por SS Francisco | 10 Ene, 2016 | Catequesis Magisterio
También este año, en la Fiesta del Bautismo del Señor, la solemnidad de la Capilla Sixtina del Palacio Apostólico se adorna con la ternura de algunos recién nacidos, bautizados por el Papa Francisco, prosiguiendo una tradición instaurada por San Juan Pablo II y que prosiguió asimismo Benedicto XVI.
En vísperas del domingo con el que concluye el tiempo de Navidad, nos preparamos a la fiesta del Bautismo del Señor, en la que la Iglesia nos invita a contemplar a Jesucristo, el Hijo amado de Dios, su predilecto, para redescubrir el significado de nuestro Bautismo. Y nos preparamos con esta exhortación del Papa Francisco:
«Invito a todos a experimentar en la vida de cada día la gracia que recibimos en el Bautismo, siendo verdaderos hermanos y hermanas en Cristo y verdaderos miembros de la Iglesia»
Ésta era su invitación, dando comienzo a una serie de catequesis sobre los sacramentos que son el centro de la fe cristiana, «por los que Dios comunica su gracia, se hace presente y actúa en nuestra vida». En la audiencia general del 8 de enero de 2015, reflexionando sobre el Bautismo, hizo hincapié en que «los siete sacramentos de la Iglesia prolongan en la historia la acción salvífica y vivificante de Cristo, con la fuerza del Espíritu Santo»:
«El Bautismo es el sacramento sobre el que se fundamenta nuestra fe y nos hace miembros vivos de Cristo y de su Iglesia. No es un simple rito o un hecho formal, es un acto que afecta en profundidad la existencia. Por él, nos sumergimos en la fuente inagotable de vida, que proviene de la muerte de Jesús. Así podemos vivir una vida nueva, de comunión con Dios y con los hermanos. Aunque muchos no tenemos el mínimo recuerdo de la celebración de este sacramento, estamos llamados a vivir cada día aspirando a la vocación que en él recibimos.
Si seguimos a Jesús y permanecemos en la Iglesia, con nuestros límites y fragilidades, es gracias a los sacramentos por los que nos convertimos ennuevas criaturas y somos revestidos de Cristo».
Fuente: Radio Vaticano
por Catequesis en Familia | 9 Ene, 2016 | La Biblia
Juan 2, 1-11. Segundo Domingo del Tiempo Ordinario. El «vino bueno» es la presencia de Jesús en la fiesta. Él es el secreto de la alegría plena, la que verdaderamente alegra el corazón.
Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino». Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía». Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga». Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas». Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete». Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su o rigen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y les dijo: «Siempre se sirve primero el bu en vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento». Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Isaías, Is 62, 1-5
Salmo: 96(95), 1-3.7-10
Segunda lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 12, 4-11
Oración introductoria
Espíritu Santo, ilumina mi oración de modo que pueda salir de mí mismo, de mis preocupaciones y problemas, para abrir mi corazón a lo que hoy quieres decirme. Pido la intercesión de tu Madre santísima, que solucionó las necesidades de los demás, poniéndolas en tus manos.
Petición
Señor, así como cambiaste el agua en vino en Caná de Galilea, te pido que transformes mi vida en la clave del amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
3ª Pregunta: El estilo de la celebración del Matrimonio
Santidad, en estos meses estamos haciendo muchos preparativos para nuestra boda. ¿Puede darnos algún consejo para celebrar bien nuestro matrimonio?
Haced todo de modo que sea una verdadera fiesta —porque el matrimonio es una fiesta—, una fiesta cristiana, no una fiesta mundana. El motivo más profundo de la alegría de ese día nos lo indica el Evangelio de Juan: ¿recordáis el milagro de las bodas de Caná? A un cierto punto faltó el vino y la fiesta parecía arruinada. Imaginad que termina la fiesta bebiendo té. No, no funciona. Sin vino no hay fiesta. Por sugerencia de María, en ese momento Jesús se revela por primera vez y hace un signo: transforma el agua en vino y, haciendo así, salva la fiesta de bodas. Lo que sucedió en Caná hace dos mil años, sucede en realidad en cada fiesta de bodas: lo que hará pleno y profundamente auténtico vuestro matrimonio será la presencia del Señor que se revela y dona su gracia. Es su presencia la que ofrece el «vino bueno», es Él el secreto de la alegría plena, la que calienta verdaderamente el corazón. Es la presencia de Jesús en esa fiesta. Que sea una hermosa fiesta, pero con Jesús. No con el espíritu del mundo, ¡no! Esto se percibe, cuando el Señor está allí.
Al mismo tiempo, sin embargo, es bueno que vuestro matrimonio sea sobrio y ponga de relieve lo que es verdaderamente importante. Algunos están más preocupados por los signos exteriores, por el banquete, las fotos, los vestidos y las flores… Son cosas importantes en una fiesta, pero sólo si son capaces de indicar el verdadero motivo de vuestra alegría: la bendición del Señor sobre vuestro amor. Haced lo posible para que, como el vino de Caná, los signos exteriores de vuestra fiesta revelen la presencia del Señor y os recuerden a vosotros y a todos los presentes el origen y el motivo de vuestra alegría.
Pero hay algo que tú has dicho y que quiero retomar al vuelo, porque no quiero dejarlo pasar. El matrimonio es también un trabajo de todos los días, podría decir un trabajo artesanal, un trabajo de orfebrería, porque el marido tiene la tarea de hacer más mujer a su esposa y la esposa tiene la tarea de hacer más hombre a su marido. Crecer también en humanidad, como hombre y como mujer. Y esto se hace entre vosotros. Esto se llama crecer juntos. Esto no viene del aire. El Señor lo bendice, pero viene de vuestras manos, de vuestras actitudes, del modo de vivir, del modo de amaros. ¡Hacernos crecer! Siempre hacer lo posible para que el otro crezca. Trabajar por ello. Y así, no lo sé, pienso en ti que un día irás por las calles de tu pueblo y la gente dirá: «Mira aquella hermosa mujer, ¡qué fuerte!…». «Con el marido que tiene, se comprende». Y también a ti: «Mira aquél, cómo es». «Con la esposa que tiene, se comprende». Es esto, llegar a esto: hacernos crecer juntos, el uno al otro. Y los hijos tendrán esta herencia de haber tenido un papá y una mamá que crecieron juntos, haciéndose —el uno al otro— más hombre y más mujer.
Santo Padre Francisco
Discurso a las parejas de novios que se preparan para el matrimonio
Discurso del viernes, 14 de febrero de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy propone el Evangelio de las bodas de Caná, un episodio narrado por Juan, testigo ocular del hecho. Tal relato se ha situado en este domingo que sigue inmediatamente al tiempo de Navidad porque, junto a la visita de los Magos de Oriente y el Bautismo de Jesús, forma la trilogía de la epifanía, es decir de la manifestación de Cristo. El episodio de la bodas de Caná es, en efecto, «el primero de los signos» (Jn 2, 11), es decir, el primer milagro realizado por Jesús, con el cual Él manifestó su gloria en público, suscitando la fe de sus discípulos. Nos remitimos brevemente a lo que ocurre durante aquella fiesta de bodas en Caná de Galilea. Sucede que falta el vino, y María, la Madre de Jesús, lo hace notar a su Hijo. Él le responde que aún no había llegado su hora; pero luego atiende la solicitud de María y tras hacer llenar de agua seis grandes ánforas, convirtió el agua en vino, un vino excelente, mejor que el anterior. Con este «signo», Jesús se revela como el Esposo mesiánico que vino a sellar con su pueblo la nueva y eterna Alianza, según las palabras de los profetas: «Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo» (Is 62, 5). Y el vino es símbolo de esta alegría del amor; pero hace referencia a la sangre, que Jesús derramará al final, para sellar su pacto nupcial con la humanidad.
La Iglesia es la esposa de Cristo, quien la hace santa y bella con su gracia. Sin embargo, esta esposa, formada por seres humanos, siempre necesita purificación. Y una de las culpas más graves que desfiguran el rostro de la Iglesia es aquella contra su unidad visible, en particular las divisiones históricas que han separado a los cristianos y que aún no se han superado. Precisamente en estos días, del 18 al 25 de enero, tiene lugar la Semana de oración por la unidad de los cristianos, un momento siempre grato a los creyentes y a las comunidades, que despierta en todos el deseo y el compromiso espiritual por la comunión plena. En este sentido ha sido muy significativa la vigilia que pude celebrar hace casi un mes, en esta plaza, con miles de jóvenes de toda Europa y con la comunidad ecuménica de Taizé: un momento de gracia donde hemos experimentado la belleza de formar en Cristo una cosa sola. Aliento a todos a rezar juntos a fin de que podamos realizar «lo que el Señor exige de nosotros» (cf. Miq 6, 6-8), como dice este año el tema de la Semana; un tema propuesto por algunas comunidades cristianas de la India, que invitan a comprometerse con decisión hacia la unidad visible entre todos los cristianos y a superar, como hermanos en Cristo, todo tipo de discriminación injusta. El viernes próximo, al final de estas jornadas de oración, presidiré las Vísperas en la basílica de San Pablo Extramuros, con la presencia de los representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.
Queridos amigos, a la oración por la unidad de los cristianos quisiera añadir una vez más la oración por la paz, para que, en los diversos conflictos por desgracia en curso, cesen las viles masacres de civiles indefensos, tenga fin toda violencia y se encuentre la valentía del diálogo y de la negociación. Por ambas intenciones invocamos la intercesión de María santísima, mediadora de gracia.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 20 de enero de 2013
Propósito
¡Ojalá, pues, que nuestra confianza en la poderosa intercesión de María Santísima sea total y filial, como la del niño pequeño que confía ciegamente en su madre! Acudamos a Ella siempre que lo necesitemos y en todos los momentos de nuestra vida. Ella, como en Caná, arrancará otro milagro de su Hijo cuando nosotros, como aquellos jóvenes esposos, «ya no te tengamos vino» para seguir viviendo con fe, alegría y perseverancia nuestra vida cristiana.
Diálogo con Cristo
Sólo el amor a Cristo será capaz de despertar en mí una mayor entrega, sólo el amor me dará la fuerza para ser santo, sólo el amor me hará obediente y perseverante, sólo el amor a los demás me impulsará a servirles con el ejercicio continuo de la caridad.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por CEF | Varios en Internet | 9 Ene, 2016 | Postcomunión Dinámicas
En el Bautismo somos consagrados por el Espíritu Santo. La palabra «cristiano» significa esto, significa consagrado como Jesús, en el mismo Espíritu en el que fue inmerso Jesús en toda su existencia terrena. Él es el «Cristo», el ungido, el consagrado, los bautizados somos «cristianos», es decir consagrados, ungidos. Y entonces, queridos padres, queridos padrinos y madrinas, si queréis que vuestros niños lleguen a ser auténticos cristianos, ayudadles a crecer «inmersos» en el Espíritu Santo, es decir, en el calor del amor de Dios, en la luz de su Palabra. Por eso, no olvidéis invocar con frecuencia al Espíritu Santo, todos los días. «¿Usted reza, señora?» —«Sí» —«¿A quién reza?» —«Yo rezo a Dios» —Pero «Dios», así, no existe: Dios es persona y en cuanto persona existe el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. «¿Tú a quién rezas?» —«Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo». Normalmente rezamos a Jesús. Cuando rezamos el «Padrenuestro», rezamos al Padre. Pero al Espíritu Santo no lo invocamos tanto. Es muy importante rezar al Espíritu Santo, porque nos enseña a llevar adelante la familia, los niños, para que estos niños crezcan en el clima de la Trinidad santa. Es precisamente el Espíritu quien los lleva adelante. Por ello no olvidéis invocar a menudo al Espíritu Santo, todos los días. Podéis hacerlo, por ejemplo, con esta sencilla oración: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Podéis hacer esta oración por vuestros niños, además de hacerlo, naturalmente, por vosotros mismos.
Papa Francisco
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En este artículo os ofrecemos recursos catequéticos para todas las edades con motivo de la Fiesta del Bautismo del Señor, fin del tiempo de la Navidad.
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por SS Francisco | 6 Ene, 2016 | Catequesis Magisterio
Hemos escuchado en la primera lectura que el Señor se preocupa por sus hijos como un padre: se preocupa de dar a sus hijos un alimento sustancioso. A través del profeta Dios dice: «¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura?» (Is 55, 2). Dios, como un buen papá y una buena mamá, quiere dar cosas buenas a sus hijos. ¿Y qué es este alimento sustancioso que nos da Dios? Es su Palabra: su Palabra nos hace crecer, nos hace dar buenos frutos en la vida, como la lluvia y la nieve hacen bien a la tierra y la hacen fecunda (cf. Is 55, 10-11). Así vosotros, padres, y también vosotros, padrinos y madrinas, abuelos, tíos, ayudaréis a estos niños a crecer bien si les dais la Palabra de Dios, el Evangelio de Jesús. ¡Y darlo también con el ejemplo! Todos los días, adquirid el hábito de leer un pasaje del Evangelio, pequeño, y llevad siempre con vosotros un pequeño Evangelio en el bolsillo, en la cartera, para poder leerlo. Y este será el ejemplo para los hijos, ver a papá, a mamá, a los padrinos, al abuelo, a la abuela, a los tíos, leer la Palabra de Dios.
Vosotras mamás dad a vuestros hijos la leche —incluso ahora, si lloran por hambre, amamantadlos, tranquilos. Damos gracias al Señor por el don de la leche, y rezamos por las madres —son muchas, lamentablemente— que no están en condiciones de dar de comer a sus hijos. Recemos y tratemos de ayudar a estas madres. Así, pues, lo que hace la leche en el cuerpo, la Palabra de Dios lo hace en el espíritu: la Palabra de Dios hace crecer la fe. Y gracias a la fe somos engendrados por Dios. Es lo que sucede en elBautismo. Hemos escuchado al apóstol Juan: «Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios» (1 Jn 5, 1). En esta fe son bautizados vuestros hijos. Hoy es vuestra fe, queridos padres, padrinos y madrinas. Es la fe de la Iglesia, en la cual estos pequeños reciben el Bautismo. Pero mañana, con la gracia de Dios, será su fe, su personal «sí» a Jesucristo, que nos dona el amor del Padre.
Decía: es la fe de la Iglesia. Esto es muy importante. El Bautismo nos introduce en el cuerpo de la Iglesia, en el pueblo santo de Dios. Y en este cuerpo, en este pueblo en camino, la fe se transmite de generación en generación: es la fe de la Iglesia. Es la fe de María, nuestra Madre, la fe de san José, de san Pedro, de san Andrés, de san Juan, la fe de los Apóstoles y de los mártires, que llegó hasta nosotros, a través del Bautismo: una cadena de trasmisión de fe. ¡Es muy bonito esto! Es un pasar de mano en mano la luz de la fe: lo expresaremos dentro de un momento con el gesto de encender las velas en el gran cirio pascual. El gran cirio representa a Cristo resucitado, vivo en medio de nosotros. Vosotras, familias, tomad de Él la luz de la fe para transmitirla a vuestros hijos. Esta luz la tomáis en la Iglesia, en el cuerpo de Cristo, en el pueblo de Dios que camina en cada época y en cada lugar. Enseñad a vuestros hijos que no se puede ser cristiano fuera de la Iglesia, no se puede seguir a Jesucristo sin la Iglesia, porque la Iglesia es madre, y nos hace crecer en el amor a Jesucristo.
Un último aspecto surge con fuerza de las lecturas bíblicas de hoy: en el Bautismo somos consagrados por el Espíritu Santo. La palabra «cristiano» significa esto, significa consagrado como Jesús, en el mismo Espíritu en el que fue inmerso Jesús en toda su existencia terrena. Él es el «Cristo», el ungido, el consagrado, los bautizados somos «cristianos», es decir consagrados, ungidos. Y entonces, queridos padres, queridos padrinos y madrinas, si queréis que vuestros niños lleguen a ser auténticos cristianos, ayudadles a crecer «inmersos» en el Espíritu Santo, es decir, en el calor del amor de Dios, en la luz de su Palabra. Por eso, no olvidéis invocar con frecuencia al Espíritu Santo, todos los días. «¿Usted reza, señora?» —«Sí» —«¿A quién reza?» —«Yo rezo a Dios» —Pero «Dios», así, no existe: Dios es persona y en cuanto persona existe el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. «¿Tú a quién rezas?» —«Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo». Normalmente rezamos a Jesús. Cuando rezamos el «Padrenuestro», rezamos al Padre. Pero al Espíritu Santo no lo invocamos tanto. Es muy importante rezar al Espíritu Santo, porque nos enseña a llevar adelante la familia, los niños, para que estos niños crezcan en el clima de la Trinidad santa. Es precisamente el Espíritu quien los lleva adelante. Por ello no olvidéis invocar a menudo al Espíritu Santo, todos los días. Podéis hacerlo, por ejemplo, con esta sencilla oración: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Podéis hacer esta oración por vuestros niños, además de hacerlo, naturalmente, por vosotros mismos.
Cuando decís esta oración, sentís la presencia maternal de la Virgen María. Ella nos enseña a invocar al Espíritu Santo, y a vivir según el Espíritu, como Jesús. Que la Virgen, nuestra madre, acompañe siempre el camino de vuestros niños y de vuestras familias. Así sea.
Homilía del Papa Francisco en la Fiesta del Bautismo del Señor,
Capilla Sixtina, domingo, 11 de enero de 2015
por Catequesis en Familia | 4 Ene, 2016 | La Biblia
Marcos 6, 45-52. Tiempo de Navidad (9 de enero). Pidamos al Señor la gracia de tener un corazón dócil: que Él nos salve de la esclavitud del corazón endurecido y nos lleve hacia adelante en esa hermosa libertad del amor perfecto, la libertad de los hijos de Dios, la que sólo puede dar el Espíritu Santo.
En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra. Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo. Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero él les habló enseguida y les dijo: «Tranquilícense, soy yo; no teman». Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó. Así llegaron al colmo de su estupor, porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Epístola I de san Juan, 1 Jn 4, 11-18
Salmo: 72(71), 1-2.10-13
Oración introductoria
Señor, al inicio de esta oración quiero ponerme en tu presencia, porque mi mente también esta embotada. Sé que Tú me ves, me escuchas, me conoces, me inspiras. Que tu presencia amorosa en esta meditación no me haga temer, sino confiar más en tu Providencia.
Petición
Señor, no dejes nunca que desconfíe de Ti. Sé Tú mi fortaleza y mi gran seguridad.
Meditación del Santo Padre Francisco
Un corazón endurecido no logra comprender ni siquiera los más grandes milagros. Pero, «¿cómo se endurece un corazón?». Se lo preguntó el Papa Francisco durante la misa celebrada el [día de hoy] en Santa Marta.
Los discípulos, se lee en el pasaje litúrgico del Evangelio de san Marcos (6, 45-52), «no habían comprendido lo de los panes, porque tenían su corazón endurecido». Eso que, explicó el Papa Francisco, «eran los apóstoles, los más íntimos de Jesús. Pero no entendían». E incluso habiendo asistido al milagro, incluso habiendo «visto que esa gente —más de cinco mil— había comido con cinco panes» no comprendieron. «¿Por qué? Porque su corazón estaba endurecido».
Muchas veces Jesús «habla en el Evangelio de la dureza del corazón», reprende al «pueblo de dura cerviz», llora sobre Jerusalén «que no comprendió quién era Él». El Señor se confronta con esta dureza: «tiene un gran trabajo Jesús —destacó el Papa— para hacer más dócil este corazón, para formarlo sin durezas, para hacerlo afable». Un «trabajo» que continúa después de la resurrección con los discípulos de Emaús y muchos otros.
«Pero —se preguntó el Pontífice—, ¿cómo se endurece un corazón? ¿Cómo es posible que esta gente, que estaba siempre con Jesús, todos los días, que lo escuchaba, lo veía… tuviese un corazón endurecido? ¿Cómo puede un corazón llegar a ser así?». Y relató: «Ayer le pregunté a mi secretario: Dime, ¿cómo se endurece un corazón? Él me ayudó a pensar un poco en esto». De aquí la indicación de una serie de circunstancias con las que cada uno puede confrontar la propia experiencia personal.
Ante todo, dijo el Papa Francisco, el corazón «se endurece por experiencias dolorosas, por experiencias duras». Es la situación de quienes «vivieron una experiencia muy dolorosa y no quieren entrar en otra aventura». Es precisamente lo que sucedió a los discípulos de Emaús tras la resurrección, de quienes el Pontífice imaginó las consideraciones: «»Hay demasiado, demasiado ruido, pero marchémonos un poco lejos, porque…» —Porque, ¿qué? —»Eh, nosotros esperábamos que este fuese el Mesías, pero no lo era, yo no quiero ilusionarme otra vez, no quiero hacerme ilusiones»».
He aquí el corazón endurecido por una «experiencia de dolor». Lo mismo sucede a Tomás: «No, no, yo no creo. Si no pongo el dedo allí, no creo». El corazón de los discípulos era duro «porque habían sufrido». Y al respecto el Papa Francisco recordó un dicho popular argentino: «El que se quema con leche, ve la vaca y llora». O sea, explicó, «es la experiencia dolorosa que nos impide abrir el corazón».
Otro motivo que endurece el corazón es también «la cerrazón en sí mismo: construir un mundo en sí mismo». Esto sucede cuando el hombre está «cerrado en sí mismo, en su comunidad o en su parroquia». Se trata de una cerrazón que «puede dar vueltas alrededor de muchas cosas»: del «orgullo, la suficiencia, de pensar que yo soy mejor que los demás» o también «de la vanidad». Precisó el Papa: «Existen el hombre y la mujer «espejo», que están cerrados en sí mismos por mirarse a sí mismos, continuamente»: se podrían definir «narcisistas religiosos». Estos «tienen el corazón duro, porque son cerrados, no son abiertos. Y buscan defenderse con estos muros que construyen a su alrededor».
Existe además un ulterior motivo que endurece el corazón: la inseguridad. Es lo que experimenta quien piensa: «Yo no me siento seguro y busco dónde aferrarme para estar seguro». Esta actitud es típica de la gente «que está muy apegada a la letra de la ley». Sucedía, explicó el Pontífice, «con los fariseos, los saduceos y los doctores de la ley de la época de Jesús». Quienes objetaban: «Pero la ley dice esto, dice esto hasta aquí…», y así «hacían otro mandamiento»; al final, «pobrecillos, se cargaban 300-400 mandamientos y se sentían seguros».
En realidad, hizo notar el Papa Francisco, todas estas «son personas seguras, pero como está seguro un hombre o una mujer en la celda de una cárcel detrás de las rejas: es una seguridad sin libertad». Mientras que es precisamente la libertad lo que «vino a traernos Jesús». San Pablo, por ejemplo, riñe a Santiago y también a Pedro «porque no aceptan la libertad que nos trajo Jesús».
He aquí, entonces, la respuesta a la pregunta inicial: «¿Cómo se endurece un corazón?». El corazón, en efecto, «cuando se endurece, no es libre y si no es libre es porque no ama». Un concepto expresado en la primera lectura de la liturgia del día (1 Juan 4, 11-18), donde el apóstol habla del «amor perfecto» que «aleja el temor». En efecto, «en el amor no hay temor, porque el temor supone un castigo y quien teme no es perfecto en el amor. No es libre. Siempre tiene el temor que suceda algo doloroso, triste», que nos haga «ir mal por la vida o arriesgar la salvación eterna». En realidad son sólo «imaginaciones», porque ese corazón sencillamente «no ama». El corazón de los discípulos, explicó el Papa, «estaba endurecido porque todavía no habían aprendido a amar».
Entonces nos podemos preguntar: «¿Quién nos enseña a amar? ¿Quién nos libera de esta dureza?» Puede hacerlo «solamente el Espíritu Santo», aclaró el Papa Francisco precisando: «Tú puedes hacer mil cursos de catequesis, mil cursos de espiritualidad, mil cursos de yoga, zen y todas esas cosas. Pero todo eso nunca será capaz de darte la libertad de hijo». Sólo el Espíritu Santo «mueve tu corazón para decir «padre»»; sólo Él «es capaz de aplastar, de romper esta dureza del corazón» y hacerlo «dócil al Señor. Dócil a la libertad del amor». No por casualidad el corazón de los discípulos permaneció «endurecido hasta el día de la Ascensión», cuando dijeron al Señor: «Ahora tendrá lugar la revolución y llega el reino». En realidad «no entendían nada». Y «sólo cuando vino el Espíritu Santo, las cosas cambiaron».
Por ello, concluyó el Pontífice, «pidamos al Señor la gracia de tener un corazón dócil: que Él nos salve de la esclavitud del corazón endurecido» y «nos lleve hacia adelante en esa hermosa libertad del amor perfecto, la libertad de los hijos de Dios, la que sólo puede dar el Espíritu Santo».
Santo Padre Francisco: Corazones endurecidos
Meditación del viernes, 8 de enero de 2015
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
El Señor, en oración, los ve y se acerca a ellos caminando sobre las aguas. Se puede comprender el susto de los discípulos al ver a Jesús caminando sobre las aguas; «se habían sobresaltado» y se pusieron a gritar. Pero Jesús les dice sosegadamente: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo». A primera vista, este «Soy yo» parece una simple fórmula de identificación con la que Jesús se da a conocer intentando aplacar el miedo de los suyos. Pero esta explicación es solamente parcial. En efecto, Jesús sube después a la barca y el viento se calma; Juan añade que enseguida llegaron a la orilla. El detalle curioso es que entonces los discípulos se asustaron de verdad: «estaban en el colmo del estupor», dice Marcos drásticamente. ¿Por qué? En todo caso, el miedo de los discípulos provocado inicialmente por la visión de un fantasma no aplaca todo su temor, sino que aumenta y llega a su culmen precisamente en el instante en que Jesús sube a la barca y el viento se calma repentinamente. Se trata, evidentemente, del típico temor «teofánico», el temor que invade al hombre cuando se ve ante la presencia directa de Dios.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Jesús de Nazaret, primer parte, p. 139
Propósito
Antes de iniciar mi meditación, hacer siempre actos de fe, confianza y amor a Dios.
Diálogo con Cristo
Jesús, estoy convencido de que quien cree en Ti, y te ama de verdad, jamás desconfía por más tribulaciones que padezca. En este Año de la Fe quiero tener ese encuentro profundo, real, personal y comprometedor contigo, porque sé que a mayor fe, más felicidad.
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Jesucristo es quien realmente viene
a nuestro encuentro en los momentos de dificultad.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
por Catequesis en Familia | 4 Ene, 2016 | La Biblia
Marcos 6, 34-44. Tiempo de Navidad (8 de enero). Para conocer a Dios, que es amor, debemos subir por la escalera del amor al prójimo, de las obras de caridad, de las obras de misericordia que el Señor nos enseñó.
Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato. Como se había hecho tarde, sus discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desierto, y ya es muy tarde. Despide a la gente, para que vaya a las poblaciones cercanas a comprar algo para comer». El respondió: «Denles de comer ustedes mismos». Ellos le dijeron: «Habría que comprar pan por valor de doscientos denarios para dar de comer a todos». Jesús preguntó: «¿Cuántos panes tienen ustedes? Vayan a ver». Después de averiguarlo, dijeron: «Cinco panes y dos pescados». El les ordenó que hicieran sentar a todos en grupos, sobre la hierba verde, y la gente se sentó en grupos de cien y de cincuenta. Entonces él tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los fue entregando a sus discípulos para que los distribuyeran. También repartió los dos pescados entre la gente. Todos comieron hasta saciarse, y se recogieron doce canastas llenas de sobras de pan y de restos de pescado. Los que comieron eran cinco mil hombres.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Epístola I de san Juan, 1 Jn 4, 7-10
Salmo: Sal 72(71), 1-8
Oración introductoria
Señor, ten compasión de mí. Ayúdame a aprovechar bien este rato de oración, incrementa mi fe para que pueda descubrir el redil sobre el cual debo caminar. Multiplica mis dones para que, esperando y confiando en tu misericordia, crezca en mi amor a Ti y a los demás.
Petición
Señor, que sepa descubrir las necesidades espirituales de quien está más cerca de mí y busque resolverlas.
Meditación del Santo Padre Francisco
[…]
En la misma línea se sitúa también el episodio presentado por el pasaje del Evangelio de Marcos (6, 34-44) propuesto por la liturgia. «Primero dice que Jesús tuvo compasión de mucha gente, es el amor de Jesús: vio mucha gente, como ovejas que no tenían pastor, desorientadas». Pero también hoy, recordó el Papa Francisco, hay «mucha gente desorientada en nuestras ciudades, en nuestros países: mucha gente». Cuando «Jesús vio a esta gente desorientada se conmovió: comenzó a enseñarles la doctrina, las cosas de Dios y la gente le prestaba atención, lo escuchaba muy bien porque el Señor hablaba bien, hablaba al corazón».
Luego, relata san Marcos en su Evangelio, Jesús, al darse cuenta de que cinco mil personas ni siquiera habían comido, pidió a los discípulos que se ocupasen de ello. Así, pues, es Cristo quien «va, el primero, al encuentro de la gente». Por su parte, tal vez, «los discípulos se pusieron un poco nerviosos, sintieron fastidio y su respuesta es fuerte: ¿tenemos que ir a comprar 200 denarios de pan y darles de comer?». Así, si «el amor de Dios era el primero, los discípulos no habían entendido nada». Pero es precisamente «así el amor de Dios: siempre nos espera, siempre nos sorprende». Es «el Padre, nuestro Padre que nos ama mucho, quien siempre está dispuesto a perdonarnos, siempre». Y no una vez» sino «setenta veces siete: siempre». Precisamente «como un Padre lleno de amor». Así, «para conocer a este Dios que es amor debemos subir por la escalera del amor al prójimo, de las obras de caridad, de las obras de misericordia que el Señor nos enseñó».
El Papa Francisco concluyó pidiendo «que el Señor, en estos días en los que la Iglesia nos hace pensar en la manifestación de Dios, nos dé la gracia de conocerlo por el camino del amor».
Santo Padre Francisco: Que el Señor cambie el corazón de los crueles
Meditación del jueves, 8 de enero de 2015
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
La Palabra de Dios […] nos vuelve a proponer un tema fundamental y siempre fascinante de la Biblia: nos recuerda que Dios es el Pastor de la humanidad. Esto significa que Dios quiere para nosotros la vida, quiere guiarnos a buenos pastos, donde podamos alimentarnos y reposar; no quiere que nos perdamos y que muramos, sino que lleguemos a la meta de nuestro camino, que es precisamente la plenitud de la vida. Es lo que desea cada padre y cada madre para sus propios hijos: el bien, la felicidad, la realización. En el Evangelio de hoy Jesús se presenta como Pastor de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Su mirada sobre la gente es una mirada por así decirlo «pastoral». Por ejemplo, […] se dice que, «habiendo bajado de la barca, vio una gran multitud; tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 34). Jesús encarna a Dios Pastor con su modo de predicar y con sus obras, atendiendo a los enfermos y a los pecadores, a quienes están «perdidos» (cf. Lc 19, 10), para conducirlos a lugar seguro, a la misericordia del Padre. […]
Queridos amigos: estas palabras nos hacen vibrar el corazón, porque expresan nuestro deseo más profundo; dicen aquello para lo que estamos hechos: la vida, la vida eterna. […]
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 22 de julio de 2012
Propósito
Hacer una visita a Cristo Eucaristía para contemplar y agradecer su amor y cercanía.
Diálogo con Cristo
Señor, gracias por enseñarme el camino que debo seguir: vivir la caridad en todo momento. Ayúdame a abrir mi corazón para deducir lo que puedo hacer por los demás, no con mis propios talentos, sino poniendo éstos en tus manos, para que los multipliques y pueda, así, convertirme en un auténtico discípulo y misionero de tu amor.
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por JOSÉ FERNANDO ROIG | 4 Ene, 2016 | Confirmación Vida de los Santos
Los alrededores de Antioquía, en el extremo oriental del Mediterráneo, fueron, durante los siglos V y VI escenario de vida eremítica. Toda la región estaba poblada de monasterios y habitada por anacoretas. El más popular de todos ellos fue San Simeón, llamado más tarde el Estilita por lo que pronto veremos.
Nació Simeón al declinar el siglo IV en Sisán, pueblo situado entre los confines de Cilicia y Siria. De pequeño fue zagalillo y, al frente de un rebaño de ovejas, recorría las montañas vecinas. Era cristiano; pero de Dios sabía lo poco que le enseñaron sus padres, gente sencilla que vivía de la tierra y del pastoreo. Un amanecer, al levantarse como de costumbre, vio todo nevado. No pudo salir con las ovejas aquella mañana y se dirigió a una iglesia. Un monje estaba pronunciando las palabras del Evangelio: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados; bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios…» El zagal no acababa de comprender y preguntó a un anciano: «¿Qué debo hacer para merecer la bienaventuranza?» «Lo más seguro – respondió el anciano – es dejarlo todo y llevar vida de anacoreta.»
En otra ocasión, estando también en la iglesia, rogaba a Dios Nuestro Señor que le mostrase el camino en que podría servirle. Perseveró largo tiempo en esta petición hasta que se durmió y tuvo un sueño. Soñó que cavaba en la tierra para poner el fundamento de un edificio: «Ya está»
– pensó entre sí -; mas una voz decía: «Es precisó que ahondes más». El joven cavó profundamente. La advertencia se repitió por dos veces hasta que oyó: «Hay bastante; ahora podrás elevar el edificio con seguridad». Despertó del sueno, fuese al monasterio más cercano y pidió ser admitido. Tenía entonces unos catorce años. Allí aprendió de memoria el Salterio, para poder rezar, pues en aquella época los libros eran raros.
No pareciéndole bastante rigurosa aquella vida, al cabo de dos años se fue cerca de Teleda, a una colonia de monjes que vivían bajo la obediencia del santo abad Heliodoro. Los otros compañeros pasaban días alternos sin comer nada. Al joven le pareció eso poca abstinencia y sólo comía los domingos. Habiendo hallado una cuerda rústica, tejida con mirto silvestre, se la enrolló estrechamente al cuerpo, y lo hizo con tanta violencia que se le adhirió al cuerpo y le llagó la carne hasta manar sangre. Eso fue la causa por la cual se descubrió tan áspera mortificación. El abad intervino. Los hermanos fueron despegando la cuerda con extrema dificultad, humedeciéndola. Una vez curado, el abad le despidió con buenas palabras, pues creyó que aquel fervor extremado podría ser motivo de escándalo para otros más débiles.
Simeón dejó el lugar y se internó en el monte. Anduvo indeciso hasta encontrar una cisterna abandonada y sin agua. Se bajó a ella y se pasó cinco días en oración. Entre tanto sus antiguos compañeros, arrepentidos de haber perdido tan ejemplar compañía, fueron en su busca y, guiados por unos pastores, pudieron dar con él. Le ayudaron a salir de la cisterna y le rogaron que volviera al cenobio, con gran admiración del joven, que no comprendía por qué tenían con él tales muestras de afecto, pues se consideraba un gran pecador.
Poco tiempo después se dirigió a un monte cerca del pueblo de Telaniso y allí emprendió vida de penitencia en absoluta soledad y sin reservas. Esto sucedía hacia el ano 412, cuando Simeón contaba unos veintitrés años de edad. Al llegar la Cuaresma, pensó que podría pasarla sin comer. Pidió el parecer a un anciano sacerdote llamado Baso, que era guía espiritual de otros anacoretas. El anciano aprobó aquella santa locura, pero con la condición de que tuviese consigo agua y pan: no fuera a tentar a Dios. Simeón le dijo entonces: «Ponme, padre, diez panes y un jarro de agua; si mí cuerpo lo necesita, los tomaré».
Baso tapió la puerta del anacoreta con lodo y le dejó. Simeón pasó los primeros días en pie; después rezaba el oficio divino sentado. Los últimos días era tanta su debilidad, que los pasó echado. Terminada la Cuaresma, su director fue a visitarle y lo encontró exánime. Le avivó, mojándole los labios y le hizo probar alimento.
Siempre insatisfecho, buscó un lugar más agreste hacia el interior de los montes, más allá de Teleda. Construyóse con piedras un muro a modo de reducida clausura y ató el pie a una gran roca con una cadena. Allí, con toda libertad bajo el azul del cielo y fuera de las miradas humanas, se entregó a la contemplación. Mas el resultado fue contrario a lo que el Santo hubiera querido. pues. por ese tiempo. comenzó a trascender la fama de su santidad, y varias personas iban a visitarle. Una de las visitas fue la del corepíscopo de Antioquía,. llamado Melecio, el cual le reprendió cariñosamente diciéndole que no tenía por qué encadenarse como se hace con los irracionales, pues al hombre le basta la razón, junto con la gracia. para sujetarse a unos límites y no excederlos. El Santo obedeció sin más y se dejó desatar.
Cundió la fama y la gente acudía de todas partes, no sólo de las provincias cercanas, persas, armenios, ismaelitas, árabes o georgianos. sino que la noticia llegó a Italia, a España y a Francia. Desde muy lejos llegaban peregrinos y curiosos; le pedían consejos. bendiciones, curaciones, milagros… No contentos con verle y oírle, querían tocarle y hacerse con recuerdos a costa de su andrajoso hábito. El joven anacoreta les atendía en lo posible. Sin embargo, para aislarse de los visitantes, ideó otro sistema de vivir. Hizo construir una columna o pilar. de seis codos al principio. más tarde de doce, de veinte, y al fin de treinta y seis codos (unos diecisiete metros). El resto de su vida, treinta y siete años, los pasó en la columna. a cielo raso y sin abrigo contra el sol, la lluvia o el viento. De vivir en esa columna (stilos en griego) le quedó el sobrenombre de estilita.
Se puede decir que no dormía, comía apenas (una sola vez por semana, poca cosa, y nada durante la Cuaresma). La mayor parte del día y de la noche la pasaba en oración, ora postrado. ora en pie. Cuando rezaba en pie, hacía reverencias continuamente hasta llegar con la cabeza a los pies. En las grandes festividades pasaba toda la noche en oración con las manos levantadas, sin dar muestras de cansancio en una postura tan penosa. Nunca se le vio echado ni sentado.
Al llegar aquí se impone una aclaración, puesto que hay motivos para pensar si todo eso que venimos contando no pasa de piadosa leyenda. La vida de San Simeón nos ha sido transmitida por Teodoreto, que también fue monje en aquella región, hasta que le sacaron del monasterio para ocupar la sede episcopal de Ciro, diócesis vecina a la de Antioquía. Conoció a San Simeón cuando ambos eran monjes y lo visitó varias veces en su columna. «Yo mismo – cuenta Teodoreto – le vi en la columna, aunque con notable peligro de mi parte; pues estando rodeada de extranjeros que iban a pedirle la bendición, en cuanto Simeón me vio, dijo a los presentes que pidieran la bendición a mí, que era sacerdote. Entonces aquella buena gente se abalanzaron sobre mí con los brazos implorantes agarraban mis vestidos hasta romperlos y se asían a mis barbas, y de veras que ellos me mataran si el Santo desde la columna no les diera voces para que me dejasen.» Evagrio, abogado de Antioquía un siglo después, es un historiador fiel que también se ocupa de su compatriota San Simeón, y lo que cuenta de él coincide con lo que escribió Teodoreto.
Confesamos que una vida de tanta austeridad no sólo está por encima de lo corriente, sino que es difícil de explicar sin una intervención de Dios Nuestro Señor. Había pasado la era de los mártires, y ahora, los anacoretas ofrecían una nueva forma de ser «mártires», o sea, testigos de Jesús. El caso de San Simeón Estílita es exponente de aquella forma de santidad que nos describen las historias del monaquismo. También hemos de confesar que no siempre hubo pureza de intención en aquellas penitencias horrorosas, extravagantes a veces y en plan de competencia mutua que algunos hicieron con el fin de granjearse Popularidad y sacar partido de ella. San Simeón no fue el único estilita, puesto que su ejemplo tuvo pronto imitadores. A fines del siglo vi hay otro Simeón, también estilita, a quien el emperador Mauricio tenía en mucha veneración. Mas el principal discípulo de nuestro santo fue sin duda San Daniel, el cual hizo levantar su columna no lejos de Constantinopla. La parte superior terminaba con una pequeña balaustrada a modo de púlpito. Gennades, obispo de Constantinopla, admirado de la penitencia de San Daniel, le ordenó sacerdote en la misma columna, y el emperador León hizo construir junto a ella un pequeño monasterio para los discípulos. Fueron modos de vivir que se nos antojan raros, porque no sincronizan con nuestro modo de pensar; pero que fueron de gran ejemplaridad en aquellos tiempos. Dios ha suscitado la santidad por innumerables caminos, según las necesidades de cada época.
Los estilitas escogieron el camino de la penitencia pública e integral: una predicación continuada. Se tenían por simples predicadores de la penitencia, sin pensar que fueran santos.
San Simeón nunca consiguió aislarse de la gente. Cuanto más se lo ingeniaba, más visitado fue por toda clase de personas. Dos veces al día predicaba a los que esperaban al pie de su columna, y entre sermón y sermón, atendía las peticiones, respondía a preguntas y componía pleitos. Tan duro era consigo como afable con los demás. Llama viva sobre el candelero que alumbraba a los buenos, encendía a los tibios y removía la conciencia de los pecadores. En cierta ocasión se presentaron dos grupos de extranjeros, cada uno con su filarco o capitán, y unos y otros pretendían que el Santo bendijera el suyo propio. Decían los primeros que el filarco que presentaban era merecedor de bendición y no el otro que era malo. «Razón de más – contestaban los otros -, pues si es malo, que lo bendiga el Santo para que sea bueno». Porfiaban y se impacientaban, hasta que el Santo logró que se calmaran e hicieran las paces. Unos tintoreros de Antioquía, maltratados por el prefecto de la ciudad, fueron a exponerle sus querellas e implorar su intercesión. En otra ocasión, logró que los acreedores perdonaran deudas a quienes no podían pagar.
Combatió desde la columna a los paganos, a los judíos y a los herejes; no para humillarlos sino para atraerlos a la verdadera doctrina. Sus biógrafos aseguran que convirtió a millares de persas, armenios, georgianos y sarracenos. Un famoso asesino, Antíoco de nombre, murió de dolor y arrepentimiento al pie de la columna, después de haber oído al Santo.
Desde su célebre columna recibió a príncipes, aconsejó a reyes e intervino en los asuntos de la Iglesia. En las actas del concilio de Éfeso se ha conservado una carta del emperador Teodosio II en la cual pide a Simeón que ayude la causa de la Iglesia y procure que Juan, patriarca de Antioquía, desista de sostener la herejía de Nestorio. Años después, la emperatriz Eudoxia, viuda de aquel emperador, al ver que Eutiques acababa de ser condenado en el concilio de Calcedonia, mandó emisarios al Santo para pedirle consejo. Simeón le respondió con admirable libertad y cierta galantería. Le dijo que el demonio, envidioso de ella, tan rica en buenas obras, quería despojaría de ellas minando su fe. Del emperador Marciano, esposo de Santa Pulqueria y sucesor de Teodosio II, se cuenta que, para ver y oír al santo estilita con entera libertad, en más de una ocasión dejó el vestido imperial e iba a verle de incógnito. También le escribió el emperador León 1, sucesor del anterior. Evagrio nos ha conservado otra carta que el Santo escribió a Basilio de Antioquía, su propio prelado, para animarle a que siguiera las decisiones del concilio de Calcedonia.
Su humildad era manifiesta. Se tenía por el más despreciable de todos. En la carta a Basilio de Antioquía que acabamos de mencionar se llama a sí mismo «humilde y exiguo, aborto de monjes». Sabemos por Evagrio que los solitarios vecinos estaban admirados de la humildad del Santo. Mas, como el demonio se mete entre las cosas más santas, quisieron probar si su intención era totalmente sincera y pura. Y mandaron a unos cuantos con indicaciones expresas. Esos tales se presentaron al pie de la columna y comenzaron a reprenderle porque había abandonado un camino de santidad que tantos otros siguieron y en el cual se habían santificado, para seguir en cambio los caprichos de su mente y tomar un género de vida que nadie había seguido hasta entonces. Al final le instaron, en nombre y representación de los demás anacoretas, a que descendiera de la columna y se comportara como los demás. Nuestro Santo, oídas tales razones, pensó que realmente no estaba bien singularizarse, y puesto que Dios prefiere la Obediencia a los sacrificios, acto seguido pidió una escalera para bajarse. Entonces los emisarios dijeron: «Continúa en tu decisión, porque es voluntad de Dios».
Murió el 5 de enero del año 459, a los setenta de edad aproximadamente. La muerte lo halló rezando y quedó inclinado en la forma que tenía por costumbre al orar.
La noticia se divulgó rápidamente por Antioquía. Los restos del Santo tuvieron que ser guardados por soldados de la ciudad, pues los habitantes de otros pueblos querían llevárselos. Su cuerpo fue colocado en la iglesia de San Casiano y, más tarde, en otra que levantaron en su honor, con el nombre de iglesia de la Penitencia. El emperador León intentó trasladar las reliquias a Constantinopla, mas los habitantes de Antioquía se opusieron inexorablemente. Su tumba fue durante muchos años lugar de curaciones portentosas. En el lugar de la columna se levantó un monasterio y un patio octogonal, al que dan cuatro basílicas. La columna quedó a la vista en el centro del patio. Era la edificación más monumental de todo el Oriente cristiano. Todavía se conserva, semiderruido, con las piedras que sirvieron de base a la famosa columna. Los beduinos llaman a aquel lugar, hoy solitario, Ka’at Simân (Castillo de Simeón).
por JUSTO PÉREZ DE URBEL, OSB | 4 Ene, 2016 | Confirmación Vida de los Santos
San Eulogio es el gran padre de la mozarabia, el renovador del fervor religioso entre la cristiandad cordobesa y andaluza en medio de la lucha que hubo de sostener con las autoridades islámicas durante el siglo IX. Conocemos su figura por sus propios escritos: las cartas, el Memorial de los mártires, el Documento martirial, y por la biografía que de él escribió su amigo Alvaro Paulo. Aunque estuvo empeñado en una lucha porfiada con el Islam, su nombre no aparece en las historias hispanoárabes, cuyos autores miraron con la mayor indiferencia la gran epopeya martirial.
Nacido hacia el año 800 en el seno de una de las más rancias familias de Córdoba que, en medio de la apostasía general, había conservado fielmente las prácticas de la vida cristiana, recibió en el hogar los primeros rudimentos de la educación religiosa. Su primer maestro fue un abuelo, que llevaba el mismo nombre que él y que cada vez que oía la voz del almuédano anunciando la hora de la oración a los musulmanes, rezaba de esta manera: «Dios mío, ¿quién puede compararse a ti? No calles ni enmudezcas. He aquí que ha sonado la voz de tus enemigos y los que te aborrecen han levantado la cabeza». Se le confió después, en vista del atractivo que tenía para él el estudio de los libros santos, a la comunidad de sacerdotes de la iglesia de San Zoilo, bajo cuya dirección dio los primeros pasos en el ejercicio de la piedad y de la ciencia sagrada. Juntóse a esto la influencia del más famoso de todos los maestros cristianos de Córdoba, el piadoso y sabio abad Esperaindeo, que gobernaba el monasterio de Santa Clara, cerca de Córdoba. Allí conoció a otro alumno que había de ser su biógrafo, Alvaro, y allí estrechó con él una amistad que había de durar mientras viviese.
Alvaro fue el amigo perfecto, el partícipe de sus santos ideales, el colaborador leal en todas sus empresas, apasionado como él de la ciencia isidoriana, y como él, inquebrantablemente asido a las viejas tradiciones patrias. El, a su vez, ve en el descendiente de los magnates de la civitas patricia la cifra de todas las perfecciones: un alma grande encerrada en un cuerpo fino y delineado, en cuanto irresistible en el trato, una suave claridad en el semblante, el brillo del abolengo, la agudeza del ingenio, y en las costumbres, tesoros de gracia y de inocencia. Pero lo que no puede olvidar es aquella mirada bañada en un fulgor ultraterreno. Si Alvaro es el hombre impulsivo, Eulogio tiene una naturaleza inclinada al reposo de la contemplación. Pasados los umbrales de la juventud, se entrega a las actividades de la vida clerical, y entra a formar parte del colegio de sacerdotes que servía la iglesia de San Zoilo. No tarda en darse a conocer por su inflamada elocuencia y por la integridad de su vida. «Todas sus obras, dice el biógrafo, estaban llenas de luz; de su bondad, de su humildad y de su caridad podía dar testimonio el amor que todos le profesaban; su afán de cada día era acercarse más y más al cielo; y gemía sin cesar por el peso de la carga de su cuerpo». Sólo él estaba descontento de cuanto hacía. «Señor, decía más tarde, yo tenía miedo de mis obras, mis pecados me atormentaban, veía su monstruosidad, meditaba el juicio futuro y sentía de antemano el merecido castigo. Apenas me atrevía a mirar al cielo, abrumado por el peso de mi conciencia».
Para aminorar el tormento que le causaba este sentimiento de su indignidad pensó tomar el báculo de peregrino y hacer a pie el viaje a Roma. Esto era entonces una cosa casi imposible en Andalucía, y así se lo dijeron cuantos le rodeaban. Alvaro nos lo dice con estas palabras: «Todos resistimos aquella tentativa, y al fin logramos detenerle, pero no persuadirle». Tal vez Eulogio cedió, porque entre tanto las circunstancias le obligaron a hacer otro viaje, que no era menos difícil, pero que estaba justificado por una necesidad familiar: el deseo de saber noticias de dos hermanos a quienes los azares de la vida comercial habían llevado al otro lado de los Pirineos, y según se rumoreaba negociaban en las ciudades del Rhin. Era el año 845. Por más que hizo Eulogio no pudo salir de España. En Cataluña encontró los pasos cerrados por las luchas entre los hijos de Ludovico Pío. Retrocedió hasta Zaragoza y desde allí subió hasta Pamplona, donde le dieron las peores noticias de lo que pasaba al otro lado de Roncesvalles. Se acercó, sin embargo, a Gascuña, pero no pudo pasar el puerto. Para no perder completamente el viaje, decidió visitar los monasterios del país, Seire, Siresa, San Zacarías, etc., donde le regalaron libros preciosos, que se llevó como un botín a Córdoba. Eran obras de Porfirio, de Avieno, de Horacio, de Juvenal, de San Agustín. Los discípulos del abad Esperaindeo habían emprendido la noble tarea de restaurar en El Andalus la cultura isidoriana, sofocada por la invasión, y al frente de todos ellos estaba Eulogio. Fomentar los estudios, crear escuelas, formar librerías era para él defender la religión de sus padres y resucitar el sentimiento nacional. «Cada día, dice su amigo y biógrafo, nos daba a conocer nuevos tesoros y cosas admirables desconocidas. Diríase que las encontraba entre las viejas ruinas o cavando en las entrañas de la tierra… No es posible ponderar debidamente aquel afán incansable, aquella sed de aprender y enseñar que devoraba su alma… Y, ¡oh admirable suavidad de su alma!, nunca quiso saber cosa alguna para sí solo, sino que todo lo entregaba a los demás, a nosotros, los que vivíamos con él, y a los venideros. Para todos derramaba su luz el siervo de Cristo, luminoso en todos sus caminos: luminoso cuando andaba, luminoso cuando volvía, límpido, nectáreo y lleno de dulcedumbre.»
Por el prestigio de su sabiduría y de su santidad el maestro de San Zoilo se había convertido en jefe del grupo más ferviente de la cristiandad cordobesa, sacerdotes celosos, fieles fuertemente apegados a sus creencias, ascetas de la sierra, monjes y monjas de una veintena de monasterios que había en la ciudad o en sus alrededores. La opresión musulmana, que a muchos los llevaba a la apostasía, había producido en ellos una reacción de amor exaltado a sus creencias. Es verdad que no había persecución propiamente dicha, pero la misma ley hacía la vida insoportable para un cristiano, y a la ley se juntaba el fanatismo popular, más intolerante tratándose de monjes y sacerdotes, cuya presencia en la calle daba lugar con frecuencia a escenas desagradables. A fines del reinado de Abd al-Rahman II la intolerancia se hizo más violenta, y en los primeros meses del año 850 empezaron los martirios y las decapitaciones: primero un sacerdote, después un mercader. Los cristianos más fervorosos protestaron presentándose ante el cadí para declarar la divinidad de Jesús y las imposturas de Mahoma. Inmediatamente eran torturados y degollados. Son ufanas doncellas, vírgenes admirables educadas desde la niñez en los monasterios, anacoretas encanecidos en la penitencia, soldados y gentes del pueblo. Algunos que habían renegado del Evangelio en un momento de debilidad aprovecharon aquel procedimiento para lavar su culpa. Otros, que eran cristianos ocultos, cuando la ley los obligaba a ser musulmanes, fueron arrastrados ante el juez por sus propios parientes.
El sultán, no sabiendo qué medida tomar contra aquellos hombres que se reían de los tormentos, acudió al arzobispo de Sevilla, Recafredo, y le dio orden de que anatematizase a los mártires e hiciese callar a sus defensores y panegiristas. Pareció al principio que esta medida iba a detener aquellos entusiasmos, pero hubo un grupo numeroso que rechazaba todo pacto con la infidelidad, que fue a parar en el calabozo. Al frente de ellos estaba el maestro de San Zoilo, que, lejos de someterse a las imposiciones del metropolitano, empezó a escribir un libro intituladoMemorial de los mártires, en que se proponía dar una historia de sus combates y una defensa de su heroísmo. Ya le tenía casi terminado, cuando un día de otoño de 851 se presentó en su casa la policía, y entre los lamentos de su madre y de sus hermanos lo llevaron a la cárcel. Aquel encierro le llena de alegría, porque le permite convivir con los otros prisioneros, instruirles y alentarles. Un día le dicen que dos jóvenes encerradas en un calabozo cercano están a punto de desmayar, vencidas por los sufrimientos y las amenazas. Inmediatamente se pone a escribir un libro, al cual dio el título de Documento martirial. Destinado a sostener el ánimo de estas dos vírgenes llamadas Flora y María, tuvo un éxito completo. Al mismo tiempo lee, reza, predica y escribe. Escribe su larga carta al obispo Viliesindo, de Pamplona; y con un detenido examen de los poetas clásicos, descubre las reglas de la prosodia latina, que se habían olvidado en España después de la invasión árabe.
Recobra la libertad a los pocos meses, pero sin renunciar a su culto admirativo por los confesores de la fe. La persecución arrecia cuando el emir Muhammad sucede a su padre Abd al-Rahman. Muchas iglesias fueron destruidas y muchas comunidades disueltas. El catálogo de los mártires se aumentaba cada día, y Eulogio aumentaba al mismo tiempo las páginas de su Memorial. Su escuela había sido clausurada, pero él seguía siendo el oráculo de la religión perseguida. Unas veces anda huido por la ciudad, otras se esconde entre las fragosidades de la sierra. Responde a los detractores de los héroes sacrificados con una obra, intitulada el Apologético, notable por su estilo, lleno de sinceridad y elegancia. Diez años duró aquella lucha épica, contra los musulmanes y los malos cristianos, diez años que fueron para él de un heroísmo continuado, tenso y jovial.
No obstante, Eulogio estaba triste al ver que iban muriendo y triunfando sus amigos, y que él estaba en pie, Su renombre era tal que, cuando en 858 murió el arzobispo de Toledo, el clero y los fieles de la sede primada de España eligieron para sucederle al humilde sacerdote de San Zoilo. Pero era necesaria la aprobación del emir, que le impidió salir de Córdoba. Por lo demás, Dios quería poner sobre su cabeza aquella corona del martirio, por la cual él había suspirado tanto.
Había en Córdoba una joven llamada Lucrecia, a quien la ley condenaba a ser musulmana por ser hija de un padre musulmán. Sin embargo, ella creía en Cristo, lo cual le acarreaba continuas amenazas y malos tratamientos. Huyendo de la venganza de los suyos, se refugió en la casa de Eulogio, el cual la recibió, sin temor a las leyes, que la condenaban a ella a perder la vida por su apostasía, y a él al tormento por el crimen de proselitismo. La policía se puso en movimiento. Entre tanto Eulogio rezaba, y hacía que la joven cristiana se refugiase en la casa de unos amigos. Al poco tiempo los dos fueron detenidos. Acusado de haber apartado a Lucrecia de la obediencia que debía a sus padres y al Islam, Eulogio contestó que no podía negar su consejo y su enseñanza a quien se la pedía, y que, según los principios mismos de los perseguidores, era preciso obedecer a Dios antes que a los padres. Llegó, incluso, a proponer al juez que le enseñaría el camino del cielo demostrándole que Cristo es el único camino de salvación. Irritado por estas palabras, ordenó el cadí que preparasen los azotes. «Será mejor que me condenes a muerte, dijo el mártir al verlos. Soy adorador de Cristo, hijo de Dios e hijo de María, y para mí vuestro profeta es un impostor.»
Al proferir estas palabras Eulogio no era ya solamente un proselitista, sino también un blasfemo, incurso en pena de muerte. Sin embargo, el juez no se atrevió a cargar con una responsabilidad como aquélla. El primado electo de Toledo, el sacerdote más respetado por los cordobeses debía ser juzgado por el consejo del emir. Se le llevó al alcázar y allí se improvisó un tribunal, formado por los más altos personajes del gobierno. Uno de los visires, íntimo de Eulogio, compadecido de él, le habló de esta manera: «Comprendo que los plebeyos y los idiotas vayan a entregar inútilmente su cabeza al verdugo; pero tú, que eres respetado por todo el mundo a causa de tu virtud y tu sabiduría, ¿es posible que cometas ese disparate? Escúchame, te lo ruego; cede un solo momento a la necesidad irremediable, pronuncia una sola palabra de retractación, y después piensa lo que más te convenga; te prometemos no volver a molestarte». Eulogio dejó escapar una sonrisa de indulgencia y de agradecimiento, pero su respuesta fue firme: «Ni puedo ni quiero hacer lo que me propones. ¡Oh, si supieses lo que nos espera a los adoradores de Cristo! ¡Si yo pudiese trasladar a tu pecho lo que siento en el mío! Entonces no me hablarías como me hablas y te apresurarías a dejar alegremente esos honores mundanos». Y dirigiéndose a los miembros del consejo, añadió: «Oh príncipes, despreciad los placeres de una vida impía; creed en Cristo, verdadero rey del cielo y de la tierra; rechazad al profeta que tantos pueblos ha arrojado en el fuego eterno».
Condenado a muerte, fue llevado al lugar del suplicio. Al salir del palacio, un eunuco le dio una bofetada. Sin quejarse por ello, Eulogio le presentó la otra mejilla. Ya en el cadalso, se arrodilló, tendió las manos al cielo, pronunció en voz baja una breve oración, y después de hacer la señal de la cruz en el pecho, presentó tranquilamente la cabeza. «Este —dice Alvaro— fue el combate hermosísimo del doctor Eulogio; éste su glorioso fin, éste su tránsito admirable. Eran las tres de la tarde del 11 de mayo.» El 15 fue decapitada Lucrecia.
Los fieles de Córdoba recogieron los sagrados restos y los sepultaron en la iglesia de San Zoilo. El 1 de junio del año siguiente, 860, fueron solemnemente elevados, y en ese día empezó a celebrarse la memoria de los dos santos mártires. En 883 fueron trasladados de Córdoba a Oviedo. Su urna se conserva todavía en la Cámara Santa de esta ciudad. Los escritos del Santo: Memorial o Actas de los mártires en tres libros, Documento Martirial, Apologético y varias cartas fueron publicados por Flórez en los tomos X y XI de la España Sagrada, de donde pasaron al volumen CXV de la Patrología Latina.
por SS Francisco | 2 Ene, 2016 | Catequesis Magisterio
Salve, Mater misericordiae!
Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.
Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza –¡con la certeza!– de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5). El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios, es Madre de Dios que perdona, que ofrece el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra –«perdón»–, tan poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo quien ama de verdad puede llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio cómo su Hijo se ofrecía totalmente a sí mismo, dando así testimonio de lo que significa amar como lo hace Dios. En aquel momento escuchó unas palabras pronunciadas por Jesús y que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc23,34). En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.
Para nosotros, María es en un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus disquisiciones. El perdón de la Iglesia ha de tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Por este motivo, el Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que hemos obtenido por la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar (cf. Jn20,19-23).
El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es lo que nos enseña el Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu salvación» (51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz. Qué malo es el rencor y la venganza.
Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos nuestro corazón de par en par a la alegría del perdón, conscientes de la esperanza cierta que se nos restituye, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.
Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios». Y os invito a que, todos juntos, pronunciemos esta aclamación tres veces, fuerte, con todo el corazón y el amor. Todos juntos: «Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios».
Homilía del Santo Padre Francisco en la Santa Misa de la Apertura de la Puerta Santa, Jubileo Extraordinario de la Misericordia, Basílica de Santa María la Mayor, 1 de enero de 2016