El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.
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LA CAÍDA
385 Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza —que aparecen como ligados a los límites propios de las criaturas—, y sobre todo a la cuestión del mal moral. ¿De dónde viene el mal? Quaerebam unde malum et non erat exitus («Buscaba el origen del mal y no encontraba solución») dice san Agustín (Confessiones, 7,7.11), y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque «el misterio […] de la iniquidad» (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del «Misterio de la piedad» (1 Tm 3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor (cf. Lc 11,21-22; Jn 16,11; 1 Jn 3,8).
I Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia
La realidad del pecado
386 El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.
387 La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente.
El pecado original: una verdad esencial de la fe
388 Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la muerte y de la resurrección de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino «a convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor.
389 La doctrina del pecado original es, por así decirlo, «el reverso» de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.
Para leer el relato de la caída
390 El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres (cf. Concilio de Trento: DS 1513; Pío XII, enc. Humani generis: ibíd, 3897; Pablo VI, discurso 11 de julio de 1966).
II La caída de los ángeles
391 Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali («El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos») (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800).
392 La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta «caída» consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses» (Gn 3,5). El diablo es «pecador desde el principio» (1 Jn 3,8), «padre de la mentira» (Jn 8,44).
393 Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. «No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte» (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 2,4: PG 94, 877C).
394 La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama «homicida desde el principio» (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). «El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo» (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.
395 Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física—en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero «nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8,28).
III El pecado original
La prueba de la libertad
396 Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, «porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2,17). «El árbol del conocimiento del bien y del mal» evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad.
El primer pecado del hombre
397 El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.
398 En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente «divinizado» por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso «ser como Dios» (cf. Gn 3,5), pero «sin Dios, antes que Dios y no según Dios» (San Máximo el Confesor, Ambiguorum liber: PG 91, 1156C).
399 La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (cf. Rm 3,23). Tienen miedo del Dios (cf. Gn 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf. Gn 3,5).
400 La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida «a la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre «volverá al polvo del que fue formado» (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12).
401 Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre:
«Lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas» (GS 13,1).
Consecuencias del pecado de Adán para la humanidad
402 Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. San Pablo lo afirma: «Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores» (Rm 5,19): «Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron…» (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: «Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida» (Rm 5,18).
403 Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es «muerte del alma» (Concilio de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (cf. ibíd., DS 1514).
404 ¿Cómo el pecado de Adán vino a ser el pecado de todos sus descendientes? Todo el género humano es en Adán sicut unum corpus unius hominis («Como el cuerpo único de un único hombre») (Santo Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae de malo, 4,1). Por esta «unidad del género humano», todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Concilio de Trento: DS 1511-1512). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado «pecado» de manera análoga: es un pecado «contraído», «no cometido», un estado y no un acto.
405 Aunque propio de cada uno (cf. ibíd., DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada «concupiscencia»). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.
406 La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la reflexión de san Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por cada hombre con la tendencia al mal (concupiscentia), que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el año 529 (cf. Concilio de Orange II: DS 371-372) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (cf. Concilio de Trento: DS 1510-1516).
Un duro combate…
407 La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña «la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo» (Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.
408 Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. RP 16).
409 Esta situación dramática del mundo que «todo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate:
«A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).
IV «No lo abandonaste al poder de la muerte»
410 Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (cf. Gn 3,9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (cf. Gn 3,15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado «Protoevangelio», por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.
411 La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del «nuevo Adán» (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su «obediencia hasta la muerte en la Cruz» (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la desobediencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el «protoevangelio» la madre de Cristo, María, como «nueva Eva». Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: Bula Ineffabilis Deus: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Concilio de Trento: DS 1573).
412 Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? San León Magno responde: «La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio» (Sermones, 73,4: PL 54, 396). Y santo Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de san Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Y en la bendición del Cirio Pascual: «¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!»» (S.Th., 3, q.1, a.3, ad 3: en el Pregón Pascual «Exultet» se recogen textos de santo Tomas de esta cita).
Resumen
413 «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes […] por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 1,13; 2,24).
414 Satán o el diablo y los otros demonios son ángeles caídos por haber rechazado libremente servir a Dios y su designio. Su opción contra Dios es definitiva. Intentan asociar al hombre en su rebelión contra Dios.
415 «Constituido por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios» (GS 13,1).
416 Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los humanos.
417 Adán y Eva transmitieron a su descendencia la naturaleza humana herida por su primer pecado, privada por tanto de la santidad y la justicia originales. Esta privación es llamada «pecado original».
418 Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada «concupiscencia»).
419 «Mantenemos, pues, siguiendo el Concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, «por propagación, no por imitación» y que «se halla como propio en cada uno»» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 16).
420 La victoria sobre el pecado obtenida por Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó el pecado: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).
421 «Los fieles cristianos creen que el mundo […] ha sido creado y conservado por el amor del Creador, colocado ciertamente bajo la esclavitud del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, una vez que fue quebrantado el poder del Maligno…» (GS 2,2).
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?
Mateo 16, 26
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La Cuaresma es tiempo de conversión, tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados, tiempo de penitencia y tiempo de cambiar algo de nosotros para ser mejores y vivir más cerca de Cristo. No se trata solo de tener buenas intenciones y de adoptar un compromiso únicamente personal —un tanto espontáneo y desordenado, desde la propia iniciativa—, si no de realizar un acto crucial en la vida de todo católico, que conoce bien que el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación es un don de Nuestro Señor.
Por este motivo os presentamos esta sencilla guía sobre la Confesión, que recoge, paso a paso, desde la preparación del sacramento -en el que cualquier creyente siente en su corazón que tiene que confesarse- hasta el cumplimiento de la penitencia impuesta, siguiendo todo el proceso ordenado para ayudar a todo católico que necesite una ayuda o que haya olvidado la preparación, las condiciones necesarias y el propio rito del sacramento del Perdón.
Esta guía presenta el corpus doctrinal de la Iglesia católica, ya que solo Nuestra Santa Madre es quien debe instruirnos sin que haya posibilidad alguna de extraviarnos. Así pues, a estos textos recurriremos para tener un conocimiento claro y certero. Para aprender mediante ejemplos, utilizando otros formatos y recursos, y presentar el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación de acuerdo a la edad de los fieles, hemos preparado la guía Soy niño y quiero confesarme y la guía Soy joven y quiero confesarme.
Había un señor rico y poderoso, que vivía en su castillo, del cual no salía sino para guerrear, asolar los campos de sus vecinos, saquear los pueblos y robar a los viajeros.
Era tan malvado y cruel, que nada humano le había quedado en su corazón más que el amor a su mujer, apacible y bella criatura, que pasaba los días y las noches llorando las maldades de su marido y pidiendo a Dios que se las perdonara.
En vano su marido la rodeaba de cuantos goces dan el lujo y la riqueza: de nada disfrutaba la humilde señora; nada quería, nada deseaba sino la conversión de su marido.
En una espantosa noche de invierno, en que el cielo, desencadenando tempestades, parecía querer acabar con la tierra, estaba sentada la señora delante de una gran chimenea, en que ardía una brillante hoguera. El viento mugía entre las torres, cual si le enojara su existencia; las nubes arrojaban sus aguaceros con ira; los relámpagos atravesaban caprichosamente las tinieblas como espíritus malos; todos los vivientes buscaban un abrigo contra la inclemencia de aquella lóbrega noche. El señor del castillo aún no había vuelto de su correría, y su angustiada esposa rezaba con fervor.
Se oyó llamar a la puerta, y poco después un criado entró a la estancia y dijo a su ama que dos pobres religiosos, cansados, casi muertos de frío y necesidad, perdidos en aquel país agreste, pedían ser acogidos en la fortaleza, aunque fuese un establo.
La buena señora se sobrecogió, porque sabía que su marido odiaba a los religiosos, y era tan sumisa que ni aun el bien se atrevía a hacer sin su beneplácito. Pero ¿cómo rehusar a los santos varones una súplica tan humilde?
—El señor no lo sabrá -dijo el buen criado, que al ver a su señora suspensa adivinó sus pensamientos-, al rayar el día se irán.
La castellana consintió en ello, encargando al criado los escondiese en la caballeriza más apartada.
No bien hubo salido el criado con los religiosos cuando sonó una trompeta, y el galope de los caballos anunció la llegada del señor. A poco rato entró, y, después de haber trocado su armadura teñida en sangre por un rico vestido de seda forrado de ricas pieles se sentó con su mujer a una mesa profusamente servida de ricos manjares, sobre la cual innumerables bujías blancas, esparcía su melancólica y pura luz.
La castellana, ricamente vestida con su traje de terciopelo verde, bordado en oro y pedrería, no comía; el resplandor de las luces se reflejaba en los brillantes que cubrían su frente y en las lágrimas que surcaban sus mejillas, como otro adorno más porque eran de aquellas con que el corazón hermosea el rostro.
—¿Qué tenéis? –le dijo su marido con cariño.
No respondió.
—¿Temíais por mí en esta noche de espantoso temporal? Pues fuera temores; ya me tenéis sano y salvo aquí.
La hermosa castellana seguía llorando.
Pero él, a quien su ángel bueno había guardad en su corazón el amor a su mujer como un áncora de salvación, se afligió al verla llorar y le dijo.
—Contadme, señora, lo que os aflige, y juro con mi espada enjugar vuestras lágrimas si está en mi poder hacerlo.
—Señor –respondió su mujer- lloro porque, mientras aquí disfrutamos de todos los bienes de la vida, otros carecen de lo necesario, porque, mientras esa llama se levanta viva y alegre y nos envía el calor como una caricia, otros tiritan de frío; mientras estos manjares excitan el paladar con sabrosas exhalaciones, otros, señor, tienen hambre, y por eso se anuda mi garganta y no puedo comer…
—Pero, señora –le dijo su marido-, ¿quién sabéis que se esté muriendo de frío y hambre?
—Dos pobres religiosos, señor, que me pidieron albergue, y que están en la caballeriza.
El marido frunció el ceño.
—¡Frailes! –dijo-. Holgazanes, pancistas, petardistas, que querían regalarse a mis expensas.
—No han pedido más que un techo y un poco de paja.
El castellano llamó a su criado.
—¡Oh, señor, señor! –dijo sollozando la castellana-. No los echéis fuera; ¡acordaos de vuestra promesa!
—Perded cuidado –contestó el marido: comerán, se calentarán, y además me servirán de diversión. ¡Ya veréis!
Mandó enseguida a los criados que les trajesen a su presencia. Vinieron los religiosos. Al verlos el señor, por un impulso involuntario se puso de pie. Comenzó la cena. El más anciano, ya con los cabellos blancos, comenzó a hablar. La chanza enmudeció en los labios del castellano, que oía con toda atención las palabras del religioso.
Terminada la cena, el señor les ofreció las mejores habitaciones, pero los religiosos las rechazaron, diciendo que querían volver a la paja.
—Padre, yo quisiera volver a Dios; -sollozó el castellano- ¡pero es imposible que el Señor perdone mis iniquidades!
—Aunque vuestros pecados –repuso el misionero- excediesen en número a los granos de la arena del mar, a las gotas de agua de las nubes y a las estrellas del cielo, todos los borraría el arrepentimiento y los perdonaría la clemencia de Dios; por eso el pecador endurecido no tiene disculpa, y eso es lo que formará su eterna desesperación.
Entonces el castellano, arrodillándose, confesó sus pecados mientras que abundantes lágrimas de contrición caían de sus ojos sobre la paja en que se había arrodillado.
Cuando el misionero, después de dar gracias al Señor misericordioso, se quedó dormido, se sintió transportado al Divino Tribunal. La Eterna Justicia tenía en la mano la balanza, que pesa el bien y el mal; un alma iba a ser juzgada; era la del castellano. El espíritu infernal, con insolente triunfo, puso en una balanza el cúmulo de sus iniquidades.
Los ángeles buenos se cubrieron la cara con horror y compasión. El alma gimió con dolor. Entonces se acercó el ángel de su guarda, ese ángel tan dulce, tan paciente y tan bello; ese ángel que nos pone el arrepentimiento en el corazón, las lágrimas en los ojos, la limosna en la mano, la oración en los labios; traía algunas pajitas mojadas en lágrimas, las puso en el plato opuesto de la balanza.
El alma se salvó.
Cuando los religiosos se levantaron a la mañana siguiente, hallaron el castillo en consternación. Preguntaron la causa. El castellano había muerto aquella noche.
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Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios n.º 9»
Os presentamos el Vía Crucis de la Madre Teresa de Calcuta, compuesto para los jóvenes con motivo de la clausura del Congreso Eucarístico Internacional de 1976. Un recorrido por la Pasión de Cristo, de ayer y de hoy…
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Oración de inicio
Señor, ayúdanos para que aprendamos a aguantar las penas y las fatigas, las torturas de la vida diaria; que tu muerte y ascensión nos levante, para que lleguemos a una más grande y creativa abundancia de vida.
Tú que has tomado con paciencia y humildad la profundidad de la vida humana, igual que las penas y sufrimientos de tu cruz, ayúdanos para que aceptemos el dolor y las dificultades que nos trae cada nuevo día y que crezcamos como personas y lleguemos a ser más semejantes a ti.
Haznos capaces de permanecer con paciencia y ánimo, y fortalece nuestra confianza en tu ayuda.
Déjanos comprender que sólo podemos alcanzar una vida plena si morimos poco a poco a nosotros mismos y a nuestros deseos egoístas. Pues sólo si morimos contigo, podemos resucitar contigo.
Amén.
I. Jesús es condenado a muerte
Llegada la mañana todos los príncipes de los sacerdotes, los ancianos del pueblo, tuvieron consejo contra Jesús para matarlo, y atado lo llevaron al procurador Pilato.
Mt 27, 1-2.
El pequeño niño que tiene hambre, que se come su pan pedacito a pedacito porque teme que se termine demasiado pronto y tenga otra vez hambre. Esta es la primera estación del calvario.
II. Jesús carga con la cruz
Entonces se lo entregó para que lo crucificasen. Tomaron, pues, a Jesús, que llevando la cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota.
Jn 19, 16-17.
¿No tengo razón? ¡Muchas veces miramos pero no vemos nada! Todos nosotros tenemos que llevar la cruz y tenemos que seguir a Cristo al Calvario si queremos reencontrarnos con Él. Yo creo que Jesucristo, antes de su muerte, nos ha dado su Cuerpo y su Sangre para que nosotros podamos vivir y tengamos bastante ánimo para llevar la cruz y seguirle, paso a paso.
III. Jesús cae por primera vez
Dijo Jesús: El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y sígame, pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida, ese la salvará.
Mt 16, 24.
En nuestras estaciones del Via Crucis vemos que caen los pobres y los que tienen hambre, como se ha caído Cristo. ¿Estamos presentes para ayudarle a Él? ¿Lo estamos con nuestro sacrificio, nuestro verdadero pan? Hay miles y miles de personas que morirían por un bocadito de amor, por un pequeño bocadito de aprecio. Esta es una estación del Via Crucis donde Jesús se cae de hambre.
IV. Jesús encuentra a su Madre
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí.
Lc 1, 45-49.
Nosotros conocemos la cuarta estación del Vía Crucis en la que Jesús encuentra a su Madre. ¿Somos nosotros los que sufrimos las penas de una madre? ¿Una madre llena de amor y de comprensión? ¿Estamos aquí para comprender a nuestra juventud si se cae? ¿Si está sola? ¿Si no se siente deseada? ¿Estamos entonces presentes?
V. El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Cuando le llevaban a crucificar, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo y le obligaron a ayudarle a llevar la cruz.
Lc 23, 26.
Simón de Cirene tomaba la cruz y seguía a Jesús, le ayudaba a llevar su cruz. Con lo que habéis dado durante el año, como signo de amor a la juventud, los miles y millones de cosas que habéis hecho a Cristo en los pobres, habéis sido Simón de Cirene en cada uno de vuestros hechos.
VI. La Verónica limpia el rostro de Jesús
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me distéis de beber.
Mt 25, 35.
Con respecto a los pobres, los abandonados, los no deseados… ¿somos como la Verónica? ¿Estamos presentes para quitar sus preocupaciones y compartir sus penas? ¿O somos parte de los orgullosos que pasan y no pueden ver?
VII. Jesús cae por segunda vez
¿Quiénes son mi madre y mis parientes? Y extendiendo su mano sobre sus discípulos dijo Jesús: he aquí a mi madre y a mis parientes quienquiera que haga la voluntad de mi Padre.
Mt 12, 48-50.
Jesús cae de nuevo. ¿Hemos recogido a personas de la calle que han vivido como animales y se murieron entonces como ángeles? ¿Estamos presentes para levantarlos? También en vuestro país podéis ver a gente en el parque que están solos, no deseados, no cuidados, sentados, miserables. Nosotros los rechazamos con la palabra alcoholizados. No nos importan. Pero es Jesús quien necesita nuestras manos para limpiar sus caras. ¿Podéis hacerlo? o ¿pasaréis sin mirar?
VIII. Jesús consuela a las mujeres
Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que se lamentaban y lloraban por Él. Vuelto hacia ellas les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos.
Lc 23, 27-28.
Padre Santo, yo rezo por ellas para que se consagren a tu santo nombre, santificadas por Ti; para que se entreguen a tu servicio, se te entreguen en el sacrificio. Para eso me consagro yo también y me entrego como sacrificio con Cristo.
IX. Jesús cae por tercera vez
Os he dicho esto para que tengáis paz conmigo. En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiad: yo he vencido al mundo.
Jn 16, 33.
Jesús cae de nuevo para ti y para mí. Se le quitan sus vestidos. Hoy se le roba a los pequeños el amor antes del nacimiento. Ellos tienen que morir porque nosotros no deseamos a estos niños. Estos niños deben quedarse desnudos, porque nosotros no los deseamos, y Jesús toma este grave sufrimiento. El no nacido toma este sufrimiento porque no tiene más remedio de desearle, de amarle, de quedarme con mi hermano, con mi hermana.
X. Jesús es despojado de sus vestiduras
Cuando los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado y la túnica.
Jn 19, 23.
¡Señor, ayúdanos para que aprendamos a aguantar las penas, fatigas y torturas de la vida diaria, para que logremos siempre una más grande y creativa abundancia de vida!
XI. Jesús es clavado en la cruz
Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí con dos malhechores Jesús decía: padre, perdónales porque no saben lo que hacen.
Lc 23, 33.
Jesús es crucificado. ¡Cuántos disminuidos psíquicos, retrasados mentales llenan las clínicas! ¡Cuántos hay en nuestra propia patria! ¿Les visitamos? ¿Compartimos con ellos este calvario? ¿Sabemos algo de ellos? Jesús nos ha dicho: Si vosotros queréis ser mis discípulos, tomad la cruz y seguidme y Él opina que nosotros hemos de coger la cruz y que le demos de comer a Él en los que tienen hambre, que visitemos a los desnudos y los recibamos por Él en nuestra casa y que hagamos de ella su hogar.
XII. Jesús muere en la cruz
Después de probar el vinagre, Jesús dijo: Todo está cumplido, e inclinando la cabeza entregó el espíritu.
Jn 19, 30.
¡Empecemos las estaciones de nuestro vía crucis personal con ánimo y con gran alegría, pues tenemos a Jesús en la sagrada Comunión, que es el Pan de la Vida que nos da vida y fuerza! Su sufrimiento es nuestra energía, nuestra alegría, nuestra pureza. Sin Él no podemos hacer nada.
XIII. Jesús es bajado de la cruz
Al caer la tarde vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era discípulo de Jesús tomó su cuerpo y lo envolvió en una sábana limpia.
Mt 27, 57-59.
¡Vosotros jóvenes, llenos de amor y de energía, no desperdiciéis vuestras fuerzas en cosas sin sentido!
XIV. Jesús es sepultado
Había un huerto cerca del sitio donde fue crucificado Jesús, y en él un sepulcro nuevo, en el cual aún nadie había sido enterrado y pusieron allí a Jesús.
Jn 19, 41-42.
¡Mirad a vuestro alrededor y ved! Mirad a vuestros hermanos y hermanas, no sólo en vuestro país, sino en todas las partes donde hay personas con hambre que os esperan. Desnudos que no tienen patria. ¡Todos os miran! ¡No les volváis la espalda, pues ellos son el mismo Cristo!
Os presentamos El gran milagro, película de animación. También os recomendamos antes de visionar la película escuchar los comentarios de D. Pedro de la Herrán, sacerdote coordinador de este portal web, en una entrevista que le realizarón tras la presentación de la película, y que también os ofrecemos en este mismo artículo.
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Entrevista a D. Pedro de la Herrán sobre la película El gran milagro
Ficha técnica de la película El gran milatro
Título original: The Greatest Miracle (El gran milagro)
Dirección: Bruce Morris
País: México
Año: 2011
Duración: 70 min
Género: Ficción/Drama
Formato:Largometraje Full Animation 3D Sonic Magic Studio Estereoscópico –Color
Y en Belén, en una cueva donde dormía el ganado, porque no había sitio en la posada, nació Jesús. María, con gran cariño, lo envolvió en pañales y le puso en un pesebre que había preparado José. Más tarde, llegaron al portal unos pastores que, avisados por un ángel, fueron a llevar al Niño Jesús lo mejor que tenían.
«Oración al Niño Jesús»
Jesusito de mi vida;
Eres niño, como yo.
Por eso te quiero tanto
Y te doy mi corazón.
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Los Reyes Magos
Vivían en Oriente unos sabios, los Reyes Magos, que estudiaban las estrellas. Un día, vieron una más brillante que anunciaba el nacimiento del Salvador y, muy contentos, se fueron tras ella.
«Quiero seguir, como los Reyes Magos, la estrella que me lleva a Belén»
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Adoración de los Reyes Magos
Cuando los Reyes Magos llegaron a Belén y vieron a tan precioso niño, se pusieron de rodillas delante de Él y le ofrecieron como regalos: oro, incienso y mirra. En cuanto los Reyes se marcharon, la Virgen María, San José y el Niño huyeron a Egipto, pues el rey Herodes quería matar al Niño Jesús.
«Jesús, María y José, que esté siempre con los tres»
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Jesús entre los doctores
Cuando Jesús tenía doce años, fue con María y José a Jerusalén. Jesús se entretuvo en el templo con los sabios del templo, que estaban asombrados de oír a un muchacho hablar tan bien. Mientras tanto, la Virgen y San José buscaban a Jesús y, al encontrarle en el templo, Éste les dijo: «¿Por qué estáis preocupados? ¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre Dios?».
«Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía»
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Jesús en el taller de José
Volvieron juntos a Nazaret, donde vivieron juntos muchos años. José era carpintero y Jesús aprendió el mismo oficio. Trabajaba muy bien, obedecía a sus padres y ayudaba a los vecinos del pueblo. Así vivió Jesús hasta los treinta años. Ninguno de sus amigos sabía que era el Hijo de Dios que había venido al mundo a salvar a todos los hombres.
Oración del «Ofrecimiento de obras al levantarme»
Buenos días, Jesús.
Buenos días, María.
Os ofrezco el corazón y el alma mía.
Ayudadme a ser bueno en este día.
Amén.
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De La Biblia más infantil, Casals, 1999. Páginas 73 a 77
Qué aburrido! –piensa Dalma, la nieta adolescente; pero, al recordar que están en Semana Santa, decide ir.
–¡Vamos! –grita Matías, de ocho, que ve en la invitación una ocasión para atrapar palomas en el campanario.
Es una tarde fría. El cielo está nublado.
Llegan a la Iglesia. Un candado avisa que está cerrada. La abuela les indica ir por el lateral; seguro que, la puerta estará abierta.
Entran por la parte trasera. No hay nadie adentro…
–¿Qué les parece si rezamos el Vía Crucis?
–¿Qué es eso? –pregunta Matías .
–Es recorrer, siguiendo estos cuadritos, el camino que hizo Jesús llevando la Cruz, hasta su muerte –responde su hermana.
El niño se para frente al primer cuadro y lee: «Jesús es con–de–na–do». Mira a las mujeres y con picardía pide una explicación.
La nona hace un gesto de complicidad y comienza con el relato:
«Eso fue en la mañana del viernes. El gobernador sabía que era inocente. Y, buscando excusas para liberarlo, les dio a elegir al gentío entre Cristo y Barrabás, un asesino que nadie quería.
«La muchedumbre pidió a gritos que liberen al delincuente; y que crucifiquen a Jesús. ‘¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!’, gritaban enfurecidos.
–Pero… ¿no era bueno? –comentó Matías.
–Buenísimo. Él los había curado, les había dado de comer, les había enseñado las cosas de Dios, como en la catequesis –dijo la mujer acariciando la cabecita del pequeño y prosiguió con el relato.
«Entonces, para que la gente se calmase, el gobernador mandó azotar al Nazareno.
–Eso es lo más impresionante de la película… –comentó Dalma– …cuando le arrancan la carne a latigazos.
«Después –continuó la abuela– lo abofetearon y le clavaron una corona de espinas.
«Pero aún faltaba lo peor: la humillación de llevar la cruz hasta la cima del monte Calvario, donde sería crucificado.
«Jesús carga con la Cruz. Apenas sale a la calle, la gente se amontona. Algunos aprovechan para insultarlo y escupirlo. Otros, para demostrarle a los soldados que no estaban de su lado, le gritan groserías.
«Entre ellos está uno de los que había curado la lepra, está la madre de una niña que había resucitado… Cristo los reconoce. Podría llamarlos por su nombre. Los mira. Ellos prefieren bajar la cabeza.
Dalma se imagina entre la gente. Se siente parte del relato.
«Se escuchan ruidos de metales. Son los soldados que vienen a exigirle que se apure. Al día siguiente es feriado y quieren terminar temprano. Uno le da un empujón. Jesús cae por primera vez.
–Acá está el dibujo –dice Matías, señalando la tercera estación.
–¿Alguna vez te caíste?
El niño recuerda cuando se cayó de la bicicleta. Le había sangrado el codo y se había raspado las rodillas. Lo peor había sido cuando su mamá le lavó las heridas con agua y jabón.
–¡Ay! –exclamó al comprender. La nona siguió contando.
«Los soldados se enfurecieron porque demoraba en ponerse de pie. Uno le tiraba de los pelos, otro lo azotaba.
«Gritó tan fuerte que María, que estaba lejos, lo escuchó.
«Luego se abrió paso entre la multitud.
«Por fin, Jesús se encuentra con su Madre». Pero está tan desfigurado que ella no lo reconoce. Lo mira a los ojos y consigue ver en ellos, al pequeño que había crecido entre sus brazos.
«Se contemplan durante unos instantes. El ambiente se llena de ternura. La gente, emocionada, los contempla sin hablar, hasta que otro latigazo obliga a Cristo a separarse de su mamá.
«La Virgen se queda sola.»
Los niños sienten compasión por la Madre de Dios.
Caminan unos pasos y se detienen en la quinta estación.
–¿Quién es ese hombre?
–Simón de Cirene carga con la Cruz –lee la joven, a modo de respuesta.
«Cristo no tiene más fuerzas para continuar. Entonces, los soldados buscan a un hombre para que le ayude a cargar con los maderos.
«Lleno de miedo, Simón se niega. Se siente poca cosa para estar al lado de Cristo. Éste lo mira y le infunde confianza. El cireneo vence el miedo y le ayuda con la Cruz.
«Es un aporte ínfimo entre tanto dolor, pero significa mucho para Cristo que recibe agradecido el favor de su nuevo amigo.
–Cuando sea grande, yo le voy a ayudar –agrega el pequeño.
–No hace falta que crezcas. Ahora podés hacerlo: siendo obediente, haciendo las tareas, no peleando… Eso hace muy feliz a Jesús.
Se detienen en la sexta estación. La abuela se inclina hacia la nieta y en la intimidad le comenta:
«Entre la muchedumbre hay una mujer que simpatizaba con su mensaje y con el grupo de mujeres que lo seguía; pero, por tímida, no se había comprometido a seguirlo.
«Obligan a Cristo a tomar un atajo y, sin esperarlo, pasa delante de ella. Al verlo tan cerca, la mujer rompe con su timidez, arranca un lienzo de su vestido y, cuidadosamente, Verónica enjuaga el rostro del Señor.
Dalma, recuerda cuando por «timidez», no defendió el mensaje de la Iglesia entre sus compañeras… y se avergüenza.
La abuela teme que la joven esté aburrida y quiera regresar a casa.
–Seguí contando –dijo el mocoso.
La joven toca el brazo de la abuela con gesto indeciso y también le pide que siga con el relato.
Miran hacia atrás. Las puertas estaban abiertas. Había muchas personas recorriendo el Vía Crucis. Algunos rezaban el Rosario. Otros, en fila, esperaban para confesarse.
En la casa, no ha dejado de sonar el teléfono. Son las adolescentes que preguntan por su amiga.
«Salió con la abuela» –responde la mamá una y otra vez. Al pasar por la habitación del niño sonríe: no está con los jueguitos de la computadora.
–Si quieren que sigamos, tenemos que cruzar del otro lado.
Los niños aceptan, buscan la séptima estación y se detienen frente a ella.
«Estaba muy cansado, sus pasos eran cada vez más cortos y torpes. De pronto, topa con una piedra y cae por segunda vez.
La abuela piensa en las caídas del alma que suelen ser más dolorosas que las otras. Recuerda las veces que prometió no volver a caer y que igual tropezó con la misma piedra.
Admite que su carácter, sus caprichos y su egoísmo, terminan siendo las piedras con las que tropieza Cristo. Obstáculos que traicionan el camino espiritual.
–Abuela: ¿quiénes son estas señoras? –la interrumpe en su reflexión, Matías.
–Son un grupo de mujeres que, afligidas por lo que está pasando, lloran sin consuelo. Cristo se detiene ante ellas y les dice: «No lloren por mí, sino por sus pecados y por sus hijos.
«Les explica que causan más sufrimiento las faltas de caridad y la indiferencia de su hijos, que los latigazos de los romanos. Así, Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén.
–Voy a pedirte una cosa, –le dijo a Matías que, como a todo niño, le gusta que le hagan encargos importantes–. Quiero que en tus oraciones pidas perdón por las ofensas de los hombres que no rezan, que no van a Misa y que blasfeman.
–Que rece por los ateos también –agrega Dalma.
–No solamente por ellos sino también por los bautizados que se han ido a otras iglesias, por los que sólo acuden a Dios en los momentos malos y después se olvidan…
«Por las mujeres que abortan y por las que no transmiten la fe a sus hijos –concluye la abuela y vuelve al Via Crucis:
«Le duele más el corazón que el cuerpo. Es tanta la amargura de su alma, que no resiste más… y cae por tercera vez.
«Sabe que con su sacrificio está pagando el rescate de todos los hombres que somos rehenes del pecado.
–Como los secuestros que aparecen en la tele.
–Algo parecido –responde la mujer con una leve sonrisa.
–Y acá… ¿qué pasó? –pregunta el niño.
«Llegaron al lugar de la crucifixión. Los soldados le quitan la ropa y se la sortean.
«Cristo, permanece en silencio, no se queja ni está enojado.
«Lo acuestan encima del madero que está en el suelo. Toman sus brazos y, traspasándolos a golpe de martillo, lo clavan en la Cruz. Toman sus pies y hacen lo mismo.
«Una vez clavado, lo elevan junto a dos malhechores. Allí lo dejan: con las heridas, la sangre y los brazos extendidos.
«Todo es desolación y misterio. María no puede creer lo que han hecho con su hijo. Desde la Cruz, Él la consuela con la mirada y le regala una tenue sonrisa.
«Luego llama a su amigo Juan, que estaba junto a María, y le pide que en adelante cuide de su mamá, que no la deje sola.
«María también se acerca para escuchar de labios de su hijo la última petición: «quiero que seas la Madre de todos».
«El cielo se oscurece. Tiembla la Tierra. Los ángeles lloran en el momento en que Cristo muere en la Cruz.
«Aquel niño nacido en un pesebre, aquel joven que había llorado y reído junto a sus amigos, aquel mismo que había sanado a tantos… estaba muerto.
«La reflexión ganó el corazón de todos. Al ver que habían clavado a un inocente, comenzaron a marcharse. Algunos soldados sintieron el sabor amargo del arrepentimiento; otros, el de la culpa.
«Lejos quedaron los días de gloria: el milagro de Caná, la pesca milagrosa, la resurrección de Lázaro, la entrada en Jerusalén.
«Hay dos seguidores: José de Arimatea y Nicodemo, que no habían participado de estos momentos pero que estuvieron presente cuando el Señor más los necesitó.
Piden permiso a Pilatos y bajan su cuerpo de la Cruz.
«Su madre lo toma entre sus brazos. Se renueva el dolor al comprobar que el cuerpo de su hijo estaba muerto.
«La tarde llega a su fin. Es de noche, cuando dan sepultura al cuerpo de Jesús. Lo ponen en una cueva cavada en roca y dejan caer una gran piedra sobre el ingreso.
«Todo hace pensar que sus enemigos tenían razón: Cristo no era más que un gran hombre, un magnífico profeta… pero no era Dios.
«El día sábado, ya muchos se habían olvidado del Maestro, ya nadie hablaba del Nazareno. Todos estaban ocupados en los preparativos de las fiestas.
La nona los invita a sentarse.
«El domingo, antes de que amaneciera, un grupo de mujeres fue a llevarle flores y perfumes. Durante el camino se preguntaron quién movería la piedra. Ellas no tenían tanta fuerza.
«Cerca del lugar, observaron que la piedra estaba corrida. Corrieron y, al entrar al sepulcro, vieron que no estaba el cuerpo. Pensaron que lo habían robado. En su lugar, había dos ángeles vestidos de blanco.
«Uno de ellos les dice: ‘¿por qué buscan entre los muertos al que ha resucitado? ¡Cristo está vivo y vivirá por siempre!’, agrega con una amplia sonrisa entre los labios.
«Es tanta la alegría de las mujeres que tiran las flores al suelo y salen corriendo para contar a los discípulos lo que ha pasado.
Una vecina se acerca para saludar a la abuela, sin embargo, al ver a la adolescente rezando de rodillas, se detiene.
La abuela acomoda a Matías, que está dormido, en su falda. Con tiernas caricias sobre su cabecita da por finalizado el relato.
Dalma mira la imagen del Cristo en la cruz y, emocionada, le anuncia que se anotará en el grupo juvenil de la Parroquia.
Le brillan los ojos de sólo imaginarse enseñando la catequesis a los niños del barrio. Sueña con el campamento de verano. Se imagina misionando, llevando la alegría cristiana a los más necesitados. Sonríe.
En tanto, Matías sueña con que defiende al Señor con su espada de juguete. Le asegura a la Virgen que, en adelante, no estará más sola. Él será su protector.
Mientras los nietos imaginan ese porvenir, la abuela recuerda los viernes santos de su época: cuando las mujeres iban vestidas de luto, cubriendo los rostros con mantillas negras.
Recuerda a su abuela de tez blanca y ojos oscuros que, con la voz clara y temblorosa de las mujeres valientes que hablan en público, decía:
En la Cuaresma actual pueden distinguirse las siguientes partes:
Miércoles de ceniza
Los domingos I-II y III-V
Las ferias de las semanas I-V
El domingo VI
Las ferias II-IV de la semana santa
La misa crismal
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Miércoles de ceniza
La ceniza es un signo de penitencia muy fuerte en la Biblia (cf. Jn 3, 6; Jdt 4, 11; Jer 6, 26). Recuerda una antigua tradición del pueblo hebreo, que cuando se sabían en pecado o cuando se querían preparar para una fiesta importante en la que debían estar purificados se cubrían de cenizas y vestían con un saco de tela áspera. De esta forma nos reconocemos pequeños, pecadores y con necesidad de perdón de Dios, sabiendo que del polvo venimos y que al polvo vamos.
Siguiendo esta tradición, en la Iglesia primitiva eran rociados con cenizas los penitentes «públicos» como parte del rito de reconciliación, que recibirían al final de la cuaresma, el Jueves Santo, a las puertas de la Pascua. Vestidos con hábito penitencial y con la ceniza que ellos mismos se imponían en la cabeza, se presentaban ante la comunidad y expresaban así su conversión. Al desaparecer la penitencia «pública» allá en el siglo XI, la Iglesia conservó este gesto penitencial para todos los cristianos, que se reconocían pecadores y dispuestos a emprender el camino de la conversión cuaresmal.
El Pueblo de Dios tiene un particular aprecio por el miércoles de ceniza: sabe que ese día comienza la Cuaresma. Y participando del rito de la ceniza –acompañado del ayuno y la abstinencia- manifiesta el propósito de caminar decididamente hacia la Pascua. Ese recorrido pasa por la conversión y la penitencia, el cambio de vida, de mentalidad, de corazón.
La ceniza está hecha con ramos de olivos y otros árboles, bendecidos el año precedente en el domingo de Ramos, siguiendo una costumbre muy antigua (siglo XII). El domingo de Ramos eran ramas que agitábamos en señal de victoria y triunfo. ¿Y ahora? Esas mismas ramas se han quemado y son ceniza: lo que fue signo de victoria y de vida, ramas de olivo, se ha convertido pronto en ceniza. Así es todo lo creado: polvo, ceniza, nada.
Se bendice con una fórmula que se refiere a la situación pecadora de quienes van a recibirla, a la conversión y al inicio de la Cuaresma; a la vez que pide la gracia necesaria para que los cristianos, siendo fieles a la práctica cuaresmal, se preparan dignamente a la celebración del misterio pascual de Jesucristo.
El rito es muy sencillo: el sacerdote impone la ceniza a cuantos se acercan a recibirla, mientras dice una de estas dos fórmulas: «Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás» o «Conviértete y cree en el Evangelio». La primera es la clásica y está inspirada en Gn 3, 19; la segunda es de nueva creación y se inspira en Mc 1, 15. Las dos se complementan, pues mientras la una recuerda la caducidad humana –simbolizada en el polvo y la ceniza-, la otra apunta a la actitud de conversión interior a Cristo y a su evangelio, actitud específica de la Cuaresma.
El simbolismo
La condición débil y caduca del hombre, que marcha inexorablemente hacia la muerte, lo cual provoca pensamientos de honda meditación y humildad, y da a la vida cristiana seriedad en los planteamientos y compromisos. La ceniza es la combustión por el fuego de las cosas o de las personas. Este símbolo ya se emplea en la primera página de la Biblia cuando se nos cuenta que «Dios formó al hombre con polvo de la tierra» (Gn 2, 7). Eso es lo que significa el nombre de «Adán». Y se le recuerda enseguida que ése es precisamente su fin: «hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste hecho» (Gn 3, 19). Por extensión representa la conciencia de la nada, de la nulidad de la creatura con respecto al Creador, según las palabras de Abraham: «Aunque soy polvo y ceniza, me atrevo a hablar a mi Señor» (Gn 18, 27). Esto nos lleva a todos a asumir una actitud de humildad (humildad viene de humus, tierra): polvo y ceniza son los hombres (Si 17, 32), «todos caminan hacia una misma meta: todos han salido del polvo y al polvo retornan (Sal 104, 29). Por tanto, la ceniza significa también el sufrimiento, el luto, el arrepentimiento. En Job (42, 6) es explícitamente signo de dolor y de penitencia. De aquí se desprendió la costumbre, por largo tiempo conservada en los monasterios, de extender a los moribundos en el suelo recubierto con ceniza dispuesta en forma de cruz. La ceniza se mezcla a veces con los alimentos de los ascetas y la ceniza bendita se utiliza en ritos como la consagración de una iglesia.
La condición pecadora del hombre y la penitencia interior, la necesidad de conversión, la tristeza por el mal que habita en el corazón humano, la actitud de liberación de cuanto contradice la condición bautismal, y la decisión firme de emprender el camino que conduce a participar en la Muerte y Resurrección de Cristo. Además de caducos (primer significado), somos pecadores. Las lecturas del miércoles de ceniza (Jl 2, 2 Cor 5 y Mt 6) son llamadas apremiantes a la conversión: «Conviértanse de todo corazón…déjense reconciliar con Dios». Se trata de iniciar un «combate cristiano contra las fuerzas del mal» (colecta). Y todos tenemos experiencia de ese mal. Por eso tienen sentido «estas cenizas que vamos a imponer sobre nuestras cabezas en señal de penitencia» (monición inicial). En la Biblia el gesto simbólico de la ceniza es uno de los más usados, como dijimos, para expresar la actitud de penitencia interior. Las malas noticias (la muerte de Elí, la de Saúl) las traen mensajeros con vestidos rotos y cubierta de polvo la cabeza (cf. 1 S 2, 12; 2 Sa 1, 2); las calamidades se afrontan con el mismo gesto: «Cuando Mardoqueo supo lo que pasaba (la amenaza contra el pueblo) rasgó sus vestidos, se vistió de saco y ceniza y salió por la ciudad lanzando grandes gemidos» (Estimado en Cristo, padre 4, 1): «Josué desgarró sus vestidos, se postró rostro en tierra y todos esparacieron polvo sobre sus cabezas y oraban a Yavé» (Jos 7, 6). Israel llora su mal con saco y ceniza, hay duelo, porque viene el saqueador sobre nosotros» (Jr 6, 26). La penitencia se manifiesta así: «retracto mis palabras, me arrepiento en el polvo y las cenizas» (Jb 42, 6). El ejemplo típico es el de Nínive ante la predicación de Jonás: «Los ninivitas creyeron en Dios, ordenaron un ayuno y se vistieron de saco, y el rey se sentó en la ceniza» (Jon 3, 5-6).
La oración (al estilo de Judit 9, 1, o de los hombres de Macabeo en 2 Mac 10, 25), la súplica ardiente al Señor para que venga en nuestro auxilio. Otras veces aparece la ceniza en la Biblia como expresión de una plegaria intensa, con la que se quiere pedir la salvación de Dios. Judit pide la liberación de su pueblo: «rostro en tierra, echó ceniza sobre su cabeza, dejó ver el saco que tenía puesto y clamó al Señor en alta voz» (Jdt 9, 1). Todo el pueblo se postró también ante Dios, «se cubrieron de ceniza sus cabezas y extendieron las manos ante el Señor» (Jdt 4, 11). «Los hombres del Macabeo, en rogativas a Dios, cubrieron de polvo su cabeza y ciñeron de saco su cintura, y pedían a Dios» (2 M 10, 25). Cuando la comunidad cristiana quiere empezar la «subida a Jerusalén», unida a Cristo, y anhela verse liberada del mal y llena de la vida de la Pascua, es bueno que intensifique su oración con gestos como éste, que es a la vez acto de humildad, de conversión y de súplica ardiente ante el que todo lo puede, incluso llenar de vida nueva nuestra existencia.
La resurrección, dado que las cenizas de este día recuerdan no sólo que el hombre es polvo, sino también que está destinado a participar en el triunfo de Cristo. A través de la renuncia, de la cruz y de la muerte, Dios convierte la ceniza en trigo que cae en la tierra y produce fruto abundante: muriendo con Cristo al pecado, resucitaremos con Él a la nueva vida. Venimos del polvo, es cierto, y nuestro cuerpo mortal tornará al polvo. Pero eso no es toda nuestra historia ni todo nuestro destino. Nuestra ceniza tiene ya el germen de la vida nueva. Es ceniza pascual. Nos recuerda que la vida es cruz, muerte, renuncia, pero a la vez nos asegura que el programa pascual es dejarse alcanzar por la Vida Nueva y gloriosa del Señor Jesús. Como el barro de Adán, por el soplo de Dios, se convirtió en ser viviente, nuestro barro de hoy, por la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús está destinado también a la vida de Pascua. De las cenizas Dios saca vida. Como el grano de trigo que se hunde en la tierra. A través de la cruz, Cristo fue exaltado a la vida definitiva. A través de la cruz, el cristiano es también incorporado a la corriente de la vida pascual de Cristo. Por eso, Pablo nos anuncia que hoy es «un día de gracia y salvación» (segunda lectura).
La Pascua, pues la ceniza del comienzo de la cuaresma se encontrará con el agua purificadora en la Vigilia Pascual: lo que es signo de muerte y destrucción, se trocará en fuente de vida en la Vigilia Pascual, gracias a las aguas regeneradoras del Bautismo. La Cuaresma se convierte, desde su primer momento de ceniza en «sacramento de la Pascua», en signo pedagógico y eficaz de un éxodo, de un «tránsito» de la muerte a la vida. La ceniza es el símbolo de que participamos en la cruz de Cristo, de que «el hombre es llamado a tomar parte en el dolor de Dios hasta la muerte del Hijo eterno el Viernes Santo» (Juan Pablo II, cuaresma de 1982), para con el pasar a la vida podamos llegar con el corazón limpio a la celebración del misterio pascual de Cristo, y alcanzar la imagen de Cristo resucitado.
Por tanto, el miércoles de ceniza es una llamada a la conversión, como comunidad cristiana y como Iglesia. La Cuaresma es el gran tiempo de preparación a la Pascua. La Iglesia nos invita a aprovechar este «tiempo favorable» y a prepararnos para la celebración del Misterio Pascual de Jesucristo. Por eso, la Cuaresma debería ser como un «gran retiro espiritual» vivido por toda la Iglesia, porque es un itinerario penitencial, bautismal y pascual. La Cuaresma es también el tiempo propicio para la oración personal y comunitaria, alimentada por la Palabra de Dios y propuesta cotidianamente en la liturgia.
Desde el Miércoles de ceniza, se nos ofrece una serie de medios para llevar a cabo esta purificación y renovación interior: la limosna, la oración, el ayuno, la escucha de la Palabra de Dios, el sacramento de la Reconciliación y la conversión.