede que el Pueblo Mexicano, unido por la fuerza del amor a nuestra Dulce Madre del Tepeyac, haga de cada uno de sus hogares un templo vivo en donde adoremos a Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Oh, San Juan Diego!, en las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, tú, un humilde pastor, fuiste elegido como mensajero de Ella.
Tu completa lealtad en esta tarea es aún evidente hoy en día, en la milagrosa imagen que la Virgen dejó en la tilma.
Intercede por mí, te suplico, para que pueda tener tu confianza infantil en la Madre de Dios y para que mi corazón pueda responder a sus maternales inspiraciones.
Por medio de una simple confianza, obediencia y amor, espero un día poder unirme a ti y compartir la felicidad que nunca se acaba, ahí donde nuestra celestial Madre reina en la gloria de su Hijo.
Amén.
Juan Diego, gracias por el mensaje evangelizador que con humildad nos has entregado.
Gracias a ti sabemos que la Virgen Santísima de Guadalupe es la Madre del verdadero Dios por quien se vive y es la portadora de Jesucristo que nos da su Espíritu que vivifica a nuestra Iglesia.
Gracias a ti sabemos que Santa María de Guadalupe es también nuestra Madre amorosa y compasiva, que escucha nuestro llanto, nuestra tristeza; porque Ella remedia y cura nuestras penas, nuestras miserias y dolores.
Gracias al obediente cumplimiento de tu misión sabemos que Santa María de Guadalupe nos ha colocado en su corazón, que estamos bajo su sombra y resguardo, que es la fuente de nuestra alegría, que estamos en el hueco de su manto, en el cruce de sus brazos.
Gracias Juan Diego por este mensaje que nos fortifica en la Paz, en la Unidad y en el Amor.
por CeF | Fuentes varias | 25 May, 2010 | Confirmación Vida de los Santos
San Juan Diego nació en 1474 en el calpulli de Tlayacac en Cuauhtitlán, México, establecido en 1168 por la tribu nahua y conquistado por el jefe Azteca Axayacatl en 1467. Cuando nació recibió el nombre de Cuauhtlatoatzin, que quiere decir «el que habla como águila» o «águila que habla».Juan Diego perteneció a la más numerosa y baja clase del Imperio Azteca, sin llegar a ser esclavo. Se dedicó a trabajar la tierra y fabricar matas las que luego vendía. Poseía un terreno en el que construyó una pequeña vivienda. Contrajo matrimonio con una nativa pero no tuvo hijos.
Entre 1524 y 1525 se convierte al cristianismo y fue bautizado junto a su esposa, él recibió el nombre de Juan Diego y ella el de María Lucía. Fueron bautizados por el misionero franciscano Fray Toribio de Benavente, llamado por los indios «Motolinia» o » el pobre».
Antes de su conversión, Juan Diego ya era un hombre piadoso y religioso. Era muy reservado y de carácter místico, le gustaba el silencio y solía caminar desde su poblado hasta Tenochtitlán, a 20 kilómetros de distancia, para recibir instrucción religiosa. Su esposa María Lucía falleció en 1529. En ese momento Juan Diego se fue a vivir con su tío Juan Bernardino en Tolpetlac, a sólo 14 kilómetros de la iglesia de Tlatilolco, Tenochtitlán. Durante una de sus caminatas camino a Tenochtitlán, que solían durar tres horas a través de montañas y poblados, ocurre la primera aparición de Nuestra Señora, en el lugar ahora conocido como «Capilla del Cerrito», donde la Virgen María le habló en su idioma, el náhuatl.
Juan Diego tenía 57 años en el momento de las apariciones, ciertamente una edad avanzada en un lugar y época donde la expectativa de vida masculina apenas sobrepasaba los 40 años.Luego del milagro de Guadalupe Juan Diego fue a vivir a un pequeño cuarto pegado a la capilla que alojaba la santa imagen, tras dejar todas sus pertenencias a su tío Juan Bernardino. Pasó el resto de su vida dedicado a la difusión del relato de las apariciones entre la gente de su pueblo.
Murió el 30 de mayo de 1548, a la edad de 74 años. Juan Diego fue beatificado en abril de 1990 por el Papa Juan Pablo II y proclamado santo el 31 de Julio de 2002.
Fuente: Agencia católica de noticias ACIPRENSA.
La Virgen de Guadalupe (película completa)
por Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe de México | Devocionario.com | 25 May, 2010 | Confirmación Vida de los Santos
El Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe es único entre todos los grandes centros de devoción mariana, porque aquí se ha conservado y se venera el hermosísimo retrato de María Inmaculada Madre de Dios, en la tilma del humilde indígena, san Juan Diego, que fue pintado por pinceles que no eran de este mundo.
Diez años después de la conquista de México, el día 9 de diciembre de 1531, Juan Diego iba rumbo al Convento de Tlaltelolco para oír misa. Al amanecer llegó al pie del Tepeyac. De repente oyó música que parecía el gorjeo de miles de pájaros. Muy sorprendido se paró, alzó su vista a la cima del cerro y vio que estaba iluminado con una luz extraña. Cesó la música y en seguida oyó una dulce voz procedente de lo alto de la colina, llamándole:
«Juanito; querido Juan Dieguito».
Juan subió presurosamente y al llegar a la cumbre vio a la Santísima Virgen María en medio de un arco iris, ataviada con esplendor celestial. Su hermosura y mirada bondadosa llenaron su corazón de gozo infinito mientras escuchó las palabras tiernas que ella le dirigió a él. Ella habló en azteca. Le dijo que ella era la Inmaculada Virgen María, Madre del Verdadero Dios. Le reveló cómo era su deseo más vehemente tener un templo allá en el llano donde, como madre piadosa, mostraría todo su amor y misericordia a él y a los suyos y a cuantos solicitaren su amparo.
«Y para realizar lo que mi clemencia pretende, irás a la casa del Obispo de México y le dirás que yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo; que aquí en el llano me edifique un templo. Le contarás cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que le agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás que yo te recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Ya has oído mi mandato, hijo mío, el más pequeño: anda y pon todo tu esfuerzo».
Juan se inclinó ante ella y le dijo:
«Señora mía: ya voy a cumplir tu mandato; me despido de ti, yo, tu humilde siervo».
Cuando Juan llegó a la casa del Obispo Zumárraga y fue llevado a su presencia, le dijo todo lo que la Madre de Dios le había dicho. Pero el Obispo parecía dudar de sus palabras, pidiéndole volver otro día para escucharle más despacio.
Ese mismo día regresó a la cumbre de la colina y encontró a la Santísima Virgen que le estaba esperando. Con lágrimas de tristeza le contó cómo había fracasado su empresa. Ella le pidió volver a ver al Sr. Obispo el día siguiente. Juan Diego cumplió con el mandato de la Santísima Virgen. Esta vez tuvo mejor éxito; el Sr. Obispo pidió una señal.
Juan regresó a la colina, dio el recado a María Santísima y ella prometió darle una señal al siguiente día en la mañana. Pero Juan Diego no podía cumplir este encargo porque un tío suyo, llamado Juan Bernardino había enfermado gravemente.
Dos días más tarde, el día doce de diciembre, Juan Bernardino estaba moribundo y Juan Diego se apresuró a traerle un sacerdote de Tlaltelolco. Llegó a la ladera del cerro y optó ir por el lado oriente para evitar que la Virgen Santísima le viera pasar. Primero quería atender a su tío. Con grande sorpresa la vio bajar y salir a su encuentro. Juan le dio su disculpa por no haber venido el día anterior. Después de oír las palabras de Juan Diego, ella le respondió:
«Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón, no temas esa ni ninguna otra enfermedad o angustia. ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud? ¿Qué más te falta? No te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó».
Cuando Juan Diego oyó estas palabras se sintió contento. Le rogó que le despachara a ver al Señor Obispo para llevarle alguna señal y prueba a fin de que le creyera. Ella le dijo:
«Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, recógelas y en seguida baja y tráelas a mi presencia».
Juan Diego subió y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tan hermosas flores. En sus corolas fragantes, el rocío de la noche semejaba perlas preciosas. Presto empezó a córtalas, las echó en su regazo y las llevó ante la Virgen. Ella tomó las flores en sus manos, las arregló en la tilma y dijo:
«Hijo mío el más pequeño, aquí tienes la señal que debes llevar al Señor Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu tilma y descubras lo que llevas».
Cuando Juan Diego estuvo ante el Obispo Fray Juan de Zumárraga, y le contó los detalles de la cuarta aparición de la Santísima Virgen, abrió su tilma para mostrarle las flores, las cuales cayeron al suelo. En este instante, ante la inmensa sorpresa del Señor Obispo y sus compañeros, apareció la imagen de la Santísima Virgen María maravillosamente pintada con los más hermosos colores sobre la burda tela de su manto.
Curación de Juan Bernardino
El mismo día, doce de diciembre, muy temprano, la Santísima Virgen se presentó en la choza de Juan Bernardino para curarle de su mortal enfermedad. Su corazón se llenó de gozo cuando ella le dio el feliz mensaje de que su retrato milagrosamente aparecido en la tilma de Juan Diego, iba a ser el instrumento que aplastara la religión idólatra de sus hermanos por medio de la enseñanza que el divino códice-pintura encerraba.
Te-coa-tla-xope en la lengua Azteca quiere decir ‘aplastará la serpiente de piedra’. Los españoles oyeron la palabra de los labios de Juan Bernardino. Sonó como «de Guadalupe». Sorprendidos se preguntaron el por qué de este nombre español, pero los hijos predilectos de América, conocían bien el sentido de la frase en su lengua nativa. Así fue como la imagen y el santuario adquirieron el nombre de Guadalupe, título que ha llevado por cuatro siglos.
Se lee en la Sagrada Escritura que en tiempo de Moisés y muchos años después un gran cometa recorría el espacio. Tenía la apariencia de una serpiente de fuego. Los indios de México le dieron el nombre de Quetzalcoatl, serpiente con plumas. Le tenían mucho temor e hicieron ídolos de piedra, en forma de serpiente emplumada, a los cuales adoraban, ofreciéndoles sacrificios humanos. Después de ver la sagrada imagen y leer lo que les dijo, los indios abandonaron sus falsos dioses y abrazaron la Fe Católica. Ocho millones de indígenas se convirtieron en sólo siete años después de la aparición de la imagen.
La tilma de Juan Diego
La tilma en la cual la imagen de la Santísima Virgen apareció, está hecha de fibra de maguey. La duración ordinaria de esta tela es de veinte años a lo máximo. Tiene 195 centímetros de largo por 105 de ancho con una sutura en medio que va de arriba a abajo.
Impresa directamente sobre esta tela, se encuentra la hermosa figura de Nuestra Señora. El cuerpo de ella mide 140 centímetros de alto.
Esta imagen de la Santísima Virgen es el único retrato auténtico que tenemos de ella. Su conservación en estado fresco y hermoso por más de cuatro siglos, debe considerarse milagrosa. Se venera en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México, donde ocupa el sitio de honor en el altar mayor.
La Sagrada Imagen duró en su primera ermita desde el 26 de diciembre, 1535 hasta el ano de 1622.
La segunda iglesia ocupó el mismo lugar donde se encuentra hoy la Basílica. Esta duró hasta 1695. Unos pocos años antes fue construida la llamada Iglesia de los Indios junto a la primera ermita, la cual sirvió entonces de sacristía para el nuevo templo. En 1695, cuando fue demolido el segundo templo, la milagrosa imagen fue llevada a la Iglesia de los Indios donde se quedó hasta 1709 fecha en que se dedicó el nuevo hermoso templo que todavía despierta la admiración de Mexicanos y extranjeros.
Coronación de Nuestra Señora de Guadalupe
El doce de octubre de 1895 la bendita imagen de la Santísima Virgen fue coronada por decreto del Santo Padre, León XIII, y el doce de octubre de 1945, cincuentenario de la coronación, su Santidad Pío XII en su célebre radio mensaje a los Mexicanos le aplicó el titulo de Emperatriz de las Américas.
El doce de octubre de 1961, su Santidad Juan XXIII, dirigió un radio mensaje a los Congresistas del II Congreso Interamericano Mariano quienes se encontraron presentes dentro de la Nacional e Insigne Basílica de Guadalupe. En este día, a las doce en punto, se escuchó la sonora voz del Santo Padre quien pronunció las siguientes palabras:
Amadísimos Congresistas y fieles todos de América:
María, Madre de Dios y Madre nuestra, esa tierna palabra que estos días vuestros labios repiten sin fin con el título bendito de Madre de Guadalupe, abre este nuestro saludo que dirigimos a cuantos tomáis parte en el Segundo Congreso Mariano Interamericano y a todos los países de América.
Feliz oportunidad ésta del 50 aniversario del Patronato de María Santísima de Guadalupe sobre toda la América Latina, que tanto bien ha producido entre los pueblos del Continente, para alentaros en vuestras manifestaciones de mutuo amor y de devoción a la que es Madre de vida y Fuente de gracia.
Día histórico aquél doce de octubre en que el grito «tierra» anunciaba la unión de dos mundos, hasta entonces desconocidos entre sí, y señalaba el nacimiento a la fe de esos dos continentes; a la fe en Cristo —«luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9)— de la cual María es como la «aurora consurgens» que precede la claridad del día. Más adelante «la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive», derrama su ternura y delicadeza maternal en la colina, del Tepeyac, confiando al indio Juan Diego con su mensaje unas rosas que de su tilma caen mientras en ésta queda aquél retrato suyo dulcísimo que manos humanos no pintaran.
Así quería Nuestra Señora continuar mostrando su oficio de Madre: Santa María de Guadalupe, siempre símbolo y artífice de esta fusión que formaría la nacionalidad mexicana y, en expansión cargada de sentidos, rebasaría las fronteras para ofrecer al mundo ese coro magnífico de pueblos que rezan en español.
Primero Madre y Patrona de México, luego de América y de Filipinas: el sentido histórico de su mensaje iba cobrando así plenitud, mientras abría sus brazos a todos los horizontes en un anhelo universal de amor.
Abre el alma a la esperanza cuando en ese mismo Continente se viene estudiando y poniendo en práctica para elevar el nivel de vidas de los pueblos humanos. Vemos con aplauso las iniciativas encaminadas a procurar personal preparado para el apostolado a los países escasos de clero o de religiosos en el deseo de sostener su fe y de continuar la misión salvadora de la Iglesia.
¡Cuánto podrá ayudar a mantener vivos estos ideales cristianos de fraternidad vuestro Congreso! Qué altura y qué nobleza adquieren las relaciones entre los individuos y los pueblos cuando se las contempla a la luz de nuestra fraternidad en Cristo: «onmes vos fratres estis» (Mt 23, 8) según proclama el lema de vuestro Congreso.
Y cuanto en esta convivencia alienta el amor y la consideración de una Madre común, entonces los vínculos de la familia humana adquieren la eficacia de algo más vital, más sentido que sublima el poder y la fuerza de cualquier ley.
Tenéis ahí a María, la Madre común, puesto que es Madre de Cristo, la que con su solicitud y compasión maternal ha contribuido a que se nos devuelva la vida divina y sobrenatural, la que en la persona del discípulo amado nos fue donada como Madre espiritual por Cristo mismo en la cruz.
¡Salve, Madre de América! Celestial Misionera del nuevo Mundo, que desde el Santuario del Tepeyac has sido, durante más de cuatro Siglos Madre y Maestra en la fe de los pueblos de América. Sé también su amparo y sálvalos oh Inmaculada María; asiste a sus gobernantes, infunde nuevo celo a sus Prelados, aumenta las virtudes en el clero; y conserva siempre la fe en el pueblo.
Oiga María estos votos para que los presente a Cristo en cuyo nombre y con el más vivo afecto de nuestro corazón de Padre os bendecimos.
Fuente: devocionario.com.
Este texto ha sido extraído de un antiguo folleto aprobado por Monseñor Gregorio Aguilar, abad en funciones de la basílica de Guadalupe. El lector interesado puede leer el Nican Mopohua, la narración original del hecho guadalupano, escrita por Antonio Valeriano (1520-1605) y traducida por Guillermo Ortíz de Montellano en 1989. También está accesible el relato que en 1649 escribió Luis Lasso de la Vega a partir del original en dialecto Nahuatl.
por Santiago de la Vorágine, Leyenda Áurea | 22 Abr, 2010 | Postcomunión Vida de los Santos
En cierta ocasión llegó san Jorge a una ciudad llamada Silca, en la provincia de Libia. Cerca de la población había un lago tan grande que parecía un mar donde se ocultaba un dragón de tal fiereza y tan descomunal tamaño, que tenía atemorizadas a las gentes de la comarca, pues cuantas veces intentaron capturarlo tuvieron que huir despavoridas a pesar de que iban fuertemente armadas. Además, el monstruo era tan sumamente pestífero, que el hedor que despedía llegaba hasta los muros de la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban de acercarse a la orilla de aquellas aguas. Los habitantes de Silca arrojaban al lago cada día dos ovejas para que el dragón comiese y los dejase tranquilos, porque si le faltaba el alimento iba en busca de él hasta la misma muralla, los asustaba y, con la podredumbre de su hediondez, contaminaba el ambiente y causaba la muerte a muchas personas.
Al cabo de cierto tiempo los moradores de la región se quedaron sin ovejas o con un número muy escaso de ellas, y como no les resultaba fácil recebar sus cabañas, celebraron una reunión y en ella acordaron arrojar cada día al agua, para comida de la bestia, una sola oveja y a una persona, y que la designación de ésta se hiciera diariamente, mediante sorteo, sin excluir de él a nadie. Así se hizo; pero llegó un momento en que casi todos los habitantes habían sido devorados por el dragón. Cuando ya quedaban muy pocos, un día, al hacer el sorteo de la víctima, la suerte recayó en la hija única del rey. Entonces éste, profundamente afligido, propuso a sus súbditos:
—Os doy todo mi oro y toda mi plata y hasta la mitad de mi reino si hacéis una excepción con mi hija. Yo no puedo soportar que muera con semejante género de muerte.
El pueblo, indignado, replicó:
—No aceptamos. Tú fuiste quien propusiste que las cosas se hicieran de esta manera. A causa de tu proposición nosotros hemos perdido a nuestros hijos, y ahora, porque le ha llegado el turno a la tuya, pretendes modificar tu anterior propuesta. No pasamos por ello. Si tu hija no es arrojada al lago para que coma el dragón como lo han sido hasta hoy tantísimas otras personas, te quemaremos vivo y prenderemos fuego a tu casa.
En vista de tal actitud el rey comenzó a dar alaridos de dolor y a decir:
—¡Ay, infeliz de mí! ¡Oh, dulcísima hija mía! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo alegar? ¡Ya no te veré casada, como era mi deseo!
Después, dirigiéndose a sus ciudadanos les suplicó:
—Aplazad por ocho días el sacrificio de mi hija, para que pueda durante ellos llorar esta desgracia.
El pueblo accedió a esta petición; pero, pasados los ocho días del plazo, la gente de la ciudad trató de exigir al rey que les entregara a su hija para arrojarla al lago, y clamando, enfurecidos, ante su palacio decían a gritos:
—¿Es que estás dispuesto a que todos perezcamos con tal de salvar a tu hija? ¿No ves que vamos a morir infestados por el hedor del dragón que está detrás de la muralla reclamando su comida?
Convencido el rey de que no podría salvar a su hija, la vistió con ricas y suntuosas galas y abrazándola y bañándola con sus lágrimas, decía:
—¡Ay, hija mía queridísima! Creía que ibas a darme larga descendencia, y he aquí que en lugar de eso vas a ser engullida por esa bestia. ¡Ay, dulcísima hija! Pensaba invitar a tu boda a todos los príncipes de la región y adornar el palacio con margaritas y hacer que resonaran en él músicas de órganos y timbales. Y ¿qué es lo que me espera? Verte devorada por ese dragón. ¡Ojalá, hija mía, —le repetía mientras la besaba— pudiera yo morir antes que perderte de esta manera!
La doncella se postró ante su padre y le rogó que la bendijera antes de emprender aquel funesto viaje. Vertiendo torrentes de lágrimas, el rey la bendijo; tras esto, la joven salió de la ciudad y se dirigió hacia el lago. Cuando llorando caminaba a cumplir su destino, san Jorge se encontró casualmente con ella y, al verla tan afligida, le preguntó la causa de que derramara tan copiosas lágrimas.
La doncella le contestó:
—¡Oh buen joven! ¡No te detengas! Sube a tu caballo y huye a toda prisa, porque si no también a ti te alcanzará la muerte que a mí me aguarda.
—No temas, hija –repuso san Jorge—; cuéntame lo que te pasa y dime qué hace allí aquel grupo de gente que parece estar asistiendo a algún espectáculo.
—Paréceme, piadoso joven –le dijo la doncella— que tienes un corazón magnánimo. Pero, ¿es que deseas morir conmigo? ¡Hazme caso y huye cuanto antes!
El santo insistió:
—No me moveré de aquí hasta que no me hayas contado lo que te sucede.
La muchacha le explicó su caso, y cuando terminó su relato, Jorge le dijo:
—¡Hija, no tengas miedo! En el nombre de Cristo yo te ayudaré.
—¡Gracias, valeroso soldado! –replicó ella— pero te repito que te pongas inmediatamente a salvo si no quieres perecer conmigo. No podrás librarme de la muerte que me espera, porque si lo intentaras morirías tú también; ya que yo no tengo remedio, sálvate tú.
Durante el diálogo precedente el dragón sacó la cabeza de debajo de las aguas, nadó hasta la orilla del lago, salió a tierra y empezó a avanzar hacia ellos. Entonces la doncella, al ver que el monstruo se acercaba, aterrorizada, gritó a Jorge:
—¡Huye! ¡huye a toda prisa, buen hombre!
Jorge, de un salto, se acomodó en su caballo, se santiguó, se encomendó a Dios, enristró su lanza, y, haciéndola vibrar en el aire y espoleando a su cabalgadura, se dirigió hacia la bestia a toda carrera, y cuando la tuvo a su alcance hundió en su cuerpo el arma y la hirió. Acto seguido echó pie a tierra y dijo a la joven:
—Quítate el cinturón y sujeta con él al monstruo por el pescuezo. No temas, hija; haz lo que te digo.
Una vez que la joven hubo amarrado al dragón de la manera que Jorge le dijo, tomó el extremo del ceñidor como si fuera un ramal y comenzó a caminar hacia la ciudad llevando tras de sí al dragón que la seguía como si fuese un perrillo faldero. Cuando llegó a la puerta de la muralla, el público que allí estaba congregado, al ver que la doncella traía a la bestia, comenzó a huir hacia los montes dando gritos y diciendo:
—¡Ay de nosotros! ¡Ahora sí que pereceremos todos sin remedio!
San Jorge trató de detenerlos y de tranquilizarlos.
—¡No tengáis miedo! –les decía—. Dios me ha traído hasta esta ciudad para libraros de este monstruo. ¡Creed en Cristo y bautizaos! ¡Ya veréis cómo yo mato a esta bestia en cuanto todos hayáis recibido el bautismo!
Rey y pueblo se convirtieron y, cuando todos los habitantes de la ciudad hubieron recibido el bautismo San Jorge, en presencia de la multitud, desenvainó su espada y con ella dio muerte al dragón, cuyo cuerpo, arrastrado por cuatro parejas de bueyes, fue sacado de la población amurallada y llevado hasta un campo muy extenso que había a considerable distancia.
Veinte mil hombres se bautizaron en aquella ocasión. El rey, agradecido, hizo construir una iglesia enorme, dedicada a Santa María y a San Jorge. Por cierto que al pie del altar de la citada iglesia comenzó a manar una fuente muy abundante de agua tan milagrosa que cuantos enfermos bebían de ella quedaban curados de cualquier dolencia que les aquejase.
Igualmente, el rey ofreció a Jorge una inmensa cantidad de dinero que el santo no aceptó, aunque sí rogó al monarca que distribuyese la fabulosa suma entre los pobres.
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