En este programa católico llamado Cristo Joven presentamos una panel de invitados con jóvenes donde el tema es cómo vivir un noviazgo para Dios. Sin duda alguna un excelente tema que esperamos en nombre de Dios ayude a jóvenes en su caminar antes del matrimonio.
Estas reflexiones se encarnan en la realidad del Pueblo de Dios. Mi intención primaria es compartirlas con quien habiendo sido bautizado ha recibido la filiación adoptiva de Dios, ha sido hecho hijo en el Hijo, y es invitado a creer y a adherirse al Señor Jesús, Camino, Verdad y Vida, poniendo su vida toda en sintonía con esa fe y esa adhesión, y anunciando al Señor a los demás en todas las ocasiones posibles. Hago esta precisión para aclarar desde un inicio que me moveré en la fe y razonando desde esa fe. Quede pues en claro que hablo como creyente.
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Vocación a la santidad
Todo hijo de la Iglesia debe comprender que está llamado a ser santo. El sed siempre y enteramente santos, como santo es el que os llamó neotestamentario sitúa al cristiano en el horizonte de una vida conforme al designio divino que pide la perfección en el amor. Es precisamente el Señor Jesús quien invita a seguir su camino hacia la plenitud, enseñando: Por lo tanto sean perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos. La palabra del Señor invita a todos cuantos la oyen a la vida santa. «El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y a cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador». El Concilio Vaticano II ha sido muy claro al respecto dedicándole todo un capítulo de la Constitución Dogmática Lumen gentium. En él leemos un pasaje fundamental en el que conviene reflexionar: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esa perfección empeñan los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo».
La vocación a la vida cristiana y el llamado a la santidad son, pues, equivalentes, ya que todo fiel está llamado a la santidad. La santidad está en la misma línea que la conformación con Aquel que precisamente es Maestro y Modelo de santidad. Nadie pues que realmente quiera ser cristiano puede considerarse exento del imperativo de aspirar a la santidad. Ninguna excusa, como la dificultad de ese camino o las atracciones del mundo o lo complejo de la vida hodierna, puede aducirse para escamotear el destino de felicidad al que Dios llama al hombre. No hay, pues, excusas válidas para desoír el llamado a caminar hacia la plenitud, hacia la felicidad plena. Existe sí la libertad de decir «no». Siempre existe esa posibilidad, pero al decir «no» la persona se está cerrando al designio que Dios le tiene preparado, es decir, está renunciando a su felicidad. Es posible decir «no», pero esa es una actitud no libre de gravísimas consecuencias para la persona y para la misión que está llamada a realizar en el mundo. En el fondo, decir «no» es optar por la muerte. Es sin duda rechazar la Vida que trae el Señor Jesús, es no conformarse a la vida cristiana que de Él proviene, es cerrarse al camino de profunda transformación y quedarse sumergido en las propias inconsistencias, en el anti-amor, en la anti-vida.
No es el caso abundar aquí sobre la naturaleza de este llamado a la santidad y el designio divino sobre el ser humano, pues además del Concilio Vaticano II no pocos autores se han ocupado de él, y por lo demás hoy es un asunto bien conocido. Hay, sin embargo, algunas cosas que conviene poner de relieve.
Si bien la santidad en la Iglesia es la misma para todos, ella no se manifiesta de una única forma. Por ello la insistencia en que cada uno ha de santificarse en el género de vida al cual ha sido llamado, siguiendo en él al Señor Jesús, modelo de toda santidad.
Cada uno, en su estado de vida y en su ocupación, desde sus circunstancias concretas, «debe avanzar por el camino de fe viva, que suscita esperanza y se traduce en obra de amor». Así, el obispo se ha de santificar como obispo concreto, el sacerdote como sacerdote concreto, el diácono como tal, las diversas categorías de personas que han sido llamadas a la vida de plena disponibilidad en su llamado y circunstancias concretas, los laicos casados como casados, y los laicos no casados aspirando a la perfección de la caridad como laicos. Así pues, cada uno ha de buscar santificarse en su propio estado, condición de vida y en sus circunstancias concretas. Esta es una enseñanza de siempre, si bien el Vaticano II ha sido ocasión para que recupere toda su fuerza doctrinal.
Esta vinculación de la misma vida cristiana con la santidad está fundada en el bautismo, cuyas virtudes cada bautizado debe procurar conservar, manteniéndose en la relación con Dios que la gracia posibilita y evitando toda ruptura en esa relación fundamental. Igualmente se trata no solo de permanecer en el amor y así permanecer con Dios, sino de poner por obra la gracia amorosa que el Espíritu derrama en los corazones. El cristiano que realmente aspira a ser coherente ha de vivir según la fe en todos los momentos de su vida, nutriéndose de la gracia y celebrando la fe de tal modo que toda su vida se desarrolle en presencia de Dios, en espíritu de oración, aspirando a que los dinamismos de comunión se alienten en el ejemplo del don eucarístico. No existe eso de cristiano en cómodas cuotas horarias, diarias ni mucho menos semanales. La vida cristiana debe manifestarse cotidianamente y en todos los momentos. Así, cada uno irá cooperando desde su libertad con la gracia recibida, creciendo en amorosa adhesión al Señor Jesús y conformándose con Él, tendiendo a la perfección del amor de la que nos da paradigmático ejemplo. Así pues, una vez más con la esperanza de que quede del todo claro: «Todos los cristianos, por tanto, están llamados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su propio estado de vida». Es decir, todos, en los distintos estados y condiciones de vida, han de orientar su existencia según el Plan de Dios evitando dar cabida a pensamientos, sentimientos, deseos o acciones que obstaculizan ese designio divino y llevan a considerar como permanente este mundo que pasa, y buscando seguir cada vez más de cerca el Plan amoroso de Dios hasta producir los frutos del Espíritu, viviendo y actuando según Él.
La santidad es el gran regalo para el ser humano. Por los misterios de la Anunciación-Encarnación, Vida, Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión del Verbo Encarnado, el amor de Dios se abre de modo inefable a la humanidad y posibilita el restablecimiento, a niveles impensados, como «hijos en el Hijo», de la amistad con Dios. Esta santidad es pues decisiva para la felicidad del ser humano. Es meta fundamental a la que se debe tender para alcanzar la plenitud. No es superflua, en lo más mínimo, aunque es gratuita. Se debe siempre a la iniciativa y al don de Dios, pero requiere de una colaboración entusiasta y eficaz. El deber querer ser santo es algo que debe ir con naturalidad con la vida cristiana. Todo creyente debe dejarse invadir por un intenso ardor por aspirar a la propia santidad. No hacerlo es demencial. Todo bautizado debe tomar conciencia de qué significa realmente ser bautizado y valorar tan magno tesoro pensando, sintiendo y actuando como cristiano. Es, pues, necesario que cada uno ponga el mayor interés y dedique lo mejor de sí a responder a la gracia, cooperando con ella desde su libertad para vivir cristianamente y así acoger el designio divino y llegar a ser santo, para llegar a ser feliz.
Pienso que la asincronía existencial que el secularismo ha introducido de manera flagrante en la vida de los seres humanos de hoy es el mayor peligro de la seducción del mundo en el aquí y ahora. La coherencia y unidad del ser humano no pueden ser juguete de los ritmos de la vida hodierna, ya que su felicidad eterna está en juego. Así pues, si un bautizado no encuentra en sí el suficiente entusiasmo para entregarse con todo su ser a la hermosa tarea de hacerse ser humano pleno en amistad con Dios, ha de preguntarse, ante todo, ¿qué mentira le tiene embotado el corazón? ¿Por qué se permite la locura de vivir en una dualidad existencial, por un lado lo que dice creer y por otro su vida diaria? La santidad es una apasionante tarea que, cuando se la entiende como lo que en verdad es, despierta un entusiasmo desbordante y una opción fundamental firme por vivir a plenitud la vida cristiana, viviendo, precisamente, en cristiano los diversos actos en que se va manifestando la existencia.
En el proceso de valorar la santidad y de entusiasmarse por ella, hay una persona que ilumina toda santificación en la Iglesia. Es María, Virgen y Madre, que brilla ante todos como paradigma ejemplar de todas las virtudes. Ella que es el fruto adelantado de la reconciliación «en cierta manera reúne en sí y refleja las más altas verdades de la fe. Al honrarla en la predicación y en el culto, atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre». María, por su adherencia y unión con el Señor Jesús, es modelo extraordinario de santidad, que se expresa en su fe, esperanza y amor, y desde esa santidad, ejerciendo tiernamente la tarea de ser Madre de todos sus «hijos en su Hijo», que le fue explicitada al pie de la Cruz, coopera a la santidad de cada uno ayudando a su nacimiento, guiándolo, educándolo en la adhesión y comunión con el Señor Jesús.
Vocaciones de vida cristiana
La vocación a la vida cristiana se hace concreta en diferentes estados y condiciones de vida. Podemos encontrar una primera gran distinción en la forma de vivir la vida cristiana, ya en el celibato ya en el matrimonio. En torno a esto ha habido muchos errores, que hoy felizmente se van superando entre personas maduras en la fe. Sin embargo, no parece que se esté libre de que los antiguos disparates se reaviven o surjan otros nuevos. Precisamente el secularismo y el consumismo, y más aún una visión erotizada de la exis tencia presentan en no pocos ambientes una casi compulsividad societal hacia el matrimonio o hacia sus inaceptables sustitutos como son uniones extramaritales, el llamado «amor» libre, la poligamia u otras deformaciones que desconocen la gran dignidad del matrimonio. No seguir tales caminos suele convertir a la persona que así procede en blanco de censuras. Y es que una de las trágicas características de la cultura de muerte, lamentablemente predominante, es la erotización extrema de la vida.
Por lo demás, dando testimonio de su opción radical por el ser humano y por su dignidad, fruto de su adhesión a la verdad, la Iglesia que peregrina tiene una recta visión de la sexualidad humana según el divino designio. Y es en ese sentido que ayer como hoy ha valorado muy en alto la castidad así como el celibato por el Reino, y también, sin duda, lo seguirá haciendo en el tiempo por venir, dada la naturaleza de tan alto don. En igual sentido es la Iglesia, maestra de humanidad, la que valora y defiende la gran dignidad del matrimonio y de la familia. Precisamente, ante todo ello cabe reiterar con toda claridad que una forma como la otra son caminos legítimos y muy necesarios para que los hijos de la Iglesia puedan cumplir el designio de Dios en esta terrena peregrinación, según el llamado personal de cada cual. Estas dos realidades, el sacramento del matrimonio y el celibato por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y quien concede, a quien en cada caso llama, la gracia indispensable para vivir en ese estado conforme a su designio. Escribiendo a los Corintios, precisamente sobre estos temas del matrimonio y el celibato por el Reino, San Pablo enseña: «cada uno ha recibido de Dios su propio don: unos de un modo y otros de otro» Así pues, la estima del celibato por el Reino y la estima por el sentido cristiano del matrimonio son inseparables para el hijo del la Iglesia. A tal punto es esto verdad que denigrar uno es afectar seriamente a ambos, y valorar uno es también apreciar al otro. Cada cual es camino adecuado para quien ha sido llamado a él. Es pues asunto de vocacióndivina.
Hay personas llamadas por Dios a consagrarse por entero a un valor que se les presenta como fundamental y que conlleva una entrega de tal grado que exige una disponibilidad plena en todo momento. Es una opción por una mayor libertad e independencia para poder cumplir con la sublime misión de servicio evangelizador que se experimenta como decisiva para cumplir con el divino designio y alcanzar así la realización personal. Las características de vida del Señor Jesús se presentan con una gran fuerza para quien como Él acepta libremente responder, amorosa y obediencialmente, al Plan divino y asumir las condiciones que un seguimiento de plena disponibilidad implica. El celibato queda definido por la libre respuesta a la gracia del llamado de seguir así al Señor Jesús, tornando disponible, a la persona que a él responde, a una dedicación exclusiva a las responsabilidades y tareas que el designio divino ponga delante de sí. Así, celibato y libre disponibilidad para el servicio y el apostolado son conceptos vinculados muy cercanamente. Las formas concretas que asume esta plena disponibilidad por el Reino son diversas en la Iglesia.
Una concreción muy especial de la castidad perfecta por el Reino es la que han de asumir los clérigos que se obligan a guardar el celibato perpetuo. Esta continencia perfecta y perpetua por amor del Reino está vinculada en la Iglesia latina en forma especial al sacerdocio, por graves razones que se fundamentan en el misterio del Señor Jesús y en su misión. Al ponderar el celibato eclesiástico, el Concilio Vaticano II señala que este «está en múltiple armonía con el sacerdocio. Efectivamente, la misión del sacerdote está integralmente consagrada al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita por su Espíritu en el mundo, y que trae su origen no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del varón, sino de Dios (Jn 1,13)».
Encuentro y donación humana
Así pues, se ve muy claro cómo se hace concreto aquel hermoso pasaje del Concilio Vaticano II que tanto nos dice sobre la realidad de los dinamismos profundos del ser humano como orientados al horizonte comunitario: «Más aún, el Señor Jesús, cuando le pide al Padre que todos sean uno…, como también nosotros somos uno, ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza muestra que el ser humano, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente sino en la sincera donación de sí mismo». Esta condición se encuentra firmemente arraigada en lo profundo de la naturaleza humana. Estamos aquí ante una de las verdades fundamentales de la antropología cristiana, una verdad sólidamente teológica. El ser humano es una creatura abierta hacia el encuentro. Desde su realidad fondal está impulsado al encuentro con Dios y con los demás seres humanos. Esta es una realidad óntico estructural que se manifiesta en múltiples formas. Lo fundamental es que el ser humano no está hecho para encerrarse en sí mismo en un individualismo fatal. Tal individualismo es una anomalía. Sus dinamismos orientados al encuentro hacen que la persona, que está invitada estructuralmente a la autoposesión, se posea cada vez más en la medida en que desenvuelve su acción en la dirección a la que apunta su ser más profundo, esto es en la apertura al encuentro con Dios Amor, y desde ese compromiso interior al encuentro con los hermanos. Así, tenemos que el ser humano es menos persona y se posee menos cuando se cierra en forma egoísta sobre sí que cuando se abre al encuentro con otros seres humanos, en un dinamismo que sigue el impulso análogo a la aspiración del encuentro definitivo con el Tú divino.
La donación de sí por el amor y el servicio, de la que es capaz el ser humano y que lleva a la comunión de las personas, en unos casos pide un tú específico al que se dirija la entrega personal y ser acogida por este tú específico; en otros casos, esta donación personal está dirigida hacia numerosas personas y pide ser acogida por ellas. Esto nos pone ante un universo relacional que nace de la estructura fundamental del ser humano y que conduce a la comunión de personas.
Donación de sí y matrimonio
La modalidad de la donación de sí en el matrimonio responde a este dinamismo. Yendo más allá de un mero aglomeramiento de dos individualidades, el matrimonio es un proceso íntimo de integración personal en el amor mutuo de los cónyuges. Se trata de un tipo especial de amistad entre el hombre y la mujer que se donan recíprocamente el uno al otro con la explícita intención de hacer permanente esa donación y se ponen uno a disposición del otro en respeto profundo, reconocimiento de lo singular e individualmente valioso del tú al que se donan, y lo expresan en una concreción espiritual y corporal construyendo un nosotros de amor como pareja, conformada por un hombre y una mujer abiertos a traer nuevas personas al mundo como fruto concreto de su amor.
Esta realidad del matrimonio, que como tal responde al designio divino desde la primera unión, está, también por ese mismo designio, consagrado por su condición de sacramento, y es, como lo enseña León XIII, «en cuanto concierne a la sustancia y santidad del vínculo, un acto esencialmente sagrado y religioso. El dinamismo santificador del sacramento del matrimonio llega al esposo y a la esposa en su experiencia de donación y entrega en el amor y el servicio, experimentando la fuerza del amor divino que los mueve a acercarse más y más al Señor, así como entre sí, madurando como personas, poseyéndose cada vez más, siendo cada vez más libres y creciendo en el amor a Dios y entre sí, y sobreabundando en amor hacia sus hijos, tornándose la familia un cenáculo de amor. Un santuario de la vida y de los rostros del amor humano que en él se viven, en el que en la medida de la fidelidad cristiana de los esposos y la vida en el Señor de los hijos, se sienten impulsados los miembros de la familia al anuncio de la Buena Nueva que viven en el hogar. Obviamente esto sucede en la medida en que se acepta la gracia amorosa que el Espíritu derrama en los corazones y se ponen los medios correspondientes para cooperar con el designio divino. No pocas veces el ideal descrito, sin embargo, no es alcanzado, pues las personas que no avanzan por el camino de su felicidad no llegan a comprender que la vocación matrimonial es un camino de vida cristiana que lleva anejas todas las exigencias que el seguimiento del Señor Jesús implica.
Santo Domingo lo dice muy hermosamente: «Jesucristo es la Nueva Alianza, en Él el matrimonio adquiere su verdadera dimensión. Por su Encarnación y por su vida en familia con María y José en el hogar de Nazaret se constituye en modelo de toda familia. El amor de los esposos por Cristo llega a ser como Él: total, exclusivo, fiel y fecundo. A partir de Cristo y por su voluntad, proclamada por el Apóstol, el matrimonio no solo vuelve a la perfección primera sino que se enriquece con nuevos contenidos. El matrimonio cristiano es un sacramento en el que el amor humano es santificante y comunica la vida divina por la obra de Cristo, un sacramento en el que los esposos significan y realizan el amor de Cristo y de su Iglesia, amor que pasa por el camino de la cruz, de las limitaciones, del perdón y de los defectos para llegar al gozo de la resurrección.
Así pues, el matrimonio cristiano es un ideal muy hermoso en el que el mismo amor del esposo y la esposa, puesto ante todos de manifiesto en la alianza sacramental, expresa como público símbolo el amor de un hombre y una mujer que han aceptado el Plan divino, tornándose testimonio de la presencia pascual del Señor, y que se comprometen establemente a donarse a sí mismos y constituir una comunidad de amor, una Iglesia doméstica en la que se forja una parte irremplazable del destino de la humanidad y en la que se concreta una nueva frontera del proceso de la Nueva Evangelización.
A Dios gracias, hay familias que, como dice el Documento de Santo Domingo, «se esfuerzan y viven llenas de esperanza y con fidelidad el proyecto de Dios Creador y Redentor, la fidelidad, la apertura a la vida, la educación cristiana de los hijos y el compromiso con la Iglesia y con el mundo. Pero lamentablemente son también muchos, demasiados, los que desconocen «que el matrimonio y la familia son un proyecto de Dios, que invita al hombre y la mujer creados por amor a realizar su proyecto de amor en fidelidad hasta la muerte, debido al secularismo reinante, a la inmadurez psicológica y a causas socio-económicas y políticas, que llevan a quebrantar los valores morales y éticos de la misma familia. Dando como resultado la dolorosa realidad de familias incompletas, parejas en situación irregular y el creciente matrimonio civil sin celebración sacramental y uniones consensuales.
Ilustración y cultura de muerte
En verdad estas situaciones de carácter negativo que amenazan al matrimonio y a la familia, no solo como casos aislados y como defectos de las personas en ellos involucradas sino como un fenómeno cultural concretado en lo que conocemos como cultura de muerte, parecen tener su origen en la Ilustración. Al menos ya a mediados del siglo XVIII se percibe una muy grave inquietud por el fenómeno que está ocurriendo. Así se expresaba ya el Papa Benedicto XIV en la encíclica Matrimonii, en el primer año de su pontificado: «Los hechos que se nos refieren atestiguan el menosprecio en que se tiene al matrimonio… Por lo cual no existen lágrimas ni palabras aptas para expresaros toda Nuestra preocupación, y el dolor tan acerbo de Nuestro espíritu de Pontífice». No vamos a abundar en la historia de cómo la Ilustración y el proceso naturalista, racionalista y subjetivista que la acompaña van afectando socio-culturalmente al matrimonio y a la familia. Seguir los documentos pontificios puede dar una idea bastante aproximada de la extensión y malignidad de ese proceso. Baste en esta ocasión señalar su existencia y apuntar que el problema de hoy hunde sus raíces en un proceso de pérdida de identidad de no pocos hijos de la Iglesia. Precisamente de allí la inmensa trascendencia de la Nueva Evangelización que se nos presenta hoy como horizonte.
Matrimonio: comunidad de personas
Pocos años antes de ser elegido pontífice, el Cardenal Karol Wojtyla, escribía en un artículo titulado La paternidad como comunidad de personas: «Una genuina comprensión de la realidad del matrimonio y la paternidad y maternidad en el contexto de la fe requiere de la inclusión de una antropología de la persona y del don; también requiere del criterio de comunidad de personas (communio personarum) si ha de estar a la altura de las exigencias de la fe que está orgánicamente conectada con los principios de moralidad conyugal y parental. Una visión puramente naturalista del matrimonio, una que considere el impulso sexual como la realidad dominante, puede fácilmente oscurecer estos principios de moralidad conyugal y familiar en los que los cristianos deben discernir el llamado de su fe. Esto también se aplica al sentido teológico esencial de los principios de moralidad conyugal. En la práctica —sigue el Cardenal Wojtyla—, esto no constituye una tendencia a minimizar el impulso sexual, sino simplemente a verlo en el contexto de la realidad integral de la persona humana y de la cualidad comunal inscrita en ella. Esta verdad debe de alguna manera prevalecer en nuestra visión de todo el asunto del matrimonio y de la paternidad y maternidad; debe finalmente prevalecer. Para lograr esto, un tipo de purificación espiritual se hace necesario, una purificación en el campo de los conceptos, valores, sentimientos y acciones».
No cabe duda que la tarea de recuperación del horizonte de la recta imagen del matrimonio y de su noble dignidad requiere un proceso de purificación. Hay que tomar conciencia de que la misma verdad, en diversos niveles, está hoy en crisis. Pienso que ese proceso de purificación ha de ir, como acaba de ser señalado, desde el campo de lo conceptual, del mundo de las ideas, y habría también que decir imágenes, hasta el campo de la concreción personal. Esto plantea, pues, una consideración fundamental que es la identidad cristiana y la internalización personal de lo que implica, ante todo como persona individual que sigue al Señor y procura vivir según el divino Plan, y luego, también, la idea divina de la naturaleza, las características y los dinamismos del matrimonio como un camino de santidad y de la familia como Iglesia doméstica, santuario de la vida, comunidad de personas, cenáculo de amor, signo social de opción por la vida cristiana.
Horizontes de la vocación matrimonial
La santidad del matrimonio es fuente en la que se apoya el desarrollo cristiano de la familia. Junto al problema «socio-cultural» señalado y al necesario proceso de internalización, y dependiente de una toma de conciencia de la verdad y los valores sobre el matrimonio y la familia, está, ocupando un lugar fundamental, el comprender el camino del matrimonio como una vocación específica a la santidad, esto es, como un llamado a una persona concreta para seguir el camino hacia la santidad en el matrimonio y la familia. Precisamente, Juan Pablo II destaca que «Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de la familia, quiere defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad».
Los caminos de vida que se abren ante el creyente son vocaciones, es decir cada una constituye un llamado divino a la persona. Así pues, no es un asunto de vehemencia ni de capricho, sino de discernir el llamado propio, el camino para mejor cumplir el Plan de Dios según las características personales, suponiendo una madurez adecuada y el ejercicio de la libertad sin coacciones.
Educación para el amor y el don de sí
Cada quien debe ahondar en su mismidad y buscar el designio de Dios para su propia vida. Esto implica un proceso de educación orientado a la libre elección, un proceso de auténtica personalización, un proceso de educación para el amor y el don de sí que, por lo mismo, sea coherente con la opción por la fe asumida por la persona. Este proceso, por las condiciones socio-culturales, tiene que ser un proceso simultáneo de educación en la verdad fundamental de lo que significa la adhesión al Señor Jesús, ahondando en la fe de la Iglesia, iluminando los caminos vocacionales, y al mismo tiempo un proceso de liberación de presuposiciones y prejuicios de lo que hoy llamamos cultura de muerte. Siguiéndolo, pero sin ser por ello menos importante, ha de ir un proceso de maduración integral de la persona. Ocurre no poco que se confunde el pasar de los años con la madurez. Y bien sabemos que esa confusión no se ajusta a la verdad. La madurez es un proceso de reconocimiento de la propia identidad, de reconciliación de las rupturas personales y de restablecimiento de las relaciones básicas de la persona.
Así pues, hay que considerar, en presencia del tema del matrimonio y de la familia enfocados con visión cristiana, que la dimensión antropológica básica del matrimonio, al ser una mutua donación amorosa del esposo y de la esposa, implica y presupone que la condición estructural de auto-posesión del ser humano sea en cada uno de los cónyuges una realidad en proceso de crecimiento y maduración. Así pues, la respuesta concreta a la vocación matrimonial libremente discernida supone la experiencia efectiva de que la posesión objetivante de sí mismo en libertad empieza a ser un hecho de cierta madurez, manifestada no solo en el aspecto psico-afectivo-sexual, sino también y muy significativamente en la internalización de la verdad y de los valores que de esta provienen.
El matrimonio se ofrece así como un camino integral para el ser humano que ha sido llamado a santificarse por él. La dinámica de la vida conyugal será para el esposo y la esposa un lugar especial para encontrarse con la gracia de Dios que amorosamente se derrama en sus corazones. Acogiendo la fuerza divina y cooperando con ella, la vida conyugal favorecerá la transformación de los cónyuges en la medida en que se donan uno al otro, dando muerte al egoísmo, y construyendo una comunión cada vez más fuerte e intensa en el Señor. Aparece un horizonte muy importante del amor como don mutuo, que se va acrecentando y se expande hacia los hijos y hacia los más próximos en un dinamismo de caridad cuyo horizonte universal aparece claro.
En su Carta a las familias, el Santo Padre dice: «El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal —significada en la expresión bíblica “una sola carne”— solo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la “persona” y de la “entrega”. Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la “verdad” de su masculinidad y femineidad, se convierten en entrega recíproca».
Esto es una verdad para la vocación matrimonial y por lo mismo lo es también en la vida y en el encuentro marital. Precisamente por ello supone un serio proceso de educación para el amor y para el don de sí. Muchos fracasos ocurren porque quienes acceden al estado de casados no han discernido suficientemente o, con dolorosa frecuencia, no han madurado su vocación o no continúan haciéndolo luego de casados. El matrimonio no es un juego. Es un asunto tan serio como hermoso. Y precisamente por ello se requieren las condiciones, en activo, para vivir ofreciéndose como auténtico don uno al otro, como expresión dinámica del amoroso don de sí, y experimentando en su conciencia del sacramento con que Dios los ha bendecido un impulso transformador hacia la contemplación de la bondad y el amor divinos.
El nosotros y la personalización
En la base del matrimonio está la persona del hombre y la persona de la mujer, esto es, personas concretas con sus propias realidades. Al valorar el ideal hermoso del nosotros conyugal no se ha de perder de vista que en la base de ese nosotros están dos personas individuales, dos seres humanos. Ni la persona del marido ni la de la mujer se disuelve en el nosotros, sino que desde su ser personal asume una nueva realidad en la que el ser personal subsiste en una de las más sublimes formas de comunión.
Pienso que el no tener en cuenta, no solo en teoría sino en la vida concreta, estos horizontes de educación para la madurez humano-cristiana, el amor don de sí, y la efectiva internalización de valores, lleva a rasgos como los del cuadro descrito por el Papa Juan Pablo II en relación al horizonte real de muchas, demasiadas, parejas: «sucede con frecuencia que el hombre se siente desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción humana y se ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a realizar. De aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al compromiso de vincularse de manera estable con otra persona y engendrar hijos, o bien le mueve a considerar a estos como una de tantas “cosas” que es posible tener o no tener, según los propios gustos y que se presentan como otras opciones».
Teniendo en cuenta estas consideraciones y asumiendo ante todo la realidad del matrimonio como sacramento, con toda la rica teología implicada, se ve cómo la vocación al matrimonio constituye un llamado a madurar más plenamente, en un auténtico crecimiento de cada cual según el designio divino para la vida humana, reconciliándose de las propias heridas, construyendo un nosotros personalizante mediante la mutua amorosa donación, mantenida perseverantemente día a día por todos los años de vida de la persona.
El matrimonio y la vida de los hijos
El matrimonio visto en su rica realidad de sacramento es un proceso de transformación objetiva de la realidad personal de cada uno de los cónyuges que requiere de su efectiva adhesión personal y común al Señor Jesús, y así se abre a la realidad apasionante de cooperar con Dios trayendo vida al mundo y donándose permanentemente a esas nuevas vidas personales que son los hijos, con amorosa reverencia y respeto, respondiendo a la misión de educar cristianamente a la prole, respetando la personalidad y libertad de cada una de las nuevas personas fruto del amor conyugal.
Hablando del tema, el Santo Padre Juan Pablo II profundiza en los alcances del cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre». Al hacerlo destaca la palabra «honra» que nos sitúa ante un modo especial de expresar la familia: «comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entre generaciones. Es una comunidad que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra mejor garantía que esta: “Honra”». Y más adelante añade: «¿Es unilateral el sistema interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ¿Obliga este a honrar solo a los padres? Literalmente, sí; pero, indirectamente, podemos hablar también de la “honra” que los padres deben a los hijos. “Honra” quiere decir: reconoce, o sea, déjate guiar por el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás miembros de la familia. La honra es una actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que es “una entrega sincera de la persona a la persona” y, en este sentido, la honra converge con el amor. Si el cuarto mandamiento exige honrar al padre y a la madre —sigue diciendo el Papa—, lo hace por el bien de la familia; pero precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos padres. ¡Padres —parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honravacío moral la exigencia de la honra para vosotros! En definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento “honra a tu padre y a tu madre” dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es válido desde el primer momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior».
También en relación a los hijos se requiere una profundización teológica que recuerde que toda vida humana viene de Dios, y que desde su concepción es persona sujeto de derechos, con una dignidad que debe ser respetada. Así pues, al considerar las cosas como son, uno de los difundidos males de nuestro tiempo, el aborto, tiene más que ver con la muerte de una persona —y en tal sentido, de ser intencionalmente provocado es un asesinato de un ser humano indefenso— que con supuestos derechos de la madre o el padre. Una reducción cosificadora de la vida humana lleva a considerar a aquellas personas indefensas como «objetos», cosas, de las que se puede disponer. El subjetivismo que reduce la verdad a la experiencia propia o al gusto propio, fuente de un desbordante egoísmo, nos vuelve a remitir al necesario proceso de maduración humano-cristiana, a la recta internalización ético-cultural. El acceso de este horrendo crimen a una legislación permisiva es una flagrante aberración propia de la cultura de muerte y de la corrupción de las costumbres que ella porta.
La bendición de los hijos debe ser asumida responsablemente por los padres, pues no solo se trata de una hermosa tarea, sino que forma parte del camino de santificación por la vida matrimonial.
Una recta visión del matrimonio y la familia lleva a comprender el sentido integral de esas designaciones del hogar como «santuario de la vida» y como «cenáculo de amor».
Ante la vocación de los hijos
No pocas veces ocurre que mientras los hijos van creciendo, los padres no van alentando un cambio en la relación paterno-materno-filial que corresponda a las nuevas circunstancias. Esta lamentable situación es causa de no pocas tensiones y problemas que, afectando a la familia, llegan también a afectar al matrimonio.
Si bien es una verdad a la vista que la mayor parte de los integrantes del Pueblo de Dios tiene vocación a la santidad viviendo cristianamente el matrimonio y constituyendo una familia según el Plan divino, ello no constituye razón para dar por sentado que cada niño o niña, cada joven o muchacha, cada hombre y mujer adultos están de hecho llamados al matrimonio. De allí la importancia fundamental de insistir en el discernimiento libre. Y allí la grave responsabilidad de los padres en educar a sus hijos para un discernimiento objetivo, en presencia de Dios.
El tema es clave y tratarlo es difícil cuando se olvida la noble naturaleza del matrimonio y la familia. Los hijos no son objetos, son personas dignas y libres, sujetos de deberes pero también de derechos desde su concepción. Han nacido del amor del padre y de la madre, gracias a un don de Dios. ¡Gracias a Dios a quien deben su ser! Cuando la pareja vive una dimensión personalizante y la familia es una auténtica comunidad de personas, priman el respeto y amor mutuo, la solidaridad y el servicio. Pero no siempre es así. Lamentablemente no son pocos los casos en que se producen irrespetos a la dignidad, derechos y vocación del hijo o de la hija, al procurar imponer una vocación específica, o una determinada candidatura para el matrimonio, a gusto de los padres. O incluso cosas como un lugar para los estudios superiores o hasta una carrera determinada. Si bien los padres deben educar a los hijos y darles una firme base humano-cristiana, y también aconsejarlos con toda solicitud y constancia, una vez que estos llegan a una edad en que se pueden formar prudentemente un juicio, no está bien querer imponerles el propio. El diálogo no solo es correcto, sino necesario, indispensable. Pero no hay que olvidar que está de por medio la vocación y la libertad de la persona concreta.
El caso de las vocaciones a la vida sacerdotal o a la plena disponibilidad apostólica es uno de los más sensibles. A Dios gracias no siempre es así, y son muchísimos los padres y las madres que viven esa experiencia vocacional de hijos o hijas como un don. El Cardenal Richard Cushing —tan conocido en América Latina— planteaba que las vocaciones se pueden perder. Dada la grave importancia de tal asunto, y su cercana relación con los deberes educativos y promocionales de los padres, voy a transcribir unos párrafos suyos sumamente claros: «Pero el hecho lamentable es que las vocaciones se pueden perder. La invitación de Nuestro Señor —Sequere me— Sígueme no ha sido aceptada por muchos, pues han sucumbido a otras llamadas y por ello han perdido su verdadera vocación. Las vocaciones al sacerdocio o la consagración vienen de Dios, pero son nutridas en el hogar. Pueden perderse en el nido (familiar) cuando no refleja las sencillas y hermosas virtudes del hogar de Nazaret donde Jesús, María y José vivieron. Oración en familia, amor y sacrificio, alegría y paciencia, intimidad con Dios a través de los sacramentos, todo esto se requiere en el hogar ideal, la primera escuela de los niños, el jardín donde las vocaciones dadas por Dios son cultivadas para Su servicio. Las vocaciones también se pueden perder por la falta de interés por parte de los progenitores. Hubo un tiempo en que los padres y las madres rezaban para que sus hijos e hijas recibieran la vocación de Dios como Sus instrumentos al servicio de la extensión del Reino. Algunos padres y madres continúan rezando por tan sublime intención, pero hay otros que ya positivamente ya negativamente desalientan a sus hijos de aspirar a ese alto camino. Para expresarlo suavemente, pienso que padres y madres que interfieren con la vocación divina tendrán mucho por qué responder».
La recta prudencia, el respetuoso acompañamiento, la promoción de la libertad y el respeto son características que deben guiar el diálogo correspondiente entre los padres y los hijos. Y cuando los hijos han alcanzado la mayoría de juicio, así cuando han alcanzado la mayoría de edad, las características recién enumeradas deben de ser mucho más intensas aún. Quiero culminar este acápite citando las palabras del Papa Pío XII sobre este asunto: «Exhortamos a los padres y madres de familia a ofrendar gustosos para el servicio divino aquellos de sus hijos que sienten esa vocación. Y si esto les resultare duro, triste y penoso, mediten atentamente las palabras con que San Ambrosio amonestaba a las madres de Milán: Sé de muchas jóvenes que quieren ser vírgenes, y sus madres les prohíben aun venir a escucharme… Si vuestras hijas quisieran amar a un hombre, podrían elegir a quien quisieran según las leyes. Y a quienes se les concede elegir a cualquier hombre, ¿no se les permite escoger a Dios?».
Dinamismo reconciliador
La familia ha de acoger la gracia divina para constituir una célula social que viva intensamente el dinamismo de la reconciliación: con Dios, de cada uno consigo mismo, de todos entre sí y volcándose con espíritu de comunión y servicio fraterno a quienes no forman parte del núcleo familiar, y, también, de reconciliación con el ambiente, con la naturaleza.
En ese sentido, la familia debe ser una activa escuela de reconciliación en la que todos sus miembros, empezando por supuesto por los padres, acojan el ministerio de la reconciliación y lo vivan en sus relaciones familiares y sociales. Eso es no solo acoger un don personal y familiar, sino también cumplir un estricto deber de justicia social. Las familias reconciliadas llevan a una sociedad reconciliada, que viva en paz, respeto, libertad, cooperación social y justicia. Es, pienso, por ello que se puede hablar en un sentido integral de la familia como célula básica de la sociedad; no solo como la célula social más pequeña, sino como célula en que se fundamenta la salud de la vida social.
Un camino de vida cristiana
Muchos matrimonios y familias no son capaces de vivir el hermoso horizonte al que están invitados. Ello es motivo para ahondar con intensidad en un proceso socio-cultural que haga recuperar el recto horizonte del matrimonio y de la vida familiar cristiana, y que ayude a internalizar su verdad y sus valores al tiempo de educar, a quien está llamado al camino de santidad por el matrimonio y a constituir una familia, a que madure humana y cristianamente para que aporte con libre y eficaz decisión a su vida conyugal y familiar un espíritu cristiano interiorizado, que es fuente del más puro humanismo según el divino Plan. Así, el hogar formado con conciencia de responder al llamado del Señor a alcanzar la plenitud de la caridad en la vida conyugal y familiar se sabrá peregrino con el Señor Jesús, colaborador suyo en el servicio del anuncio de la Buena Nueva, fermento evangelizador, reconciliador, escuela de libertad y respeto a los derechos y dignidad humanas. Así, asumiendo su compromiso cristiano sin concesiones al racionalismo, al subjetivismo, al consumismo y demás errores e ídolos hodiernos, verá la realidad con la visión de Dios y actuará en ella procurando conformar su vida al divino Plan, buscando la más plena fidelidad al designio de Dios Amor.
Conversión y oración
Cada uno de los cónyuges ha de ser consciente de su personal responsabilidad, ante todo por sí mismo, para desde su corazón convertirse al Señor Jesús y entregarse al cumplimiento del designio divino. Es necesario, con el auxilio de la gracia, que cada cual se consolide en la fe. Debe también ser consciente de lo que implica la alianza de amor matrimonial y expresar ese amor en el recorrido de un camino conjunto acompañando amorosamente al cónyuge y expresándose mutuamente un cariño solidario y de compañía en la senda personal y como pareja en la maduración en Cristo Jesús, quien en el matrimonio se dona al esposo y a la esposa invitándole a construir un nosotros centrado en Él.
La educación humano-cristiana de los hijos y por lo tanto la forja de una auténtica familia cristiana son horizontes estimulantes, cuyas exigencias y muchas veces sinsabores permiten una mayor adhesión al camino del Señor Jesús. La vida cristiana matrimonial, como toda vida humana, pero aún más, tiene hermosos e intensos momentos de alegría. Y aunque se dan también momentos de dolor que acercan a la cruz del Señor, a ejemplo de Él que es Camino, Verdad y Vida plena, estos no son aplastantes ni avasalladores si, como ha de ser, son integrados en el todo de la experiencia cristiana y quedan bajo la radiante iluminación de la experiencia pascual y la esperanza en la plena comunión a la que cada quien está invitado. «Lo que los esposos se prometen recíprocamente, es decir, ser “siempre fieles en las alegrías y en las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida”, solo es posible en la dimensión del amor hermoso. El hombre de hoy no puede aprender esto de los contenidos de la moderna cultura de masas. El amor hermoso se aprende sobre todo rezando. En efecto, la oraciónescondimiento con Cristo en Dios: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios”. Solo en ese escondimiento actúa el Espíritu Santo fuente del amor hermoso. Él derrama ese amor no solo en el corazón de María y de José, sino también en el corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de Dios y a custodiarla». Así, la fe vivida permite no solo vivir intensamente las experiencias humanas, sino muy en especial entenderlas en su sentido real ante los misterios de amor del Señor Jesús.
La oración es fundamental no solo en la vida personal sino también en aquella Iglesia doméstica que es el hogar familiar. No solo por la verdad de aquel lema de «Familia que reza unida, permanece unida», sino que a ritmos de oración la pareja se dona mutuamente más y más, y la familia se convierte en un lugar donde se vive la fe y donde se celebra la fe con entusiasmo y alegría.
Asumir el matrimonio y la familia como un camino de santidad implica que el dinamismo de comunión se enraíza auténticamente en el hogar. Así, junto al diálogo humano debe darse también un diálogo divino que acoja las gracias recibidas y las proyecte en la pareja y los hijos, y los parientes cuando los hay, construyendo una porción de la civilización del amor en la propia casa.
Los momentos fuertes de oración son ocasiones para rezar, ya personalmente, ya en comunidad familiar. Pero ello no es suficiente; toda la vida debe hacerse oración, liturgia que se eleve cotidianamente al Padre, por el Hijo en el Espíritu. Las relaciones intrafamiliares han de expresar ese clima de oración y diálogo cristiano en el hogar. El servicio y la donación de uno a otro han de ser realizados en espíritu de oración.
La memoria del sacramento debe acompañar al esposo y a la esposa día a día. La conciencia de la promesa de la asistencia del Espíritu debe motivar a los cónyuges para sobrellevar con espíritu de esperanza los momentos difíciles que se puedan producir. Con trabajo diligente y entusiasta la pareja debe poner medios concretos para cooperar con la gracia, para que esta produzca sus frutos. Decía Pío XI dirigiéndose a los matrimonios en su conocida encíclica Casti connubii: «las fuerzas de la gracia que, provenientes del sacramento, yacen escondidas en el fondo del alma, han de desarrollarse por el cuidado propio y el propio trabajo. No desprecien, por tanto, los esposos la gracia del sacramento que hay en ellos».
Compartiendo la Buena Nueva
Toda esta experiencia del matrimonio y de la familia lleva a vivir la vida de una manera misional, entendiendo bien por la internalización de verdades y valores, por una vida de asidua oración personal y familiar, por una efectiva vivencia solidaria de la caridad familiar y social; y lleva también a un anuncio de la Buena Nueva como quien experimenta sus bondades en su propia vida personal, matrimonial y familiar.
El primer campo de apostolado es la misma persona. Cada cónyuge debe ser muy consciente de ello y preocuparse por responder a los dones y gracias recibidos desde el fondo de su corazón. Ha de buscar sus momentos de soledad con Dios, para intimar con Él por medio de la oración y la profundización en la fe. Este aspecto es fundamental, pues permite la acción de Dios sobre el propio corazón, siempre necesitado de purificación y maduración cristiana, y constituye una escuela para morir al egoísmo, darse como auténtico don y compartir, desde la experiencia personal de la relación con el Altísimo, con la pareja y con los hijos.
El dinamismo de comunión del esposo y la esposa constituyen el inmediato horizonte para vivir y compartir la fe. El mutuo acompañamiento en el proceso de adherirse más y más al Señor Jesús ha de ser un horizonte en el que poner el mayor empeño. El crecer en esa cercanía y el experimentar un mayor conocimiento, iluminado por las enseñanzas de la Iglesia, y percibir con más claridad las bondades divinas, han de conducir al esposo y a la esposa a una más intensa integración personal, a una más vital comunidad de personas, a una mayor conciencia del nosotros edificado en la roca firme que es el Señor Jesús.
Y luego, los hijos a cuya educación cristiana se comprometen de manera especial los esposos. Ante todo por el ejemplo, pues en la familia, como en otras formas de vida social, el ejemplo arrastra. Así pues, el proceso de consolidación de la vida cristiana del hogar está fundado en la opción por la santidad del esposo y de la esposa, y de los medios que ponen para ello cooperando con la gracia. Pero, también en la enseñanza de la fe a la que los padres se han adherido.
El apostolado en el propio hogar es una hermosísima tarea a la que están invitados los padres. La gracia de Dios y la experiencia de sus dones en el amor mutuo compartido, el despojarse del egocentrismo en sus diversas formas, el ver el hogar crecer en un horizonte de esperanza, aunque no falten los sinsabores, la conciencia de la propia identidad descubierta día a día en la oración y en el ejercicio de presencia de Dios, llevan a un encuentro plenificador con el Señor y a vivir una auténtica vida cristiana. Y ella, la vida cristiana, no se queda encerrada, sino que su dinamismo busca fructificar expresando relaciones de reconciliación, comunión, paz y amor con las personas cercanas.
Así, hay un apostolado en el hogar, y aparece un apostolado desde el hogar. Ante todo como signo de opción cristiana a través de un hogar cristiano. Pero la pareja en cuanto pareja está también invitada a compartir su fe y la alegría de seguir el camino de la vida cristiana. La unión con otras parejas y el compromiso mutuo procurando hacer del propio hogar un cenáculo de amor como el de Jesús, María y José en Nazaret, forman un horizonte solidario que refuerza la gesta de fe de la pareja. El compartir la oración, la reflexión sobre las verdades que nos transmite la Iglesia, la caridad, son fundamentales. Más aún lo son en sociedades urbano-industriales que sufren un agudo proceso de secularización y de agresión contra la fe. El mutuo testimonio, el reflexionar juntos a la luz de las enseñanzas de la fe, todo ello es una valiosa experiencia que ayudará al esposo y a la esposa en su camino de mayor adhesión al Señor.
En esta línea de solidaridad entre parejas, el Papa Juan Pablo II propone también el apostolado de familias entre sí, procurando trazar lazos de solidaridad y ofreciéndose mutuamente un servicio educativo.
Hay todavía más…
Hay mucho más que compartir sobre este tema del matrimonio como un camino de santidad y de la familia cristiana, asuntos, hoy como ayer y siempre, de la más alta y profunda trascendencia para la vida de la sociedad y de la Iglesia, pero será en otra ocasión. Por ahora, quisiera terminar estas reflexiones alentando a quienes luego de un discernimiento adecuado han descubierto su llamado a la santidad por el matrimonio y la vida familiar, a profundizar en la educación de sí mismos buscando los recursos necesarios para cumplir con decisión firme esa misión y poniendo los medios para ello. A los esposos y esposas de hoy toca no solo reflexionar y profundizar, sino sobre todo la hermosa tarea de colaborar con la gracia y, tomando impulso del edificante y vital ejemplo de la Familia de Nazaret, llevar a la práctica la misión de construir un santuario de la vida, una célula personalizadora, un cenáculo de amor cristiano, una comunidad reconciliada y reconciliadora, evangelizada y evangelizadora, una auténtica Iglesia doméstica. Todo ello comprometidos con el proceso de la Nueva Evangelización de cara al tercer milenio de la fe.
El dibujo, o más ampliamente la expresión plástica, es una de las maneras de expresarse que más atrapa y entusiasma a los chicos.
Cualquiera de nosotros ha podido observar cómo les gusta dibujar a los niños y cómo lo hacen con gran aplicación.
La expresión plástica moviliza al niño de tal manera que todo su ser es absorbido por dicha actividad, produciéndole tal placer y dedicación solo comparable con el juego.
Dicho entusiasmo podría aprovecharse para canalizar algún momento de oración, de manera que placer, dedicación y oración estén estrechamente unidos. Se me ocurre que habría que utilizar este recurso asiduamente en la catequesis, por supuesto que sin cansar ni agotar a los chicos, ni mucho menos coartarles su capacidad creadora. Por otra parte, todo acto creativo es una participación en la Creación de Dios. La búsqueda de la belleza, es en su esencia la búsqueda de Dios.
En los niños experiencia de fe y expresión de fe están indisolublemente unidos. Para ellos las actividades de expresión de la fe son una forma de revivir lo que acaban de vivenciar catequísticamente. Es decir, si el niño realiza una experiencia de fe, vuelve a revivirla e internalizarla cuando puede expresarla a través de una creación propia. Asimismo, cuando está realizando una expresión de la fe está teniendo una experiencia de fe. Es un proceso que se retroalimenta permanentemente.
Dibujar ofreciendo a Dios el dibujo, al ritmo de una música tranquila, puede convertirse en un momento de serena oración. Otra forma, es expresar a través del dibujo nuestras necesidades a Dios, nuestros agradecimientos o sencillamente lo que queremos decirle o contarle.
Siempre que dibujemos con niños, agreguemos el contenido catequístico, bien concreto en el tema del dibujo. En la medida de lo posible, hagamos que el niño se incluya a sí mismo, a sus amigos, a su familia, a Jesús, etcétera, dentro del dibujo. No estereotipemos ninguna imagen de Dios, ni mucho menos corrijamos a los niños al respecto. Sí, podemos incentivar el dibujo, la creatividad, a través de sugerencias.
Por ejemplo, se puede incentivar a partir de un texto bíblico. Con la hoja delante y los materiales listos, después de la narración respectiva, los chicos pueden cerrar los ojos e imaginarse la escena: cómo están vestidos los personajes, cuál es el clima reinante; qué ruidos y sonidos me imagino en la escena; cuál es el diálogo entre los personajes; qué dice Jesús, cuál es su actitud… Me imagino dentro de la escena, con mis amigos, con mi familia, etc. Qué colores expresan mejor lo que imaginé… Con pregunta como estas se puede ir orientando a los chicos para ir haciendo una oración. Entonces sí, abrimos los ojos y con el gozo de saber que estamos dibujando para Dios, nos ponemos manos a la obra.
Cabe aclarar que no estamos evaluando la técnica ni la calidad del dibujo sino procuramos que sea un medio de acercamiento a Dios. Finalizada la experiencia se pueden llevar los dibujos al templo, para ofrecérselos a Dios o colocarlos en el rincón de oración de la casa para rezar en familia, a partir de los mismos.
Técnicas de expresión plástica
El dibujo (con cualquier tipo de material y/o técnica): por supuesto que siempre responderá al tema catequístico tratado en el encuentro. Es muy importante que los niños se incluyan dentro del mismo, junto a Dios y a sus amigos.
La pintura con pincel u otras variantes.
La dáctilo-pintura o pintura con las manos.
La impresión: con diversos materiales como papas, hojas de plantas, corchos, etc.
El collage: con cualquier tipo de material.
El trabajo con material descartable: corchos, escarbadientes, telas, fibras o cualquier tipo de material de desecho.
El plegado y otros trabajos con papel: como por ejemplo: recortar figuras con los dedos, papel de diario; corrugado o bolilleo, consiste en hacer bollitos pequeños con papel crepe de distintos colores; picado: con papel glasé y punzón; etc.
El modelado: con cualquier material: pasta de sal, caucho, masa, porcelana fría, etc. El modelado da infinitas posibilidades, permite el armado de representaciones grupales.
(De la Serie «Iniciación en la oración», columna 10.ª)
Las actas del martirio de las santas Felicidad y Perpetua (7 de marzo del 203) constituyen un relato altamente significativo para darnos una idea, al menos aproximada, de las exigencias que el cristianismo comportaba en la vida pública, social y familiar. El ejemplo que protagoniza Perpetua es una muestra patente de anteponer los dictados de la fe a los lazos de la sangre y de la familia:
[…]
“Fueron detenidos los adolescentes catecúmenos Revocato y Felicidad, esta compañera suya de servidumbre; Saturnino y Secúndulo, y entre ellos también Vibia Perpetua, de noble nacimiento, instruida en las artes liberales, legítimamente casada, que tenía padre, madre y dos hermanos, uno de estos catecúmeno como ella, y un niño pequeñito al que alimentaba ella misma. Contaba unos veintidós años.
A partir de aquí, ella misma narró punto por punto todo el orden de su martirio (y yo lo reproduzco, tal como lo dejó escrito de su mano y propio sentimiento).
“Cuando todavía —dice— nos hallábamos entre nuestros perseguidores, como mi padre deseara ardientemente hacerme apostatar con sus palabras y, llevado de su cariño, no cejara en su empeño de derribarme:
— Padre –le dije—, ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que está ahí en el suelo, una orza o cualquier otro?
— Lo veo –me respondió.
— ¿Acaso puede dársele otro nombre que el que tiene?
— No.
— Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: cristiana.
[…]
De allí a unos días, se corrió el rumor de que íbamos a ser interrogados. Vino también de la ciudad mi padre, consumido de pena, se acercó a mí con la intención de derribarme y me dijo:
— Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si es que merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre y a tu tía materna; mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivir. Depón tus ánimos, no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar libremente, si a ti te pasa algo.
Así hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me besaba las manos, se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y yo estaba transida de dolor por el caso de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y traté de animarlo, diciéndole:
— Allá en el estrado sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que no estamos puestos en nuestro poder sino en el de Dios.
Y se retiró de mi lado, sumido en la tristeza.
Otro día, mientras estábamos comiendo, se nos arrebató súbitamente para ser interrogados, y llegamos al foro o plaza pública. Inmediatamente se corrió la voz por los alrededores de la plaza, y se congregó una muchedumbre inmensa. Subimos al estrado. Interrogados todos los demás, confesaron su fe. Por fin me llegó a mí también el turno. Y de pronto apareció mi padre con mi hijito en los brazos, y me arrancó del estrado, suplicándome:
—Compadécete del niño chiquito.
Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar del difunto procónsul Minucio Timiniano:
—Ten consideración –dijo— a las canas de tu padre; ten consideración a la tierna edad del niño. Sacrifica por la salud de los emperadores.
Y yo respondí:
— No sacrifico.
— Luego ¿eres cristiana?
— Sí, soy cristiana.
Y como mi padre se mantenía firme en su intento de derribarme, Hilariano dio orden de que se lo echara de allí, y aun le golpearon. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado. Así me dolí también por su infortunada vejez.
[…]
Luego, al cabo de unos días, Pudente, soldado lugarteniente, oficial de la cárcel, empezó a tenernos gran consideración, por entender que había en nosotros una gran virtud. Y así, admitía a muchos que venían a vernos con el fin de aliviarnos los unos a los otros.
Mas cuando se aproximó el día del espectáculo, entró mi padre a verme, consumido de pena, y empezó a mesarse su barba, a arrojarse por tierra, pegar su faz en el polvo, maldecir de sus años y decir palabras tales, que podían conmover la creación entera. Yo me dolía de su infortunada vejez.
[…]
En cuanto a Felicidad, también a ella le fue otorgada gracia del Señor, del modo que vamos a decir:
Como se hallaba en el octavo mes de su embarazo (pues fue detenida encinta), estando inminente el día del espectáculo, se hallaba sumida en gran tristeza, temiendo se había de diferir su suplicio por razón de su embarazo (pues la ley veda ejecutar a las mujeres embarazadas), y tuviera que verter luego su sangre, santa e inocente, entre los demás criminales. Lo mismo que ella, sus compañeros de martirio estaban profundamente afligidos de pensar que habían de dejar atrás a tan excelente compañera, como caminante solitaria por el camino de la común esperanza. Juntando, pues, en uno los gemidos de todos, hicieron oración al Señor tres días antes del espectáculo. Terminada la oración, sobrecogieron inmediatamente a Felicidad los dolores del parto. Y como ella sintiera el dolor, según puede suponerse, de la dificultad de un parto trabajoso de octavo mes, díjole uno de los oficiales de la prisión:
— Tú que así te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando no quisiste sacrificar?
Y ella respondió:
— Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; mas allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues también yo he de padecer por Él.
Y así dio a luz una niña, que una de las hermanas crió como hija.
[…]
Como el tribuno los tratara con demasiada dureza, pues temía, por insinuaciones de hombres vanos, no se le fugaran de la cárcel por arte de no sabemos qué mágicos encantamientos, se encaró con él Perpetua y le dijo:
— ¿Cómo es que no nos permites alivio alguno, siendo como somos reos nobilísimos, es decir, nada menos que del César, que hemos de combatir en su natalicio? ¿O no es gloria tuya que nos presentemos ante él con mejores carnes?
El tribuno sintió miedo y vergüenza, y así dio orden de que se los tratara más humanamente, de suerte que se autorizó a entrar en la cárcel a los hermanos de ella y a los demás, y que se aliviaran mutuamente; más que más, ya que el mismo Pudente había abrazado la fe.
[…]
Mas contra las mujeres preparó el diablo una vaca bravísima, comprada expresamente contra la costumbre. Así, pues, despojadas de sus ropas y envueltas en redes, eran llevadas al espectáculo. El pueblo sintió horror al contemplar a la una, joven delicada, y a la otra, que acababa de dar a luz. Las retiraron, pues y las vistieron con unas túnicas.
La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, y cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del pudor que del dolor. Luego, requerida una aguja, se ató los dispersos cabellos, pues no era decente que una mártir sufriera con la cabellera esparcida, para no dar apariencia de luto en el momento de su gloria.
Así compuesta, se levantó, y como viera a Felicidad tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la levantó. Ambas juntas se sostuvieron en pie, y, vencida la dureza del pueblo, fueron llevadas a la puerta Sanavivaria. Allí, recibida por cierto Rústico, a la sazón catecúmeno, íntimo suyo, como si despertara de un sueño (tan absorta en el Espíritu había estado), empezó a mirar en torno suyo, y con estupor de todos, dijo:
— ¿Cuándo nos echan esa vaca que dicen?
Y como le dijeran que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que reconoció en su cuerpo y vestido las señales de la acometida. Luego mandó llamar a su hermano, también catecúmeno, y le dirigió estas palabras:
— Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros sufrimientos.
[…]
Mas como el pueblo reclamó que salieran al medio del anfiteatro para juntar sus ojos, compañeros del homicidio, con la espada que había de atravesar sus cuerpos, ellos espontáneamente se levantaron y se trasladaron donde el pueblo quería. Antes se besaron unos a otros, a fin de consumar el martirio con el rito solemne de la paz.
Todos, inmóviles y en silencio, se dejaron atravesar por el hierro; pero señaladamente Sáturo (que era quien los había introducido en la fe y que se había entregado voluntariamente al conocer su encarcelamiento para compartir así su suerte), como fue el primero en subir la escalera y en su cúspide estuvo esperando a Perpetua, fue también el primero en rendir su espíritu.
En cuanto a esta, para que gustara algo de dolor, dio un grito al sentirse punzada entre los huesos. Entonces ella misma llevó a su garganta la diestra errante del gladiador novicio. Tal vez mujer tan excelsa no hubiera podido ser muerta de otro modo, como quien era temida del espíritu inmundo, si ella no hubiera querido.
¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece, honra y adora, debe ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes atestigüen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén.”
(RUIZ BUENO D.: Actas de los mártires, BAC, pp. 419-440)
Página de Producciones Monte Tabor, que tiene una maravillosa película de dibujos animados, en su colección «Héroes de la fe», n. 9, de estas dos santas.
«De carnaval parecen algunos que desdicen de la dignidad con la que debería conducirse una persona humana».
Tiempo atrás (aunque no mucho) había gente que celebraba ambas cosas: el Carnaval y la Cuaresma. Sin embargo, lo hacían muy a su manera. En carnaval: máscaras, narices y bocas postizas. En cuaresma: compostura, devociones y cara mustia, pero quizá igual de postizas. Hasta resultaba difícil saber cuándo habían logrado disfrazarse mejor…
Ciertas personas vivían tres días siendo, al cien por ciento, lo que de verdad eran. Y luego, durante cuarenta días, se dedicaban a fingir lo que en realidad no eran. Durante el carnaval, actuaban con un poco —o bastante— desenfreno, ocultando tras una máscara la vergüenza que les ponía al rojo los mofletes. En la cuaresma lograban dar la impresión de penitencia y religiosidad sinceras al andar medio cabizbajos en “ayunas”, al echarse encima la mantilla negra, o al sacar de vez en cuando el rosario a tomar el aire. Así que, en cuaresma, sin esconderse detrás de una careta, andaban igual de enmascarados que en carnaval, pero aparentando lo que no eran. Y, curiosamente, por esa hipocresía no parecían sonrojarse demasiado.
Hoy día, aunque lo de tiempo atrás no es todavía agua pasada y se siguen celebrando las dos, la cosa ha cambiado ligeramente. Da la impresión de que ahora algunas personas viven en un carnaval más o menos continuo. Carnaval en Adviento, en Navidad, en tiempo ordinario, en Semana Santa, en Pascua y, por supuesto, también en Cuaresma. Lo que antes algunos y algunas se permitían solo en los tres días de carnaval, hoy otros y otras se lo conceden más habitualmente como lo más normal del mundo. Claro, es lo que se lleva ahora, lo que todos hacen… Van —o mejor dicho— se dejan ir con la corriente.
Sí, realmente parecen de carnaval las pintas que ahora lucen algunos jóvenes. Parecen de carnaval esas cabezas con rapes y tonalidades a lo Miró; esas chamarras de cuero negro con más cadenas que el Fantasma de Canterville; esos rostros con más aretes que el logotipo de los juegos olímpicos. Y de carnaval, además, parecen algunos de sus comportamientos, que desdicen de la dignidad con la que debería conducirse una persona humana.
Podríamos decir que también carnaval es cuando uno, con o sin carátula, no es lo que debería ser. Carnaval es cada vez que un hijo no es buen hijo, cada vez que unos padres no son buenos padres, cada vez que dos novios no actúan como tales. Carnaval es cada vez que, en su actuar, un hombre es algo menos que hombre y una mujer algo menos que mujer.
Tristemente, hay gente que vive como en un carnaval sostenido, digamos en do menor.
Y entonces ¿a qué se dedica esa pobre gente en los días de carnaval? Muy sencillo. Los famosos tres días de carnaval viven el carnaval ordinario, pero a tope, a la enésima potencia. Carnaval sostenido, por tres días —con sus noches—, pero en do mayor. Carnaval a lo grande. Carnaval extra—concentrado. Carnaval, carnaval. Tres días de careta sobre la careta incorporada que ya llevaban, para seguir haciendo lo mismo, pero con evidentes excesos.
Menos mal, sin embargo, que a pesar de todo, hoy sigue habiendo montones de gente que vive el triduo de carnaval en modo diverso. Sigue habiendo muchas personas que, esos tres días, se atreven a nadar contra corriente. Menos mal que hay hombres y mujeres que se esfuerzan, también durante el carnaval, por ser y respetar lo que de verdad son, dominando sus pasiones desordenadas y bajos instintos.
Menos mal que aún hay bastantes seres humanos que se saben cristianos, se dicen cristianos y no les da vergüenza vivir como tales, incluso los días de carnaval. Son gente que no necesita quitarse ni ponerse careta alguna. No tienen que ocultar nada. Gente extraordinaria, pero que no va hacer noticia esos tres días, ni tampoco los 362 restantes del año. Claro, esas noticias incomodan. Porque siempre incomoda toparse con alguien que va contra corriente.
Menos mal que aún hoy podemos apreciar el milagro de cientos y miles de personas (también muchos jóvenes) —dentro y fuera de conventos y seminarios— que pasan esos tres días, por turnos, en adoración de rodillas ante el Santísimo Sacramento. Y lo hacen explícitamente para desagraviar al Corazón de Cristo por toda la basura y miseria de pecado e infamia que en el mundo se le está escupiendo en la cara a Cristo esos días. Menos mal que, gracias a ellos y ellas, a nuestro planeta le queda algo de humanidad tras tanto degrado en carnaval. Gracias a esas personas, el ambiente terráqueo puede aún ser respirable después de esos días de intoxicación general.
En fin, menos mal que aún se pueden contar cantidad de hombres y mujeres que aprovechan el Carnaval y la Cuaresma para crecer como hombres y como mujeres. Que viven esos períodos sin miedo a ser lo que deben ser ante todo el mundo. No tienen que acobardarse de nada y ante nadie. Más bien tienen mucho que ostentar. Y lo hacen con aplomo. Gritan sin palabras a sus contemporáneos que además de un cuerpo, tienen un alma. Testimonian con su vida que lo más importante, para toda persona, es lo que le hace crecer humana y espiritualmente, y no lo que le degrada o envilece.
¿Por qué no demostrar cada uno de nosotros el coraje de sumarnos a ellos? Tratemos de vivir el carnaval aplastando un poco la materia para liberar el espíritu y no al revés. Luchemos por vivir la cuaresma elevándonos como hombres para acercarnos más a Dios. Y el hombre se eleva cuando es capaz de soltar sus lastres. Esos lastres pesados del pecado, que se sueltan con el arrepentimiento, el perdón de Dios y el propósito sincero de enmendar la propia vida.
El reto puede ser arduo. Lo es sin duda. La corriente en contra puede parecer arrolladora. Pero solo los peces muertos no son capaces de nadar contra corriente.
Cuando hubo acabado de hablar a Moisés, Yahvé escribió con su dedo en dos tablas de piedra Los Diez Mandamientos de su Ley y se las dio a Moisés para que los transmitiera al pueblo de Israel.
Pero como tardaba bastantes días en bajar del monte Sinaí porque estaba aprendiendo muchas cosas que Dios le decía; el pueblo había obligado a Aarón a construir con los anillos y joyas de las mujeres un falso dios, un becerro de oro, para que marchase delante de ellos pues creían que ya no volverían a ver a Moisés. Entonces. Yahvé, al ver la idolatría de su pueblo pensó en exterminarlos a todos, pero Moisés intercedió de nuevo rogándole que se acordara de las promesas hechas a sus padres y el Señor se retuvo y no ejecutó su castigo. No obstante, cuando Moisés llegó hasta el campamento, tiró las tablas de piedra al suelo y las rompió encolerizado, luego gritó: “¡A mí los que estén con Yahvé!” Al momento se le unió la tribu de Leví (los levitas) y armados con espadas castigaron duramente a los culpables.
Recuerda que la madre de Moisés era de la tribu de Leví, y que por tanto él también lo era, y no es de extrañar que los primeros en acudir a su llamada fueran los de su misma tribu. Desde aquel momento, los levitas fueron elegidos para el servicio de Dios, ejerciendo esta tarea durante muchos siglos hasta la llegada de Jesús, que convive con ellos y los nombra en el Evangelio.
Tras este episodio, Moisés fue llamado para subir al monte con otras tablas de piedra para que Yahvé escribiera de nuevo los diez mandamientos en ellas.
Permaneció en el monte cuarenta días y cuarenta noches ayunando y hablando con Yahvé.
Al bajar del Sinaí con las tablas en sus manos, tenía el rostro resplandeciente por haber estado hablando con Dios largo tiempo, y aunque Aarón y los representantes del pueblo tenían miedo de acercársele, él los tranquilizó y les transmitió las cosas que el Señor le explicaba sobre la Ley escrita en las tablas.
Por fin partieron de aquel lugar y Dios ya no quería ir delante de Israel como hasta entonces porque decía: “Este es un pueblo de dura cerviz” Pero, como siempre, Moisés intercedió ante Yahvé para que no abandonase su posición y consiguió que la nube de Dios marchara nuevamente delante del pueblo conduciéndolo por el desierto.
Una tierra que mana leche y miel
Ya estaban cerca de la tierra de Canaán, en un lugar llamado Cadés-Barnea, cuando Dios pidió a Moisés que enviara exploradores para reconocer el territorio que les tenía destinado. Moisés les recomendó: “Observad bien esa tierra, cómo es, qué gente la habita, si son fuertes o flojos, cómo son sus ciudades, si con murallas o sin ellas, qué tal son los terrenos, si fértiles o pobres, si hay o no hay árboles. Animaos y traed algún fruto de esa tierra”
Se fueron los exploradores y al poco tiempo volvieron diciendo: “En verdad mana leche y miel en esa tierra, ved los frutos” Y traían frutos, entre ellos un racimo de uvas tan grande que tenían que levantarlo entre dos con un palo.
“Pero sus habitantes son muy fuertes, algunos parecen gigantes, y sus ciudades son grandes y están amuralladas”, dijeron. Esto desanimó a los israelitas que lloraron y murmuraron de Yahvé y de Moisés, y a pesar de que este último les instaba a no desfallecer, Dios castigó a los que dudaron de Él a no entrar en la tierra de Canaán.
Pero algunos de ellos se envalentonaron y salieron precipitadamente con la intención de invadirla cuanto antes; pero como la nube no se movía del campamento, Moisés les desaconsejó que hicieran tal cosa porque no era el momento que Yahvé había previsto. Y como no hicieron caso, los que salieron fueron derrotados por aquellos habitantes.
La presencia de Yahvé
De nuevo volvieron al desierto guiados por Yahvé. Cuando la nube de Yahvé se alzaba, el pueblo se levantaba y emprendía la jornada de camino; el Arca de La Alianza iba siempre delante, y cuando la nube no se alzaba, esperaban hasta el día en que ocurría y entonces se movían. De noche la nube se hacía de fuego y en el lugar en que se paraba allí acampaban los hijos de Israel.
Conspiración contra Moisés
También hubo quienes quisieron convencer al pueblo de que Moisés no tenía por qué ser el jefe; en concreto tres israelitas de los más distinguidos que se llamaban Coré, Datán y Abirón se le enfrentaron y arrastraron tras de sí a otros doscientos cincuenta hombres. Moisés los citó al día siguiente delante del Tabernáculo donde se guardaba el arca para ver la decisión que tomaba Yahvé. Éste habló a Moisés y dijo: “Di al pueblo que se aparte de las tiendas de esos impíos” A continuación se rompió el suelo debajo de ellos, abrió la tierra su boca y se tragó a los impostores con sus tiendas. Lugo, un fuego de Yahvé abrasó a los doscientos cincuenta hombres que les seguían.
Yahvé hace brotar agua de la roca
Finalizando ya los cuarenta años de penalidades por el desierto volvieron a Cadés–Barnea, cerca de Canaan. En aquel lugar no había nada de agua y la nueva generación de israelitas se enfadó mucho con Moisés dudando de la ayuda de Yahvé porque decían: “¿Está o no está Yahvé con nosotros?”. Dios dirigió a Moisés y a Aarón, ya ancianos, hacia una determinada roca acompañados de los ancianos de Israel; allí, Moisés golpeó con su cayado la roca para que brotara agua, pero tardó un poco en salir y dudó un momento y volvió a golpear otra vez. Entonces brotó agua abundante a la vista de todos ellos. Pero Yahvé dijo a Moisés y Aarón: “Porque no habéis creído en mí santificándome a los ojos de los hijos de Israel, no introduciréis vosotros a este pueblo en la tierra que yo les he dado”. Moisés dio a aquel lugar el nombre de Masá, que significa tentación, y Meribá, que significa querella, porque el pueblo había tentado a Yahvé y se había querellado con Moisés.
La serpiente de bronce
Antes de llegar, todavía tuvieron que dar un rodeo y el pueblo, que estaba impaciente, murmuró otra vez contra Yahvé. Dios mandó serpientes venenosas que mordían a la gente y se morían muchos de ellos. Entonces se arrepintieron y de nuevo suplicaron a Moisés que intercediera ante Yahvé y les librara de las serpientes.
Yahvé encargó a Moisés que fabricara una serpiente de bronce y que la alzara en un poste a la vista de todo el campamento; todo aquel que la miraba cuando era mordido por una serpiente, quedaba curado.
Hay mucha similitud entre aquella serpiente de bronce, que salvaba a quien la miraba, y el sacrificio redentor de Jesús para toda la humanidad, cuando fue clavado en la cruz y levantado a la vista de todos.
Él mismo anunció su muerte sobre la cruz recordando el episodio de la serpiente de bronce de Moisés.
¡En fin!, Muchas más cosas sucedieron durante este tiempo de peregrinación por el desierto; Moisés siempre estuvo intercediendo por su pueblo ante Yahvé a pesar de las muchas infidelidades. Hablaba con Dios cara a cara como se habla con un amigo y siempre les conseguía el perdón del Señor.
La llegada a Canaán
Dios concedió a Moisés poder contemplar la tierra prometida desde lo alto de un monte cercano: el monte Nebo. Pero Moisés y Aarón murieron sin poder pisar la ubérrima tierra de Canaán a la que se llegaba tras cruzar el río Jordán, que por aquella estación del año venía muy caudaloso. Tomó el relevo Josué, el ministro de más confianza de Moisés, y cuando ya iban a cruzarlo, comenzando a pasar el Arca de La Alianza, se detuvieron las aguas río arriba y pudieron atravesarlo todos a pié como en el Mar Rojo. El Arca se mantuvo en medio del río mientras terminaban de pasar. Otra muestra más de la portentosa mano de Yahvé.
¡Y llegaron a la ansiada meta: Canaán, la tierra prometida! Atrás quedaban cuarenta años de dura prueba por el desierto. Pero el camino dentro de este rico país tampoco sería sencillo para el pueblo de Israel; lo iremos conociendo en los próximos episodios.
Como el pueblo de Israel caminó durante cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida, La Iglesia entera camina, peregrina en este mundo, hacia la patria del cielo, y también cada uno de nosotros en medio de las dificultades, hacia nuestra meta celestial; siempre consolados por la certeza de que Dios vela por nosotros como un padre amoroso lo hace por cada uno de sus hijos.
La Santa Iglesia nos explica que en muchos acontecimientos del Antiguo Testamento están anunciados, o prefigurados, otros que sucedieron cuando Jesucristo dio cumplimiento a toda La Ley con su venida al mundo. Así, por ejemplo, en esta historia, el paso del Mar Rojo es figura o anuncio del Bautismo; el “maná” lo es de La Eucaristía; la serpiente de bronce, de la Cruz de Jesús; la piedra de la que brotaba agua en el desierto es figura de Jesucristo que nos alimenta con su gracia; el Tabernáculo representa el Santuario del cielo; la sangre de los animales de la antigua alianza es figura de la sangre de Cristo y de su Nueva y definitiva Alianza con los hombres.
Vocabulario
Caudaloso: Con mucha agua
Cerviz: Parte posterior del cuello
Instar: Urgir la pronta ejecución de una cosa
Prefigurar: Representar con anticipación
Querella: Queja, acusación
Ubérrimo: Muy abundante y fértil
Para la catequesis
¿Sabes en qué consiste la idolatría? ¿Tenemos ídolos en el mundo actual?, ¿se te ocurre alguno?
El Arca de la Alianza desapareció hace muchos siglos ¿Qué transportaba en su interior? ¿Crees que es necesario que aparezca en nuestros días? ¿Por qué?; si apareciera ¿crees que brotarían de su interior poderes extraños?
Sin duda sabrás cuántos son los mandamientos de la Ley de Dios. Recuérdalos todos en voz alta.
Cuentan que una vez en la carpintería hubo una extraña asamblea: fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias. El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa? ¡Hacía demasiado ruido! Y, además, se pasaba el tiempo golpeando.
El martillo aceptó su culpa, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo; dijo que había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo. Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija. Hizo ver que era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás.
Y la lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado el metro que siempre se la pasaba midiendo a los demás según su medida, como si fuera el único perfecto.
En eso, entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo. Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Finalmente, la tosca madera inicial se convirtió en un fino mueble.
Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación. Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo:
—¡Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades! ¡Eso es lo que nos hace valiosos! ¡Así que no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos!
La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija era especial para afinar y limar asperezas y observaron que el metro era preciso y exacto. Se sintieron entonces un equipo capaz de producir muebles de calidad. Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos.
Autor desconocido
Para la reflexión personal
Un buen trabajo en equipo requiere reconocer las fortalezas y debilidades de cada uno de sus miembros. Pero, si deseamos ir más allá, es decir sentirnos parte de una comunidad, es necesario poner todas nuestras energías en pos del proyecto común. La imagen de la orquesta puede ayudarnos: cada instrumento debe ejecutar su propia música, manteniendo su originalidad; pero al mismo tiempo, todos los instrumentos aportan sus notas a la orquesta, para que todos juntos puedan componer una hermosa y armónica melodía.
Cuando en el trabajo o la vida en común, tratamos con sinceridad, de percibir los puntos fuertes de los demás, es cuando florecen los mejores logros humanos. “Se acercan más abejas con una gota de miel, que con un barril de vinagre” decía San Francisco de Sales. Es fácil encontrar defectos, cualquier tonto puede hacerlo, pero encontrar cualidades y aprovechar esos defectos en pos del bien común, eso es para los espíritus superiores que son capaces de inspirar todos los éxitos humanos.
Clave de una sana familia o comunidad es aceptar las debilidades para tratar de mejorarlas, y concentrarse en las fortalezas como punto de partida para construir. Construir juntos desde lo que realmente somos y no, desde lo que creemos ser. Juntos, respetando el lugar único y apreciable que tiene cada ser. Descubriendo que la misión que cada uno de nosotros no podrá ser reemplazada por nada, ni nadie. Lo que dejemos de hacer por prejuicio hará que finalmente esa obra no sea tan fina y sublime como podía haber sido. Juntos transformando, elaborando, creando, sumando, potenciando, esa es una gran comunidad de fortalezas.
Para compartir en familia o en grupo
¿Cuándo nos comportamos como el martillo, o el metro, o la lija, o el tornillo? (Señalar las actitudes negativas y las positivas de cada uno).
¿Con cuál de las herramientas me identifico más? ¿Por qué?
Enumera unas listas de tus propias fortalezas y debilidades.
Las compartimos y cotejamos, primero en parejas y luego en grupos o dentro del grupo familiar.
¿Quiénes pueden hacer de carpinteros para nosotros?
Valores en juego
Comunidad. Familia. Confianza. Sabiduría. Tolerancia.
Para disfrutar del buen cine
El tren de la vida
Origen: Co-producción francesa
Director: Radu Mihaileanu
Protagonistas: Rufus Clement / Lionel Abelanski
Título original: Train de Vie
Año: 1998
Duración: 103 min
Género: Comedia romántica
Calificación: ATP
La estrategia del caracol
Origen: Italia / Colombia
Director: Sergio Cabrera
Protagonistas: F. Lamaitre / F. Cabrera / F. Ramírez
Año: 1993 Duración: 116 min
Género: Comedia dramática
Calificación: SAM 14
Lagaan
Origen: India
Director: A. Gowariker
Protagonistas: Aamir Khan / Gracy Singh
Título original: Lagaan (Once Upon a Time in India)
De la gran variedad de signos sagrados que vivimos en la liturgia y la catequesis, propongo a continuación una descripción de los gestos sagrados que calan de manera profunda en los niños pequeños. Todos estos gestos tienen un carácter iniciático; es decir, que aunque no sean comprendidos en toda su profundidad por los niños, de a poco, van introduciéndolos en la vida de la fe. No olvidemos que los gestos sagrados, nos ayudan a comunicarnos mejor con Dios y forman constitutiva de la comunicación humana.
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Gestos y signos sagrados con niños pequeños
Señal de la cruz
Es el signo de Cristo. Los niños deben aprender a hacerla desde pequeños; al comienzo con la ayuda de los papás. No es tan importante si “está bien hecha” sino que internalicen que es un gesto que nos pone en la presencia de Dios, nos inicia en el misterio cristiano. Se hace lenta, ampliamente, con esmero y en actitud profunda de oración.
Fuente de la imagen: jugandomeacercoamaria.blogspot.com
Arrodillarse
Ante la grandeza y la santidad de Dios, la persona se arrodilla para expresar su pequeñez, su humildad, su alabanza al Dios que le ama y le dio la vida. El hecho de arrodillarse indica que el corazón se inclina con profundo respeto ante Dios. Para los niños (y los grandes, también) es un signo preclaro de actitud orante.
Parados con los brazos abiertos
El alma se abre totalmente delante de Dios en señal de alegría, alabanza, júbilo y acción de gracias. Es un gesto a través del cual expresamos alabanza a Dios. Los niños, naturalmente se expresan así; mucho más cuando el gesto va dirigido a Dios Padre que nos quiere.
Las manos
En modo particular, el rostro y las manos son instrumentos y espejo del alma. Después del rostro, las manos son la parte más expresiva del cuerpo. Con ellas podemos tomar distintas posturas que revelan significados diferentes:
Manos juntas: expresan la unión total de la persona, en dirección a lo alto, a Dios. Manos entrecruzadas: ante una situación tensionante o una aflicción profunda, las manos entrecruzadas expresan la necesidad de unidad y fortaleza interior para pedir auxilio a Dios. Manos abiertas y extendidas hacia arriba: expresan la actitud de recibir algo, de recibirlo a Dios; en algunos casos pueden significar implorar ayuda de lo alto. Tomarse las manos: es señal de unidad y de corriente interna y afectuosa que circula entre quienes realizan el gesto. Imposición de las manos: las manos extendidas hacia abajo sobre la cabeza de los otros significan la transmisión del poder y de la fuerza del Espíritu, derramado en nosotros en el Bautismo. Es muy plenificante “imponer” las manos sobre los niños para implorar por ellos. Este gesto, se dimensiona más cuando es un sacerdote quien impone las manos sobre todo el núcleo familiar. Aplaudir para Dios: expresa aprobación y alegría por todo lo recibido. A los pequeños, les encanta aplaudir y dar gritos de alegría y alabanza y gratitud, cuánto más, si están dedicados a Dios
Llevar flores o regalos
Expresan cariño, recuerdo y pensar en el otro. Especialmente cuando se trata de la Virgen María.
Las velas
La vela encendida representa la presencia de Cristo Resucitado, sobre todo en el Cirio Pascual. La luz, que da forma, color y sentido a las cosas es signo de vida, signo de Dios.
Besar la imagen o tirar besos
Son formas de expresar cariño y reverencia. A los niños les agrada en sobremanera este gesto. Siempre es bueno que sea acompañado de un momento de oración interior. Es importante aclarar a los niños el valor relativo que tienen las imágenes.
Tomar gracia
Es decir, acercarse a una imagen, tocarla y hacer la señal de la cruz. Significa implorar la intercesión de ese santo para que Dios derrame su Gracia sobre quien lo implora.
El agua bendita
Plena de misterio es el agua. Clara, simple, purificadora, confortante y poderosa a la vez. Al hacer la señal de la cruz, mojando los dedos en agua bendita, con la debida disposición interior, una corriente de Gracia desciende sobre quien la realiza. A los niños les encanta este gesto. En nuestros hogares, habría que disponer de un recipiente con agua bendita para que los niños se acostumbren a hacer la señal de la cruz con ella; al principio, bajo la mirada de un adulto, luego cuando crecen, podrán utilizarla libremente cuando sientan la necesidad.
Bendición
De la mano de Dios fluye la fuerza santa y buena que hace crecer; solo Él puede bendecir. Sus ministros, entre ellos los papás, por la Gracia recibida en el bautismo, podemos implorar y transmitir su bendición, especialmente a nuestros hijos. Un gesto, cargado de afectividad y profundidad cristiana es bendecir a nuestros hijos. Puede ser la pareja de papás o cada papá por separado. La bendición se hace realizando con el dedo pulgar una señal de la cruz, sobre la frente o sobre el pecho o sobre las manos (depende del sentido) y expresando en voz alta alguna oración pertinente.
Ejemplos de bendiciones en el seno de la familia
Haciendo una señal de la cruz, con el dedo pulgar, sobre la frente, mirándolo a los ojos y pronunciando primero su nombre:
¡Que el buen Dios te bendiga, te cuide y te proteja en este día! ¡Amén!
¡Que nuestro Padre del Cielo, te bendiga y te acompañe durante este día en la escuela, para que puedas aprender cosas hermosas y hacer buenos amigos! ¡Que así sea!
¡Que el Señor te bendiga y guíe en el camino, para que siempre vivas en su amor! ¡Aleluya! ¡Amén!
Haciendo una señal de la cruz, con el dedo pulgar, sobre la boca, mirándolo a los ojos y pronunciando primero su nombre:
¡Que el buen Jesús bendiga tus labios, para alabarlo siempre y cantar sus maravillas! ¡Amén! ¡Aleluya!
¡Que nuestro Padre Dios, te cuide, te haga crecer sano y agradecido por los alimentos que comemos todos los días en nuestra mesa! ¡Amén!
Haciendo una señal de la cruz, con el dedo pulgar, sobre las manos, mirándolo a los ojos y pronunciando primero su nombre:
¡Que el Dios de la vida bendiga tus manos, para que puedas alabarlo en este hermoso día y hacer muchas cosas lindas con las manos! ¡Que así sea! ¡Amén! ¡Aleluya!
¡Que Jesús, el Buen Pastor, guíe tus manos para que puedas jugar con tus amigos y abrazarlos con cariño, como Él lo hacía con sus ovejas! ¡Aleluya! ¡Que así sea!
Y así, se pueden ir realizando distintas bendiciones, sobre diferentes partes del cuerpo o de acuerdo a situaciones particulares que la vida de los niños nos va presentando.
Es muy importante buscar y explicar el significado de los gestos que realizamos. Continuamente hay que detenerse en los gestos sagrados que utilizamos; tomarnos el tiempo que sea necesario para que se internalicen y, si es necesario, recrearlos permanentemente.
Debemos exigirnos y exigirles a los chicos gran autenticidad y sinceridad, de modo que, no realicemos gestos que no respondan a actitudes interiores.
Muchas veces podrán crearse gestos junto con los chicos; lo importante es que ayuden a expresar mejor nuestro amor a Dios, Nuestro Señor.
(De la Serie «Iniciación en la oración», columna 9.ª)
La Novena de la Gracia es una tradición antiquísima, que se reza del 4 al 12 de marzo, y reune las oraciones de jóvenes y familias de todo el mundo católico, dando gracias especialmente por la evangelización del Nuevo Mundo y de Asia.
Origen de la Novena de la Gracia
Con ocasión de adornar un altar en Nápoles para una fiesta de la Inmaculada Concepción en 1633, cayó desde los andamios un martillo de dos libras de peso que hirió mortalmente al Padre Marcelo Mastrilli, de la Compañía de Jesús, destrozándole el parietal derecho. De día en día, llegó a agravarse tanto su enfermedad, que iban a darle ya la extrema unción, pues era imposible administrarle el Viático, por no poder el enfermo ni tomar una gota de agua. Pero cuando estaban pensando en esto, he aquí que el P. Mastrilli, se levanta sano y bueno… La herida había desaparecido, la cicatriz no se notaba, el Padre se sentía restablecido de repente. Bien temprano celebró su misa y dio la comunión a muchas personas que concurrieron a ver este prodigio.
Subió en seguida al púlpito, y por su propia voz explicó al pueblo de Nápoles el secreto. Viéndose herido y sin esperanza de vida, había hecho voto en honor de San Francisco Javier de ir a las Misiones de Indias, si le concedía la salud. La noche última se le había aparecido el santo animándolo a cumplir su voto y recibir el martirio en el Japón (como así sucedió). El P. Mastrilli prometió la especial ayuda del santo a cuantos le invoquen y también recomendó hacerle una novena.
Más tarde, el P. Alejandro Filipucci, también curado por el santo en 1658, compuso la novena y fijó como fecha para su realización del 4 al 12 de marzo (aniversario de su canonización), aunque puede hacerse en cualquier época del año. Desde entonces, esta devoción se ha divulgado rápidamente por todas partes. Se la conoce con el nombre de Novena de la Gracia «por su grande y comprobada eficacia en las necesidades de la vida presente» (S. Pío X).
Los Romanos Pontífices han concedido una indulgencia plenaria si se cumplen los siguientes requisitos:
Rezar la novena completa
En alguno de estos días de la novena, confesar, comulgar y rogar por las intenciones de Su Santidad.
Novena de la Gracia
Por la señal, etc.
Señor mío Jesucristo…
Oración
Amabilísimo y amantísimo Santo, adoro con Vos, humildemente, a la Divina Majestad y le doy gracias por los singulares dones de gracia que os concedió en vida y por la gloria de que ya gozáis. Suplicoos, con todo el afecto de mi alma, me consigáis por vuestra poderosa intercesión, la gracia importantísima de vivir y morir santamente. Os pido también me alcancéis… (aquí se hace la petición espiritual o temporal) Y si lo que pido, no conviene a mayor gloria de Dios, y bien de mi alma, quiero alcanzar lo que para eso fuere más conveniente. Amén.
(Padrenuestro, Avemaría y Gloria).
Oración que compuso y decía el Santo
Eterno Dios, Creador, de todas los cosas, acordaos que Vos creásteis las almas de los infieles, haciéndolos a vuestra imagen y semejanza. Acordaos, Padre Celestial, de vuestro Hijo Jesucristo que, derramando tan liberalmente su sangre padeció por ellas. No permitáis que sea vuestro Hijo por más tiempo menospreciado de los infieles, antes aplacado con los ruegos y oraciones de vuestros escogidos los Santos y de la Iglesia, Esposa benditísima de vuestro mismo Hijo; acordaos de vuestra misericordia y, olvidando su idolatría e infidelidad, haced que ellos conozcan también al que enviásteis Jesucristo, Hijo vuestro, que es salud, vida y resurrección nuestra, por el cual somos libres y nos salvamos, a quien sea dada la gloria por infinitos siglos de los siglos. Amén.
Oración
Oh, Dios, que quisiste agregar a tu Iglesia las naciones de los Indias por la predicación y por los milagros de San Francisco Javier. Concédenos que, pues veneramos la gloria de sus insignes merecimientos, imitemos también los ejemplos de sus heroicas virtudes: Por Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina contigo en los siglos de los siglos. Amén.