Catequesis del «desierto»

Catequesis del «desierto»

Con motivo de la próxima festividad de san Antonio Abad, uno de los grandes padres del desierto, os proponemos la Catequesis del desierto impartida por Fray Nelson Medina, teólogo de la Orden de los Dominicos.

[…] para Cristo no es indiferente que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud […]

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Extracto de la Homilía del domingo 24 de abril de 2005

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Catequesis del desierto: Introducción

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Catequesis del desierto: Los desiertos de Adán, Abraham y Moisés

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Catequesis del desierto: El desierto de Israel

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Catequesis del desierto: El desierto de Jesucristo

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Catequesis del desierto: Nuestros desiertos

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Catequesis del desierto

Fray Nelson Medina, teólogo de la Orden de los Dominicos


Oración a la «Sagrada Familia» del Santo Padre Francisco

Oración a la «Sagrada Familia» del Santo Padre Francisco

[…] nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide «permiso», cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría.


Santo Padre Francisco

Extracto del Ángelus del jueves 29 de diciembre de 2013

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Oración a la «Sagrada Familia» del Santo Padre Francisco


Jesús, María y José:

en vosotros, Sagrada Familia de Nazaret,

ponemos hoy nuestra mirada

con admiración y confianza;

en vosotros contemplamos

la belleza de la comunión en el amor verdadero;

a vosotros enconmendamos todas nuestras familias

para que se renueven en ellas las maravillas de la gracia.


Sagrada Familia de Nazaret, 

atractiva escuela del santo Evangelio,

enséñanos a imitar tus virtudes

con una sabia disciplina espiritual;

danos esa mirada limpia

que sabe reconocer la obra de la Providencia

en las situaciones diarias de la vida.


Sagrada Familia de Nazaret,

custodia fiel del misterio de la salvación.

Haz que renazca en nosotros la estima del silencio,

haz de nuestras familias cenáculos de oración

y transfórmalas en pequeñas Iglesias domésticas.

Renueva el deseo de santidad,

sostén la noble fatiga del trabajo, de la educación,

de la escuela de la comprensión y del perdón recíprocos.


Sagrada Familia de Nazaret:

despierta en nuestra sociedad la consciencia

del carácter sagrado e inviolable de la familia, 

bien inestimable e insustituible.

Que cada familia sea morada acogedora

de bondad y de paz

para los niños y para los ancianos,

para quien está enfermo y solo,

para quien es pobre y está necesitado.


Jesús, María y José,

con confianza os rezamos,

con alegría a vosotros nos encomendamos.


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Dos catequesis de Benedicto XVI sobre san Gregorio de Nisa

Dos catequesis de Benedicto XVI sobre san Gregorio de Nisa

En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la Iglesia del siglo IV, Basilio y Gregorio Nacianceno, obispo en Capadocia, en la actual Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el hermano de Basilio, san Gregorio de Nisa, hombre de carácter meditativo, con gran capacidad de reflexión y una inteligencia despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Se convirtió así en un pensador original y profundo de la historia del cristianismo.

Nació en torno al año 335; su formación cristiana fue atendida particularmente por su hermano Basilio, definido por él «padre y maestro » (Epístola 13,4: SC 363,198), y por su hermana Macrina. En sus estudios, le gustaba particularmente la filosofía y la retórica. En un primer momento se dedicó a la enseñanza y se casó. Después, como su hermano y su hermana, se dedicó totalmente a la vida ascética. Más tarde, fue elegido obispo de Nisa, convirtiéndose en pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad. Acusado de malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que abandonar brevemente su sede episcopal, pero después regresó triunfalmente (Cf. Epístola 6: SC 363,164-170), y siguió comprometiéndose en la lucha por defender la auténtica fe.

Tras la muerte de Basilio, como recogiendo su herencia espiritual, cooperó sobre todo en el triunfo de la ortodoxia. Participó en varios sínodos; trató de dirimir los enfrentamientos entre las Iglesias; participó en la reorganización eclesiástica y, como «columna de la ortodoxia», fue uno de los protagonistas del Concilio de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo.

Tuvo varios encargos oficiales por parte del emperador Teodosio, pronunció importantes homilías y discursos fúnebres, compuso varias obras teológicas. En el año 394 volvió a participar en un sínodo que se celebró en Constantinopla. Se desconoce la fecha de su muerte.

Gregorio expresa con claridad la finalidad de sus estudios, objetivo supremo al que dedica su trabajo teológico: no entregar la vida a cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (Cf. «In Ecclesiasten hom.» 1: SC 416,106-146).

Encontró este bien supremo en el cristianismo, gracias al cual es posible «la imitación de la naturaleza divina» («De professione christiana»: PG 46, 244C). Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes, que negaban la divinidad del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonios), o ponían en tela de juicio la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la Sagrada Escritura, meditando en la creación del hombre. La creación era para él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y a partir de aquí encontraba el camino hacia Dios.

Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien presenta como hombre en camino hacia Dios: esta ascensión hacia el Monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el Padrenuestro y las Bienaventuranzas. En su «Gran discurso catequístico» («Oratio catechetica magna»), expuso las líneas fundamentales de la teología, no de una teología académica, cerrada en sí misma, sino que ofreció a los catequistas un sistema de referencia para sus enseñanzas, como una especie de marco en el que se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.

Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era una reflexión académica, sino la expresión de una vida espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran «padre de la mística» presentó en varios tratados –como el «De professione christiana» y el «De perfectione christiana»– el camino que los cristianos tienen que emprender para alcanzar al verdadera vida, la perfección.

Exaltó la virginidad consagrada («De virginitate»), y propuso un modelo insigne en la vida de su hermana Macrina, quien fue para él siempre una guía, un ejemplo (Cf. «Vita Macrinae»). Pronunció varios discursos y homilías, escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, Gregorio subraya que Dios, «el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del ejercicio de la realeza. A causa de la superioridad del alma, y gracias a la misma conformación del cuerpo, hace que el hombre sea re

almente idóneo para desempeñar el poder regio» («De hominis opificio» 4: PG 44,136B).

Pero vemos cómo el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de la creación y no ejerce la verdadera realeza. Por este motivo, para desempeñar una verdadera responsabilidad ante las criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. El hombre, de hecho, es un reflejo de esa belleza original que es Dios: «Todo lo que creó Dios era óptimo», escribe el santo obispo. Y añade: «Lo testimonia la narración de la creación (Cf. Génesis 1, 31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser tan bella como la que era semejante a la belleza pura e incorruptible?… Reflejo e imagen de la vida eterna, él era realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida en su rostro» («Homilia in Canticum» 12: PG 44,1020C).

El hombre fue honrado por Dios y colocado por encima de toda criatura: «El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejante a la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, espacio de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, y al contemplarte te conviertes en lo que Él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza» («Homilia in Canticum 2»: PG 44,805D).

Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre ha sido degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza originaria: sólo si Dios está presente, el hombre alcanza su verdadera grandeza.

El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina: purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (Cf. «Oratio catechetica 6»: SC 453,174). De este modo, el hombre purificándose, puede ver a Dios, como los puros de corazón (Cf. Mateo 5, 8): «Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina… Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás feliz» («De beatitudinibus, 6»: PG 44,1272AB). Por tanto, hay que lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.

El hombre tiene, por tanto, como fin la contemplación de Dios. Sólo en ella podrá encontrar su plenitud. Para anticipar en cierto sentido este objetivo ya en esta vida tiene que avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida de diálogo c

on Dios. En otras palabras –y esta es la lección importante que nos deja san Gregorio de Nisa– la plena realización del hombre consiste en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que de este modo se hace luminosa también para los demás, también para el mundo.

San Gregorio de Nisa, nacido en el siglo IV, destaca en la historia del cristianismo como un pensador original y profundo, abierto a la cultura de su época. Elegido Obispo de Nisa, con su celo pastoral se ganó la estima de aquella comunidad. Participó en el Concilio de Constantinopla que definió la divinidad del Espíritu Santo. Con su aguda inteligencia defendió contra los herejes la verdad de la naturaleza divina del Hijo y del Espíritu Santo, así como la perfecta humanidad de Cristo. Gregorio compuso además varios tratados de doctrina espiritual en los que enseña el camino que lleva a la perfección. Afirmaba que en la creación no existe nada más grande y bello que el ser humano, creado por Dios como reflejo de la belleza divina. El hombre, purificando su corazón, puede volver a ser, como al principio, una limpia imagen de Dios. Enseñaba que la persona humana tiene como fin la contemplación de Dios, que se puede anticipar ya en este mundo a través de una vida espiritual cada vez más perfecta. Ésta es la lección más importante de san Gregorio Niseno: la plenitud del hombre consiste en la santidad.

Miércoles, 27 de agosto de 2007

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Segunda catequesis

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Os propongo algunos aspectos de la doctrina de san Gregorio de Nisa, de quien ya hablamos el miércoles pasado. Ante todo, san Gregorio de Nisa manifiesta una concepción muy elevada de la dignidad del hombre. El fin del hombre, dice el santo obispo, es hacerse semejante a Dios, y este fin lo alcanza sobre todo a través del amor, del conocimiento y de la práctica de las virtudes, «rayos luminosos que brotan de la naturaleza divina» (De beatitudinibus 6: PG 44, 1272 c), en un movimiento perpetuo de adhesión al bien, como el corredor que avanza hacia adelante.

San Gregorio utiliza, a este respecto, una imagen eficaz, que ya se encontraba presente en la carta de san Pablo a los Filipenses: épekteinómenos (Flp 3, 13), es decir, «tendiendo» hacia lo que es más grande, hacia la verdad y el amor. Esta expresión icástica indica una realidad profunda: la perfección que queremos alcanzar no es algo que se conquista para siempre; la perfección es estar en camino, es una continua disponibilidad para seguir adelante, pues nunca se alcanza la plena semejanza con Dios; siempre estamos en camino (cf. Homilia in Canticum 12: PG 44, 1025 d). La historia de cada alma es un amor colmado sin cesar y, al mismo tiempo, abierto a nuevos horizontes, pues Dios dilata continuamente las posibilidades del alma para hacerla capaz de bienes siempre mayores. Dios mismo, que ha sembrado en nosotros semillas de bien y del que brota toda iniciativa de santidad, «modela el bloque. (…) Limando y puliendo nuestro espíritu forma en nosotros a Cristo» (In Psalmos 2, 11: PG 44, 544 b).

San Gregorio aclara: «El llegar a ser semejantes a Dios no es obra nuestra, ni resultado de una potencia humana, es obra de la generosidad de Dios, que desde su origen ofreció a nuestra naturaleza la gracia de la semejanza con él» (De virginitate 12, 2: SC 119, 408-410). Por tanto, para el alma «no se trata de conocer algo de Dios, sino de tener a Dios en sí misma» (De beatitudinibus 6: PG 44, 1269 c). De hecho, san Gregorio observa agudamente: «La divinidad es pureza, es liberación de las pasiones y remoción de todo mal: si todo esto está en ti, Dios está realmente en ti» (ib.: PG 44, 1272 c).

Cuando tenemos a Dios en nosotros, cuando el hombre ama a Dios, por la reciprocidad propia de la ley del amor, quiere lo que Dios mismo quiere (cf. Homilia in Canticum 9: PG 44, 956 ac), y, por tanto, coopera con Dios para modelar en sí mismo la imagen divina, de manera que «nuestro nacimiento espiritual es el resultado de una opción libre, y en cierto sentido nosotros somos los padres de nosotros mismos, creándonos como nosotros mismos queremos ser y formándonos por nuestra voluntad según el modelo que escogemos» (Vita Moysis 2, 3: SC 1 bis, 108).

Para ascender hacia Dios el hombre debe purificarse: «El camino que lleva la naturaleza humana al cielo no es sino el alejamiento de los males de este mundo. (…) Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo, santo y bueno. (…) Por tanto, si, según el Eclesiastés (Qo 5, 1), «Dios está en el cielo» y si, según el profeta (Sal 72, 28), vosotros «estáis con Dios», se sigue necesariamente que debéis estar donde se encuentra Dios, pues estáis unidos a él. Dado que él os ha ordenado que, cuando oréis, llaméis a Dios Padre, os dice que os asemejéis a vuestro Padre celestial, con una vida digna de Dios, como el Señor nos ordena con más claridad en otra ocasión, cuando dice: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48)» (De oratione dominica 2: PG 44, 1145 ac).

En este camino de ascenso espiritual, Cristo es el modelo y el maestro, que nos permite ver la bella imagen de Dios (cf. De perfectione christiana: PG 46, 272 a). Cada uno de nosotros, contemplándolo a él, se convierte en «el pintor de su propia vida»; su voluntad es la que realiza el trabajo, y las virtudes son como las pinturas de las que se sirve (ib.: PG 46, 272 b). Por tanto, si el hombre es considerado digno del nombre de Cristo, ¿cómo debe comportarse? San Gregorio responde así: «(debe) examinar siempre interiormente sus pensamientos, sus palabras y sus acciones, para ver si están dirigidos a Cristo o si se alejan de él» (ib.: PG 46, 284 c). Y este punto es importante por el valor que da a la palabra cristiano. El cristiano lleva el nombre de Cristo y, por eso, debe asemejarse a él también en la vida. Los cristianos, por el bautismo, asumimos una gran responsabilidad.

Ahora bien, Cristo, recuerda san Gregorio, está presente también en los pobres; por consiguiente, nunca se les debe despreciar: «No desprecies a quienes están postrados, como si por eso no valieran nada. Considera quiénes son y descubrirás cuál es su dignidad: representan a la persona del Salvador. Y así es, pues el Señor, en su bondad, les prestó su misma persona para que, a través de ella, tengan compasión los que son duros de corazón y enemigos de los pobres» (De pauperibus amandis: PG 46, 460 bc).

San Gregorio, como decíamos, habla de una ascensión: ascensión a Dios en la oración a través de la pureza de corazón; pero esa ascensión a Dios se realiza también mediante el amor al prójimo. El amor es la escalera que lleva a Dios. Por eso el santo obispo exhorta vivamente a sus oyentes: «Sé generoso con estos hermanos, víctimas de la desventura. Da al hambriento lo que le quitas a tu estómago» (ib.: PG 46, 457 c).

Con mucha claridad san Gregorio recuerda que todos dependemos de Dios, y por ello exclama: «No penséis que todo es vuestro. Debe haber también una parte para los pobres, los amigos de Dios. De hecho, todo procede de Dios, Padre universal, y nosotros somos hermanos, pertenecemos a un mismo linaje» (ib.: PG 46, 465 b). Así pues, insiste san Gregorio, el cristiano debe examinarse: «¿De qué te sirve el ayuno y la abstinencia si después con tu maldad haces daño a tu hermano? ¿Qué ganas, ante Dios, por el hecho de no comer de lo tuyo, si después, actuando injustamente, arrancas de las manos del pobre lo que es suyo?» (ib.: PG 46, 456 a).

Concluyamos estas catequesis sobre los tres grandes Padres de Capadocia recordando una vez más el aspecto importante de la doctrina espiritual de san Gregorio de Nisa: la oración. Para avanzar por el camino hacia la perfección y acoger en sí a Dios, llevando en sí al Espíritu de Dios, el amor de Dios, el hombre debe dirigirse con confianza a él en la oración: «A través de la oración logramos estar con Dios. Pero, quien está con Dios está lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad, freno de la ira, represión y dominio de la soberbia. La oración es custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para los agricultores, seguridad para los navegantes» (De oratione dominica 1: PG 44, 1124 a-b).

El cristiano reza inspirándose siempre en la oración del Señor: «Por tanto, si queremos pedir que descienda sobre nosotros el reino de Dios, se lo pedimos con la potencia de la Palabra: que yo sea alejado de la corrupción, que sea liberado de la muerte y de las cadenas del error; que la muerte nunca reine sobre mí, que no tenga nunca poder sobre nosotros la tiranía del mal, que no me domine el adversario ni me haga su prisionero por el pecado, sino que venga a mí tu reino para que se alejen de mí, o mejor todavía, se anulen las pasiones que ahora me dominan y subyugan» (ib. 3: PG 44, 1156 d-1157 a).

Terminada su vida terrena, el cristiano podrá dirigirse así con serenidad a Dios. Al hablar de esto, san Gregorio piensa en la muerte de su hermana santa Macrina y escribe que ella, en el momento de la muerte, rezaba a Dios con estas palabras: «Tú, que tienes en la tierra el poder de perdonar los pecados, perdóname para que pueda tener descanso (cf. Sal 38, 14), y para que llegue a tu presencia sin mancha, en el momento en el que sea despojada de mi cuerpo (cf. Col 2, 11), de manera que mi espíritu, santo e inmaculado (cf. Ef 5, 27) sea acogido en tus manos, «como incienso ante ti» (Sal 140, 2)» (Vita Macrinae 24: SC 178, 224). Esta enseñanza de san Gregorio es válida siempre: no sólo debemos hablar de Dios, sino también llevar a Dios en nosotros mismos. Lo hacemos con el compromiso de la oración y amando a todos nuestros hermanos.

Miércoles, 5 de septiembre de 2007

Juan bautiza al Señor: vídeos de animación

Juan bautiza al Señor: vídeos de animación

Y una voz del cielo decía: «Éste es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él.» Mateo 3:17

Dios envió a un hombre llamado Juan el Bautista para preparar a la gente para la venida de Jesús. Juan les dijo que dejaran el pecado (las cosas que no agradan a Dios) y que se acercaran a Dios. Después que hacían una decisión de seguir a Dios, Juan los bautizaba en el río Jordán.

Un día Jesús vino a Juan y le pidió que lo bautizara. Al principio, Juan no quería hacer esto porque Jesús es perfecto y no había hecho ningún mal. Juan le dijo que el necesitaba que Jesús lo bautizara a él. Jesús entonces explicó que el ser bautizado era algo que Dios quería que él hiciera. Era una manera de mostrar a todos que Jesús obedecía y seguía a Dios.

Así que Juan bautizó a Jesús en el río. Esto significa que lo sumergió en el agua y lo levantó para sacarlo del agua. Cuando Jesús salió del agua, los cielos se abrieron y el Espíritu de Dios bajó en forma de una paloma. Luego una voz del cielo dijo, «Éste es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él.»

Jesús obedeció a Dios toda su vida. Podemos seguir el ejemplo de Jesús al obedecer a Dios en nuestro diario vivir.

Vamos a ver lo que significa ser bautizado. El bautismo pinta un cuadro que cuenta una historia. Romanos 6:4 nos dice que el bautismo es un cuadro de lo que hizo Jesús por nosotros.

Cuando la persona es sumergida en el agua, esto representa que Jesús murió en la cruz por nuestros pecados. Cuando la persona sale del agua, esto representa que Jesús resucitó.

El bautismo también es un cuadro lo que sucede en nuestros corazones. Antes que creemos en Jesús, nuestros corazones están sucios por el pecado que hay en nosotros. Cuando invitamos a Jesús a nuestros corazones, Él viene a nuestros corazones y nos limpia del pecado.

El bautismo también es una manera que obedecemos a Dios, exactamente como Jesús. Dios nos dice en su palabra, la Biblia, que debemos ser bautizados cuando creemos y confiamos en Jesús. Romanos 10:9 dice que si confesamos con nuestra boca que Jesús es el Señor y creemos en nuestro corazón que Dios le ha resucitado de los muertos seremos salvos.

Un manera de mostrar que creemos es el ser bautizados. El bautismo es el paso que sigue después de haber creído en Cristo.

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Recursos audiovisuales de animación

Vida de Juan Bautista en dibujos animados

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La vida de Juan el Bautista, cantada por Aída Borjes

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Evangelio del día: Curación de un leproso

Evangelio del día: Curación de un leproso

Lucas 5, 12-16. Tiempo de Navidad. 11 de enero. Lo único que necesitas es acercarte humildemente a Cristo y pedirle lo que necesitas.

Mientras Jesús estaba en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra. Al ver a Jesús, se postró ante él y le rogó: «Señor, si quieres, puedes purificarme». Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». Y al instante la lepra desapareció. El le ordenó que no se lo dijera a nadie, pero añadió: «Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio». Su fama se extendía cada vez más y acudían grandes multitudes para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Pero él se retiraba a lugares desiertos para orar.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: 1 Jn 5, 5-13

Salmo: Sal 147, 12-13.14-15.19-20

Oración introductoria

Señor, vengo ante Ti como el leproso del Evangelio. Estoy necesitado de tu gracia. Tócame y sáname de todas mis lepras, de mi egoísmo, de mi soberbia, de mi vanidad. Conviérteme en un verdadero cristiano.

Petición

Señor, que pueda corresponder a tu gracia amando a los demás.

Meditación del Papa emérito

Mientras Jesús estaba predicando en las aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús no evade el contacto con este hombre, sino, impulsado por una íntima participación de su condición, extiende su mano y le toca superando la prohibición legal y le dice: «Quiero, queda limpio». En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, donde está incorporada la voluntad de Dios de sanarnos y purificarnos del mal que nos desfigura y que arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso, fue derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso de lo más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en «leproso» para que nosotros fuésemos purificados.

Benedicto XVI, Ángelus del domingo, 12 de febrero de 2012

Reflexión

Nadie hubiera pensado que curarse de la lepra fuera tan fácil. Lo único que precisó este enfermo, fue acercarse humildemente a Cristo y pedírselo. Él sabía que Cristo bien podía hacerlo. Además, cree con todo su corazón en la bondad del Maestro. Quizá por esto, es que se presenta tan tímido y sencillo a la vez: «Maestro, si quieres, puedes curarme». La actitud denota no sólo humildad y respeto, revela además, confianza…

La vida de muchas personas, y a veces la nuestra, se ve llena de enfermedades y males, sucesos indeseados y problemas de todos los tipos, que nos podrían orillar a perder la confianza en el Maestro, Buen Pastor. Quizá alguna vez, hemos pensado que Él nos ha dejado, que ya no está con nosotros; pues sentimos que nuestra pequeña barca ha comenzado a naufragar en el mar de la vida… Pero de esta forma, olvidamos que el primero en probar el sufrimiento y la soledad fue Él mismo, mientras padecía su muerte en la cruz. Y así, nos quiso enseñar que Dios siempre sabe sacar bienes de males, pues por esa muerte ignominiosa, nos vino la Redención.

La lección de confiar en Cristo y en su infinita bondad, no es esperar que nos quitará todos los sufrimientos de nuestras vidas. Sino que nos ayudará a saber llevarlos, para la purificación de nuestra alma, en beneficio de toda la Iglesia.

Propósito

Tener presente la preparación de mi siguiente confesión, no posponerla, decidirme.

Diálogo con Cristo

Señor, cuántas veces me creo sano y no me doy cuenta de que estoy enfermo espiritualmente. ¡Cúrame Jesús! Que a semejanza del leproso del Evangelio, la experiencia de tu amor, me dé toda la luz para hacer un buen examen de conciencia y un firme propósito de enmienda al acercarme al sacramento de la reconciliación.


Catequesis sobre el Bautismo – Santo Padre Francisco

Catequesis sobre el Bautismo – Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Credo, a través del cual cada domingo hacemos nuestra profesión de fe, afirmamos: «Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados». Se trata de la única referencia a un Sacramento en todo el Credo. En efecto, el Bautismo es la «puerta» de la fe y de la vida cristiana. Jesús Resucitado dejó a los Apóstoles esta consigna: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16, 15-16). La misión de la Iglesia es evangelizar y perdonar los pecados a través del sacramento bautismal. Pero volvamos a las palabras del Credo. La expresión se puede dividir en tres puntos: «confieso»; «un solo bautismo»; «para el perdón de los pecados».

«Confieso». ¿Qué quiere decir esto? Es un término solemne que indica la gran importancia del objeto, es decir, del Bautismo. En efecto, pronunciando estas palabras afirmamos nuestra auténtica identidad de hijos de Dios. El Bautismo es en cierto sentido el carné de identidad del cristiano, su certificado de nacimiento y el certificado de nacimiento en la Iglesia. Todos vosotros sabéis el día que nacisteis y festejáis el cumpleaños, ¿verdad? Todos nosotros festejamos el cumpleaños. Os hago una pregunta, que ya hice otras veces, pero la hago una vez más: ¿quién de vosotros recuerda la fecha de su Bautismo? Levante la mano: son pocos (y no pregunto a los obispos para no hacerles pasar vergüenza…). Pero hagamos una cosa: hoy, cuando volváis a casa, preguntad qué día habéis sido bautizados, buscad, porque este es el segundo cumpleaños. El primer cumpleaños es el nacimiento a la vida y el segundo cumpleaños es el nacimiento en la Iglesia. ¿Haréis esto? Es una tarea para hacer en casa: buscar el día que nací para la Iglesia, y dar gracias al Señor porque el día del Bautismo nos abrió la puerta de su Iglesia. Al mismo tiempo, al Bautismo está ligada nuestra fe en el perdón de los pecados. El Sacramento de la Penitencia o Confesión es, en efecto, como un «segundo bautismo», que remite siempre al primero para consolidarlo y renovarlo. En este sentido el día de nuestro Bautismo es el punto de partida de un camino bellísimo, un camino hacia Dios que dura toda la vida, un camino de conversión que está continuamente sostenido por el Sacramento de la Penitencia. Pensad en esto: cuando vamos a confesarnos de nuestras debilidades, de nuestros pecados, vamos a pedir el perdón de Jesús, pero vamos también a renovar el Bautismo con este perdón. Y esto es hermoso, es como festejar el día del Bautismo en cada Confesión. Por lo tanto la Confesión no es una sesión en una sala de tortura, sino que es una fiesta. La Confesión es para los bautizados, para tener limpio el vestido blanco de nuestra dignidad cristiana.

Segundo elemento: «un solo bautismo». Esta expresión remite a la expresión de san Pablo: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5). La palabra «bautismo» significa literalmente «inmersión», y, en efecto, este Sacramento constituye una auténtica inmersión espiritual en la muerte de Cristo, de la cual se resucita con Él como nuevas criaturas (cf. Rm 6, 4). Se trata de un baño de regeneración y de iluminación. Regeneración porque actúa ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual nadie puede entrar en el reino de los cielos (cf. Jn 3, 5). Iluminación porque, a través del Bautismo, la persona humana se colma de la gracia de Cristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9) y expulsa las tinieblas del pecado. Por esto, en la ceremonia del Bautismo se les da a los padres una vela encendida, para significar esta iluminación; el Bautismo nos ilumina desde dentro con la luz de Jesús. En virtud de este don el bautizado está llamado a convertirse él mismo en «luz» —la luz de la fe que ha recibido— para los hermanos, especialmente para aquellos que están en las tinieblas y no vislumbran destellos de resplandor en el horizonte de su vida.

Podemos preguntarnos: el Bautismo, para mí, ¿es un hecho del pasado, aislado en una fecha, esa que hoy vosotros buscaréis, o una realidad viva, que atañe a mi presente, en todo momento? ¿Te sientes fuerte, con la fuerza que te da Cristo con su muerte y su resurrección? ¿O te sientes abatido, sin fuerza? El Bautismo da fuerza y da luz. ¿Te sientes iluminado, con esa luz que viene de Cristo? ¿Eres hombre o mujer de luz? ¿O eres una persona oscura, sin la luz de Jesús? Es necesario tomar la gracia del Bautismo, que es un regalo, y llegar a ser luz para todos.

Por último, una breve referencia al tercer elemento: «para el perdón de los pecados». En el sacramento del Bautismo se perdonan todos los pecados, el pecado original y todos los pecados personales, como también todas las penas del pecado. Con el Bautismo se abre la puerta a una efectiva novedad de vida que no está abrumada por el peso de un pasado negativo, sino que goza ya de la belleza y la bondad del reino de los cielos. Se trata de una intervención poderosa de la misericordia de Dios en nuestra vida, para salvarnos. Esta intervención salvífica no quita a nuestra naturaleza humana su debilidad —todos somos débiles y todos somos pecadores—; y no nos quita la responsabilidad de pedir perdón cada vez que nos equivocamos. No puedo bautizarme más de una vez, pero puedo confesarme y renovar así la gracia del Bautismo. Es como si hiciera un segundo Bautismo. El Señor Jesús es muy bueno y jamás se cansa de perdonarnos. Incluso cuando la puerta que nos abrió el Bautismo para entrar en la Iglesia se cierra un poco, a causa de nuestras debilidades y nuestros pecados, la Confesión la vuelve abrir, precisamente porque es como un segundo Bautismo que nos perdona todo y nos ilumina para seguir adelante con la luz del Señor. Sigamos adelante así, gozosos, porque la vida se debe vivir con la alegría de Jesucristo; y esto es una gracia del Señor.

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Santo Padre Francisco

Audiencia General del miércoles, 13 de noviembre de 2013

Catequesis sobre la «Epifanía del Señor» – Santo Padre emérito Benedicto XVI

Catequesis sobre la «Epifanía del Señor» – Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Esta fiesta de la Epifanía es una fiesta muy antigua, que tiene su origen en el Oriente cristiano y pone de relieve el misterio de la manifestación de Jesucristo a todas las naciones, representadas por los Magos que acudieron a adorar al Rey de los judíos recién nacido en Belén, como narra el Evangelio de san Mateo (cf. 2, 1-12). La «luz nueva» que se encendió en la noche de Navidad (cf. Prefacio de Navidad I), hoy comienza a brillar sobre el mundo, como sugiere la imagen de la estrella, un signo celestial que atrajo la atención de los Magos y los guió en su viaje hacia Judea.

Todo el período de Navidad y de Epifanía se caracteriza por el tema de la luz, vinculado al hecho de que, en el hemisferio norte, después del solsticio de invierno, el día vuelve a alargarse con respecto a la noche. Pero, más allá de su posición geográfica, para todos los pueblos vale la palabra de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Jesús es el sol que apareció en el horizonte de la humanidad para iluminar la existencia personal de cada uno de nosotros y para guiarnos a todos juntos hacia la meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre nosotros.

El anuncio de este misterio de salvación fue confiado por Cristo a su Iglesia. Ese misterio —escribe san Pablo— «ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 5-6). La invitación que el profeta Isaías dirigía a la ciudad santa Jerusalén se puede aplicar a la Iglesia: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 1-2). Es así, como dice el Profeta: el mundo, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la luz para orientarla en su camino. Lo constatamos también en nuestros días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega a vista. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas. No posee soluciones técnicas, pero tiene la mirada dirigida a la meta, y ofrece la luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y cultura.

Esta es también la misión de los representantes pontificios ante los Estados y las Organizaciones internacionales. 

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Santo Padre emérito Benedicto XVI

Solemnidad de la Epifanía del Señor

Ángelus del viernes 6 de enero de 2012

De los nombres de Cristo: Príncipe de la Paz

De los nombres de Cristo: Príncipe de la Paz

—Cuando la razón no lo demostrara, ni por otro camino se pudiera entender cuán amable cosa sea la paz, esta vista hermosa del cielo que se nos descubre ahora, y el concierto que tienen entre sí aquestos resplandores que lucen en él, nos dan de ello suficiente testimonio. Porque ¿qué otra cosa es sino paz, o ciertamente una imagen perfecta de paz, esto que ahora vemos en el cielo, y que con tanto deleite se nos viene a los ojos? Que si la paz es, como San Agustín breve y verdaderamente concluye, una orden sosegada, o un tener sosiego y firmeza en lo que pide el buen orden, eso mismo es lo que nos descubre ahora esta imagen. Adonde el ejército de las estrellas, puesto como en ordenanza y como concertado por sus hileras luce hermosísimo, y adonde cada una de ellas inviolablemente guarda su puesto; adonde no usurpa ninguna el lugar de su vecina, ni la turba en su oficio, ni menos, olvidada del suyo, rompe jamás la ley eterna y santa que le puso la Providencia; antes, como hermanadas todas y como mirándose entre sí, y comunicándose sus luces las mayores con las menores, se hacen muestra de amor, y como en cierta manera se reverencian unas a otras, y todas juntas templan a veces sus rayos y sus virtudes, reduciéndolas a una pacífica unidad de virtud, de partes y aspectos diferentes compuesta, universal y poderosa sobre toda manera,

Y si así se puede decir, no sólo son un dechado de paz clarísimo y bello, sino un pregón y un loor que con voces manifiestas y encarecidas nos notifica cuán excelentes bienes son los que la paz en sí contiene y los que hace en todas las cosas. La cual voz y pregón, sin ruido, se lanza en nuestras almas, y de lo que en ellas lanzada hace, se ve y entiende bien la eficacia suya y lo mucho que las persuade. Porque luego, como convencidas de cuánto les es útil y hermosa la paz, se comienzan ellas a pacificar en sí mismas y a poner a cada una de sus partes en orden. Porque, si estamos atentos a lo secreto que en nosotros pasa, veremos que este concierto y orden de las estrellas, mirándolo, pone en nuestras almas sosiego; y veremos que, con sólo tener los ojos enclavados en él con atención, sin sentir en qué manera, los deseos nuestros y las afecciones turbadas, que confusamente movían ruido en nuestros pechos, de día, se van quietando poco a poco y como adormeciéndose se reposan, tomando cada una su asiento, y reduciéndose a su lugar propio, se ponen sin sentir en su sujeción y concierto. Y veremos que así como ellas se humillan y callan, así lo principal y lo que es señor en el alma, que es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como alentada con esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos de sí, y, como en una cierta manera, se recuerda de su primer origen, al fin pone todo lo que es vil y bajo en su parte, y huella sobre ello. Y así, puesta ella en su trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las demás partes del alma, queda todo el hombre ordenado y pacífico.

Mas ¿qué digo de nosotros, que tenemos razón? Esto insensible y aquesto rudo del mundo, los elementos y la tierra, y el aire y los brutos, se ponen todos en orden, y se quietan luego que, poniéndose el sol, se les representa aqueste ejército resplandeciente

¿No veis el silencio que tienen ahora las cosas, y cómo parece que, mirándose en este espejo bellísimo, se componen todas ellas y hacen paz entre sí, vueltas a sus lugares y oficios y contentas con ellos? Es, sin duda, el bien de todas las cosas universalmente la paz, y así, dondequiera que la ven, la aman. Y no sólo ella, mas la vista de su imagen de ella las enamora y las enciende en codicia de asemejársele, porque todo se inclina fácil y dulcemente a su bien. Y aun si confesamos, como es justo confesar, la verdad, no solamente la paz es amada generalmente de todos, mas sola ella es amada y seguida y procurada por todos. Porque cuanto se obra en esta vida por los que vivimos en ella, y cuanto se desea y afana, es por conseguir este bien de la paz; y éste es el blanco adonde enderezan su intento, y el bien a que aspiran todas las cosas. Porque si navega el mercader y Si corre las mares, es por tener paz en su codicia que le solicita y guerrea. Y el labrador en el sudor de su cara y rompiendo la tierra, busca paz, alejando de sí, cuanto puede, al enemigo duro de la pobreza. Y por la misma manera el que sigue el deleite, y el que anhela a la honra, y el que brama por la venganza, y finalmente todos y todas las cosas buscan la paz en cada una de sus pretensiones. Porque, o siguen algún bien que les falta, o huyen algún mal que los enoja.

Y porque así el bien que se busca como el mal que se padece o se teme, el uno con su deseo y el otro con su miedo y dolor, turban el sosiego del alma y son como enemigos suyos que le hacen guerra, colígese manifiestamente que es huir la guerra y buscar la paz todo cuanto se hace. Y si la paz es tan grande y tan único bien, ¿quién podrá ser Príncipe de ella, esto es, causador de ella y principal fuente suya, sino ese mismo que nos es el principio y el autor de todos los bienes, Jesucristo, Señor y Dios nuestro? Porque si la paz es carecer de mal que aflige y de deseo que atormenta, y gozar de reposado sosiego, sólo Él hace exentas las almas del temer, y las enriquece de tal manera que no les queda cosa que poder desear.

Mas, para que esto se entienda, será bien que digamos por su orden qué cosas es paz y las diferentes maneras que de ella hay, y si Cristo es Príncipe y autor de ella en nosotros según todas sus partes y maneras, y de la forma en como es su autor y su Príncipe.

—Lo primero de esto que proponéis —dijo entonces Sabino—, paréceme, Marcelo, que es lo ya declarado por vos en lo que habéis dicho hasta ahora, adonde lo probastes con la autoridad y testimonio de San Agustín.

—Es verdad que dije —respondió Marcelo— que la paz, según dice San Agustín, es no otra cosa sino una orden sosegada o un sosiego ordenado. Y aunque no pienso ahora determinarla por otra manera, porque esta de San Agustín me contenta, todavía quiero insistir algo acerca de esto mismo que San Agustín dice, para dejarlo más enteramente entendido.

Porque, como veis, Sabino, según esta sentencia, dos cosas diferentes son las de que se hace la paz, conviene a saber, sosiego y orden. Y hácese de ellas así, que no será paz si alguna de ellas, cualquiera que sea, le faltare. Porque lo primero, la paz pide orden, o por mejor decir, no es ella otra cosa sino que cada una cosa guarde y conserve su orden: que lo alto esté en su lugar, y lo bajo por la misma manera; que obedezca lo que ha de servir, y lo que es de suyo señor que sea servido y obedecido; que haga cada uno su oficio, y que responda a los otros con el respeto que a cada uno se debe.

Pide, lo segundo, sosiego la paz. Porque, aunque muchas personas en la república, o muchas partes en el alma y en el cuerpo del hombre, conserven entre sí su debido orden y se mantengan cada una en su puesto, pero si las mismas están como bullendo para desconcertarse, y como forcejeando entre sí para salir de su orden, aun antes que consigan su intento y se desordenen, aquel mismo bullicio suyo y aquel movimiento destierra la paz de ellas, y el moverse o el caminar a la desorden, o siquiera el no tener en la orden estable firmeza, es sin duda una especie de guerra.

Por manera que la orden sola, sin el reposo, no hace paz; ni, al revés, el reposo y sosiego, si le falta la orden. Porque una desorden sosegada, si puede haber sosiego en la desorden, pero si le hay, como de hecho le parece haber en aquellos en quien la grandeza de la maldad, confirmada con la larga costumbre, amortiguando el sentido del bien, hace asiento; así que el reposo en la desorden y mal no es sosiego de paz, sino confirmación de guerra; y es, como en las enfermedades confirmadas del cuerpo, pelea y contienda y agonía incurable.

Es, pues, la paz sosiego y concierto. Y porque así el sosiego como el concierto dicen respecto a otro tercero, por eso propiamente la paz tiene por sujeto a la muchedumbre; porque en lo que es uno y del todo sencillo, si no es refiriéndolo a otro, y por respecto de aquello a quien se refiere, no se asienta propiamente la paz.

Pues cuanto a este propósito pertenece, podemos comparar el hombre y referirlo a tres cosas: lo primero, a Dios; lo segundo, a ese mismo hombre, considerando las partes diferentes que tiene y comparándolas entre sí; y lo tercero, a los demás hombres y gentes con quien vive y conversa. Y, según estas tres comparaciones, entendemos luego que puede haber paz en él por tres diferentes maneras: una, si estuviere bien concertado con Dios; otra, si él dentro de sí mismo viviere en concierto; y la tercera, si no se atravesare y encontrare con otros.

La primera consiste en que el alma esté sujeta a Dios y rendida a su voluntad, obedeciendo enteramente sus leyes, y en que Dios, como en sujeto dispuesto, mirándola amorosa y dulcemente, influya el favor de sus bienes y dones. La segunda está en que la razón mande, y el sentido y los movimientos de él obedezcan a sus mandamientos; y no sólo en que obedezcan, sino en que obedezcan con presteza y con gusto, de manera que no hay alboroto entre ellos ninguno ni rebeldía, ni procure ninguno porque la haya, sino que gusten así todos del estar a una, y les sea así agradable la conformidad que ni traten de salir de ella ni por ello forcejeen. La tercera es dar su derecho a todos cada uno, y recibir cada uno de todos aquello que se le debe, sin pleito ni contienda. Cada una de estas paces es para el hombre de grandísima utilidad y provecho, y de todas juntas se compone y fabrica toda su felicidad y bienandanza.

La utilidad de la postrera manera de paz, que nos ajunta estrechamente y nos tiene en sosiego a los hombres unos con otros, cada día hacemos experiencia de ella; y los llorosos males que nacen de las contiendas y de las diferencias y de las guerras, nos la hacen más conocer y sentir.

El bien de la segunda, que es vivir concertada y pacíficamente consigo mismo, sin que el miedo nos estremezca, ni la afición nos inflame, ni nos saque de nuestros quicios la alegría vana ni la tristeza, ni menos el dolor nos envilezca y encoja, no es bien tan conocido por la experiencia, porque por nuestra miseria grande son muy raros los que hacen experiencia de él, mas convéncese por razón y por autoridad claramente. Porque ¿qué vida puede ser la de aquel en quien sus apetitos y pasiones, no guardando ley ni buena orden alguna, se mueven conforme a su antojo; la de aquel que por momentos se muda con aficiones contrarias, y no sólo se muda, sino muchas veces apetece y desea juntamente lo que en ninguna manera se compadece estar junto, ya alegre, ya triste, ya confiado, ya temeroso, ya vil, ya soberbio? O ¿qué vida será la de aquel en cuyo ánimo hace presa todo aquello que se le pone delante; del que todo lo que se ofrece al sentido desea; del que se trabaja por alcanzarlo todo; y del que revienta con rabia y coraje porque no lo alcanza; del que lo alcanza hoy, lo aborrece mañana, sin tener perseverancia en ninguna cosa más de en ser inconstante? ¿Qué bien puede ser bien entre tanta desigualdad? O ¿cómo será posible que un gusto tan turbado halle sabor en ninguna prosperidad ni deleite? O, por mejor decir, ¿cómo no turbará y volverá de su cualidad malo y desabrido a todo aquello que en él se infundiere? No dice esto mal, Sabino, vuestro poeta:

A quien teme o desea sin mesura

su casa y su riqueza ansí le agrada

como a la vista enferma la pintura;

Como a la gota el ser muy fomentada,

o como la vihuela en el oído

que la podre atormenta amontonada.

Si el vaso no está limpio, corrompido,

aceda todo aquello que infundieres.

Y mejor mucho y más brevemente el profeta, diciendo: «El malo, como mar que hierve, que no tiene sosiego». Porque no hay mar brava en quien los vientos más furiosamente ejecuten su ira, que iguale a la tempestad y a la tormenta que, yendo unas olas y viniendo otras, mueven en el corazón desordenado del hombre sus apetitos y sus pasiones. Las cuales a las veces le obscurecen el día, y le hacen temerosa la noche, y le roban el sueño, y la cama se la vuelve dura, y la mesa se la hacen trabajosa y amarga, y finalmente no le dejan una hora de vida dulce y apacible de veras. Y así concluye diciendo: «Dice el Señor, no caben en los malos paz». Y si es tan dañosa aquesta desorden, el carecer de ella, y la paz que la contradice y que pone orden en todo el hombre, sin duda es gran bien. Y por semejante manera se conoce cuán dulce cosa es y cuán importante es el andar a buenas con Dios y el conservar su amistad, que es la tercera manera de paz, que decíamos, y la primera de todas tres.

Porque de los efectos que hace su ira en aquellos contra quien mueve guerra, vemos por vista de ojos cuán provechosa e importante es su paz. Jeremías, en nombre de Jerusalén, encarece con lloro el estrago que hizo en ella el enojo de Dios y las miserias a que vino por haber trabado guerra con Él: «Quebrantó —dice— con ira y braveza toda la fortaleza de Israel; hizo volver atrás su mano derecha delante del enemigo, y encendió en Jacob como una llama de fuego abrasante en derredor. Flechó su arco como contrario; refirmó su derecha como enemigo, y puso a cuchillo todo lo hermoso, y todo lo que era de ver en la morada de la hija de Sión; derramó como fuego su gran coraje. Volvióse Dios enemigo; despeñó a Israel; asoló sus muros; deshizo sus reparos; colmó a la hija de Judá de bajeza y miseria». Y va por aquesta manera prosiguiendo muy largamente. Mas en el libro de Job se ve como dibujado el miserable mal que pone Dios en el corazón de aquellos contra quien se muestra enojado: «Sonido —dice— de espanto siempre en sus orejas, y cuando tiene paz, se recela de alguna celada; no cree poder salir de tinieblas y mira en derredor recatándose por todas partes de la espada; atemorízale la tribulación, y cércale a la redonda la angustia». Y sobre todos, refiriendo Job sus dolores, pinta singularmente en sí mismo el estrago que hace Dios en los que se enoja. Y decirlo he en la manera que nuestro común amigo en verso castellano lo dijo. Dice pues:

Veo que Dios los pasos me ha tomado

cortándome la senda, y con oscura

tiniebla mis caminos ha cerrado.

Quitó de mi cabeza la hermosura

del rico resplandor con que iba al cielo;

desnudo me dejó con mano dura.

Cortóme en derredor, y vine al suelo,

cual árbol derrocado, mi esperanza

el viento la llevó con presto vuelo.

Mostró de su furor la gran pujanza

airado, y —¡triste yo!—, como si fuera

contrario, así de Sí me aparta y lanza.

Corrió como en tropel su escuadra fiera,

y vino y puso cerco a mi morada,

y abrió por medio de ella gran carrera.

Y, si del tener por contrario a Dios y del andar en bandos con Él nacen estos daños, bien se entiende que carecerá de ellos el que se conservare en su paz y amistad; y no sólo carecerá de estos daños, mas gozará de señalados provechos. Porque como Dios enojado y enemigo es terrible, así amigo y pacífico es liberal y dulcísimo; como se ve en lo que Esaías en su persona de Él dice que hará con la congregación santa de sus amigos y justos: «Alegraos con Jerusalén —dice— y regocijaos con ella todos los que la queréis bien; gozaos, gozaos mucho con ella todos los que la llorábades, para que, a los pechos de su contento puestos, los gustéis y os hartéis, para que los exprimáis y tengáis sobra de los deleites de su perfecta gloria. Porque el Señor dice así: Yo derivaré sobre ella, como un río de paz y como una avenida creciente, la gloria de las gentes de que gozaréis; traeros han a los pechos, y sobre las rodillas puestas os harán regalos; como si una madre acariciase a su hijo, así yo os consolaré a vosotros; con Jerusalén seréis consolados».

Así que cada una de estas tres paces es de mucha importancia. Las cuales, aunque parecen diferentes, tienen entre sí cierta conformidad y orden, y hacen de la una de ellas las otras por aquesta manera. Porque del estar uno concertado y bien compuesto dentro de sí y del tener paz consigo mismo, no habiendo en él cosa rebelde que a la razón contradiga, nace como de fuente, lo primero, el estar en concordia con Dios, y, lo segundo el conservarse en amistad con los hombres.

Y digamos de cada una cosa por sí.

Porque, cuanto a lo primero, cosa manifiesta es que Dios, cuando se nos pacifica, y, de enemigo, se amista y se desenoja y ablanda, no se muda. Él, ni tiene otro parecer o querer de aquel que tuvo desde toda la eternidad sin principio, por el cual perpetuamente aborrece lo malo y ama lo bueno y se agrada de ello; sino el mudarnos nosotros, usando bien de sus gracias y dones, y el poner en orden a nuestras almas, quitando lo torcido de ellas y lo contumaz y rebelde, y pacificando su reino y ajustándolas con la ley de Dios; y, por este camino, el quitarnos del cuento y de la lista de los perdidos y torcidos que Dios aborrece, y traspasarnos al bando de los buenos que Dios ama, y ser el número de ellos, eso quita a Dios de enojo y nos torna en su buena gracia. No porque se mude ni altere Él, ni porque comience a amar ahora otra cosa diferente de lo que amó siempre, sino porque mudándonos nosotros, venimos a figurarnos en aquella manera y forma que a Dios siempre fue agradable y amable. Y así Él, cuando nos convida a su amistad por el profeta, no nos dice que se mudará Él, sino pídenos que nos convirtamos a Él nosotros, mudando nuestras costumbres. «Convertíos a mí —dice— y Yo me convertiré a vosotros». Como diciendo: Volveos vosotros a mí, que haciendo vosotros esto, por el mismo caso Yo estoy vuelto a vosotros y os miro con los ojos y con las entrañas de amor con que siempre estoy mirando a los que debidamente me miran. Que, como dice David en el salmo, «los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos en sus ruegos de ellos».

Así que Él mira siempre a lo bueno con vista de aprobación y de amor. Porque, como sabéis, Dios y lo que es amado de Dios siempre se están mirando entre sí y, como si dijésemos, Dios es el que ama, y el que ama a Dios en ese mismo Dios tiene siempre enclavado los ojos. Dios mira por él por particular providencia, y él mira a Dios para agradarle con solicitud y cuidado. De lo primero dice David en el salmo: «Los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos a los ruegos de ellos». De lo segundo dicen ellos también: «Como los ojos de los siervos miran con atención a las manos y a los semblantes de sus señores, así nuestros ojos los tenemos fijados en Dios». Y en los Cantares pide al Esposo al ánima justa que le muestre la cara, porque ése es el oficio del justo. Y a muchos justos, en las Sagradas Letras en particular, para decirles Dios que sean justos y que perseveren y se adelanten en la virtud, les dice así y les pide que no se escondan de Él, sino que anden en su presencia y que le traigan siempre delante.

Pues cuando dos cosas en esta manera juntamente se miran, si es así que la una de ellas es inmudable, y si con esto acontece que se dejen de mirar algún tiempo, eso de necesidad avendrá, porque la otra, que se podía torcer, usando de su poder, volvió a otra parte la cara; y si tornaren a mirarse después, será la causa porque aquella misma que se torció y escondió, volvió otra vez su rostro hacia la primera, mudándose. Y de aquesta misma manera, estándose Dios firme e inmutable en sí mismo, y no habiendo más alteración en su querer y entender que la hay en su vida y en su ser —porque en Él todo es una misma cosa, el ser y el querer—, nuestra mudanza miserable, y las veces de nuestro albedrío, que, como vientos diversos juegan con nosotros y nos vuelven al mal por momentos, nos llevan a la gracia de Dios ayudados de ella, y nos sacan de ella con su propia fuerza mil veces. Y mudándome yo, haga que parezca Dios mudarse conmigo, no mudándose Él nunca. Así que por el mismo caso que lo torcido de mi alma se destuerce, y lo alborotado de ella se pone en paz, y se vuelve, vencidas las nieblas y la tempestad del pecado, a la pureza y a lo sereno de la luz verdadera, Dios luego se desenoja con ella. Y de la paz de ella consigo misma, criada en ella por Dios, nace la paz segunda, que, como dijimos, consiste en que Dios y ella, puestos aparte los enojos, se amen y quieran bien.

Y de la misma manera el tener uno paz consigo es principio certísimo para tenerla con todos los otros. Porque sabida cosa es que lo que nos diferencia, y lo que nos pone en contienda y en guerra a unos con otros, son nuestros deseos desordenados, y que la fuente de la discordia y rencilla siempre es y fue la mala codicia de nuestro vicioso apetito. Porque todas las diferencias y enojos que los hombres entre sí tienen, siempre se fundan sobre la pretensión de algunos de estos bienes, que llaman bienes los hombres, como son, o el interés, o la honra, o el pasatiempo y deleite; que como son bienes limitados y que tienen su cierta tasa, habiendo muchos que los pretenden sin orden, no bastan a todos, o vienen a ser para cada uno menores, y así se embarazan y se estorban los unos a los otros aquellos que sin rienda los aman. Y del estorbo nace el disgusto, y de él el enojo, y al enojo se le siguen los pleitos y las diferencias, y, finalmente, las enemistades capitales y las guerras. Como lo dice Santiago casi por estas mismas palabras: «¿De dónde hay en vosotros pleitos y guerras, sino por causa de vuestros deseos malos?»

Y, al revés, el hombre de ánimo bien compuesto y que conserva paz y buena orden consigo, tiene atajadas y como cortadas casi todas las ocasiones y, cuanto es de su parte, sin duda todas las que le pueden encontrar con los hombres. Que si los otros se desentrañan por estos bienes, y si a rienda suelta y como desalentados siguen en pos del deleite, y se desuelan por las riquezas, y se trabajan y fatigan por subir a mayor grado y a mayor dignidad, adelantándose a todos; este que digo, no se les pone delante para hacerles dificultad o para cerrarles el paso, antes, haciéndose a su parte, y rico y contento con los bienes que posee en su ánima, les deja a los demás campo ancho, y, cuanto es de su parte, bien desembarazado, adonde a su contento se espacien. Y nadie aborrece al que en ninguna cosa le daña. Y el que no ama lo que los otros aman, y ni quiere ni pretende quitar de las manos y de las uñas a ninguno su bien, no daña a ninguno.

Así que, como la piedra que en el edificio está asentada en su debido lugar, o por decir cosa más propia, como la cuerda en la música, debidamente templada en sí misma, hace música dulce con todas las demás cuerdas sin disonar con ninguna, así el ánimo bien concertado dentro de sí, y que vive sin alboroto y tiene siempre en la mano la rienda de sus pasiones, y de todo lo que en él puede mover inquietud y bullicio, consuena con Dios y dice bien con los hombres, y teniendo paz consigo mismo, la tiene con los demás. Y, como dijimos, aquestas tres paces andan eslabonadas entre Sí mismas, y de la una de ellas nacen como de fuentes las otras, y esta de quien nacen las demás es aquella que tiene su asiento en nosotros. De la cual San Agustín dice bien en esta manera: «Vienen a ser pacíficos en sí mismos los que, poniendo primero en concierto todos los movimientos de su ánima y sujetándolos a la razón, esto es, a lo principal del alma y espíritu, y teniendo bien domados los deseos carnales, son hechos reino de Dios, en el cual todo está ordenado, así que mande en el hombre lo que en él es más excelente, y lo demás en que convenimos con los animales brutos, no le contradiga, y eso mismo excelente, que es la razón, esté sujeta a lo que es mayor que ella, esto es, a la verdad misma y al Hijo unigénito de Dios, que es la misma Verdad. Porque no le será posible a la razón tener sujeto lo que es inferior, si ella, a lo que superior le es, no sujetase a sí misma. Y ésta es la paz que se concede en el suelo a los hombres de buena voluntad, y la en qué consiste la vida del sabio perfecto».

Mas, dejando esto aquí, averigüemos ahora y veamos —que ya el tiempo lo pide— qué hizo Cristo para poner el reino de nuestras almas en paz, y por dónde es llamado Príncipe de ella. Que decir que es Príncipe de aquesta obra, es decir, no sólo que Él la hace, mas que es sólo Él el que la puede hacer, y que es el que se aventaja entre todos aquellos que han pretendido el hacer este bien; lo cual ciertamente han pretendido muchos, pero no les ha sucedido a ninguno. Y así habemos de asentar por muy ciertas dos cosas: una, que la religión, o la policía, o la doctrina o maestría que no engendra en nuestras ánimas paz y composición de afectos y de costumbres, no es Cristo, ni religión suya por ninguna manera. Porque como sigue la luz al sol, así este beneficio acompaña a Cristo siempre, y es infalible señal de su virtud y eficacia. La otra cosa es que ninguno jamás, aunque lo pretendieron muchos, pudo dar aqueste bien a los hombres, sino Cristo y su Ley.

Por manera que no solamente es obra suya esta paz, mas obra que Él solo la supo hacer; que es la causa por donde es llamado su Príncipe.

Porque unos, atendiendo a nuestro poco saber, e imaginando que el desorden de nuestra vida nacía solamente de la ignorancia, parecióles que el remedio era desterrar de nuestro entendimiento las tinieblas del error, y así pusieron su cuidado y diligencia en solamente dar luz al hombre con leyes, y en ponerle penas que le indujesen con su temor a aquello que le mandaban las leyes. De esto, como ahora decíamos, trató la Ley vieja, y muchos otros hombres que ordenaron leyes atendieron a esto, y mucha parte de los antiguos filósofos escribieron grandes libros acerca de este propósito.

Otros, considerando la fuerza que en nosotros tiene la carne y la sangre y la violencia grande de sus movimientos, persuadiéronse que de la compostura y complexión del cuerpo manaban como de fuente la destemplanza y turbaciones del ánima, y que se podría atajar este mal con sólo cortar esta fuente. Y porque el cuerpo se ceba y se sustenta con lo que se come, tuvieron por cierto que con poner en ello orden y tasa, se reduciría a buena orden el alma y se conservaría siempre en paz y salud, y así vedaron unos manjares, los que les pareció que, comidos, con su vicioso jugo acrecentarían las fuerzas desordenadas y los malos movimientos del cuerpo, y de otros señalaron cuándo y cuánto de ellos se podía comer; y ordenaron ciertos ayunos y ciertos lavatorios con otros semejantes ejercicios, enderezados todos a adelgazar el cuerpo, criando en él una santa y limpia templanza. Tales fueron los filósofos indios, y muchos sabios de los bárbaros siguieron por este camino, y en las leyes de Moisés algunas de ellas se ordenaron para esto también.

Mas ni los unos ni los otros salieron con su pretensión, porque, puesto caso que estas cosas sobredichas, todas ellas son útiles para conseguir este fin de paz que decimos, y algunas de ellas muy necesarias, mas ninguna de ellas, ni juntas todas, no son bastantes ni poderosas para criar en el alma esta paz enteramente, ni para desterrar de ella, o a lo menos para poner en concierto en ella, aquestas olas de pasiones y movimientos furiosos que la alteran y la turban.

Porque habéis de entender que, en el hombre en quien hay alma y hay cuerpo, y en cuya alma hay voluntad y razón, por el grande estrago que hizo en él el pecado primero, todas estas tres cosas quedaron miserablemente dañadas: la razón con ignorancias, el cuerpo y la carne con sus malos siniestros dejados sin rienda, y la voluntad, que es la que mueve en el reino del hombre, sin gusto para el bien y golosa para el mal, y perdidamente inclinada y como despojada del aliento del cielo, y como revestida de aquel malo y ponzoñoso espíritu de la serpiente, de quien esta mañana tantas veces y tan largamente decíamos.

Y con esto, que es cierto, habéis también de entender que de estos tres males y daños el de la voluntad es como la raíz y el principio de todos. Porque, como en el primer hombre se ve, que fue el autor de estos males, el primero en quien ellos hicieron prueba y experiencia de sí mismos, el daño de la voluntad fue el primero, y de allí se extendió cundiendo la pestilencia al entendimiento y al cuerpo. Porque Adán no pecó porque primero se desordenase el sentido en él, ni porque la carne con su ardor violento llevase en pos de sí la razón; ni pecó por haberse cegado primero su entendimiento con algún grave error, que, como dice San Pablo, en aquel artículo no fue engañado el varón, sino pecó porque quiso lisamente pecar; esto es, porque abriendo de buena gana las puertas de su voluntad, recibió en ella al espíritu del demonio, y, dándole a él asiento, la sacó a ella de la obediencia de Dios y de su santa orden, y de la luz y favor de su gracia. Y de hecho una por una este daño, luego de él le nació en el cuerpo desorden y en la razón ceguedad. Así que la fuente de la desventura y guerra común es la voluntad dañada y como emponzoñada con esta maldad primera.

Y porque los que pusieron leyes para alumbrar nuestro error mejoraban la razón solamente, y los que ordenaron la dieta corporal, vedando y concediendo manjares templaban solamente lo dañado del cuerpo, y la fuente del desconcierto del hombre y de aquestas desórdenes todas no tenía asiento ni en la razón ni en el cuerpo, sino, como habemos dicho, en la voluntad maltratada, como no atajaban la fuente, ni atinaban, ni podían atinar a poner medicina en aquesta podrida raíz, por eso careció su trabajo del fruto que pretendían. Sólo aquel lo consiguió, que supo conocer esta origen, y, conocida, tuvo saber y virtud para poner en ella su medicina propia, que fue Jesucristo nuestra verdadera salud. Porque lo que remedia este mal espíritu y aqueste perverso brío, con que se corrompió en su primer principio la voluntad, es un otro espíritu, santo y del cielo; y lo que sana esta enfermedad y malatia de ella, es el don de la gracia, que es salud y verdad. Y esta gracia y aqueste espíritu, sólo Cristo pudo merecerlo, y sólo Cristo lo da. Porque, como decíamos acerca del nombre pasado —y es bien que se torne a decir para que se entienda mejor porque es punto de grande importancia—, no se puede falsear ni contrastar lo que dice San Juan: «Moisés hizo la ley, mas la gracia es obra de Cristo».

Como si en más palabras dijera: Esto que es hacer leyes y dar luz con mandamientos al entendimiento del hombre. Moisés lo hizo, y muchos otros legisladores y sabios lo intentaron a hacer, y en parte lo hicieron; y aunque Cristo también en esta parte sobró a todos ellos con más ciertas y más puras leyes que hizo, pero lo que puede enteramente sanar al hombre, y lo que es sola y propia obra de Cristo, no es eso; que muy bien se compadecen, entendimiento claro y voluntad perversa, razón desengañada y mal inclinada voluntad; mas es sola la gracia y el espíritu bueno, en el cual ni Moisés ni ningún otro sabio ni criatura del mundo tuvo poder para darlo sino es sólo Cristo Jesús. Lo cual es en tanta manera verdad no sólo que Cristo es el que nos da esta medicina eficaz de la gracia, sino que sola ella es la que nos puede sanar enteramente, y que los demás medios de luz y ejercicios de vida jamás nos sanaron, que muchas veces aconteció que la luz que alumbraba el entendimiento, y las leyes que le eran como antorcha para descubrirle el camino justo, no sólo no remediaron el mal de los hombres, mas antes, por la disposición de ellos mala, les acarrearon daño y enfermedad notablemente mayor. Y lo que era bueno en sí, por la cualidad del sujeto enfermo y malsano, se les convertía en ponzoña que los dañaba más, como lo escribe expresamente San Pablo en una parte, diciendo «que la ley le quitó la vida del todo»; y en otra, que por «ocasión de la ley se acrecentó y salió el pecado» como de madre; y en otra, dando la razón de esto mismo, porque —dice— «el pecado que se comete habiendo ley, es pecado en manera superlativa»; esto es, porque se peca, cuando así se peca, más gravemente, y viene así a llegar a sus mayores quilates la malicia del mal.

Porque, a la verdad, como muestra bien Platón en el segundo Alcibíades, a los que tienen dañada la voluntad, o no bien aficionada acerca del fin último y acerca de aquello que es lo mejor, la ignorancia les es útil las más de las veces, y el saber peligroso y dañoso; porque no les sirve de freno para que no se arrojen al mal, porque sobrepuja sobre todo el desenfrenamiento y, como si dijésemos, el desbocamiento de su voluntad estragada, sino antes les es ocasión unas veces para que pequen más sin disculpa, y otras para que de hecho pequen los que sin aquella luz no pecaran. Porque, por su grande maldad, que la tienen ya como embebida en las venas, usan de la luz, no para encaminar sus pasos bien, sino para hallar medios e ingenios para traer a ejecución sus perversos deseos más fácilmente; y aprovéchanse de la luz y del ingenio, no para lo que ello es, para guía del bien, sino para adalid o para ingeniero del mal; y por ser más agudos y más sabios, vienen a corromperse más y a hacerse peores. De lo cual todo resulta que sin la gracia no hay paz ni salud, y que la gracia es obra nacida del merecimiento de Cristo.

Mas porque esto es claro y certísimo, veamos ahora qué cosa es gracia o qué fuerza es la suya, y en qué manera, sanando la voluntad, cría paz en todo el hombre interior y exterior.

Y diciendo esto Marcelo, puso los ojos en el agua, que iba sosegada y pura, y relucían en ella como en espejo todas las estrellas y hermosura del cielo, y parecía como otro cielo sembrado de hermosos luceros; y alargando la mano hacia ella, y como mostrándola, dijo luego así:

—Aquesto mismo que ahora aquí vemos en esta agua, que parece como un otro cielo estrellado, en parte nos sirve de ejemplo para conocer la condición de la gracia; porque así como la imagen del cielo, recibida en el agua, que es cuerpo dispuesto para ser como espejo, al parecer de nuestra vista la hace semejante a sí mismo, así, como sabéis, la gracia, venida al alma y asentada en ella, no al parecer de los ojos, sino en el hecho de la verdad, la asemeja a Dios y la da sus condiciones de Él, y la transforma en el cielo, cuanto le es posible a una criatura, que no pierde su propia substancia, ser transformada. Porque es una cualidad, aunque criada, no de la cualidad ni del metal de ninguna de las criaturas que vemos, ni tal cuales son todas las que la fuerza de la naturaleza produce; que ni es aire, ni fuego, ni nacida de ningún elemento, y la materia del cielo y los cielos mismos le reconocen ventaja en orden de nacimiento y en grado más subido de origen. Porque todo aquello es natural y nacido por ley natural; mas ésta es sobre todo lo que la naturaleza puede y produce. En aquella manera nacen las cosas con lo que les es natural y propio, y como debido a su estado y a su condición; mas lo que la gracia da, por ninguna manera puede ser natural a ninguna substancia criada, porque, como digo, traspasa sobre todas ellas, y es como un retrato de lo más propio de Dios, y cosa que le retrae y remeda mucho, lo cual no puede ser natural sino a Dios.

De arte que la gracia es una como deidad y una como figura viva del mismo Cristo, que, puesta en el alma, se lanza en ella y la deifica, y, si va a decir verdad, es el alma del alma. Porque así como mi alma, abrazada a mi cuerpo y extendiéndose por todo él, siendo caedizo y de tierra y de suyo cosa pesadísima y torpe, le levanta en pie y le menea y le da aliento y espíritu, y así le enciende en calor que le hace como una llama de fuego y le da las condiciones del fuego, de manera que la tierra anda, y lo pesado discurre ligero, y lo torpísimo y muerto vive y siente y conoce, así en el alma, que por ser criatura tiene condiciones viles y bajas, y que por ser el cuerpo adonde vive de linaje dañado, está ella aún más dañada y perdida, entrando la gracia en ella y ganando la llave de ella, que es la voluntad, y lanzándosele en su seno secreto y, como si dijésemos, penetrándola toda, y de allí extendiendo su vigor y virtud por todas las demás fuerzas del ánimo, la levanta de la afición de la tierra y, convirtiéndola al cielo y a los espíritus que se gozan en él, le da su estilo y su vivienda, y aquel sentimiento y valor y alteza generosa de lo celestial y divino, y, en una palabra, la asemeja mucho a Dios en aquellas cosas que le son a Él más propias y más suyas; y de criatura que es suya la hace hija suya muy su semejante; y finalmente, la hace un otro Dios así adoptado por Dios, que parece nacido y engendrado de Dios.

Y porque, como dijimos, entrando la gracia en el alma y asentándose en ella, adonde primero prende es la voluntad; y porque en Dios la voluntad es la misma ley de todo lo justo, y eso es bien lo que Dios quiere y solamente quiere aquello que es bueno, por eso, lo primero que en la voluntad la gracia hace es hacer de ella una ley eficaz para el bien, no diciéndole lo que es bueno, sino inclinándola y como enamorándola de ello. Porque como ya habemos dicho, se debe entender que esto que llamamos o ley o dar ley, puede acontecer en dos diferentes maneras. Una es la ordinaria y usada que vemos, que consiste en decir y señalar a los hombres lo que les conviene hacer o no hacer, escribiendo con pública autoridad mandamientos y ordenaciones de ello y pregonándolas públicamente. Otra es que consiste, no tanto en aviso como en inclinación; que se hace, no diciendo ni mandando lo bueno, sino imprimiendo deseo y gusto de ello. Porque el tener uno inclinación y prontitud para alguna otra cosa que le conviene, es ley suya de aquel que está en aquella manera inclinado, y así la llama la filosofía; porque es lo que le gobierna la vida, y lo que le induce a lo que le es conveniente, y lo que le endereza por el camino de su provecho, que todas son obras propias de ley. Así es ley de la tierra la inclinación que tiene a hacer asiento en el centro, y del fuego el apetecer lo subido y lo alto; y de todas las criaturas sus leyes son aquello mismo a que las lleva sus naturaleza propia.

La primera ley, aunque es buena, pero, como arriba está dicho, es poco eficaz cuando lo que se avisa es ajeno de lo que apetece el que recibe el aviso, como lo es en nosotros por razón de nuestra maldad. Mas la segunda ley es en grande manera eficaz, y ésta pone Cristo con la gracia en nuestra alma. Porque por medio de ella escribe en la voluntad de cada uno con amor y afición aquello mismo que las leyes primeras escriben en los papeles con tinta; y de los libros de pergamino, y de las tablas de piedra o de bronce, las leyes que estaban esculpidas en ellas con cincel o buril, las traspasa la gracia y les esculpe en la voluntad. Y la ley que por defuera sonaba en los oídos del hombre y le afligía el alma con miedo, la gracia se la encierra dentro del seno y se la derrama, como si dijésemos, tan dulcemente por las fuerzas y apetitos del alma, que se la convierten en su único deleite y deseo; y, finalmente, hace que la voluntad del hombre, torcida y enemiga de la ley, ella misma quede hecha una justísima ley, y como en Dios, así en ella su querer sea lo justo, y lo justo sea todo su deseo y querer, cada uno según su manera, como maravillosamente lo profetizó Jeremías en el lugar que está dicho.

Queda, pues, concluido que la gracia, como es semejanza de Dios, entrando en nuestra alma y prendiendo luego su fuerza en la voluntad de ella, la hace por participación como de suyo es la de Dios, ley e inclinación y deseo de todo aquello que es justo y que es bueno. Pues, hecho esto, luego por orden secreta y maravillosa se comienza a pacificar el reino del alma, y a concertar lo que en ella estaba encontrado, y a ser desterrado de allí todo lo bullicioso y desasosegado que la turbaba; y descúbrese entonces la paz, y muestra la luz de su rostro y sube y crece, y finalmente queda reina y señora.

Porque, lo primero, en estando aficionada por virtud de la gracia, en la manera que habemos dicho, la voluntad luego calla, y desaparece el temor horrible de la ira de Dios, que le movía cruda guerra, y que, poniéndosele cada momento delante, la traía sobresaltada y atónita. Así lo dice San Pablo: «Justificados con la gracia, luego tenemos paz con Dios. Porque no le miramos ya como a juez airado, sino como a padre amoroso, ni le concebimos ya como a enemigo nuestro, poderoso y sangriento, sino como a amigo dulce y blando. Y como por medio de la gracia nuestra voluntad se conforma y se asemeja con Él, amamos a lo que se nos parece, y confiamos por el mismo caso que nos ama Él como a sus semejantes.

Lo segundo, la voluntad y la razón, que estaban hasta aquel punto perdidamente discordes, hacen luego paz entre sí. Porque de allí adelante lo que juzga la una parte, eso mismo desea la otra, y lo que la voluntad ama, eso mismo es lo que aprueba el entendimiento. Y así cesa esta amarga y continua lucha, y aquel alboroto fiero y aquel continuo reñir con que se despedazan las entrañas del hombre, que tan vivamente San Pablo con sus divinas palabras pintó, cuando dice: «No hago el bien que juzgo, sino el mal que aborrezco y condeno. Juzgo bien de la ley de Dios, según el hombre interior; pero veo otra ley en mi mismo apetito, que contradice a la ley de mi espíritu, y me lleva cautivo en seguimiento de la ley de pecado, que en mis inclinaciones tiene asiento. ¡Desventurado yo! ¿Y quién me podrá librar de la maldad mortal de este cuerpo?»

Y no solamente convienen en uno de allí adelante la razón y la voluntad, mas con su bien guiado deseo de ella, y con el fuego ardiente de amor con que apetece lo bueno, enciende en cierta manera luz con que la razón viene más enteramente en el conocimiento del bien; y de muy conformes y de muy amistados los dos, vienen a ser entre semejantes y casi a trocar entre sí sus condiciones y oficios, y el entendimiento levanta luz que aficione, y la voluntad enciende amor que guíe y alumbre, y casi enseña la voluntad y el entendimiento apetece.

Lo tercero, el sentido y las fuerzas del alma más viles, que nos mueven con ira y deseos con los demás apetitos y virtudes del cuerpo, reconocen luego el nuevo huésped que ha venido a su casa, y la salud y nuevo valor que para contra ellos le ha venido a la voluntad; y reconociendo que hay justicia en su reino y quien levante vara en él poderosa para escarmentar con castigo a lo revoltoso y rebelde, recógense poco a poco, y, como atemorizados, se retiran y no se atreven ya a poner unas veces fuego, y otras veces hielo, y continuamente alboroto y desorden, bulliciosos y desasosegados como antes solían; y si se atreven, con una sofrenada la voluntad santa los pacifica y sosiega; y crece ella cada día más en vigor, y creciendo siempre y entrañándose de continuo en ella más los buenos y justos deseos, y haciéndolos como naturales a sí, pega su afición y talante a las otras fuerzas menores, y apartándolas insensiblemente de sus malos siniestros, y como desnudándolas de ellos, las hace a su condición e inclinación ella misma y de la ley santa de amor en que está transformada por gracia, deriva también y comunica a los sentidos su parte; y como la gracia apoderándose del alma, hace como un otro Dios a la voluntad, así ella deificada y hecha del sentido como reina y señora, cuasi le convierte de sentido en razón. Y como acontece en la naturaleza y en las mudanzas de la noche y del día, que, como dice David en el salmo: «En viniendo la noche, salen de sus moradas las fieras, y esforzadas y guiadas por las tinieblas, discurren por los campos y dan estrago a su voluntad en ellos; mas luego que amanece el día y que apunta la luz, esas mismas se recogen y encuevan»; así el desenfrenamiento fiero del cuerpo y la rebeldía alborotadora de sus movimientos, que, cuando estaba en la noche de su miseria la voluntad nuestra caída, discurrían con libertad y lo metían todo a sangre y a fuego, en comenzando a lucir el rayo del buen amor, y en mostrándose el día del bien, vuelve luego el pie atrás y se esconde en su cueva, y deja que lo que es hombre en nosotros salga a luz, y haga su oficio sosegada y pacíficamente y de sol a sol.

Porque, a la verdad, ¿qué es lo que hay en el cuerpo que sea poderoso para desasosegar a quien es regido por una voluntad y razón semejante? ¿Por ventura el deseo de los bienes de esta vida le solicitará, o el temor de los males de ello le romperá su reposo? ¿Alterarse ha con ambición de honras o con amor de riquezas o, con la afición de los ponzoñosos deleites desalentado, saldrá de sí mismo? ¿Cómo le turbará la pobreza al que de esta vida no quiere más que una estrecha pasada? ¿Cómo le inquietará con su hambre el grado alto de dignidades y honras, al que huella sobre todo lo que se precia en el suelo? ¿Cómo la adversidad la contradicción, las mudanzas diferentes y los golpes de la fortuna le podrán hacer mella al que a todos sus bienes los tiene seguros y en sí? Ni el bien le azozobra, ni el mal le amedrenta, ni la alegría lo engríe, ni el temor le encoge, ni las promesas le llevan, ni las amenazas le desquician, ni es tal que o lo próspero o lo adverso le mude. Si se pierde la hacienda, alégrase como libre de una carga pesada. Si le faltan los amigos, tiene a Dios en su alma, con quien de contino se abraza. Si el odio o si la envidia arma los corazones ajenos contra él, como sabe que no le pueden quitar su bien, no los teme. En las mudanzas está quedo, y entre los espantos seguro; y, cuando todo a la redonda de él se arruine, él permanece más firme, y, como dijo aquel grande elocuente, luce en las tinieblas y, empellido de su lugar, no se mueve.

Y lo postrero con que aqueste bien se perfecciona últimamente, es otro bien que nace de aquesta paz interior, y, naciendo de ella, acrecienta a esa misma paz de donde nace y procede. Y este bien es el favor de Dios que la voluntad así concertada tiene, y la confianza que se le despierta en el alma con aqueste favor. Porque ¿quién pondrá alboroto o espanto en la conciencia que tiene a Dios de su parte? O ¿cómo no tendrá a Dios de su parte el que es una voluntad con Él y un mismo querer? Bien dijo Sófocles: Si Dios manda en mí, no estoy sujeto a cosa mortal. Y cierto es que no me puede dañar aquello a quien no estoy sujeto.

Así que de la paz del alma justa nace la seguridad del amparo de Dios, y de esta seguridad se confirma más y se fortifica la paz. Y así David juntó, a lo que parece, aquestas dos cosas, paz y confianza, cuando dijo en el salmo: «En paz y en uno dormiré y reposaré». Adonde, como veis con la paz puso el sueño, que es obra, no de ánimo solícito, sino de pecho seguro y confiado. Sobre las cuales palabras, si bien me acuerdo, dice así San Crisóstomo: «Esta es otra especie de merced que hace Dios a los suyos: que les da paz». «De paz —dice— gozan los que aman tu ley, y ninguna cosa les es estropiezo. Porque ninguna cosa hace así paz como es el conocimiento de Dios y el poseer la virtud; lo cual destierra del ánimo sus perturbaciones, que son su guerra secreta, y no permite que el hombre traiga bandos consigo. Que, a la verdad, el que de esta paz no gozare, dado que en las cosas de fuera tenga gran paz y no sea acometido de ningún enemigo, será sin duda miserable y desventurado sobre todos los hombres. Porque ni los escitas bárbaros, ni los de Tracia ni los sármatas, o los indios o moros, ni otra gente o nación alguna, por más fiera que sea, pueden hacer guerra tan cruda, como es la que hace un malvado pensamiento cuando se lanza en lo secreto del ánimo, o una desordenada codicia, o el amor del dinero sediento, o el deseo entrañable de mayor dignidad, u otra afición cualquiera acerca de aquellas cosas que tocan a esta vida presente.

Y la razón pide que sea así, porque aquella guerra es guerra de fuera, mas aquesta es guerra de dentro de casa. Y vemos en todas las cosas que el mal que nace de dentro es mucho más grave que no aquello que acomete de fuera. Porque al madero la carcoma que nace de dentro de él lo consume más; y a la salud y fuerzas del cuerpo las enfermedades que proceden de lo secreto de él, le son más dañosas que no los males que le advienen de fuera. Y a las ciudades y repúblicas no las destruyen tanto los enemigos de fuera, cuanto las asuelan los domésticos, y los que son de una misma comunidad y linaje. Y por la misma manera, a nuestra alma lo que la conduce a la muerte, no son tanto los artificios e ingenios con que es acometida de fuera, cuanto las pasiones y enfermedades suyas y que nacen en ella.

Por donde si algún temeroso de Dios compusiere los movimientos turbados del ánimo, y si les quitare a los malvados deseos, que son como fieras, que no vivan y alienten, y, si no les permitiendo que hagan cueva en su alma, apaciguare bien esta guerra, ese tal gozará de paz pura y sosegada. Esta paz nos dio Cristo viniendo al mundo. Esta misma desea San Pablo cuando dice en todas sus cartas: ‘Gracia en vosotros, Y paz de Dios, Padre nuestro’. El que es señor de esta paz, no sólo no teme al enemigo bárbaro mas ni al mismo demonio, antes hace burla de él y de todo su ejército, vive sosegado y seguro, y alentado más que otro ninguno, como aquel a quien ni la pobreza le aprieta, ni enfermedad le es grave, ni le turba caso ninguno adverso de los que sin pensar acontecen. Porque su alma, como sana y valiente, se vadea fácil y generosamente por todo. Y para que veáis a los ojos que es aquesto verdad, pongamos que es uno envidioso, y que en lo demás no tiene enemigo ninguno, ¿qué le aprovechará no tenerle? Él mismo se hace guerra a sí mismo; él mismo afila contra sí sus pensamientos, más penetrables que espada. Oféndese de cuanto bien ve, y llágase a sí con cuantas buenas dichas suceden a otros; a todos los mira como a enemigos, y para con ninguno tiene su ánimo desenconado y amable. ¿Qué provecho, pues, le trae al que es como éste el tener paz por de fuera, pues la guerra grande que trae dentro de sí le hace andar discurriendo furioso y lleno de rabia, y tan acosado de ella que apetece ser antes traspasado con mil saetas, o padecer antes mil muertes, que ver a alguno de sus iguales, o bien reputado, o en otro alguna manera próspero?

Demos otro que ame el dinero, cierto es que levantará en su corazón por momentos discordias innumerables, y que, acosado de su turbada afición, ni aun respirar no podrá. No es así, no, el que está libre de semejantes pasiones, antes como quien está en puerto seguro, de espacio y con reposo, hinche su pecho de deleites sabios, ajeno de todas las molestias sobredichas».

Esto dice, pues, San Crisóstomo.

Y en lo postrero que dice descubre otro bien y otro fruto que de la paz se recoge, y que en este nuestro discurso será lo postrero, que es el gozo santo que halla en todo el que está pacífico en sí. Porque el que tiene consigo guerra, no es posible que en ninguna cosa halle contento puro y sencillo. Porque, así como el gusto mal dispuesto por la demasía de algún humor malo que le desordena, en ninguna cosa halla el sabor que ella tiene, así el que trae guerra entre sí, no le es posible gozar de lo puro y de la verdad del buen gusto. En el ánimo con paz sosegado, como en agua reposada y pura, cada cosa, sin engaño ni confusión, se muestra cual es, y así de cada uno coge el gozo verdadero que tiene y goza de sí mismo, que es lo mejor. Porque así como de la salud y buena afición de la voluntad que Cristo, por medio de su gracia, pone en el hombre, como decíamos, se pacifica luego el alma con Dios, y cesa la rencilla que antes de esto había entre el entender y el querer, y también el sentido se rinde, y lo bullicioso de él o se acaba o se esconde, y de toda esta paz nace el andar el hombre libre y bien animado y seguro; así de todo aqueste amontonamiento de bien nace aqueste gran bien, que es gozar el hombre de sí y poder vivir consigo mismo, y no tener miedo de entrar en su casa, como debajo de hermosas figuras, conforme a su costumbre, lo profetiza Miqueas, diciendo lo que en la venida de Cristo al mundo, y en la venida del mismo en el alma de cada uno, había de acontecer a los suyos: «No levantará —dice— espada una nación contra otra, y olvidarán de allí adelante las artes de guerra, y cada uno asentado debajo de su vid, y debajo de su higuera gozará de ella, y no habrá quien de allí con espanto le aparte». Adonde, juntamente con la paz hecha por Cristo, pone el descanso seguro con que gozará de sí y de sus bienes el que en esta manera tuviere paz.

Mas David en el salmo, vuelto a la Iglesia y a cada uno de los justos que son parte de ella, con palabras breves, pero llenas de significación y de gozo, comprende todo cuanto habemos dicho muy bien. Dice: «Alaba, Jerusalén, al Señor» esto es, todos los que sois Jerusalén, poseedores de paz, alabad al Señor. Y aunque les dice que alaben, y aunque parece que así se lo manda, este mandar propiamente es profetizar lo que de esta paz acontece y nace; porque, como dijimos, al punto que toma posesión de la voluntad, luego el alma hace paces con Dios, de donde se sigue luego el amor y el loor.

Mas añade David: «Porque fortaleció las cerraduras de tus puertas, y bendijo a tus hijos en ti». Dice la otra paz que se sigue a la primera paz de la voluntad, que es la conformidad y el estar a una entre sí todas las fuerzas y potencias del alma, que son como hijos de ella, y como las puertas por donde le viene o el mal o el bien. Y dice maravillosamente que está fortalecido y cerrado dentro de sus puertas el que tiene esta paz; porque, como tiene rendido el deseo y la razón, y, por el mismo caso, como no apetece desenfrenadamente ninguno de los bienes de fuera, no puede venirle de fuera, ni entrarle en su casa sin su voluntad cosa ninguna que le dañe o enoje, sino, cerrado dentro de sí y bastecido y contento con el bien de Dios que tiene en sí mismo, y como dice el poeta del sabio, liso y redondo, no halla en él asidero ninguno la fuerza enemiga. Porque ¿cómo dañará el mundo al que no tiene ningunas prendas en él?

Y en lo que luego David añade se ve más claramente esto mismo, porque dice así: «Y puso paz en tus términos». Porque de tener en paz el alma a todo aquello que vive dentro de sus murallas y de su casa, de necesidad se sigue que tendrá también pacífica su comarca; que es decir que no tiene cosa en que los que andan fuera de ella y al derredor de ella, dañarla puedan. Tiene paz en su comarca, porque en ninguna cosa tiene competencia con su vecino, ni se pone a la parte en las cosas que precia el mundo y desea; y así nadie le mueve guerra, ni, en caso que se la quisiesen mover, tiene en qué hacerla. Porque su comarca aun por esta razón es pacífica, porque es campiña rasa y estéril, que no hay viñedos en ella, ni sembrados fértiles, ni minas ricas, ni arboledas, ni jardines, ni caserías deleitosas e ilustres, ni tiene el alma justa cosa que precie que no la tenga encerrada dentro de sí.

Por eso goza seguramente de sí, que es el fruto último, como decíamos, y el que significa luego este salmo en las palabras que dice: «Y te mantiene con hartura con lo apurado del trigo». Porque, a la verdad, los que sin esta paz viven, por más bien afortunados que vivan, no comen lo apurado del pan. Salvados son sus manjares, el desecho del bien es aquello por quien andan golosos; su gusto y su mantenimiento es lo grosero y lo moreno y lo feo, y sin duda las escorias de lo que es substancia y verdad. Y aun eso mismo, tal cual es y en la manera que es, no se les da con hartura. Mi pacífico sólo es el que come con abundancia, y el que come lo apurado del bien para él nace el día bueno, y el sol claro él es el que solamente le ve, en la vida, en la muerte, en lo adverso, en lo próspero, en todo halla su gusto; y el manjar de los ángeles es su perpetuo manjar, y goza de él alegre, y sin miedo que nadie le robe, y, sin enemigo que le pueda ser enemigo, vive en dulcísima y abundosísima paz, divino bien y excelente merced hecha a los hombres solamente por Cristo.

Por lo cual, tornando a lo primero del salmo, le debemos celebrar con continos y soberanos loores, porque él salió a nuestra causa perdida, y tomó sobre sí nuestra guerra, y puso nuestro desconcierto en su orden, y nos amistó con el cielo, y encarceló a nuestro enemigo el demonio, y nos libertó de la codicia y el miedo, y nos aquietó y pacificó cuanto hay de enemigo y de adverso en la tierra; y el gozo y el reposo y el deleite de su divina y riquísima paz Él nos le dio, el cual es la fuente y el manantial de donde nace, y su autor único, por donde con justísima razón es llamado su Príncipe.

Y habiendo dicho aquesto, Marcelo calló. Y Juliano, incontinente, viéndole callar, dijo:

—Es sin duda, Marcelo, Príncipe de Paz Jesucristo, por la razón que decís; mas, no mudando eso que es firme, sino añadiendo sobre ello, paréceme a mí que le podemos también llamar así porque con sólo Él se puede tener aquesto que es paz.

Aquí Sabino, vuelto a Juliano, y como maravillado de lo que decía:

—No entiendo bien —dice Juliano— lo que decís, y traslúceseme que decís gran verdad. Y así, si no recibís pesadumbre, me holgaría que os declarásedes más.

—Ninguna —respondió Juliano—; mas decidme, pues así os place, Sabino, ¿entendéis que todos los que nacen y viven en esta vida son dichosos en ella y de buena suerte, o que unos lo son y otros no?

—Cierto es —dijo Sabino— que no lo son todos.

—¿Y sonlo algunos? —añadió Juliano.

Respondió Sabino:

—Sí son.

Y luego Juliano dijo:

—Decidme, pues; el serlo así, ¿es cosa con que se nace, o caso de suerte o viéneles por su obra e industria?

—No es nacimiento ni suerte —dijo Sabino—, sino cosa que tiene principio en la voluntad de cada uno y en su buena elección.

—Verdad es —dijo Juliano—, y habéis dicho también que hay algunos que no vienen a ser dichosos, ni de buena suerte.

—Sí he dicho —respondió.

—Pues decidme —dijo Juliano—: esos que no lo son, ¿no lo quieren ser o no lo procuran ser?

—Antes —dijo Sabino— lo procuran y lo apetecen con ardor grandísimo.

—Pues —replicó Juliano—, ¿escóndeseles por ventura la buena dicha o no es una misma?

—Una misma es —dijo Sabino—, y a nadie se esconde; antes, cuanto es de su parte, ella se les ofrece a todos y se les entra en su casa; mas no la conocen todos, y así algunos no la reciben.

—Por manera que decís, Sabino —dijo Juliano—, que los que no vienen a ser dichosos no conocen la buena dicha, y por esa causa la desechan de sí.

—Así es —respondió Sabino.

—Pues decidme —dijo Juliano—, ¿puede ser apetecido aquello de quien el que lo ha de amar no tiene noticia?

—Cierto es —dijo Sabino— que no puede.

—¿Y decís que los que no alcanzan la buena dicha no la conocen? —dijo Juliano.

Respondió Sabino que era así.

—Y también habéis dicho —añadió Juliano— que esos mismos que no lo son apetecen y aman el ser bienaventurados.

Concedió Sabino que lo había dicho.

—Luego —dijo Juliano— apetecen lo que no saben ni conocen. Y así se concluye una de dos cosas: o que lo no conocido puede ser amado, o que los de mala suerte no aman la buena suerte, que cada una de ellas contradice a lo que, Sabino, habéis dicho. Ved ahora si queréis mudar alguna de ellas.

Reparó entonces Sabino un poco y dijo luego:

—Parece que de fuerza se habrá de mudar.

Mas Juliano, tornando a tomar la mano, dijo así:

—Id conmigo, Sabino, que podría ser que por esta manera llegásemos a tocar la verdad. Decidme: la buena dicha, ¿es ella alguna cosa que vive, o que tiene ser en sí misma, o qué manera de cosa es?

—No entiendo bien, Juliano —respondió Sabino—, lo que me preguntáis.

—Ahora —dijo Juliano— lo entenderéis. El avariento, decidme, ¿ama algo?

—Sí ama —dijo Sabino.

—¿Qué? —dijo Juliano.

—El oro sin duda —dijo Sabino— y las riquezas.

—Y el que las gasta —añadió Juliano— en fiestas y en banquetes, en aquello que hace, ¿busca y apetece algún bien?

—No hay duda de eso —dijo Sabino.

—¿Y qué bien apetece?—preguntó Juliano.

—Apetece —respondió Sabino—, a mi parecer, su gusto propio y su contento.

—Bien decís, Sabino —dijo Juliano luego—. Mas decidme: el contento que nace del gastar las riquezas, y esas mismas riquezas, ¿tienen una misma manera de ser? ¿No os parece que el oro y plata es una cosa que tiene substancia y tomo, que la veis con los ojos y la tocáis con las manos? Mas el contento no es así, sino como un accidente que sentís en vos mismos, o que os imagináis que sentís. Y no es cosa que o la sacáis de las minas, o que el campo o de suyo o con vuestra labor la produce, y, producida, la cogéis de él y la encerráis en el arca, sino cosa que resulta en vos de la posesión de alguna de las cosas que son de tomo, que o poseéis u os imagináis poseer.

—Verdad es —dijo Sabino— lo que decís.

—Pues ahora —dijo Juliano— entenderéis mi pregunta, que es: si la buena dicha tiene ser como las riquezas y el oro, o como las cosas que llamamos gusto y contento.

—Como el gusto y el contento —dijo Sabino luego—. Y aun me parece a mí que la buena dicha no es otra cosa sino un perfecto y entero contento, seguro de lo que se teme y rico de lo que se ama y apetece.

—Bien habéis dicho —dijo Juliano—; mas si es como el contento o es el contento mismo, y habemos dicho que el contento es una cosa que resulta en nosotros de algún bien de substancia, que o tenemos o nos imaginamos tener, necesaria cosa será que de la buena dicha haya alguna cosa de tomo que sea como su fuente y raíz, de manera que le dé ser dichoso al que la poseyere, cualquiera que él sea.

—Eso —dijo Sabino— no se puede negar.

—Pues decidme, ¿hay una fuente sola o hay muchas fuentes?

—Parece —dijo Sabino— que hay una sola.

—Con razón os parece así —dijo Juliano entonces—, porque el entero contento del hombre en una sola manera puede ser; por la misma razón no tiene sino una sola causa. Mas esta causa que llamamos fuente, y que, como decís, es una, ¿ámanla y búscanla todos?

—No la aman —dijo Sabino.

—¿Por qué? —respondió Juliano.

Y Sabino dijo:

—Porque no la conocen.

—Y ninguno —dijo Juliano— deja de amar, como antes decíamos, lo que es buena dicha.

—Así es —respondió.

—Y no se ama —replicó— lo que no se conoce. Luego habéis de decir, Sabino, que los que aman el ser dichosos, y no lo alcanzan, conocen lo general del descanso y del contento, mas no conocer la particular y verdadera fuente de donde nace, ni aquello uno en que consiste y que lo produce. Y habéis de decir que, llevados por una parte del deseo, y por otra parte no sabiendo el camino, ni pueden parar ni les es posible atinar, al revés de los que hallan la buena suerte. Mas decidme, Sabino: los que buscan ser dichosos y nunca vienen a serlo, ¿no aman ellos algo también, y lo procuran haber como a fuente de su buena dicha, la que ellos pretenden?

—Aman —dijo Sabino—, sin duda.

—Y ese su amor —dijo Juliano—, ¿hácelos dichosos?

—Ya está dicho que no los hace —respondió Sabino—, porque la cosa a quien se allegan y a quien le piden su contento y su bien, no es la fuente de él ni aquello de donde nace.

—Pues si ese amor no les da buena dicha —dijo Juliano—, ¿hace en ellos otra cosa alguna, o no hace nada?

—¿No bastará —dijo Sabino— que no les dé buena dicha?

—Por mí —dijo Juliano— baste en buen hora, que no deseo su daño, mas no os pido aquello con que yo por ventura quedaría contento si fuese el repartidor, sino lo que la razón dice, que es juez que no se dobla.

—Paréceme —dijo Sabino— que como el hijo de Príamo, que puso su amor en Helena y la robó a su marido, persuadiéndose que llevaba con ella todo su descanso y su bien, no sólo no halló allí el descanso que se prometía, mas sacó de ella la ruina de su patria y la muerte suya, con todo lo demás que Homero canta de calamidad y miseria; así, por la misma manera, los no dichosos por fuerza vienen a ser desdichados y miserables; porque aman como a fuente de su descanso lo que no lo es; y, amándolo así, pídenselo y búscanlo en ello, y trabájanse miserablemente por hallarlo, y al fin no lo hallan. Y así los atormenta juntamente y como en un tiempo el deseo de haberlo y el trabajo de buscarlo y la congoja de no poderlo hallar. De donde resulta que no sólo no consiguen la buena dicha que buscan, mas en vez de ella caen en infelicidad y miseria.

—Recojamos —dijo Juliano entonces— todo lo que habemos dicho hasta ahora, y así podremos después mejor ir en seguimiento de la verdad. Pues tenemos de todo lo sobredicho: lo uno que todos aman y pretenden ser dichosos; lo otro, que no Io son todos; lo tercero, que la causa de esta diferencia está en el amor de aquellas cosas que llamamos fuentes o causas, entre las cuales la verdadera es sola una, y las demás son falsas y engañosas. Y lo último, tenemos que, como el amor de la verdadera hace buena suerte; así hace, no sólo falta de ella, sino miseria extremada, el amor de las falsas.

—Todo eso está dicho; mas de todo eso —dijo Sabino—, ¿qué queréis, Juliano, inferir?

—Dos cosas infiero —dijo Juliano luego—; la una, que todos aman, los buenos y los malos, los felices y los infelices, y que no se puede vivir sin amar. La otra, que como el amor en los unos es causa de su buena andanza, así en los otros es la fuente de su miseria; y siendo en todos amor, hace en los unos y en los otros efectos muy diferentes, o por decir verdad, claramente contrarios.

—Así se infiere —dijo Sabino.

—Mas decidme —añadió Juliano—, ¿atreveros heis, Sabino, a buscar conmigo la causa de aquesta desigualdad y contrariedad que en sí encierra el amor?

—¿Qué causa decís, Juliano? —respondió Sabino.

—El porqué —dijo Juliano— el amor, que nos es tan necesario y tan natural a todos, es en unos causa de miseria, y en otros de felicidad y buena suerte.

—Claro está esto dijo Sabino luego—, porque, aunque en todos se llama amor, no es en todos uno mismo, mas en unos es amor de lo bueno, y así les viene el bien de él, y en otros de lo malo, y así les fructifica miseria.

—¿Puede —replicó Juliano— amar nadie lo malo?

—No puede —dijo Sabino—, como no puede desamar a sí mismo. Mas el amor malo que digo, llámole así, no porque lo que ama es en sí malo, sino porque no es aquel bien que es la fuente y el minero del sumo bien.

—Eso mismo —dijo Juliano— es lo que hace mi duda y mi pregunta más fuerte.

—¿Más fuerte? —respondió Sabino—. ¿Y en qué manera?

—De esta manera —dijo Juliano—; porque si los hombres pudieran amar la miseria, claro y descubierto estaba el porqué el amor hacía miserables a los que la amaban; mas, amando todos siempre algún bien, aunque no sea aquel bien de donde nace el sumo bien, ya que este su amor no los hace enteramente dichosos, a lo menos, pues es bien lo que aman, justo y razonable sería que el amor de él les hiciese algún bien. Y así no parece verdad lo que poco antes asentábamos por muy cierto, que el amor hace también a las veces miseria en los hombres.

—Así parece —respondió Sabino.

—No os rindáis —dijo Juliano— tan presto, sino id conmigo inquiriendo el ingenio y la condición del amor; que, si la hallamos, ella nos podrá descubrir la luz que buscamos.

—¿Qué ingenio es ése —respondió Sabino—, o cómo se ha de inquirir?

—Muchas veces habréis oído decir, Sabino —respondió Juliano—, que el amor consiste en una cierta unidad.

—Sí he —dijo Sabino— oído y leído que es unión el amor y que es unidad, y que es como un lazo estrecho entre los que juntamente se aman, y que, por ser así, se transforma el que ama en lo que ama, por tal manera, que se hace con él una misma cosa.

—¿Y paréceos —dijo Juliano— que todo el amor es así?

—Sí parece —respondió Sabino.

—Apolo —dijo Juliano—, a vuestro parecer, ¿amaba, cuando en la fábula, como canta el poeta, sigue a Dafne, que le huye? O el otro de la comedia, cuando pregunta: dónde buscará, dónde descubrirá, a quién preguntará, cuál camino seguirá para hallar a quien había perdido de vista, pregunto: ¿amaba también?

—Así —dijo— parece.

Y ambos —replicó Juliano— estaban tan lejos de ser unos con lo que amaban, que el uno era aborrecido de ello, y el otro no hallaba manera para alcanzarlo.

—Verdad es dijo Sabino— cuanto al hecho, mas cuanto al deseo ya lo eran, porque esa unidad era lo que apetecían, Si amaban.

—Luego —dijo Juliano— ya el amor no era él la unidad, sino un apetito y deseo de ella.

—Así —dijo— parece.

—Pues decidme —añadió Juliano, aquestos mismos, si Consiguieran su intento, u otros cualesquiera que aman, y que lo que aman lo consiguen y alcanzan, y vienen a ser uno mismo con ello, ¿dejan de amarlo luego o ámanlo todavía también?

—Como puede uno no amar a sí mismo, así podrán —dijo Sabino— dejar de amar al que ya es una misma cosa con ellos.

—Bien decís —dijo Juliano—; mas decidme, Sabino, ¿será posible que desee alguno aquello mismo que tiene?

—No es posible —dijo Sabino.

—Y habéis dicho —añadió Juliano— que ya aquestos tales han venido a tener unidad.

—Sí han venido —dijo.

—Luego habéis de decir —replicó Juliano— que ya no la desean ni apetecen.

— Sí es —dijo— verdad. Y es verdad que se aman —añadió Juliano—; luego no lo es decir que el amar es desear la unidad.

Estuvo entonces sobre sí Sabino un poco, y dijo luego:

—No sé, Juliano, qué fin han de tener hoy estas redes vuestras, ni qué es lo que con ellas deseáis prender. Mas, pues, así me estrecháis, dígoos que hay dos amores o dos maneras de amar: una de deseo y otra de gozo. Y dígoos que en el uno y en el otro amor hay su cierta unidad; el uno la desea, y, cuanto es de su parte, la hace; y el otro la posee y la abraza, y se deleita y aviva con ella misma el uno camina a este bien, y el otro descansa y se goza en él; el uno es como el principio, y el otro es como lo sumo y lo perfecto; y así el uno como el otro se rodea como sobre quicio, sobre la unidad sola, el uno haciéndola, y el otro como gozando de ella.

—No han hecho mala presa estas que llamáis mis redes, Sabino —dijo Juliano entonces—, pues han cogido de vos esto que decís ahora, que está muy bien dicho: y con ello yo más cerca del fin que pretendo, de lo que vos, Sabino, pensáis. Porque, pues es así que todo amor, cada uno en su manera, o es unidad o camina a ella y la pretende; y pues es así, que es como el blanco y el fin del bien querer. el ser unos los que se quieren, cosa cierta será que todo aquello que fuere contrario, o en alguna forma dañoso a aquesta unidad, será desabrido enemigo para el amor, y que el que amare, por el mismo caso que ama, padecerá tormento gravísimo todas las veces que o le aconteciere algo de lo que divide el amor, o temiere que le puede acontecer. Porque. como con el cuerpo siempre que se corta o que se divide lo uno de él y lo que está ayuntado y continuo, se descubre luego un dolor agudo, así todo lo que en el amor, que es unidad, se esfuerza a poner división, pone por el mismo caso en cl alma que ama una miseria y una congoja viva, mayor de lo que declarar se puede.

—Esa es verdad en que no hay duda —dijo entonces Sabino.

—Pues si en esto no hay duda —añadió Juliano—, ¿podréisme decir, Sabino, cuántas y cuáles sean las cosas que tiene esta fuerza, o que la pretenden tener, de cortar y dividir aquello con que el amor se anuda y se hace uno?

—Tiene —dijo Sabino— esa fuerza todo aquello que a cualquiera de los que aman o le deshace en el ser, o le muda y le trueca en la voluntad, o totalmente o en parte, como son, en lo primero, la enfermedad y la vejez y la pobreza y los desastres, y, finalmente, la muerte; y en lo segundo, la ausencia, el enojo, la diferencia de pareceres, la competencia en unas mismas cosas, el nuevo querer, y la liviandad nuestra natural. Porque, en lo primero, la muerte deshace el ser, y así aparta aquello que deshace de aquello que queda con vida; y la enfermedad y vejez y pobreza y desastres, así como disponen para la muerte, así también son ministros y como instrumentos con que este apartamiento se obra. Y, en lo segundo, cierto es que la ausencia hace olvido, y que el enojo divide.

Y que la diferencia de pareceres pone estorbo en la conversación; y así, apartando el trato, enajena poco a poco las voluntades, y las desata para que cada una se vaya por sí. Pues con el nuevo amor, claro es que se corta el primero, y manifiesto es que nuestro natural mudable es como una lima secreta que de continuo, con deseo de hacer novedad, va dividiendo lo que está bien ajuntado.

—No se dará bien, conforme a eso, Sabino —dijo Juliano entonces—, el amor en cualquier suelo.

Respondió Sabino:

—¿Cómo no se dará?

Y Juliano dijo:

—Como dicen de algunos frutales que, plantados en Persia, su fruta es ponzoña, y nacidos en estas provincias nuestras, son de manjar sabroso y saludable, así digo que se concluye de lo que hasta ahora está dicho, que el amor y la amistad todas las veces que se plantare en lo que estuviere sujeto a todos o a algunos de esos accidentes que habéis contado, Sabino, como planta puesta en lugar, no sólo ajeno de su condición, mas contrario y enemigo de la cualidad de su ingenio, producirá no fruta que recree, sino tóxico que mate. Y si, como poco antes decíamos, para venir a ser dichosos y de buena suerte nos conviene que amemos algo que nos sea como fuente de aquesta buena ventura; y si la naturaleza ordenó que fuese el medio y el tercero de toda la buena dicha el amor, bien se conoce ya lo que arriba dudábamos, que el amor que se empleare en aquello que está sujeto a las mudanzas y daños que dicho habéis, no sólo no dará a su dueño ni el sumo bien, ni aquella parte de bien, cualquiera que ella se sea, que posee en sí aquello a quien se endereza, mas le hará triste y miserable del todo. Porque el dolor que le traspasará las entrañas, cuando alguno de los casos y de los accidentes que dijiste, Sabino, pues no se excusan, le aconteciere, y el temor perpetuo de que cada hora le pueden acontecer, le convertirán el bien en continua miseria. Y no le valdrá tanto lo bueno que tiene aquello que ama, para acarrearle algún gusto, cuanto será poderoso lo quebradizo y lo Vil y lo mudable de su condición, para le afligir con perpetuo e infinito tormento.

Mas si es tan perjudicial el amor cuando se emplea mal, y si se emplea mal en todo lo que está sujeto a mudanza, y si todo lo semejante le es suelo enemigo, adonde, si prende, produce frutos de ponzoña y miseria, ya veis, Sabino, la razón por qué dije al principio que sólo Cristo es Aquel con quien se puede tener paz y amistad; porque Él solo es el mudable y el bueno, y Aquel que, cuanto de su parte es, jamás divide la unidad del amor con que Él se pone; y así Él solo el sujeto propio y la tierra natural y feliz, adonde florece bienaventuradamente y adonde hace buen fruto esta planta. Porque ni en su condición hay cosa que lo divida, ni se aparta de él por las mudanzas y desastres a que está sujeta la nuestra, como nosotros libremente no lo apartemos, dejándole. Que ni llega a Él la vejez, ni la enfermedad le enflaquece, ni la muerte le acaba, ni puede la fortuna con sus desvaríos poner cualidad en Él que le haga menos amable. Que, como dice el salmista, «aunque tú, Señor, mismo desde el principio cimentaste la tierra, y aunque son obra de tus manos los cielos ellos perecerán, y Tú permanecerás; ellos se envejecerán como se envejece la ropa, y como se pliega la capa los plegarás, y serán plegados; mas Tú eres siempre uno mismo, y tus años nunca desmenguan». Y «tu trono, Señor, por siglos y siglos vara de derechezas la vara de tu gobierno».

Esto es en el ser; que en su voluntad para con nosotros, si nosotros no le huimos primero, no puede caber desamor. Porque, si viniéramos a pobreza y a menos estado, nos amará; y si el mundo nos aborreciere, Él conservará su amor con nosotros; en las calamidades, en los trabajos y en las afrentas en los tiempos temerosos y tristes, cuando todos nos huyan, Él con mayores regalos nos recogerá a sí. No temeremos que podrá venir a menos su amor por ausencia, pues está siempre lanzado en nuestra alma y presente. Ni cuando, Sabino, se marchitare en vos esa flor de la edad, ni cuando, corriendo los años y haciendo su obra, os desfiguraren la belleza del rostro, ni en las canas, ni en la flaqueza, ni en el temblor de los miembros, ni en el frío de la vejez, se resfriará su amor en ninguna cosa para con vos. Antes rico para hacer siempre bien, y de riquezas que no se agotan haciéndole, y deseosísimo continuamente de hacerlo, cuando se os acabare todo, se os dará todo Él, «y renovará vuestra edad como el águila», y vistiéndoos de inmortalidad y de bienes eternos como Esposo verdadero vuestro, os ayuntará del todo consigo con lazo que jamás faltará, estrecho y dulcísimo.

—Mas esto ya os toca a vos, Marcelo —dijo Juliano prosiguiendo, y volviéndose a Él—, porque es del nombre de Esposo de que últimamente habéis de decir, y de que yo de propósito os he detenido que no dijésedes con aquesto que he dicho, no tanto por añadir cosa que importase a vuestras razones, cuanto para que reposásedes entre tanto vos, y así entrásedes con nuevo aliento en aquesto que os resta.

—Vos, Juliano —dijo Marcelo entonces—, siempre que habláredes será con propósito y provecho mucho; y lo que habéis hablado ahora ha sido tal, que hacéis mal en no llevarlo adelante. Y pues ello mismo os había metido en el nombre de Esposo, fuera justo que lo prosiguiérades vos, a lo menos siquiera porque entre tanto malo como he dicho yo, tuviera tan buen remate esta plática. Que yo os confieso que en este nombre no puede decir lo que hay en él quien no lo ha sabido sentir; y de mí ya conocéis cuán lejos estoy de todo buen sentimiento.

—Ya conocemos —dijeron juntos Juliano y Sabino— cuán mal sentís de estas cosas, y por esa causa os queremos oír en ellas; demás de que es justo que sea de un paño todo.

—Justo es —dijo Marcelo— que sea todo de sayal, y que a cosa tan grosera no se añada pieza más fina. Mas, pues es forzoso, será necesario que, como suelen hacer los poetas en algunas partes de sus poesías, adonde se les ofrece algún sujeto nuevo, o más dificultoso que lo pasado o de mayor cualidad, que tornan a invocar el favor de sus musas, así yo ahora torne a pedir a Cristo su favor y su gracia, para poder decir algo de lo que en un misterio como aqueste se encierra, porque sin él no se puede entender ni decir.

Fray Luis de León: De los nombres de Cristo, tomo II.

San Silvestre I, papa, con recursos audiovisuales

San Silvestre I, papa, con recursos audiovisuales

San Silvestre, con ese aire de despedida del año viejo, tiene una significación especial en la historia de la Iglesia, no ya sólo por sus virtudes, sino también por la época difícil y maravillosa, a su vez, que le tocó vivir.

Debido a esta circunstancia, no es extraño que su venerable figura haya ido recogiendo a través de los siglos una multitud de leyendas piadosas, haciendo difícil distinguir entre ellas lo que pueda haber de falso o de verdadero. De San Silvestre nos hablan, casi por encima, los primeros historiadores cristianos: Eusebio de Cesarea, Sócrates y Sozomeno.

Más noticias encontramos en la relación de los papas que trae el Catalogo Liberiano y, sobre todo, en la multitud de detalles con que adorna su vida el famoso Pontifical Romano. Fue compuesta esta obra en diversos tiempos y por diversos autores, y en lo que toca a San Silvestre, recoge de lleno sus célebres actas, elaboradas durante el siglo v, y que, a pesar de ser admitidas por algunos Padres antiguos, fueron siempre consideradas como espúreas por la Iglesia de Roma.

El hecho de mezclar lo verídico con lo fabuloso, dieron a las actas de San Silvestre un gran predicamento durante toda la Edad Media, aunque pronto fueron cayendo en desuso, teniendo en cuenta, sobre todo, los dos hechos principales que en ellas se mencionan: la curación y conversión de Constantino y la donación que el emperador hace al papa Silvestre, no ya sólo de Roma, sino también de Italia y, como algunos llegaron a suponer, de todo ei Imperio de Occidente. Baronio, el autor de los Anales eclesiásticos, supone la autenticidad de las mismas y recurre al testimonio del papa Adriano I, que en el siglo Vlll las tiene como tales en una carta a los emperadores Constantino e Irene, cuando la lucha por las imágenes. Son citadas a su vez en la primera decretal del concilio II de Nicea, y autores no muy lejanos de la época, como San Gregorio de Tours y el obispo Hincmaro, traen a colación el bautismo de Constantino cuando narran el no menos famoso de Clodoveo.

La leyenda del bautismo parece estar tomada de una vida romanceado de San Silvestre, cuya fecha y patria se desconocen, pero que bien pudieran ser de la segunda mitad del siglo v. Duchesne la hace venir de Oriente, por el camino que trajeron todas las que se referían a la invención de la santa cruz, a Santa Elena y al mismo Constantino. Para otros, sin embargo, toda la leyenda tiene un carácter netamente romano.

Eusebio, el nada escrupuloso panegirista del emperador, nos dice con toda sencillez que Constantino fue bautizado al fin de su vida en Helenópolis de Bitinia, y nada menos que por un obispo arriano, Eusebio de Nicomedia. De ser cierto lo de las actas, no lo hubiera pasado por alto de ninguna de las maneras, pues vendría muy bien para exaltar la figura de aquel emperador, a quien hace lo posible por presentar como un príncipe simpatizante en todos sus hechos con el cristianismo. La costumbre, sin embargo, de aquellos tiempos, y, sobre todo, las disposiciones en que se encontraba el mismo Constantino, parecen convencer en seguida de lo contrario. Es verdad que manifiesta una verdadera simpatía por la nueva religión, pero no por eso deja de vivir en su juventud el paganismo depurado de su padre, Constancio Cloro. Cuando se proclama emperador en el año 306, adopta con la diadema el culto a la tetrarquía romana, y especialmente el de Júpiter y Hércules. Su contacto con los cristianos le lleva a un monoteísmo especial, que se concreta en el culto del sol invictus. Mas tarde, cuando vence a su rival Majencio en el 312, Constantino aparece identificado del todo con el cristianismo; pero este es supersticioso y con gran reminiscencia pagana. De hecho, nunca abandona las atribuciones de pontífice máximo, concibe el cristianismo como una religión imperial, semejante a la anterior, y en su misma vida no ofrece nunca las características de un auténtico convencido.

Algo semejante ocurre en lo que se refiere a la «Donación Constantiniana». Ya el emperador Otón III, por el siglo Xl, afirmaba que, a pesar de ser tan popular, habia de tenerse el documento como falso. Esto lo demuestra con buenas razones el humanista del siglo xv Lorenzo Valla, y hoy aparece claro cómo la noticia se inventó entre los siglos Vlll y IX con el fin de justificar en Roma la donación que de las tierras conquistadas a los lombardos hacen a diversos papas Pipino el Breve y Carlomagno.

Sólo teniendo en cuenta estas apreciaciones podemos conocer lo que de verdad hay sobre San Silvestre, sin temor a desvirtuar por ello su recia personalidad.

Nace San Silvestre alrededor del año 270, en época de relativa paz para la Iglesia. Su padre, Rufino, le pone desde niño bajo la dirección del prudente y piadoso presbitero romano Cirino, y en seguida se empieza a distinguir por una abnegada caridad, ofreciendo su casa a todos los peregrinos que acudían a visitar la tumba de los apostoles. En una ocasión llama a su puerta Timoteo de Antioquía, gran apóstol de la palabra y de santa vida. Pronto se dan cuenta de ello los paganos, y una noche, cuando vuelve cansado a la casa de Silvestre. es apresado por las turbas y condenado a morir entre los más horribles tormentos. Silvestre no se atemoriza ante el peligro, y poco después, aprovechando las sombras de la noche, se apodera de las reliquias y les da honrosa sepultura.

Sospechando el prefecto de Roma, Tarquinio Perpena de aquel celoso muchacho, y creyendo que acaso guardaba las riquezas que suponia tener Timoteo le manda llamar a su presencia, y entre ambos se entabla este diálogo, que nos han conservado las actas:

—Adora al instante a nuestros dioses—le dice el prefecto—-y deposita en sus altares los tesoros de Timoteo, si es que quieres salvar tu vida.

Silvestre no titubea, y más sabiendo la pobreza en que había vivido el mártir de Cristo.

—¡Insensato!—le dice—, yerras si piensas ejecutar tus amenazas, porque esta misma noche te será arrancada el alma, y así reconocerás que el único verdadero Dios es el que tú persigues; el mismo que adoramos los cristianos.

Tarquinio se enfurece y manda encerrar al joven; pero en la misma noche una espina que se le atraviesa en la garganta pone fin a su vida, y con ello Silvestre es puesto en libertad.

Sea lo que fuere del hecho, la verdad es que Silvestre era apreciado en la Roma de entonces por su humildad y apostolado, y muy pronto, a los treinta años, es ordenado sacerdote por el papa San Marcelino. Horas difíciles eran aquellas para la Iglesia. Desde el año 286, el emperador Diocleciano había asociado al Imperio al nada escrupuloso Maximiano Hercúleo, y poco más tarde ambos augustos adoptan como césares a Constancio Cloro para las Galias y Bretaña y al cruel Galerio para el Oriente. A qué obedeció la nueva postura de Diocleciano, se desconoce en parte; pero pronto se iba a organizar en su reinado una terrible persecución, que llevaba el intento de deshacer desde sus cimientos toda la Iglesia.

Por otra parte, no faltaban disensiones entre los mismos fieles, y sobre todo se hacia más acuciante el peligro de una nueva secta, el donatismo, que iba teniendo grandes prosélitos entre los cristianos de Africa. Silvestre toma parte por la ortodoxia, creándose pronto enemigos, pero esto no impide para que la Iglesia de Roma tenga puestos sus ojos en aquel varón de Dios, «puro, de piedad ferviente, mortificado y humilde», como le retratan las actas, y a quien había de designar para suceder al papa San Melquiades en la silla de San Pedro.

San Silvestre es elegido papa el 31 de enero del año 314, siendo cónsules Constantino y Volusiano y en el año noveno del imperio de Constantino. Largo va a ser su pontificado—veintitrés años, diez meses y once días—y lleno de grandes acontecimientos. Un año antes, en febrero del 313, había sido decretada la libertad de la Iglesia por el edicto de Milán, y desde entonces cuenta con el apoyo decidido del emperador y con la simpatía de los numerosos prosélitos que se presentan cada dia.

El paganismo, sin embargo, no podía acomodarse al nuevo sesgo que tomaban las cosas. Y de ser cierto lo del bautismo de Constantino que nos cuentan las actas, habríamos de encajarlo precisamente en estos primeros años del nuevo papa. Parece ser que, en una de las ausencias del emperador, los magistrados de Roma se aprovecharon para iniciar de nuevo la persecución. Silvestre mismo tiene que salir de la ciudad, y se refugia con sus sacerdotes en el monte Soracte o Syraptim, llamado después de San Silvestre, y que dista unas siete leguas de Roma. Cuando vuelve Constantino, se encuentra de manos con una tragedia dentro de su misma familia, pues nada menos que a Crispo, su hijo y heredero, se le acusaba de haber cometido adulterio con su segunda mujer, Fausta. Llevado de la cólera, el emperador manda darle muerte: pero es castigado de improviso con una repugnante lepra, que le cubre todo el cuerpo. En seguida acuden a palacio los médicos más renombrados, que se ven impotentes en procurarle remedio, y como última solución, y para aplacar la ira de los dioses, le proponen bañe su cuerpo en la sangre todavía caliente de una multitud de niños sacrificados con este fin. Cuando se van a hacer los preparativos y ya el cortejo imperial iba a subir las gradas del Capitolio, Constantino se conmueve ante los gemidos de las madres de los inocentes, que piden misericordia, y ordena se retire inmediatamente el sacrificio. Aquella misma noche se le aparecen en sueños dos venerables ancianos, Pedro y Pablo, que le recomiendan busque al obispo Silvestre, que está escondido, el cual les mostrará el verdadero baño de salvación que le curaría.

A la mañana siguiente aparece por las calles de Roma, y conducido con toda pompa por la guardia pretoriana, Silvestre, el perseguido. El encuentro con el emperador es benévolo. Entablan un diálogo de pura formación cristiana, y al fin el Pontífice le increpa con toda solemnidad: «Si así es, ¡oh príncipe!, humillaos en la ceniza y en las lágrimas, y durante ocho días deponed la corona imperial, y en el retiro de vuestro palacio confesad vuestros pecados, mandad que cesen los sacrificios de los ídolos, devolved la libertad a los cristianos que gimen en los calaboros y en las minas, repartid abundantes limosnas, y veréis cumplidos vuestros deseos».

Constantino lo promete todo, se fija el día para el bautismo, y, llegados por fin ante el baptisterio de San Juan de Letrán, se despoja el emperador de todas sus vestiduras, entra en la piscina, es bautizado por San Silvestre, y cuando sale, ante la expectación de todos, aparece completamente curado. De ahora en adelante, dicen las actas, Constantino será el gran favorecedor de los cristianos, y, no contento con eso, va a dejar al Papa su sede de Roma, retirándose con toda su corte a Constantinopla.

Toda esta historia nos indica, al menos, la gran preponderancia que iba tomando la Iglesia frente al Estado. De ello se ha de aprovechar San Silvestre para reconstruir iglesias devastadas y enmendar las corrompidas costumbres. Entre las nuevas leyes que bajo la égida del Pontífice iba a dar el emperador, sobresalen: la validez de la emancipación de esclavos realizada ante la Iglesia, el descanso dominical, contra los sodomitas; la educación de los hijos, revocación del destierro a que estaban condenados los cristianos, restitución de sus bienes, revocación de las leyes Julia y Popea contra el celibato, reconociendo de este modo la posibilidad de un celibato santo dentro del cristianismo: varios decretos asegurando el foro judicial de los clérigos, prohibición de los agoreros, de los juegos en que iban mezclada la inmoralidad y el engaño, etc., etc. Roma iba, de este modo, muriendo a su tradición pagana, para renacer poco a poco a la nueva Roma cristiana.

La gran labor pastoral en que se ve encuadrado el pontificado de San Silvestre ofrece unas facetas características, primicias todas ellas de la Iglesia, que se abre a nuevos horizontes, libre ya de trabas y de postergaciones.

Es su tiempo, la era de los grandes concilios, donde se fijan en detalle los cánones de la fe, el culto divino adquiere una grandeza insospechada, se establece una disciplina eclesiástica cuna de nuestro Derecho, y se extiende cada vez más la supremacía de la Iglesia de Roma. En el mismo año en que es elegido Papa, manda San Silvestre sus legados al concilio de Arlés, donde se resuelve la cuestión de los donatistas, que habían apelado otra vez en la causa de Ceciliano. Este concilio, juntamente con el primero ecumenico de Nicea (a. 325), son los dos puntales del esfuerzo dogmático de tiempos de San Silvestre. Mucho se ha discutido sobre la participación que en ellos tuvo el Pontífice de Roma, ya que tanto uno como otro fueron convocados a instancias del emperador Constantino: pero, a través de lo que en ellos se determina, no ofrece duda la presencia moral del Papa en las decisiones consulares. En Nicea, junto al presidente del concilio, Osio de Córdoba, se sientan los legados pontificios Vito y Vicente, y, de ser cierto el documento que recoge el Líber Pontiticalis, todos los obispos, al final de la asamblea, escriben una carta a Silvestre, donde le dan cuenta de las decisiones adoptadas.

Más claro y conmovedor es el testimonio de los Padres del concilio de Arlés. En esta asamblea, como en todas las que celebra Constantino, se ve, es cierto, una sumisión del episcopado al poder civil; pero al mismo tiempo un afecto y una gran sumisión al Papa. Es éste el que ha de dar su última palabra sobre los donatistas, quien ha de comunicar a las iglesias lo establecido en el concilio, y el que, en fin, ha de hacer poner en práctica sus acuerdos, sobre todo el que se refiere a la celebración de la Pascua. Dicen así en la segunda carta que le envían: «Al amadisimo papa Silvestre, Marino, Agnecio… Unidos en el común vínculo de caridad y de unidad de la madre Iglesia católica y reunídos en la ciudad de Arlés por la voluntad del piisimo emperador, te saludamos a ti, gloriosisimo Papa, con toda nuestra reverencia»,

Y añaden: «Ojalá, hermano dilectísimo, hubierais estado presente a este gran espectáculo, pues creemos que contra ellos (los donatistas ) se hubiera dado una sentencia más severa, y de ese modo, uniéndote tú mismo a nuestro juicio, nuestra asamblea hubiera exultado con mayor alegria. Pero, como no pudiste separarte de aquellas tierras en las cuales se asientan también los apóstoles, y cuya sangre testifica sin intermisión la gloria de Dios, por eso te mandamos…»

Esta presencia del Papa se extendió a su vez en la serie de concilios y sínodos que se fueron celebrando en su tiempo: sínodo de Roma (a. 315), concilios de Alejandría, Palestina, segundo de Alejandría, de Laodicea, Ancira, Nicomedia, Cartago, Cesarea de Palestina, etc.

En todos ellos y en otros decretos del mismo Papa se fue creando una liturgia nueva, que, unida a los cánones disciplinares, sirvieron de base a la reorganización interior de la Iglesia. Acaso se pueda rechazar como inventada posteriormente la famosa Constitución de San Siluestre, donde se encuentran una serie de prescripciones sobre los clérigos; pero no podemos dar de lado otras muchas, que sin duda se debieron al celo pastoral de nuestro santo. Citemos algunas:

Solamente el obispo puede preparar el santo crisma y servirse de él para confirmar a los bautizados.

Los diáconos usen dalmática y manipulo en el servicio del altar.

Queda prohibido el uso de la seda o paño de color para el santo sacrificio de la misa. Deben emplearse telas de lino, o sea corporales, que representen la sindone en que fue envuelto el cuerpo de Cristo.

Ningún laico tenga la osadía de presentarse como acusador contra un clérigo.

Ningun clérigo puede ser citado ante un tribunal laico para ser juzgado.

Los días de semana, menos el sábado y el domingo, se llaman ‘ferias». En cuanto a la recepción de las órdenes sagradas, determina el tiempo que ha de transcurrir entre una y otra: veinte años para el lectorado, treinta días para el exorcistado, cinco años para el acolitado, otros cinco para el subdiaconado, diez para el de custodio de los mártires, siete para el diaconado y tres, por fin, para el sacerdocio. Normas precisas da también respecto a la vida de los clérigos. Deben ser castos y han de procurar el grado sin ambición y sin ansia de lucro, y solamente pueden ser nombrados aquellos que sean elegidos en unanimidad por el pueblo y la clerecía. Los presbíteros han de tener una reputación bien probada, de modo que, aun los que están fuera de la Iglesia, puedan dar fiel testimonio de ellos. Otras prescripciones abundan; v. gr., sobre el ayuno, los réditos de la Iglesia, que han de dividirse en cuatro apartados; el culto divino, etc.

Y como detalle, esta nota disciplinar en el trato con los pecadores, que nos dice mucho de la delicadeza y caridad de San Silvestre: ‘En primer lugar—dice—se les ha de llamar paternalmente y se les ha de esperar siete dias, sin que se les prohiba nada de las cosas de la Iglesia. A este compás de espera se le deben añadir otros siete días, vedándoseles ya todo acceso a los divinos oficios. Siguen otros dos días, en los cuales, si no se arrepintieran, se les separa de la paz y comunión de la santa Iglesia. Otros dos días más, y, por fin, añadiendo todavía uno, y viendo que ya su caso es desesperado, se le debe condenar con el anatema».

En cuanto se refiere al culto divino, nunca conoció Roma, podemos decir, fuera del tiempo del Renacimiento, otra época de tanto esplendor y grandeza. El Pontifical Romano nombra en primer lugar una iglesia del título de Equitio, que mandó construir San Silvestre junto a las termas de Trajano, hoy llamada de los Santos Silvestre y Martín, y que fue como su primera sede y el sitio donde hacía las ordenaciones. Seis veces ordenó en el mes de diciembre, y de aquí salieron 40 presbíteros, 26 diáconos y 65 obispos, que se fueron repartiendo por diversas tierras.

En seguida empiezan las famosas fundaciones constantinianas de San Juan de Letrán, en el monte Cello—in aedibus Laterani—, de San Pedro, en el Vaticano, San Pablo, en la vía Ostiense, y Santa Cruz de Jerusalén, situada en el atrio Sessoriano, muy cerca del templo de Venus y Cupido, como réplica, dice Baronio, a la estatua de Venus que mandó poner Adriano en la cumbre del Calvario. En la misma Roma se levantan a su vez la basílica de Santa Inés, a instancias de la hija de Constantino: la de San Lorenzo, en el campo Verano; la de San Pedro y Marcelino, en la vía Labicana, y otras más en otras ciudades de Italia, como Ostia, Capua y Nápoles.

El papa San Dámaso, cuando termina de dar sus noticias sobre San Silvestre, acaba con esta sencilla frase: Qui catholicus et confessor quievit.

Católico, porque supo mantener la luz de su fe en un tiempo de fuertes herejías. Ecuménico, porque lleva su acción de Arlés a Nicea, de Cartago a Viena del Delfinado. Y, a la vez, confesor, es decir, santo, tomando la palabra en el sentido que se le daba entonces.

Y esta gran confesión o santidad la supo llevar, sobre todo, con una caridad y mansedumbre que fue puesta a prueba muchas veces por aquel que se decía favorecedor del cristianismo. Es sabido cómo a Constantino le aquejaba el prurito de quererse inmiscuir en todos los problemas interiores y exteriores de la Iglesia. Por su mandato se reúnen los obispos en Arlés, convoca el concilio de Nicea, reíne sínodos, lleva a su tribunal la causa de los donatistas e interviene con toda su autoridad en la condena de los arrianos. Alguien ha querido ver cierta timidez en San Silvestre frente al emperador; pero creemos que es desconocer todo lo delicado de aquellos primeros años del cristianismo libre cuando se le atribuye tal especie. San Siivestre asiste a un renacer de la Iglesia, demasiado frágil todavía en lo que a efectos civiles se refiere, y, por otra parte, Constantino sigue siendo el hombre de carácter fogoso, con muchos matices paganos, que a veces le llevan hasta el crimen. La persecución no se habia superado del todo, ya que hasta el 324, con la muerte de Licinio, aún se sigue martirizando en el Oriente y aún en las tierras de Constantino brotan de vez en cuando gritos de rebeldía pagana.

Por otra parte, la solución de aquellos primeros conflictos politico-religiosos de las primeras herejías dependía casi siempre del emperador, pues solían convertirse en verdaderas luchas intestinas, con gran peligro para la tranquilidad del Imperio. No es extraño, por tanto, que San Silvestre, aun consciente de su autoridad, tuviera que ceder muchas veces para no convertir en desfavorables unas posiciones que eran en gran manera ventajosas para la Iglesia. En eso precisamente estuvo su santidad: en saber sufrir los excesos del despotismo por bien de la comunidad, pasando muchas veces al segundo lugar, aunque en lo que tocaba a su ministerio siempre se mantuviera decisivo.

Ni las actas ni la leyenda nos dicen más de su vida. Pero bastante dice ya aquella floración de vida cristiana en que empieza a vivir Roma; el culto divino, que se engrandece con las basílicas; la nueva disciplina eclesiástica y el ejemplo de aquel varón venerable, que iba señalando a todos el nuevo sendero que se abria.

San Silvestre muere el 31 de diciembre del año 337. Fue sepultado en el cementerio de Priscila, en la vía Salaria, en una basílica donde estaba enterrado el papa San Marcelo, y que desde entonces se llamó de San Silvestre. Por el año 1890 se creyó identificar sus ruinas en el transcurso de unas excavaciones, y por fin lo logra en 1907 el arqueólogo Marucchi. Reconstruida una iglesia sobre los primitivos cimientos, fue inaugurada el 31 de diciembre del mismo año, reinando en la Iglesia el santo Pio X.

La Iglesia, por su parte, le ha venerado ya desde antiguo, incluyendo su nombre, juntamente con el de San Gregorio Magno, en la letania de los Santos, y desde tiempos de San Pío V se ha venido celebrando su fiesta con rito doble aun dentro de la octava de Navidad.

Francisco Martín Hernández

Fuente: Artículo en mercaba.org

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