Evangelio del día: La Iglesia es la casa de todos

Evangelio del día: La Iglesia es la casa de todos

Juan 2, 13-22. Fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán. Cada vez que celebramos la dedicación de una iglesia, se nos recuerda una verdad esencial: el templo material hecho de ladrillos es un signo de la Iglesia viva y operante en la historia, esto es, de ese «templo espiritual», como dice el apóstol Pedro, del cual Cristo mismo es «piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios» (1 P 2, 4-8).

Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio». Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar». Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Ezequiel, Ez 47, 1-2.8-9

Salmo: Sal 46(45), 2-9

Oración introductoria

Ven, Espíritu Santo, dame tu luz a en este momento de oración para que mi motivación sea acudir al templo a adorar a Dios Padre.

Petición

Padre Nuestro, ayúdame a saber estar en tu presencia, y que mi comportamiento en Tu Casa sea ejemplo para todos mis hermanos en Cristo.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy la liturgia recuerda la Dedicación de la basílica lateranense, que es la catedral de Roma y que la tradición define «madre de todas las iglesias de la ciudad y del mundo». Con el término «madre» nos referimos no tanto al edificio sagrado de la basílica, sino a la obra del Espíritu Santo que se manifiesta en este edificio, fructificando mediante el ministerio del obispo de Roma en todas las comunidades que permanecen en la unidad con la Iglesia que él preside.

Cada vez que celebramos la dedicación de una iglesia, se nos recuerda una verdad esencial: el templo material hecho de ladrillos es un signo de la Iglesia viva y operante en la historia, esto es, de ese «templo espiritual», como dice el apóstol Pedro, del cual Cristo mismo es «piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios» (1 P 2, 4-8). Jesús, en el Evangelio de la liturgia de hoy, al hablar del templo revela una verdad sorprendente: que el templo de Dios no es solamente el edificio hecho con ladrillos, sino que es su Cuerpo, hecho de piedras vivas. En virtud del Bautismo, cada cristiano forma parte del «edificio de Dios» (1 Cor 3, 9), es más, se convierte en la Iglesia de Dios. El edificio espiritual, la Iglesia comunidad de los hombres santificados por la sangre de Cristo y por el Espíritu del Señor resucitado, pide a cada uno de nosotros ser coherentes con el don de la fe y realizar un camino de testimonio cristiano. Y no es fácil, lo sabemos todos, la coherencia en la vida, entre la fe y el testimonio; pero nosotros debemos seguir adelante y buscar cada día en nuestra vida esta coherencia. «¡Esto es un cristiano!», no tanto por lo que dice, sino por lo que hace, por el modo en que se comporta. Esta coherencia que nos da vida es una gracia del Espíritu Santo que debemos pedir. La Iglesia, en el origen de su vida y de su misión en el mundo, no ha sido más que una comunidad constituida para confesar la fe en Jesucristo Hijo de Dios y Redentor del hombre, una fe que obra por medio de la caridad. ¡Van juntas! También hoy la Iglesia está llamada a ser en el mundo la comunidad que, arraigada en Cristo por medio del bautismo, profesa con humildad y valentía la fe en Él, testimoniándola en la caridad.

A esta finalidad esencial deben orientarse también los elementos institucionales, las estructuras y los organismos pastorales; a esta finalidad esencial: testimoniar la fe en la caridad. La caridad es precisamente la expresión de la fe y también la fe es la explicación y el fundamento de la caridad. La fiesta de hoy nos invita a meditar sobre la comunión de todas las Iglesias, es decir, de esta comunidad cristiana. Por analogía nos estimula a comprometernos para que la humanidad pueda superar las fronteras de la enemistad y de la indiferencia, para construir puentes de comprensión y de diálogo, para hacer de todo el mundo una familia de pueblos reconciliados entre sí, fraternos y solidarios. De esta nueva humanidad la Iglesia misma es signo y anticipación cuando vive y difunde con su testimonio el Evangelio, mensaje de esperanza y reconciliación para todos los hombres.

Invoquemos la intercesión de María santísima, a fin de que nos ayude a llegar a ser, como ella, «casa de Dios», templo vivo de su amor.

Santo Padre Francisco

Ángelus del domingo, 9 de noviembre de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia nos invita a celebrar hoy la Dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, llamada «madre y cabeza de todas las Iglesias de la urbe y del orbe». En efecto, esta basílica fue la primera en ser construida después del edicto del emperador Constantino, el cual, en el año 313, concedió a los cristianos la libertad de practicar su religión. Ese mismo emperador donó al Papa Melquíades la antigua propiedad de la familia de los Laterani, y allí hizo construir la basílica, el baptisterio y patriarquio, es decir, la residencia del Obispo de Roma, donde habitaron los Papas hasta el período aviñonés. El Papa Silvestre celebró la dedicación de la basílica hacia el año 324, y el templo fue consagrado al Santísimo Salvador; sólo después del siglo VI se le añadieron los nombres de san Juan Bautista y san Juan Evangelista, de donde deriva su denominación más conocida. Esta fiesta al inicio sólo se celebraba en la ciudad de Roma; después, a partir de 1565, se extendió a todas las Iglesias de rito romano. De este modo, honrando el edificio sagrado, se quiere expresar amor y veneración a la Iglesia romana que, como afirma san Ignacio de Antioquía, «preside en la caridad» a toda la comunión católica (Carta a los Romanos, 1, 1).

En esta solemnidad, la Palabra de Dios recuerda una verdad esencial: el templo de ladrillos es símbolo de la Iglesia viva, la comunidad cristiana, que ya los apóstoles san Pedro y san Pablo, en sus cartas, consideraban como «edificio espiritual», construido por Dios con las «piedras vivas» que son los cristianos, sobre el único fundamento que es Jesucristo, comparado a su vez con la «piedra angular» (cf. 1 Co 3, 9-11. 16-17; 1 P 2, 4-8; Ef 2, 20-22). «Hermanos: sois edificio de Dios», escribe san Pablo, y añade: «El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros» (1Co 3, 9.17). La belleza y la armonía de las iglesias, destinadas a dar gloria a Dios, nos invitan también a nosotros, seres humanos limitados y pecadores, a convertirnos para formar un «cosmos», una construcción bien ordenada, en estrecha comunión con Jesús, que es el verdadero Santo de los Santos.

Esto sucede de modo culminante en la liturgia eucarística, en la que la ecclesia, es decir, la comunidad de los bautizados se reúne para escuchar la Palabra de Dios y alimentarse del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En torno a esta doble mesa la Iglesia de piedras vivas se edifica en la verdad y en la caridad, y es plasmada interiormente por el Espíritu Santo, transformándose en lo que recibe, conformándose cada vez más a su Señor Jesucristo. Ella misma, si vive en la unidad sincera y fraterna, se convierte así en sacrificio espiritual agradable a Dios.

Queridos amigos, la fiesta de hoy celebra un misterio siempre actual: Dios quiere edificarse en el mundo un templo espiritual, una comunidad que lo adore en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23-24). Pero esta celebración también nos recuerda la importancia de los edificios materiales, en los que las comunidades se reúnen para alabar al Señor. Por tanto, toda comunidad tiene el deber de conservar con esmero sus edificios sagrados, que constituyen un valioso patrimonio religioso e histórico. Por eso, invoquemos la intercesión de María santísima, para que nos ayude a convertirnos, como ella, en «casa de Dios», templo vivo de su amor.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán

Ángelus del domingo, 9 de noviembre de 2008

Meditación de san Juan Pablo II

[Queridos hermanos y hermanas:]

1. Permitid, queridos hermanos y hermanas, que este domingo en que la Iglesia celebra el correspondiente aniversario de la Dedicación de la Basílica Lateranense, exprese yo, junto con vosotros, la más profunda veneración a nuestro Dios y Señor, que habita en este venerable templo.

¡Dios habita en el interior de su Iglesia!

Cuando el templo fue erigido en este lugar —y sucedió por vez primera en tiempos del Emperador Constantino—, fue dedicado a Dios solo. En efecto, se edifican las iglesias para dedicarlas a Dios, como para darle a El solo su particular propiedad y su habitación en medio de nosotros, que somos su pueblo. Y de nuestros antepasados en la fe recibimos la certeza de la verdad revelada, según la cual Dios quiere habitar en medio de nosotros. Quiere estar con nosotros. ¿De qué otra cosa, si no de esto, es testimonio la historia de los Patriarcas y de Moisés?

Y, ¿qué otra cosa testimonia, sobre todo. Cristo. Señor y Salvador nuestro que, de modo especial, es desde el principio, Patrono de la Iglesia en Letrán?

2. Sí, hace poco hemos escuchado sus palabras pronunciadas ante los habitantes de Jerusalén y ante los peregrinos que habían llegado para visitar el templo de Salomón: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Cristo había subido al templo de Jerusalén junto con los demás y —como hemos escuchado— había echado fuera a la gente que vendía bueyes, ovejas, palomas y a los cambistas sentados allí. Y entonces, ante la reacción tan dura del Maestro de Nazaret, ante las palabras que había pronunciado en esa ocasión: «no hagáis de la casa de mi Padre casa de contratación», le fue hecha esta pregunta: «¿Qué señal das para obrar así?» (Jn 2, 16. 18).

La respuesta de Cristo suscitó una sensación de recelo: «Cuarenta y seis años se han empleado en edificar este templo, ¿y tú vas a levantarlo en tres días?» (Jn 2, 20).

Solamente los más cercanos a Cristo eran conscientes de que en lo que había dicho se había manifestado su «celo» filial por la casa del Padre, un celo que lo devoraba (cf. Jn 2, 14). Y ellos, los discípulos, entendieron después, cuando Cristo resucitó, que echando entonces a los comerciantes del templo de Jerusalén, pensaba sobre todo en el «templo de su cuerpo» (Jn 2, 21).

Así, pues, en el día en que celebramos el recuerdo anual de la Dedicación de la Basílica de Letrán, que es madre de todas las Iglesias, deseamos expresar la máxima veneración a esta «morada de Dios con nosotros» (cf. Ap 21, 3), profesando que ella representa al mismo Cristo crucificado y resucitado. Cristo, nuestra Pascua; porque por El, en El y con El tenemos acceso al Padre en el Espíritu Santo; por El, en El y con El, Dios mismo, en el misterio inescrutable de su Vida Trinitaria, se acerca a nosotros para estar con nosotros, para habitar en medio de nosotros.

3. De este modo, yo. Obispo de Roma, deseo hoy expresar mi veneración al misterio de este templo al que estoy unido desde hace dos años, y deseo expresar esa veneración juntamente con vosotros, que sois una parte peculiar de la Iglesia de Roma. Sois, en efecto, la parroquia lateranense. ¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Es una gran distinción, verdaderamente singular, la vuestra! Ella os impone el deber de captar, ante todo, de modo especialmente perspicaz, el misterio del templo de Dios, que la liturgia de hoy pone tan magníficamente de relieve, y os permite también vivirlo después con la necesaria coherencia.

Al saludaros del modo más cordial, con ocasión de la visita que hoy realizo a vuestra parroquia, deseo al mismo tiempo saludar con respeto y amor a cuantos tienen un especial vínculo con este insigne templo por las funciones que ejercen en la Iglesia de Roma.

Saludo, por tanto, al señor cardenal Vicario que, en su calidad de arcipreste del cabildo de la Basílica, tiene en esta iglesia una presencia especialmente significativa y estimulante. Saludo después al vicegerente, mons. Canestri, y a mons. Plinio Pascoli, a cuyo celo pastoral está confiada la zona de la diócesis a que pertenece esta parroquia; y saludo también a los venerables canónigos del cabildo que, juntamente con los beneficiados, animan la vida litúrgica de la Basílica, participando activamente en las celebraciones que en ella se desarrollan. Aprovecho gustoso la ocasión para testimoniarles mi aprecio, mientras, al dar las gracias a cuantos prestan servicio en las Sagradas Congregaciones, en el Vicariato y en otras formas de ministerio, envío de buen grado un saludo afectuoso y un augurio cordial a todos aquellos a quienes la enfermedad les ha impedido estar aquí con nosotros en esta gozosa circunstancia.

Un saludo especialmente caluroso dirijo también al párroco, don Sergio Vazzoler, que se está prodigando con generoso celo para hacer de la parroquia, reestructurada hace cuatro años en conformidad con las normas conciliares, una comunidad viva, que circunde la gran catedral, como los hijos rodean a la madre, para que no quede sola, sin vida pastoral propia.

Saludo igualmente a los religiosos y a las religiosas de los institutos presentes en el ámbito de la parroquia, con un reconocimiento especial hacia aquellos que, directamente, se ocupan en las diversas formas de servicio indispensable para una ordenada vida litúrgica y pastoral.

Mi saludo se dirige, por último, a los laicos que componen la coral polifónica, laudablemente comprometida en la animación de las celebraciones dominicales; a los jóvenes que se están preparando para el importantísimo ministerio de la catequesis, a los que aseguran el servicio del altar en las funciones sacras, y a los miembros del consejo pastoral, que secundan con generosa disponibilidad el trabajo apostólico del párroco.

4. ¿Qué os diré, queridos fieles de la parroquia de San Juan de Letrán? Permitidme seguir a San Pablo y proponeros una frase suya, sacada de la liturgia de hoy: «Vosotros sois arada de Dios, edificación de Dios» (1 Cor 3, 9).

Dos comparaciones, cada una de las cuales habla en modo muy expresivo de cada uno de vosotros y, al mismo tiempo, de toda vuestra comunidad.

Sois la «arada de Dios», que debe su buena cosecha sobre todo al agua del bautismo. Aquí, junto a la Basílica, se encuentra una fuente bautismal muy antigua. Y aquí, con el agua de la fuente bautismal lateranense, muchos de vosotros han nacido a la vida divina en la gracia de hijos adoptivos, viniendo a formar parte de esta comunidad parroquial. ¡Cuán elogiosamente el Salmo responsorial de hoy exalta las «corrientes del río» que «alegran la ciudad de Dios» (Sal 45 [46] 5)1 Y el Profeta Ezequiel evoca la imagen de los árboles que crecen a la orilla del torrente y gracias a ello producen frutos. He aquí sus palabras: «En las riberas del río, al uno y al otro lado, se alzarán árboles frutales de toda especie, cuyas hojas no caerán y cuyo fruto no faltará. Todos los meses madurarán sus frutos, por salir sus aguas del santuario, y serán comestibles, y sus hojas, medicinales» (Ez 47, 12).

Así también vosotros, queridos hermanos y hermanas, crecéis en virtud de la gracia del bautismo y producís frutos de buenas obras, frutos que deben durar para la vida eterna, si permanecéis fieles a esa gracia del bautismo.

Está después otra comparación: «vosotros sois la edificación de Dios». Tal imagen expresa la misma verdad respecto a nuestro vínculo orgánico con Cristo, como «fundamento» de toda la vida espiritual: «Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que está puesto, que es Jesucristo» (1 Cor 3, 11).

Así escribe el Apóstol Pablo en la primera Carta a los Corintios, y seguidamente plantea a los destinatarios de su Carta —y también a nosotros— la siguiente pregunta: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16). Y añade todavía (son palabras fuertes e incluso en cierto sentido severas y amenazadoras): «Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo aniquilará» (1 Cor 3, 16). Para concluir después: «Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3, 17).

5. He aquí el metro con el que conviene medir vuestra vida cristiana: cada uno de vosotros individualmente y todos juntos en el contexto de esta comunidad parroquial.

Es un metro que debe estimular el sentido de responsabilidad de cada uno, induciéndole a asumirse generosamente los deberes que derivan de su inserción, mediante el bautismo, en el Cuerpo místico de Cristo. El formar, pues, parte de esta parroquia, no grande pero especialmente significativa, a la vez que constituye para todos vosotros un título especial de honor, ofrece también a cada uno la justificación de especiales deberes. Vuestra vida cristiana se desarrolla a la sombra de la catedral del Papa, a la que vienen fieles de todas partes del mundo, para confirmar su adhesión a la Cátedra de Pedro y renovar, en el contiguo baptisterio, el compromiso de su promesas bautismales.

¿Cómo no advertir el toque de atención que supone semejante contacto habitual y su consiguiente e inevitable parangón? Vosotros podéis recibir mucho de los testimonios de fe intensa y de fervorosa devoción que dan los peregrinos procedentes de regiones a veces lejanísimas, consintiéndoos experimentar cotidiana y directamente la dimensión católica de la Iglesia. A vosotros os corresponde ofrecerles una acogida que les agrade y les haga sentirse, aquí en el centro de la catolicidad, como «en su propia casa». A vosotros os corresponde darles ejemplo de una comunidad dinámicamente tendente hacia los demás, en el deseo de hacer partícipes a todos del gozo que produce el haber descubierto el amor de Cristo. A vosotros os corresponde, sobre todo, manifestaros, en cualquier aspecto de vuestra conducta. dignos herederos de aquellos romanos, por los que San Pablo daba gracias a porque la faina de su fe se había extendido por todo el mundo» (cf. Rom 1, 8).

6. Al final de esta meditación, dirijamos una vez más la mirada de nuestra fe sobre este maravilloso templo, que hoy celebra el aniversario de su dedicación.

Y acompañen nuestro encuentro con la comunidad de la parroquia lateranense estas solemnes y gozosas palabras de la liturgia de hoy: «He elegido y consagrado esta casa para que mi nombre habite en ella perpetuamente» (2 Cor 7, 16). Aleluya.

San Juan Pablo II: Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán

Homilía del domingo, 9 de noviembre de 1980

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

La Iglesia es comunión con Jesús

787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre Él y los que le sigan: «Permaneced en mí, como yo en vosotros […] Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56).

788 Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: «Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo» (LG 7).

789 La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a Él: siempre está unificada en Él, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia «cuerpo de Cristo» se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Organizar con tiempo una visita a un templo de mi ciudad y visitadlo con mis hijos (familiares, amigos, etc.).

Diálogo con Cristo

Señor Jesucristo, dame la luz para comprender que sólo hay un camino para seguirte: tu Iglesia. ¡Dame la constancia de acudir a la Santa Misa y que sea ejemplo para mis seres queridos y personas de mi entorno!

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Siervos inútiles ante el Señor

Evangelio del día: Siervos inútiles ante el Señor

Lucas 17, 7-10. Martes de la 32.ª semana del Tiempo Ordinario. La fe es un encuentro con Jesucristo… nosotros debemos hacer lo mismo que hace Nuestro Señor: encontrar a los demás.

En aquel tiempo Jesús dijo: «Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: «Ven pronto y siéntate a la mesa»? ¿No le dirá más bien: «Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después»? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: «Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber»».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de san Pablo a Tito, Tit 2, 1-8.11-14

Salmo: Sal 37(36), 3-4.18.23.27.29

Oración introductoria

Padre Nuestro, ayúdanos a decir: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

Petición

Te suplico tu gracia y tu misericordia para ser humilde y digno de presentarme ante Ti en esta oración.

Meditación del Santo Padre Francisco

Porque la fe es un encuentro con Jesús, y nosotros debemos hacer lo mismo que hace Jesús: encontrar a los demás. Vivimos una cultura del desencuentro, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro, la cultura del descarte. Pero sobre este punto os invito a pensar —y es parte de la crisis— en los ancianos, que son la sabiduría de un pueblo, en los niños… ¡la cultura del descarte! Pero nosotros debemos ir al encuentro y debemos crear con nuestra fe una «cultura del encuentro», una cultura de la amistad, una cultura donde hallamos hermanos, donde podemos hablar también con quienes no piensan como nosotros, también con quienes tienen otra fe, que no tienen la misma fe. Todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios. Ir al encuentro con todos, sin negociar nuestra pertenencia.

Santo Padre Francisco

Palabras del sábado, 18 de mayo de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

A vosotros, fieles laicos, os repito: ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos ambientes de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana, sobre todo en las difíciles! La fe os da la fuerza de Dios para tener siempre confianza y valentía, para seguir adelante con nueva decisión, para emprender las iniciativas necesarias a fin de dar un rostro cada vez más bello a vuestra tierra. Y cuando encontréis la oposición del mundo, escuchad las palabras del Apóstol: «No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor». Hay que avergonzarse del mal, de lo que ofende a Dios, de lo que ofende al hombre; hay que avergonzarse del mal que se produce a la comunidad civil y religiosa con acciones que se pretende que queden ocultas. La tentación del desánimo, de la resignación, afecta a quien es débil en la fe, a quien confunde el mal con el bien, a quien piensa que ante el mal, con frecuencia profundo, no hay nada que hacer. En cambio, quien está sólidamente fundado en la fe, quien tiene plena confianza en Dios y vive en la Iglesia, es capaz de llevar la fuerza extraordinaria del Evangelio.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Homilía del domingo, 3 de octubre de 2010

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

NUESTRA VOCACIÓN A LA BIENAVENTURANZA

I. Las bienaventuranzas

1716 Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.

(Mt 5,3-12)

1717 Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.

II. El deseo de felicidad

1718 Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:

«Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1, 3, 4).

«¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti» (San Agustín, Confessiones, 10, 20, 29).

 «Sólo Dios sacia» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, c. 15).

1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.

III. La bienaventuranza cristiana

1720 El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf Mt 25, 21. 23); la entrada en el descanso de Dios (Hb4, 7-11):

«Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (San Agustín, De civitate Dei, 22, 30).

1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1, 4) y de la Vida eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.

1722 Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.

«“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, “nadie verá a Dios y seguirá viviendo”, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios […] “porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 20, 5).

1723 La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:

«El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad […] Todo esto se debe a la convicción […] de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro […] La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración» (Juan Enrique Newman, Discourses addresed to Mixed Congregations, 5 [Saintliness the Standard of Christian Principle]).

1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Tener una actitud de humildad, agardeciendo a Dios todo lo que soy y lo que tengo, no por méritos propios, sino por su generosidad.

Diálogo con Cristo

Señor Jesucristo, ayúdame a recordar siempre que sólo los humildes y los sencillos de corazón son los que están cerca de Ti y pueden poseerte. Ayúdame a eliminar actitudes que solo manifiestan mi orgullo y vanidad.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: Fe como un grano de mostaza

Evangelio del día: Fe como un grano de mostaza

Lucas 17, 1-6. Lunes de la 32.ª semana del Tiempo Ordinario. Pecadores, sí; corruptos, no.

Después dijo a sus discípulos: «Es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de aquel que los ocasiona! Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y lo precipitaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños. Por lo tanto, ¡tengan cuidado! Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: «Me arrepiento», perdónalo». Los Apóstoles dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El respondió: «Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», ella les obedecería.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de san Pablo a Tito, Tit 1, 1-9

Salmo: Sal 24(23), 1-6

Oración introductoria

Señor, antes de iniciar mi meditación te pido me perdones por todas las veces en que he sido ocasión de pecado y dame la bondad y el amor necesario para que yo también perdone de corazón todas aquellas ofensas que me han herido o molestado.

Petición

Jesús, no permitas que el resentimiento, el enojo o la ira dominen mi interior y dame un corazón misericordioso, como el tuyo.

Meditación del Santo Padre Francisco

«Pecadores sí, corruptos no». El Papa Francisco, durante la misa celebrada el lunes 11 de noviembre volvió a hablar de la corrupción, mejor de los corruptos, cuya «doble vida» les hace semejantes «a una podredumbre barnizada».

La reflexión del Pontífice partió de la lectura de un pasaje del evangelio de san Lucas (17, 1-6): «Si tu hermano te ofende, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: «me arrepiento», lo perdonarás». «Cuando leo este pasaje —confesó— veo siempre un retrato de Jesús. Lo hemos escuchado muchas veces: Él no se cansa de perdonar. Y nos aconseja hacer lo mismo». El Obispo de Roma se centró luego en la figura del pecador que pide perdón, pero estando incluso verdaderamente arrepentido cae una vez más y cae más veces en el pecado. Él, explicó el Papa, «se arrepiente pero no puede salir de esto; es débil. Es la debilidad del pecado original». Está la buena voluntad, pero está también la debilidad y «el Señor perdona». La única condición es «ir a Él —agregó— y decir: «He pecado, perdóname. Quisiera no hacerlo más, pero soy débil». Éste es el pecador». Y la actitud de Jesús es siempre la del perdón.

En el pasaje del Evangelio hay otro episodio en el cual, destacó el Obispo de Roma, Jesús dice: «¡Ay de quien provoca escándalos!». Jesús, explicó, «no habla del pecado sino del escándalo», y dice: «Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar. Tened cuidado». El Pontífice se preguntó: «¿Pero qué diferencia hay entre pecar y escandalizar? ¿Qué diferencia hay entre pecar y hacer algo que provoca escándalo y hace mal, mucho mal?». La diferencia, dijo, es que «quien peca y se arrepiente pide perdón, se siente débil, se siente hijo de Dios, se humilla y pide la salvación de Jesús. Pero quien provoca escándalo no se arrepiente y sigue pecando fingiendo ser cristiano». Es como si condujera «una doble vida» y, agregó, «la doble vida de un cristiano hace mucho mal».

Al respecto, el Pontífice recordó como ejemplo a quien mete la mano en el bolsillo y hace ver que ayuda a la Iglesia mientras que con la otra roba «al Estado, a los pobres». Este «es un injusto» para quien hubiera sido mejor —«y no lo digo yo sino Jesús», subrayó el Papa— que le pusieran una piedra de molino y lo tirasen al mar. No se habla aquí de perdón, «porque esta persona engaña», dijo el Papa haciendo luego referencia a la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría (1, 1-7), donde se lee: «El espíritu educador y santo huye del engaño, se aleja de los pensamientos necios y es ahuyentado cuando llega la injusticia» (v. 5).

«Donde hay engaño —comentó el Papa Francisco— no está el Espíritu de Dios. Ésta es la diferencia entre pecador y corrupto. Quien hace una doble vida es un corrupto. Quien peca, en cambio, quisiera no pecar, pero es débil y se encuentra en una condición en la que no puede encontrar una solución, pero va al Señor y pide perdón. A éste el Señor le quiere, le acompaña, está con él. Y nosotros debemos decir, todos nosotros que estamos aquí: pecadores sí, corruptos no». Los corruptos, explicó una vez más el Papa, no saben lo que es la humildad. Jesús los compara con los sepulcros blanqueados: bellos por fuera pero por dentro están llenos de huesos putrescentes. «Y un cristiano que presume de ser cristiano pero no vive como cristiano —destacó— es un corrupto».

Todos conocemos a alguien que «está en esta situación y todos sabemos —agregó— cuánto mal hacen a la Iglesia los cristianos corruptos, los sacerdotes corruptos. ¡Cuánto mal hacen a la Iglesia! No viven en el espíritu del Evangelio, sino en el espíritu de la mundanidad. Y san Pablo lo dice claramente a los romanos: No os amoldéis a este mundo (cf. Rm 12, 2). Pero en el texto original es aún más fuerte: no entrar en los esquemas de este mundo, en los parámetros de este mundo, porque son precisamente éstos, esta mundanidad, que llevan a la doble vida».

Concluyendo, el Santo Padre dijo: «Una podredumbre barnizada: ésta es la vida del corrupto. Y Jesús a éstos no les llamaba sencillamente pecadores. Sino que les decía hipócritas». Jesús, recordó una vez más, perdona siempre, no se cansa de perdonar. La única condición que pide es que no se quiera seguir esta doble vida: «Pidamos hoy al Señor huir de todo engaño, de reconocernos pecadores. Pecadores sí, corruptos no».

Santo Padre Francisco: Pecadores sí, corruptos no

Homilía del lunes, 11 de noviembre de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

[…] La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.

La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En [la parábola] de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 17 de junio de 2012

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

III. Vida moral y testimonio misionero

2044 La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (AA 6).

2045 Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf Ef 1, 22), contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), “hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4, 13).

2046 Llevando una vida según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, “Reino de justicia, de verdad y de paz” (Solemnidad de N. Señor Jesucristo Rey del Universo, Prefacio: Misal Romano). Esto no significa que abandonen sus tareas terrenas, sino que, fieles a su Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Cuando alguien nos escandalice con su conducta, no juzguemos y sepamos perdonarle de corazón, sabiendo que quien confía en el poder de Dios, puede trasplantar un árbol al mar.

Diálogo con Cristo

Señor, te pido perdón por las veces que me he olvidado de Ti. Perdón por todo lo que te haya podido lastimar. Perdón, porque he sido capaz de herirte en mis hermanos. Gracias por tu perdón, Señor, confío en tu misericordia infinita.

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Evangelio en Catholic.net

Evangelio en Evangelio del día


Evangelio del día: ¡Dios de vivos!

Evangelio del día: ¡Dios de vivos!

Lucas 20, 27-38. Trigésimo segundo Domingo del Tiempo Ordinario. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a Él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que ésta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.

Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: «Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda». Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer.Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?». Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro Segundo de Macabeos, 2 Mac 7, 1-2.9-14

Salmo: Sal 17(16), 1.5-6.8.15

Segunda lectura: Segunda Carta de san Pablo a los Tesalonicenses, 2 Tes 2, 16-17; 3, 1-5

Oración introductoria

Señor, el Evangelio nos dice que en aquel tiempo los saduceos se acercaron a Ti para preguntarte sobre la resurrección. Hoy también me acerco yo a Ti para pedirte que renueves mi fe, mi esperanza y mi amor en la vida eterna que me prometes.

Petición

Dios mío, hazme poner todas mis esperanzas en las alegrías del cielo.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús enfrentando a los saduceos, quienes negaban la resurrección. Y es precisamente sobre este tema que ellos hacen una pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. Parten de un caso imaginario: «Una mujer tuvo siete maridos, que murieron uno tras otro», y preguntan a Jesús: «¿De cuál de ellos será esposa esa mujer después de su muerte?». Jesús, siempre apacible y paciente, en primer lugar responde que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de la vida terrena. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión donde, entre otras cosas, ya no existirá el matrimonio, que está vinculado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados —dice Jesús— serán como los ángeles, y vivirán en un estado diverso, que ahora no podemos experimentar y ni siquiera imaginar. Así lo explica Jesús.

Pero luego Jesús, por decirlo así, pasa al contraataque. Y lo hace citando la Sagrada Escritura, con una sencillez y una originalidad que nos dejan llenos de admiración por nuestro Maestro, el único Maestro. La prueba de la resurrección Jesús la encuentra en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 1-6), allí donde Dios se revela como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El nombre de Dios está relacionado a los nombres de los hombres y las mujeres con quienes Él se vincula, y este vínculo es más fuerte que la muerte. Y nosotros podemos decir también de la relación de Dios con nosotros, con cada uno de nosotros: ¡Él es nuestro Dios! ¡Él es el Dios de cada uno de nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre. A Él le gusta decirlo, y ésta es la alianza. He aquí por qué Jesús afirma: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos» (Lc 20, 38). Y éste es el vínculo decisivo, la alianza fundamental, la alianza con Jesús: Él mismo es la Alianza, Él mismo es la Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado venció la muerte. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a Él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que ésta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.

Por lo tanto, lo que sucederá es precisamente lo contrario de cuanto esperaban los saduceos. No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la otra vida, la que nos espera, sino que es la eternidad —aquella vida— la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros. Si miramos sólo con ojo humano, estamos predispuestos a decir que el camino del hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Esto se ve! Pero esto es sólo si lo miramos con ojo humano. Jesús le da un giro a esta perspectiva y afirma que nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: la vida plena. Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena, y esa vida plena es la que ilumina nuestro camino. Por lo tanto, la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre, como Él dijo: «Yo soy el Dios de Abrahán, Isaac, Jacob», también el Dios con mi nombre, con tu nombre, con tu nombre…, con nuestro nombre. ¡Dios de los vivientes! … Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio de un nuevo tiempo de alegría y luz sin fin. Pero ya en esta tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad, encontramos a Jesús y su amor, y así podemos pregustar algo de la vida resucitada. La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la resurrección. En efecto, si Dios es fiel y ama, no puede serlo a tiempo limitado: la fidelidad es eterna, no puede cambiar. El amor de Dios es eterno, no puede cambiar. No es a tiempo limitado: es para siempre. Es para seguir adelante. Él es fiel para siempre y Él nos espera, a cada uno de nosotros, acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad eterna.

Santo Padre Francisco

Ángelus del Domingo, 10 de noviembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La vida del hombre: conocer y amar a Dios

1  Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo como Redentor y Salvador. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.

2  Para que esta llamada resonara en toda la tierra, Cristo envió a los apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). Fortalecidos con esta misión, los apóstoles «salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).

3  Quienes con la ayuda de Dios, han acogido el llamamiento de Cristo y han respondido libremente a ella, se sienten por su parte urgidos por el amor de Cristo a anunciar por todas partes en el mundo la Buena Nueva. Este tesoro recibido de los Apóstoles ha sido guardado fielmente por sus sucesores. Todos los fieles de Cristo son llamados a transmitirlo de generación en generación, anunciando la fe, viviéndola en la comunión fraterna y celebrándola en la liturgia y en la oración (cf. Hch 2,42).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Antes o después de la celebración de la Eucaristía, hacer una visita al Sagrario, preferentemente en familia, para dar gracias a Dios por el don de la vida.

Diálogo con Crito

Señor Jesucristo, muchas veces olvido que estoy de paso en esta vida y que lo que realmente importa es la vida futura en el Reino de Dios. Me gustaría ser más consciente de mi brevedad y fragilidad en esta vida terrenal y vivirla con la alegría de saber que me espera una mucho mejor. Señor, ayúdame a vivir con la alegría que da la esperanza de tu Salvación.

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Evangelio del día: Buen uso de las riquezas

Evangelio del día: Buen uso de las riquezas

Lucas 16, 9-15. Sábado de la 31.ª semana del Tiempo Ordinario. La codicia hace enfermar al hombre, conduciéndole al interior de un círculo vicioso en el que cada pensamiento está «en función del dinero».

Pero yo les digo: «Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes? Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No puede servir a Dios y al Dinero». Los fariseos, que eran amigos del dinero, escuchaban todo esto y se burlaban de Jesús. El les dijo: «Ustedes aparentan rectitud ante los hombres, pero Dios conoce sus corazones. Porque lo que es estimable a los ojos de los hombres, resulta despreciable para Dios».

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Lecturas

Primera lectura: Carta de san Pablo a los Filipenses, Flp 4, 10-19

Salmo: Sal 112(111), 1-2.5-6.8a.9

Oración introductoria

¡Señor, soy un pobre que necesita todo de Ti! Mi apego a lo pasajero, mi soberbia y autosuficiencia me alejan fácilmente del camino a la santidad. Ven e ilumina esta meditación para que sea la fuerza que me lleve a ponerte, ¡siempre!, como Rey y Señor de mi vida.

Petición

Señor, permite que sepa como crecer en la humildad, para poder crecer en el amor.

Meditación del Santo Padre Francisco

El dinero sirve para realizar muchas obras buenas, para hacer progresar a la humanidad, pero cuando se transforma en la única razón de vida, destruye al hombre y sus vínculos con el mundo exterior. […]

[…] «Cuántas familias destruidas —comentó— hemos visto por problemas de dinero: ¡hermano contra hermano; padre contra hijos!». Porque la primera consecuencia del apego al dinero es la destrucción del individuo y de quien le está cerca. «Cuando una persona está apegada al dinero —explicó el Obispo de Roma— se destruye a sí misma, destruye a la familia».

Cierto, el dinero no hay que demonizarlo en sentido absoluto. «El dinero —precisó el Papa Francisco— sirve para llevar adelante muchas cosas buenas, muchos trabajos, para desarrollar la humanidad». Lo que hay que condenar, en cambio, es su uso distorsionado. Al respecto el Pontífice repitió las mismas palabras pronunciadas por Jesús en la parábola del «hombre rico» contenida en el Evangelio: «El que atesora para sí, no es rico ante Dios». De aquí la advertencia: «Guardaos de toda clase de codicia». Es ésta en efecto «la que hace daño en relación con el dinero»; es la tensión constante a tener cada vez más que «lleva a la idolatría» del dinero y acaba con destruir «la relación con los demás». Porque la codicia hace enfermar al hombre, conduciéndole al interior de un círculo vicioso en el que cada pensamiento está «en función del dinero».

Por lo demás, la característica más peligrosa de la codicia es precisamente la de ser «un instrumento de idolatría; porque va por el camino contrario» del trazado por Dios para los hombres. Y al respecto el Santo Padre citó a san Pablo, quien recuerda «que Jesucristo, que era rico, se hizo pobre para enriquecernos a nosotros». Así que hay un «camino de Dios», el «de la humildad, abajarse para servir», y un recorrido que va en la dirección opuesta, adonde conduce la codicia y la idolatría: «Tú que eres un pobre hombre, te haces dios por la vanidad».

Por este motivo —añadió el Pontífice— «Jesús dice cosas tan duras y fuertes contra el apego al dinero»: por ejemplo, cuando recuerda «que no se puede servir a dos señores: o a Dios o al dinero»; o cuando exhorta «a no preocuparnos, porque el Señor sabe de qué tenemos necesidad»; o también cuando «nos lleva al abandono confiado hacia el Padre, que hace florecer los lirios del campo y da de comer a los pájaros del cielo».

[…] De ahí el deseo de que «permanezca hoy en nuestro corazón la palabra del Señor», con su invitación a mantenerse lejos de la codicia, porque, «aunque uno esté en la abundancia, su vida no depende de lo que posee».

Santo Padre Francisco: El dinero sirve pero la codicia mata

Homilía del lunes, 21 de octubre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. El destino universal y la propiedad privada de los bienes

2402 Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos (cf Gn 1, 26-29). Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres.

2403 El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienescontinúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.

2404 “El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (GS 69, 1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.

2405 Los bienes de producción —materiales o inmateriales— como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.

2406 La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad (cf GS 71, 4; SRS 42; CA 4048).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Pensar que lo importante y lo que vale no es lo material. Donde esta mi tesoro, estará mi corazón.

Diálogo con Cristo

Señor Jesús, sé que mi vida no sirve de nada si no la doy por Ti, pero sabes cuánto me cuesta desprenderme de mi tiempo, de mis gustos y de mis haberes. Ayúdame a tomar una decisión irrevocable, sin tratar de servir a Ti y al mundo. Dándote el primer lugar en mi vida podré servir mejor a mi familia, a mis amigos y a los demás.

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Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

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Evangelio del día: El administrador astuto

Evangelio del día: El administrador astuto

Lucas 16, 1-8. Viernes de la 31.ª semana del Tiempo Ordinario. «Astutos como serpientes, puros como palomas»… el camino de la «astucia cristiana» permite hacer las cosas un poco más ágiles pero no con el espíritu del mundo. Esta «astucia cristiana» es un don, una gracia que el Señor nos da y que debemos antes pedir.

En aquel tiempo Jesús decía también a los discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: «¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto». El administrador pensó entonces: «¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!». Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?». «Veinte barriles de aceite», le respondió. El administrador le dijo: «Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez». Después preguntó a otro: «Y tú, ¿cuánto debes?». «Cuatrocientos quintales de trigo», le respondió. El administrador le dijo: «Toma tu recibo y anota trescientos». Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en sus trato con lo demás que los hijos de la luz.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de san Pablo a los Filipenses, Flp 3, 17-21; 4, 1

Salmo: Sal 122(121), 1-5

Oración introductoria

Señor Jesús, quiero tener la audacia y habilidad para saber darte el lugar que te corresponde en mi vida. Creo en Ti, confío y te amo, ilumina este rato de meditación para que nada me distraiga y sepa guardar el silencio que me permita realmente conocer tu voluntad.

Petición

Señor, ayúdame a saber aprovechar mi tiempo, especialmente este momento de meditación.

Santo Padre Francisco

Los administradores corruptos «devotos del dios soborno» cometen un «pecado grave contra la dignidad» y dan de comer «pan sucio» a sus propios hijos: a esta «astucia mundana» se debe responder con la «astucia cristiana» que es «un don del Espíritu Santo». Lo dijo el Papa Francisco en la homilía de [hoy], en la que propuso una reflexión sobre la figura del administrador deshonesto descrita en el pasaje evangélico de san Lucas (16, 1-8).

«El Señor —dijo el Papa— vuelve una vez más a hablarnos del espíritu del mundo, de la mundanidad: cómo actúa esta mundanidad y cuán peligrosa es. Y Jesús, precisamente Él, en la oración después de la cena del Jueves santo oraba al Padre para que sus discípulos no cayeran en la mundanidad», en el espíritu del mundo.

La mundanidad, recalcó el Pontífice, «es el enemigo». Y es precisamente «la atmósfera, el estilo de vida» característico de la mundanidad —o sea el «vivir según los «valores» del mundo»— lo que «tanto agrada al demonio». Por lo demás «cuando pensamos en nuestro enemigo pensamos primero en el demonio, porque es justamente el que nos hace mal».

«Un ejemplo de mundanidad» es el administrador descrito en la página evangélica. «Alguno de vosotros —observó el Pontífice— podrá decir: pero este hombre hizo lo que hacen todos». En realidad «¡todos no!»; éste es el modo de actuar de «algunos administradores, administradores de empresas, administradores públicos, algunos administradores del gobierno. Quizá no son tantos». En concreto «es un poco la actitud del camino más breve, más cómodo para ganarse la vida». El Evangelio relata que «el amo alabó al administrador deshonesto». Y ésta —comentó el Papa— «es una alabanza al soborno. El hábito de los sobornos es un hábito mundano y fuertemente pecador». Ciertamente es una actitud que no tiene nada que ver con Dios.

En efecto, prosiguió el Papa, «Dios nos ha mandado: llevar el pan a casa con nuestro trabajo honesto». En cambio, «este administrador daba de comer a sus hijos pan sucio. Y sus hijos, tal vez educados en colegios costosos, tal vez crecidos en ambientes cultos, lo habían recibido de su papá como comida sucia. Porque su papá llevando pan sucio a casa había perdido la dignidad. Y esto es un pecado grave». Quizás, especificó el Papa, «se comienza con un pequeño soborno, pero es como la droga». Incluso si el primer soborno es «pequeño, después viene el otro y el otro: y se termina con la enfermedad de la adicción a los sobornos».

Estamos ante «un pecado muy grave —afirmó el Papa— porque va contra la dignidad. Esa dignidad con la que somos ungidos con el trabajo. No con el soborno, no con esta adicción a la astucia mundana. Cuando leemos en los periódicos o vemos en el televisor a uno que escribe o habla de la corrupción, tal vez pensamos que la corrupción es una palabra. Corrupción es esto: es no ganar el pan con dignidad».

Existe, sin embargo, otro camino, el de la «astucia cristiana» —«entre comillas», dijo el Papa— que permite «hacer las cosas un poco ágiles pero no con el espíritu del mundo. Jesús mismo nos lo dijo: astutos como serpientes, puros como palomas». Poner «juntas estas dos» realidades es «una gracia» y «un don del Espíritu Santo». Por esto debemos pedir al Señor la capacidad de practicar «la honestidad en la vida, la honestidad que nos hace trabajar como se debe trabajar, sin entrar en estas cosas». El Papa Francisco reafirmó: «Esta «astucia cristiana» —la astucia de la serpiente y la pureza de la paloma— es un don, es una gracia que el Señor nos da. Pero debemos pedirla».

El pensamiento del Papa Francisco se dirigió también a las familias de los administradores deshonestos. «Quizás hoy —dijo— nos hará bien a todos rezar por tantos niños y jóvenes que reciben de sus padres el pan sucio. También éstos están hambrientos. Están hambrientos de dignidad». De aquí la invitación a «orar para que el Señor cambie el corazón de estos devotos del dios soborno», para que comprendan «que la dignidad viene del trabajo digno, del trabajo honesto, del trabajo de cada día, y no de estos caminos más fáciles que al final arrebatan todo». También porque, concluyó, existe el riesgo de terminar como la persona de la que habla el Evangelio «que tenía muchos graneros, muchos silos, todos llenos y no sabía qué hacer. «Esta noche morirás», dijo el Señor. Esta pobre gente que ha perdido la dignidad cometiendo sobornos, lleva consigo no el dinero que ha ganado, sino sólo la falta de dignidad. Oremos por ellos».

Santo Padre Francisco: El pan sucio de la corrupción

Homilía del viernes, 8 de noviembre de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

En los domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se preocupa de mostrar el amor que Jesús siente por los pobres, nos ha ofrecido varios puntos de reflexión sobre los peligros de un apego excesivo al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir en plenitud nuestra vocación y amar a Dios y a los hermanos.

También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16, 1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la crónica diaria: habla de un administrador que está a punto de ser despedido por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su futuro, con astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es injusto, pero astuto: el evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En efecto, la breve parábola concluye con estas palabras: «El amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido» (Lc 16, 8).

Pero, ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del administrador injusto el evangelista nos presenta una serie de dichos y advertencias sobre la relación que debemos tener con el dinero y con los bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que supone una decisión radical, una tensión interior constante.

En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: «Ningún siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo». En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero —«mammona»— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y éxito en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este éxito económico se convierte en el verdadero dios de una persona.

Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y «mammona»; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad. Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres y ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario, cuando prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien común de todos.

En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz.

Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).

Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: «El que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho» (Lc 16, 10).

De esa opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también habla hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce en afán de ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su situación en beneficio propio (cf. Am 4, 5).

El cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón, por el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que, como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se manifiesta en un amor sincero a todos y en la oración.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Homilía del domingo, 23 de septiembre de 2007

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

IV. La santidad cristiana

2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

 2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Ser más sagaz y osado en el seguimiento del Señor.

Diálogo con Cristo

Señor Jesucristo, sé que muchas veces soy tibio en el seguimiento de tus enseñanzas y del camino en general. En este diálogo te pido que me ayudes a ser más «atrevido» en la búsqueda y en el seguimiento.

*  *  *

Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Instrucción «Ad resurgendum cum Christo»

Instrucción «Ad resurgendum cum Christo»

Instrucción acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación

1. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor»(2 Co 5, 8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia»[1]. Este cambio de la disciplina eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).

Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.

2. La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianismo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15,3-5).

Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co15, 20-22).

Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo y asimilados sacramentalmente a él: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos»(Col 2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo»[2]. Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrección: «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella»[3].

3. Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados[4].

En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte[5], la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal[6].

La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria[7].

Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne[8], y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia[9]. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.

Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas»[10].

Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos[11], y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericordia corporal[12].

Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.

Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.

4. Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo[13].

La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana»[14].

En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferencia religiosa.

5. Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente.

Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia»[15].

La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.

6. Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.

7. Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.

8. En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho[16].

El Sumo Pontífice Francisco, en audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2 de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación.

Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.

GerhardCard. Müller
Prefecto

+Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Secretario

 


[1] Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, Instrucción Piam et constantem (5 de julio de 1963): AAS 56 (1964), 822-823.

[2] Misal Romano, Prefacio de difuntos, I.

[3] Tertuliano, De resurrectione carnis, 1,1: CCL 2, 921.

[4] Cf. CIC, can. 1176, § 3; can. 1205; CCEO, can. 876, § 3; can. 868.

[5] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1681.

[6] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.

[7] Cf. 1 Co 15,42-44; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1683.

[8] Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 628.

[9] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 14.

[10] Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 627.

[11] Cf. Tb 2, 9; 12, 12.

[12] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.

[13] Cf. Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, Instrucción Piam et constantem (5 de julio de  1963): AAS 56 (1964), 822.

[14] CIC, can. 1176, § 3; cf. CCEO, can. 876, § 3.

[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 962.

[16] CIC, can. 1184; CCEO, can. 876, § 3.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Instrucción Ad resurgendum cum Christo
acerca de la sepultura de los difuntos
y la conservación de las cenizas en caso de cremación

 

1. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor»(2 Co 5, 8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia»[1]. Este cambio de la disciplina eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).

Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.

2. La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianismo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15,3-5).

Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co15, 20-22).

Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo y asimilados sacramentalmente a él: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos»(Col 2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo»[2]. Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrección: «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella»[3].

3. Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados[4].

En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte[5], la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal[6].

La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria[7].

Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne[8], y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia[9]. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.

Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas»[10].

Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos[11], y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericordia corporal[12].

Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.

Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.

4. Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo[13].

La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana»[14].

En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferencia religiosa.

5. Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente.

Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia»[15].

La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.

6. Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.

7. Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.

8. En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho[16].

El Sumo Pontífice Francisco, en audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2 de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación.

Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.

GerhardCard. Müller
Prefecto

+Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Secretario

 


[1] Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, Instrucción Piam et constantem (5 de julio de 1963): AAS 56 (1964), 822-823.

[2] Misal Romano, Prefacio de difuntos, I.

[3] Tertuliano, De resurrectione carnis, 1,1: CCL 2, 921.

[4] Cf. CIC, can. 1176, § 3; can. 1205; CCEO, can. 876, § 3; can. 868.

[5] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1681.

[6] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.

[7] Cf. 1 Co 15,42-44; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1683.

[8] Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 628.

[9] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 14.

[10] Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 627.

[11] Cf. Tb 2, 9; 12, 12.

[12] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.

[13] Cf. Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, Instrucción Piam et constantem (5 de julio de  1963): AAS 56 (1964), 822.

[14] CIC, can. 1176, § 3; cf. CCEO, can. 876, § 3.

[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 962.

[16] CIC, can. 1184; CCEO, can. 876, § 3.

El monte de las ánimas

El monte de las ánimas

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte… Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo… que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro… Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Sí.

-Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

-No sé…. en el monte acaso.

-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche… esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

-Adiós Beatriz, adiós… Hasta pronto.

-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir…; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

Evangelio del día: La oveja perdida

Evangelio del día: La oveja perdida

Lucas 15, 1-10. Jueves de la 31.ª semana del Tiempo Ordinario. Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores…a nosotros.

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: «Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido». Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse». Y les dijo también: «Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: «Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido». Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta de san Pablo a los Filipenses, Flp 3, 3-8a

Salmo: Sal 105(104), 2-7

Oración introductoria

Dios mío, gracias por cuidar de mí. Porque no eres un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Te pido que medite en estos momentos, lo mucho que me amas como Buen Pastor a su oveja.

Petición

Jesús, que en mi vida seas Tú lo primero y lo más importante.

Meditación del Santo Padre Francisco

No entiendo las comunidades cristianas que están cerradas, en la parroquia. Quiero deciros algo. En el Evangelio es bonito ese pasaje que nos habla del pastor que, cuando vuelve al ovil, se da cuenta de que falta una oveja: deja las 99 y va a buscarla, a buscar una. Pero, hermanos y hermanas, nosotros tenemos una; ¡nos faltan 99! Debemos salir, ¡debemos ir hacia los demás! En esta cultura —digámonos la verdad— tenemos sólo una, ¡somos minoría! ¿Y sentimos el fervor, el celo apostólico de ir y salir y buscar las otras 99? Esta es una gran responsabilidad y debemos pedir al Señor la gracia de la generosidad y el valor y la paciencia para salir, para salir a anunciar el Evangelio. Ah, esto es difícil. Es más fácil quedarse en casa, con esa única oveja. Es más fácil con esa oveja, peinarla, acariciarla… pero nosotros sacerdotes, también vosotros cristianos, todos: el Señor nos quiere pastores, no peinadores de ovejas; ¡pastores! Y cuando una comunidad está cerrada, siempre con las mismas personas que hablan, esta comunidad no es una comunidad que da vida. Es una comunidad estéril, no es fecunda. La fecundidad del Evangelio viene por la gracia de Jesucristo, pero a través de nosotros, de nuestra predicación, de nuestra valentía, de nuestra paciencia.

Santo Padre Francisco

Discurso a los participantes en la Asamblea Diocesana de Roma

Discurso del lunes, 17 de junio de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

GRACIA Y JUSTIFICACIÓN

I.  La justificación

1987 La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo” (Rm 3, 22) y por el Bautismo (cf Rm 6, 3-4):

«Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 8-11).

1988 Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (cf Jn 15, 1-4)

«Por el Espíritu Santo participamos de Dios […] Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina […] Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio de Alejandría, Epistula ad Serapionem, 1, 24).

1989 La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: “Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. “La justificación no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del interior del  hombre” (Concilio de Trento: DS 1528).

1990 La justificación libera al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y purifica su corazón. La justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana.

1991 La justificación es, al mismo tiempo, acogida de la justicia de Dios por la fe en Jesucristo. La justicia designa aquí la rectitud del amor divino. Con la justificación son difundidas en nuestros corazones la fe, la esperanza y la caridad, y nos es concedida la obediencia a la voluntad divina.

1992 La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres. La justificación es concedida por el Bautismo, sacramento de la fe. Nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1529)

«Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios— y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús» (Rm 3 ,21-26).

1993 La justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia:

«Cuando Dios toca el corazón del hombre mediante la iluminación del Espíritu Santo, el hombre no está sin hacer nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; y, sin embargo, sin la gracia de Dios, tampoco puede dirigirse, por su voluntad libre, hacia la justicia delante de Él» [Concilio de Trento: DS 1525).

1994 La justificación es la obra más excelente del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y concedido por el Espíritu Santo. San Agustín afirma que “la justificación del impío […] es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra” […] porque “el cielo y la tierra pasarán, mientras […] la salvación y la justificación de los elegidos permanecerán” (San Agustín, In Iohannis evangelium tractatus, 72, 3). Dice incluso que la justificación de los pecadores supera a la creación de los ángeles en la justicia porque manifiesta una misericordia mayor.

1995 El Espíritu Santo es el maestro interior. Haciendo nacer al “hombre interior” (Rm 7, 22 ; Ef 3, 16), la justificación implica la santificación de todo el ser:

«Si en otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenaros, ofrecedlos igualmente ahora a la justicia para la santidad […] al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 19. 22).

II. La gracia

1996 Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17, 3).

1997 La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.

1998 Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura (cf 1 Co 2, 7-9)

1999 La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificantedivinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn 4, 14; 7, 38-39):

«Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 17-18).

2000 La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación.

2001 La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó, “porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida” (San Agustín, De gratia et libero arbitrio, 17, 33):

«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada» (San Agustín, De natura et gratia, 31, 35).

2002 La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar. Las promesas de la “vida eterna” responden, por encima de toda esperanza, a esta aspiración:

«Si tú descansaste el día séptimo, al término de todas tus obras muy buenas, fue para decirnos por la voz de tu libro que al término de nuestras obras, “que son muy buenas” por el hecho de que eres tú quien nos las ha dado, también nosotros en el sábado de la vida eterna descansaremos en ti» (San Agustín,Confessiones, 13, 36, 51).

2003 La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales, llamadas también carismas, según el término griego empleado por san Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG 12). Cualquiera que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia (cf 1 Co 12).

2004 Entre las gracias especiales conviene mencionar las gracias de estado, que acompañan el ejercicio de las responsabilidades de la vida cristiana y de los ministerios en el seno de la Iglesia:

«Teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio, la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad» (Rm 12, 6-8).

2005 La gracia, siendo de orden sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y sólo puede ser conocida por la fe. Por tanto, no podemos fundarnos en nuestros sentimientos o nuestras obras para deducir de ellos que estamos justificados y salvados (Concilio de Trento: DS 1533-34). Sin embargo, según las palabras del Señor: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 20), la consideración de los beneficios de Dios en nuestra vida y en la vida de los santos nos ofrece una garantía de que la gracia está actuando en nosotros y nos incita a una fe cada vez mayor y a una actitud de pobreza llena de confianza:

Una de las más bellas ilustraciones de esta actitud se encuentra en la respuesta de santa Juana de Arco a una pregunta capciosa de sus jueces eclesiásticos: «Interrogada si sabía que estaba en gracia de Dios, responde: “Si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si estoy, que Dios me quiera conservar en ella”» (Santa Juana de Arco, Dictum: Procès de condannation).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Lucharé por lo que me pide el Papa: La fecundidad del Evangelio depende de nuestra predicación, de nuestra valentía, de nuestra paciencia.. Para que el amor de Dios llene de alegría y penetre intensamente en todos.

Diálogo con Cristo

Gracias, Padre mío, por darme a tu Hijo Jesucristo como pastor y guía de mi vida. No quiero tener otro ideal que alcanzar la santidad para gozar plenamente de Ti por toda la eternidad. Confío en tu misericordia, y en el auxilio de la gracia de tu Espíritu Santo, para purificarme y renovarme en el amor.

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