Las estructuras de la Iglesia diocesana: introducción teológico-pastoral

Las estructuras de la Iglesia diocesana: introducción teológico-pastoral

A los ojos de todos, creyentes o no, la Iglesia aparece como una amplia institución, de alcance universal, con una determinada concretización local; con sus propios criterios, su organización, sus ritos, leyes, símbolos, disciplina y tradiciones, que configuran su propia identidad.

Estos elementos conforman el entramado que podríamos considerar como la estructura de la Iglesia, que al tiempo que le dan su propia configuración visible, contiene los instrumentos aptos para que ella pueda cumplir su misión de ser «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG l); es decir, están al servicio de la comunión y de la misión de la Iglesia.

El fiel y correcto uso de sus estructuras ha sido objeto de continua reflexión de la Iglesia a lo largo de su historia; de modo especial, en sus momentos fuertes de reflexión renovadora: Concilios, Sínodos… El Concilio Vaticano II sometió a profunda revisión las distintas estructuras de la Iglesia, imprimiendo en ellas un espíritu de renovación y adaptación a los tiempos presentes.


Actitudes ante las estructuras

No obstante, en el seno de la misma Iglesia se observan a veces algunas actitudes incorrectas. Mientras algunos, por una parte mantienen una actitud de menosprecio en relación con las estructuras, considerándolas como elementos adheridos al ser de la Iglesia, que impiden el auténtico seguimiento evangélico de Cristo y condicionan el dinamismo del Reino de Dios; otros, les atribuyen un valor absoluto identificándola, sin más, con la misma Iglesia y ponen toda su confianza apostólica en un perfecto entramado de unas estructuras robustas y consistentes por si mismas.

Por último, se encuentran aquellos que, desde su amor a la Iglesia y su compromiso como miembros de la misma, se esfuerzan, con mayor o menor acierto, por conseguir una renovación total, o en algunos de sus aspectos, para adaptarlas al querer de Cristo en cada situación concreta.

El cristiano ha de tener el adecuado conocimiento de las estructuras eclesiales, pues la autenticidad de su vida cristiana y la eficacia de su labor apostólica, depende, en gran parte, del recto uso que haga de las mismas estructuras.

Las estructuras que hoy presenta la Iglesia, están integradas, por una parte, por elementos esenciales que configuran su naturaleza en todo tiempo y lugar, como son la Palabra de Dios, los Sacramentos, el Ministerio Apostólico… Su existencia obedece a la voluntad de Cristo que dio a la Iglesia una determinada constitución. Frente a ellas, la única postura posible para un cristiano es intentar comprenderlas y asumirlas con verdadera fidelidad. Cuanto más y mejor se penetre en las estructuras legadas por Cristo, mayor capacidad se tiene para discernir sobre el valor relativo de las otras estructuras eclesiales.

Por otra parte, la Iglesia está integrada por elementos que han ido surgiendo a lo largo del tiempo por voluntad de los hombres, atendiendo al empuje del Espíritu Santo que «rejuvenece a la Iglesia y la renueva incesantemente»(LG 4), y a las instancias culturales, psicológicas u ocasionales del lugar y del tiempo en que la Iglesia desarrolla su cometido. Respecto a estas, existe entre ellas un valor diferente. Unas han sido introducidas como un modo de explicitar los elementos esenciales de la Iglesia, mediante la intervención solemne y oficial de su Jeraquía; otras obedecen a situaciones circunstanciales de tiempo y lugar, con un valor transitorio. Ante ellas el cristiano ha de tener una actitud de «asimilación y discernimiento», siempre desde un espíritu de amor a la Iglesia, disponibilidad de colaboración, autocrítica, y paciencia en los procesos de transformación.


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Obra original:  extracto del Libro del Sínodo, tema 11

Fuente original: Diócesis de san Cristóbal de la Laguna, Tenerife (España)


Las estructuras de la Iglesia diocesana: introducción teológico-pastoral

Las estructuras de la Iglesia diocesana: índice general

La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el vetusto olivo, cuya raíz santa fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cf. Rm 11,13- 26). El celestial Agricultor la plantó como viña escogida (cf. Mt 21,33-34 par.; cf. Is 5,1 ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5).

Lumen Gentium, Constitución Dogmática sobre la Iglesia

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Las estructuras de la Iglesia diocesana: índice general

Introducción teológico-pastoral
Contempladas desde la fidelidad del cristiano
La Iglesia, manifestación y cumplimiento de la fidelidad de Dios
Cristo, realizador del proyecto del Padre
La Encarnación de Cristo ilumina el sentido de las estructuras
Características de las estructuras eclesiales
Principios que deben estar presentes en las estructuras de la Iglesia
Niveles estructurales
Organismos de colaboración con el obispo (I)
Organismos de colaboración con el obispo (II)
Organismos de colaboración con el obispo (III)
Organismos de colaboración con el obispo (IV)


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Obra original:  extracto del Libro del Sínodo, tema 11

Fuente original: Diócesis de san Cristóbal de la Laguna, Tenerife (España)

San José Pignatelli, restaurador de los Jesuitas, con recursos audiovisuales

San José Pignatelli, restaurador de los Jesuitas, con recursos audiovisuales

El mérito especial de este santo fue el de conservar lo que quedaba de la Compañía de Jesús (que es la Comunidad religiosa más numerosa en la Iglesia Católica) y tratar de que los religiosos de esa comunidad pudieran sobrevivir, a pesar de una terrible persecución.

De familia italiana, nació en Zaragoza (España) en 1737. Se hizo jesuita y empezó a trabajar en los apostolados de su Comunidad, especialmente en enseñar catecismo a los niños y a los presos.

En 1767 la masonería mundial se puso de acuerdo para pedir a todos los gobernantes que expulsaran de sus países a los Padres Jesuitas. El rey Carlos III de España obedeció las órdenes masónicas y declaró que de España y de todos los territorios de América que dependían de ese país quedaban expulsados los jesuitas. Con este decreto injusto le hizo un inmenso mal a muchas naciones y a la Santa Iglesia Católica.

El Padre José Pignatelli y su hermano, que eran de familia de la alta clase social, recibieron la oferta de poder quedarse en España pero con la condición de que se salieran de la Compañía de Jesús. Ellos no aceptaron esto y prefirieron irse al destierro. Se fueron a la Isla de Córcega, pero luego los franceses invadieron esa isla y de allá también los expulsaron.

En 1774 Clemente XIV por petición de los reyes de ese tiempo dio un decreto suprimiendo la Compañía de Jesús. Como efecto de ese Decreto 23,000 jesuitas quedaron fuera de sus casas religiosas.

San José PignatelliEl Padre Pignatelli y sus demás compañeros, cuando oyeron leer el terrible decreto exclamaron: «Tenemos voto de obediencia al Papa. Obedecemos sin más, y de todo corazón».

Durante los 20 años siguientes la vida del Padre José y la de los demás jesuitas será de tremendos sufrimientos. Pasando por situaciones económicas sumamente difíciles (como los demás jesuitas dejados sin su comunidad), pero siempre sereno, prudente, espiritual, amable, fiel.

Se fue a la ciudad de Bolonia y allí estuvo dedicado a ayudar a otros sacerdotes en sus labores sacerdotales, y a coleccionar libros y manuscritos relacionados con la Compañía de Jesús y a suministrar ayuda a sus compañeros de religión. Muchos de ellos estaban en la miseria y si eran españoles no les dejaban ni siquiera ejercer el sacerdocio. Un día al pasar por frente a una obra del gobierno, alguien le dijo que aquello lo habían construido con lo que les habían quitado a los jesuitas, y Pignatelli respondió: «Entonces deberían ponerle por nombre «Haceldama», porque así se llamó el campo que compraron con el dinero que Judas consiguió al vender a Jesús.

Cuando los gobiernos de Europa se declaraban en contra de los jesuitas, la emperatriz de Rusia, Catalina, prohibió publicar en su país el decreto que mandaba acabar con la Compañía de Jesús, y recibió allá a varios religiosos de esa comunidad. El Padre Pignatelli con permiso del Papa Pío VI se afilió a los jesuitas que estaban en Rusia y con la ayuda de ellos empezó a organizar otra vez a los jesuitas en Italia. Conseguía vocaciones y mandaba los novicios a Rusia y allá eran recibidos en la comunidad. El jefe de los jesuitas de Rusia lo nombró provincial de la comunidad en Italia, y el Papa Pío VII aprobó ese nombramiento. Así la comunidad empezaba a renacer otra vez, aunque fuera bajo cuerda y en gran secreto.

El Padre Pignatelli oraba y trabajaba sin descanso por conseguir que su Comunidad volviera a renacer. En 1804 logró con gran alegría que en el reino de Nápoles fuera restablecida la Compañía de Jesús. Fue nombrado Provincial. Con las generosas ayudas que le enviaban sus familiares logró restablecer casas de Jesuitas en Roma, en Palermo, en Orvieto y en Cerdeña.

Ya estaba para conseguir que el Sumo Pontífice restableciera otra vez la Compañía de Jesús, cuando Napoleón se llevó preso a Pío VII al destierro.

El Padre Pignatelli murió en 1811 sin haber logrado que su amada Comunidad religiosa lograra volver a renacer plenamente, pero tres años después de su muerte, al quedar libre de su destierro el Papa Pío VII y volver libre a Roma, decretó que la Compañía de Jesús volvía a quedar instituida en todo el mundo, con razón Pío XI llamaba a San José Pignatelli «el anillo que unió la Compañía de Jesús que había existido antes, con la que empezó a existir nuevamente». Los Jesuitas lo recuerdan con inmensa gratitud, y nosotros le suplicamos a Dios que a esta comunidad y a todas las demás comunidades religiosas de la Iglesia Católica las conserve llenas de un gran fervor y de grandísima santidad.

Artículo original en EWTN-Fe

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Otras biografías en la red

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Recursos audiovisuales

San José Pignatelli, por mujerfuerte.org, Hijas del Sagrado Corazón de Jesús IFCJ

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San José Pignatelli, por Encarni Llamas en DiócesisTV

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São José Pignatelli (portugués)

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San Leandro de Sevilla, con recursos audiovisuales

San Leandro de Sevilla, con recursos audiovisuales

Una de las más impresionantes figuras de la Historia de Sevilla del siglo VI es San Leandro. Vive en la segunda mitad de este siglo y le toca sufrir la oposición entre las culturas hispano-romana y visigótica, entre el catolicismo de los dominados por el rey Leovigildo y el arrianismo de los dominadores bárbaros. Nace en Cartagena ca. 540, de familia noble.

Su padre era hispano-romano y, por motivos probablemente políticos, tuvo que salir de su tierra estableciéndose en Sevilla. De sus cuatro hijos, todos son santos de la Iglesia Católica: el mayor, Leandro, otros dos varones, Fulgencio que fue obispo de Écija e Isidoro, obispo de Sevilla y Florentina, religiosa contemplativa.

A la muerte de su padre, San Leandro asumió la dirección de la familia, ocupándose de la educación de su hermano Isidoro. A éste le dedicaría más adelante un tratado para que no temiera la muerte. Terminada la educación de sus hermanos, San Leandro abrazó la vida monástica y se dedicó a difundir el catolicismo entre los visigodos en contra del arrianismo del rey.

Desde el monasterio es elevado a la sede episcopal hispalense, donde sigue su preocupación contra la herejía arriana, que Leovigildo quiso hacer extensiva a toda Hispania. Pero el plan real sufre un duro golpe cuando su hijo Hermenegildo se convierte al catolicismo. El padre le había hecho gobernador de la Bética, cuya capital era Sevilla. Aquí, San Leandro e Infunda, esposa católica de Hermenegildo, logran que éste se convierta a la fe católica. Todos los autores contemporáneos atribuyen su conversión a la predicación y consejos de San Leandro. Así, San Gregorio Magno afirma: «Poco ha que Hermenegildo, hijo de Leovigildo, rey de los visigodos, se ha convertido de la herejía arriana por la predicación de Leandro, obispo de Sevilla».

San Buenaventura y San Leandro (Museo Bellas Artes Sevilla)Estalla la guerra entre Leovigildo y Hermenegildo, siendo éste derrotado por su padre y más tarde asesinado. San Leandro tiene que sufrir el destierro marchando a Constantinopla. El rey veía en él el principal responsable de la conversión y rebelión de su hijo y, por tanto, el principal obstáculo en su intento de unificación político-religiosa de Hispania sobre la base de la fe arriana.

Desde el exilio, San Leandro siguió combatiendo el arrianismo. Viendo Leovigildo la imposibilidad de de unificar la península en el arrianismo levantó el destierro a los obispos católicos. Su otro hijo, Recaredo, en contacto con San Leandro, se convierte al catolicismo en el III Concilio de Toledo presidido por el arzobispo hispalense. De esta forma, la población española adquiere la convicción de que forma un pueblo, una nación.

Pero la influencia de San Leandro en la sociedad hispana no termina en ese Concilio. En el 590 convoca y preside el I Concilio de Sevilla, contribuyendo, además, con su sabiduría, al resurgimiento literario. La escuela de Sevilla, creada por él, fue la más ilustre de todas las de España y el centro de la restauración científica visigótica. Allí se estudiaba griego, hebreo, himnos, poemas clásicos, etc. Los principales doctores visigóticos eran helenistas, y lo era también San Leandro. De esta escuela salió su más insigne discípulo, su hermano San Isidoro.

De San Leandro dice Isidoro que era «suave en el hablar, grande en el ingenio y clarísimo en la vida y doctrina». De San Leandro se dice, igualmente, que fue un hombre distinguido por su elegancia y brillantez. Con aires de pensador, citaba a los filósofos griegos y recordaba la filosofía de Séneca.

La elocuencia del metropolitano hispalense ha sido comparada con la de San Juan Crisóstomo. Al morir sobre el año 600 dejó concluida definitivamente la cuestión arriana. Su gran personalidad y santidad fue reconocida por la Iglesia Universal y su influencia histórica por todos los tratados de nuestra Historia.

Artículo original de Francisco Santiago en conociendosevilla.org.

Otras biografías en la red

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Recursos audiovisuales

San Leandro de Sevilla, por Encarni Llamas en DiócesisTV

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San Josafat de Lituania: Patrón de la unión de los cristianos, con recursos audiovisuales

San Josafat de Lituania: Patrón de la unión de los cristianos, con recursos audiovisuales

«La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos»

(Tertuliano)

Josafat es una palabra hebrea que significa «Dios es mi juez».

La nación de Lituania es ahora de gran mayoría católica. Pero en un tiempo en ese país la religión era dirigida por los cismáticos ortodoxos que no obedecen al Sumo Pontífice. Y la conversión de Lituania al catolicismo se debe en buena parte a San Josafat. Pero tuvo que derramar su sangre, para conseguir que su país aceptara el catolicismo.

En 1595 los principales jefes religiosos ortodoxos de Lituania habían propuesto unirse a la Iglesia Católica de Roma, pero los más fanáticos ortodoxos se habían opuesto violentamente y se habían producido muchos desórdenes callejeros. Ahora llegaba al convento el que más iba a trabajar y a sacrificarse por obtener que su nación se pasara a la Iglesia Católica.

Cuando sus enemigos se lanzaron contra él, le atravesaron de un lanzazo, le pegaron un balazo, y arrastraron su cuerpo por las calles de la ciudad y lo echaron al río Divina. Era el 12 de noviembre de 1623. Meses después los verdugos se convirtieron a la fe católica y pidieron perdón de su terrible crimen.

El Papa Juan Pablo II declaró a San Josafat patrono de los que trabajan por la unión de los cristianos.

Artículo orginal en Aciprensa.

Otras biografías de san Josafat

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Recursos audiovisuales

San Josafat de Lituania, mártir

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San Josafat de Lituania, por Encarni Llamas en DiócesisTV

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Colorea la casa del Señor

Colorea la casa del Señor

Con motivo del Día de la Iglesia diocesana os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando la casa del Señor.

Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen y sobre las propias imágenes.

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Colorea la casa del Señor

La casa del Señor – Lámina 1

La casa del Señor – Lámina 2

La casa del Señor - Lámina 1

La casa del Señor - Lámina 2

La casa del Señor – Lámina 3

La casa del Señor – Lámina 4

La casa del Señor - Lámina 3

La casa del Señor - Lámina 4

La casa del Señor – Lámina 5

La casa del Señor – Lámina 6

La casa del Señor - Lámina 5

La casa del Señor - Lámina 6

La casa del Señor – Lámina 7

La casa del Señor – Lámina 8

La casa del Señor - Lámina 7

La casa del Señor - Lámina 8

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La Iglesia diocesana: comunidad de fe, amor y esperanza

La Iglesia diocesana: comunidad de fe, amor y esperanza

Nos toca vivir en un mundo tecnificado, terriblemente frío, donde es difícil experimentar unas relaciones humanas cálidas. Para muchos es en la Iglesia, caravana de los hijos de Dios, donde encontramos el calor humano que nos ha traído la presencia de Dios en nuestro mundo. Dentro de la Iglesia, caminando unos junto a otros, agraciados con la misma fe, alentados por la misma esperanza y viviendo el mismo amor, recibimos la fuerza para vivir serena, gozosa y fraternalmente. En nuestra parroquia, en nuestra diócesis, podemos encontrar un verdadero oasis dentro del desierto de nuestro mundo.

La Iglesia, a través de sus hijos e hijas, repite en la historia los gestos de misericordia de su Señor y Maestro. Ella acoge y protege a los pobres y a los marginados, convierte a los pecadores, se ocupa de los enfermos, defiende a los pequeños y a los débiles, enseña a perdonar y a amar a los enemigos, anuncia la misericordia divina sobre la humanidad e intercede por todos. Cristo y la Iglesia son inseparables. La Iglesia es Jesús hoy, en medio de nuestras calles y plazas.

En el seno de la Madre Iglesia compartimos la misma fe. No es metáfora sino hermosa realidad que a la vida de hijos de Dios nacemos de María y por obra del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia. La Iglesia es verdaderamente nuestra Madre. Por eso nos ayuda a crecer en la fe y nos educa como cristianos. Por eso amamos a la Iglesia con cariño de hijos y hablamos de ella desde el amor que le profesamos. La reconocemos santa por ser hechura de Dios, aunque con defectos y pecados por albergar pecadores en su seno mientras peregrina por la tierra.

En la Iglesia recibimos el mandamiento nuevo, el mandamiento del amor: «Amaos unos a otros —dice Jesús— como yo os he amado». Sintiéndonos amados incondicionalmente por Dios Padre, amamos con el amor que Dios ha puesto en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo. No amamos a los demás con nuestro propio amor, pequeño y nunca del todo desinteresado, sino que tratamos de amar a todos, especialmente a los más débiles, con el amor inmenso de Dios.

Rigurosamente hablando, sólo en Dios ponemos nuestra esperanza. Pero en la Iglesia encontramos un vigor que no le viene de sí misma, sino del Señor crucificado. A pesar de sus elementos viejos y caducos, hay en ella una novedad que le viene de la vida nueva del Resucitado. La Iglesia cuenta con un Evangelio que no la deja descansar y la despierta de su adormecimiento. El suelo de la Iglesia está regado y sostenido por un subsuelo: el Espíritu Santo, fuente de toda esperanza y de todo consuelo.

Os agradezco vuestra colaboración generosa en el Día de la Iglesia Diocesana.

Recibid mi afecto y mi bendición,

Manuel Sánchez Monge

Obispo de Mondoñedo-Ferrol

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Artículo original en la página web de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol (España)

Catequesis y recursos audiovisuales sobre León Magno

Catequesis y recursos audiovisuales sobre León Magno

Continuando nuestro camino entre los padres de la Iglesia, auténticos astros que brillan a lo lejos, en el encuentro de hoy nos acercamos a la figura de un Papa que, en 1754 fue proclamado por Benedicto XIV doctor de la Iglesia: se trata de san León Magno. Como indica el apelativo que pronto le atribuyó la tradición, fue verdaderamente uno de los más grandes pontífices que han honrado la Sede de Roma, ofreciendo una gran contribución a reforzar su autoridad y prestigio. Primer obispo de Roma en llevar el nombre de León, adoptado después por otros doce sumos pontífices, es también el primer Papa del que nos ha llegado su predicación, dirigida al pueblo que le rodeaba durante las celebraciones. Viene a la mente espontáneamente su recuerdo en el contexto de las actuales audiencias generales del miércoles, citas que se han convertido para el obispo de Roma en una acostumbrada forma de encuentro con los fieles y con los visitantes procedentes de todas las partes del mundo.

León había nacido en Tuscia. Fue diácono de la Iglesia de Roma en torno al año 430, y con el tiempo alcanzó en ella una posición de gran importancia. Este papel destacado llevó en el año 440 a Gala Placidia, que en ese momento regía el Imperio de Occidente, a enviarle a Galia para subsanar la difícil situación. Pero en el verano de aquel año, el Papa Sixto III, cuyo nombre está ligado a los magníficos mosaicos de la Basílica de Santa María la Mayor, falleció y fue elegido como su sucesor León, quien recibió la noticia mientras desempeñaba su misión de paz en Galia.

Tras regresar a Roma, el nuevo Papa fue consagrado el 29 de septiembre del año 440. Iniciaba de este modo su pontificado, que duró más de 21 años y que ha sido sin duda uno de los más importantes en la historia de la Iglesia. Al morir, el 10 de noviembre del año 461, el Papa fue sepultado junto a la tumba de san Pedro. Sus reliquias siguen custodiadas en uno de los altares de la Basílica vaticana.

El Papa León vivió en tiempos sumamente difíciles: las repetidas invasiones bárbaras, el progresivo debilitamiento en Occidente de la autoridad imperial, y una larga crisis social habían obligado al obispo de Roma —como sucedería con más claridad todavía un siglo y medio después, durante el pontificado de Gregorio Magno— a asumir un papel destacado incluso en las vicisitudes civiles y políticas. Esto no impidió que aumentara la importancia y el prestigio de la Sede romana. Es famoso un episodio de la vida de León. Se remonta al año 452, cuando el Papa en Mantua, junto a una delegación romana, salió al paso de Atila, el jefe de los hunos, para convencerle de que no continuara la guerra de invasión con la que había devastado las regiones del nordeste de Italia. De este modo salvó al resto de la península.

Este importante acontecimiento pronto se hizo memorable y permanece como un signo emblemático de la acción de paz desempeñada por el pontífice. No fue tan positivo, por desgracia, tres años después, el resultado de otra iniciativa del Papa, que de todos modos manifestó una valentía que todavía hoy sorprende: en la primavera del año 455, León no logró impedir que los vándalos de Genserico, al llegar a las puertas de Roma, invadieran la ciudad indefensa, que fue saqueada durante dos semanas. Sin embargo, el gesto del Papa que, inerme y rodeado de su clero, salió al paso del invasor para pedirle que se detuviera, impidió al menos que Roma fuera incendiada y logró que no fueran saqueadas las basílicas de San Pedro, de San Pablo y de San Juan, en las que se refugió parte de la población aterrorizada.

XXXXX Conocemos bien la acción del Papa León gracias a sus hermosísimos sermones —se han conservado casi cien en un latín espléndido y claro— y gracias a sus cartas, unas ciento cincuenta. En estos textos, el pontífice se presenta en toda su grandeza, dedicado al servicio de la verdad en la caridad, a través de un ejercicio asiduo de la palabra, como teólogo y pastor. León Magno, constantemente requerido por sus fieles y por el pueblo de Roma, así como por la comunión entre las diferentes Iglesias y por sus necesidades, apoyó y promovió incansablemente el primado romano, presentándose como un auténtico heredero del apóstol Pedro: los numerosos obispos, en buena parte orientales, reunidos en el Concilio de Calcedonia, demostraron que eran sumamente conscientes de esto.

Celebrado en el año 451, con 350 obispos participantes, este Concilio se convirtió en la asamblea más importante celebrada hasta entonces en la historia de la Iglesia. Calcedonia representa la meta segura de la cristología de los tres concilios ecuménicos precedentes: el de Nicea del año 325, el de Constantinopla del año 381 y el de Éfeso del año 431. Ya en el siglo VI estos cuatro concilios, que resumen la fe de la Iglesia antigua, fueron comparados a los cuatro Evangelios: lo afirma Gregorio Magno en una famosa carta (I, 24), en la que declara que hay que «acoger y venerar, como los cuatro libros del santo Evangelio, los cuatro concilios», porque, como sigue explicando Gregorio, sobre ellos «se edifica la estructura de la santa fe, como sobre una piedra cuadrada». El Concilio de Calcedonia, al rechazar la herejía de Eutiques, que negaba la auténtica naturaleza humana del Hijo de Dios, afirmó la unión en su única Persona, sin confusión ni separación, de las dos naturalezas humana y divina.

Esta fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, era afirmada por el Papa en un importante texto doctrinal dirigido al obispo de Constantinopla, el así llamado «Tomo a Flaviano», que al ser leído en Calcedonia, fue acogido por los obispos presentes con una aclamación elocuente, registrada en las actas del Concilio: «Pedro ha hablado por la boca de León», exclamaron unidos los padres conciliares. A partir de aquella intervención y de otras pronunciadas durante la controversia cristológica de aquellos años, se hace evidente que el Papa experimentaba con particular urgencia las responsabilidades del sucesor de Pedro, cuyo papel es único en la Iglesia, pues «a un solo apostolado se le confía lo que a todos los apóstoles se comunica», como afirma León en uno de sus sermones con motivo de la fiesta de los santos Pedro y Pablo (83,2). Y el pontífice supo ejercer estas responsabilidades, tanto en Occidente como en Oriente, interviniendo en diferentes circunstancias con prudencia, firmeza y lucidez, a través de sus escritos y de sus legados. Mostraba de este modo cómo el ejercicio del primado romano era necesario entonces, como lo es hoy, para servir eficazmente a la comunión, característica de la única Iglesia de Cristo.

Consciente del momento histórico en el que vivía y de la transición que tenía lugar, en un período de profunda crisis, de la Roma pagana a la cristiana, León Magno supo estar cerca del pueblo y de los fieles con la acción pastoral y la predicación. Alentó la caridad en una Roma afectada por las carestías, por la llegada de refugiados, por las injusticias y la pobreza. Afrontó las supersticiones paganas y la acción de los grupos maniqueos. Enlazó la liturgia a la vida cotidiana de los cristianos: por ejemplo, uniendo la práctica del ayuno con la caridad y con la limosna, sobre todo con motivo de las Quattro tempora, que caracterizan en el transcurso del año el cambio de las estaciones. En particular, León Magno enseñó a sus fieles —y sus palabras siguen siendo válidas para nosotros— que la liturgia cristiana no es el recuerdo de acontecimientos pasados, sino la actualización de realidades invisibles que actúan en la vida de cada quien. Lo subraya en un sermón (64,1-2) hablando de la Pascua, que debe celebrarse en todo tiempo del año, «no como algo del pasado, sino más bien como un acontecimiento del presente». Todo esto se enmarca en un proyecto preciso, insiste el pontífice: así como el Creador animó con el soplo de la vida racional al hombre plasmado en el barro de la tierra, del mismo modo, tras el pecado original, envió a su Hijo al mundo para restituir al hombre la dignidad perdida y destruir el dominio del diablo a través de la nueva vida de la gracia.

Este es el misterio cristológico al que san León Magno, con su carta al Concilio de Calcedonia, ofreció una contribución eficaz y esencial, confirmando para todos los tiempos, a través de ese Concilio, lo que dijo san Pedro en Cesarea de Filipo. Con Pedro y como Pedro confesó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Por este motivo, al ser Dios y Hombre al mismo tiempo, «no es ajeno al género humano, pero es ajeno al pecado» (Cf. Serm ón 64). En la fuerza de esta fe cristológica, fue un gran mensajero de paz y de amor. De esta manera nos muestra el camino: en la fe aprendemos la caridad. Aprendamos, por tanto, con san León Magno a creer en Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, y a vivir esta fe cada día en la acción por la paz y en el amor al prójimo.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Catequesis sobre san León Magno, Doctor de la Iglesia

Audiencia General del miércoles, 5 de marzo de 2008

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Meditación sobre el texto de «San León Magno» A imagen de Dios (Homilía 12 sobre el ayuno, 1-2;4)

www.catolicosfirmesensufe.org

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Sobre los divorciados vueltos a casar

Sobre los divorciados vueltos a casar

La discusión sobre la problemática de los fieles que tras un divorcio han contraído una nueva unión civil no es nueva. Siempre ha sido tratada por la Iglesia con gran seriedad, con la intención de ayudar a las personas afectadas, puesto que el matrimonio es un sacramento que alcanza en modo particularmente profundo la realidad personal, social, e histórica del hombre. A causa del creciente número de afectados en países de antigua tradición cristiana, se trata de un problema pastoral de gran trascendencia. Hoy los creyentes se interrogan muy seriamente: ¿No puede la Iglesia autorizar a los cristianos divorciados y vueltos a casar, bajo determinadas condiciones, a recibir los sacramentos? ¿Les están definitivamente atadas las manos en estas cuestione? Los teólogos, ¿realmente han considerado todas las implicaciones y consecuencias al respecto?

Estas preguntas deben ser discutidas en conformidad con la enseñanza católica sobre el matrimonio. Una pastoral enteramente responsable presupone una teología que se abandone a Dios que se revela, prestándole el pleno obsequio del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo «voluntariamente a la revelación hecha por El» (Constitución apostólica Dei Verbum, n. 5). Para hacer comprensible la auténtica doctrina de la Iglesia, debemos comenzar por la Palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura, explicada por la tradición eclesial e interpretada de modo vinculante por el Magisterio.


El testimonio de la Sagrada Escritura

No deja de ser problemático situar inmediatamente nuestra cuestión en el ámbito del Antiguo Testamento, puesto que entonces el matrimonio no era considerado como un sacramento. No obstante, la Palabra de Dios en la Antigua Alianza es significativa para nosotros, ya que Jesús se coloca en esta tradición y argumenta a partir de ella. En el decálogo se encuentra el mandamiento: «No cometerás adulterio» (Ex 20,14), sin embargo, en otro lugar el divorcio es visto como algo posible. Según Dt 24,1-4, Moisés estableció que el hombre pueda expedir un libelo de repudio y despedir a la mujer de su casa, si no lo complace. En consecuencia de esto, el hombre y la mujer pueden volverse a casa. Sin embargo, junto a la concesión del divorcio, en el Antiguo Testamento es posible identificar una cierta resistencia hacia esta práctica. Al igual que el ideal de la monogamia, también la indisolubilidad está contenida en la comparación profética entre la alianza de Yavé con Israel y la alianza matrimonial. El profeta Malaquías lo expresa claramente: «No traicionarás a la esposa de tu juventud… siendo así que ella era tu compañera y la mujer de tu alianza» (cfr Mal 2,14-15).

En particular, las controversias con los fariseos fueron para el Señor una ocasión para ocuparse del tema. Jesús se distancia expresamente de la práctica veterotestamentaria del divorcio, que Moisés había permitido a causa de la «dureza de corazón» de los hombres y se remite a la voluntad originaria de Dios: «Desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mc 10,5-9, cfr Mt 19; Lc 16,18). La Iglesia católica siempre se ha remitido, en la enseñanza y en la praxis, a estas palabras del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio. El pacto que une íntima y recíprocamente a los conyugues entre sí, ha sido establecido por Dios. Designa una realidad que proviene de Dios y que, por tanto, ya no está a disposición de los hombres.

Algunos exégetas sostienen hoy que estas palabras de Jesús habrían sido aplicadas, ya en tiempos apostólicos, con una cierta flexibilidad, concretamente con respecto a la porneia/fornicación (cfr Mt 5,32; 19,9) y a la separación entre un cristiano y su cónyuge no cristiano (cfr 1Cor 7,12-15). En el campo exegético, las cláusulas sobre la fornicación fueron objeto de discusión controvertida, desde el comienzo. Muchos están convencidos que no se trataría de excepciones a la indisolubilidad, sino de vínculos matrimoniales inválidos. De todos modos, la Iglesia no puede fundar su doctrina y praxis sobre hipótesis exegéticas debatidas. Ella debe atenerse a la clara enseñanza de Cristo.

Pablo establece la prohibición del divorcio como un deseo expreso de Cristo: «A los casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del Señor– que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer» (1Cor 7,10-11). Al mismo tiempo, permite en razón de su propia autoridad, que un no cristiano pueda separarse de su cónyuge, si se ha convertido al cristianismo. En este caso, el cristiano «no queda obligado» a permanecer soltero (1Cor 7, 12-16). A partir de esta posición, la Iglesia reconoce que sólo el matrimonio entre un hombre y una mujer bautizados es un sacramento en sentido real, y que sólo a éstos se aplica la indisolubilidad en modo incondicional. El matrimonio de no bautizados, si bien está orientado a la indisolubilidad, bajo ciertas circunstancias –a causa de bienes más altos– puede ser disuelto (Privilegium Paulinum). No se trata aquí, por tanto, de una excepción a las palabras del Señor. La indisolubilidad del matrimonio sacramental, es decir de éste en el ámbito del misterio cristiano, permanece intacta.

La Carta a los Efesios es de grande significado para el fundamento bíblico de la comprensión sacramental del matrimonio. En ella se señala: «Maridos, amad a vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Y más adelante, escribe el Apóstol: «Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,31-32). El matrimonio cristiano es un signo eficaz de la alianza entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio entre bautizados es un sacramento porque significa y confiere la gracia de este pacto.


El testimonio de la Tradición de la Iglesia

Los Padres de la Iglesia y los Concilios constituyen un importante testimonio para el desarrollo de la posición eclesiástica. Según los Padres, las instrucciones bíblicas son vinculantes. Éstos rechazan las leyes estatales sobre el divorcio por ser incompatibles con las exigencias de Jesús. La Iglesia de los Padres, en obediencia al Evangelio, rechazó el divorcio y un segundo matrimonio. En este punto, el testimonio de los Padres es inequivocable.

En la época patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a casar civilmente no eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aun cuando hubiesen pasado por un periodo de penitencia. Algunos textos patrísticos, es cierto, permiten reconocer abusos, que no siempre fueron rechazados con rigor y que, en ocasiones, se buscaron soluciones pastorales para rarísimo casos-límites.

Más tarde, en algunas regiones, sobre todo a causa de la creciente interdependencia entre el Estado y la Iglesia, se llegó a compromisos mayores. En Oriente este desarrollo prosiguió su curso y condujo, especialmente después de la separación de la Cathedra Petri, a una praxis cada vez más liberal. Hoy existe en las iglesias ortodoxas una multitud de causas para el divorcio, que en su mayoría son justificados mediante la referencia a la Oikonomia, la indulgencia pastoral en casos particularmente difíciles, y abren el camino a un segundo o tercer matrimonio con carácter penitencial. Esta práctica no es coherente con la voluntad de Dios, tal como se expresa en las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, y representa una dificultad significativa para el ecumenismo.

En Occidente, la Reforma Gregoriana se opuso a la tendencia liberalizadora y retornó a la interpretación originaria de la Escritura y de los Padres. La Iglesia Católica ha defendido la absoluta indisolubilidad del matrimonio también al precio de grandes sacrificios y sufrimientos. El cisma de la «Iglesia de Inglaterra» separada del sucesor de Pedro, tuvo lugar no con motivo de diferencias doctrinales, sino porque el Papa, en obediencia a las palabras de Jesús, no podía ceder a la presión del rey Enrique VIII para disolver su matrimonio.

El Concilio de Trento confirmó la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio sacramental y explicó que ésta corresponde a la enseñanza del Evangelio (cfr DH 1807). En ocasiones, se sostiene que la Iglesia toleró de hecho la praxis oriental. Esto no corresponde a la verdad. Los canonistas hablaron reiteradamente de una práctica abusiva, y existen testimonios de grupos de cristianos ortodoxos, que, convertidos al catolicismo, tuvieron que firmar una confesión de fe con una expresa referencia a la imposibilidad de un segundo o un tercer matrimonio.

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, sobre «la Iglesia en el mundo de hoy», ha enseñado una doctrina teológica y espiritualmente profunda sobre el matrimonio. Ella sostiene de forma clara su indisolubilidad. El matrimonio se entiende como una comunidad integral, corpóreo-espiritual, de vida y amor entre un hombre y una mujer, que recíprocamente se entregan y reciben como personas. Mediante el acto personal y libre del consentimiento recíproco, se funda por derecho divino una institución estable ordenada al bien de los conyugues y de la prole, e independiente del arbitrio del hombre: «Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad» (n. 48). A través del sacramento, Dios concede a los conyugues una gracia especial: «Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (idem). Mediante el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio contiene un significado nuevo y más profundo: Llega a ser una imagen del amor de Dios hacia su pueblo y de la irrevocable fidelidad de Cristo a su Iglesia.

El matrimonio como sacramento se puede entender y vivir sólo en el contexto del misterio de Cristo. Cuando el matrimonio se seculariza o se contempla como una realidad meramente natural, queda impedido el acceso a su sacramentalidad. El matrimonio sacramental pertenece al orden de la gracia y, en definitiva, está integrado en la comunidad de amor de Cristo con su Iglesia. Los cristianos están llamados a vivir su matrimonio en el horizonte escatológico de la llegada del Reino de Dios en Jesucristo, Verbo de Dios encarnado.


El testimonio del Magisterio en épocas recientes

Con el texto, aún hoy fundamental, de la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, publicado por Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1981, después del Sínodo de Obispos sobre la familia cristiana en el mundo de hoy, se confirma expresamente la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre el matrimonio. Desde el punto de vista pastoral, la Exhortación postsinodal se ocupa también de la atención de los fieles vueltos a casar con rito civil, pero que están aún vinculados entre sí por un matrimonio eclesiástico válido. El Papa manifiesta por tales fieles un alto grado de preocupación y de afecto. El n. 84 («Divorciados vueltos a casar») contiene las siguientes afirmaciones fundamentales:

1. Los pastores que tienen cura de ánimas, están obligados por amor a la verdad «a discernir bien las situaciones». No es posible evaluar todo y a todos de la misma manera.

2. Los pastores y las comunidades están obligados a ayudar con solicita caridad a los fieles interesados. También ellos pertenecen a la Iglesia, tienen derecho a la atención pastoral y deben tomar parte en la vida de la Iglesia.

3. Sin embargo, no se les puede conceder el acceso a la Eucaristía. Al respecto se adopta un doble motivo:

a) «Su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía»;

b) «Si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio». Una reconciliación a través del sacramento de la penitencia, que abre el camino hacia la comunión eucarística, únicamente es posible mediante el arrepentimiento acerca de lo acontecido y «la disposición a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio». Esto significa, concretamente, que cuando por motivos serios la nueva unión no puede interrumpirse, por ejemplo a causa de la educación de los hijos, el hombre y la mujer deben «obligarse a vivir una continencia plena».

4. A los pastores se les prohíbe expresamente, por motivos teológico sacramentales y no meramente legales, efectuar «ceremonias de cualquier tipo» para los divorciados vueltos a casar, mientras subsista la validez del primer matrimonio.

La carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, del 14 de septiembre de 1994, ha confirmado que la praxis de la Iglesia, frente a esta pregunta, «no puede ser modificada basándose en las diferentes situaciones» (n.5). Además, se aclara que los fieles afectados no deben acercarse a recibir la sagrada comunión basándose en sus propias convicciones de conciencia: «En el caso de que él lo juzgara posible, los pastores y los confesores (…), tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia está reñido abiertamente con la doctrina de la Iglesia» (n. 6). Si existen dudas acerca de la validez de un matrimonio fracasado, éstas deberán ser examinadas por el tribunal matrimonial competente (cfr n. 9). Sigue siendo de fundamental importancia obrar «con solícita caridad [para] hacer todo aquello que pueda fortalecer en el amor de Cristo y de la Iglesia a los fieles que se encuentran en situación matrimonial irregular. Sólo así será posible para ellos acoger plenamente el mensaje del matrimonio cristiano y soportar en la fe los sufrimientos de su situación. En la acción pastoral se deberá cumplir toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimonio como don del Creador» (n. 10).

En la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum caritatis, del 22 de febrero de 2007, Benedicto XVI retoma y da nuevo impulso al trabajo del anterior Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía. El n. 29 del documento trata acerca de la situación de los fieles divorciados y vueltos a casar. También para Benedicto XVI se trata aquí de «un problema pastoral difícil y complejo». Reitera «la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cfr Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo», pero también exhorta a los pastores a dedicar «una especial atención» a los afectados, «con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos». Cuando existen dudas sobre la validez de un matrimonio anterior fracasado, éstas deberán ser examinadas por los tribunales matrimoniales competentes.

La mentalidad actual contradice la comprensión cristiana del matrimonio especialmente en lo relativo a la indisolubilidad y la apertura a la vida. Puesto que muchos cristianos están influído por este contexto cultural, en nuestros días, los matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el pasado. En efecto, falta la voluntad de casarse según el sentido de la doctrina matrimonial católica y se ha reducido la pertenencia a un contexto vital de fe. Por esto, la comprobación de la validez del matrimonio es importante y puede conducir a una solución de estos problemas. Cuando la nulidad del matrimonio no puede demostrarse, la absolución y la comunión eucarística presuponen, de acuerdo con la probada praxis eclesial, una vida en común «como amigos, como hermano y hermana». Las bendiciones de estas uniones irregulares, «para que no surjan confusiones entre los fieles sobre el valor del matrimonio, se deben evitar». La bendición (bene-dictio: aprobacion por parte de Dios) de una relación que se opone a la voluntad del Señor es una contradicción en sí misma.

En su homilía para el VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán, el 3 de junio de 2012, Benedicto XVI habló una vez más de este doloroso problema: «Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer unidos a vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía».

El último Sínodo de Obispos sobre «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana» (7-28 de octubre de 2012), ha vuelto a ocuparse de la situación de los fieles que tras el fracaso de una comunidad de vida matrimonial (no el fracaso del matrimonio como tal, que permanece en cuanto sacramento), han establecido una nueva unión y conviven sin el vínculo sacramental del matrimonio. En el mensaje conclusivo, los Padres sinodales se dirigieron a ellos con las siguientes palabras: «A todos ellos les queremos decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que también la Iglesia los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no puedan recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación».


Consideraciones antropológicas y teológico-sacramentales

La doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio encuentra con frecuencia incomprensiones en un ambiente secularizado. Allí donde las ideas fundamentales de la fe cristiana se han perdido, la mera pertenencia convencional a la Iglesia no está en condiciones de sostener decisiones de vida relevantes ni de ofrecer un apoyo en las crisis tanto del estado matrimonial como del sacerdotal y la vida consagrada. Muchos se preguntan: ¿Cómo podré comprometerme para toda la vida con una única mujer o un único hombre? ¿Quién me puede decir cómo estará mi matrimonio en diez, veinte, treinta o cuarenta años? Por otra parte, ¿es posible una unión de carácter definitivo a una única persona? La gran cantidad de uniones matrimoniales que hoy se rompen refuerzan el escepticismo de los jóvenes sobre las decisiones que comprometan la propia vida para siempre.

Por otra parte, el ideal de la fidelidad entre un hombre y una mujer, fundado en el orden de la creación, no ha perdido nada de su atractivo, como lo revelan recientes encuestas dirigidas a gente joven. La mayoría de los jóvenes anhela una relación estable y duradera, tal como corresponde a la naturaleza espiritual y moral del hombre. Además, se debe recordar el valor antropológico del matrimonio indisoluble, que libera a los cónyuges de la arbitrariedad y de la tiranía de sentimientos y estados de ánimo, y les ayuda a sobrellevar las dificultades personales y a vencer las experiencias dolorosas. En particular, protege a los niños, que, por lo general, son los que más sufren con la ruptura del matrimonio.

El amor es más que un sentimiento o instinto. En su esencia, el amor es entrega. En el amor matrimonial, dos personas se dicen consciente y voluntariamente: sólo tú, y para siempre. A las palabras del Señor: «Lo que Dios ha unido» corresponde la promesa de los esposos: «Yo te acepto como mi marido… Yo te acepto como mi mujer… Quiero amarte, cuidarte y honrarte toda mi vida, hasta que la muerte nos separe». El sacerdote bendice la alianza que los esposos han sellado entre si ante la presencia de Dios. Quien se pregunte si el vínculo matrimonial tiene una naturaleza ontológica, déjese instruir por las palabras del Señor: «Al principio, el Creador los hizo varón y mujer, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 4-6).

Para los cristianos rige el hecho de que el matrimonio entre bautizados –por tanto, incorporados al cuerpo de Cristo–, tiene una dimensión sacramental y representa así una realidad sobrenatural. Uno de los más serios problemas pastorales está constituido por el hecho de que algunos juzgan el matrimonio exclusivamente con criterios mundanos y pragmáticos. Quien piensa según «el espíritu del mundo» (1Cor 2,12) no puede comprender la sacramentalidad del matrimonio. La Iglesia no puede responder a la creciente incomprensión sobre la santidad del matrimonio con una adaptación pragmática ante lo presuntamente inexorable, sino sólo mediante la confianza en «el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12). El matrimonio sacramental es un testimonio de la potencia de la gracia que transforma al hombre y prepara a toda la Iglesia para la ciudad santa, la nueva Jerusalén, la Iglesia misma, preparada «como una novia que se engalana para su esposo» (Ap 21,2). El evangelio de la santidad del matrimonio se anuncia con audacia profética. Un profeta tibio busca su propia salvación en la adaptación al espíritu de los tiempos, pero no la salvación del mundo en Jesucristo. La fidelidad a las promesas del matrimonio es un signo profético de la salvación que Dios dona al mundo: «Quien sea capaz de entender, que entienda» (Mt 19,12). Mediante la gracia sacramental, el amor conyugal es purificado, fortalecido e incrementado. «Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio» (Gaudium et Spes, n. 49). Los esposos, en virtud del sacramento del matrimonio, participan en el definitivo e irrevocable amor de Dios. Por esto, pueden ser testigos del fiel amor de Dios, nutriendo permanentemente su amor a través de una vida de fe y de caridad.

Los pastores saben que existen ciertamente situaciones en que la convivencia matrimonial, por motivos graves, se torna prácticamente imposible, por ejemplo, a causa de violencia sicológica o física. En estas situaciones dolorosas la Iglesia ha siempre permitido que los conyugues se separaran. Sin embargo, se debe precisar que el vínculo conyugal del matrimonio válidamente celebrado se mantiene intacto ante Dios, y sus integrantes no son libres para contraer un nuevo matrimonio mientras el otro cónyuge permanece con vida. Los pastores y las comunidades cristianas se deben por lo tanto comprometer en promover caminos de reconciliación, también en estas situaciones, o bien, cuando no sea posible, ayudar a las personas afectadas a superar en la fe su difícil situación.


Comentarios teológico morales

Cada vez con más frecuencia se sugiere que la decisión de acercarse o no a la comunión eucarística por parte de los divorciados vueltos a casar debería dejarse a la iniciativa de la conciencia personal. Este argumento, al que subyace un concepto problemático de «conciencia», ya fue rechazado en la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1994. Desde luego, los fieles deben examinar su conciencia en cada celebración eucarística para ver si es posible recibir la sagrada comunión, a la que siempre se opone un pecado grave no confesado. Los fieles tienen el deber de formar su conciencia y de orientarla a la verdad. Para esto, deben prestar obediencia a la voz del Magisterio de la Iglesia que ayuda «a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella» (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 64).

Cuando los divorciados vueltos a casar están en conciencia convencidos de que su matrimonio anterior no era válido, tal hecho se deberá comprobarse objetivamente, a través de la autoridad judicial competente en materia matrimonial. El matrimonio no es incumbencia exclusiva de los conyugues delante de Dios, sino que, siendo una realidad de la Iglesia, es un sacramento, respecto del cual no toca al individuo decidir su validez, sino a la Iglesia, en la que él se encuentra incorporado mediante la fe y el Bautismo. «Si el matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conformé al derecho; por tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los Sacramentos. La conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma» (Card. Joseph Ratzinger, «A propósito de algunas objeciones contra la doctrina de la Iglesia sobre de la recepción de la Comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar»).

Igualmente, la doctrina de la epikeia, según la cual, una ley vale en términos generales, pero la acción humana no siempre corresponde totalmente a ella, no puede ser aplicada aquí, puesto que en el caso de la indisolubilidad del matrimonio sacramental se trata de una norma divina que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar. Ésta tiene, sin embargo, en la línea del Privilegium Paulinum, la potestad para esclarecer qué condiciones se deben cumplir para que surja el matrimonio indisoluble según las disposiciones de Jesús. Reconociendo esto, ella ha establecido impedimentos matrimoniales, reconocido causas para la nulidad del matrimonio, y ha desarrollado un detallado procedimiento.

Otra tendencia a favor de la admisión de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos es la que invoca el argumento de la misericordia. Puesto que Jesús mismo se solidarizó con las personas que sufren, dándoles su amor misericordioso, la misericordia sería por lo tanto un signo especial del auténtico seguimiento de Cristo. Esto es cierto, sin embargo, no es suficiente como argumento teológico-sacramental, puesto que todo el orden sacramental es obra de la misericordia divina y no puede ser revocado invocando el mismo principio que lo sostiene. Además, mediante una invocación objetivamente falsa de la misericordia divina se corre el peligro de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no podría más que perdonar. Al misterio de Dios pertenece el hecho de que junto a la misericordia están también la santidad y la justicia. Si se esconden estos atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del pecado, tampoco se puede hacer plausible a los hombres su misericordia. Jesús recibió a la mujer adúltera con gran compasión, pero también le dijo: «vete y desde ahora no peques más» (Jn 8,11). La misericordia de Dios no es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las disposiciones de la Iglesia. Mejor dicho, ella concede la fuerza de la gracia para su cumplimiento, para levantarse después de una caída y para llevar una vida de perfección de acuerdo a la imagen del Padre celestial.


La solicitud pastoral

Aunque por su propia naturaleza no sea posible admitir a los sacramentos a las personas divorciadas y vueltas a casar, tanto más son necesarios los esfuerzos pastorales hacia estos fieles. Pero se debe tener en cuenta que tales esfuerzos tienen que mantenerse dentro del marco de la Revelación y de los presupuestos de la doctrina de la Iglesia. El camino señalado por la Iglesia para estas personas no es simple. Sin embargo, ellas deben saber y sentir que la Iglesia, como comunidad de salvación, les acompaña en su camino. Cuando los cónyuges se esfuerzan por comprender la praxis de la Iglesia y se abstienen de la comunión, ellos ofrecen a su modo un testimonio a favor de la indisolubilidad del matrimonio.

La solicitud por los divorciados vueltos a casar no se debe reducir a la cuestión sobre la posibilidad de recibir la comunión sacramental. Se trata de una pastoral global que procura estar a la altura de las diversas situaciones. Es importante al respecto señalar que además de la comunión sacramental existen otras formas de comunión con Dios. La unión con Dios se alcanza cuando el creyente se dirige a Él con fe, esperanza y amor, en el arrepentimiento y la oración. Dios puede conceder su cercanía y su salvación a los hombres por diversos caminos, aun cuando se encuentran en una situación de vida contradictoria. Como ininterrumpidamente subrayan los recientes documentos del Magisterio, los pastores y las comunidades cristianas están llamados a acoger abierta y cordialmente a los hombres en situaciones irregulares, a permanecer a su lado con empatía, procurando ayudarles, y dejándoles sentir el amor del Buen Pastor. Una pastoral fundada en la verdad y en el amor encontrará siempre y de nuevo los caminos legítimos por recorrer y formas más justa para actuar.

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Testimonio a favor de la fuerza de la Gracia

Sobre la indisolubilidad del matrimonio y el debate acerca de los divorciados vueltos a casar y los sacramentos

S.E. Mons. Gerhard L. Müller