Aunque esta fiesta del 2 de febrero cae fuera del tiempo de navidad, es una parte integrante del relato de navidad. Es una chispa de fuego de navidad, es una epifanía del día cuadragésimo. Navidad, epifanía, presentación del Señor son tres paneles de un tríptico litúrgico.
Es una fiesta antiquísima de origen oriental. La Iglesia de Jerusalén la celebraba ya en el siglo IV. Se celebraba allí a los cuarenta días de la fiesta de la epifanía, el 14 de febrero. La peregrina Eteria, que cuenta esto en su famoso diario, añade el interesante comentario de que se «celebraba con el mayor gozo, como si fuera la pascua misma»‘. Desde Jerusalén, la fiesta se propagó a otras iglesias de Oriente y de Occidente. En el siglo VII, si no antes, había sido introducida en Roma. Se asoció con esta fiesta una procesión de las candelas. La Iglesia romana celebraba la fiesta cuarenta días después de navidad.
Entre las iglesias orientales se conocía esta fiesta como «La fiesta del Encuentro» (en griego, Hypapante), nombre muy significativo y expresivo, que destaca un aspecto fundamental de la fiesta: el encuentro del Ungido de Dios con su pueblo. San Lucas narra el hecho en el capítulo 2 de su evangelio. Obedeciendo a la ley mosaica, los padres de Jesús llevaron a su hijo al templo cuarenta días después de su nacimiento para presentarlo al Señor y hacer una ofrenda por él.
Esta fiesta comenzó a ser conocida en Occidente, desde el siglo X, con el nombre de Purificación de la bienaventurada virgen María. Fue incluida entre las fiestas de Nuestra Señora. Pero esto no era del todo correcto, ya que la Iglesia celebra en este día, esencialmente, un misterio de nuestro Señor. En el calendario romano, revisado en 1969, se cambió el nombre por el de «La Presentación del Señor». Esta es una indicación más verdadera de la naturaleza y del objeto de la fiesta. Sin embargo, ello no quiere decir que infravaloremos el papel importantísimo de María en los acontecimientos que celebramos. Los misterios de Cristo y de su madre están estrechamente ligados, de manera que nos encontramos aquí con una especie de celebración dual, una fiesta de Cristo y de María.
La bendición de las candelas antes de la misa y la procesión con las velas encendidas son rasgos chocantes de la celebración actual. El misal romano ha mantenido estas costumbres, ofreciendo dos formas alternativas de procesión. Es adecuado que, en este día, al escuchar el cántico de Simeón en el evangelio (Lc 2,22-40), aclamemos a Cristo como «luz para iluminar a las naciones y para dar gloria a tu pueblo, Israel».
[…] En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).
Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).
Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo… Refinará a los levitas… para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.
Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.
Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.
Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).
Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.
Marcos 1, 21-28. Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario. Que la fama de Jesús se extienda también a nuestros corazones.
Entraron en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar; «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente, y dando un alarido, salió de ese hombre. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!». Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.
Segunda lectura: Carta I de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 7, 32-35
Oración introductoria
Señor, son muchas las inmundicias que rodean mi entorno social. No debo, inocentemente, pensar que mi familia y yo estamos exentos a su influencia ni que no contribuímos, un poco o un mucho, a esta triste realidad. Por ello te pido que ilumines mi mente y mi corazón para que este momento de oración me haga crecer en el amor.
Petición
Señor, dame la gracia de conocer y vivir tu doctrina del amor para entregarme a los demás con total desinterés y donación.
Meditación del Santo Padre Francisco
Observamos entonces que el «escándalo» que la palabra y la práctica de Jesús causan alrededor de él, derivan de su extraordinaria «autoridad»: una palabra, esta, atestiguada desde el Evangelio de Marcos, pero que no es fácil reportar bien en italiano. La palabra griega es «exousia», que literalmente se refiere a lo que «viene del ser», de lo que es. No se trata de algo externo o forzado, sino de algo que emana de su interior y que se impone por sí mismo. Jesús realmente golpea, confunde, innova —como él mismo dice— a partir de su relación con Dios, llamado familiarmente Abbà, lo que le da esta «autoridad» para que él la emplee a favor de los hombres.
Así, Jesús predica «como quien tiene autoridad», cura, llama a sus discípulos a seguirle, perdona… cosas todas que en el Antiguo Testamento, son de Dios y solo de Dios.
La pregunta que más retorna en el Evangelio de Marcos es: «¿Quién es este que…?», y que tiene que ver con la identidad de Jesús, nace de la constatación de una autoridad diferente a la del mundo, una autoridad que no tiene la intención de ejercer el poder sobre los demás, sino para servir, para darles la libertad y la plenitud de la vida.
Jesús no quiere que por el momento se sepa, fuera del grupo restringido de sus discípulos, que él es el Cristo, el Hijo de Dios. Por eso, en varias ocasiones, tanto a los Apóstoles como a los enfermos que cura, les advierte de que no revelen a nadie su identidad. Por ejemplo, el pasaje evangélico habla de un hombre poseído por el demonio […] Jesús no sólo expulsa los demonios de las personas, liberándolas de la peor esclavitud, sino que también impide a los demonios mismos que revelen su identidad. E insiste en este «secreto», porque está en juego el éxito de su misma misión, de la que depende nuestra salvación. Jesús sabe que para liberar a la humanidad del dominio del pecado deberá ser sacrificado en la cruz como verdadero Cordero pascual. El diablo, por su parte, trata de distraerlo para desviarlo, en cambio, hacia la lógica humana de un Mesías poderoso y lleno de éxito. La cruz de Cristo será la ruina del demonio; y por eso Jesús no deja de enseñar a sus discípulos que, para entrar en su gloria, debe padecer mucho, ser rechazado, condenado y crucificado, pues el sufrimiento forma parte integrante de su misión.
Ante el dolor y situaciones difíciles, identificarme con Cristo al vivirlas con serenidad y confianza.
Diálogo con Cristo
Gracias, Señor, por enseñarme que lo fundamental en mi vida es la caridad. Ayúdame a amar a mi prójimo con el mismo amor con que te amo a Ti. Dame la gracia de descubrirte y servirte en los demás, porque eso es la verdadera fe cristiana. El milagro de la curación del hombre poseído por un espíritu inmundo me recuerda que quieres hacer conmigo el mayor de los milagros: mi santidad.
Marcos 4, 1-20. Miércoles del 3.ª semana del Tiempo Ordinario.La semilla —la Palabra de Dios— se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa.
Jesús comenzó a enseñar de nuevo a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca dentro del mar, y sentarse en ella. Mientras tanto, la multitud estaba en la orilla. El les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas, y esto era lo que les enseñaba: «¡Escuchen! El sembrador salió a sembrar. Mientras sembraba, parte de la semilla cayó al borde del camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno rocoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó en seguida porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemó y, por falta de raíz, se secó. Otra cayó entre las espinas; estas crecieron, la sofocaron, y no dio fruto. Otros granos cayeron en buena tierra y dieron fruto: fueron creciendo y desarrollándose, y rindieron ya el treinta, ya el sesenta, ya el ciento por uno». Y decía: «¡El que tenga oídos para oír, que oiga!». Cuando se quedó solo, los que estaban alrededor de él junto con los Doce, le preguntaban por el sentido de las parábolas. Y Jesús les decía: «A ustedes se les ha confiado el misterio del Reino de Dios; en cambio, para los de afuera, todo es parábola, a fin de que miren y no vean, oigan y no entiendan, no sea que se conviertan y alcancen el perdón». Jesús les dijo: «¿No entienden esta parábola? ¿Cómo comprenderán entonces todas las demás? El sembrador siembra la Palabra. Los que están al borde del camino, son aquellos en quienes se siembra la Palabra; pero, apenas la escuchan, viene Satanás y se lleva la semilla sembrada en ellos. Igualmente, los que reciben la semilla en terreno rocoso son los que, al escuchar la Palabra, la acogen en seguida con alegría; pero no tienen raíces, sino que son inconstantes y, en cuanto sobreviene la tribulación o la persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumben. Hay otros que reciben la semilla entre espinas: son los que han escuchado la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias penetran en ellos y ahogan la Palabra, y esta resulta infructuosa. Y los que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno».
Primera lectura: Carta a los Hebreos, Heb 10, 11-18
Salmo: Sal 110(109), 1-4
Oración introductoria
Señor, hoy vienes a la tierra de mi alma dispuesto a sembrar tu mensaje en ella. Ayúdame a escucharte, a aceptar tu Palabra, a configurar mi vida con ella. Concédeme ser una tierra buena que produzca fruto abundante por saber acoger y trasmitir tu gracia.
Petición
Jesucristo, concédeme corresponderte y ser fiel a todas las gracias que derramas en mi alma.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis precedentes hemos reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia y consejo. Hoy pensemos en lo que hace el Señor: Él viene siempre a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don de fortaleza.
Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembrador salió a sembrar; sin embargo, no toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto (cf. Mc 4, 3-9; Mt 13, 3-9; Lc 8, 4-8). Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.
Hay también momentos difíciles y situaciones extremas en las que el don de fortaleza se manifiesta de modo extraordinario, ejemplar. Es el caso de quienes deben afrontar experiencias particularmente duras y dolorosas, que revolucionan su vida y la de sus seres queridos. La Iglesia resplandece por el testimonio de numerosos hermanos y hermanas que no dudaron en entregar la propia vida, con tal de permanecer fieles al Señor y a su Evangelio. También hoy no faltan cristianos que en muchas partes del mundo siguen celebrando y testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten incluso cuando saben que ello puede comportar un precio muy alto. También nosotros, todos nosotros, conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, numerosos dolores. Pero, pensemos en esos hombres, en esas mujeres que tienen una vida difícil, que luchan por sacar adelante la familia, educar a los hijos: hacen todo esto porque está el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos hombres y mujeres —nosotros no conocemos sus nombres— que honran a nuestro pueblo, honran a nuestra Iglesia, porque son fuertes: fuertes al llevar adelante su vida, su familia, su trabajo, su fe. Estos hermanos y hermanas nuestros son santos, santos en la cotidianidad, santos ocultos en medio de nosotros: tienen el don de fortaleza para llevar adelante su deber de personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de ciudadanos. ¡Son muchos! Demos gracias al Señor por estos cristianos que viven una santidad oculta: es el Espíritu Santo que tienen dentro quien les conduce. Y nos hará bien pensar en esta gente: si ellos hacen todo esto, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? Y nos hará bien también pedir al Señor que nos dé el don de fortaleza.
No hay que pensar que el don de fortaleza es necesario sólo en algunas ocasiones o situaciones especiales. Este don debe constituir la nota de fondo de nuestro ser cristianos, en el ritmo ordinario de nuestra vida cotidiana. Como he dicho, todos los días de la vida cotidiana debemos ser fuertes, necesitamos esta fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia, nuestra fe. El apóstol Pablo dijo una frase que nos hará bien escuchar: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). Cuando afrontamos la vida ordinaria, cuando llegan las dificultades, recordemos esto: «Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza». El Señor da la fuerza, siempre, no permite que nos falte. El Señor no nos prueba más de lo que nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».
Queridos amigos, a veces podemos ser tentados de dejarnos llevar por la pereza o, peor aún, por el desaliento, sobre todo ante las fatigas y las pruebas de la vida. En estos casos, no nos desanimemos, invoquemos al Espíritu Santo, para que con el don de fortaleza dirija nuestro corazón y comunique nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguimiento de Jesús.
Está dentro…, pero ¿cómo? Como la vida está oculta en la semilla: así lo explicó Jesús en un momento crítico de su ministerio. Éste comenzó con gran entusiasmo, pues la gente veía que se curaba a los enfermos, se expulsaba a los demonios y se proclamaba el Evangelio; pero, por lo demás, el mundo seguía como antes: los romanos dominaban todavía, la vida era difícil en el día a día, a pesar de estos signos y de estas bellas palabras. El entusiasmo se fue apagando, hasta el punto de que muchos discípulos abandonaron al Maestro, que predicaba, pero no transformaba el mundo. Y todos se preguntaban: En fondo, ¿qué valor tiene este mensaje? ¿Qué aporta este Profeta de Dios? Entonces, Jesús habló de un sembrador, que esparce su semilla en el campo del mundo, explicando después que la semilla es su Palabra y son sus curaciones: ciertamente poco, si se compara con las enormes carencias y dificultades de la realidad cotidiana. Y, sin embargo, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla lleva consigo el pan del mañana, la vida del mañana. La semilla parece que no es casi nada, pero es la presencia del futuro, es la promesa que ya hoy está presente; cuando cae en tierra buena da una cosecha del treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno.
Ser tierra buena que da frutos por nutrirse por la Palabra de Dios, leer el salmo 95.
Diálogo con Cristo
Señor, no permitas que en mi vida se vaya ahogando la semilla de la fe, concédeme descubrir cuáles son esas piedras, esos espinos que la impiden crecer, haz que me deshaga de todo lo que seca la tierra de mi alma y me impide dar frutos de oración, de apostolado, de caridad.
La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un período en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de san Pablo. Sobre él se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aún, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar «pérdida» y «basura» todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Flp 3, 7-8) ¿Qué es lo que sucedió?
Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su «sí» definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.
En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también «iluminación», porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (cf. Hch 9, 11).
El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol.
El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: «Y por último se me apareció también a mí» (1 Co 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.
Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: «Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado» (Rm 1, 5); y también: «¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?» (1 Co 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas: «Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco» (Ga 1, 15-17). En esta «auto-apología» subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.
Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: «Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Co 15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.
Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su «yo»; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.
Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en «basura»; ya no es «ganancia» sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.
Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.
En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.
Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.
Marcos 1, 14-20. Tercer Domingo del Tiempo Ordinario. El Señor va construyendo la historia y va preparando el camino para cada uno de nosotros. En esto consiste el amor de Dios, tan grande, que nunca podremos comprenderlo del todo.
Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia». Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y con ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.
Segunda lectura: Epístola I de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 7, 29-31
Oración introductoria
Espíritu Santo, que inmerecida misión el poder ser «pescador de hombres». Ilumina mi entendimiento en esta oración para terminar de comprender la grandeza de mi vocación e inflama mi corazón para amarte con toda la pasión y fuerza posible.
Petición
Padre mío, dame tu gracia para que conozca, ame e imite más a Cristo.
Meditación del Santo Padre Francisco
Dios prepara el camino para cada hombre. Lo hace con amor: un «amor artesanal», porque lo prepara personalmente para cada uno. Está dispuesto a intervenir cada vez que se deba corregir el camino, propiamente como hacen una mamá y un papá. Es la reflexión que propuso el Papa Francisco el lunes 13 enero.
El Pontífice se inspiró en el episodio del Evangelio de Marcos (1, 14-20) donde se narra que Jesús, después del arresto de Juan, fue a Galilea, dando la impresión de querer iniciar otra etapa del camino. «Y proclama el Evangelio —destacó el Papa— con las mismas palabras de Juan: el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca, convertíos. Lo mismo que decía Juan, lo dice Jesús. Juan había preparado el camino a Jesús. Y Jesús lo sigue».
«Preparar el camino, preparar también nuestra vida, es propio de Dios, del amor de Dios por cada uno de nosotros», explicó el Obispo de Roma. «Él —continuó— no nos hace cristianos por generación espontánea. Él prepara nuestro camino, prepara nuestra vida, desde hace tiempo». Y refiriéndose de nuevo a la página evangélica, añadió: «Parece que Simón, Andrés, Santiago y Juan fueron aquí elegidos definitivamente»; pero esto no significa que desde este momento hayan sido también «definitivamente fieles». En realidad, precisamente ellos cometen errores: hacen propuestas «no cristianas al Señor», de hecho, lo niegan. Y Pedro más que los demás. Se asustaron, explicó el Pontífice, y «se marcharon, abandonaron al Señor».
Se trata de una obra de preparación, dijo también el Santo Padre, que Jesús lleva adelante en muchas generaciones. Para confirmar esto, el Pontífice se refirió a Ana, la segunda mujer de Elcaná, citada en la primera lectura de la liturgia (cf. 1 Samuel 1, 1-8). La mujer, «estéril, lloraba» cuando la otra mujer, Feniná, que tenía hijos, se burlaba. Pero en el llanto de Ana estaba la preparación al nacimiento del gran Samuel. «Así, el Señor —puntualizó el Papa— nos prepara desde hace muchas generaciones. Y cuando las cosas no funcionan bien, Él se mezcla en la historia» y las acomoda. En la misma genealogía de Jesús, recordó, hay «pecadores y pecadoras. ¿Cómo obró el Señor? Se mezcló; corrigió el camino; puso orden en las cosas. Pensemos en el gran David, gran pecador y luego gran santo. El Señor sabe. Cuando el Señor nos dice: con amor eterno te he amado, se refiere a esto. Desde hace muchas generaciones el Señor ha pensado «en nosotros»». Y así nos acompaña experimentando nuestros mismos sentimientos cuando nos acercamos al matrimonio, cuando se espera un hijo: en cada momento de nuestra historia «nos espera y nos acompaña».
«Esto —reafirmó el Pontífice— es el amor eterno del Señor. Eterno pero concreto. Un amor incluso artesanal, porque Él va construyendo la historia y va preparando el camino para cada uno de nosotros. Esto es el amor de Dios».
Así, el Papa se dirigió a un grupo de sacerdotes que concelebraron con ocasión de su sexagésimo aniversario de ordenación y dijo: «Pensad en vuestros sesenta años de misa. ¡Cuántas cosas han pasado! ¡Cuántas cosas! El Señor estaba allí preparando el camino también para otros que no conocemos, pero que Él conoce». Él es «el Señor de la preparación, que nos ama desde siempre y nunca nos abandona». Tal vez —admitió— «es un acto de fe no fácil de creerlo, es verdad. Porque nuestro racionalismo nos hace decir: ¿por qué el Señor, con las numerosas personas con las que cuenta, va a pensar en mí?». Sin embargo, Él «me ha preparado el camino, con nuestras mamás, nuestras abuelas, nuestros padres, nuestros abuelos y bisabuelos, con todos: el Señor hace así. Y ésto es su amor: concreto, eterno y también artesanal».
«Recemos —fue la exhortación conclusiva— pidiendo esta gracia de comprender el amor de Dios. Pero no se comprende nunca, ¡eh! Se percibe, se llora, pero comprenderlo no se comprende. También esto nos dice cuán grande es este amor».
Hoy es un día de conversión. No esperemos más, convirtámonos en esos apóstoles resucitados y pidamos esa fe y ese amor que convirtió a san Pablo para que nos convierta también a nosotros en luz y fuego en medio de la oscuridad del mundo.
Diálogo con Cristo
Señor, tu «síganme» no deja de resonar en mi corazón. Es sencillo entusiasmarme por el llamado, pero mantener ese entusiasmo cuando las exigencias parecen sobrepasarme, es imposible si Tú no estás como centro y motivo de mi vida. Permite que viva cada día como una nueva oportunidad para crecer en el amor. Quiero ser, vivir, pensar, trabajar, gozar y sufrir por Ti. Ayúdame a ser fiel en mis compromisos; dame la gracia de serte fiel en las obligaciones de mi vida diaria, porque la fidelidad se construye en las cosas pequeñas y en el momento presente.
El siglo IV es la época de las grandes controversias dogmáticas en el seno de la Iglesia. Si toda disensión teológica fue peligrosa, ninguna más grave ni más desgarradora que el arrianismo predicado en Alejandría por el presbítero Arrio. Según este heresiarca, el Verbo no es Dios en el sentido propio de la palabra; ni es eterno ni formado de la sustancia del Padre; es solo la primera de las criaturas, la más eminente de las cosas creadas, el elemento intermedio entre Dios y las criaturas propiamente dichas. Esta doctrina es la negación de todo el cristianismo, pues de no admitir como inconmovible la divinidad de Jesús, nuestras creencias quedan por completo desvirtuadas. Por eso, en 325, el concilio de Nicea, presidido por nuestro gran Osio de Córdoba, definió como dogma de fe que Jesucristo es Dios. En este marco histórico del arrianismo se desenvuelve la actividad del primer doctor de la Iglesia de Occidente.
Hilario nació hacia el 315 en Poitiers, de distinguida familia pagana. Recibió esmerada formación cultural, tal vez en el mismo Poitiers; por aquella época florecían los estudios en las Galias y sobre todo en Aquitania, cuya capital, Burdeos, era un verdadero foco de cultura intelectual. Su estancia en Tréveris, Roma y Grecia durante diez años es incierta; pero es, en cambio, indiscutible que sus escritos reflejan una vasta cultura, así filosófica como literaria, recibida en la juventud. Hilario estudió en sus años de adolescente la filosofía neoplatónica, se ejercitó en la poesía y aprendió la elocuencia. Su formación y su cultura fueron netamente paganas, pero su espíritu fino y delicado supo eludir aquel ambiente cargado de inmoralidad y sibaritismo propio de la época; y su inteligencia penetrante tampoco se saciaba con las supersticiones del paganismo.
Hilario hizo en su juventud una vida de honestidad y pureza consagrada al estudio. Nada más razonable desde el punto de vista humano. Pero el joven Hilario sentía apetencias de lo divino, que en modo alguno satisfacían las contradicciones de la filosofía. Él mismo nos cuenta en la introducción de su obra sobre la Trinidad cómo le traía preocupado el problema de nuestro destino y cómo providencialmente cayó en sus manos el evangelio de San Juan, que le dio la respuesta suspirada. Cuando leyó que el Verbo se había hecho hombre para hacer hijos de Dios a los que le recibiesen, cesó la angustia, dio de mano al paganismo y hacia el 345 recibió el bautismo. Como en infinidad de casos, una buena lectura había transformado el interior del joven pictaviense. Hilario estaba casado y tuvo una hija llamada Abra. Una y otra – la mujer y la hija – le siguieron en la conversión y en el bautismo.
Destinado con misión providencial para ser puntal de la Iglesia de Occidente, una vez convertido se consagró con avidez al estudio de la Escritura, rompiendo para siempre con aquella ciencia profana que tanto daño le había hecho, reteniéndole en las degradantes supersticiones del paganismo. Sentía aversión por los enemigos de la Iglesia y con repugnancia se sentaba junto a ellos en la mesa. Cristiano virtuoso y ejemplar, nos cuenta Venancio Fortunato, que escribió su vida, con tal delicadeza y entrega se ejercitaba en las prácticas del cristianismo y tanta diligencia y esmero ponía en ajustar su vida a las leyes de la Iglesia, que más parecía sacerdote del Señor que seglar y hombre casado.
Muerto el obispo de Poitiers, tal vez Majencio, clero y pueblo proponen a Hilario hacia el 350 para obispo de su propia ciudad. La esposa da el consentimiento y se decide a no mirarle más que en el altar: ambos cónyuges se separan desde entonces para hacer una vida de perfecta continencia. Puesto en la silla de Poitiers, no tardó en emprender la lucha que llenó y dio unidad a toda su vida. Hasta ahora Hilario había permanecido al margen de la controversia arriana, pero los sínodos de Arlés y Milán, que depusieron una vez más a San Atanasio y el destierro de los obispos de Tréveris, Vercelli, Cagliari y Milán, decretado por el emperador Constancio, le abrieron los ojos sobre la amenaza de los arrianos.
A partir de este momento, Hilario siguió con pasión la marcha de los acontecimientos y dio pruebas de la fortaleza de su carácter. Organizó inmediatamente la resistencia de los obispos de la Galia contra el metropolitano Saturnino de Arlés, que simpatizaba con los arrianos. Para ello reunió un sínodo en París en 355, en el que los obispos franceses que asistieron determinaron apartarse para siempre de Ursacio, Valente y Saturnino, principales promotores del arrianismo en Occidente. El metropolitano arlesiano respondió convocando otro sínodo en Beziers, al que por orden de Constancio hubo de asistir Hilario. El obispo de Poitiers fue invitado a que condenase a Atanasio, y con ello lo que se habla defendido en Nicea. El santo obispo no sólo se opuso con firmeza a tan improcedente demanda, sino que además con valentía inusitada pidió que en medio de aquella asamblea de encarnizados enemigos se le permitiese rebatir las nefastas doctrinas de Arrio. Le fue negado, claro está, ante el temor de verse confundidos.
Por esta, su intrépida postura de campeón de la ortodoxia en Francia, sus enemigos le acusaron ante el emperador como faccioso y perturbador, y obtuvieron de Constancio un decreto por el que le desterraba a Frigia, en el Asia Menor. A finales del 356 se ponía en camino hacia la otra extremidad del Imperio Romano. Con ello habían eliminado de Occidente uno de los enemigos más caracterizados del arrianismo. Hilario permaneció cuatro años en Frigia (356-360), pero supo aprovecharse ampliamente de esta época dolorosa para su perfeccionamiento intelectual. Conoció la literatura cristiana de Oriente y elaboró su obra maestra teológica sobre la Trinidad, monumento de alta especulación cristiana en los primeros siglos.
Pese al destierro, continuó siendo obispo de Poitiers y el alma de las diócesis de Francia. Desde Frigia sugería sabios consejos a sus colegas en el episcopado, escribía cartas, enviaba instrucciones, redactaba libros para instruir a sus fieles. Todo le parecía poco a quien se había hecho todo para todos. Hilario encontró las provincias a que había sido confinado totalmente contaminadas por la herejía. É mismo nos cuenta que apenas si encontraba un obispo que conservase la verdadera fe. El celoso obispo de Poitiers recorrió todo el Imperio oriental, discutió con los jerifaltes del arrianismo, entraba en sus iglesias, se sumaba a sus reuniones no buscando más que el apostolado. «Permanezcamos siempre desterrados con tal que se predique la verdad», repetía con frecuencia.
El trato personal de Hilario con los herejes fue en esta época de finura y delicadeza y en sus escritos usó de mucha moderación. La obra Sobre los sínodos, redactada en el destierro, la dirigió a los obispos de la Galia, de las dos Germanías y Bretaña, para poner a los occidentales al corriente de las luchas que en Oriente se llevaban a cabo contra el arrianismo. Esta obra preparó la pacificación de los espíritus, dando un panorama más claro de los problemas en litigio y de la posición de los partidos. Razón tenía Rufino de Aquileya cuando escribió que los éxitos obtenidos por Hilario fueron debidos a la dulzura y suavidad de carácter.
Hilario era un sabio; así nos lo dicen sus escritos; pero era no menos santo. La santidad no puede ocultarse y Dios se encarga de glorificar a sus siervos incluso en este mundo. De su estancia en Frigia nos ha conservado la tradición un hecho en este sentido. Cierto domingo entró Hilario en una iglesia. en el momento preciso en que los católicos celebraban sus oficios religiosos. En pleno silencio una joven se abre paso en medio de la muchedumbre gritando que allí se encontraba un gran siervo de Dios y arrojándose a los pies de Hilario le pide que la admita entre los cristianos y haga sobre ella la señal de la cruz. Era la joven pagana Florencia, a quien el santo doctor instruyó en la fe y luego bautizó junto con su familia. A partir de este momento, Florencia siguió a todas partes al santo obispo y, dirigida por él, vistió el hábito religioso, alcanzando la santidad heroica de los altares. El martirologio galicano pone su fiesta el primero de diciembre.
Por todo esto, la autoridad de Hilario se afianzaba incluso en Oriente. Aunque obispo latino, fue invitado a tomar parte en el concilio de Seleucia, convocado por Constancio, que buscaba a toda costa la unión religiosa del Imperio con el arrianismo. Con la valentía que da la verdad, defendió en aquella asamblea la divinidad de Jesús y formó parte de la comisión que luego se dirigió a Constantinopla a informar al emperador sobre las discusiones. En Constantinopla se encontraba Saturnino, responsable del destierro de Hilario. El obispo de Poitiers solicitó una audiencia de Constancio para convencer al obispo de Arlés de sus errores, pero le fue negada. Entonces, con una sorprendente entereza de carácter, escribió contra Constancio un enérgico libelo, llamado corrientemente invectiva, en el que le compara con los peores perseguidores de la Iglesia.
Una actitud tan intrépida pareció peligrosísima a los arrianos orientales. Le acusaron, por lo mismo, ante el emperador de perturbador de la paz en Oriente. Constancio, a quien eran molestas las acusaciones de Hilario, dio órdenes al obispo de Poitiers de abandonar la capital del Imperio y tomar el camino de las Galias. Después de cuatro años de destierro entraba en su diócesis (360) en medio del júbilo más indescriptible. La Galia entera, nos cuenta San Jerónimo, abrazó al héroe que volvía del combate victorioso y con la palma en la mano. Como si el Señor quisiera demostrar la santidad del gran obispo, a su llegada a Poitiers, nos dice una tradición que, a ruegos de una madre, volvió a la vida a un niño que acababa de morir sin haber recibido el bautismo.
Instalado en su sede, Hilario no se permitió el menor reposo. Trabajó sin tregua por relegar de las Galias el arrianismo. Promovidos por él, se celebraron sínodos en todo el país, y en 361 se reunió un concilio en París con carácter nacional en el que se anatematizó a Auxencio, Ursacio, Valente y Saturnino, que acaudillaban el movimiento arriano. Con ello la fe de Nicea triunfaba en las Galias. Hilario llevó entonces la batalla a Italia, donde los arrianos tenían aún fuerzas considerables. Durante dos años trabajó con éxito al lado de Eusebio de Vercelli por el renacimiento de la fe de Nicea. En esta difícil tarea tropezó con un gran obstáculo en la persona de Auxencio, obispo arriano de Milán. En su afán de superarla presidió una asamblea de obispos italianos que pretendían conseguir del emperador la deposición del taimado obispo. No lo consiguió, porque Valentiniano estaba satisfecho con la fórmula de fe ambigua que le presentaba Auxencio. Acusado ante Valentiniano como perturbador de la paz de la Iglesia de Milán tuvo que abandonar Italia por orden imperial y encaminarse de nuevo a su diócesis. Hilario obedeció, pero con la valentía que le era característica denunció el equívoco y trapacería del obispo milanés en su libro Contra Auxencio.
De regreso a su diócesis (365) consagró los últimos años de su vida al cuidado espiritual de sus fieles y a su actividad de escritor. De esta época datan dos de sus grandes obras: los tratados sobre los misterios y sobre los salmos. El apostolado de Hilario no se limitó tan sólo al común del pueblo. Orientado y dirigido por él, un grupo selecto de almas se apasionó por el ideal de una vida más perfecta, abrazando los consejos evangélicos. El más ilustre de estos discípulos fue San Martín, futuro obispo de Tours, que fundó en Ligugé el primer monasterio, inaugurando así la vida monástica en Francia. Entre las almas que Hilario consagró al Señor, la tradición señala a su propia hija Abra y la noble Florencia.
Durante su estancia en Frigia pudo aprender la sorprendente eficacia de la palabra cantada. Arrio, primero, y los gnósticos, después, habían utilizado este procedimiento para divulgar sus errores. San Isidoro de Sevilla dice que Hilario fue el primero que compuso versos eclesiásticos en latín y que, pese a las dificultades que lleva consigo tal innovación, logró introducir en su iglesia antes que ningún occidental el cántico de los mismos. Hasta en la poesía, Hilario es el hombre de acción y de lucha. Con sus versos litúrgicos y populares a la vez pretendía el santo doctor grabar en sus fieles las verdades esenciales del cristianismo, tan amenazadas por los arrianos.
El trabajo ímprobo de unos diecisiete años al frente de su diócesis, el destierro y la contienda con los arrianos agotaron al santo obispo. Dos de sus discípulos velaban junto al lecho del maestro. Repentinamente la habitación se llena de una luz extraordinaria que les dejó deslumbrados. Lentamente fue extinguiéndose la luz y en el momento preciso en que Hilario exhalaba el último suspiro también ella desaparecía. Era el 1 de noviembre del 367. Su venerable cuerpo reposó muchos anñs en la iglesia de San Hilario el Grande, en Poitiers, hasta ya mediado el siglo XVII en que fue quemado por los hugonotes. En 1851 Pío IX le declaró Doctor de la Iglesia universal, galardón bien merecido, entre otras razones, por la defensa heroica que hizo de la divinidad del Verbo.
La postura vigilante y firme con que abordó la controversia arriana, el destierro, la firmeza de carácter, la amplitud de miras, las cualidades innegables de un verdadero hombre de acción e indiscutible jefe, que conciliaba en sí la energía con la dulzura, le han valido el honroso nombre de «Atanasio de Occidente». Si la Iglesia latina, después de la muerte de Constancio, surgió con tanta rapidez se debe en gran parte al gran obispo de Poitiers.
Hoy quiero hablar de un gran Padre de la Iglesia de Occidente, san Hilario de Poitiers, una de las grandes figuras de obispos del siglo IV. Enfrentándose a los arrianos, que consideraban al Hijo de Dios como una criatura, aunque excelente, pero sólo criatura, san Hilario consagró toda su vida a la defensa de la fe en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que lo engendró desde la eternidad.
No disponemos de datos seguros sobre la mayor parte de la vida de san Hilario. Las fuentes antiguas dicen que nació en Poitiers, probablemente hacia el año 310. De familia acomodada, recibió una sólida formación literaria, que se puede apreciar claramente en sus escritos. Parece que no creció en un ambiente cristiano. Él mismo nos habla de un camino de búsqueda de la verdad, que lo llevó poco a poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios encarnado, que murió para darnos la vida eterna.
Bautizado hacia el año 345, fue elegido obispo de su ciudad natal en torno a los años 353-354. En los años sucesivos, san Hilario escribió su primera obra, el Comentario al Evangelio de san Mateo. Se trata del comentario más antiguo en latín que nos ha llegado de este Evangelio. En el año 356 asistió como obispo al sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el «sínodo de los falsos apóstoles», como él mismo lo llamó, pues la asamblea estaba dominada por obispos filo-arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo. Estos «falsos apóstoles» pidieron al emperador Constancio que condenara al destierro al obispo de Poitiers. De este modo, san Hilario se vio obligado a abandonar la Galia en el verano del año 356.
Desterrado en Frigia, en la actual Turquía, san Hilario entró en contacto con un contexto religioso totalmente dominado por el arrianismo. También allí su solicitud de pastor lo llevó a trabajar sin descanso por el restablecimiento de la unidad de la Iglesia, sobre la base de la recta fe formulada por el concilio de Nicea. Con este objetivo emprendió la redacción de su obra dogmática más importante y conocida: el De Trinitate («Sobre la Trinidad»).
En ella, san Hilario expone su camino personal hacia el conocimiento de Dios y se esfuerza por demostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en muchas páginas del Antiguo Testamento, en las que ya se presenta el misterio de Cristo. Ante los arrianos insiste en la verdad de los nombres de Padre y de Hijo, y desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del bautismo que nos dio el Señor mismo: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien algunos pasajes del Nuevo Testamento podrían hacer pensar que el Hijo es inferior al Padre, san Hilario ofrece reglas precisas para evitar interpretaciones equívocas: algunos textos de la Escritura hablan de Jesús como Dios, otros en cambio subrayan su humanidad. Algunos se refieren a él en su preexistencia junto al Padre; otros toman en cuenta el estado de abajamiento (kénosis), su descenso hasta la muerte; otros, por último, lo contemplan en la gloria de la resurrección.
En los años de su destierro, san Hilario escribió también el Libro de los Sínodos, en el que reproduce y comenta para sus hermanos obispos de la Galia las confesiones de fe y otros documentos de los sínodos reunidos en Oriente a mediados del siglo IV. Siempre firme en la oposición a los arrianos radicales, san Hilario muestra un espíritu conciliador con respecto a quienes aceptaban confesar que el Hijo era semejante al Padre en la esencia, naturalmente intentando llevarles siempre hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una semejanza, sino una verdadera igualdad entre el Padre y el Hijo en la divinidad. También me parece característico su espíritu de conciliación: trata de comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad plena y, con gran inteligencia teológica, les ayuda a alcanzar la plena fe en la divinidad verdadera del Señor Jesucristo.
En el año 360 ó 361, san Hilario pudo finalmente regresar del destierro a su patria e inmediatamente reanudó la actividad pastoral en su Iglesia, pero el influjo de su magisterio se extendió de hecho mucho más allá de los confines de la misma. Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el lenguaje del concilio de Nicea. Algunos autores antiguos consideran que este viraje antiarriano del Episcopado de la Galia se debió en buena parte a la firmeza y a la bondad del obispo de Poitiers. Esa era precisamente una característica peculiar de San Hilario: el arte de conjugar la firmeza en la fe con la bondad en la relación interpersonal.
En los últimos años de su vida compuso los Tratados sobre los salmos, un comentario a 58 salmos, interpretados según el principio subrayado en la introducción de la obra: «No cabe duda de que todas las cosas que se dicen en los salmos deben entenderse según el anuncio evangélico, de manera que, independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu profético, todo se refiera al conocimiento de la venida de nuestro Señor Jesucristo, encarnación, pasión y reino, y a la gloria y potencia de nuestra resurrección» (Instructio Psalmorum 5). En todos los salmos ve esta transparencia del misterio de Cristo y de su cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, san Hilario se encontró con san Martín: precisamente cerca de Poitiers el futuro obispo de Tours fundó un monasterio, que todavía hoy existe. San Hilario falleció en el año 367. Su memoria litúrgica se celebra el 13 de enero. En 1851 el beato Pío IX lo proclamó doctor de la Iglesia.
Para resumir lo esencial de su doctrina, quiero decir que el punto de partida de la reflexión teológica de san Hilario es la fe bautismal. En el De Trinitate, escribe: Jesús «mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19), es decir, confesando al Autor, al Unigénito y al Don. Sólo hay un Autor de todas las cosas, pues sólo hay un Dios Padre, del que todo procede. Y un solo Señor nuestro, Jesucristo, por quien todo fue hecho (1 Co 8, 6), y un solo Espíritu (Ef 4, 4), don en todos. (…) No puede encontrarse nada que falte a una plenitud tan grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo la inmensidad en el Eterno, la revelación en la Imagen, la alegría en el Don» (De Trinitate 2, 1).
Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en plenitud su divinidad al Hijo. Considero particularmente bella esta formulación de san Hilario: «Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso, y quien es Padre lo es totalmente. Este nombre no admite componendas, como si Dios sólo fuera padre en ciertos aspectos y en otros no» (ib. 9, 61). Por esto, el Hijo es plenamente Dios, sin falta o disminución alguna: «Quien procede del perfecto es perfecto, porque quien lo tiene todo le ha dado todo» (ib. 2, 8). Sólo en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, la humanidad encuentra salvación. Al asumir la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre, «se hizo la carne de todos nosotros» (Tractatus in Psalmos 54, 9); «asumió en sí la naturaleza de toda carne y, convertido así en la vid verdadera, es la raíz de todo sarmiento» (ib. 51, 16).
Precisamente por esto el camino hacia Cristo está abierto a todos —porque él ha atraído a todos hacia su humanidad—, aunque siempre se requiera la conversión personal: «A través de la relación con su carne, el acceso a Cristo está abierto a todos, a condición de que se despojen del hombre viejo (cf. Ef 4, 22) y lo claven en su cruz (cf. Col 2, 14); a condición de que abandonen las obras de antes y se conviertan, para ser sepultados con él en su bautismo, con vistas a la vida (cf. Col 1, 12; Rm 6, 4)» (ib. 91, 9).
La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario, al final de su tratado sobre la Trinidad, pide la gracia de mantenerse siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este libro: la reflexión se transforma en oración y la oración se hace reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios.
Quiero concluir la catequesis de hoy con una de estas oraciones, que se convierte también en oración nuestra: «Haz, Señor —reza san Hilario, con gran inspiración— que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Que te adore, Padre nuestro, y juntamente contigo a tu Hijo; que sea merecedor de tu Espíritu Santo, que procede de ti a través de tu Unigénito. Amén» (De Trinitate 12, 57).
Audiencia general del Miércoles, 10 de octubre de 2007
Cuando él nace, atraviesa la cristiandad una crisis durísima. El fuego de la revolución protestante se ha corrido a media Europa. Reina la confusión y el dolor en el mundo católico, mientras herejes e infieles se mofan a coro de la Santa Iglesia esperando su agonía. Pero el soplo del Divino Espíritu vivificó de nuevo a la Esposa de Cristo y ésta empezó a mostrar de nuevo al mundo los caminos de la restauración católica o de la verdadera reforma. Una falange de santos reformadores promovió esta corriente purificadora, especialmente en España e Italia. Don Juan de Ribera será devotísimo amigo de todos ellos: Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Pedro de Alcántara, Juan de Ávila, Francisco de Borja, Teresa de Jesús, Luis Beltrán, Alonso Rodríguez, y otros más en nuestra patria. El papa San Pío V pensó hacerle cardenal, y San Carlos Borromeo, que le amaba entrañablemente sin haberle visto nunca, pedía consejo a Ribera para el buen gobierno de su vastísima diócesis de Milán.
Fue natural de la ciudad de Sevilla, hijo del ilustre don Pedro Afán Enríquez de Ribera y Portocarrero, conde de los Molares, marqués de Tarifa, duque de Alcalá, virrey de Nápoles y antes de Cataluña. El niño crecía sin el amor materno. Su madre, doña Teresa de los Pinelos, falleció muy pronto. Sevilla era a la sazón la puerta de América, por donde se derramaba en Europa aquel torrente de riquezas, de conocimientos nuevos, de sustancias desconocidas: oro, plata, perlas, cacao, maíz, animales raros, hombres y mujeres de razas exóticas. Pero también riquezas del espíritu daba de sí esta ciudad al mundo. Para nuestro caso bastará recoger las palabras de un historiador local: «Es indudable que de toda la nobleza sevillana fue la familia de los Enríquez de Ribera la que más se señaló por su generosidad y amor a los pobres. Nadie como doña Catalina y su hijo don Fadrique de Rivera en caridad a los enfermos y desvalidos. Esta egregia señora, prototipo de las más egregias virtudes, fundó el Hospital de las Cinco Llagas, que luego su hijo dotó y amplió con extraordinaria munificencia». En esta misma línea de santidad familiar merece un recuerdo doña Teresa Enríquez de Alvarado, «la loca del Sacramento», de quien se cuenta que por sus manos escogía la flor de los racimos traídos de doce leguas, de Cebreros, en la provincia de Ávila, por ser la más excelente uva para fabricar el vino del Sacrificio. Por sí misma cernía la harina de las hostias y la guardaba en limpia y rica orza, delante de la cual tenía siempre una luz encendida. No porque la creyese consagrada, sino porque sólo el pensar que aquella harina se había de transubstanciar en el cuerpo de Cristo, la obligaba a mirarla con tierno respeto: algo así como se mira una corona regia o como una madre contempla los vestidos que han de cubrir y abrigar el cuerpecito del esperado primogénito. Don Juan fue enviado por su padre a la Universidad de Salamanca, que por entonces vive un periodo áureo: lecciones de Vitoria, teólogos a Trento, introducción del método teológico salmanticense en Italia por obra de los hijos del patriarca de Loyola. Y en suma, foco del prestigio hispano que batalla con la espada y con la pluma frente a turcos y herejes. Ribera salió discípulo aventajado en aquellas aulas, sacó sus títulos y tuvo cátedra en la misma. Atenas española. Estaba para terminar el concilio de Trento y el papa Pío IV escogió para la mitra vacante de Badajoz a nuestro joven maestro, que a sus virtudes y alcurnia juntaba el ser hijo del virrey de Nápoles. Aún no había cumplido los treinta años. Para la reforma y santificación de sus ovejas lanzó pequeñas tropas de choque y conquista. Reclutó misioneros y recabó la ayuda del Maestro Ávila, quien dice con gran consuelo en una de sus cartas: «El obispo de Badajoz ha enviado seis predicadores por el obispado, según él me ha escrito, y da a cada uno cuarenta mil maravedís y cuarenta fanegas de trigo, y aún si yo le enviara algunos, dijo daría más, si tuvieran necesidad de socorrer a padres o hermanos». El, por su parte, no se desdeñaba de administrar los sacramentos a los enfermos y sentarse para atender a las almas como confesor ordinario en su iglesia. Dormía muchas veces sobre haces de sarmientos y Seguía el mismo rigor que en Salamanca. Por eso, el arzobispo de Granada, respondió por carta a una que el mismo don Juan le había escrito: «Me pide V. S. Ilma. que le dé cuenta de mi vida; eso deseo saber de V. S. Ilma., que siempre desde su niñez fue santo, pues cuando V. S. Ilma. vino a Salamanca, de poca edad, yo era estudiante pasante, y ya entonces erais santo». Los avisos que él dio, a petición de los padres y del concilio provincial compostelano, en 1565, han pasado a las actas. Entre diversas sugerencias, señala remedios prácticos para la reforma personal de los obispos, primer intento de esta clase en España, que sepamos, de aplicación de los decretos Tridentinos. En la predicación puso tal fuego y acierto, que los vecinos de los lugares circunvecinos a donde predicaba se convidaban mutuamente: «Vamos a oír al apóstol». En dos ocasiones vendió la vajilla de plata y el importe lo invirtió en comprar trigo y remediar a los pobres en años de carestía. El divino Morales nos ha transmitido la efigie del obispo de Badajoz: sus facciones revelan a un hombre de nervio, pero limpio de toda excitación exterior, contemplativo y apóstol, con aires de alta nobleza y finos modales. El día que partió de su obispado, siendo ya patriarca de Antioquía, para regir la archidiócesis valentina, dio a los pobres todas sus alhajas, dinero y bienes. Más de una vez había quedado sin un maravedí, pero siempre estuvo a punto la bolsa paterna. En Valencia, como en Badajoz, se sujetó a un horario que recuerda hábitos estudiantiles. Gran madrugador, se levantaba de tres a cuatro de la mañana y comenzaba el estudio y meditación sobre la Biblia hasta las siete; daba cuatro horas para el rezo del oficio divino, santa misa, preparar sermones y un breve descanso. A la una de la tarde, audiencia pública. Se retiraba a eso de las tres, sin tener tiempo señalado para la comida, y sólo tomaba algunos higos secos, uvas o fruta del tiempo. Bebía muy poco, raramente vino con agua. Por la tarde concedía audiencia sin poner inconvenientes. Terminada esta obligación, marchaba a un jardín extramuros donde iba acumulando libros y más libros. Tornaba a palacio al anochecer, y por espacio de tres horas se recogía en oración. Tampoco para cenar había momento señalado. Antes de acostarse tenía unos momentos de solaz con los suyos. Al rigor ordinario en la comida, añadía ciertos ayunos, como en los días de Semana Santa, que se pasaba cuarenta horas sin probar alimento, y, mientras fue joven, tres veces por semana ayunaba como un monje: sólo pan y agua. Su criado, Pedro Pascual, no podía menos de maravillarse muchas mañanas al entrar en la alcoba de su señor; la cama estaba como el día anterior, y, para cerciorarse, metía las manos entre las sábanas, y no hallándolas calientes, concluía que el patriarca no había reposado en ellas durante la noche. Tenía don Juan ciertos lugares secretos en sus habitaciones, así en palacio como en el colegio por él fundado y en su jardín-biblioteca de la calle de Alboraya, donde escondía las disciplinas y cilicios, que la curiosidad de Pedro Pascual descubría, hallándolos siempre bañados en sangre. Estos indicios hacían presagiar un pontificado santo, como el de fray Tomás de Villanueva, fallecido aún no hacía tres lustros y cuyo recuerdo amable estaba en la memoria de todos, a él escribe un cronista que a su muerte eran tal el llanto y la pena de los pobres y del pueblo en general, que el espectáculo causaba la mayor tristeza. No le llamaban de otra manera que «el arzobispo santo». Vestía un hábito humilde y apedazado, guardó en todo gran pobreza voluntaria. No hizo testamento, porque no tenía de qué. Y a fin de morir totalmente desprendido, renunció en favor de su iglesia ciertos derechos que sobre ella le correspondían.
Los valencianos se percataran pronto que don Juan de Ribera, su nuevo pastor, aunque joven —llegaba a esta sede a los treinta y seis años—, era viejo en doctrina, virtud y prudencia. Solían decir los que trataban con el patriarca que de sus palabras fluía un no sé qué misterioso que infundía juntamente respeto y un gozo conmovedor. Fray Tomás había dejado abiertos con sus fatigas los primeros surcos para la reforma de esta diócesis, que por más de cien años estuvo huérfana de la presencia de sus pastores. Cierto que Ribera tenía ante sí Las trazas y el ejemplo del arzobispo limosnero. Pero también una perspectiva ardua: aplicar a sus ovejas la doctrina reformatoria del concilio de Trento, que acababa de ser aceptado en España: un plan salvador, intenso, y cuyos frutos no se tocarían sino a largo plazo. Estaba también por delante la angustiosa cuestión morisca, con todos los anteriores fracasos de evangelización y apaciguamiento. Meditaba don Juan cuál sería el método adecuado para aquella tan general y variada misión entre cristianos viejos e infieles astutos, que no otra cosa eran los moros bautizados unas veces por la fuerza, otras voluntariamente, aunque para mayor amparo y encubrimiento de su infidelidad. Abrió el buen pastor su campaña con las visitas pastorales. Once veces visitó completamente, por sí o por sus delegados, todas las parroquias de su amplia jurisdicción. Cada bienio tenía noticia cabal del estado de sus 290 parroquias rurales. Lo mismo aparece el infatigable apóstol en los fragosos lugares del arciprestazgo de Villahermosa del Río, como en los no menos ásperos de la región alicantina. Aun en medio de penosas ocupaciones halla tiempo para el estudio, hurtando horas al descanso. Alojaba cierta vez en su casa el cura de Carcagente al patriarca durante la visita pastoral. Y aconteció que, habiéndose retirado todos a dormir y siendo muy entrada ya la noche, había luz en la alcoba del prelado. Movido por la curiosidad, atisbo el rector por los resquicios de la puerta y vio al arzobispo en la cama, sentado y estudiando rodeado de libros. El cura se movió a devoción, al recordar que lo mismo había leído de San Ambrosio. Entre los años 1569 y 1610 llevó a cabo 2.715 visitas pastorales, recogidas en 91 volúmenes, con un total de 91.202 folios. Celebró siete sínodos. Cada vez, los decretos eran pocos, breves y prácticos, para evitar que la muchedumbre de ellos tentase a olvidarlos. Son de carácter marcadamente sacerdotal. Del clero, en estrecha comunión con su obispo, cabía esperar con toda razón la enmienda del pueblo y una vida cristiana floreciente. Tratábalos con exquisita cortesía, ya en los retiros a puerta cerrada en la parroquia de Santo Tomás donde solía instruirles y aun reprenderles, ya en privado con advertencias paternales. Jerónimo Martínez de la Vega recordó toda su vida las palabras del arzobispo cuando le otorgaba licencia de confesar: «Mirad, hijo, lo que hacéis; que sois mozo y el oficio es peligroso». Y hablaba el bueno del patriarca aleccionado por la experiencia. En Badajoz hubo de rechazar a una joven, la cual simulando confesión, le descubrió los torpes deseos que hacia él sentía, Ribera huyó del lazo y aun ganó aquella alma para Dios. En Valencia se repitió la escena en horas de audiencia. Mas el patriarca, puesto en pie, en voz alta y en presencia de sus criados, comenzó a reprender a la desdichada, con tanto fervor de espíritu, que parecía echaba rayos de sus ojos. Así estuvo dos horas; y al cabo logró trocar aquel corazón apasionado y la envió a casa de sus padres con la advertencia de que la perdonasen y recibiesen. Este hombre, grande por su origen y por sus ministerios, sabía tratar con los pequeñuelos. Acostumbraba a ponerse en una sillita en la plaza de Burjasot, pueblecito cercano a la capital, y enseñaba por sí la doctrina cristiana a los niños. Y luego repartía dulces, monedas, ropas y otras cosas que necesitaban. Cuidadoso de la juventud, estableció en su palacio una escuela para los hijos de los nobles, en número de unos treinta, pues, como él afirmaba, se debía a todos como pastor. Desde muy niños estaban en casa del señor patriarca aprendiendo la piedad y las letras. Servíase de ellos solamente para el mayor esplendor de los pontificales. Cuando ya cursaban estudios superiores acudían a la Universidad en carroza para oír a sus respectivos maestros. Aquella escuela parecía más bien un seminario. De ella salieron un cardenal, un arzobispo, doce obispos, amén de un buen número de religiosos, canónigos y rectores de iglesias. La experiencia pastoral había persuadido al patriarca la conveniencia de empuñar juntamente el báculo y la espada. Felipe III le nombró virrey y capitán general. La tranquilidad, largos años perturbada, vino como por encanto y la justicia se aplicaba con rectitud. Nada escapaba al ojo vigilante del virrey arzobispo. Una viuda que llevaba pleito de importancia, se quejó alegando sospecha de parcialidad en el juez. Ribera se personó al día siguiente en el consejo y preguntó: «¿Quién de vuestras mercedes tiene la causa?» «Yo, señor», respondió el oidor. «¿En qué punto está?», tomó a preguntar el patriarca. «Ya está acordado para sentenciar y dados memoriales de ambas partes». Y mirando a los otros oidores insistió el patriarca: «¿Por qué no se da sentencia?» Y como todos guardasen silencio, prosiguió: «Venga el proceso mañana y estudien la causa, porque quiero que se dé sentencia». Cuando terminó el pleito dijo el oidor a un amigo: «Verdaderamente este señor es un santo. Yo estaba ciego con favorecer a una persona, y con sola la visita del patriarca y dos palabras que habló en consejo, cobré luz y descargué mi conciencia».
Fundó en la ciudad el Colegio y Seminario de Corpus Christi para atender a la formación del clero y en esta misma casa, una capilla —institución entre las más famosas de la cristiandad— donde se honra al Santísimo Sacramento con un ceremonial y una liturgia llena de majestad y de sosiego, aun en nuestros días. De su amor a Jesús Sacra mentado diremos que con frecuencia se retiraba a celebrar el santo sacrificio a una capilla de su propia iglesia y, luego de alzar a Dios, íbase el ayudante, hasta el aviso del patriarca con una campanilla. Durábale esta misa de dos a tres horas por el arrobamiento y las lágrimas. Falleció en su amado colegio el 6 de enero de 1611. Aún pudo ver la expulsión de los moriscos por mandato de Felipe III en 1609. Ribera los había catequizado durante treinta y cuatro años, sin reducirlos al yugo de Cristo.
Cuando el anciano pastor rendía su alma a Dios, los niños en tropel cantaban por las calles de la ciudad: «El señor patriarca está en la gloria, con la palma y corona de la victoria». En sus funerales abrió los ojos y se le encendió el rostro para adorar al Señor desde la consagración hasta la comunión del celebrante. San Pío V le había llamado, hacía cuarenta años, «lumen totius Hispaniae» («lumbrera de toda España»).