por Seminario Interno Interprovincial del Cono Sur | 24 Sep, 2014 | Primera comunión Vida de los Santos
[…] nuestra vocación no consiste en ir a una parroquia ni sólo a un obispado, sino a toda la tierra; y ¿para qué? Para inflamar el corazón de los hombres, para hacer lo que hizo el Hijo de Dios, que vino para prender fuego en el mundo, a fin de inflamarlo con su amor. Por tanto, es verdad que soy enviado, no sólo para amar a Dios, sino también para hacer que los demás lo amen. No me basta amar a Dios si mi prójimo no lo ama.
San Vicente de Paul, fundador de La Congregación de la Misión
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Vida de san Vicente de Paúl – Primera parte
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Vida de san Vicente de Paúl – Segunda parte
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Vida de san Vicente de Paúl – Tercera parte
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Biografía de san Vicente de Paul en la Enciclopedia Católica Online
por Jesús Martí Ballester | catholic.net | 24 Sep, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Nuestra Señora de las Mercedes o de la Merced es patrona de Barcelona y de República Dominicana. En castellano se suele usar su nombre en plural, Virgen de las Mercedes, que no corresponde con el sentido originario de la advocación, mientras que el singular es más propio de tierras catalano-hablantes.
El significado del título «Merced» es ante todo «misericordia». La Virgen es misericordiosa y también lo deben ser sus hijos. Esto significa que recurrimos a ella ante todo con el deseo de asemejarnos a Jesús Misericordioso.
María y san Pedro Nolasco
Eran tiempos en que los musulmanes saqueaban las costas y llevaban a los cristianos como esclavos a África. La horrenda condición de estas víctimas era indescriptible. Muchos perdían la fe pensando que Dios les había abandonado. Pedro Nolasco era comerciante. Decidió dedicar su fortuna a la liberación del mayor número posible de esclavos. Recordaba la frase del evangelio: «No almacenéis vuestra fortuna en esta tierra donde los ladrones la roban y la polilla la devora y el moho la corroe. Almacenad en el cielo, donde no hay ladrones que roben, ni polilla que devore ni óxido que las dañe» (Mt 6,20).
Año 1203. El laico, Pedro Nolasco inicia en Valencia la redención de cautivos, redimiendo con su propio patrimonio a 300 cautivos. Forma un grupo dispuesto a poner en común sus bienes y organiza expediciones para negociar redenciones. Su condición de comerciantes les facilita la obra. Comerciaban para rescatar esclavos. Cuando se les acabó el dinero forman cofradías-para recaudar la «limosna para los cautivos». Pero llega un momento en que la ayuda se agota y Pedro Nolasco se plantea entrar en alguna orden religiosa o retirarse al desierto. Entra en una etapa de reflexión y oración profunda.
Le responde la Virgen
Nolasco pide a Dios ayuda y, como signo de la misericordia divina, le responde la Virgen que funde una congregación liberadora. La noche del 1 al 2 de agosto de 1218, la Virgen se les apareció a Pedro Nolasco, a Raimundo de Peñafort, y al rey Jaime I de Aragón, y les comunicó a cada uno su deseo de fundar una congregación para redimir cautivos. La Virgen María movió el corazón de Pedro Nolasco para formalizar el trabajo que el y sus compañeros estaban ya haciendo. La Virgen llama a Pedro Nolasco y le revela su deseo de ser liberadora a través de una orden dedicada a la liberación de los cautivos de los musulmanes, expuestos a perder la fe. Nolasco le dice a María:
-¿Quién eres tú, que a mí, un indigno siervo, pides que realice obra tan difícil, de tan gran caridad, que es grata Dios y meritoria para mi?:
-«Yo soy María, la que le dio la carne al Hijo de Dios, tomándola de mi sangre purísima, para reconciliación del género humano. Soy la que recibió la profecía de Simeón, cuando ofrecí a mi Hijo en el templo:»Mira que éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel; ha sido puesto como signo de contradicción: y a ti misma una espada vendrá a atravesarte por el alma»:
-¡Oh Virgen María, madre de gracia, madre de misericordia! ¿Quién podrá creer que tú me mandas?:
-«No dudes en nada, porque es voluntad de Dios que se funde esta congregaciónn en honor mío; será una familia cuyos hermanos, a imitación de mi hijo Jesucristo, estarán puestos para ruina y redención de muchos en Israel y serán signo de contradicción para muchos.»
La institución nueva
Pedro Nolasco, funda la congregación, apoyado por el Rey Jaime I de Aragón, el Conquistador y aconsejado por San Raimundo de Peñafort. Su espiritualidad se fundamenta en Jesús, el liberador de la humanidad y en la Virgen, la Madre liberadora e ideal de la persona libre. Los mercedarios querían ser caballeros de la Virgen María al servicio de su obra redentora. Por eso la honran como Madre de la Merced o Virgen Redentora. En el capítulo general de 1272, los frailes toman el nombre de La Orden de Santa María de la Merced, de la redención de los cautivos, mercedarios. El Padre Antonio Quexal, siendo general de la Merced en 1406, dice: «María es fundamento y cabeza de nuestra orden».
En la catedral de Barcelona
El 10 de agosto de 1218 en el altar mayor de la Catedral de Barcelona, en presencia del rey Jaime I de Aragón y del obispo Berenguer de Palou, se crea la nueva institución. Pedro y sus compañeros vistieron el hábito y recibieron el escudo con las cuatro barras rojas sobre un fondo amarillo de la corona de Aragón y la cruz blanca sobre fondo rojo, titular de la catedral de Barcelona. Pedro Nolasco reconoció siempre a María Santísima como la auténtica fundadora de la congregación mercedaria.
La Virgen de La Merced, la fundadora
El título mariano de la Merced tiene su origen en Barcelona, España, cuando muchos eran cautivos de los moros y en su desesperación y abandono estaban en peligro de perder la fe . La Virgen de La Merced, manifesta su misericordia por para atenderlos y liberarlos. La talla de la imagen de la Merced venerada en la basílica de la Merced de Barcelona es del siglo XIV, de estilo sedente, como las románicas. He subido piadosamente a su camarín y he comprobado su aspecto imponente por su talla extraordinaria e impresionante. El año 1696, el papa Inocencio XII extendió la fiesta de la Virgen de la Merced a toda la Iglesia el 24 de septiembre.
Actualidad del carisma
El carisma mercedario de liberar a los cautivos sigue siendo tan necesario como siempre. María ofreció todo su ser para que viva el Hijo de Dios encarnado. En el cántico del Magníficat (Lc 1, 46), María expresa la liberación de Dios. El Papa Juan Pablo II dijo que «María es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad». La Virgen continúa velando por sus hijos cautivos de Satanás (LG 62) y nos pide nuestra cooperación. Nosotros debemos dar nuestra vida para que su Hijo viva en nosotros y así pueda liberar a nuestros hermanos. Ella nos enseñará como hacerlo.
Dios, padre de Misericordia; María, madre de Misericordia
Dios es Padre de Misericordia, María es Madre de Misericordia. Ella refleja la misericordia de Dios, sufriéndolo todo por sus hijos. Los cristianos debemos también reflejar la misericordia de Dios sufriéndolo todo por amor. «Mirad la hondura o cavidad del lago de donde habéis sido tomados, las entrañas de la Madre de Dios» – Las obras de misericordia que la Virgen pidió incluyen la visita, el acompañamiento y la ayuda a los que salen de la cárcel.
Una congregación laical
Así fue en los primeros tiempos. Su primera ubicación fue el hospital de Santa Eulalia, junto al palacio real. en Barcelona. Allí recogían a indigentes y a cautivos que regresaban de tierras de moros y no tenían donde ir. Seguían la labor que ya antes hacían de crear conciencia sobre los cautivos y recaudar dinero para liberarlos. Salían cada año en expediciones redentoras. San Pedro continuó sus viajes personalmente en busca de esclavos cristianos. En Argelia, África, lo hicieron prisionero pero logró conseguir su libertad. Aprovechando sus dones de comerciante, organizó con éxito por muchas ciudades colectas para los esclavos.
Cuarto voto
Además de los tres votos de la vida religiosa, pobreza, castidad y obediencia, hacían un cuarto voto: dedicar su vida a liberar esclavos. Se comprometían a quedarse en lugar de algún cautivo que estuviese en peligro de perder la fe, cuando el dinero no alcanzara a pagar su redención. Así lo hizo San Pedro Ermengol, un noble que entró en la orden tras una juventud disoluta. Este cuarto voto distinguió a la nueva comunidad de mercedarios. El Papa Gregorio IX aprobó la comunidad y San Pedro Nolasco fue nombrado Superior General. El rey Jaime decía que la conquista de Valencia, se debía a las oraciones de Pedro Nolasco. Cada triunfo que obtenía lo atribuía a sus oraciones.
Descansa ya, siervo bueno y fiel
Pedro Nolasco, a los 77 años, pronunció el Salmo 76: «Tú, oh Dios, haciendo maravillas, mostraste tu poder a los pueblos y con tu brazo has rescatado a los que estaban cautivos y esclavizados». y se durmió en el regazo de la Virgen. Su intercesión logró muchos milagros y fue canonizado en 1628.
En el año 1696, el papa Inocencio XII extendió la fiesta de la Virgen de la Merced a toda la Iglesia, y fijó su fecha el 24 de septiembre.
Artículo original en catholic.net.
por SS Francisco | 23 Sep, 2014 | Confirmación Dinámicas
«Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el Espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y temor del Señor». Is 11, 1-2.
Como reza el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 1831, «los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. «Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana» (Sal 143,10). «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios […] Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 14.17)».
El Santo Padre Francisco nos ha regalado con una serie de catequesis sobres los dones del Espíritu Santo que ponemos a vuestra disposición.
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«Iniciamos hoy un ciclo de catequesis sobre los dones del Espíritu Santo. Vosotros sabéis que el Espíritu Santo constituye el alma, la savia vital de la Iglesia y de cada cristiano: es el Amor de Dios que hace de nuestro corazón su morada y entra en comunión con nosotros. El Espíritu Santo está siempre con nosotros, siempre está en nosotros, en nuestro corazón.
El Espíritu mismo es «el don de Dios» por excelencia (cf. Jn 4, 10), es un regalo de Dios, y, a su vez, comunica diversos dones espirituales a quien lo acoge. La Iglesia enumera siete, número que simbólicamente significa plenitud, totalidad; son los que se aprenden cuando uno se prepara al sacramento de la Confirmación y que invocamos en la antigua oración llamada «Secuencia del Espíritu Santo». Los dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios» (SS Francisco).
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- El Don de la Sabiduría
- El Don del Entendimiento
- El Don del Consejo
- El Don de la Fortaleza
- El Don de la Ciencia
- El Don de la Piedad
- El Don del Temor de Dios
por SS Francisco | 23 Sep, 2014 | Confirmación Dinámicas
El don del temor de Dios, del cual hablamos hoy, concluye la serie de los siete dones del Espíritu Santo. No significa tener miedo de Dios: sabemos bien que Dios es Padre, y que nos ama y quiere nuestra salvación, y siempre perdona, siempre; por lo cual no hay motivo para tener miedo de Él. El temor de Dios, en cambio, es el don del Espíritu que nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos. Esto es el temor de Dios: el abandono en la bondad de nuestro Padre que nos quiere mucho.
Cuando el Espíritu Santo entra en nuestro corazón, nos infunde consuelo y paz, y nos lleva a sentirnos tal como somos, es decir, pequeños, con esa actitud —tan recomendada por Jesús en el Evangelio— de quien pone todas sus preocupaciones y sus expectativas en Dios y se siente envuelto y sostenido por su calor y su protección, precisamente como un niño con su papá. Esto hace el Espíritu Santo en nuestro corazón: nos hace sentir como niños en los brazos de nuestro papá. En este sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces, en efecto, no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y la vida eterna. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que la única cosa importante es dejarnos conducir por Jesús a los brazos de su Padre.
He aquí por qué tenemos tanta necesidad de este don del Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace tomar conciencia de que todo viene de la gracia y que nuestra verdadera fuerza está únicamente en seguir al Señor Jesús y en dejar que el Padre pueda derramar sobre nosotros su bondad y su misericordia. Abrir el corazón, para que la bondad y la misericordia de Dios vengan a nosotros. Esto hace el Espíritu Santo con el don del temor de Dios: abre los corazones. Corazón abierto a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad, la caricia del Padre vengan a nosotros, porque nosotros somos hijos infinitamente amados.
Cuando estamos invadidos por el temor de Dios, entonces estamos predispuestos a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia. Esto, sin embargo, no con actitud resignada y pasiva, incluso quejumbrosa, sino con el estupor y la alegría de un hijo que se ve servido y amado por el Padre. El temor de Dios, por lo tanto, no hace de nosotros cristianos tímidos, sumisos, sino que genera en nosotros valentía y fuerza. Es un don que hace de nosotros cristianos convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por miedo, sino porque son movidos y conquistados por su amor. Ser conquistados por el amor de Dios. Y esto es algo hermoso. Dejarnos conquistar por este amor de papá, que nos quiere mucho, nos ama con todo su corazón.
Pero, atención, porque el don de Dios, el don del temor de Dios es también una «alarma» ante la pertinacia en el pecado. Cuando una persona vive en el mal, cuando blasfema contra Dios, cuando explota a los demás, cuando los tiraniza, cuando vive sólo para el dinero, para la vanidad, o el poder, o el orgullo, entonces el santo temor de Dios nos pone en alerta: ¡atención! Con todo este poder, con todo este dinero, con todo tu orgullo, con toda tu vanidad, no serás feliz. Nadie puede llevar consigo al más allá ni el dinero, ni el poder, ni la vanidad, ni el orgullo. ¡Nada! Sólo podemos llevar el amor que Dios Padre nos da, las caricias de Dios, aceptadas y recibidas por nosotros con amor. Y podemos llevar lo que hemos hecho por los demás. Atención en no poner la esperanza en el dinero, en el orgullo, en el poder, en la vanidad, porque todo esto no puede prometernos nada bueno. Pienso, por ejemplo, en las personas que tienen responsabilidad sobre otros y se dejan corromper. ¿Pensáis que una persona corrupta será feliz en el más allá? No, todo el fruto de su corrupción corrompió su corazón y será difícil ir al Señor. Pienso en quienes viven de la trata de personas y del trabajo esclavo. ¿Pensáis que esta gente que trafica personas, que explota a las personas con el trabajo esclavo tiene en el corazón el amor de Dios? No, no tienen temor de Dios y no son felices. No lo son. Pienso en quienes fabrican armas para fomentar las guerras; pero pensad qué oficio es éste. Estoy seguro de que si hago ahora la pregunta: ¿cuántos de vosotros sois fabricantes de armas? Ninguno, ninguno. Estos fabricantes de armas no vienen a escuchar la Palabra de Dios. Estos fabrican la muerte, son mercaderes de muerte y producen mercancía de muerte. Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo acaba y que deberán rendir cuentas a Dios.
Queridos amigos, el Salmo 34 nos hace rezar así: «El afligido invocó al Señor, Él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a quienes lo temen y los protege» (vv. 7-8). Pidamos al Señor la gracia de unir nuestra voz a la de los pobres, para acoger el don del temor de Dios y poder reconocernos, juntamente con ellos, revestidos de la misericordia y del amor de Dios, que es nuestro Padre, nuestro papá. Que así sea.
Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de junio de 2014
Artículo original en vatican.va
por SS Francisco | 23 Sep, 2014 | Confirmación Dinámicas
Hoy queremos detenernos en un don del Espíritu Santo que muchas veces se entiende mal o se considera de manera superficial, y, en cambio, toca el corazón de nuestra identidad y nuestra vida cristiana: se trata del don de piedad.
Es necesario aclarar inmediatamente que este don no se identifica con el tener compasión de alguien, tener piedad del prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en comunión con Él, incluso en los momentos más difíciles y tormentosos.
Este vínculo con el Señor no se debe entender como un deber o una imposición. Es un vínculo que viene desde dentro. Se trata de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos dona Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de alegría. Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad, por lo tanto, es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de esa capacidad de dirigirnos a Él con amor y sencillez, que es propia de las personas humildes de corazón.
Si el don de piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos ayuda a volcar este amor también en los demás y a reconocerlos como hermanos. Y entonces sí que seremos movidos por sentimientos de piedad —¡no de pietismo!— respecto a quien está a nuestro lado y de aquellos que encontramos cada día. ¿Por qué digo no de pietismo? Porque algunos piensan que tener piedad es cerrar los ojos, poner cara de estampa, aparentar ser como un santo. En piamontés decimos: hacer la «mugna quacia». Esto no es el don de piedad. El don de piedad significa ser verdaderamente capaces de gozar con quien experimenta alegría, llorar con quien llora, estar cerca de quien está solo o angustiado, corregir a quien está en el error, consolar a quien está afligido, acoger y socorrer a quien pasa necesidad. Hay una relación muy estrecha entre el don de piedad y la mansedumbre. El don de piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace apacibles, nos hace serenos, pacientes, en paz con Dios, al servicio de los demás con mansedumbre.
Queridos amigos, en la Carta a los Romanos el apóstol Pablo afirma: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba, Padre!”» (Rm 8, 14-15). Pidamos al Señor que el don de su Espíritu venza nuestro temor, nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre nos da el Espíritu Santo en la alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos este don de piedad.
Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de junio de 2014
Artículo original en vatican.va
por SS Francisco | 23 Sep, 2014 | Confirmación Dinámicas
Hoy quisiera poner de relieve otro don del Espíritu Santo: el don de ciencia. Cuando se habla de ciencia, el pensamiento se dirige inmediatamente a la capacidad del hombre de conocer cada vez mejor la realidad que lo rodea y descubrir las leyes que rigen la naturaleza y el universo. La ciencia que viene del Espíritu Santo, sin embargo, no se limita al conocimiento humano: es un don especial, que nos lleva a captar, a través de la creación, la grandeza y el amor de Dios y su relación profunda con cada creatura.
Cuando nuestros ojos son iluminados por el Espíritu, se abren a la contemplación de Dios, en la belleza de la naturaleza y la grandiosidad del cosmos, y nos llevan a descubrir cómo cada cosa nos habla de Él y de su amor. Todo esto suscita en nosotros gran estupor y un profundo sentido de gratitud. Es la sensación que experimentamos también cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que es fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: ante todo esto el Espíritu nos conduce a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.
En el primer capítulo del Génesis, precisamente al inicio de toda la Biblia, se pone de relieve que Dios se complace de su creación, subrayando repetidamente la belleza y la bondad de cada cosa. Al término de cada jornada, está escrito: «Y vio Dios que era bueno» (1, 12.18.21.25): si Dios ve que la creación es una cosa buena, es algo hermoso, también nosotros debemos asumir esta actitud y ver que la creación es algo bueno y hermoso. He aquí el don de ciencia que nos hace ver esta belleza; por lo tanto, alabemos a Dios, démosle gracias por habernos dado tanta belleza. Y cuando Dios terminó de crear al hombre no dijo «vio que era bueno», sino que dijo que era «muy bueno» (v. 31). A los ojos de Dios nosotros somos la cosa más hermosa, más grande, más buena de la creación: incluso los ángeles están por debajo de nosotros, somos más que los ángeles, como hemos escuchado en el libro de los Salmos. El Señor nos quiere mucho. Debemos darle gracias por esto. El don de ciencia nos coloca en profundasintonía con el Creador y nos hace participar en la limpidez de su mirada y de su juicio. Y en esta perspectiva logramos ver en el hombre y en la mujer el vértice de la creación, como realización de un designio de amor que está impreso en cada uno de nosotros y que hace que nos reconozcamos como hermanos y hermanas.
Todo esto es motivo de serenidad y de paz, y hace del cristiano un testigo gozoso de Dios, siguiendo las huellas de san Francisco de Asís y de muchos santos que supieron alabar y cantar su amor a través de la contemplación de la creación. Al mismo tiempo, el don de ciencia nos ayuda a no caer en algunas actitudes excesivas o equivocadas. La primera la constituye el riesgo de considerarnos dueños de la creación. La creación no es una propiedad, de la cual podemos disponer a nuestro gusto; ni, mucho menos, es una propiedad sólo de algunos, de pocos: la creación es un don, es un don maravilloso que Dios nos ha dado para que cuidemos de él y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud. La segunda actitud errónea está representada por la tentación de detenernos en las creaturas, como si éstas pudiesen dar respuesta a todas nuestras expectativas. Con el don de ciencia, el Espíritu nos ayuda a no caer en este error.
Pero quisiera volver a la primera vía equivocada: disponer de la creación en lugar de custodiarla. Debemos custodiar la creación porque es un don que el Señor nos ha dado, es el regalo de Dios a nosotros; nosotros somos custodios de la creación. Cuando explotamos la creación, destruimos el signo del amor de Dios. Destruir la creación es decir a Dios: «no me gusta». Y esto no es bueno: he aquí el pecado.
El cuidado de la creación es precisamente la custodia del don de Dios y es decir a Dios: «Gracias, yo soy el custodio de la creación para hacerla progresar, jamás para destruir tu don». Esta debe ser nuestra actitud respecto a la creación: custodiarla, porque si nosotros destruimos la creación, la creación nos destruirá. No olvidéis esto. Una vez estaba en el campo y escuché un dicho de una persona sencilla, a la que le gustaban mucho las flores y las cuidaba. Me dijo: «Debemos cuidar estas cosas hermosas que Dios nos ha dado; la creación es para nosotros a fin de que la aprovechemos bien; no explotarla, sino custodiarla, porque Dios perdona siempre, nosotros los hombres perdonamos algunas veces, pero la creación no perdona nunca, y si tú no la cuidas ella te destruirá».
Esto debe hacernos pensar y debe hacernos pedir al Espíritu Santo el don de ciencia para comprender bien que la creación es el regalo más hermoso de Dios. Él hizo muchas cosas buenas para la cosa mejor que es la persona humana.
Plaza de San Pedro
Miércoles 21 de mayo de 2014
Artículo original en vatican.va
por SS Francisco | 23 Sep, 2014 | Confirmación Dinámicas
En las catequesis precedentes hemos reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia y consejo. Hoy pensemos en lo que hace el Señor: Él viene siempre a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don de fortaleza.
Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembradorsalió a sembrar; sin embargo, no toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto (cf. Mc 4, 3-9; Mt 13, 3-9; Lc 8, 4-8). Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.
Hay también momentos difíciles y situaciones extremas en las que el don de fortaleza se manifiesta de modo extraordinario, ejemplar. Es el caso de quienes deben afrontar experiencias particularmente duras y dolorosas, que revolucionan su vida y la de sus seres queridos. La Iglesia resplandece por el testimonio de numerosos hermanos y hermanas que no dudaron en entregar la propia vida, con tal de permanecer fieles al Señor y a su Evangelio. También hoy no faltan cristianos que en muchas partes del mundo siguen celebrando y testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten incluso cuando saben que ello puede comportar un precio muy alto. También nosotros, todos nosotros, conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, numerosos dolores. Pero, pensemos en esos hombres, en esas mujeres que tienen una vida difícil, que luchan por sacar adelante la familia, educar a los hijos: hacen todo esto porque está el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos hombres y mujeres —nosotros no conocemos sus nombres— que honran a nuestro pueblo, honran a nuestra Iglesia, porque son fuertes: fuertes al llevar adelante su vida, su familia, su trabajo, su fe. Estos hermanos y hermanas nuestros son santos, santos en la cotidianidad, santos ocultos en medio de nosotros: tienen el don de fortaleza para llevar adelante su deber de personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de ciudadanos. ¡Son muchos! Demos gracias al Señor por estos cristianos que viven una santidad oculta: es el Espíritu Santo que tienen dentro quien les conduce. Y nos hará bien pensar en esta gente: si ellos hacen todo esto, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? Y nos hará bien también pedir al Señor que nos dé el don de fortaleza.
No hay que pensar que el don de fortaleza es necesario sólo en algunas ocasiones o situaciones especiales. Este don debe constituir la nota de fondo de nuestro ser cristianos, en el ritmo ordinario de nuestra vida cotidiana. Como he dicho, todos los días de la vida cotidiana debemos ser fuertes, necesitamos esta fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia, nuestra fe. El apóstol Pablo dijo una frase que nos hará bien escuchar: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). Cuando afrontamos la vida ordinaria, cuando llegan las dificultades, recordemos esto: «Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza». El Señor da la fuerza, siempre, no permite que nos falte. El Señor no nos prueba más de lo que nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».
Queridos amigos, a veces podemos ser tentados de dejarnos llevar por la pereza o, peor aún, por el desaliento, sobre todo ante las fatigas y las pruebas de la vida. En estos casos, no nos desanimemos, invoquemos al Espíritu Santo, para que con el don de fortaleza dirija nuestro corazón y comunique nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguimiento de Jesús.
Plaza de San Pedro
Miércoles 14 de mayo de 2014
Artículo original en vatican.va
por SS Francisco | 23 Sep, 2014 | Confirmación Dinámicas
Hemos escuchado en la lectura del pasaje del libro de los Salmos que dice: «El Señor me aconseja, hasta de noche me instruye internamente» (cf. Sal 16, 7). Y este es otro don del Espíritu Santo: el don de consejo. Sabemos cuán importante es, en los momentos más delicados, poder contar con las sugerencias de personas sabias y que nos quieren. Ahora, a través del don de consejo, es Dios mismo, con su Espíritu, quien ilumina nuestro corazón, de tal forma que nos hace comprender el modo justo de hablar y de comportarse; y el camino a seguir. ¿Pero cómo actúa este don en nosotros?
En el momento en el que lo acogemos y lo albergamos en nuestro corazón, el Espíritu Santo comienza inmediatamente a hacernos sensibles a su voz y a orientar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones según el corazón de Dios. Al mismo tiempo, nos conduce cada vez más a dirigir nuestra mirada interior hacia Jesús, como modelo de nuestro modo de actuar y de relacionarnos con Dios Padre y con los hermanos. El consejo, pues, es el don con el cual el Espíritu Santo capacita a nuestra conciencia para hacer una opción concreta en comunión con Dios, según la lógica de Jesús y de su Evangelio. De este modo, el Espíritu nos hace crecer interiormente, nos hace crecer positivamente, nos hace crecer en la comunidad y nos ayuda a no caer en manos del egoísmo y del propio modo de ver las cosas. Así el Espíritu nos ayuda a crecer y también a vivir en comunidad. La condición esencial para conservar este don es la oración. Volvemos siempre al mismo tema: ¡la oración! Es muy importante la oración. Rezar con las oraciones que todos sabemos desde que éramos niños, pero también rezar con nuestras palabras. Decir al Señor: «Señor, ayúdame, aconséjame, ¿qué debo hacer ahora?». Y con la oración hacemos espacio, a fin de que el Espíritu venga y nos ayude en ese momento, nos aconseje sobre lo que todos debemos hacer. ¡La oración! Jamás olvidar la oración. ¡Jamás! Nadie, nadie, se da cuenta cuando rezamos en el autobús, por la calle: rezamos en silencio con el corazón. Aprovechamos esos momentos para rezar, orar para que el Espíritu nos dé el don de consejo.
En la intimidad con Dios y en la escucha de su Palabra, poco a poco, dejamos a un lado nuestra lógica personal, impuesta la mayoría de las veces por nuestras cerrazones, nuestros prejuicios y nuestras ambiciones, y aprendemos, en cambio, a preguntar al Señor: ¿cuál es tu deseo?, ¿cuál es tu voluntad?, ¿qué te gusta a ti? De este modo madura en nosotros una sintonía profunda, casi connatural en el Espíritu y se experimenta cuán verdaderas son las palabras de Jesús que nos presenta el Evangelio de Mateo: «No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros» (Mt 10, 19-20). Es el Espíritu quien nos aconseja, pero nosotros debemos dejar espacio al Espíritu, para que nos pueda aconsejar. Y dejar espacio es rezar, rezar para que Él venga y nos ayude siempre.
Como todos los demás dones del Espíritu, también el de consejo constituye un tesoro para toda la comunidad cristiana. El Señor no nos habla sólo en la intimidad del corazón, nos habla sí, pero no sólo allí, sino que nos habla también a través de la voz y el testimonio de los hermanos. Es verdaderamente un don grande poder encontrar hombres y mujeres de fe que, sobre todo en los momentos más complicados e importantes de nuestra vida, nos ayudan a iluminar nuestro corazón y a reconocer la voluntad del Señor.
Recuerdo una vez en el santuario de Luján, yo estaba en el confesonario, delante del cual había una larga fila. Había también un muchacho todo moderno, con los aretes, los tatuajes, todas estas cosas… Y vino para decirme lo que le sucedía. Era un problema grande, difícil. Y me dijo: yo le he contado todo esto a mi mamá, y mi mamá me ha dicho: dirígete a la Virgen y ella te dirá lo que debes hacer. He aquí a una mujer que tenía el don de consejo. No sabía cómo salir del problema del hijo, pero indicó el camino justo: dirígete a la Virgen y ella te dirá. Esto es el don de consejo. Esa mujer humilde, sencilla, dio a su hijo el consejo más verdadero. En efecto, este muchacho me dijo: he mirado a la Virgen y he sentido que tengo que hacer esto, esto y esto… Yo no tuve que hablar, ya lo habían dicho todo su mamá y el muchacho mismo. Esto es el don de consejo. Vosotras, mamás, que tenéis este don, pedidlo para vuestros hijos: el don de aconsejar a los hijos es un don de Dios.
Queridos amigos, el Salmo 16, que hemos escuchado, nos invita a rezar con estas palabras: «Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré» (vv. 7-8). Que el Espíritu infunda siempre en nuestro corazón esta certeza y nos colme de su consolación y de su paz. Pedid siempre el don de consejo.
Plaza de San Pedro
Miércoles 7 de mayo de 2014
Artículo original en vatican.va
por SS Francisco | 23 Sep, 2014 | Confirmación Dinámicas
Después de haber examinado la sabiduría, como el primero de los siete dones del Espíritu Santo, hoy quisiera llamar la atención sobre el segundo don, es decir, el intelecto. No se trata en este caso de la inteligencia humana, de la capacidad intelectual de la que podamos estar más o menos dotados. Es una gracia que solo el Espíritu Santo puede infundir y que suscita en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su diseño de salvación.
El apóstol Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, describe bien los efectos de este don. ¿Qué hace este don del intelecto en nosotros? Y Pablo dice esto: «Lo que el ojo no vio ni el oído oyó, ni entraron en el corazón del hombre, Dios las ha preparado para los que le aman. Pero a nosotros Dios nos las ha revelado por medio del Espíritu» (1 Cor 2, 9-10). Esto, obviamente no significa que un cristiano pueda comprender cada cosa y tener un conocimiento pleno del diseño de Dios: todo esto permanece a la espera de manifestarse con toda claridad cuando nos encontremos ante Dios y seamos verdaderamente una cosa sola con Él. Pero, como sugiere la misma palabra, el intelecto permite «intus legere», es decir, leer dentro. Y este don nos hace entender las cosas como las entiende Dios, con la inteligencia de Dios. Porque uno puede entender una situación con la inteligencia humana, con prudencia y va bien, pero entender una situación en profundidad como la entiende Dios es el efecto de este don. Y Jesús ha querido enviarnos el Espíritu Santo para que nosotros entendamos este don, para que todos nosotros podamos entender las cosas como Dios las entiende, con la inteligencia de Dios. ¡Es un hermoso regalo el que Dios nos ha hecho a todos nosotros! Es el don con el que el Espíritu Santo nos introduce en la intimidad con Dios y nos hace partícipes del diseño de amor que Él tiene para nosotros.
Está claro que el don del intelecto está estrechamente conectado con la fe. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón e ilumina nuestra mente, nos hace crecer día tras día en la comprensión de lo que el Señor nos ha dicho y ha realizado. El mismo Jesús ha dicho a sus discípulos: «Os enviaré el Espíritu Santo y Él os hará entender todo lo que yo os he enseñado». Entender las enseñanzas de Jesús, entender su palabra, entender el Evangelio, entender la Palabra de Dios. Uno puede leer el Evangelio y entender algo, pero si leemos el Evangelio con este don del Espíritu Santo podemos entender la profundidad de las palabras de Dios y esto es un gran don, un gran don que todos debemos pedir y pedir juntos: dános Señor el don del intelecto.
Plaza de San Pedro
Miércoles 30 de abril de 2014
Artículo original en vatican.va