Colorea la Inmaculada Concepción de María

Colorea la Inmaculada Concepción de María

Con motivo de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María os ofrecemos las siguientes láminas para que los niños de la familia se diviertan coloreando a Nuestra Señora.

Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen y sobre las propias imágenes.

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Colorea la Inmaculada Concepción de María

Inmaculada Concepción de María – Lámina 1

Inmaculada Concepción de María - Lámina 1

Inmaculada Concepción de María – Lámina 2

Inmaculada Concepción de María - Lámina 2

Inmaculada Concepción de María – Lámina 3

Inmaculada Concepción de María - Lámina 3

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La sangre de Jesús nos da la gracia del arrepentimiento y nos sana

La sangre de Jesús nos da la gracia del arrepentimiento y nos sana

Arturo López Martos, laico casado y padre de dos hijos, miembro de la Comunidad Familia, Evangelio y Vida, medita sobre la confesión como sacramento de conversión y sanación, y profundiza en la conversión del corazón muy unida a la penitencia interior.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza.

San Clemente Romano escribió: «Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento». La sangre de Cristo al ganar el arrepentimiento es fuente de sanación para nuestra vida.

Arturo López también participa de las reuniones de plegaria del grupo de oración Familia, Evangelio y Vida de la Parroquia de la Inmaculada Concepción de Vilanova i la Geltrú, Barcelona, España, donde ha sido grabada en directo esta enseñanza, el lunes 2 de diciembre de 2013.

Fuente: caminocatolico.org.

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Parte 1 de 4

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Parte 2 de 4

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Parte 3 de 4

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Parte 4 de 4

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Catequesis sobre san Juan Damasceno de SS Emérito Benedicto XVI

Catequesis sobre san Juan Damasceno de SS Emérito Benedicto XVI

(…) Hoy quiero hablar de san Juan Damasceno, un personaje destacado en la historia de la teología bizantina, un gran doctor en la historia de la Iglesia universal. Es, sobre todo, un testigo ocular del paso de la cultura griega y siriaca, compartida por la parte oriental del Imperio bizantino, a la cultura del islam, que se abrió espacio con sus conquistas militares en el territorio reconocido habitualmente como Oriente Medio o Próximo.

Juan, nacido en una familia cristiana rica, aún joven asumió el cargo —quizá ocupado también por su padre— de responsable económico del califato. Sin embargo, muy pronto, insatisfecho de la vida de la corte, escogió la vocación monástica, entrando en el monasterio de San Sabas, situado cerca de Jerusalén. Era alrededor del año 700. Sin alejarse nunca del monasterio, se dedicó con todas sus fuerzas a la ascesis y a la actividad literaria, aunque no desdeñó la actividad pastoral, de la que dan testimonio sobre todo sus numerosas Homilías. Su memoria litúrgica se celebra el 4 de diciembre. El Papa León XIII lo proclamó doctor de la Iglesia universal en 1890.

En Oriente se recuerdan de él sobre todo los tres Discursos contra quienes calumnian las imágenes santas, que fueron condenados, después de su muerte, por el concilio iconoclasta de Hieria (754). Sin embargo, estos discursos fueron también el motivo principal de su rehabilitación y canonización por parte de los Padres ortodoxos convocados al segundo concilio de Nicea (787), séptimo ecuménico. En estos textos se pueden encontrar los primeros intentos teológicos importantes de legitimación de la veneración de las imágenes sagradas, uniéndolas al misterio de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María.

San Juan Damasceno fue, además, uno de los primeros en distinguir, en el culto público y privado de los cristianos, entre la adoración (latreia) y la veneración (proskynesis): la primera sólo puede dirigirse a Dios, sumamente espiritual; la segunda, en cambio, puede utilizar una imagen para dirigirse a aquel que es representado en esa imagen. Obviamente, el santo no puede en ningún caso ser identificado con la materia de la que está compuesta la imagen. Esta distinción se reveló en seguida muy importante para responder de modo cristiano a aquellos que pretendían como universal y perenne la observancia de la severa prohibición del Antiguo Testamento de utilizar las imágenes en el culto. Esta era la gran discusión también en el mundo islámico, que acepta esta tradición judía de la exclusión total de imágenes en el culto. En cambio los cristianos, en este contexto, han discutido sobre el problema y han encontrado la justificación para la veneración de las imágenes.

San Juan Damasceno escribe: «En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios. Yo no venero la materia, sino al creador de la materia, que se hizo materia por mí y se dignó habitar en la materia y realizar mi salvación a través de la materia. Por ello, nunca cesaré de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. Pero de ningún modo la venero como si fuera Dios. ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido la existencia a partir del no ser? (…) Yo venero y respeto también todo el resto de la materia que me ha procurado la salvación, en cuanto que está llena de energías y de gracias santas. ¿No es materia el madero de la cruz tres veces bendita? (…) ¿Y no son materia la tinta y el libro santísimo de los Evangelios? ¿No es materia el altar salvífico que nos proporciona el pan de vida? (…) Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor? O se debe suprimir el carácter sagrado de todo esto, o se debe conceder a la tradición de la Iglesia la veneración de las imágenes de Dios y la de los amigos de Dios que son santificados por el nombre que llevan, y que por esta razón habita en ellos la gracia del Espíritu Santo. Por tanto, no se ofenda a la materia, la cual no es despreciable, porque nada de lo que Dios ha hecho es despreciable» (Contra imaginum calumniatores, I, 16, ed. Kotter, pp. 89-90).

Vemos que, a causa de la encarnación, la materia aparece como divinizada, es considerada morada de Dios. Se trata de una nueva visión del mundo y de las realidades materiales. Dios se ha hecho carne y la carne se ha convertido realmente en morada de Dios, cuya gloria resplandece en el rostro humano de Cristo. Por consiguiente, las invitaciones del Doctor oriental siguen siendo de gran actualidad, teniendo en cuenta la grandísima dignidad que la materia recibió en la Encarnación, pues por la fe pudo convertirse en signo y sacramento eficaz del encuentro del hombre con Dios.

Así pues, san Juan Damasceno es testigo privilegiado del culto de las imágenes, que ha sido uno de los aspectos característicos de la teología y de la espiritualidad oriental hasta hoy. Sin embargo, es una forma de culto que pertenece simplemente a la fe cristiana, a la fe en el Dios que se hizo carne y se hizo visible. La doctrina de san Juan Damasceno se inserta así en la tradición de la Iglesia universal, cuya doctrina sacramental prevé que elementos materiales tomados de la naturaleza puedan ser instrumentos de la gracia en virtud de la invocación (epíclesis) del Espíritu Santo, acompañada por la confesión de la fe verdadera.

En unión con estas ideas de fondo san Juan Damasceno pone también la veneración de las reliquias de los santos, basándose en la convicción de que los santos cristianos, al haber sido hechos partícipes de la resurrección de Cristo, no pueden ser considerados simplemente «muertos». Enumerando, por ejemplo, aquellos cuyas reliquias o imágenes son dignas de veneración, san Juan precisa en su tercer discurso en defensa de las imágenes: «Ante todo (veneramos) a aquellos en quienes ha habitado Dios, el único santo, que mora en los santos (cf. Is 57, 15), como la santa Madre de Dios y todos los santos. Estos son los que, en la medida de lo posible, se han hecho semejantes a Dios con su voluntad y por la inhabitación y la ayuda de Dios, son llamados realmente dioses (cf. Sal 82, 6), no por naturaleza, sino por contingencia, como el hierro al rojo vivo es llamado fuego, no por naturaleza sino por contingencia y por participación del fuego. De hecho dice: «Seréis santos, porque yo soy santo» (Lv 19, 2)» (III, 33, col. 1352A).

Por eso, después de una serie de referencias de este tipo, san Juan Damasceno, podía deducir serenamente: «Dios, que es bueno y superior a toda bondad, no se contentó con la contemplación de sí mismo, sino que quiso que hubiera seres beneficiados por él que pudieran llegar a ser partícipes de su bondad; por ello, creó de la nada todas las cosas, visibles e invisibles, incluido el hombre, realidad visible e invisible. Y lo creó pensándolo y realizándolo como un ser capaz de pensamiento (ennoema ergon) enriquecido por la palabra (logo[i] sympleroumenon) y orientado hacia el espíritu (pneumati teleioumenon)» (II, 2: PG 94, col. 865A). Y para aclarar aún más su pensamiento, añade: «Es necesario asombrarse (thaumazein) de todas las obras de la providencia (tes pronoias erga), alabarlas todas y aceptarlas todas, superando la tentación de señalar en ellas aspectos que a muchos parecen injustos o inicuos (adika); admitiendo, en cambio, que el proyecto de Dios (pronoia) va más allá de la capacidad de conocer y comprender (agnoston kai akatalepton) del hombre, mientras que, por el contrario, sólo él conoce nuestros pensamientos, nuestras acciones e incluso nuestro futuro» (II, 29: PG 94, col. 964C). Por lo demás, ya Platón decía que toda filosofía comienza con el asombro: también nuestra fe comienza con el asombro ante la creación, ante la belleza de Dios que se hace visible.

El optimismo de la contemplación natural (physikè theoria), de ver en la creación visible lo bueno, lo bello y lo verdadero, este optimismo cristiano no es un optimismo ingenuo: tiene en cuenta la herida infligida a la naturaleza humana por una libertad de elección querida por Dios y utilizada mal por el hombre, con todas las consecuencias de disonancia generalizada que han derivado de ella. De ahí la exigencia, percibida claramente por el teólogo de Damasco, de que la naturaleza en la que se refleja la bondad y la belleza de Dios, heridas por nuestra culpa, «fuese reforzada y renovada» por la venida del Hijo de Dios en la carne, después de que de muchas formas y en diversas ocasiones Dios mismo hubiera intentado demostrar que había creado al hombre no sólo para que tuviera el «ser», sino también el «bienestar» (cf. La fede ortodossa, II, 1: PG 94, col. 981).

Con asombro apasionado san Juan explica: «Era necesario que la naturaleza fuese reforzada y renovada, y que se indicara y enseñara concretamente el camino de la virtud (didachthenai aretes hodòn), que aleja de la corrupción y lleva a la vida eterna. (…) Así apareció en el horizonte de la historia el gran mar del amor de Dios por el hombre (philanthropias pelagos)». Es una hermosa afirmación. Vemos, por una parte, la belleza de la creación; y, por otra, la destrucción causada por la culpa humana. Pero vemos en el Hijo de Dios, que desciende para renovar la naturaleza, el mar del amor de Dios por el hombre. San Juan Damasceno prosigue: «Él mismo, el Creador y Señor, luchó por su criatura trasmitiéndole con el ejemplo su enseñanza. (…) Así, el Hijo de Dios, aun subsistiendo en la forma de Dios, descendió de los cielos y bajó (…) hasta sus siervos (…), realizando la cosa más nueva de todas, la única cosa verdaderamente nueva bajo el sol, a través de la cual se manifestó de hecho el poder infinito de Dios» (III, 1: PG 94, col. 981C984B).

Podemos imaginar el consuelo y la alegría que difundían en el corazón de los fieles estas palabras llenas de imágenes tan fascinantes. También nosotros las escuchamos hoy, compartiendo los mismos sentimientos de los cristianos de entonces: Dios quiere morar en nosotros, quiere renovar la naturaleza también a través de nuestra conversión, quiere hacernos partícipes de su divinidad. Que el Señor nos ayude a hacer que estas palabras sean sustancia de nuestra vida.

Audiencia General del Miércoles, 6 de mayo de 2009

Catequesis de Benedicto XVI sobre la Inmaculada Concepción de María

Catequesis de Benedicto XVI sobre la Inmaculada Concepción de María

En una cita que ya ha llegado a ser tradicional, nos volvemos a encontrar aquí, en la plaza de España, para ofrecer nuestra ofrenda floral a la Virgen, en el día en el que toda la Iglesia celebra la fiesta de su Inmaculada Concepción. Siguiendo los pasos de mis predecesores, también yo me uno a vosotros, queridos fieles de Roma, para recogerme con afecto y amor filiales ante María, que desde hace ciento cincuenta años vela sobre nuestra ciudad desde lo alto de esta columna. Por tanto, se trata de un gesto de fe y de devoción que nuestra comunidad cristiana repite cada año, como para reafirmar su compromiso de fidelidad con respecto a María, que en todas las circunstancias de la vida diaria nos garantiza su ayuda y su protección materna.

Esta manifestación religiosa es, al mismo tiempo, una ocasión para brindar a cuantos viven en Roma o pasan en ella algunos días como peregrinos y turistas, la oportunidad de sentirse, aun en medio de la diversidad de las culturas, una única familia que se reúne en torno a una Madre que compartió las fatigas diarias de toda mujer y madre de familia.

Pero se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los hombres. Y María, Inmaculada en su concepción así la veneramos hoy con devoción y gratitud— realizó su peregrinación terrena sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús. Estuvo a su lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.

María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre. En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual.

Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra mirada a ella e, implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus enseñanzas maternas. ¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro? ¿No nos exhorta la Virgen Inmaculada a ser hermanos unos de otros, todos unidos por el compromiso de construir juntos un mundo más justo, solidario y pacífico?

Sí, queridos amigos. Una vez más, en este día solemne, la Iglesia señala al mundo a María como signo de esperanza cierta y de victoria definitiva del bien sobre el mal. Aquella a quien invocamos como «llena de gracia» nos recuerda que todos somos hermanos y que Dios es nuestro Creador y nuestro Padre. Sin él, o peor aún, contra él, los hombres no podremos encontrar jamás el camino que conduce al amor, no podremos derrotar jamás el poder del odio y de la violencia, no podremos construir jamás una paz estable.

Es necesario que los hombres de todas las naciones y culturas acojan este mensaje de luz y de esperanza: que lo acojan como don de las manos de María, Madre de toda la humanidad. Si la vida es un camino, y este camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá iluminarlo? En mi encíclica Spe salvi, publicada al inicio del Adviento, escribí que la Iglesia mira a María y la invoca como «Estrella de esperanza» (n. 49).

Durante nuestro viaje común por el mar de la historia necesitamos «luces de esperanza», es decir, personas que reflejen la luz de Cristo, «ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (ib.). ¿Y quién mejor que María puede ser para nosotros «Estrella de esperanza»? Ella, con su «sí», con la ofrenda generosa de la libertad recibida del Creador, permitió que la esperanza de milenios se hiciera realidad, que entrara en este mundo y en su historia. Por medio de ella, Dios se hizo carne, se convirtió en uno de nosotros, puso su tienda en medio de nosotros.

Por eso, animados por una confianza filial, le decimos: «Enséñanos, María, a creer, a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú, Estrella de esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria eterna, brilla sobre nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Me uno a los peregrinos reunidos en los santuarios marianos de Lourdes y Fourvière para honrar a la Virgen María, en este año jubilar del 150° aniversario de las apariciones de Nuestra Señora a santa Bernardita. Gracias a su confianza en María y a su ejemplo, llegarán a ser verdaderos discípulos del Salvador. Mediante las peregrinaciones, muestran numerosos rostros de Iglesia a las personas que están en proceso de búsqueda y van a visitar los santuarios. En su camino espiritual están llamados a desarrollar la gracia de su bautismo, a alimentarse de la Eucaristía y a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad.

Ojalá que los santuarios desarrollen su vocación a la oración y a la acogida de las personas que quieren encontrar de nuevo el camino de Dios, principalmente mediante el sacramento del perdón. Expreso también mis mejores deseos a todas las personas, sobre todo a los jóvenes, que celebran con alegría la fiesta de la Inmaculada Concepción, particularmente las iluminaciones de la metrópolis lionesa. Pido a la Virgen María que vele sobre los habitantes de Lyon y de Lourdes, y les imparto a todos, así como a los peregrinos que participen en las ceremonias, una afectuosa bendición apostólica.

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Homenaje del Santo Padre Benedicto XVI a la Inmaculada Concepción de María

Plaza de España, el sábado, 8 de diciembre de 2007

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Historia del dogma de la Inmaculada Concepción

Página web de la Orden de los Franciscanos


San Francisco Javier y el tesoro del samurai, y más

San Francisco Javier y el tesoro del samurai, y más

En este artículo os ofrecemos dos películas en dibujos animados sobre la vida de san Francisco Javier, patrono de las misiones y los misioneros. Muy adecuadas para niños de todas las edades, incluso para adultos que deseen descubrir nuevos datos sobre la vida de santidad de este cristiano ejemplar.

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Resumen biográfico

Francisco nace el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier, cerca de Pamplona (Navarra, España). Su padre, jurista, es entonces consejero del rey Juan de Albit, su madre pertenecía a la nobleza. Sus dos hermanos tuvieron parte activa en las guerras que marcaron la infancia de Francisco.

Huérfano a los tres años, Francisco crece en un clima de división y guerras, en su propia morada sujeta a la tiranía moral y material, de parte del lado navarro como del castellano. Cuando a los 18 años se firma un convenio de paz, Francisco elige entonces su futuro, continúa sus estudios de humanidad en la famosa universidad de Sorbona en París. Es aquí donde, compartiendo su cuarto con Ignacio de Loyola, y después de un camino de discernimiento mutuo, Francisco es tocado muy profundamente por una frase de Ignacio de la cual no se olvidará jamás, y que determinaría desde entonces el rumbo de su vida: «¿de que sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». Francisco elige desde ya ganar su alma y la de muchos.

Martmartu 1534: en compañía de siete compañeros, Francisco pronuncia sus votos de pobreza, castidad y peregrinación a Tierra Santa, según unos preceptos estrictos de Ignacio de Loyola.

Así comenzó la «Compañía de Jesús» aprobada por el Papa. El 24 de junio fueron ordenados sacerdotes, pero la guerra de Venecia y los Turcos hizo imposible la realización del deseo de estos apóstoles de ir a Tierra Santa.

Así el 7 de abril de 1531, Francisco parte para las lejanas tierras de la India junto con uno de sus compañeros, Llegados a Goa, se ven confrontados a miles de males entre ellos, la peste. Francisco se dedica a dar confianza y a descubrir a todos el amor de Dios, a curar y hasta hacer milagros. Evangelizando jóvenes abre escuelas, colegios, dispensarios, bautiza sin descansar jamás aceptando por amor miles de sacrificios y llevando a todos a la oración y a la conversión.

En 1543 vuelve a Goa, y llega a Pesquerías cuando se declaró la guerra entre el reino de Comorín y el de Travancor. Enfrentándose solo a las fuertes tribus, armado íntimamente de un crucifijo en la mano y de su palabra, pone fin a la guerra milagrosamente.

En 1546, parte Francisco para Amboino, isla en la cual entra hablando y cantando en el idioma popular como si hubiese vivido siempre ahí. Desde allí emprende la visita de todas las islas de Oceanía. Después de esta larga expedición, Francisco decide volver a Goa para encontrarse con sus compañeros llegados a Europa, asignarles el campo apostólico y prepararse para llevar la fe cristiana hasta Japón. En Malaca, en el año 1547, se encontró con Magno, un japonés insatisfecho con la religión que le habían enseñado sus bonzos(sacerdotes Budistas). Magno invitó a Francisco a ir a predicar la doctrina de Cristo a sus paisanos. En abril de 1549 emprendió el viaje hasta Japón junto con su amigo. Adoptando el estilo oriental Francisco conversaba con el pueblo mientras Magno le servía de intérprete. Después de un año en Kangoshina, en donde escribieron un catecismo, partió por Yamaguchi y luego hacia la costa, aguantando miles de pruebas y rechazos. De allí aprovechó la salida de un barco portugués para ir a visitar las misiones de la India y preparar su viaje a China. Habiendo aportado un regalo muy rico para el rey de China, llegó a una isla desierta a 150 kilómetros de Cantón. Era a los fines de agosto de 1552. Allí Francisco espera en una total soledad y pobreza una embarcación para entrar lo más directamente posible a la China. Pero se enfermó y es aquí, a 150 kilómetros de esta tierra tan soñada de China, que entregó a Dios su alma, el 3 de diciembre.

En estos tiempos sedientos de conquistas y de poder, Francisco abrió los ojos, los brazos, y por sobre todo los espíritus, de todos aquellos que recibieron su mensaje evangélico. Su corazón, madurado por 11 años vividos en el oriente, acepta y recibe entonces toda diferencia de cultos, de razas, de civilización, sembrando por donde Dios lo manda, la Buena Noticia del Amor.

El Santo de la amistad, del compartir, de la apertura a los demás, fue canonizado el 12 de marzo de 1622, ya declarado patrón de las misiones. Su fiesta se celebra el 3 de diciembre.

Fuente: sanfranciscojavier.com

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Películas de dibujos animados

Francisco Javier y el tesoro perdido del samurai, dirigida por Fernando Uribe

SINÓPSIS
Francisco Xavier era un joven estudiante de la Sorbona en París, que tenía grandes cualidades y ambiciones en la vida. En los estudios, el deporte y la vida social lograba todo lo que se proponía y lo único que le importaba era el triunfo a los ojos del mundo. Pero cierto día, gracias a su amistad con Ignacio de Loyola, cayó en la cuenta de que el verdadero éxito en la vida, se gana a los ojos de Dios. Francisco se unió a Ignacio y juntos formaron la Compañía de Jesús. Fue enviado como misionero al Oriente, donde trabajó en una aldea de buscadores de perlas, y ayudó a un guerrero samurai en la búsqueda de un tesoro perdido. 
FICHA TÉCNICA
Título. Francisco Xavier: el tesoro del samurai
Género: Dibujos Animados
Año: 1990
idiomas: Español
Menú principal
Menú de Escenas
Extras: Musical «Yo te seguiré»
Trailers de otras películas
Formato: DVD5
Región: ALL
OBTENGALO ONLINE EN 

http://www.encristiano.com/es/infantil/francisco-javier-y-el-tesoro-perdido-del-samurai-95.html

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San Francisco Javier: Biografía para niños

San Francisco Javier: Biografía para niños

Francisco Javier nació en el Castillo de Javier (Navarra, España) en 1506. Su padre fue el Dr. Juan de Jaso. Desde pequeño, su madre, María de Azpilcueta, le enseñó a rezar, acudiendo a diario a la capilla del Castillo.

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A los 19 años se marchó a París a estudiar para ser rico. Javier era vanidoso. Conoció a Ignacio de Loyola, quien en los momentos difíciles en París siempre le ayudó.

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Ignacio lo fue acercando a Jesucristo, ayudándolo a darse cuenta del poco valor de los bienes de la tierra y de lo mucho que valía ayudar a los pobres. Le decía: ¿De qué sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?

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Poco a poco, Jesucristo fue ganando espacio en la vida de Javier, y cuando acaba sus estudios, ya ha decidido dedicar su vida a enseñar a los demás hombres la fe en Dios.

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En 1534, fue uno de los siete con que San Ignacio funda la Compañía de Jesús, y haciendo voto de absoluta pobreza, marchan a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera.

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A los 31 años, es ordenado sacerdote en Venecia junto a sus compañeros de la naciente Compañía de Jesús.

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En 1541, con 35 años, parte desde Lisboa (Portugal) hacia Goa (India), donde comenzará la parte más importante de su vida: ser misionero. Sus primeros años los pasó atendiendo una leprosería.

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En 1544 parte rumbo a Malasia donde misionará durante seis meses. Solía adaptar las verdades de fe a la música popular, método que tuvo gran éxito.

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De aquí parte a Amboino (Islas Molucas), y recorrió varias islas predicando durante cerca de año y medio. Cuando predicaba, más que sus argumentos, convencía con su santidad y con la fuerza de sus milagros.

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Su predicación era constante y tenaz, regresando una y otra vez con diferentes medios hasta conseguir transmitir la fe a las personas.

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Su único equipaje eran su libro de oraciones y su incansable ánimo para enseñar, curar a enfermos, aprender idiomas extraños y bautizar conversos por millares. Dedicaba las noches a la oración y, si no lograba dormir, pasaba horas recostado junto al sagrario.

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Nuevamente vuelve a la India, evangelizando allí durante un año. Cuando los enfermos eran demasiados para poder atenderlos a todos, les entregaba su rosario, que llevaba siempre al cuello, y su solo contacto los curaba.

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Ya en 1545 se dirige a Japón, donde luego de aprender el idioma, logró traducir al japonés una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos estaban dispuestos a escucharle.

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Todos los que lo conocieron le describieron como una persona muy alegre y optimista, dispuesta a trasmitir a los demás la felicidad que le producía haber sido escogido por Dios para difundir su Palabra.

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En su último viaje, salió de la India con intención de llegar a China, pero antes de llegar, cayó enfermo. A pesar de encontrarse con mucha fiebre, no se quejaba, ni pedía nada, solamente rezaba.

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Murió el 3 de diciembre de 1552, a los 46 años, en la isla de Sanchón, frente a las costas de China. Había recorrido más de 120.000 kilómetros, como tres veces la vuelta a la tierra, conquistando corazones para Dios.

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Fue canonizado junto a San Ignacio, y otros, por el Papa Gregorio XV, el 12 de Marzo de 1622.

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En 1904, San Pío X le nombra Patrono de las Misiones, por haber consagrado su vida a la predicación del Evangelio «hasta los confines de la tierra».

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Fuente: http://www.misiones.catholic.net/franciscojavier/biografia5.htm

La mejor corona

La mejor corona

Cuenta Silvano Regio, monje camaldulense, que hubo un hombre noble casado con una señora principal, ambos muy devotos de la Virgen María. Vivían desconsolados por no haber tenido sucesión, pedían con gran instancia a esta Señora, hasta que lograron que les naciera un hermoso niño. Los buenos padres pusieron gran cuidado en darle una esmerada educación, y, desde su más tierna edad, le aleccionaron en el servicio de Dios y de su Santísima madre, por cuya mediación lo habían obtenido. Como los niños son como las plantas, las cuales se vuelven hacia donde se las inclina, se enderezó con gran facilidad a todo lo bueno. No tenía más que tres años, cuando entrando por el jardín, cogía algunas florecitas, componía una guirnalda —que no dejaba tocar a nadie— y con sus mismas manos la ponía sobre la cabeza de una imagen de piedra de la Santísima Virgen.

Creció en edad, y más en devoción. Hizo voto de castidad y, para conservarlo con mayor perfección, entró en religión. Siendo novicio, empleaba todas las horas libres en hacer guirnaldas para su querida Madre, llevándoselas a su altar, donde le hacía este y otro parecido razonamiento: «Madre, esta rosa os ofrece mi amor, porque yo no quiero ni tengo otro amor que mi rosa. Reina mía, este clavel os presenta mi devoción, porque sólo Vos me confortáis en mis desconsuelos y me aliviáis en mis aflicciones. Dulzura de mi corazón, recibid esta azucena que os ofrece mi virginidad, porque solo Vos sois el objeto de mis afectos y la dulce guardiana de mi pureza».

En estas razones empleaba el novicio gran parte del día. Le fue preciso al Prior encomendarle algún trabajo conveniente para la comunidad, lo cual le impedía seguir con su acostumbrada devoción. Lo sintió tanto, que tomó la desatentada resolución de dejar el hábito, cosa que comunicó a otro novicio, diciéndole que no tenía ánimo de profesar si no le dejaban hacer coronas de flores a la Virgen. Adivinando la tentación, el novicio se lo contó al Prior. Este le llamó y prometió que le daría ocasión para que, sin salir del huerto, tejiese a su querida Madre coronas que fuesen más de su agrado. Así que oyó esto nuestro ingenuo novicio, deseoso de saber en qué consistiría ello, se lo preguntó con gran curiosidad. Le dijo el Prior que, rezando cincuenta Avemarías con cinco Padrenuestros le daría a la Virgen, no una corona de flores sino de diamantes y esmeraldas. Contento el novicio, le contestó: «Pues si esto es verdad, ya no salgo del convento». Rezaba el Rosario con muchísima devoción, y se le pasó la tentación. Continuó con tales adelantamientos en la virtud, sabiduría y prudencia, que, con el tiempo, llegó a ser nombrado Prior del convento por votación de los religiosos.

Un día, viajando por un bosque solitario para asuntos del convento, le vieron venir unos ladrones, los cuales acordaron matarle. Estaban escondidos esperando se acercase hasta ellos; pero antes de llegar a él vieron con sorpresa que se le acercaba una hermosísima doncella de rara belleza, ante la cual se arrodilló, hablándole con piadosa atención.

Se detuvieron hasta ver en qué paraba aquello, y vieron que de su boca salían rosas y azucenas, las cuales tomaba la Señora en sus manos y las disponía en forma de corona, tras lo cual desapareció de allí. Se acercaron a él los ladrones y le preguntaron con quién había estado hablando. Les contestó que con nadie. «¿Cómo no? —replicaron ellos—, si nosotros mismos hemos visto que una doncella tomaba de tu boca unas rosas y azucenas. Dinos la verdad, ya que, de lo contrario, te quitaremos la vida». Les contestó que, contra su costumbre, se había olvidado de rezar el Rosario y lo había hecho en aquellos momentos.

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Noticias Cristianas: «Historias para amar a la Virgen. IV Parte: Historia, n.º 5».

Historias para amar, páginas 58-59

Catequesis de Benedicto XVI sobre la Inmaculada Concepción de María

La Virgen Santa, causa de nuestra alegría

Assumpta est Maria in coelum, gaudent angeli. María ha sido llevada por Dios, en cuerpo y alma, a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y entre los hombres. ¿Por qué este gozo íntimo que advertimos hoy, con el corazón que parece querer saltar del pecho, con el alma inundada de paz? Porque celebramos la glorificación de nuestra Madre y es natural que sus hijos sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la Trinidad Beatísima.

Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre. Y nosotros la recibimos, con el discípulo amado, en aquel momento de inmenso desconsuelo. Santa María nos acogió en el dolor, cuando se cumplió la antigua profecía: y una espada traspasará tu alma. Todos somos sus hijos; ella es Madre de la humanidad entera. Y ahora, la humanidad conmemora su inefable Asunción: María sube a los cielos, hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella, sólo Dios.

Misterio de amor

Misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más —si es posible hablar así— que en otras verdades de fe.

¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el mismo Amor, su poder realizó todo su querer.

Mirad cómo los cristianos han descubierto, desde hace tiempo, ese razonamiento: convenía—escribe San Juan Damasceno— que aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina. Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de Dios por todas las criaturas.

Los teólogos han formulado con frecuencia un argumento semejante, destinado a comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de gracias de que se encuentra revestida María, y que culmina con la Asunción a los cielos. Dicen:convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo. Es la explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el primer instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo libre del poder de Satanás; es hermosa —tota pulchra!—, limpia, pura en alma y cuerpo.

El misterio del sacrificio silencioso

Pero, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron, el Señor responde: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. Era el elogio de su Madre, de su fiat, del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada.

Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario.

Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos llevó una existencia normal. María es una criatura como nosotros, con un corazón como el nuestro, capaz de gozos y de alegrías, de sufrimientos y de lágrimas. Antes de que Gabriel le comunique el querer de Dios, Nuestra Señora ignora que había sido escogida desde toda la eternidad para ser Madre del Mesías. Se considera a sí misma llena de bajeza: por eso reconoce luego, con profunda humildad, que en Ella ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso.

La pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra miseria, con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto, nos sintamos movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y basta que nos esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el Señor obre cosas grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios escoge lo que vale poco, para que así brille mejor la potencia de su amor.

Imitar a María

Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. A lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y en bastantes momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos muchas veces en la Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como los hijos se parecen a su madre.

Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que El quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente. Porque no todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi Padre celestial.

Hemos de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura privilegiada de la historia de la salvación: en María, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Fue testigo delicado, que pasa oculto; no le gustó recibir alabanzas, porque no ambicionó su propia gloria. María asiste a los misterios de la infancia de su Hijo, misterios, si cabe hablar así, normales: a la hora de los grandes milagros y de las aclamaciones de las masas, desaparece. En Jerusalén, cuando Cristo —cabalgando un borriquito— es vitoreado como Rey, no está María. Pero reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de comportarse tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la santidad de su alma.

Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios.

La escuela de la oración

El Señor os habrá concedido descubrir tantos otros rasgos de la correspondencia fiel de la Santísima Virgen, que por sí solos se presentan invitándonos a tomarlos como modelo: su pureza, su humildad, su reciedumbre, su generosidad, su fidelidad… Yo quisiera hablar de uno que los envuelve todos, porque es el clima del progreso espiritual: la vida de oración.

Para aprovechar la gracia que Nuestra Madre nos trae en el día de hoy, y para secundar en cualquier momento las inspiraciones del Espíritu Santo, pastor de nuestras almas, debemos estar comprometidos seriamente en una actividad de trato con Dios. No podemos escondernos en el anonimato; la vida interior, si no es un encuentro personal con Dios, no existirá. La superficialidad no es cristiana. Admitir la rutina, en nuestra conducta ascética, equivale a firmar la partida de defunción del alma contemplativa. Dios nos busca uno a uno; y hemos de responderle uno a uno: aquí estoy, Señor, porque me has llamado.

Oración, lo sabemos todos, es hablar con Dios; pero quizá alguno pregunte: hablar, ¿de qué? ¿De qué va a ser, sino de las cosas de Dios y de las que llenan nuestra jornada? Del nacimiento de Jesús, de su caminar en este mundo, de su ocultamiento y de su predicación, de sus milagros, de su Pasión Redentora y de su Cruz y de su Resurrección. Y en la presencia del Dios Trino y Uno, poniendo por Medianera a Santa María y por abogado a San José Nuestro Padre y Señor —a quien tanto amo y venero—, hablaremos del trabajo nuestro de todos los días, de la familia, de las relaciones de amistad, de los grandes proyectos y de las pequeñas mezquindades.

El tema de mi oración es el tema de mi vida. Yo hago así. Y a la vista de esta situación mía, surge natural el propósito, determinado y firme, de cambiar, de mejorar, de ser más dócil al amor de Dios. Un propósito sincero, concreto. Y no puede faltar la petición urgente, pero confiada, de que el Espíritu Santo no nos abandone, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza.

Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas; nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso monótonos… Pues, bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes.

Este pensamiento es una realidad sobrenatural, neta, inequívoca; no es una consideración para consuelo, que conforte a los que no lograremos inscribir nuestros nombres en el libro de oro de la historia. A Cristo le interesa ese trabajo que debemos realizar —una y mil veces— en la oficina, en la fábrica, en el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio de la profesión manual o intelectual: le interesa también el escondido sacrificio que supone el no derramar, en los demás, la hiel del propio mal humor.

Repasad en la oración esos argumentos, tomad ocasión precisamente de ahí para decirle a Jesús que lo adoráis, y estaréis siendo contemplativos en medio del mundo, en el ruido de la calle: en todas partes. Esa es la primera lección, en la escuela del trato con Jesucristo. De esa escuela, María es la mejor maestra, porque la Virgen mantuvo siempre esa actitud de fe, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor: guardaba todas esas cosas en su corazón ponderándolas.

Supliquemos hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe a comprender las llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de nuestro corazón. Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que nos revela el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de los afanes de cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia.

Maestra de apóstoles

Pero no penséis sólo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean —parientes, amigos, colegas— y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor. Si se trata de personas rectas y honradas, capaces de estar habitualmente más cerca de Dios, encomendadlas concretamente a Nuestra Señora. Y pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca.

Sed leales, generosos. Formamos parte de un solo cuerpo, del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia santa, a la que están llamados muchos que buscan limpiamente la verdad. Por eso tenemos obligación estricta de manifestar a los demás la calidad, la hondura del amor de Cristo. El cristiano no puede ser egoísta; si lo fuera, traicionaría su propia vocación. No es de Cristo la actitud de quienes se contentan con guardar su alma en paz —falsa paz es ésa—, despreocupándose del bien de los otros. Si hemos aceptado la auténtica significación de la vida humana —y se nos ha revelado por la fe—, no cabe que continuemos tranquilos, persuadidos de que nos portamos personalmente bien, si no hacemos de forma práctica y concreta que los demás se acerquen a Dios.

Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir susceptibilidades. ¡Cuántas veces ese razonamiento es la máscara del egoísmo! No se trata de herir a nadie, sino de todo lo contrario: de servir. Aunque seamos personalmente indignos, la gracia de Dios nos convierte en instrumentos para ser útiles a los demás, comunicándoles la buena nueva de que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

¿Y será lícito meterse de ese modo en la vida de los demás? Es necesario. Cristo se ha metido en nuestra vida sin pedirnos permiso. Así actuó también con los primeros discípulos: pasando por la ribera del mar de Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: seguidme, y haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Cada uno conserva la libertad, la falsa libertad, de responder que no a Dios, como aquel joven cargado de riquezas, de quien nos habla San Lucas. Pero el Señor y nosotros —obedeciéndole: id y enseñad— tenemos el derecho y el deber de hablar de Dios, de este gran tema humano, porque el deseo de Dios es lo más profundo que brota en el corazón del hombre.

Santa María, Regina apostolorum, reina de todos los que suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a los demás la fe de Cristo.

Una única receta: santidad personal

El mejor camino para no perder nunca la audacia apostólica, las hambres eficaces de servir a todos los hombres, no es otro que la plenitud de la vida de fe, de esperanza y de amor; en una palabra, la santidad. No encuentro otra receta más que ésa: santidad personal.

Hoy, en unión con toda la Iglesia, celebramos el triunfo de la Madre, Hija y Esposa de Dios. Y como nos gozábamos en el tiempo de la Pascua de Resurrección del Señor a los tres días de su muerte, ahora nos sentimos alegres porque María, después de acompañar a Jesús desde Belén hasta la Cruz, está junto a El en cuerpo y alma, disfrutando de la gloria por toda la eternidad. Esta es la misteriosa economía divina: Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.

Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación; por eso la llamamos spes nostra y causa nostræ laetitiæ, nuestra esperanza y causa de nuestra felicidad.

No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo. Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El, que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa?.

En esta fiesta, todo convida a la alegría. La firme esperanza en nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo. Recordad las palabras de Cristo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, lleve su cruz cada día y sígame. ¿Lo veis? La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo. Por eso, no he querido tampoco dejar de recordaros que la alegría de la resurrección es consecuencia del dolor de la Cruz.

No temáis, sin embargo, porque el mismo Señor nos ha dicho: venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera. Venid —glosa San Juan Crisóstomo—, no para rendir cuentas, sino para ser librados de vuestros pecados; venid, porque yo no tengo necesidad de la gloria que podáis procurarme: tengo necesidad de vuestra salvación… No temáis al oír hablar de yugo, porque es suave; no temáis si hablo de carga, porque es ligera.

El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con El no cabe la tristeza. In lætitia, nulla dies sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz.

La alegría cristiana

Recojamos de nuevo el tema que nos propone la Iglesia: María ha subido a los cielos en cuerpo y alma, ¡los ángeles se alborozan! Pienso también en el júbilo de San José, su Esposo castísimo, que la aguardaba en el paraíso. Pero volvamos a la tierra. La fe nos confirma que aquí abajo, en la vida presente, estamos en tiempo de peregrinación, de viaje; no faltarán los sacrificios, el dolor, las privaciones. Sin embargo, la alegría ha de ser siempre el contrapunto del camino.

Servid al Señor, con alegría: no hay otro modo de servirle. Dios ama al que da con alegría, al que se entrega por entero en un sacrificio gustoso, porque no existe motivo alguno que justifique el desconsuelo.

Quizá estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los hombres conocen sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el sufrimiento, el cansancio, la ingratitud, quizá el odio. Los cristianos, si somos iguales a los demás, ¿cómo podemos estar exentos de esas constantes de la condición humana?

Sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria.

La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición —Monstra te esse Matrem—, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal.

La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado.

Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: he aquí que el Padre viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete.

El amor de Dios es insondable. Si procede así con el que le ha ofendido, ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel?

Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón humano —traidor, con frecuencia— es tan poca, ¿qué será en el Corazón de María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?

Ved cómo la liturgia de la fiesta se hace eco de la imposibilidad de entender la misericordia infinita del Señor, con razonamientos humanos; más que explicar, canta; hiere la imaginación, para que cada uno ponga su entusiasmo en la alabanza. Porque todos nos quedaremos cortos:apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer, vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas. El rey se ha enamorado de tu belleza. ¡Cómo resplandece la hija del rey, con su vestido tejido en oro!.

La liturgia terminará con unas palabras de María, en las que la mayor humildad se conjuga con la mayor gloria: me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas aquel que es todopoderoso.

Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo.

San Josemaría Escrivá de Balaguer: 
«La Virgen santa, causa de nuestra alegría», Es Cristo que pasa, c. 17.

Novena a la Inmaculada: La Virgen María en Adviento

Novena a la Inmaculada: La Virgen María en Adviento

La figura de María, en el pensamiento de los Padres del Concilio, se va perfilando como una visión maravillosa a través del año. Dicen explícitamente: «Todo el misterio de Cristo está ahí, desde la encarnación y la navidad, hasta la ascensión y pentecostés». Y María, en la más íntima conexión con él. María y Cristo. Dos realidades tan inseparables como lo son estas dos: Madre e Hijo.

Por eso, cuando a través del año litúrgico la Iglesia nos pone al alcance el misterio de Cristo, no puede menos de venerar «con amor especial a la Bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica del Hijo; en Ella la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente, como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» (S. L. 5, 1-3).

Nadie vivió jamás como María, en intensidad y participación, el misterio salvador. De forma que es tan imposible separarla de la cruz, resurrección, ascensión y pentecostés como lo sería de la encarnación y nacimiento del Señor. Imprescindible, pues, inseparable de Cristo en todo su misterio de salvación.

Ahora bien, según algunos liturgistas, el período más litúrgicamente mariano del año es el santo tiempo de Adviento. Empieza, en efecto, con la Inmaculada, y culmina con la Maternidad divina por Navidad. Y así lo entendían y celebraban los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia, es decir, los más conscientes y comprometidos.

Pero vinieron los tiempos de relajación y olvido. Y así como los israelitas se habían cansado del maná en el desierto y apetecían sucedáneos más gratos a sus paladares estragados… también los cristianos relajados perdieron el gusto mariano del Adviento y buscaron un sustituto más a su gusto y alcance.

Así parece que nacieron otras devociones marianas totalmente desvinculadas del tiempo litúrgico. He aquí por qué el Vaticano ll, en su Constitución sobre la Iglesia (nº. 67), nos exhorta así:

«Que todos los hijos de la Iglesia fomenten, pues, el culto sobre todo litúrgico, para con la Bienaventurada Virgen, estimen grandemente las prácticas y ejercicios de piedad para con Ella, recomendados en el transcurso de los siglos por el Magisterio». Y añade en otra parte: «Las diversas formas de piedad para con la Madre de Dios que la Iglesia ha aprobado… hacen que mientras se honra a la Madre, el Hijo… sea debidamente conocido, amado, glorificado y sean guardados sus mandamientos».

Nuestro propósito es, pues, facilitar el cumplimiento de estas normas conciliares ofreciendo lecturas, plegarias y cantos que permitan a la vez convertir en realidad, durante ese «espacio y tiempo» de Adviento, la aspiración de tantas almas: «A Jesús por María».

«El camino más corto, escribe L. Barandiaran para llegar al corazón de un hijo, es siempre, el corazón de una madre.

La recomendación de una madre: suprime las antesalas interminables en la puerta del hijo Ministro. Obtiene para su pueblo más favores que una Cámara completa de Diputados.

Para Jesús, como para todos los hijos, cada petición de la Madre: es una oportunidad actual de corresponder a los esfuerzos pasados de la Madre.

Si Cristo es «Camino» hacia el Padre, María es «Atajo» hacia Cristo.

Con María…

Por Cristo…

Al Padre.

NOVENA A LA INMACULADA EN ADVIENTO

PARA TODOS LOS DÍAS

Todas las canciones tienen enlaces.

Preces comunitarias (a elección) 

FORMULA 1

1. María, modelo de fe, Tú que creíste en la palabra del Angel, y Dios obró maravillas en Ti, aumenta en nosotros la fe, sin la cual no podemos agradar a Dios, ni salvarnos.

Ruega por nosotros.

2. María, modelo de esperanza, Tú que esperabas la venida del Redentor, y el cumplimiento de todas las promesas mesiánicas, aumenta en nosotros la esperanza.

3. María, modelo de caridad, Tú que amabas a Dios como ninguna otra criatura le ha amado, y nos amas con amor maternal, aumenta en nosotros la caridad de que tanto necesitamos.

4. María, modelo de pureza, que Dios, al hacerte Madre suya, quiso conservar íntegra tu virginidad, consérvanos siempre limpios de alma y cuerpo.

5. María, modelo de perseverancia, Tú que no volviste nunca atrás en el camino de la virtud, alcánzanos la perseverancia en la gracia de Dios, para que no perdamos nunca la amistad con Jesús.

FORMULA 2

Señora Santa María

– Para que seamos verdaderos hermanos de Jesús, Tú que fuiste Madre de la divina Gracia.

Ruega a Jesús por nosotros.

Para que nos veamos libres del pecado, Tú que fuiste siempre virgen.

– Para que seamos verdaderos apóstoles de Cristo, Tú, Reina de los Apóstoles.

– Para que nuestros padres y superiores gocen de buena salud, Tú, que eres salud de los enfermos.

– Para que aumente en nosotros el amor a Dios y al prójimo, Tú, la Hija predilecta del Padre.

PLEGARIAS (a elección)

ORACION DE LA ESPERANZA

Yo te espero, Señor, por qué te espero tanto?

No me importa que tardes;

no necesito, Señor, que vengas pronto.

Yo esperaré, te seguiré esperando.

Siempre en la noche latirán tus pasos,

cada hora más cerca de mi corazón.

Yo sé que vienes,

pero encuentras algunos cansados ya de esperar

y llamas a su puerta, te entretienes.

No tengas prisa por mí, casi mejor que tardes.

Me consuela, en la espera, saber que hay muchas almas

que reciben ahora tu visita.

No te apures por mí, yo seguiré en la noche,

sin miedo a los ladridos, sin temor a la escarcha,

esperando que llegues.

Llegarás, estás ya cerca, te oye mi corazón.

Estás ya de camino y mi luz sigue encendida.

ORACION DEL AMOR

Jesucristo, Maestro y Amigo:

Con tu vida me enseñaste el amor.

Tu mandato es mandato de amor.

Y en la tarde de la vida me examinarás del amor.

Yo siento un deseo imperioso de amor universal.

Haz, Señor: Que jamás traicione yo el amor.

Que pase por el mundo sembrando el bien.

Que todos encuentren en mí un discípulo del amor,

fiel a tu mandamiento supremo.

Amén.

MADRE DE MI JUVENTUD

Dame un corazón recio para conservar la pureza.

Dame energía viril para luchar por la justicia,

para vivir en la verdad y no traicionar el Amor.

Pido a Jesús con fe:

Dame tus ojos limpios para ver la farsa de la vida.

Dame tu corazón grande para amar de verdad a Dios en mis hermanos.

Dame tu temple de mártir para morir en la cumbre, en la cruz contigo.

A NUESTRA SEÑORA DE ADVIENTO

Madre Inmaculada, ya que estás otra vez con tu Hijo, y reinas con él en el cielo, mientras nosotros quedamos en esta tierra poblada de precarias alegrías y de preocupaciones cada vez mayores, ayúdanos a hacer de este tiempo de Adviento una espera eficaz que nos santifique y nos consagre al servicio del prójimo. No se aguarda cruzado de brazos al Señor. La acción y la oración deben llenar nuestra vida. Y cuando llegue nuestra hora y tengamos que atar nuestra gavilla para presentarla al Señor: Madre, quédate a nuestro lado.

Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

A NUESTRA SEÑORA DE LA SENCILLEZ

Señora, que no tengamos miedo a fracasar;

y que nuestras equivocaciones no nos asusten;

que obremos siempre con sinceridad y humildad;

que no nos creamos mejores que los mayores

y que reconozcamos nuestros yerros;

que seamos arriesgados

y al mismo tiempo apoyemos nuestras manos

en la de nuestros mayores;

que encontremos a Cristo, camino, verdad y vida,

y nos arrojemos en sus brazos sin miedo.

Que nuestra juventud se desborde

enriqueciendo la Iglesia de nuestros padres.

PARA CADA DÍA

1. Peregrinos de la esperanza

Iglesia Santa, Pueblo peregrino,

en marcha hacia el Señor.

El peregrino es, por definición, un hombre que pasa.

Su característica fundamental es vivir siempre en marcha.

Y, mientras marcha, llevarse colgados de su retina muchos paisajes, de su pensamiento muchos recuerdos y de su corazón muchos afectos.

Pero sin instalarse, sin quedarse nunca definitivamente.

Siempre hay en sus ojos la luz de una nueva ilusión y en su corazón la urgencia de un nuevo amor que le empujan y le hacen viajero infatigable de todos los caminos.

Así el cristiano.

Un hombre que peregrina hacia Dios por las rutas de la vida.

Llevándose las cosas en el pensamiento y en el amor, pero sin instalarse en ellas, sin esclavizarse por ellas.

Solamente anclado en Dios que es todo para él: El Camino que le lleva. La Verdad que le ilumina. La Vida que le moviliza..

El mensaje de unos peregrinos

Cuatro jóvenes universitarios salmantinos, de la residencia Covadonga, se propusieron caminar desde Lourdes a Santiago de Compostela, con motivo del año jubilar compostelano de 1970. Estos muchachos, todo corazón, que peregrinaron en busca de la esperanza, camino del Pórtico de la Gloria, invitaron a todos los jóvenes españoles a que se les unieran en el camino.

A las preguntas del periodista contestaron:

-¿Por qué desde Lourdes y no de Salamanca?

-Porque nuestra peregrinación es doble: real y simbólica. Es real en cuanto que andaremos mil kilómetros, y es simbólica porque queremos que con nosotros peregrinen espiritualmente los que no pueden hacerlo y porque la salida de Lourdes la haremos de noche, inmediatamente después de la procesión de las antorchas, y llegaremos a Santiago al amanecer. Queremos escenificar el paso de la luz a las tinieblas… y dejar nuestro mensaje en cien pueblos del camino.

-¿En qué consiste ese mensaje?

-Nuestro mensaje es un grito de esperanza. Queremos que llegue a todos los hombres para arrancarles del materialismo en que nos encontramos metidos. Queremos escarbar entre los escombros de tanto egoísmo y no descansar hasta encontrar la cruz de Cristo. Si la hallamos habremos descubierto el amor y entonces es que ha nacido el hombre nuevo.

-Luego ¿vuestra peregrinación es totalmente espiritual? ¿No tiene otro hálito que la anime?

-Aunque lo espiritual es lo principal, también tiene un carácter cultural, ya que el camino de Santiago es el camino del románico. Tiene además un carácter humano, como es entrar en contacto con gentes de distintos puntos de España.

-¿Y qué esperáis conseguir?

-Esperamos conseguir que la gente camine con ilusión durante la larga peregrinación de su vida.

-¿Y qué garantía de éxito tenéis?

-San Pedro estuvo echando la red toda la noche y no consiguió sacar una sola pieza, pero bastó que Cristo se lo ordenase para que la carga fuese excesiva.

La respuesta no pudo ser más convincente.

CONSIGNA

Peregrinemos también nosotros, durante estos nueve días, en compañía de Nuestra Señora de la Esperanza, la Virgen Inmaculada,

– luchando contra el materialismo en que nos encontramos metidos,

– y contra el egoísmo que nos domina,

hasta encontrar a CRISTO, nuestra única Esperanza.

Caminemos con Ella, lenta, sosegadamente. Hagamos en silencio este largo camino en su grata compañía, donde Ella sale al encuentro de su Dios para recibirlo y darlo al mundo, asociada a sus alegrías, a sus sufrimientos, a su muerte, mas también asociada a su eterna victoria.

No sueñes;

vive tu vida

como peregrino

que busca lo eterno,

porque la grandeza del hombre

es la esperanza de lo infinito.

Pablo VI en las calles de Bombay

El hombre de hoy tiene una sensibilidad especial (¿no es el Espíritu quien se la da?) para descubrir a través del prójimo que se le entrega, que sale a su encuentro, que le ayuda a empujar la rueda del progreso, que sufre y espera con él; lo demuestra aquella anécdota encantadora, de sabor bíblico que contó un gran rotativo internacional con motivo del viaje de Pablo VI a la India.

El Papa, peregrino, uno más en la calle de los hombres, no en los caminos de Emaús, pero sí en la plaza de Bombay cruzó su mirada con una mujer que se acercó a saludarle: «Mujer, ¿de qué religión eres?», le pregunta Pablo VI. Y ella, quién sabe en medio de qué soledad del alma, de qué laborío interior, de qué problemas de conciencia, de qué luz misteriosa, fundiendo su mirada en la luz prodigiosamente caliente de la mirada metálica de Pablo VI, y leyendo quién sabe qué cosas en aquella luz, y sintiéndose electrizada quién sabe por qué corriente del espíritu mientras el Papa estrechaba sus manos pobres y rugosas, rompiendo a llorar ante el profeta de Roma exclamó: «Ahora ya no lo sé».

Pablo VI, convertido en peregrino, en compañero, en hermano y amigo, en ternura humana y comprensión divina descubrió ante aquella mujer una presencia nueva que rompía todos sus esquemas. Acababa de revelarle a CRISTO.

Juan Arias, El Dios en quien no creo, p. 36-37.

CANTO DE MEDITACIÓN

Preparad los caminos

para el río que sube

por las voces de todos,

preparad los caminos

para el pueblo que sube

y está abriendo los ojos.

Para la gran crecida que se acerca,

cada surco sin aguas

es siempre un surco bueno.

A quien no tenga sed,

ni se le dice para qué sirve el agua

y todo su secreto.

Preparad vuestras manos

para hacer sitio al fruto

que sembró vuestro esfuerzo.

Preparad vuestras manos

y seguid los latidos

y el sentir de los pueblos.

Para la gran crecida que se acerca

se requieren mil hombros

unidos en esfuerzo.

La dicha abundará en los hogares

y hasta Dios hecho hombre

vendrá a nuestro encuentro.

Del disco Aquí en la tierra.

2. María, aurora de Cristo

El hijo engendrado en tus entrañas

será santo, llamado Hijo de Dios.
Lc 1, 35.

La fiesta de la Inmaculada, en pleno Adviento, es como la Aurora que anuncia la próxima llegada del Sol divino. María nos dio a Cristo y sigue llevándonos a él. Sigue siendo Puerta y Camino.

Por tanto, el Señor está cerca, la verdad. En sentido espacial y temporal. Está muy cerca. Además, en sentido temporal está igualmente muy próximo. Viene en cada coyuntura de nuestra vida. Todo cuanto nos acontece es una venida suya, porque es un mensaje que nos envía, una exhortación, cada vez más apremiante, a la penitencia, a la alegría, al amor. La comida, el trabajo, el sueño, la hora de oír música o de recibir la correspondencia. En todo momento, Dios llega.

Pero también tiene sus visitas particulares. La comunión diaria, la misa del domingo, la muerte de cada uno, esa definitiva y gran visita del Señor. La vida no es más que esperar a Dios «hasta que venga» (Jn 21, 22).

REFLEXIÓN

María nos enseña a ver a Dios en los «acontecimientos».

Es un hecho que nada sucede sin el beneplácito de Dios, y que Cristo se nos acerca en el mundo. Si tenemos fe veremos la mano de Dios (como María a lo largo de su vida) en todos los acontecimientos, grandes o pequeños, en los que nos vemos insertos, incluso en los que nos alcanzan tan sólo por la información de la prensa, radio o televisión: el tiempo que hace, el estado de salud, los éxitos o fracasos, un accidente, los resultados deportivos, etc.

Estos acontecimientos notables o menudos, muchas veces nos darán a conocer incluso un mensaje especial de Dios: Por qué ha querido Dios tal cosa? Por qué ha permitido tal catástrofe, etc. ?

Otras veces no escucharemos ningún mensaje. Será sólo eso: el ver la mano de Dios detrás de los acontecimientos; en paz serenamente, como el niño que ve actuar a su madre, y se calla; le basta saber que su madre está cerca y que le ama.

María no se aparta de nosotros. Debe ser nuestra compañera en la entrega, pues sin su ayuda maternal ningún progreso haríamos ni en el amor ni en la vida.

SÚPLICA A MARIA

Señor, por lo que te hice sufrir y porque ya no quiero apartarme de Ti…

Concédeme, Madre:

Un poco de tu nieve para mi barro.

Un poco de tu luz para mi noche.

Un poco de tu paz para mi lucha.

Un poco de tu fe para mi duda.

Un poco de tu alegría para mi pena.

Un poco de tu amor para mi odio.

Un poco de tu agua para mi sed.

Un poco de tu vida para mi vida.

Un poco de tu Hijo… para tu hijo.

Un poco de Ti… para mí.

Amén.

3. Esperando al Señor

Esperar a Dios es esperar en Dios. La esperanza es una hermosa y misteriosa conciliación de dos persuasiones. Por una parte, nuestra convicción de que somos siervos inútiles, incapaces de cualquier movimiento, y que debemos esperarlo todo de Dios, incluso a Dios mismo, que no es más que un don de sí.

Por otra parte, la convicción de que somos trabajadores útiles, en cuanto que nuestra cooperación es indispensable para que Dios nos salve. En definitiva, lo esperamos todo de un Dios que ha tenido a bien fijarnos una tarea y otorgar a esta tarea un valor.

La esperanza en Dios aumenta con los milagros, pero se purifica cuando el milagro no se realiza. La esperanza crece entonces y se purifica y se hace más auténtica, cuando vemos que aquel que no ha sido curado bendice a Dios por no haberlo curado. «Porque me has visto, dijo Jesús a Tomás, has creído. Bienaventurados los que creyeron sin haber visto» (Jn 20, 29).

La esperanza no puede ser el cómodo resultado de un milagro agradable. Es una virtud y, como tal, exige esfuerzo continuo. Un diario combate contra las fuerzas del mal, que amenazan infiltrarse por dos portillos: la presunción y la desesperación.

REFLEXIÓN

Los pobres esperan con facilidad: es un favor que les ha hecho el Señor, ya que les ha negado otros. Un favor que vale por todos. Los pobres esperan. En El concretamente o en algo o alguien que no saben precisar. Pero esperan. Ya es más fácil rectificar la esperanza que inventarla, y mucho más fácil que declararla necesaria cuando no se admite siquiera su conveniencia.

El secreto de saber esperar está en los pobres, en los sencillos, en los humildes. Humildad es también saber aceptar todo género de mediación. La humildad de ir a Jesús por Maria, reconociendo nuestra necesidad de senderos cortos y amables. «Ir a Dios por María -confiesa Neubert- es ejercitar un acto de humildad. Un sabio que sigue, en su misal, el oficio litúrgico, puede ser un cristiano muy humilde, pero puede también no ser más que un diletante, lleno de sí mismo. En cambio, un sabio que desgrana su rosario ante una estatua de la Virgen es de seguro un alma humilde».

CANTO DE MEDITACIÓN

Cuando el pobre nada tiene y aún reparte,

cuando un hombre pasa sed y agua nos da.

Cuando el débil a su hermano fortalece,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando un hombre sufre y logra su consuelo.

Cuando espera y no se cansa de esperar.

Cuando amamos aunque el odio nos rodea,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando crece la alegría y nos inunda,

cuando dicen nuestros labios la verdad,

cuando amamos el sentir de los sencillos,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando abunda el bien y llena los hogares,

cuando un hombre donde hay guerra pone paz,

cuando hermano le llamamos al extraño,

va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Del disco Aquí, en la tierra.

4. El camino que conduce a Belén

Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que escucha diga:
Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la vida.
Apoc 22, 17.

Navidad, es decir, el encuentro con el Señor será exactamente lo que cada uno haya querido de antemano. Es como una fuente infinita, y de ella se toma el agua que cabe en la vasija que llevamos cada uno, un dedal, una jarra mediana, un cántaro muy grande. Dicho limpiamente, las gracias y dulzuras y auxilios que la Navidad reporta han de guardar proporción directa con la generosidad de nuestras disposiciones, con el vacío que hagamos dentro de nosotros mismos, con las veces que hayamos dicho a Dios: «Ven, Señor Jesús».

Por parte de El, no hemos de vernos defraudados. Por su parte, la casa es riquísima y admirablemente aparejada y su voluntad de dar no tiene límites. No tiene otros límites que nuestra limitada capacidad, limitada por nuestra condición de criaturas y, más tristemente, por la exigua medida de nuestro amor, tan corto, tan flaco. Como es hoy nuestro Adviento será mañana nuestra Navidad.

REFLEXIÓN

Nuestra vida no es más que un Adviento, una espera, un camino que urge recorrer o adecentar. Dios está ya muy cerca. A la vuelta de cualquier esquina nos lo vamos a encontrar. Y mientras vamos andando, nos acompaña Nuestra Señora de la Expectación. No habla mucho -¿para qué milagros?-. Sólo nos coge de la mano alguna vez, cuando nos ve más cansados o nos quedamos mirando las huertas que bordean el camino. Tal vez, incluso, llegue a decirnos: «Ya falta poco».

CANTO DE MEDITACIÓN

A Belén se va y se viene

caminando;

a Belén se va y se viene

preguntando.

A Belén nadie va solo:

el camino es nuestro hermano.

A Belén se va y se viene

por caminos de alegría

y Dios nace en cada hombre

que se entrega a los demás.

A Belén se va y se viene

por caminos de justicia

y en Belén nacen los hombres

cuando aprenden a esperar.

Navidad es un camino

que no tiene pandereta

porque Dios resuena dentro

de quien va en fraternidad.

Navidad es el milagro

de pararse a cada puerta

y saber si nuestro hermano

necesita nuestro pan.

Navidad es un camino

que no tiene más estrella

que alumbrar al extravío

del que olvida a los demás.

Navidad es el milagro

de llegar a la evidencia

de que Dios sigue naciendo

en quien vive sin hogar.

Del disco Aquí, en la tierra.

5. El Señor vuelve

El Verbo se hizo hombre, y habitó entre nosotros.
Jn 1, 14.

Cristo se hizo hombre gracias al «fiat» de la Virgen Inmaculada, hace casi dos mil años. Pero Cristo vuelve a encarnarse todos los días, en unos centímetros de pan blanco que el sacerdote tiene entre los dedos. Después va a cada alma, como regalo y sustento. Pero hay que disponer el alma. Hay que preparar los caminos del Señor.

Existen dos símbolos en ascética, aparentemente contrarios, pero en el fondo idénticos, como dos luces arrojadas desde distintos ángulos para alumbrar una misma tarea.

Uno es el del camino que hay que preparar para que Dios llegue con ánimo propicio. Toda la liturgia de Adviento es un quehacer de preparación, una exhortación ardorosa a enderezar caminos. Todo hoyo será rellenado, toda eminencia rebajada, los trechos torcidos sometidos a rectificación y los ásperos convertidos en accesos llanos y cómodos. Porque el Señor está cerca. El es «el que ha de venir» (Apoc 4, 8).

El otro símbolo es el del camino que el alma no ha de arreglar, sino recorrer, en su trayectoria vocacional hacia Dios. La santificación es «progreso» o adelantamiento. El hombre que va de paso ha de enderezar la «conducta», ha de renacer en Cristo, es «viador».

En este símbolo, el alma actúa como caminante, mientras que en el primero desempeña funciones de caminero. Es igual. En el fondo, disponerse para el encuentro con Dios, que, de cualquier modo, está cerca. Esperarlo en vigilia, esperarlo sin sueño. Andar el camino o preparar el camino: siempre, una actuación. Esperar en activo. Es lo que añade la esperanza sobre la simple espera.

REFLEXIÓN

En síntesis, debemos preparar el camino y recorrerlo, y para ello nada mejor que acudir a la Virgen que siempre nos lleva y nos da a Cristo.

CANTO DE MEDITACIÓN

¿CUANDO VENDRÁS?

¿Cuándo vendrás, Señor,

cuándo vendrás?

¿Cuándo tendrán los hombres

la libertad?

Nos dicen que mañana, y nunca llegas,

nos dicen que ya estás y no te vemos,

dicen que eres amor, y nos odiamos,

dicen que eres unión: vamos dispersos.

No es tu reino, Señor,

la tierra no es tu reino.

Si nosotros salimos a la vida

partiendo nuestro pan con el hambriento, rompiendo piedra a piedra, las discordias,

poniendo el bien en todos tus senderos,

la tierra empezará, Señor,

a ser tu reino.

Ddel disco Aquí, en la tierra.

6. Esperando a Cristo, con María

Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo,
espera en el Señor.

Sal 26, 22.

El cristiano aguarda la vuelta del Señor. Que venga a primera hora, o a la hora undécima, hay que estar siempre preparado para recibirle, ceñida la cintura y con la lámpara encendida en la mano (Lc 12, 30)

El Señor ha de venir para todo el mundo en el último día, sea al fin del mundo, sea a la hora de la muerte. Pero también llega a cada momento, exigiendo de todos nosotros mayor generosidad, mayor dedicación, más amor. La última acogida no hará más que resumir las anteriores.

El Salvador se prepara siempre a nacer para un pueblo, para una raza, para una época, para una civilización. Renace continuamente la Navidad en la tierra, porque los hombres que han pecado aguardan siempre la Buena Nueva.

Y Jesús llama sin cesar a la puerta de las almas, esperando que le abran (Ap 3, 20).

María esperaba siempre a Jesús, sin ansiedad, es cierto, pero con un inmenso deseo de volver a ver su rostro.

Sea a la hora que sea: a la mañana, a la tarde o al anochecer, su maternal corazón estaba siempre dispuesto a recibirle, a compartir sus cuidados y sus alegrías, a consolarlo por la ingratitud, la estulticia o la maldad de los hombres.

Su vida está íntimamente ligada a la suya. Su destino está calcado sobre el suyo.

INVOCACIÓN

María, desde tu más tierna infancia tú lo has aguardado. Los libros sagrados te lo habían anunciado. Israel, tu patria natural, esperaba al Mesías que pondría fin a sus pruebas y haría resucitar sus pasadas glorias. Pero icuánto malentendido, cuánta ilusión había en esta esperanza.

Unos soñaban en un jefe guerrero que echaría fuera a los detestables romanos, otros hacían votos por aquel que haría desaparecer la desigualdad social. Eran muy pocos «los pobres de Israel» que leían la Biblia con ojos limpios, los que sabían que el único mal aborrecible de veras era el pecado.

Madre, Tú estabas entre éstos, con Simeón, con Ana y con tantos otros que no ha mencionado el Evangelio.

Y hete aqui que un buen día, en Nazaret, el Señor llama a tu puerta. Un ángel te participa un mensaje increíble: Dios te ha escogido para ser la Madre de su hijo. De antemano tu voluntad está de acuerdo con la de Dios: «He aquí la Esclava del Señor».

Sin duda el Padre celestial te honra enormemente, pero ya presientes el precio de tal honor.

Qué importa. Brota el «fíat» de tus labios sin reserva ni reticencia. Luego, como todas las madres, debiste haber experimentado un sobresalto indecible al sentir que latía en tu seno otro ser, carne de tu carne, que sería al mismo tiempo tu hijo e Hijo del Altísimo.

Con qué regocijo, con qué amor preparaste las mil cosillas necesarias para el nacimiento de un Niño indefenso por completo. Los pañales, la cuna… y cada día, con más amor y mayor generosidad.

CANTO DE MEDITACIÓN

Lo esperaban como rico

y habitó entre la pobreza;

lo esperaban poderoso

y un pesebre fue su hogar.

Esperaban un guerrero

y fue paz toda su guerra;

lo esperaban rey de reyes

y servir fue su reinar.

Lo esperaban sometido

y quebró toda soberbia;

denunció las opresiones,

predicó la libertad.

Lo esperaban silencioso:

su palabra fue la puerta

por donde entran los que gritan

con su vida la verdad.

Del disco Aquí, en la tierra.

7. María, la deseada de las naciones

Una gran señal fue vista en el cielo: una Mujer vestida del sol.
Apoc 12, 1.

El séptimo ángel tocó la trompeta, y sonaron grandes voces en el cielo… y se abrió el templo de Dios, que está en el cielo, y fue vista el arca de la alianza en el templo, y se produjeron relámpagos, y voces, y truenos, y temblor de tierra, y fuerte granizada.

Y una gran señal fue vista en el cielo: una Mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas, la cual llevaba un Hijo en su seno, y clamaba con los dolores del parto y con la tortura de dar a luz.

Y otra señal fue vista en el cielo, y he aquí un dragón grande, rojo, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas: y su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó a la tierra. Y el dragón se ha apostado frente a la Mujer, que está para dar a luz, para poder, en cuanto dé a luz, devorar a su Hijo.

Y dio a luz un Hijo varón, destinado a regir todas las gentes con vara de hierro; y fue arrebatado su Hijo, llevado a su trono (y derrotado el dragón). Y la Mujer (puesta a salvo de los asaltos del dragón) huyó al desierto, donde tiene lugar preparado por Dios, para siempre. (Apoc 11, 15, 19; 12, 1-6).

REFLEXIÓN

María es la mujer del Apocalipsis, la nueva Eva, la corredentora.

Algunos hombres desprecian todavía a la mujer.

Algunas mujeres lamentan su feminidad y reclaman una «misión», que es sólo una «misión» artificial de lo que ellas creen que constituye los privilegios del hombre.

Sí; hombres y mujeres son iguales en dignidad pero diferentes y complementarios.

Para el cristiano hay igualdad absoluta en la dignidad del hombre y de la mujer:

  • uno y otra son criaturas de Dios,
  • uno y otra fueron redimidos por Cristo,
  • uno y otra son hijos de Dios,
  • uno y otra están llamados al mismo destino sobrenatural.

Pero la mujer debe, en el mundo de la eficacia material y también en el de la injusticia y la crueldad, ser testimonio del poder de la ofrenda y del amor redentor.

La mujer está hecha para «llevar» y dar vida. Ella lleva el don del hombre, el hijo, y sólo llega a su logro pleno en la maternidad.

Ella debe, en el mundo actual, reino de la materia todopoderosa, llevar y engendrar «lo humano».

PLEGARIA

Señor: Hoy vengo a rezarte, sencillamente, la oración de la mujer, de ese misterioso ser tan igual y tan distinto del varón, del que se ha dicho tanto, tan bien y tan mal.

Si está en lo cierto Ludwig Borne, al decir que «la incesante aspiración de la mujer es inspirar amor», haz que tenga también razón al escribir: «La mujer es para el hombre un horizonte donde se unen el cielo y la tierra».

No sé si los defensores del feminismo estarán de acuerdo con la primera parte de la máxima de Chamfort: «Las mujeres tienen en el cerebro una célula de menos»; pero, sin duda, admitirán la segunda: «y, en el corazón, una fibra de más». Haz que la empleen siempre bien.

Señor, quisiera que tuviera razón Geoffrey Chaucer, cuando asegura: «¿Qué hay mejor que la sabiduría? La mujer. Y ¿qué hay mejor que una buena mujer? Nada». Entonces sería verdad la afirmación de Goethe: «El eterno femenino nos guía siempre hacia lo alto».

Deseo, Señor, que todas las mujeres tomen como ideal la frase de Plauto: «Prefiero que digan que soy una mujer buena, que no una mujer dichosa». Así ellas como los hombres serían más felices.

Romain Roland piensa que «los hombres hacen las costumbres, pero las mujeres hacen a los hombres». Ante esta responsabilidad enorme, te ruego que todas ellas mediten la sentencia de León Bloy: «Cuanto más santa es una mujer, es más mujer». Así, los hombres serían mejores.

8. Verdadera devoción a María

«Si hubiera menos beatería y más cristianismo, se arreglarían muchos problemas».
Bernadette Devlin.

Tal vez, a ciertas personas les suene a despropósito de enfant terrible esta frase; sin embargo, su sinceridad no tiene nada de reprochable, ya que la beatería no es auténtica religiosidad, sino sólo una caricatura de lo que debe ser el culto debido a Dios.

Beatería es confundir la devoción, que significa dedicación, entrega, con una serie de pequeñas devociones sin compromiso alguno para quienes las practican. Y cristianismo significa donación generosa a los intereses de Dios por encima de nuestros gustos, incluso piadosos.

Beatería es camuflar la verdadera religión, que significa atadura, ligazón, tras la cortina de humo de ciertas prácticas devotas, compatibles con la libertad del propio egoísmo. Y cristianismo quiere decir ligadura a los problemas del hombre vivo en quien palpita Dios.

Beatería es olvidar que piedad significa misericordia, que es actitud cordial ante la miseria, huyendo de las miserias del mundo en la presencia de Dios. Y cristianismo es acordarse de que Dios se encarnó para compartir misericordiosamente la miseria material y moral del hombre.

Por eso, Señor, también yo creo que «si hubiera menos beatería y más cristianismo, se arreglarían muchos problemas».

REFLEXIÓN

¿Cultivas tu devoción a la Madre con la ingenua espontaneidad de un menor de edad?

El amor a las madres está tejido de pequeñas e inocentes sorpresas filiales, hecho de besos espontáneos, de confidencias gozosas y tristes, de inofensivas bromas.

¿Vives tu devoción a la Virgen en clima de hogar?

No olvides que un hijo, a pesar de los años y de la representación social es, siempre, un niño de pantalón corto para su madre.

Y María es tu Madre. En San Juan todos quedamos comprometidos a cuidar de Ella.

¿Cómo cumples tu compromiso filial?

CANTO DE MEDITACION

TIEMPO DE DESPERTAR

Mirad al suelo, corred la voz

de que en los hombres está el Señor.

No hagáis castillos para soñar,

pues cada día tiene su afán.

Cristianos que habitáis el siglo veinte;

dejad ya de esconderos entre rezos,

hablad menos de Dios, mostradlo en obras:

son las obras medida de lo cierto.

Dejad en vuestras casas las palabras

y hablad con el lenguaje de los hechos;

hoy los golpes de pecho no convencen,

hoy no se puede estar mirando al cielo.

Del disco Aquí, en la tierra.

9. Con María, hasta el fin

Los que me honran, obtendrán la vida eterna.

Eclo 24, 31.

La verdadera devoción a María que, según el Vaticano II, consiste en «conocer, amar e imitar sus virtudes», constituye una de las mayores señales de predestinación que pueden encontrarse en una determinada persona; entre otros motivos porque:

1º. Dios ha dispuesto que todas las gracias que han de concederse a los hombres pasen por María, como Mediadora y Dispensadora universal de todas ellas. Por lo mismo, el verdadero devoto de María entra en el plan salvífico de Dios, que lo ha dispuesto libremente así. Y, por el contrario, el que se aparta voluntariamente de María, se aparta, por lo mismo, del plan divino de salvación.

2º. La devoción a María es necesaria para la salvación de todos los que conocen la existencia de María y saben que es obligatoria la devoción a Ella. Ahora bien, el verdadero devoto de María cumple esta obligación y muestra, por lo mismo, que está en camino de salvación, a la que llegará infaliblemente si no abandona esta devoción salvadora. Por el contrario, como dice Juan XXIII, «quien, agitado por las borrascas de este mundo, rehúsa asirse a la mano auxiliadora de María, pone en peligro su salvación».

Y el Rosario es, sin discusión alguna, la más excelente de las devociones marianas, como consta por el testimonio de la misma Virgen, el Magisterio de la Iglesia y su contenido teológico.

REFLEXIÓN

El Rosario es un collar de cincuenta perlas… un piropo.

El piropo más bello y selecto que jamás oyó una mujer.

Piropo purísimo de Dios a la más pura mujer, cincuenta veces repetido en cada rezo.

No le niegues, a tu Madre, ni el collar, ni el piropo: que si ellos son su debilidad, ellos serán, para ti, tu fortaleza.

Explota, pues, el punto flaco de la Virgen.

Y mientras dialogas con la Madre y el Hijo, comparte con ellos las alegrías, los dolores y los gozos de cada jornada.

Y ellos harán… más hondas tus alegrías, más leves tus dolores y más puros tus gozos.

* * * * *

Tú que esta amable devoción supones

monótona y cansada y no la rezas

porque siempre repite iguales sones…

Tú no entiendes de amores y tristezas:

¿qué pobre se cansó de pedir dones?

¿qué enamorado de decir ternezas?

E. Menéndez Pelayo.

CANTO DE MEDITACIÓN

Sólo al final del camino

las cosas claras verás:

la razón de vivir

y el porqué de mil cosas más,

al mirar hacia atrás

cuando llegues comprenderás.

Busca en las cosas sencillas

y encontrarás la verdad;

la verdad es amor,

lo demás déjalo pasar.

Solamente el amor,

con el tiempo no morirá.

Al fin del camino, se harán realidad

los sueños que llevas en ti.

-Si en todo momento, en tu caminar,

la vida has llenado de amor y verdad,

al fin del camino podrás encontrar,

el bien que esperaste sentir;

olvida el pasado, pues no volverá,

conserva el amor que hay en ti.

Al fin del camino habrá un despertar,

de nuevo volver a vivir.

-Si en todo momento, en tu caminar,

la vida has llenado de amor y verdad,

al fin del camino en ti llevarás,

la fe y la ilusión de vivir:

tus sueños de siempre serán realidad

en un mundo nuevo y feliz.

Tus sueños de siempre serán realidad

si llenas tu vida de amor y paz

en tu mundo nuevo y feliz.

Canción de Tony Luz, en la voz de Karina

* * * 

Santa María, Tú eres nuestra esperanza en los trabajos por Cristo y la Iglesia.

Tú eres nuestra esperanza en nuestras empresas y proyectos.

Tú eres nuestra esperanza en las horas de dolor y angustia.

Tú eres nuestra esperanza en los momentos de alegría.

María, que seas nuestra esperanza ahora y en la hora de nuestra muerte.

Santa María de la Esperanza,

ruega por nosotros a Dios.

Fuente: Mercaba.org

*  *  *

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