por Catequesis en Familia | 18 Sep, 2016 | La Biblia
Lucas 9, 7-9. Jueves de la 25.ª semana del Tiempo Ordinario. No se puede conocer a Jesús sin involucrarse con Él, sin apostar la vida por Él.
El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: «Es Juan, que ha resucitado». Otros decían: «Es Elías, que se ha aparecido», y otros: «Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado». Pero Herodes decía: «A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas?». Y trataba de verlo.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Eclesiastico, de Sirac 1, 2-11.
Salmo: Sal 90(89), 3-6.12-14.17
Oración introductoria
Señor Jesus, con la señal de la cruz inicio mi oración pidiendo la asistencia de tu Santo Espíritu. No me mueve la curiosidad, busco encender en mi corazón la fe y el amor al Padre y la alegría de ser cristiano. Ilumina mi mente y despierta en mí el deseo de contemplarte.
Petición
Jesús, ayúdame a orar con atención, para que día con día vaya creciendo en el amor a Dios y los demás.
Meditación del Santo Padre Francisco
Para conocer verdaderamente a Jesús hay que hablar con Él, dialogar con Él mientras le seguimos en el camino. El Papa Francisco centró en el conocimiento de Jesús la homilía [de hoy].
El Pontífice se remitió al pasaje del Evangelio de Lucas (9, 7-9) en el que Herodes se interroga sobre quién es ese Jesús de quien tanto se oye hablar. La persona de Jesús, recordó el Papa, suscitó a menudo preguntas del tipo: «¿Quién es éste? ¿De dónde viene? Pensemos en Nazaret, por ejemplo, en la sinagoga de Nazaret, cuando se marchó la primera vez: ¿pero dónde ha aprendido estas cosas? Nosotros le conocemos bien: es el hijo del carpintero. Pensemos en Pedro y en los apóstoles después de aquella tempestad, ese viento que Jesús hizo callar. ¿Pero quién es éste a quien obedecen el cielo y la tierra, el viento, la lluvia, la tempestad? ¿Pero quién es?».
Preguntas, explicó el Papa, que se pueden hacer por curiosidad o para tener seguridades sobre el modo de comportarse ante Él. Persiste en cualquier caso el hecho de que cualquiera que conozca a Jesús se hace estas preguntas. Es más, «algunos —prosiguió el Santo Padre, volviendo al episodio evangélico— empezaron a sentir temor de este hombre, porque les puede llevar a un conflicto político con los romanos»; y así que piensan en no tener más en consideración «a este hombre que crea tantos problemas».
¿Y por qué —se interrogó el Pontífice— Jesús crea problemas? «No se puede conocer a Jesús —fue su respuesta— sin tener problemas». Paradójicamente —siguió— «si quieres tener un problema, vas por el camino que te lleva a conocer a Jesús» y entonces surgirán muchos problemas. En cualquier caso a Jesús no se le puede conocer «en primera clase» o «en la tranquilidad», menos aún «en la biblioteca». A Jesús se le conoce sólo en el camino cotidiano de la vida.
Y se le puede conocer «también en el catecismo —afirmó—. ¡Es verdad! El catecismo nos enseña muchas cosas sobre Jesús y debemos estudiarlo, debemos aprenderlo. Así aprendemos que el Hijo de Dios vino para salvarnos y comprendemos por la belleza de la historia de la salvación el amor del Padre». En cualquier caso, incluso el conocimiento de Jesús a través del catecismo «no es suficiente»: conocerle con la mente ya es un paso adelante, pero «a Jesús es necesario conocerle en el diálogo con Él. Hablando con Él, en la oración, de rodillas. Si tú no rezas, si tu no hablas con Jesús —expresó—, no le conoces».
Hay finalmente un tercer camino para conocer a Jesús: «Es el seguimiento, andar con Él, caminar con Él, recorrer sus vías». Y mientras se camina con Él, se conoce «a Jesús con el lenguaje de la acción. Si tú conoces a Jesús con estos tres lenguajes: de la mente, del corazón, de la acción, entonces puedes decir que conoces a Jesús». Llevar a cabo este tipo de conocimiento comporta la implicación personal. «No se puede conocer a Jesús —recalcó el Pontífice— sin involucrarse con Él, sin apostar la vida por Él». Así que, para conocerle, verdaderamente es necesario leer «lo que la Iglesia te dice de Él, hablar con Él en la oración y andar por su camino con Él». Este es el camino y «cada uno —concluyó— debe hacer su elección».
Santo Padre Francisco: Para conocer a Jesús
Homilía del jueves, 26 de septiembre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
III Cristo Jesús, «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2)
Dios ha dicho todo en su Verbo
65 «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra […]; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo 2,22,3-5:Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).
No habrá otra revelación
66 «La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (DV4). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.
67 A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas», algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.
La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes «revelaciones».
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
La pureza de corazón y la rectitud de intención deben ser valores a potenciar por cada uno de nosotros para que así la paz sea nuestra dicha.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, libra nuestro corazón de todo mal deseo, purifica nuestra inteligencia de todo pensamiento malo, fortalece nuestra voluntad para amarte a ti sobre todas las cosas y servir a los hombres en sus necesidades para que así el mundo sea un hogar de paz para todos.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 18 Sep, 2016 | La Biblia
Mateo 9, 9-13. Fiesta de san Mateo, apóstol. 21 de septiembre. Jesús no excluye a nadie de su amistad porque la buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador.
Al irse de allí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El se levantó y lo siguió. Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?». Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 4, 1-7.11-13
Salmo:Sal 19(18), 2-5
Oración Introductoria
Padre mío, escucho tu llamado y quiero seguirte. Deseo levantarme y salir de esta meditación convencido de quitar todo lo que me aparte de Ti, porque Tú bien sabes de mis debilidades y caídas, por eso te suplico que envíes a tu Espíritu Santo para que guíe esta oración y todo mi día.
Petición
Señor, que nunca sea sordo a tu llamado y sepa responder con alegría y generosidad.
Catequesis del Santo Padre Francisco
«Una mirada que te lleva a crecer, a ir adelante; que te alienta porque te hace sentir que Él te quiere»; que da el valor necesario para seguirle. Se centró en las miradas de Jesús la meditación del Papa Francisco durante la misa en Santa Marta el 21 de septiembre. Es una fecha fundamental en la biografía de Jorge Mario Bergoglio, porque al día de la fiesta litúrgica de san Mateo de hace sesenta años —era el 21 de septiembre de 1953— él remonta su propia elección de vida. Tal vez también por esto, comentando el relato de la conversión del evangelista (Mateo 9, 9-13), el Pontífice subrayó el poder de las miradas de Cristo, capaces de cambiar para siempre la vida de aquellos sobre quienes se posan.
Precisamente como ocurrió para el recaudador de impuestos que se convirtió en su discípulo: «Para mí es un poco difícil entender cómo Mateo pudo oír la voz de Jesús», que en medio de muchísima gente dice «sígueme». Es más, el Obispo de Roma no está seguro de que el llamado haya oído la voz del Nazareno, pero tiene la certeza de que «sintió en su corazón la mirada de Jesús que le contemplaba. Y aquella mirada es también un rostro» que «le cambió la vida. Nosotros decimos: le convirtió». Después hay otra acción descrita en la escena: «En cuanto sintió en su corazón aquella mirada, él se levantó y le siguió». Por esto el Papa hizo notar que «la mirada de Jesús nos levanta siempre; nos eleva», nos alza; nunca nos «deja ahí» donde estábamos antes de encontrarle. Ni tampoco quita algo: «Nunca te abaja, nunca te humilla, te invita a alzarte», y haciendo oír su amor da el valor necesario para poderle seguir.
He aquí entonces el interrogante del Papa: «Pero ¿cómo era esta mirada de Jesús?». La respuesta es que «no era una mirada mágica», porque Cristo «no era un especialista en hipnosis», sino algo muy distinto. Basta pensar en «cómo miraba a los enfermos y les curaba» o en «cómo miraba a la multitud que le conmovía, porque la sentía como ovejas sin pastor». Y sobre todo, según el Santo Padre, para tener una respuesta al interrogante inicial es necesario reflexionar no sólo en «cómo miraba Jesús», sino también en «cómo se sentían mirados» los destinatarios de aquellas miradas. Porque —explicó— «Jesús miraba a cada uno» y «cada uno se sentía mirado por Él», como si llamara a cada uno por su propio nombre.
Por esto la mirada de Cristo «cambia la vida». A todos y en toda situación. También —añadió el Papa Francisco— en los momentos de dificultad y de desconfianza. Como cuando pregunta a sus discípulos: ¿también vosotros queréis iros? Lo hace mirándoles «a los ojos y ellos han recibido el aliento para decir: no, vamos contigo»; o como cuando Pedro, tras haber renegado de Él, encontró de nuevo la mirada de Jesús «que le cambió el corazón y le llevó a llorar con tanta amargura: una mirada que cambiaba todo». Y finalmente está «la última mirada de Jesús», aquella con la que, desde lo alto de la cruz, «miró a su mamá, miró al discípulo»: con aquella mirada «nos dijo que su mamá era la nuestra: y la Iglesia es madre». Por este motivo «nos hará bien pensar, orar sobre esta mirada de Jesús y también dejarnos mirar por Él».
El Papa Francisco volvió a la escena evangélica, que prosigue con Jesús sentado a la mesa con publicanos y pecadores. «Se corrió la voz y toda la sociedad, pero no la sociedad «limpia», se sintió invitada a aquel almuerzo», comentó el Santo Padre, porque «Jesús les había mirado y esa mirada sobre ellos fue como un soplo sobre las brasas; sintieron que había fuego dentro»; y experimentaron también «que Jesús les hacía subir», les alzaba, «les devolvía a la dignidad», porque «la mirada de Jesús siempre nos hace dignos, nos da dignidad».
Finalmente el Papa identificó una última característica en la mirada de Jesús: la generosidad. Es un maestro que come con la suciedad de la ciudad, pero que sabe también cómo «bajo aquella suciedad estaban las brasas del deseo de Dios», deseosas de que alguno las «ayudara a prenderse fuego». Y esto es lo que hace precisamente «la mirada de Jesús»: entonces como hoy. «Creo que todos nosotros en la vida —dijo el Papa Francisco— hemos sentido esta mirada y no una, sino muchas veces. Tal vez en la persona de un sacerdote que nos enseñaba la doctrina o nos perdonaba los pecados, tal vez en la ayuda de personas amigas». Y sobre todo «todos nosotros nos encontraremos ante esa mirada, esa mirada maravillosa». Por esto vayamos «adelante en la vida, en la certeza de que Él nos mira y nos espera para mirarnos definitivamente. Y esa última mirada de Jesús sobre nuestra vida será para siempre, será eterna». Para hacerlo se puede pedir ayuda en la oración a todos «los santos que fueron mirados por Jesús», a fin de que «nos preparen para dejarnos mirar en la vida y nos preparen también para esa última mirada de Jesús».
Santo Padre Francisco: Como un soplo sobre las brasas
Meditación del sábado, 21 de septiembre de 2013
Catequesis del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando con la serie de retratos de los doce Apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy reflexionamos sobre san Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues las noticias que tenemos sobre él son pocas e incompletas. Más que esbozar su biografía, lo que podemos hacer es trazar el perfil que nos ofrece el Evangelio.
Mateo está siempre presente en las listas de los Doce elegidos por Jesús (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). En hebreo, su nombre significa «don de Dios». El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los Doce con un apelativo muy preciso: «el publicano» (Mt 10, 3). De este modo se identifica con el hombre sentado en el despacho de impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento: «Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y le siguió» (Mt 9, 9). También san Marcos (cf. Mc 2, 13-17) y san Lucas (cf. Lc 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de impuestos, pero lo llaman «Leví». Para imaginar la escena descrita en Mt 9, 9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, que se conserva aquí, en Roma, en la iglesia de San Luis de los Franceses.
Los Evangelios nos brindan otro detalle biográfico: en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (cf. Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12), y se alude a la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (cf. Mc 2, 13-14). De ahí se puede deducir que Mateo desempeñaba la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente «junto al mar» (Mt 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.
Basándonos en estas sencillas constataciones que encontramos en el Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de Israel en aquel tiempo, era considerado un pecador público. En efecto, Mateo no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser establecidos arbitrariamente. Por estos motivos, todos los Evangelios hablan en más de una ocasión de «publicanos y pecadores» (Mt 9, 10; Lc 15, 1), de «publicanos y prostitutas» (Mt 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (cf. Mt 5, 46: sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como «jefe de publicanos, y rico» (Lc 19, 2), mientras que la opinión popular los tenía por «hombres ladrones, injustos, adúlteros» (Lc 18, 11).
Ante estas referencias, salta a la vista un dato: Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado a la mesa en la casa de Mateo-Leví, respondiendo a los que se escandalizaban porque frecuentaba compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración: «No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17).
La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador. En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, Jesús llega a poner a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina: mientras el fariseo hacía alarde de su perfección moral, «el publicano (…) no se atrevía ni a elevar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!»». Y Jesús comenta: «Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18, 13-14). Por tanto, con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.
A este respecto, san Juan Crisóstomo hace un comentario significativo: observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando esas personas. Pedro, Andrés, Santiago y Juan fueron llamados mientras estaban pescando; y Mateo precisamente mientras recaudaba impuestos. Se trata de oficios de poca importancia —comenta el Crisóstomo— «pues no hay nada más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca» (In Matth. Hom.: PL 57, 363). Así pues, la llamada de Jesús llega también a personas de bajo nivel social, mientras realizan su trabajo ordinario.
Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica: Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús: «Él se levantó y lo siguió». La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.
Se puede intuir fácilmente su aplicación también al presente: tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo siguió. En este «levantarse» se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús.
Recordemos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir a san Mateo la paternidad del primer Evangelio. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Escribe Papías: «Mateo recogió las palabras (del Señor) en hebreo, y cada quien las interpretó como pudo» (en Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. III, 39, 16). El historiador Eusebio añade este dato: «Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su lengua materna el Evangelio que anunciaba; de este modo trató de sustituir con un texto escrito lo que perdían con su partida aquellos de los que se separaba» (ib., III, 24, 6).
Ya no tenemos el Evangelio escrito por san Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en Apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo, meditémoslo siempre de nuevo, para aprender también nosotros a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.
Santo Padre emérito Benedicto XVI: Catequesis sobre san Mateo, apóstol
Audiencia General del miércoles, 30 de agosto de 2006
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
IV La Iglesia es apostólica
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
— fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2, 20;Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).
— guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).
— sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5):
«Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano).
La misión de los Apóstoles
858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso […] y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» [es lo que significa la palabra griega apóstoloi]. En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. Jn 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40; cf,Lc 10, 16).
859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf. Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza» (2 Co 3, 6), «ministros de Dios» (2 Co 6, 4), «embajadores de Cristo» (2 Co 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1).
860 En el encargo dado a los Apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20). «Esta misión divina confiada por Cristo a los Apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se preocuparon de instituir […] sucesores» (LG 20).
Los obispos sucesores de los Apóstoles
861 «Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, [los Apóstoles] encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio» (LG 20; cf. San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4).
862 «Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos». Por eso, la Iglesia enseña que «por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (LG 20).
El apostolado
863 Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (AA 2).
864 «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia», es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (AA 4; cf. Jn 15, 5). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, «siempre es como el alma de todo apostolado» (AA 3).
865 La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios» (cf. Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entoncestodos los hombres rescatados por él, hechos en él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor» (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9), «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Pedirle a Dios que me ayude a eliminar todo lo que le ofende de mi comportamiento y por tanto, dar una respuesta como la de Mateo: pronta, sincera, total.
Diálogo con Cristo
Jesucristo, de nada sirve decir que estoy dispuesto a seguirte si no estoy dispuesto a servir y a entregarme a los demás. Gracias porque solo Tu eres capaz de ver más allá de sus pecados.
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por Catequesis en Familia | 18 Sep, 2016 | La Biblia
Lucas 8, 19-21. Martes de la 25.ª semana del Tiempo Ordinario. La palabra de Dios es una enseñanza que hay que escuchar con el corazón y poner en práctica en la vida diaria.
En aquel tiempo, su madre y sus hermanos fueron a verlo, pero no pudieron acercarse a causa de la multitud. Entonces le anunciaron a Jesús: «Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte». Pero él les respondió: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».
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Lecturas
Primera lectura: Libro de los Proverbios, Pro 21, 1-6.10-13
Salmo: Sal 119(118), 1.27.30.34-35.44
Oración introductoria
Señor, ayúdame a escuchar tu Palabra y a ponerla en práctica, porque eso es lo único que realmente cuenta para la eternidad. María fue la primera en entender y vivir esta verdad, por eso, tomado de su mano, le suplico que me guíe en esta oración.
Petición
María, intercede ante Dios por mí; alcánzame la gracia de amar a Jesús con tanto amor como lo hiciste tú.
Meditación del Santo Padre Francisco
La palabra de Dios no es «una historieta» para leer, sino una enseñanza que hay que escuchar con el corazón y poner en práctica en la vida diaria. Un compromiso accesible a todos, porque aunque «nosotros la hemos hecho algo difícil», la vida cristiana es «sencilla, sencilla». En efecto, «escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica» son las únicas dos «condiciones» que Jesús pide a quien quiere seguirlo.
En síntesis, para el Papa Francisco este es el significado de las lecturas propuestas por la liturgia del [día de hoy]. Celebrando la misa en Santa Marta, el Pontífice meditó en particular sobre el pasaje de san Lucas (8, 19-21) que narra cuando la madre y los hermanos de Jesús no logran «acercarse a Él a causa de la multitud». Partiendo de la constatación de que Él pasaba la mayor parte de su tiempo «en la calle, con la gente», el obispo de Roma notó que entre los tantos que lo seguían había personas que percibían «en Él una autoridad nueva, un modo de hablar nuevo», percibían «la fuerza de la salvación» que ofrecía. «El Espíritu Santo —comentó al respecto— tocaba sus corazones para ello».
Pero confundida entre la multitud, observó el Papa, también había gente que seguía a Jesús con otra finalidad. Algunos, «por conveniencia», otros, quizá, por el «deseo de ser más buenos». Un poco «como nosotros», dijo actualizando el discurso, que «tantas veces buscamos a Jesús porque tenemos necesidad de algo, y después lo olvidamos allí, solo». Una historia que se repite, visto que ya entonces Jesús reprochaba a veces a quien lo seguía. Es lo que sucede, por ejemplo, después de la multiplicación de los panes, cuando dice a la gente: «Venís a mí no para escuchar la palabra de Dios, sino porque el otro día os di de comer»; o con los diez leprosos, de los cuales solamente uno vuelve para darle gracias, mientras que «los otros nueve eran felices por su salud y se olvidaron de Jesús».
No obstante todo, afirmó el Papa, «Jesús seguía hablando a la gente» y amándola, hasta tal punto que define a «esa multitud inmensa «mi madre y mis hermanos»». Los familiares de Jesús son, pues, «los que escuchan la palabra de Dios» y «la ponen en práctica». Por eso hemos rezado en el salmo: «Guíame, Señor, por la senda de tus mandatos», de tu palabra, de tus mandamientos, para practicarlos».
Pero si sólo echamos un vistazo al Evangelio —aclaró el Pontífice—, entonces «esto no es escuchar la palabra de Dios: esto es leer la palabra de Dios como se puede leer una historieta». Mientras que escuchar la palabra de Dios «es leer» y preguntarse: «¿Qué dice esto a mi corazón? ¿Qué me está diciendo Dios con esta palabra». En efecto, sólo así «nuestra vida cambia». Y esto se produce «cada vez que abrimos el Evangelio y leemos un pasaje y nos preguntamos: «¿Dios me habla con esto, me dice algo a mí? Y si me dice algo, ¿qué me dice?»».
Esto significa «escuchar la palabra de Dios, escucharla con los oídos y escucharla con el corazón, abrir el corazón a la palabra de Dios». Al contrario, «los enemigos de Jesús escuchaban la palabra de Jesús, pero estaban cerca de Él para encontrar un error, para hacerlo tropezar» y hacerle perder «autoridad. Pero no se preguntaban nunca: «¿Qué me dice Dios a mí con esta palabra?»».
Además, añadió el Pontífice, «Dios no sólo habla a todos, sino también a cada uno de nosotros. El Evangelio se escribió para cada uno de nosotros. Y cuando tomo la Biblia, tomo el Evangelio y leo, debo preguntarme qué me dice el Señor a mí». Por otra parte, «esto es lo que Jesús dice que hacen sus verdaderos parientes, sus verdaderos hermanos: escuchar con el corazón la palabra de Dios. Y luego, dice, «la ponen en práctica»».
Ciertamente, reconoció el Papa Francisco, «es más fácil vivir tranquilamente, sin preocuparse por las exigencias de la palabra de Dios». Pero «también este trabajo lo hizo el Padre por nosotros». En efecto, los mandamientos son precisamente «un modo de poner en práctica» la palabra del Señor. Y lo mismo vale para las bienaventuranzas. En ese pasaje, observó el Papa, «están todas las cosas que debemos hacer para poner en práctica la palabra de Dios». En fin, «están las obras de misericordia», también ellas indicadas en san Mateo, en el capítulo 25. Estos son ejemplos «de lo que quiere Jesús cuando nos pide «poner en práctica» la palabra».
En conclusión, el Pontífice recapituló su reflexión recordando que «mucha gente seguía a Jesús»: algunos «por la novedad», otros «porque tenían necesidad de oír una palabra de consuelo»; pero, en realidad, no eran tantos los que después ponían efectivamente «en práctica la palabra de Dios». Sin embargo, «el Señor hacía su obra porque es misericordioso y perdona a todos, llama a todos, espera a todos, porque es paciente».
También hoy, destacó el Papa, «mucha gente va a la iglesia para escuchar la palabra de Dios, pero quizá no comprenda al predicador cuando predica un poco difícil, o no quiere comprender. Porque también esto es verdad: muchas veces nuestro corazón no quiere comprender». Pero Jesús sigue acogiendo a todos, «incluso a los que van a escuchar la palabra de Dios y después lo traicionan», como Judas, que lo llamaba «amigo». El Señor, reafirmó el Papa, «siembra siempre su palabra», y a cambio «pide solamente un corazón abierto para escucharla y buena voluntad para ponerla en práctica. Por eso, entonces, que la oración de hoy sea la del salmo: «Guíame, Señor, por la senda de tus mandatos», es decir, por la senda de tu palabra, para que aprenda con tu guía a ponerla en práctica».
Santo Padre Francisco: Dos condiciones
Meditación del martes, 23 de septiembre de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. La familia en el plan de Dios
2201 La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales.
2202 Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco.
2203 Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes.
La familia cristiana
2204. “La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso […] puede y debe decirse Iglesia doméstica” (FC 21, cf LG 11). Es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular como aparece en el Nuevo Testamento (cf Ef 5, 21-6, 4; Col 3, 18-21; 1 P 3, 1-7).
2205 La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera.
2206 Las relaciones en el seno de la familia entrañan una afinidad de sentimientos, afectos e intereses que provienen sobre todo del mutuo respeto de las personas. La familia es unacomunidad privilegiada llamada a realizar un propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los padres en la educación de los hijos (cf. GS 52).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hacer hoy una oración especial por la unidad de todos los miembros de la Iglesia.
Diálogo con Cristo
Oh, Dios, que a través de tu Hijo te has hecho Palabra encarnada, te pedimos quieras concedernos una mirada limpia para descubrirte en toda ocasión y así podamos disfrutar de la presencia de tu Rostro.
* * *
Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 18 Sep, 2016 | La Biblia
Lucas 8, 16-18. Lunes de la 25.ª semana del Tiempo Ordinario. En virtud de este don el bautizado está llamado a convertirse él mismo en «luz» —la luz de la fe que ha recibido— para los hermanos, especialmente para aquellos que están en las tinieblas y no vislumbran destellos de resplandor en el horizonte de su vida.
En aquel tiempo Jesús dijo a la muchedumbre: «No se enciende una lámpara para cubrirla con un recipiente o para ponerla debajo de la cama, sino que se la coloca sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Porque no hay nada oculto que no se descubra algún día, ni nada secreto que no deba ser conocido y divulgado. Presten atención y oigan bien, porque al que tiene, se le dará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que cree tener».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Proverbios, Prov 3, 27-34
Salmo: Sal 15(14), 2-5
Oración introductoria
Señor, yo creo, confío y te amo, pero quisiera tener una fe más operante y luminosa que atraiga a los demás. Por intercesión de María, espero que esta oración aumente mi fe, mi esperanza y mi caridad, porque te amo sobre todas las cosas.
Petición
Padre santo, dame la generosidad para compartir con los demás, especialmente con mi familia, la luz de tu Evangelio.
Meditación del Santo Padre Francisco
La palabra «bautismo» significa literalmente «inmersión», y, en efecto, este Sacramento constituye una auténtica inmersión espiritual en la muerte de Cristo, de la cual se resucita con Él como nuevas criaturas (cf. Rm 6, 4). Se trata de un baño de regeneración y de iluminación. Regeneración porque actúa ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual nadie puede entrar en el reino de los cielos (cf. Jn 3, 5). Iluminación porque, a través del Bautismo, la persona humana se colma de la gracia de Cristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9) y expulsa las tinieblas del pecado. Por esto, en la ceremonia del Bautismo se les da a los padres una vela encendida, para significar esta iluminación; el Bautismo nos ilumina desde dentro con la luz de Jesús. En virtud de este don el bautizado está llamado a convertirse él mismo en «luz» —la luz de la fe que ha recibido— para los hermanos, especialmente para aquellos que están en las tinieblas y no vislumbran destellos de resplandor en el horizonte de su vida.
Podemos preguntarnos: el Bautismo, para mí, ¿es un hecho del pasado, aislado en una fecha, esa que hoy vosotros buscaréis, o una realidad viva, que atañe a mi presente, en todo momento? ¿Te sientes fuerte, con la fuerza que te da Cristo con su muerte y su resurrección? ¿O te sientes abatido, sin fuerza? El Bautismo da fuerza y da luz. ¿Te sientes iluminado, con esa luz que viene de Cristo? ¿Eres hombre o mujer de luz? ¿O eres una persona oscura, sin la luz de Jesús? Es necesario tomar la gracia del Bautismo, que es un regalo, y llegar a ser luz para todos.
Santo Padre Francisco
Audiencia General del miércoles, 13 de noviembre de 2013
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
En este maravilloso rito litúrgico [encendido del cirio pascual, cuya luz se transmite después a todos los participantes], que hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe cristiana. Él, Cristo, que dice de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14). No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que nuestro esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una oscuridad impenetrable, que quizás se esclarece momentáneamente con nuevas experiencias, como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.
Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte —Él vive— y la fe en Él, penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.
La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto en la sociedad.
Queridos amigos, «Yo soy la luz del mundo — vosotros sois la luz del mundo», dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y y de nosotros todos juntos, es decir, «ser luz». Si creemos que Él es el Hijo de Dios, que ha sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún, que Él ha resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la fuente de todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, experimentamos una y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de nuestras buenas intenciones. No obstante los progresos técnicos, el mundo en que vivimos, por lo que se ve, nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído «portadores de luz», pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ningún paraíso terrenal, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.
Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe. Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede controlar esto de algún modo con una cierta autodisciplina. Pero es más difícil con formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. «Vosotros sois la luz del mundo». Solamente Cristo puede decir: «Yo soy la luz del mundo». Todos nosotros somos luz únicamente si estamos en este «vosotros», que a partir del Señor llega a ser nuevamente luz. Y lo mismo que el Señor afirma de la sal, como signo de amonestación, que podría llegar a ser insípida, de igual modo en las palabras sobre la luz ha incluido una pequeña advertencia. En vez de poner la luz sobre el candelero, se puede meter debajo del celemín. Preguntémonos: ¿cuántas veces ocultamos la luz de Dios bajo nuestra inercia, nuestra obstinación, de manera que no puede brillar por medio de nosotros en el mundo?
Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar «santos» en muchas de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales. Con ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso antes de poder hacer obras buenas. En el Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo.
Santo Padre emérito Benedicto XVI: Vigilia de oración con los jóvenes
Discurso del sábado, 24 de septiembre de 2011
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
II. La gracia
1996 Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17, 3).
1997 La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.
1998 Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura (cf 1 Co 2, 7-9).
1999 La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificanteo divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn 4, 14; 7, 38-39):
«Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 17-18).
2000 La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación.
2001 La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó, “porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida” (San Agustín, De gratia et libero arbitrio, 17, 33):
«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada» (San Agustín, De natura et gratia, 31, 35).
2002 La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar. Las promesas de la “vida eterna” responden, por encima de toda esperanza, a esta aspiración:
«Si tú descansaste el día séptimo, al término de todas tus obras muy buenas, fue para decirnos por la voz de tu libro que al término de nuestras obras, “que son muy buenas” por el hecho de que eres tú quien nos las ha dado, también nosotros en el sábado de la vida eterna descansaremos en ti» (San Agustín,Confessiones, 13, 36, 51).
2003 La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales, llamadas también carismas, según el término griego empleado por san Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG 12). Cualquiera que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia (cf 1 Co 12).
2004 Entre las gracias especiales conviene mencionar las gracias de estado, que acompañan el ejercicio de las responsabilidades de la vida cristiana y de los ministerios en el seno de la Iglesia:
«Teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio, la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad» (Rm 12, 6-8).
2005 La gracia, siendo de orden sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y sólo puede ser conocida por la fe. Por tanto, no podemos fundarnos en nuestros sentimientos o nuestras obras para deducir de ellos que estamos justificados y salvados (Concilio de Trento: DS 1533-34). Sin embargo, según las palabras del Señor: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 20), la consideración de los beneficios de Dios en nuestra vida y en la vida de los santos nos ofrece una garantía de que la gracia está actuando en nosotros y nos incita a una fe cada vez mayor y a una actitud de pobreza llena de confianza:
Una de las más bellas ilustraciones de esta actitud se encuentra en la respuesta de santa Juana de Arco a una pregunta capciosa de sus jueces eclesiásticos: «Interrogada si sabía que estaba en gracia de Dios, responde: “Si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si estoy, que Dios me quiera conservar en ella”» (Santa Juana de Arco, Dictum: Procès de condannation).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Vivir los valores del espíritu, gozar compartiendo mi tiempo y dinero con los demás.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, que viniste a luminar el mundo, te pedimos quieras acogernos en el esplendor de tu verdad para que guiados por tu luz caminemos siempre en la paz y podamos servir a nuestros hermanos con amor.
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por Catequesis en Familia | 11 Sep, 2016 | La Biblia
Lucas 16, 1-13. Vigésimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario. Hay que cuidarse de ceder a la tentación de idolatrar el dinero.
Decía también a los discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: ‘¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto’. El administrador pensó entonces: ‘¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!’. Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: ‘¿Cuánto debes a mi señor?’. ‘Veinte barriles de aceite», le respondió. El administrador le dijo: «Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez’. Después preguntó a otro: ‘Y tú, ¿cuánto debes?’. ‘Cuatrocientos quintales de trigo’, le respondió. El administrador le dijo: ‘Toma tu recibo y anota trescientos’. Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en sus trato con lo demás que los hijos de la luz. Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes? Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No puede servir a Dios y al Dinero».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Amós, Am 8, 4-7
Salmo: Sal 113(112), 1-8
Segunda lectura: Primera Carta de san Pablo a Timoteo, 1 Tim 2, 1-8
Meditación del Santo Padre Francisco
Hay que cuidarse de ceder a la tentación de idolatrar el dinero. Significaría debilitar nuestra fe y correr así el riesgo de habituarse al engaño de deseos insensatos y perjudiciales, tales que lleven al hombre al punto de ahogarse en la ruina y en la perdición. De este peligro puso en guardia el Papa Francisco durante la homilía de la misa que celebró en la mañana del viernes, 20 de septiembre, en la capilla de Santa Marta.
«Jesús —dijo el Santo Padre comentando las lecturas— nos había dicho claramente, y también definitivamente, que no se puede servir a dos señores: no se puede servir a Dios y al dinero. Hay algo entre ambos que no funciona. Hay algo en la actitud de amor hacia el dinero que nos aleja de Dios». Y citando la primera carta de san Pablo a Timoteo (6, 2-12), el Papa dijo: «Los que quieren enriquecerse sucumben a la tentación del engaño de muchos deseos absurdos y nocivos que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición».
De hecho la avidez —prosiguió— «es la raíz de todos los males. Y algunos, arrastrados por este deseo, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. Es tanto el poder del dinero que hace que te desvíes de la fe pura. Te quita la fe, la debilita y la pierdes». Y, siguiendo la carta paulina, observó que el apóstol afirma que «si alguno enseña otra doctrina y no se aviene a las palabras sanas de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad, es un orgulloso y un ignorante, que padece la enfermedad de plantear cuestiones y discusiones sobre palabras».
Pero san Pablo va más allá y, como notó el Pontífice, escribe que es precisamente de ahí de donde «salen envidias, polémicas, malévolas suspicacias, altercados de hombres corrompidos en la mente y privados de la verdad, que piensan que la piedad es un medio de lucro».
El Obispo de Roma se refirió después a cuantos dicen ser católicos porque van a misa, a quienes entienden su ser católicos como un estatus y que «por debajo hacen sus negocios». Al respecto el Papa recuerda que Pablo usa un término particular, que «hallamos tan, tan frecuentemente en los periódicos: ¡hombres corrompidos en la mente! El dinero corrompe. No hay vía de escape. Si eliges este camino del dinero al final serás un corrupto. El dinero tiene esta seducción de llevarte, de hacerte deslizar lentamente en tu perdición. Y por esto Jesús es tan decidido: no puedes servir a Dios y al dinero, no se puede: o el uno o el otro. Y esto no es comunismo, esto es Evangelio puro. Estas cosas son palabra de Jesús».
¿Pero «entonces qué pasa con el dinero»?, se preguntó el Papa. «El dinero —fue su respuesta— te ofrece un cierto bienestar: te va bien, te sientes un poco importante y después sobreviene la vanidad. Lo hemos leído en el Salmo [48]: te viene esta vanidad. Esta vanidad que no sirve, pero te sientes una persona importante». Vanidad, orgullo, riqueza: es de lo que presumen los hombres descritos en el salmo: los que «confían en su opulencia y se jactan de sus inmensas riquezas». ¿Entonces cuál es la verdad? La verdad —explicó el Papa— es que «nadie puede rescatarse a sí mismo, ni pagar a Dios su propio precio. Demasiado caro sería el rescate de una vida. Nadie puede salvarse con el dinero», aunque es fuerte la tentación de perseguir «la riqueza para sentirse suficientes, la vanidad para sentirse importante y, al final, el orgullo y la soberbia».
El Papa introdujo después el pecado ligado a la codicia del dinero, con todo lo que se deriva, en el primero de los diez mandamientos: se peca de «idolatría», dijo: «El dinero se convierte en ídolo y tú le das culto. Y por esto Jesús nos dice: no puedes servir al ídolo dinero y al Dios viviente. O el uno o el otro». Los primeros Padres de la Iglesia «decían una palabra fuerte: el dinero es el estiércol del diablo. Es así, porque nos hace idólatras y enferma nuestra mente con el orgullo y nos hace maniáticos de cuestiones ociosas y te aleja de la fe. Corrompe». El apóstol Pablo nos dice en cambio que tendamos a la justicia, a la piedad, a la fe, a la caridad, a la paciencia. Contra la vanidad, contra el orgullo «se necesita mansedumbre». Es más, «éste es el camino de Dios, no el del poder idolátrico que puede darte el dinero. Es el camino de la humildad de Cristo Jesús que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos precisamente con su pobreza. Este es el camino para servir a Dios. Y que el Señor nos ayude a todos nosotros a no caer en la trampa de la idolatría del dinero».
Santo Padre Francisco: El poder del dinero
Meditación del viernes 20 de septiembre de 2013
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
De buen grado he vuelto a vosotros para presidir esta solemne celebración eucarística, respondiendo así a vuestra reiterada invitación. He vuelto con alegría para encontrarme con vuestra comunidad diocesana, que durante varios años fue, de modo singular, también mía y sigue siendo siempre muy querida.
Os saludo a todos con afecto. En primer lugar, saludo al señor cardenal Francis Arinze, que me ha sucedido como cardenal titular de esta diócesis. Saludo a vuestro pastor, el querido mons. Vincenzo Apicella, a quien agradezco las hermosas palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en vuestro nombre. Saludo a los demás obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los agentes pastorales, a los jóvenes y a todos los que están activamente comprometidos en las parroquias, en los movimientos, en las asociaciones y en las diversas actividades diocesanas. Saludo, asimismo, al comisario de la prefectura de Velletri, a los alcaldes de los ayuntamientos de la diócesis de Velletri-Segni, y a las demás autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia.
Saludo a los que han venido de otras partes y, en particular, de Alemania, de Baviera, para unirse a nosotros en este día de fiesta. Mi tierra natal está unida a la vuestra por vínculos de amistad: testigo de esta amistad es la columna de bronce que me regalaron en Marktl am Inn, en septiembre del año pasado, con ocasión del viaje apostólico a Alemania. Recientemente, como ya se ha dicho, cien ayuntamientos de Baviera, me regalaron una columna casi gemela de esa, que será colocada aquí, en Velletri, como un signo más de mi afecto y de mi benevolencia. Será el signo de mi presencia espiritual entre vosotros. Al respecto, deseo dar las gracias a los que me la regalaron, al escultor y a los alcaldes, que veo aquí presentes con muchos amigos. Muchas gracias a todos.
Queridos hermanos y hermanas, sé que os habéis preparado para mi visita con un intenso camino espiritual, adoptando como lema un versículo muy significativo de la primera carta de san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). Deus caritas est, Dios es amor: con estas palabras comienza mi primera encíclica, que atañe al centro de nuestra fe: la imagen cristiana de Dios y la consiguiente imagen del hombre y de su camino.
Me alegra que, como guía del itinerario espiritual y pastoral de la diócesis, hayáis escogido precisamente esta expresión: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él». Hemos creído en el amor: esta es la esencia del cristianismo. Por tanto, nuestra asamblea litúrgica de hoy no puede por menos de centrarse en esta verdad esencial, en el amor de Dios, capaz de dar a la existencia humana una orientación y un valor absolutamente nuevos.
El amor es la esencia del cristianismo; hace que el creyente y la comunidad cristiana sean fermento de esperanza y de paz en todas partes, prestando atención en especial a las necesidades de los pobres y los desamparados. Esta es nuestra misión común: ser fermento de esperanza y de paz porque creemos en el amor. El amor hace vivir a la Iglesia, y puesto que es eterno, la hace vivir siempre, hasta el final de los tiempos.
En los domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se preocupa de mostrar el amor que Jesús siente por los pobres, nos ha ofrecido varios puntos de reflexión sobre los peligros de un apego excesivo al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir en plenitud nuestra vocación y amar a Dios y a los hermanos.
También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16, 1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la crónica diaria: habla de un administrador que está a punto de ser despedido por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su futuro, con astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es injusto, pero astuto: el evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En efecto, la breve parábola concluye con estas palabras: «El amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido» (Lc 16, 8).
Pero, ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del administrador injusto el evangelista nos presenta una serie de dichos y advertencias sobre la relación que debemos tener con el dinero y con los bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que supone una decisión radical, una tensión interior constante.
En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: «Ningún siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo». En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero —»mammona»— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y éxito en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este éxito económico se convierte en el verdadero dios de una persona.
Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y «mammona»; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad. Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres y ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario, cuando prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien común de todos.
En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz.
Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).
Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: «El que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho» (Lc 16, 10).
De esa opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también habla hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce en afán de ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su situación en beneficio propio (cf. Am 4, 5).
El cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón, por el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que, como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se manifiesta en un amor sincero a todos y en la oración.
En realidad, orar por los demás es un gran gesto de caridad. El Apóstol invita, en primer lugar, a orar por los que tienen cargos de responsabilidad en la comunidad civil, porque —explica— de sus decisiones, si se encaminan a realizar el bien, derivan consecuencias positivas, asegurando la paz y «una vida tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad» para todos (1 Tm 2, 2). Por consiguiente, no debe faltar nunca nuestra oración, que es nuestra aportación espiritual a la edificación de una comunidad eclesial fiel a Cristo y a la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Queridos hermanos y hermanas, oremos, en particular, para que vuestra comunidad diocesana, que está sufriendo una serie de cambios, a causa del traslado de muchas familias jóvenes procedentes de Roma, al desarrollo del sector «terciario» y al establecimiento de muchos inmigrantes en los centros históricos, lleve a cabo una acción pastoral cada vez más orgánica y compartida, siguiendo las indicaciones que vuestro obispo va dando con elevada sensibilidad pastoral.
A este respecto, ha sido muy oportuna su carta pastoral de diciembre del año pasado con la invitación a ponerse a la escucha atenta y perseverante de la palabra de Dios, de las enseñanzas del concilio Vaticano II y del Magisterio de la Iglesia.
Pongamos en manos de la Virgen de las Gracias, cuya imagen se conserva y venera en esta hermosa catedral, todos vuestros propósitos y proyectos pastorales. Que la protección maternal de María acompañe el camino de todos los presentes y de quienes no han podido participar en esta celebración eucarística. Que la Virgen santísima vele de modo especial sobre los enfermos, sobre los ancianos, sobre los niños, sobre aquellos que se sienten solos y abandonados, y sobre quienes tienen necesidades particulares.
Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida (cf. Colecta). Amén.
Santo Padre Benedicto XVI
Homilía del Domingo, 23 de septiembre de 2007
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. Libertad y responsabilidad
1731 La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.
1732 Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.
1733 En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado (cfRm 6, 17).
1734 La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que estos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos.
1735 La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales.
1736 Todo acto directamente querido es imputable a su autor:
Así el Señor pregunta a Adán tras el pecado en el paraíso: “¿Qué has hecho?” (Gn 3,13). Igualmente a Caín (cf Gn 4, 10). Así también el profeta Natán al rey David, tras el adulterio con la mujer de Urías y la muerte de éste (cf 2 S 12, 7-15).
Una acción puede ser indirectamente voluntaria cuando resulta de una negligencia respecto a lo que se habría debido conocer o hacer, por ejemplo, un accidente provocado por la ignorancia del código de la circulación.
1737 Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo, el agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no es imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como la muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro. Para que el efecto malo sea imputable, es preciso que sea previsible y que el que actúa tenga la posibilidad de evitarlo, por ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por un conductor en estado de embriaguez.
1738 La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho. Elderecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa (cf DH 2). Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público (cf DH 7).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Utilizar responsablemente el dinero.
Diálogo con Cristo
Señor Jesucristo, ayúdame a ponerte a Ti en primer lugar, que las riquezas no se conviertan en distracciones que me oculten tu presencia..
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por Catequesis en Familia | 11 Sep, 2016 | La Biblia
Lucas 8, 4-15. Sábado de la 24.ª semana del Tiempo Ordinario. La «tierra buena» son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia.
Como se reunía una gran multitud y acudía a Jesús gente de todas las ciudades, él les dijo, valiéndose de una parábola: «El sembrador salió a sembrar su semilla. Al sembrar, una parte de la semilla cayó al borde del camino, donde fue pisoteada y se la comieron los pájaros del cielo. Otra parte cayó sobre las piedras y, al brotar, se secó por falta de humedad. Otra cayó entre las espinas, y estas, brotando al mismo tiempo, la ahogaron. Otra parte cayó en tierra fértil, brotó y produjo fruto al ciento por uno». Y una vez que dijo esto, exclamó: «¡El que tenga oídos para oír, que oiga!». Sus discípulos le preguntaron qué significaba esta parábola, y Jesús les dijo: «A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás, en cambio, se les habla en parábolas, para que miren sin ver y oigan sin comprender. La parábola quiere decir esto: La semilla es la Palabra de Dios. Los que están al borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el demonio y arrebata la Palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los que están sobre las piedras son los que reciben la Palabra con alegría, apenas la oyen; pero no tienen raíces: creen por un tiempo, y en el momento de la tentación se vuelven atrás. Lo que cayó entre espinas son los que escuchan, pero con las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, se van dejando ahogar poco a poco, y no llegan a madurar. Lo que cayó en tierra fértil son los que escuchan la Palabra con un corazón bien dispuesto, la retienen, y dan fruto gracias a sus constancia.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 15, 35-37.42-49
Salmo: Sal 56(55), 10-14
Oración Introductoria
Padre mío, quiero tener un corazón bueno y bien dispuesto para ser esa tierra buena que acoja tu semilla y la haga fructificar. Los afanes, dificultades y distracciones de la vida ordinaria pueden ahogar fácilmente esta semilla, por ello te pido humildemente que tu gracia la riegue y fertilice en esta meditación.
Petición
Jesús, concede que la semilla de tu gracia crezca y dé muchos frutos para estar cerca de ti y llevarte a los demás.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
[el Señor] viene siempre a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don de fortaleza.
Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembrador salió a sembrar; sin embargo, no toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto (cf. Mc 4, 3-9; Mt 13, 3-9; Lc 8, 4-8). Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.
Santo Padre Francisco
Audiencia General del miércoles, 14 de mayo de 2014
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Para hablar de salvación, se recuerda aquí la experiencia de cada año que se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra, y la alegría tremenda de la recogida. Una siembra que se acompaña con las lágrimas, porque se tira lo que todavía se podría convertir en pan, exponiéndose a una espera llena de inseguridades: el campesino trabaja, prepara el terreno, esparce la semilla, pero, como tan bien ilustra la parábola del sembrador, no sabe donde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si se echará raíces, si se convertirá en espiga. Esparcir la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesario el trabajo del hombre, pero luego se entra en una espera impotente, sabiendo que muchos factores serán determinantes para el buen resultado de la recogida y que el riesgo de un fracaso está siempre presente. […] En la cosecha todo se transforma, el llanto termina, deja su lugar a gritos de alegría exultante.
Santo Padre Benedicto XVI
Audiencia General del miércoles, 12 de octubre de 2011
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I Cristo, palabra única de la Sagrada Escritura
101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum,103,4,1).
103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
104 En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Preguntarme qué puedo hacer para hacer fructificar mi fe y la de mi familia.
Diálogo con Cristo
Qué fácilmente me olvido de la semilla de gracia que sembraste en mí el día de mi bautismo. Ayúdame a aprender la lección del Evangelio y dame la fuerza para saber renunciar a todo lo que me aparte del fruto que mi semilla puede y debe dar. Que sepa renunciar a mi egoísmo y a todo aquello que constituya un obstáculo para amarte mejor a Ti y a los demás.
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La «tierra buena»: «Son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15). En el contexto del Evangelio de Lucas, la mención del corazón noble y generoso, que escucha y guarda la Palabra, es un retrato implícito de la fe de la Virgen María. El mismo evangelista habla de la memoria de María, que conservaba en su corazón todo lo que escuchaba y veía, de modo que la Palabra diese fruto en su vida. La Madre del Señor es icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel: « Bienaventurada la que ha creído » (Lc 1,45).
Santo Padre Francisco
Carta Encíclica LUMEN FIDEI sobre la fe
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por Catequesis en Familia | 11 Sep, 2016 | La Biblia
Lucas 8, 1-3. Viernes de la 24.ª semana del Tiempo Ordinario. La Iglesia da gracias por todas las mujeres y por cada una de ellas.
Después, Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes.
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Lecturas
Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 15, 12-20
Salmo: Sal 17(16), 1.6-8b.15
Oración Introductoria
Qué dicha la de los Doce y de las mujeres que supieron reconocerte y por ello dejaron todo para acompañarte y servirte. Permite que encuentre la luz y la fortaleza en esta oración para permanecer siempre fiel a tu gracia, aun cuando se presenten dificultades y problemas.
Petición
Jesucristo, ayúdame a escucharte, acompañandote en la oración, en el Santísimo Sacramento.
Meditación de san Juan Pablo II
La Iglesia […] da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable.
La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina.
La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables «manifestaciones del Espíritu» (cf. 1 Cor 12, 4 ss.), que con grande generosidad han sido dadas a las «hijas» de la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente, valorizadas, para que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad, especialmente en nuestros días. Al meditar sobre el misterio bíblico de la «mujer», la Iglesia ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y hallen su «vocación suprema».
San Juan Pablo II
Carta Apostólica MULIERIS DIGNITATEM sobre la dignidad y la vocación de la mujer
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
En los versículos 8, 1-3 nos relata que Jesús, que caminaba junto con los Doce predicando, también iba acompañado de algunas mujeres. Menciona tres nombres y añade: «Y muchas otras que lo ayudaban con sus bienes» (Lc 8, 3). La diferencia entre el discipulado de los Doce y el de las mujeres es evidente: el cometido de ambos es completamente diferente. No obstante, Lucas deja claro algo que también consta de muchos modos en los otros Evangelios: que «muchas» mujeres formaban parte de la comunidad restringida de creyentes, y que su acompañar a Jesús en la fe era esencial para pertenecer a esa comunidad, como se demostraría luego claramente al pie de la cruz y en el contexto de la resurrección».
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Jesús de Nazaret, primera parte, p. 76
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
III “Hombre y mujer los creó”
Igualdad y diferencia queridas por Dios
369 El hombre y la mujer son creados, es decir, son queridos por Dios: por una parte, en una perfecta igualdad en tanto que personas humanas, y por otra, en su ser respectivo de hombre y de mujer. «Ser hombre», «ser mujer» es una realidad buena y querida por Dios: el hombre y la mujer tienen una dignidad que nunca se pierde, que viene inmediatamente de Dios su creador (cf. Gn 2,7.22). El hombre y la mujer son, con la misma dignidad, «imagen de Dios». En su «ser-hombre» y su «ser-mujer» reflejan la sabiduría y la bondad del Creador.
370 Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las «perfecciones» del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cf. Is49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo (cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19).
“El uno para el otro”, “una unidad de dos”
371 Creados a la vez, el hombre y la mujer son queridos por Dios el uno para el otro. La Palabra de Dios nos lo hace entender mediante diversos acentos del texto sagrado. «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2,18). Ninguno de los animales es «ayuda adecuada» para el hombre (Gn 2,19-20). La mujer, que Dios «forma» de la costilla del hombre y presenta a éste, despierta en él un grito de admiración, una exclamación de amor y de comunión: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23). El hombre descubre en la mujer como un otro «yo», de la misma humanidad.
372 El hombre y la mujer están hechos «el uno para el otro»: no que Dios los haya hecho «a medias» e «incompletos»; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser «ayuda» para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas («hueso de mis huesos…») y complementarios en cuanto masculino y femenino (cf. Mulieris dignitatem, 7). En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando «una sola carne» (Gn 2,24), puedan transmitir la vida humana: «Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra» (Gn 1,28). Al trasmitir a sus descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera única en la obra del Creador (cf. GS 50,1).
373 En el plan de Dios, el hombre y la mujer están llamados a «someter» la tierra (Gn 1,28) como «administradores» de Dios. Esta soberanía no debe ser un dominio arbitrario y destructor. A imagen del Creador, «que ama todo lo que existe» (Sb 11,24), el hombre y la mujer son llamados a participar en la providencia divina respecto a las otras cosas creadas. De ahí su responsabilidad frente al mundo que Dios les ha confiado
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Acompañar a Cristo en el Santísimo Sacramento y llevar a los demás un mensaje de amor de Jesús.
Diálogo con Cristo
Permite, Señor, que tanto los hombres como las mujeres de hoy tengamos una gran necesidad de Ti y seammos apóstoles que propaguen tu mensaje de verdad y de caridad.
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«La historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se hubiera contado con la aportación generosa de muchas mujeres».
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General el 14 de febrero de 2007
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por Catequesis en Familia | 11 Sep, 2016 | La Biblia
Juan 19, 25-27. Memoria de Nuestra Señora de los Dolores. Cuando estemos cansados, desanimados, abrumados por los problemas, volvámonos a María, sintamos su mirada que dice a nuestro corazón: «¡Ánimo, hijo, que yo te sostengo!».
«Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
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Lecturas
Primera lectura: Carta a los Hebreos, Heb 5, 7-9
Salmo: Sal 31(30), 2-6.15-16.20
Oración introductoria
Supliquemos a María que haga nuestro corazón manso y humilde como modeló el corazón de su Hijo, pues por medio de ella y en ella fue como se forjó el corazón de Jesús.
Oración de santa Teresa de Calcuta
Petición
Pidamos a Nuestra Señora que interceda por la paz de nuestro corazón, para que tengamos un alma en la que solo quepa la misericordia y el perdón.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas:
[…] Esta tarde me siento unido a todos ustedes en la recitación del Santo Rosario y en la Adoración Eucarística bajo la mirada de la Virgen María.
La mirada. ¡Qué importante es! ¡Cuántas cosas pueden decirse con una mirada! Afecto, aliento, compasión, amor, pero también reproche, envidia, soberbia, incluso odio. Con frecuencia, la mirada dice más que las palabras, o dice aquello que las palabras no pueden o no se atreven a decir.
¿A quién mira la Virgen María? Nos mira a todos, a cada uno de nosotros. Y, ¿cómo nos mira? Nos mira como Madre, con ternura, con misericordia, con amor. Así ha mirado al hijo Jesús en todos los momentos de su vida, gozosos, luminosos, dolorosos, gloriosos, como contemplamos en los Misterios del Santo Rosario, simplemente con amor.
Cuando estamos cansados, desanimados, abrumados por los problemas, volvámonos a María, sintamos su mirada que dice a nuestro corazón: «¡Animo, hijo, que yo te sostengo!» La Virgen nos conoce bien, es madre, sabe muy bien cuáles son nuestras alegrías y nuestras dificultades, nuestras esperanzas y nuestras desilusiones. Cuando sintamos el peso de nuestras debilidades, de nuestros pecados, volvámonos a María, que dice a nuestro corazón: «!Levántate, acude a mi Hijo Jesús!, en él encontrarás acogida, misericordia y nueva fuerza para continuar el camino».
La mirada de María no se dirige solamente a nosotros. Al pie de la cruz, cuando Jesús le confía al Apóstol Juan, y con él a todos nosotros, diciendo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26), los ojos de María están fijos en Jesús. Y María nos dice, como en las Bodas de Caná: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). María indica a Jesús, nos invita a dar testimonio de Jesús, nos guía siempre a su Hijo Jesús, porque sólo en él hay salvación, sólo él puede trasformar el agua de la soledad, de la dificultad, del pecado, en el vino del encuentro, de la alegría, del perdón. Sólo él.
«Bienaventurada porque has creído». María es bienaventurada por su fe en Dios, por su fe, porque la mirada de su corazón ha estado siempre fija en Dios, en el Hijo de Dios que ha llevado en su seno y que ha contemplado en la cruz. En la Adoración del Santísimo Sacramento, María nos dice: «Mira a mi Hijo Jesús, ten los ojos fijos en él, escúchalo, habla con él. Él te mira con amor. No tengas miedo. Él te enseñará a seguirlo para dar testimonio de él en las grandes y pequeñas obras de tu vida, en las relaciones de familia, en tu trabajo, en los momentos de fiesta; te enseñará a salir de ti mismo, de ti misma, para mirar a los demás con amor, como él, que te ha amado y te ama, no de palabra, sino con obras».
¡Oh María!, haznos sentir tu mirada de Madre, guíanos a tu Hijo, haz que no seamos cristianos «de escaparate», sino de los que saben «mancharse la manos» para construir con tu Hijo Jesús su Reino de amor, de alegría y de paz.
Santo Padre Francisco
Videomensaje del sábado, 12 de octubre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
MARÍA, MADRE DE CRISTO, MADRE DE LA IGLESIA
963 Después de haber hablado del papel de la Virgen María en el Misterio de Cristo y del Espíritu, conviene considerar ahora su lugar en el Misterio de la Iglesia. «Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor […] más aún, «es verdaderamente la Madre de los miembros (de Cristo) porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza» (LG 53; cf. San Agustín, De sancta virginitate 6, 6)»». «María […], Madre de Cristo, Madre de la Iglesia» (Pablo VI, Discurso a los padres conciliares al concluir la tercera sesión del Concilio Ecuménico, 21 de noviembre de 1964).
I. La maternidad de María respecto de la Iglesia
Totalmente unida a su Hijo…
964 El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (LG 57). Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión:
«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27)» (LG 58).
965 Después de la Ascensión de su Hijo, María «estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones» (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, «María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (LG 59).
… también en su Asunción …
966 «Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte» (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:
«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).
… ella es nuestra Madre en el orden de la gracia
967 Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es «miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia» (LG 53), incluso constituye «la figura» [typus] de la Iglesia (LG 63).
968 Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. «Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG 61).
969 «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna […] Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG62).
970 «La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres […] brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia» (LG 60). «Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversas maneras tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente» (LG 62).
II. El culto a la Santísima Virgen
971 «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano» (MC 56). La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades […] Este culto […] aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (LG 66); encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios (cf. SC 103) y en la oración mariana, como el Santo Rosario, «síntesis de todo el Evangelio» (MC 42).
III. María icono escatológico de la Iglesia
972 Después de haber hablado de la Iglesia, de su origen, de su misión y de su destino, no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su misterio, en su «peregrinación de la fe», y lo que será al final de su marcha, donde le espera, «para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad», «en comunión con todos los santos» (LG 69), aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre:
«Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (LG 68).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Elevemos nuestros corazones hacia la Virgen María, para que nos ayude a reconciliarnos con el Señor cada vez que nos alejamos del amor de Dios.
Diálogo con Cristo
Señor Jesucristo, desde la Cruz nos donaste a tu madre para que fuese la Madre de todos nosotros; sé que Nuestra Señora la Virgen María es maestra de fe y ejemplo culminante de humildad; quiero que Ella sea mi modelo para seguirte en el camino de santidad.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Catequesis en Familia | 11 Sep, 2016 | La Biblia
Juan 3, 13-17. Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Cristo se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Dios realizó este itinerario por amor; no hay otra explicación.
Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Números, Nm 21, 4b-9
Salmo: Sal 78(77), 1-2.34-38
Oración introductoria
Padre santo, ayúdame a buscar lo que me haga crecer en el amor, para darte gloria y servir mejor a los demás: bienes que duren y valgan para la eternidad. Y, aunque no me guste ni me atreva a buscarla, que sepa renunciar a mí mismo para tomar mi cruz y seguirte.
Petición
Señor, dame la fortaleza para tomar mi cruz y seguir los pasos de tu Hijo.
Meditación del Santo Padre Francisco
Historia del hombre e historia de Dios se entrecruzan en la cruz. Una historia esencialmente de amor. Un misterio inmenso, que por nosotros solos no podemos comprender. ¿Cómo «probar esa miel de áloe, esa dulzura amarga del sacrificio de Jesús»? El Papa Francisco indicó el modo [este día], 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, durante la misa matutina.
Comentando las lecturas del día, tomadas de la carta a los Filipenses (2, 6-11) y del Evangelio de Juan (3, 13-17), el Pontífice dijo que es posible comprender «un poquito» el misterio de la cruz «de rodillas, en la oración», pero también con «las lágrimas». Es más, son precisamente las lágrimas las que «nos acercan a este misterio». En efecto, «sin llorar», sobre todo sin «llorar en el corazón, jamás entenderemos este misterio». Es el «llanto del arrepentido, el llanto del hermano y de la hermana que mira tantas miserias humanas y las mira también en Jesús, de rodillas y llorando». Y, sobre todo, evidenció el Papa, «¡jamás solos!». Para entrar en este misterio que «no es un laberinto, pero se le parece un poco», tenemos siempre «necesidad de la Madre, de la mano de la mamá». Que María —añadió— «nos haga sentir cuán grande y cuán humilde es este misterio, cuán dulce como la miel y cuán amargo como el áloe».
Los padres de la Iglesia, como recordó el Papa, «comparaban siempre el árbol del Paraíso con el del pecado. El árbol que da el fruto de la ciencia, del bien, del mal, del conocimiento, con el árbol de la cruz». El primer árbol «había hecho mucho mal», mientras que el árbol de la cruz «nos lleva a la salvación, a la salud, perdona aquel mal». Este es «el itinerario de la historia del hombre». Un camino que permite «encontrar a Jesucristo Redentor, que da su vida por amor». Un amor que se manifiesta en la economía de la salvación, como recordó el Santo Padre, según las palabras del evangelista Juan. Dios —dijo el Papa— «no envió al Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de Él». ¿Y cómo nos salvó? «Con este árbol de la cruz». A partir del otro árbol comenzaron «la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia de querer conocer todo según nuestra mentalidad, según nuestros criterios, también según la presunción de ser y llegar a ser los únicos jueces del mundo». Esta —prosiguió— «es la historia del hombre». En el árbol de la cruz, en cambio, está la historia de Dios, quien «quiso asumir nuestra historia y caminar con nosotros».
Es justamente en la primera lectura que el apóstol Pablo «resume en pocas palabras toda la historia de Dios: Jesucristo, aún siendo de la condición de Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios». Sino que —explicó— «se despojó de sí mismo, asumiendo una condición de siervo, hecho semejante a los hombres». En efecto Cristo «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». Es tal «el itinerario de la historia de Dios». ¿Y por qué lo hace?, se preguntó el Obispo de Roma. La respuesta se encuentra en las palabras de Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». Dios —concluyó el Papa— «realiza este itinerario por amor; no hay otra explicación».
Santo Padre Francisco: El árbol de la cruz
Homilía del sábado, 14 de septiembre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
II. La muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación
«Jesús entregado según el preciso designio de Dios»
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: «Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han «entregado a Jesús» (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
600 Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de «predestinación» incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: «Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado» (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).
«Muerto por nuestros pecados según las Escrituras»
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo, el Justo» (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber «recibido» (1 Co 15, 3) que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras» (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
«Dios le hizo pecado por nosotros»
602 En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), «a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, «Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32) para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: «De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños» (Mt 18, 14). Afirma «dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: «no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo» (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Adoptar una actitud positiva (y no quejarme) ante las dificultades de este día para seguir a Cristo en el camino de la cruz.
Diálogo con Cristo
[Es mejor si este diálogo se hace espontáneamente, de corazón a Corazón] Señor, no es fácil ser tu amigo en la cruz. La tentación a escapar o renegar de la realidad, cuando se presentan los problemas, fácilmente me domina. Gracias por esta meditación que me confirma que puedo confiar en que, con tu gracia, puedo perseverar hasta el final. No puedo esperar gozar de una eternidad gloriosa, llena de fiesta y de alegría, si no derramo, por amor a Ti y a mis hermanos, un poco de sangre, sudor y lágrimas en la tierra.
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