por Catequesis en Familia | 30 Oct, 2016 | La Biblia
Mateo 25, 31-46. Conmemoración de los fieles difuntos. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte.
Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver». Los justos le responderán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?». Y el Rey les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo». Luego dirá a los de su izquierda: «Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron». Estos, a su vez, le preguntarán: «Señor, ¿cuando te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?». Y él les responderá: «Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo». Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de la Sabiduría, Sab 3, 1-9
Salmo: Sal 27(26), 1.4.7-9.13-14
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 6, 3-9
Oración introductoria
Señor, gracias por recordarme que estoy de paso en esta vida, y que este paso debe ser ágil, comprometido, responsable, entusiasta, animado y fortalecido por tu gracia.
Petición
Que a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, y al meditar en la muerte, nos ayude a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas materiales y efímeras.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ayer celebramos la solemnidad de Todos los santos, y hoy la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. Estas dos celebraciones están íntimamente unidas entre sí, como la alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza. En efecto, por una parte la Iglesia, peregrina en la historia, se alegra por la intercesión de los santos y los beatos que la sostienen en la misión de anunciar el Evangelio; por otra, ella, como Jesús, comparte el llanto de quien sufre la separación de sus seres queridos, y como Él y gracias a Él, hace resonar su acción de gracias al Padre que nos ha liberado del dominio del pecado y de la muerte.
Entre ayer y hoy muchos visitan el cementerio, que, como dice esta misma palabra, es el «lugar del descanso» en espera del despertar final. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual Él nos despierta. Con esta fe nos detenemos —también espiritualmente— ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos quisieron y nos hicieron bien. Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, incluso a aquellos a quien nadie recuerda. Recordamos a las víctimas de las guerras y de la violencia; a tantos «pequeños» del mundo abrumados por el hambre y la miseria; recordamos a los anónimos, que descansan en el osario común. Recordamos a los hermanos y a las hermanas asesinados por ser cristianos; y a cuantos sacrificaron su vida para servir a los demás. Encomendamos especialmente al Señor a cuantos nos dejaron durante este último año.
La tradición de la Iglesia siempre ha exhortado a rezar por los difuntos, en particular ofreciendo por ellos la celebración eucarística: es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a las más abandonadas. El fundamento de la oración de sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo místico. Como afirma el Concilio Vaticano ii, «la Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos» (Lumen gentium, 50).
El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son testimonios de confiada esperanza, arraigada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre la suerte humana, puesto que el hombre está destinado a una vida sin límites, cuya raíz y realización están en Dios. A Dios le dirigimos esta oración: «Dios de infinita misericordia, encomendamos a tu inmensa bondad a cuantos dejaron este mundo por la eternidad, en la que tú esperas a toda la humanidad redimida por la sangre preciosa de Cristo, tu Hijo, muerto en rescate por nuestros pecados. No tengas en cuenta, Señor, las numerosas pobrezas, miserias y debilidades humanas cuando nos presentemos ante tu tribunal a fin de ser juzgados para la felicidad o para la condena. Dirige a nosotros tu mirada piadosa, que nace de la ternura de tu corazón, y ayúdanos a caminar por la senda de una completa purificación. Que no se pierda ninguno de tus hijos en el fuego eterno del infierno, en donde no puede haber arrepentimiento. Te encomendamos, Señor, las almas de nuestros seres queridos, de las personas que murieron sin el consuelo sacramental o no tuvieron ocasión de arrepentirse ni siquiera al final de su vida. Que nadie tema encontrarse contigo después de la peregrinación terrena, con la esperanza de ser acogido en los brazos de tu infinita misericordia. Que la hermana muerte corporal nos encuentre vigilantes en la oración y cargados con todo el bien que hicimos durante nuestra breve o larga existencia. Señor, que nada nos aleje de ti en esta tierra, sino que todo y todos nos sostengan en el ardiente deseo de descansar serena y eternamente en ti. Amén» (Padre Antonio Rungi, pasionista, Oración por los difuntos).
Con esta fe en el destino supremo del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen, que padeció al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó en la alegría de su resurrección. Que ella, Puerta del cielo, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Ellos están cerca de nosotros. Que nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida, que es el paraíso. Y nosotros, con esta esperanza que nunca defrauda, sigamos adelante.
Santo Padre Francisco
Ángelus del domingo, 2 de noviembre de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy, por eso, quiero proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.
Como ya dije ayer en el Ángelus, en estos días se visita el cementerio para rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.
El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo.
¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad.
Pero nos preguntamos: ¿Por qué experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no existe simplemente la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento.
También sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de la existencia, existe la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo, está implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que han sido importantes para él y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en la convicción de que esos gestos no quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.
Hoy el mundo se ha vuelto, al menos aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad se deba afrontar con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder no tanto con la fe, cuanto partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que precisamente de este modo se acaba por caer en formas de espiritismo, intentando tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que exista una realidad que, al final, sería una copia de la presente.
Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios salió de su lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).
Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto de la cruz, dirige al malhechor crucificado a su derecha: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Pensemos en los dos discípulos que van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino con Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo «que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la oscuridad.
Cada domingo reafirmamos esta verdad al recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme. Gracias.
Santo Padre emérito: Conmemoración de todos los fieles difuntos
Audiencia General del miércoles, 2 de noviembre de 2011
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. La Resurrección de Cristo y la nuestra
Revelación progresiva de la Resurrección
992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:
«El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2 M 7, 9). «Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14; cf. 2 M 7, 29; Dn 12, 1-13).
993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: «Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error» (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que «no es un Dios de muertos sino de vivos» (Mc 12, 27).
994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás» (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).
995 Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1, 22; cf. 4, 33), «haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.
996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
Cómo resucitan los muertos
997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 29; cf. Dn12, 2).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él «todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos» (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44):
«Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción […]; los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).
1000 Este «cómo ocurrirá la resurrección» sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).
Resucitados con Cristo
1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día», también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
«Sepultados con él en elBbautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos […] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).
1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece «escondida […] con Cristo en Dios» (Col 3, 3) «Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria» (Col 3, 4).
1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo»; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:
«El cuerpo es […] para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? […] No os pertenecéis […] Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijoa través de la fe.
Rezar por nuestros difuntos para que estén disfrutando de la gloria de Dios.
Diálogo con Cristo
Jesucristo, no debo temer a la muerte porque ella es el paso que me acerca a lo que más he buscado en mi vida: gozar en plenitud de tu presencia. La vida es corta y tengo que aprovecharla para amarte y servirte, fortaleciéndome diariamente con la oración y los sacramentos. Confío en Ti y te digo que puedes venir a buscarme cuando Tú quieras, como Tú quieras y donde Tú quieras.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 30 Oct, 2016 | La Biblia
Mateo 5, 1-12. Solemnidad de Todos los Santos. En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no decepciona jamás.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Apocalipsis, Ap 7, 9-10.13-14
Salmo: Sal 24(23), 1-6
Segunda lectura: Epístola I de San Juan, 1 Jn 3, 1-3
Oración introductoria
Señor, dichoso soy porque hoy puedo dirigirme a Ti para que me ilumines y ayudes a vivir con alegría las bienaventuranzas, camino seguro para la salvación eterna y la felicidad en mi día a día.
Petición
Jesús, dinos cómo asemejarnos más a ti. ¡Parece que nada te turba! Dinos, Queremos ser santos, estar contigo en el Cielo.
Meditación del Santo Padre Francisco
A esta hora, antes del atardecer, en este cementerio nos recogemos y pensamos en nuestro futuro, pensamos en todos aquellos que se han ido, que nos han precedido en la vida y están en el Señor.
Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. Nos espera todo esto. Quienes nos precedieron y están muertos en el Señor están allí. Ellos proclaman que fueron salvados no por sus obras —también hicieron obras buenas— sino que fueron salvados por el Señor: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al final de nuestra vida nos lleva de la mano como un papá, precisamente a ese Cielo donde están nuestros antepasados. Uno de los ancianos hace una pregunta: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (v. 13). ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el Cielo? La respuesta: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (v. 14).
En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no decepciona jamás.
Hemos escuchado en la segunda Lectura lo que el apóstol Juan decía a sus discípulos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce… Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Ver a Dios, ser semejantes a Dios: ésta es nuestra esperanza. Y hoy, precisamente en el día de los santos y antes del día de los muertos, es necesario pensar un poco en la esperanza: esta esperanza que nos acompaña en la vida. Los primeros cristianos pintaban la esperanza con un ancla, como si la vida fuese el ancla lanzada a la orilla del Cielo y todos nosotros en camino hacia esa orilla, agarrados a la cuerda del ancla. Es una hermosa imagen de la esperanza: tener el corazón anclado allí donde están nuestros antepasados, donde están los santos, donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no decepciona; hoy y mañana son días de esperanza.
La esperanza es un poco como la levadura, que ensancha el alma; hay momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma sigue adelante y mira a lo que nos espera. Hoy es un día de esperanza. Nuestros hermanos y hermanas están en la presencia de Dios y también nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si caminamos por la senda de Jesús. Concluye el apóstol Juan: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo» (v.3). También la esperanza nos purifica, nos aligera; esta purificación en la esperanza en Jesucristo nos hace ir de prisa, con prontitud. En este pre-atarceder de hoy, cada uno de nosotros puede pensar en el ocaso de su vida: «¿Cómo será mi ocaso?». Todos nosotros tendremos un ocaso, todos. ¿Lo miro con esperanza? ¿Lo miro con la alegría de ser acogido por el Señor? Esto es un pensamiento cristiano, que nos da paz. Hoy es un día de alegría, pero de una alegría serena, tranquila, de la alegría de la paz. Pensemos en el ocaso de tantos hermanos y hermanas que nos precedieron, pensemos en nuestro ocaso, cuando llegará. Y pensemos en nuestro corazón y preguntémonos: «¿Dónde está anclado mi corazón?». Si no estuviese bien anclado, anclémoslo allá, en esa orilla, sabiendo que la esperanza no defrauda porque el Señor Jesús no decepciona.
Santo Padre Francisco: Solemnidad de Todos los Santos
Homilía del viernes, 1 de noviembre de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Tenemos hoy la alegría de encontrarnos en la solemnidad de Todos los Santos. Esta fiesta nos hace reflexionar sobre el doble horizonte de la humanidad, que expresamos simbólicamente con las palabras «tierra» y «cielo»: la tierra representa el camino histórico, el cielo la eternidad, la plenitud de la vida de Dios. Y así esta fiesta nos permite pensar en la Iglesia en su doble dimensión: la Iglesia en camino en el tiempo y la que celebra la fiesta sin fin, la Jerusalén celestial. Estas dos dimensiones están unidas por la realidad de la «comunión de los santos»: una realidad que empieza aquí abajo, en la tierra, y alcanza su cumplimiento en el cielo. En el mundo terreno la Iglesia se halla al inicio de este misterio de comunión que une a la humanidad, un misterio totalmente centrado en Jesucristo: es Él quien ha introducido en el género humano esta dinámica nueva, un movimiento que la conduce hacia Dios y al mismo tiempo hacia la unidad, hacia la paz en sentido profundo. Jesucristo —dice el Evangelio de Juan (11, 52)— murió «para reunir a los hijos de Dios dispersos», y esta obra suya continúa en la Iglesia que es inseparablemente «una», «santa» y «católica». Ser cristianos, formar parte de la Iglesia, significa abrirse a esta comunión, como una semilla que se abre en la tierra, muriendo, y germina hacia lo alto, hacia el cielo.
Los santos —aquellos a quienes la Iglesia proclama como tales, pero también todos los santos y santas que sólo Dios conoce, y a quienes hoy también celebramos— vivieron intensamente esta dinámica. En cada uno de ellos, de manera muy personal, se hizo presente Cristo gracias a su Espíritu, que actúa mediante la Palabra y los sacramentos. De hecho estar unidos a Cristo, en la Iglesia, no anula la personalidad, sino que la abre, la transforma con la fuerza del amor, y le confiere, ya aquí, en la tierra, una dimensión eterna. En sustancia significa conformarse a la imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8, 29), realizando el proyecto de Dios que ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Pero esta introducción en Cristo nos abre también —como he dicho— a la comunión con todos los demás miembros de su Cuerpo místico que es la Iglesia, una comunión que es perfecta en el «cielo», donde no existe ningún aislamiento, ninguna competición o separación.
En la fiesta de hoy pregustamos la belleza de esta vida de total apertura a la mirada de amor de Dios y de los hermanos, estando seguros de alcanzar a Dios en el otro y al otro en Dios. Con esta fe llena de esperanza veneramos a todos los santos y nos preparamos a conmemorar mañana a los fieles difuntos. En los santos vemos la victoria del amor sobre el egoísmo y sobre la muerte: vemos que seguir a Cristo lleva a la vida, a la vida eterna, y da sentido al presente, a cada instante que pasa, pues lo llena de amor, de esperanza. Sólo la fe en la vida eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del peregrino que ama la tierra porque tiene el corazón en el cielo.
Que la Virgen María nos obtenga la gracia de creer fuertemente en la vida eterna y sentirnos en verdadera comunión con nuestros queridos difuntos.
Santo Padre emérito Benedicto XVI: Solemnidad de Todos los Santos
Ángelus del jueves, 1 de noviembre de 2012
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
VI. La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva
1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia […] «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48).
1043 La sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).
1044 En este «universo nuevo» (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4; cf. 21, 27).
1045 Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era «como el sacramento» (LG 1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
1046 En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre:
«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios […] en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción […] Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior […] anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).
1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos», participando en su glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo de Lyon,Adversus haereses 5, 32, 1).
1048 «Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres»(GS 39).
1049 «No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS 39).
1050 «Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (GS 39; cf. LG 2). Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 22), en la vida eterna:
«La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses illuminandorum 18, 29).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hoy en especial, meditaré las bienaventuranzas, camino seguro para el Cielo y pediré a los santos, a todos, que me ayuden a seguir su ejemplo para ofrecer mi vida, sacrificios, alegrías, a Dios.
Diálogo con Cristo
Señor, ayúdame a meditar sobre la vida eterna. Mi humanidad no se siente atraída por las bienaventuranzas. Lo que ofreces es maravilloso, pero los espejismos del mundo fácilmente atrapan mi empeño. Quiero vivir con el espíritu de las bienaventuranzas para transformarme y renovar a mi familia y a mi entorno social, haz que no tenga otra ilusión que la de ser santo.
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por Catequesis en Familia | 30 Oct, 2016 | La Biblia
Lucas 14, 12-14. Lunes de la 31.ª semana del Tiempo Ordinario. Para la vida de la Iglesia hay que tomar en consideración las indicaciones de Jesús: no buscar el propio interés sino servir humildemente a los demás sin pedir nada a cambio.
Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de San Pablo a los Filipenses, Flp 2, 1-4
Salmo: Sal 131(130), 1-3
Oración introductoria
Dios mío, me invitas, me llamas incansablemente a tener un encuentro misterioso en el amor. Tu iniciativa me conmueve. Ayúdame a elevar mi corazón hacia Ti para saber corresponder a tanto amor, participando dignamente en este banquete de la oración.
Petición
Jesús, dame tu gracia y la fuerza para vivir siempre de acuerdo a tu Evangelio.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Los sentimientos de un obispo» o «la alegría de un obispo». Ha sido el Papa Francisco quien indicó el título ideal para el pasaje de la Carta de san Pablo a los Filipenses (2, 1-4) propuesto por la liturgia del lunes 3 de noviembre. Y alertó acerca de las rivalidades y de la vanagloria que minan la vida de la Iglesia, donde, en cambio, hay que tomar en consideración las indicaciones de Jesús y también de Pablo: no buscar el propio interés sino servir humildemente a los demás sin pedir nada a cambio.
Pablo desarrolla estos consejos prácticos, explicó el Pontífice, en un texto donde «destaca cuáles son sus sentimientos hacia los filipenses: tal vez la Iglesia de Filipos era la que más quería». Y «comienza como si pediría un favor, una ayuda». En efecto, escribe: «Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas», en definitiva, «dadme esta gran alegría».
Así, pues, Pablo pide expresamente a los Filipenses que «hagan plena la alegría del obispo». ¿Y «cuál es la alegría del obispo? ¿Cuál es la alegría que Pablo pide a la Iglesia de Filipos?». La respuesta es «tener un mismo sentir con la misma caridad, manteniéndose unánimes y concordes». He aquí que «Pablo, como pastor, sabía que esta es la senda de Jesús. Y, también, que esta es la gracia que Jesús, en la oración después de la Cena, pidió al Padre: la unidad; la concordia».
«Todos sabemos —explicó el Papa Francisco— que esta armonía es una gracia: la construye el Espíritu Santo, pero nosotros debemos hacer todo lo posible, por nuestra parte, para ayudar al Espíritu Santo en la realización de esta armonía en la Iglesia»; y también «para ayudar a comprender lo que Él pide a la Iglesia». El Espíritu, en efecto, «da consejos, por decirlo así, por vía negativa: es decir, no hagáis esto, no hagáis aquello». Y «¿qué cosa no deben hacer los Filipenses?». Lo dice Pablo: «No obréis por rivalidad ni por ostentación». Y así, destacó el Papa Francisco, «se ve que no es sólo cuestión de nuestra época» sino que «viene de lejos».
Pablo, por lo tanto, recomienda que nada se haga por «rivalidad», que «no luche uno contra otro». Y «cuántas veces —destacó el obispo de Roma— en nuestras instituciones, en la Iglesia, en las parroquias, por ejemplo, en los colegios, encontramos la rivalidad, el hacerse ver, la vanagloria». Se trata de «dos gusanos que comen los fundamentos de la Iglesia, la hacen débil: la rivalidad y la vanagloria van contra esta armonía, esta concordia».
Para no caer en estas tentaciones «¿qué aconseja Pablo?». Lo escribe a los Filipenses: «Cada uno de vosotros, con toda humildad —¿qué debe hacer con humildad?— considere a los demás superiores a sí mismo». Pablo «sentía esto», en tal medida que «él se califica no digno de ser llamado apóstol». Se define «el último» y, así, «incluso se humilla fuertemente».
En la misma línea, Francisco recordó el testimonio del santo peruano Martín de Porres, humilde fraile dominico, cuya memoria litúrgica se celebra el 3 de noviembre. «Su espiritualidad —explicó— se centraba en el servicio porque sentía que todos los demás, incluso los más grandes pecadores, eran superiores a él.
«La alegría del obispo —reafirmó luego el Papa— es esta humildad de la Iglesia: humildad, sin rivalidad o vanagloria». Y luego Pablo continúa: «No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás». Es necesario, por lo tanto, «buscar el bien del otro. Servir a los demás». Precisamente «esta es la alegría de un obispo cuando ve así a su Iglesia: los mismos sentimientos, la misma caridad, manteniéndose unánimes y concordes». «Este es el aire que Jesús quiere en la Iglesia. Se pueden tener opiniones distintas, está bien. Pero siempre dentro de esta atmósfera, este ambiente de humildad, caridad, sin despreciar a nadie».
Pablo recomienda claramente que «no se busque el propio interés, sino el de los demás». En definitiva, exhorta a «no buscar beneficios para sí mismos» mirando exclusivamente al propio interés. Y «no es bueno —dijo el Papa Francisco— cuando en las instituciones de la Iglesia, de una diócesis, encontramos en las parroquias gente que busca el propio interés». Es lo que también «Jesús nos dice en el Evangelio: no os encerréis en vuestros intereses, no vayáis por el camino de la recompensa, del do ut des». En definitiva, no decir: «Está bien, yo te hice este favor, pero tú me haces este». Jesús lo recuerda con la parábola del Evangelio de san Lucas (14, 12-14) que relata la invitación a la cena de «los que no pueden dar nada a cambio: es la gratuidad».
«Cuando en una Iglesia —destacó el Pontífice— hay armonía, hay unidad, no se busca el propio interés, está esa actitud de gratuidad». De este modo «yo hago el bien» y no «un negocio con el bien».
El Papa Francisco sugirió pensar durante el día en «cómo es mi parroquia» o «cómo es mi comunidad». Y preguntarse si estas realidades y todas nuestras instituciones, tienen «este espíritu de sentimientos de amor, de unanimidad, de concordia, sin rivalidad o vanagloria». ¿Existe de verdad «este espíritu» o «tal vez encontraremos que hay algo por mejorar?». Y seguir así el consejo de Pablo, «para que la alegría del obispo sea plena; para que la alegría de Jesús sea plena».
Santo Padre Francisco: La alegría de un obispo
Meditación del lunes, 3 de noviembre de 2014
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Entre tantos regalos que compramos y recibimos no olvidemos el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación se apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos días de fiesta recordemos la palabra del Señor: «Cuando des una comida o una cena, no invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que nadie invita ni pueden invitarte» (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto significa también: Cuando tú haces regalos […] no has de regalar algo sólo a quienes, a su vez, te regalan, sino también a los que nadie hace regalos ni pueden darte nada a cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos invita a su banquete de bodas al que no podemos corresponder, sino que sólo podemos aceptar con alegría. ¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también al hombre, para redescubrir después de un modo nuevo a Dios a través de los hombres.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Homilía del domingo, 24 de diciembre de 2006
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
II. Origen, fundación y misión de la Iglesia
758 Para penetrar en el Misterio de la Iglesia, conviene primeramente contemplar su origen dentro del designio de la Santísima Trinidad y su realización progresiva en la historia.
Un designio nacido en el corazón del Padre
759 «El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina» a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: «Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia». Esta «familia de Dios» se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido «prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).
La Iglesia, prefigurada desde el origen del mundo
760 «El mundo fue creado en orden a la Iglesia» decían los cristianos de los primeros tiempos (Hermas, Pastor 8, 1 [Visio 2, 4,I); cf. Arístides, Apología 16, 6; San Justino, Apología 2, 7). Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, comunión que se realiza mediante la «convocación» de los hombres en Cristo, y esta «convocación» es la Iglesia. La Iglesia es la finalidad de todas las cosas (cf. San Epifanio, Panarion, 1, 1, 5, Haereses 2, 4), e incluso las vicisitudes dolorosas como la caída de los ángeles y el pecado del hombre, no fueron permitidas por Dios más que como ocasión y medio de desplegar toda la fuerza de su brazo, toda la medida del amor que quería dar al mundo:
«Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo, así su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia» (Clemente Alejandrino,Paedagogus 1, 6).
La Iglesia, preparada en la Antigua Alianza
761 La reunión del pueblo de Dios comienza en el instante en que el pecado destruye la comunión de los hombres con Dios y la de los hombres entre sí. La reunión de la Iglesia es por así decirlo la reacción de Dios al caos provocado por el pecado. Esta reunificación se realiza secretamente en el seno de todos los pueblos: «En cualquier nación el que le teme [a Dios] y practica la justicia le es grato» (Hch 10, 35; cf LG 9; 13; 16).
762 La preparación lejana de la reunión del pueblo de Dios comienza con la vocación de Abraham, a quien Dios promete que llegará a ser padre de un gran pueblo (cf Gn 12, 2; 15, 5-6). La preparación inmediata comienza con la elección de Israel como pueblo de Dios (cfEx 19, 5-6; Dt 7, 6). Por su elección, Israel debe ser el signo de la reunión futura de todas las naciones (cf Is 2, 2-5; Mi 4, 1-4). Pero ya los profetas acusan a Israel de haber roto la alianza y haberse comportado como una prostituta (cf Os 1; Is 1, 2-4; Jr 2; etc.). Anuncian, pues, una Alianza nueva y eterna (cf. Jr 31, 31-34; Is 55, 3). «Jesús instituyó esta nueva alianza» (LG9).
La Iglesia, instituida por Cristo Jesús
763 Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su «misión» (cf. LG 3; AG 3). «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras» (LG 5). Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo «presente ya en misterio» (LG 3).
764 «Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo» (LG 5). Acoger la palabra de Jesús es acoger «el Reino» (ibíd.). El germen y el comienzo del Reino son el «pequeño rebaño» (Lc 12, 32) de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor (cf. Mt 10, 16; 26, 31; Jn 10, 1-21). Constituyen la verdadera familia de Jesús (cf. Mt 12, 49). A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva «manera de obrar», sino también una oración propia (cf.Mt 5-6).
765 El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (cf. Mc 3, 14-15); puesto que representan a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21, 12-14). Los Doce (cf. Mc 6, 7) y los otros discípulos (cf. Lc 10,1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte (cf. Mt 10, 25; Jn 15, 20). Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.
766 Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz. «El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento» (LG 3) .»Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia» (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz (cf. San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam, 2, 85-89).
La Iglesia, manifestada por el Espíritu Santo
767 «Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia» (LG4). Es entonces cuando «la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación» (AG 4). Como ella es «convocatoria» de salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt28, 19-20; AG 2,5-6).
768 Para realizar su misión, el Espíritu Santo «la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos» (LG 4). «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (LG 5).
La Iglesia, consumada en la gloria
769 La Iglesia «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo» (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (San Agustín, De civitate Dei 18, 51; cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimiento pleno del Reino, «y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria» (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, «todos los justos descendientes de Adán, `desde Abel el justo hasta el último de los elegidos’ se reunirán con el Padre en la Iglesia universal» (LG 2).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Ser sincero con todos y en todo, fortaleciendo esta actitud en el sacramento de la reconciliación.
Diálogo con Cristo
Señor, ¿quién soy yo para que Tú, Dios omnipotente y dueño del universo, me busque y me invite a participar en la oración, en la Eucaristía? Respetas mi libertad cuando me hago sordo e indiferente. Me acoges cuando me acerco, porque nunca me dejas solo en la lucha por mi santificación. Gracias, Señor, por tanto amor y por estar siempre a mi lado. Contigo lo tengo todo y por Ti quiero darlo todo.
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por Catequesis en Familia | 26 Oct, 2016 | La Biblia
Lucas 19, 1-10. Trigésimo primer Domingo del Tiempo Ordinario. Si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tus pecados…¡no te asustes! Dios te espera. Imita a Zaqueo y sube al árbol del deseo de ser perdonado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar.
Jesús entró en Jericó y atravesaba la cuidad. Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era el jefe de los publicanos. El quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí, Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Se ha ido a alojar en casa de un pecador». Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: «Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más». Y Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombres es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de la Sabiduría, Sab 11, 22-26; 12, 1-2
Salmo: Sal 145(144), 1-2.8-11.13.14
Segunda lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Tesalonicenses, Tes 1, 11-12; 2, 1-2
Oración introductoria
Jesús, yo como Zaqueo quiero conocerte mejor, pero hay muchas cosas que me lo impiden y me distraen. Hoy vengo a esta oración dispuesto a encontrarme contigo. Mírame Señor, con ese amor con que miraste a Zaqueo, ven a hospedarte en mi alma, prometo no dejarte ir nunca más.
Petición
Señor, haz que venga hoy tu salvación a mi alma.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página del Evangelio de san Lucas de este [día] nos presenta a Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de Jericó. Es la última etapa de un viaje que resume en sí el sentido de toda la vida de Jesús, dedicada a buscar y salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero cuanto más se acerca el camino a la meta, tanto más se va formando en torno a Jesús un círculo de hostilidad.
Sin embargo, en Jericó tiene lugar uno de los acontecimientos más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja perdida, es despreciado y es un «excomulgado», porque es un publicano, es más, es el jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un ladrón y un explotador.
Impedido de acercarse a Jesús, probablemente por motivo de su mala fama, y siendo pequeño de estatura, Zaqueo se trepa a un árbol, para poder ver al Maestro que pasa. Este gesto exterior, un poco ridículo, expresa sin embargo el acto interior del hombre que busca pasar sobre la multitud para tener un contacto con Jesús. Zaqueo mismo no conoce el sentido profundo de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero lo hace; ni siquiera se atreve a esperar que se supere la distancia que le separa del Señor; se resigna a verlo sólo de paso. Pero Jesús, cuando se acerca a ese árbol, le llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5). Ese hombre pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está como perdido en el anonimato; pero Jesús le llama, y ese nombre «Zaqueo», en la lengua de ese tiempo, tiene un hermoso significado lleno de alusiones: «Zaqueo», en efecto, quiere decir «Dios recuerda».
Y Jesús va a la casa de Zaqueo, suscitando las críticas de toda la gente de Jericó (porque también en ese tiempo se murmuraba mucho), que decía: ¿Cómo? Con todas las buenas personas que hay en la ciudad, ¿va a estar precisamente con ese publicano? Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán» (Lc 19, 9). En la casa de Zaqueo, desde ese día, entró la alegría, entró la paz, entró la salvación, entró Jesús.
No existe profesión o condición social, no existe pecado o crimen de algún tipo que pueda borrar de la memoria y del corazón de Dios a uno solo de sus hijos. «Dios recuerda», siempre, no olvida a ninguno de aquellos que ha creado. Él es Padre, siempre en espera vigilante y amorosa de ver renacer en el corazón del hijo el deseo del regreso a casa. Y cuando reconoce ese deseo, incluso simplemente insinuado, y muchas veces casi inconsciente, inmediatamente está a su lado, y con su perdón le hace más suave el camino de la conversión y del regreso. Miremos hoy a Zaqueo en el árbol: su gesto es un gesto ridículo, pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tantas cosas que has cometido, detente un poco, no te asustes. Piensa que alguien te espera porque nunca dejó de recordarte; y este alguien es tu Padre, es Dios quien te espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al árbol del deseo de ser perdonado; yo te aseguro que no quedarás decepcionado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar. Recordadlo bien, así es Jesús.
Hermanos y hermanas, dejémonos también nosotros llamar por el nombre por Jesús. En lo profundo del corazón, escuchemos su voz que nos dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa», es decir, en tu corazón, en tu vida. Y acojámosle con alegría: Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor. Jesús puede hacerlo; ¡déjate mirar por Jesús!
Santo Padre Francisco
Ángelus del domingo, 3 de noviembre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
III. La conversión de los bautizados
1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores» y que siendo «santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16).
San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hacer una visita a Cristo Eucaristía, auténtica fuente de paz y alegría.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, necesito este encuentro contigo en la oración. El ejemplo de Zaqueo me hace ver que quien te deja entrar en su vida, no pierde nada de lo que realmente hace la vida bella, buena y grande. Tu amistad abre las puertas de un horizonte inmenso. Ayúdame a hacer la misma experiencia y a no tener miedo de abrirte de par en par las puertas de mi corazón.
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por Catequesis en Familia | 26 Oct, 2016 | La Biblia
Lucas 14, 1.7-11. Sábado de la 30.ª semana del Tiempo Ordinario. Una vez más vemos a Cristo como modelo de humildad y de gratuidad: de él aprendemos la paciencia en las tentaciones, la mansedumbre en las ofensas, la obediencia a Dios en el dolor, a la espera de que Aquel que nos ha invitado nos diga: «Amigo, sube más arriba».
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: «Déjale el sitio», y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: «Amigo, acércate más», y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Filipenses 1, 18b-26
Salmo: Sal 42(41), 2.3.5bcd
Oración introductoria
Padre, te suplico humildemente que me acompañes con tu presencia amorosa para que mi corazón se llene de lo único que necesita: fe, amor a mis hermanos y esperanza.
Petición
Jesús, que tenga la humildad de dejar a mis hermanos los mejores puestos por amor a ellos y a Dios.
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo (Lc 14, 1.7-14), encontramos a Jesús como comensal en la casa de un jefe de los fariseos. Dándose cuenta de que los invitados elegían los primeros puestos en la mesa, contó una parábola, ambientada en un banquete nupcial. «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: «Deja el sitio a este»… Al contrario, cuando seas convidado, ve a sentarte en el último puesto» (Lc 14, 8-10). El Señor no pretende dar una lección de buenos modales, ni sobre la jerarquía entre las distintas autoridades. Insiste, más bien, en un punto decisivo, que es el de la humildad: «El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (Lc 14, 11). Esta parábola, en un significado más profundo, hace pensar también en la postura del hombre en relación con Dios. De hecho, el «último lugar» puede representar la condición de la humanidad degradada por el pecado, condición de la que sólo la encarnación del Hijo unigénito puede elevarla. Por eso Cristo mismo «tomó el último puesto en el mundo —la cruz— y precisamente con esta humildad radical nos redimió y nos ayuda constantemente» (Deus caritas est, 35).
Al final de la parábola, Jesús sugiere al jefe de los fariseos que no invite a su mesa a sus amigos, parientes o vecinos ricos, sino a las personas más pobres y marginadas, que no tienen modo de devolverle el favor (cf. Lc 14, 13-14), para que el don sea gratuito. De hecho, la verdadera recompensa la dará al final Dios, «quien gobierna el mundo… Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podamos y mientras él nos dé fuerzas» (Deus caritas est, 35). Por tanto, una vez más vemos a Cristo como modelo de humildad y de gratuidad: de él aprendemos la paciencia en las tentaciones, la mansedumbre en las ofensas, la obediencia a Dios en el dolor, a la espera de que Aquel que nos ha invitado nos diga: «Amigo, sube más arriba» (cf. Lc 14, 10); en efecto, el verdadero bien es estar cerca de él. San Luis IX, rey de Francia —cuya memoria se celebró el pasado miércoles— puso en práctica lo que está escrito en el Libro del Sirácida: «Cuanto más grande seas, tanto más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor» (3, 18). Así escribió en el «Testamento espiritual a su hijo»: «Si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas» (Acta Sanctorum Augusti 5 [1868] 546).
Queridos amigos, hoy recordamos también el martirio de san Juan Bautista, el mayor entre los profetas de Cristo, que supo negarse a sí mismo para dejar espacio al Salvador y que sufrió y murió por la verdad. Pidámosle a él y a la Virgen María que nos guíen por el camino de la humildad, para llegar a ser dignos de la recompensa divina.
Santo Padre Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 29 de agosto de 2010
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
II. Pasiones y vida moral
1767 En sí mismas, las pasiones no son buenas ni malas. Sólo reciben calificación moral en la medida en que dependen de la razón y de la voluntad. Las pasiones se llaman voluntarias “o porque están ordenadas por la voluntad, o porque la voluntad no se opone a ellas” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 24, a. 1, c). Pertenece a la perfección del bien moral o humano el que las pasiones estén reguladas por la razón (Santo Tomás de Aquino,Summa theologiae, 1-2, q. 24, a. 3, c).
1768 Los sentimientos más profundos no deciden ni la moralidad, ni la santidad de las personas; son el depósito inagotable de las imágenes y de las afecciones en que se expresa la vida moral. Las pasiones son moralmente buenas cuando contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario. La voluntad recta ordena al bien y a la bienaventuranza los movimientos sensibles que asume; la voluntad mala sucumbe a las pasiones desordenadas y las exacerba. Las emociones y los sentimientos pueden ser asumidos en las virtudes, o pervertidos en los vicios.
1769 En la vida cristiana, el Espíritu Santo realiza su obra movilizando todo el ser incluidos sus dolores, temores y tristezas, como aparece en la agonía y la pasión del Señor. Cuando se vive en Cristo, los sentimientos humanos pueden alcanzar su consumación en la caridad y la bienaventuranza divina.
1770 La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Sal 84,3).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Podemos vivir hoy la virtud de la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y dando nuestra preferencia al prójimo.
Diálogo con Cristo
Señor,Tú sabes mejor que nadie cuán frágil soy y cuánta ayuda necesito para obrar como Tú deseas.Por eso, vengo ante ti este día, para pedirte perdón por no escucharte ni ver el gran amor que me tienes. Este día quiero ser un reflejo de tu amor; que los demás vean en mí el gran amor por el cual Cristo se hizo el más humilde de todos para salvarnos.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
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Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 21 Oct, 2016 | La Biblia
Lucas 6, 12-19. Fiesta de los santos Simón y Judas, apóstoles. Ojalá que tanto Simón el Cananeo como Judas Tadeo nos ayuden a redescubrir siempre y a vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo testimoniarla con valentía y al mismo tiempo con serenidad.
En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles: Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote, Judas, hijo de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados; y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 2, 19-22
Salmo: Sal 17(18), 2-5
Oración introductoria
Señor, yo también me acerco a Ti para ser curado de todo lo que me puede apartar del cumplimiento de tu voluntad. A mí también me llamas por mi nombre y me escoges para llevar tu Amor a todos los que me rodean.
Petición
Jesús, ayudame a entender mi presente a partir del futuro del cielo que me espera e iluminarlo con espíritu de esperanza.
Meditación del Santo Padre Francisco
Es bello orar el uno por el otro. Durante la misa celebrada el 28 de octubre, el Papa Francisco se detuvo en el valor de la oración hecha por el prójimo que está atravesando un momento de dificultad.
La reflexión del Pontífice inició con un comentario del pasaje evangélico de Lucas (6, 12-19) en el que se relata la elección de los doce apóstoles llevada a cabo por Jesús. Es una jornada «un poco especial —dijo— por la elección de los apóstoles». Una elección que tiene lugar sólo después de que Jesús orara al Padre «solo».
Cuando Jesús, de hecho, ora al Padre, está solo con Él. Después se encuentra junto a sus discípulos y elige a doce a quienes llama apóstoles. Luego con ellos va entre la gente que le esperaba para ser curada. Estos son los tres momentos que caracterizan la jornada: Jesús que pasa «una noche entera orando al Padre» en el monte; Jesús entre sus apóstoles; Jesús entre la gente. Y en estos tres momentos, explicó el Papa, la oración es el punto central: Jesús ora al Padre porque con Él «tenía intimidad»; le ruega «por la gente que acudía a encontrarle»; y le ruega también «por los apóstoles».
Para ayudar a comprender mejor el sentido de la oración de Jesús, el Obispo de Roma recordó también «aquel discurso bello tras la cena del Jueves santo, cuando ruega al Padre diciendo: Yo ruego por estos, los míos; pero además ruego por todos, también por aquellos que vendrán y que creerán».
La de Jesús «es una oración universal» pero es también «una oración personal». No por casualidad —recordó el Pontífice— «la noche de aquel mismo día mira a Pedro, que se hacía el valiente, y dice: Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo, pues yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague». Y después le exhorta: «Ora por cada uno al Padre». Y el Obispo de Roma añadió inmediatamente: «Yo querría que hoy todos mirásemos a Jesús que ora».
Pero siendo cierto que Jesús en aquel tiempo oraba, ¿hoy reza todavía? —se preguntó el Papa—. «Pues sí, lo dice la Biblia», respondió. Y explicó: «Es el intercesor, aquel que ora», y ruega al Padre «con nosotros y ante nosotros. Jesús nos ha salvado. Ha hecho esta gran oración, el sacrificio de su vida para salvarnos. Estamos justificados gracias a Él. Ahora se ha ido. Y ora».
Por lo tanto «Jesús es una persona, es un hombre de carne como la nuestra, pero en la gloria. Jesús tiene sus llagas en las manos, en los pies, en el costado. Y cuando ora, hace ver al Padre el precio de la justificación y ora por nosotros. Es como si dijera: Padre, que no se pierda esto». Jesús —prosiguió el Papa Francisco— tiene siempre en la mente nuestra salvación. Y «por esto, cuando oramos, decimos: Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo. Porque Él es el primero en orar, es nuestro hermano. Es hombre como nosotros. Jesús es el intercesor».
Tras haber ganado para nosotros la redención y después de habernos justificado —continuó preguntándose el Santo Padre—, «¿ahora qué hace? Intercede, ruega por nosotros», respondió. «Pienso —prosiguió— qué habrá sentido Pedro cuando, después de haberle negado, Jesús le miró y él lloró. Sintió que lo que Jesús había dicho era verdad. Había orado por él y por esto podía llorar, podía arrepentirse».
«Muchas veces —añadió— entre nosotros nos decimos: Reza por mí, ¿eh? Lo necesito, tengo muchos problemas, muchas cosas, reza por mí». Y esto, afirmó, «es algo bueno» porque «debemos rezar el uno por el otro». Y preguntó: «¿Decimos a Jesús: «Ruega por mí, tú que eres el primero de nosotros, tú ruega por mí»? Seguro que ora; pero decirle: «Ruega por mí, Señor, tú eres el intercesor» es mostrar una gran confianza. Él ruega por mí, Él ora por todos nosotros. Y ora valientemente, porque hace ver al Padre el precio de nuestra justicia, sus llagas».
«Pensemos mucho en esto —dijo en conclusión— y demos gracias al Señor; demos gracias a un hermano que ora con nosotros y ora por nosotros, intercede por nosotros. Y hablemos con Jesús. Digámosle: «Señor, tú eres el intercesor, tú me has salvado, me has justificado, pero ahora ruega por mí». Confiémosle nuestros problemas, nuestra vida, para que Él los lleve al Padre».
Santo Padre Francisco: Una jornada particular
Homilía del lunes, 28 de octubre de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy contemplamos a dos de los doce Apóstoles: Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay que confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no sólo porque en las listas de los Doce siempre aparecen juntos (cf. Mt 10, 4; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13), sino también porque las noticias que se refieren a ellos no son muchas, si exceptuamos el hecho de que el canon del Nuevo Testamento conserva una carta atribuida a Judas Tadeo.
Simón recibe un epíteto diferente en las cuatro listas: mientras Mateo y Marcos lo llaman «Cananeo», Lucas en cambio lo define «Zelota». En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo: en hebreo, el verbo qanà’ significa «ser celoso, apasionado» y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es celoso del pueblo que eligió (cf. Ex 20, 5), como a los hombres que tienen celo ardiente por servir al Dios único con plena entrega, como Elías (cf. 1 R 19, 10).
Por tanto, es muy posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los zelotas, al menos se distinguiera por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en los antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas.
Y es hermoso que en el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de ser diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades: de hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos.
Conviene también recordar que el grupo de los Doce es la prefiguración de la Iglesia, en la que deben encontrar espacio todos los carismas, pueblos y razas, así como todas las cualidades humanas, que encuentran su armonía y su unidad en la comunión con Jesús.
Por lo que se refiere a Judas Tadeo, así es llamado por la tradición, uniendo dos nombres diversos: mientras Mateo y Marcos lo llaman simplemente «Tadeo» (Mt 10, 3; Mc 3, 18), Lucas lo llama «Judas de Santiago» (Lc 6, 16; Hch 1, 13). No se sabe a ciencia cierta de dónde viene el sobrenombre Tadeo y se explica como proveniente del arameo taddà’, que quiere decir «pecho» y por tanto significaría «magnánimo», o como una abreviación de un nombre griego como «Teodoro, Teódoto».
Se sabe poco de él. Sólo san Juan señala una petición que hizo a Jesús durante la última Cena. Tadeo le dice al Señor: «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Es una cuestión de gran actualidad; también nosotros preguntamos al Señor: ¿por qué el Resucitado no se ha manifestado en toda su gloria a sus adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se manifestó a sus discípulos? La respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y pondremos nuestra morada en él» (Jn 14, 22-23). Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado.
A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que se suelen llamar «católicas» por no estar dirigidas a una Iglesia local determinada, sino a un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo» (v. 1). Esta carta tiene como preocupación central alertar a los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a otros hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia «alucinados en sus delirios» (v. 8), así define Judas esas doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos y, utilizando palabras fuertes, dice que «se han ido por el camino de Caín» (v. 11). Además, sin reticencias los tacha de «nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que echan la espuma de su propia vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas para siempre» (vv. 12-13).
Hoy no se suele utilizar un lenguaje tan polémico, que sin embargo nos dice algo importante. En medio de todas las tentaciones, con todas las corrientes de la vida moderna, debemos conservar la identidad de nuestra fe. Ciertamente, es necesario seguir con firme constancia el camino de la indulgencia y el diálogo, que emprendió felizmente el concilio Vaticano II. Pero este camino del diálogo, tan necesario, no debe hacernos olvidar el deber de tener siempre presentes y subrayar con la misma fuerza las líneas fundamentales e irrenunciables de nuestra identidad cristiana.
Por otra parte, es preciso tener muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y valentía ante las contradicciones del mundo en que vivimos. Por eso, el texto de la carta prosigue así: «Pero vosotros, queridos ―nos habla a todos nosotros―, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna. A los que vacilan tratad de convencerlos…» (vv. 20-22). La carta se concluye con estas bellísimas palabras: «Al que es capaz de guardaros inmunes de caída y de presentaros sin tacha ante su gloria con alegría, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, gloria, majestad, fuerza y poder antes de todo tiempo, ahora y por todos los siglos. Amén» (vv. 24-25).
Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud su fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y, por último, la alabanza, todo ello motivado sólo por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, ojalá que tanto Simón el Cananeo como Judas Tadeo nos ayuden a redescubrir siempre y a vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo testimoniarla con valentía y al mismo tiempo con serenidad.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Catequesis sobre Simón el Cananeo y Judas Tadeo, apóstoles
Audiencia General del miércoles 11 de octubre de 2006
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
IV La Iglesia es apostólica
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
— fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2, 20;Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).
— guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).
— sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5):
«Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano).
La misión de los Apóstoles
858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso […] y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» [es lo que significa la palabra griega apóstoloi]. En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. Jn 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40; cf,Lc 10, 16).
859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf. Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza» (2 Co 3, 6), «ministros de Dios» (2 Co 6, 4), «embajadores de Cristo» (2 Co 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1).
860 En el encargo dado a los Apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20). «Esta misión divina confiada por Cristo a los Apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se preocuparon de instituir […] sucesores» (LG 20).
Los obispos sucesores de los Apóstoles
861 «Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, [los Apóstoles] encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio» (LG 20; cf. San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4).
862 «Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos». Por eso, la Iglesia enseña que «por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (LG 20).
El apostolado
863 Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (AA 2).
864 «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia», es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (AA 4; cf. Jn 15, 5). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, «siempre es como el alma de todo apostolado» (AA 3).
865 La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios» (cf. Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entoncestodos los hombres rescatados por él, hechos en él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor» (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9), «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).
Catecismo de la Iglesia Católica
propósito
Que todas nuestras grandes decisiones surjan tras un encuentro con Dios en la oración.
Diálogo con Cristo
¡Oh Dios, que desde la eternidad pensaste en mí y que en un momento concreto de la historia pronunciaste mi nombre para llamarme a la vida. Gracias por el amor que me regalas cada día. Te pido tu gracia para que siempre pueda cumplir la misión que me encomiendas y así cooperar a la salvación del mundo en nombre de tu Hijo Jesucristo nuestro Señor.
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por Catequesis en Familia | 21 Oct, 2016 | La Biblia
Lucas 13, 31-35. Jueves de la 30.ª semana del Tiempo Ordinario. Reflexionemos en este evangelio en el sufrimiento del amor de Jesús por un amor no aceptado, no acogido.
En ese momento se acercaron algunos fariseos que le dijeron: «Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte». El les respondió: «Vayan a decir a ese zorro: hoy y mañana expulso a los demonios y realizo curaciones, y al tercer día habré terminado. Pero debo seguir mi camino hoy, mañana y pasado, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste! Por eso, a ustedes la casa les quedará vacía. Les aseguro que ya no me verán más, hasta que llegue el día en que digan: ¡Bendito el viene en nombre del Señor!».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 6, 10-20
Salmo: Sal Salmo 144(143), 1.2.9-10
Oración introductoria
Gracias, Padre, por mostrarme la pasión y la valentía con las que debo cumplir tu voluntad. Te suplico con humildad que aumentes mi fe y mi esperanza.
Petición
Padre Santo, te pido que no rechase tu Amor, que esté siempre cerca de Ti como los polluelos a la gallina. Que mi libertad sea siempre elegirte a Ti.
Meditación del Santo Padre Francisco
[Comentando las lecturas del día tomadas de la carta a los Romanos (8, 31-39) y del Evangelio de san Lucas (13, 31-35) el Papa pronunció la siguiente homilía.]
En estas lecturas hay dos cosas que impresionan. Primero, la seguridad de Pablo: «Nadie puede separarme del amor de Cristo». Pero tanto amaba al Señor —porque le había visto, le había encontrado, el Señor le había cambiado la vida—, tanto le amaba que decía que nada podía alejarlo de Él. Justamente este amor del Señor era el centro, precisamente el centro de la vida de Pablo. En las persecuciones, en las enfermedades, en las traiciones, pero, todo eso que él vivió, todas estas cosas que le pasaron en su vida, nada de esto pudo alejarlo del amor de Cristo. Era el centro de su vida, la referencia: el amor de Cristo. Y sin el amor de Cristo, sin vivir de este amor, reconocerlo, nutrirnos de ese amor, no se puede ser cristiano: el cristiano, quien se siente mirado por el Señor, con esa mirada tan bella, amado por el Señor y amado hasta el final. Siente… El cristiano siente que su vida ha sido salvada por la sangre de Cristo. Y esto hace el amor: esta relación de amor. Eso es lo primero que me ha impactado mucho. La otra cosa que me impresiona es esta tristeza de Jesús cuando contempla Jerusalén. «Pero tú, Jerusalén, que no has comprendido el amor». No comprendió la ternura de Dios, con esa imagen tan bella, que dice Jesús. No entender el amor de Dios: lo contrario de lo que sentía Pablo. Sí, Dios me ama, Dios nos ama, pero es algo abstracto, es algo que no me toca el corazón y yo me arreglo como puedo en la vida. Allí no hay fidelidad. Y el llanto del corazón de Jesús por Jerusalén es este: «Jerusalén, tú no eres fiel; tú no te has dejado amar; y tú te has fiado de muchos ídolos que te prometían todo, te decían que te daban todo, luego te abandonaron». El corazón de Jesús, el sufrimiento del amor de Jesús: un amor no aceptado, no acogido. Estas dos imágenes hoy: la de Pablo que permanece fiel al amor de Jesús hasta el final, allí encuentra la fuerza para seguir adelante, para soportar todo. Él se siente débil, se siente pecador, pero tiene la fuerza del amor de Dios, en ese encuentro que tuvo con Jesucristo. Por otra parte, la ciudad y el pueblo infiel, no fiel, que no acepta el amor de Jesús, o peor aún, ¿eh?, que vive este amor pero a mitad: un poco sí, un poco no, según las propias conveniencias. Miremos a Pablo con su valor que viene de este amor, y miremos a Jesús que llora ante esa ciudad que no es fiel. Miremos la fidelidad de Pablo y la infidelidad de Jerusalén, y en el centro contemplemos a Jesús, su corazón, que tanto nos ama. ¿Qué podemos hacer por Él? La pregunta: ¿me parezco más a Pablo o a Jerusalén? Mi amor a Dios, ¿es tan fuerte como el de Pablo o mi corazón es un corazón tibio como el de Jerusalén? Que el Señor, por intercesión del beato Juan Pablo II, nos ayude a responder a esta pregunta. Así sea.
Santo Padre Francisco: Dos imágenes y una pregunta
Homilía del jueves, 31 de octubre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
IV. Perseverar en el amor
2742 “Orad constantemente” (1 Ts 5, 17), “dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5, 20), “siempre en oración y suplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos” (Ef 6, 18).“No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar” (Evagrio Pontico,Capita practica ad Anatolium, 49). Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante. Este amor abre nuestros corazones a tres evidencias de fe, luminosas y vivificantes:
2743 Orar es siempre posible: El tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado que está con nosotros “todos los días” (Mt 28, 20), cualesquiera que sean las tempestades (cf Lc 8, 24). Nuestro tiempo está en las manos de Dios:
«Conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios: conviene también que el siervo alborotador o que anda yendo de un lado para otro, o el que se encuentra sirviendo en la cocina […], intenten elevar la súplica desde lo más hondo de su corazón» (San Juan Crisóstomo, De Anna, sermón 4, 6).
2744 Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado (cf Ga 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser “vida nuestra”, si nuestro corazón está lejos de él?
«Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil […]. Es imposible […] que el hombre […] que ora […] pueda pecar» (San Juan Crisóstomo, De Anna, sermón 4, 5).
«Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente» (San Alfonso María de Ligorio, Del gran mezzo della preghiera, pars 1, c. 1)).
2745 Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo amor y de la misma renuncia que procede del amor. La misma conformidad filial y amorosa al designio de amor del Padre. La misma unión transformante en el Espíritu Santo que nos conforma cada vez más con Cristo Jesús. El mismo amor a todos los hombres, ese amor con el cual Jesús nos ha amado. “Todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo concederá. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Jn 15, 16-17).
«Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos cumplir el mandato: “Orad constantemente”» (Orígenes, De oratione, 12, 2).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Repetir el versículo del Evangelio durante el día: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! para estar conciente que quiero estar siempre cerca de Dios.
Diálogo con Cristo
Padre mío, ayúdame a ser un servidor fiel y prudente. Me has dado unos talentos que implican gran responsabilidad. Te pido perdón por todas las veces en que no he sabido corresponder a tu confianza. Te prometo que me esforzaré por ser un buen discípulo y misionero de tu amor; sé que con tu gracia puedo ser fiel y servir a todos aquellos que has puesto a mi cuidado.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
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Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 21 Oct, 2016 | La Biblia
Lucas 13, 22-30. Miércoles de la 30.ª semana del del Tiempo Ordinario. La puerta de Jesús es una puerta estrecha porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de Su Salvación, de Su perdón, de Su amor, de tener la humildad de acoger Su misericordia y dejarnos renovar por Él.
Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?». El respondió: «Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: «Señor, ábrenos». Y él les responderá: «No sé de dónde son ustedes». Entonces comenzarán a decir: «Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas». Pero él les dirá: «No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!». Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 6, 1-9
Salmo: Sal 145(144), 10-14
Oración introductoria
Padre, ayúdame a aceptar tu Palabra y a comprender que no es posible alcanzar la santidad si mi vida está dominada por la ley del menor esfuerzo. Guía esta oración, ayúdame a guardar el silencio necesario para saber escucharte.
Petición
Señor, ayúdame a cambiar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos invita a reflexionar acerca del tema de la salvación. Jesús está subiendo desde Galilea hacia la ciudad de Jerusalén y en el camino —relata el evangelista Lucas— alguien se le acerca y le pregunta: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (13, 23). Jesús no responde directamente a la pregunta: no es importante saber cuántos se salvan, sino que es importante más bien saber cuál es el camino de la salvación. Y he aquí entonces que, a la pregunta, Jesús responde diciendo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán» (v. 24). ¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? Y, ¿por qué Jesús habla de una puerta estrecha?
La imagen de la puerta se repite varias veces en el Evangelio y se refiere a la de la casa, del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor, calor. Jesús nos dice que existe una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Esta puerta es Jesús mismo (cf. Jn 10, 9). Él es la puerta. Él es el paso hacia la salvación. Él conduce al Padre. Y la puerta, que es Jesús, nunca está cerrada, esta puerta nunca está cerrada, está abierta siempre y a todos, sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios. Porque, sabéis, Jesús no excluye a nadie. Tal vez alguno de vosotros podrá decirme: «Pero, Padre, seguramente yo estoy excluido, porque soy un gran pecador: he hecho cosas malas, he hecho muchas de estas cosas en la vida». ¡No, no estás excluido! Precisamente por esto eres el preferido, porque Jesús prefiere al pecador, siempre, para perdonarle, para amarle. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo: Él te espera. Anímate, ten valor para entrar por su puerta. Todos están invitados a cruzar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerle entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le done alegría plena y duradera.
En la actualidad pasamos ante muchas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que luego nos damos cuenta de que dura sólo un instante, que se agota en sí misma y no tiene futuro. Pero yo os pregunto: nosotros, ¿por qué puerta queremos entrar? Y, ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida? Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de cruzar la puerta de la fe en Jesús, de dejarle entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga más. No es un fuego de artificio, no es un flash. No, es una luz serena que dura siempre y nos da paz. Así es la luz que encontramos si entramos por la puerta de Jesús.
Cierto, la puerta de Jesús es una puerta estrecha, no por ser una sala de tortura. No, no es por eso. Sino porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su misericordia y dejarnos renovar por Él. Jesús en el Evangelio nos dice que ser cristianos no es tener una «etiqueta». Yo os pregunto: vosotros, ¿sois cristianos de etiqueta o de verdad? Y cada uno responda dentro de sí. No cristianos, nunca cristianos de etiqueta. Cristianos de verdad, de corazón. Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la oración, en las obras de caridad, en la promoción de la justicia, en hacer el bien. Por la puerta estrecha que es Cristo debe pasar toda nuestra vida.
A la Virgen María, Puerta del Cielo, pidamos que nos ayude a cruzar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como transformó la suya para traer a todos la alegría del Evangelio.
Santo Padre Francisco
Ángelus del domingo, 25 de agosto de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
1949 El hombre, llamado a la bienaventuranza, pero herido por el pecado, necesita la salvación de Dios. La ayuda divina le viene en Cristo por la ley que lo dirige y en la gracia que lo sostiene:
«Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece» (Flp 2, 12-23).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Confiemos en la gracia de Cristo y ayudemos al triste a confiar en Él.
Diálogo con Cristo
Jesús, el camino está claro, pero siento que me falta fuerza para realmente querer recorrer esa senda que lleva a tu Reino, cruzar esa puerta estrecha que implica negarme a mí mismo. Dame la luz para comprender que sólo hay ese camino por lo que debo convertirme en un instrumento dócil y confiado en tu voluntad.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
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por Catequesis en Familia | 21 Oct, 2016 | La Biblia
Lucas 13, 18-21. Martes de la 30.ª semana del Tiempo Ordinario. El Espíritu actúa en nosotros como si fuera un grano de mostaza, pequeñito, pero dentro está lleno de vida y de fuerza y va adelante hasta el árbol. Así actúa el Espíritu.
Jesús dijo entonces: «¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo? Se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció, se convirtió en un arbusto y los pájaros del cielo se cobijaron en sus ramas». Dijo también: «¿Con qué podré comparar el Reino de Dios? Se parece a un poco de levadura que una mujer mezcló con gran cantidad de harina, hasta que fermentó toda la masa».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 5, 21-33
Salmo: Sal 128(127), 1-5
Oración introductoria
Señor, creo en Ti, pero dame una fe que no cuestione ni pida señales. Confío en Ti, pero ayúdame a seguirte aunque no me gusten las exigencias del camino. Te quiero, pero necesito que esta oración fecunde la semilla de mi amor para que crezca vigorosamente.
Petición
Padre Santo, haz que valore y busque la fuerza interior de tu Reino para que brote en mí el único anhelo de llevar a todos los hombres, mis hermanos, el mensaje del Evangelio.
Meditación del Santo Padre Francisco
La esperanza es la más humilde de las tres virtudes teologales, porque en la vida se esconde. Sin embargo nos transforma en profundidad, así como «una mujer embarazada es mujer», pero es como si se transformara porque se convierte en mamá. De la esperanza el Papa Francisco habló el 29 de octubre en la misa celebrada en Santa Marta reflexionando sobre la actitud de los cristianos en espera de la revelación del Hijo de Dios.
A esta actitud está ligada la esperanza, una virtud —dijo al inicio de la homilía— que se ha revelado más fuerte que los sufrimientos, así como escribe san Pablo en la carta a los Romanos (8, 18-25). «Pablo —notó el Pontífice— se refiere a los sufrimientos del tiempo presente, y dice que no son comparables a la gloria futura que será revelada en nosotros». El apóstol habla de «ardiente espera», una tensión hacia la revelación que se refiere a toda la creación. «Esta tensión es la esperanza —continuó— y vivir en la esperanza es vivir en esta tensión», en la espera de la revelación del Hijo de Dios, o sea, cuando toda la creación, «y también cada uno de nosotros», será liberada de la esclavitud «para entrar en la gloria de los hijos de Dios».
«Pablo —prosiguió— nos habla de la esperanza. También en el capítulo precedente de la carta a los Romanos había hablado de la esperanza. Nos había dicho que la esperanza no desilusiona, es segura». Pero ésta no es fácil de entender; y esperar no quiere decir ser optimistas. Así que «la esperanza no es optimismo, no es esa capacidad de mirar las cosas con buen ánimo e ir adelante», y no es tampoco sencillamente una actitud positiva, como la de ciertas «personas luminosas, positivas». Esto, dijo el Santo Padre, «es algo bueno, pero no es la esperanza».
Se dice —explicó— que es «la más humilde de las tres virtudes, porque se esconde en la vida. La fe se ve, se siente, se sabe qué es; la caridad se hace, se sabe qué es. ¿Pero qué es la esperanza?». La respuesta del Pontífice fue clara: «Para acercarnos un poco podemos decir en primer lugar que es un riesgo. La esperanza es una virtud arriesgada, una virtud, como dice san Pablo, de una ardiente espera hacia la revelación del Hijo de Dios. No es una ilusión. Es la que tenían los israelitas» quienes, cuando fueron liberados de la esclavitud, dijeron: «nos parecía soñar. Entonces nuestra boca se llenó de sonrisa y nuestra lengua de alegría».
He aquí que esto es cuanto sucederá cuando sea la revelación del Hijo de Dios, explicó. «Tener esperanza significa precisamente esto: estar en tensión hacia esta revelación, hacia esta alegría que llenará nuestra boca de sonrisa». Y exclamó: «¡Es bella esta imagen!». Después relató que «los primeros cristianos la pintaban como un ancla. La esperanza era un ancla»; un ancla fijada en la orilla del más allá. Nuestra vida es como caminar por la cuerda hacia ese ancla. «¿Pero dónde estamos anclados nosotros?», se preguntó el Obispo de Roma. «Estamos anclados precisamente allá, en la orilla de ese océano tan lejano o estamos anclados en una laguna artificial que hemos hecho nosotros, con nuestras reglas, nuestros comportamientos, nuestros horarios, nuestros clericalismos, nuestras actitudes eclesiásticas —no eclesiales, ¿eh?—. ¿Estamos anclados allí donde todo es cómodo y seguro? Esta no es la esperanza».
Pablo —añadió el Papa Francisco— «busca después otra imagen de la esperanza, la del parto. Sabemos de hecho que toda la creación, y también nosotros con la creación, «gime y sufre los dolores del parto hasta hoy». No sólo, sino también nosotros, que poseemos las primicias del espíritu, gemimos —pensad en la mujer que da a luz—, gemimos interiormente esperando. Estamos en espera. Esto es un parto». La esperanza —añadió— se sitúa en esta dinámica de dar la vida. No es algo visible incluso para quien vive «en la primicia del Espíritu». Pero sabemos que «el Espíritu actúa. El Evangelio —precisó el Papa refiriéndose al pasaje de Lucas (13, 18-21)— dice algo sobre esto. El Espíritu actúa en nosotros. Actúa como si fuera un grano de mostaza, pequeñito, pero dentro está lleno de vida y de fuerza y va adelante hasta el árbol. El Espíritu actúa como la levadura que es capaz de leudar toda la harina. Así actúa el Espíritu».
La esperanza «es una gracia que hay que pedir»; en efecto, «una cosa es vivir en la esperanza, porque en la esperanza hemos sido salvados, y otra cosa es vivir como buenos cristianos y no más; vivir en espera de la revelación o vivir bien con los mandamientos»; estar anclados en la orilla del mundo futuro «o aparcados en la laguna artificial».
Para explicar mejor el concepto el Pontífice indicó cómo cambió la actitud de María, «una muchacha joven», cuando supo que era mamá: «Va y ayuda y canta ese cántico de alabanza». Porque —aclaró el Papa Francisco— «cuando una mujer está embarazada, es mujer», pero es como si se transformara en lo profundo porque ahora «es mamá». Y la esperanza es algo similar: «cambia nuestra actitud». Por esto —expresó— «pidamos la gracia de ser hombres y mujeres de esperanza».
En la conclusión, dirigiéndose a un grupo de sacerdotes mexicanos que celebraban el vigésimo quinto aniversario de sacerdocio, el Papa, indicando la imagen mariana que le habían llevado de obsequio, dijo: «Mirad a vuestra Madre, figura de la esperanza de América. Mirad, está pintada embarazada. Es la Virgen de América, es la Virgen de la esperanza. Pedidle a Ella la gracia para que los años por venir sean para vosotros años de esperanza», la gracia «de vivir como sacerdotes de esperanza» que dan esperanza.
Santo Padre Francisco: La esperanza, esta desconocida
Meditación del martes, 29 de octubre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
La esperanza
1817. La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb10,23). “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).
1818 La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
1819 La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).
1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra… “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
1821 Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cfRm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres […] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:
«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Disciplinar mi lengua, guardando discreción y prudencia en todos mis comentarios, fomentando, así, la unión en mi entorno familiar y social.
Diálogo con Cristo
No deja de ser asombroso cómo una porción de harina duplica o triplica su tamaño por el hecho de poner una mínima porción de levadura… Señor, gracias por ser la levadura que hace mi vida bella, abundante y emocionante, porque me das la posibilidad de colaborar en la extensión de tu Reino. Pido la intercesión de María, para ser como la levadura: discreto, sencillo, pero capaz de llenarlo todo de tu presencia y de tu amor.
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