El valor de la vida: Raíz de la violencia contra la vida

El valor de la vida: Raíz de la violencia contra la vida

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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CAPÍTULO I. LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MÍ DESDE EL SUELO


ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA

«Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8): Raíz de la violencia contra la vida

7. «No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera… Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).

El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín: «Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8).

Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.

Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.

«Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: «¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar».

Caín dijo a su hermano Abel: «Vamos afuera». Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.

El Señor dijo a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel?». Contestó: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?». Replicó el Señor: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra».

Entonces dijo Caín al Señor: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará».

El Señor le respondió: «Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces». Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén» (Gn 4, 2-16).

8. Caín se «irritó en gran manera» y su rostro se «abatió» porque el Señor «miró propicio a Abel y su oblación» (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: «Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar» (Gn 4, 7).

Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, «la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes».

El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco «espiritual» que agrupa a los hombres en una única gran familia donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco «de carne y sangre», por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.

En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que «era homicida desde el principio» (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: «Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano» (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.

Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gn 4, 9). «No sé». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?»: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.

9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de «pecados que claman venganza ante la presencia de Dios» y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario. Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, «la sangre es la vida» (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.

Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de «jardín de Edén» (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser «país de Nod» (Gn 4, 16), lugar de «miseria», de soledad y de lejanía de Dios. Caín será «vagabundo errante por la tierra» (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.

Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, «puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara» (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: «Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (…) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte».

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: Raíz de la violencia contra la vida

El valor de la vida: En comunión con todos los obispos del mundo

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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EN COMUNIÓN CON TODOS LOS OBISPOS DEL MUNDO

5. El Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a toda la familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.

Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un documento al respecto. Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.

En la misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la Encíclica Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular analogía: «Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos».

Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.

La presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!

¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!

6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.

Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando idealmente la Carta dirigida por mí «a cada familia de cualquier región de la tierra», miro con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como «santuario de la vida».

A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: Raíz de la violencia contra la vida

El valor de la vida: Nuevas amenazas a la vida humana

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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NUEVAS AMENAZAS A LA VIDA HUMANA

3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).

Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.

Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador».

4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias.

En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones.

El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana.

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: Raíz de la violencia contra la vida

El valor de la vida: Valor incomparable de la persona humana

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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VALOR INCOMPARABLE DE LA PERSONA HUMANA

2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad «última», sino «penúltima»; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.

La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor, tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.

Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.

La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este valor y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este «evangelio», fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.

Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia.

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


El valor de la vida: Raíz de la violencia contra la vida

El valor de la vida: Introducción e Índice general

2258 La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

Catecismo de la Iglesia Católica

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Carta Encíclica Evangelium Vitae del Sumo Pontífice Juan Pablo II a los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, a los fieles laicos y a todas las personas de buena voluntad sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana.


INTRODUCCIÓN

1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.

En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta «gran alegría»; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).

Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida «nueva» y «eterna», que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa «vida» donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.


ÍNDICE GENERAL

El valor de la vida: Introducción e índice general

INTRODUCCIÓN

El valor de la vida: Valor incomparable de la persona humana

El valor de la vida: Nuevas amenazas a la vida humana

El valor de la vida: En comunión con todos los obispos del mundo

CAPÍTULO I. LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MÍ DESDE EL SUELO

ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA

El valor de la vida: Raíz de la violencia contra la vida

El valor de la vida: eclipse del valor de la vida

El valor de la vida: una idea perversa de libertad

El valor de la vida: eclipse del sentido de dios y del hombre

El valor de la vida: signos de esperanza y llamada al compromiso

CAPÍTULO II. HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA

MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA

El valor de la vida: la mirada dirigida a cristo, «palabra de vida»

El valor de la vida: el don de la vida eterna

El valor de la vida: veneración y amor por la vida de todos

El valor de la vida: responsabilidades del hombre ante la vida

El valor de la vida: la dignidad del niño aún no nacido

El valor de la vida: la vida en la vejez y en el sufrimiento

El valor de la vida: de la ley del Sinaí al don del Espíritu

El valor de la vida: en el árbol de la cruz se cumple el evangelio de la vida

CAPÍTULO III. NO MATARÁS

LA LEY SANTA DE DIOS

El valor de la vida: Evangelio y mandamiento

El valor de la vida: la vida humana es sagrada e inviolable

El valor de la vida: el delito abominable del aborto

El valor de la vida: el drama de la eutanasia

El valor de la vida: ley civil y ley moral

El valor de la vida: «promueve» la vida

CAPÍTULO IV. A MÍ ME LO HICISTEIS

POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA

El valor de la vida: el pueblo de la vida y para la vida

El valor de la vida: anunciar el evangelio de la vida

El valor de la vida: celebrar el evangelio de la vida

El valor de la vida: la familia «santuario de la vida»

El valor de la vida: para realizar un cambio cultural

El valor de la vida: el evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres

CONCLUSIÓN

El valor de la vida: la maternidad de maría y de la iglesia

El valor de la vida: la vida amenazada por las fuerzas del mal

El valor de la vida: esplendor de la resurrección

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Carta Encíclica Evangelium Vitae


Dos filmes sobre las apariciones de la Virgen en Lourdes

Dos filmes sobre las apariciones de la Virgen en Lourdes

En 1858 Lourdes era un pueblecito desconocido, de unas cuatro mil almas. Simple capital de partido judicial, tenía su juzgado de paz, su tribunal correccional y hasta un pequeño destacamento de gendarmería. Esto y un mercado bastante concurrido era lo único que le daba un poco de superioridad sobre los demás pueblecillos de los alrededores, perdidos, como él, en las estribaciones de los Pirineos.

Poco tiempo antes, un célebre escritor, Taine, garabateó en su cuaderno de viaje esta apresurada nota: «Cerca de Lourdes, las colinas se vuelven rasas y el paisaje se entristece. Lourdes no es más que un amasijo de tejados sucios, de una melancolía plúmbea, amontonados junto al camino». Fue injusto. Hoy admiramos en Lourdes algo que no ha podido cambiar desde entonces; la belleza de su paisaje. El jugoso verde de las orillas del Gave, las perspectivas maravillosas de los Pirineos nevados, la airosa construcción del castillo dominando toda la villa… y hasta las callejuelas, empinadas algunas de ellas, no exentas de una cierta gracia pirenáica.

Si el paisaje no ha cambiado, la población en cambio se ha transformado por completo. El pueblecillo, entonces ignorado, es hoy conocido en todo el mundo. Sin sombra de duda se puede asegurar que Lourdes es, de toda Europa, el punto por el que pasan un mayor número de personas. Es cierto que otros le superan en cuanto al arte de retenerlas mucho tiempo. El flujo y reflujo de Lourdes durante la época de las peregrinaciones no conoce descanso y es algo único e impresionante. De aquí el nacimiento de una nueva ciudad, la de los hoteles y las tiendas de recuerdos, que han venido a erigirse y casi a eclipsar a la antigua.

¿Qué ha ocurrido?

Algo increíble. Y, sobre todo, inesperado. Podemos conocerlo hasta en sus más insignificantes detalles. Una literatura inmensa, una legión de investigadores, una serie de procesos cuidadosamente elaborados, nos permiten hoy saber cómo era el Lourdes de 1858, cuántos habitantes tenía, en qué se ocupaban, qué actitud tomaron ante los acontecimientos, qué periódicos se leían, qué cartas escribieron. Recientes están los descubrimientos de documentación que han acabado de arrojar completa luz sobre todo lo relacionado con las apariciones. No creemos que haya habido acontecimiento histórico sobre el que se conserve una documentación contemporánea tan abundante y tan exhaustiva.

La historia la conoce todo el mundo. Había en Lourdes una pobre niña, analfabeta, que por su rudeza no había podido aprender el catecismo ni estaba aún en condiciones de hacer su primera comunión. Ni siquiera sabia hablar francés, y tenía que expresarse en el dialecto de la región. Era hija de padres pobrísimos, que atravesaban por aquellos días una situación de auténtica miseria. Pero, aunque pobre en las cosas materiales, era riquísima en las del espíritu, buena, humilde, caritativa, pura y, sobre todo, sincera. El testimonio de cuantos convivieron con ella a lo largo de su existencia es terminante sobre este punto: antes y después de las apariciones María Bernarda Soubirous, que así se llamaba la niña, había dicho siempre la verdad con la sinceridad más plena.

Un 11 de febrero, cuando ella llevaba escasamente quince días en Lourdes, a su regreso de Bartres, donde había estado haciendo de pastorcita, salió en busca de leña y de huesos, en compañía de una hermana suya y de una amiguita. Estaba en una pequeña isla, formada Por el Gave y el canal que en él desembocaba. Sus compañeras la habían dejado sola. Era el mediodía. Oyó un fragor como de tempestad, dirigió su vista hacia una concavidad que había en la roca por encima de ella, y la encontró ocupada por una jovencita de su misma estatura, de rostro angelical, vestida de blanco, ceñida por una banda azul, cubierta con un velo, que tenia un hermoso rosario entre las manos.

Había comenzado una serie de dieciocho apariciones que se sucederían durante los días siguientes, con algunos intervalos, hasta terminar el 16 de julio. Durante esa temporada, las autoridades estarían alerta, el pueblo dividido, el clero en un silencio total y más bien reticente. Sospechas, que humanamente podían considerarse fundadas, habrían de envolver a la niña. Era mucha la miseria que había en casa de los Soubirous para que se pudiera excluir la hipótesis de que acaso se estuviese buscando una solución a tan trágica coyuntura económica.

María Bernarda sufrió con paz celestial y sin inmutarse toda clase de pruebas. Ya sea el procurador imperial, ya el comisario de policía, ya el párroco, ya los visitantes…, a todos contestará con absoluta serenidad y paz, repitiendo exactamente las mismas expresiones. En vano los visitantes buscarán con habilidad la manera de sorprender su buena fe. Ella se mantendrá firme, dando testimonio de la verdad de lo que ha visto. Cuando los alrededores de la gruta estén rebosantes de público y la aparición no se produzca, ella dirá con toda sinceridad que nada ha visto. Cuando le amenacen para que calle, ella continuará diciendo siempre que ha sido verdad la aparición. Será testigo de la verdad, sin conocer un instante de vacilación, ni un desfallecimiento.

El párroco ha pedido una señal del cielo: quisiera que floreciese el rosal que está junto a la gruta. La aparición no ha querido que fuese así. Pero se va a producir un acontecimiento con el que nadie contaba. A lo largo de una aparición extraña, que decepciona al público, mientras Bernardita prueba unas hierbas no comestibles y araña la tierra, ésta se abre bajo sus dedos y brota una fuente. El público se marcha decepcionado. Hay críticas. Más de uno siente vacilar sus anteriores convicciones, favorables a la aparición. Y, sin embargo, aquel jueves, 25 de febrero, será decisivo en la historia de Lourdes. La fuente continuará brotando, para no secarse ya jamás. Muy pronto ese agua comienza a ser instrumento de maravillosas curaciones. Y el rumor de esas curaciones empezará a atraer las muchedumbres a Lourdes, que tampoco faltarán ya jamás.

La aparición ha dado a la niña un encargo concreto: decir al clero que han de edificar una capilla, y que se ha de ir allí en procesión. El cura de Lourdes se ha mostrado severo. No puede creer en semejante encargo, sin más ni más. Por otra parte, la aparición no ha dicho todavía su nombre. Es lo menos que puede exigírsele.

Y un día, el de la Anunciación, lo dice: «Yo soy la Inmaculada Concepción». La niña no sabe lo que significa aquello. Es más, las primeras veces que cuenta lo que ha ocurrido, pronuncia mal la palabra «Concepción», hasta que las hermanas del hospicio de Lourdes la corrigen y la enseñan a decirlo bien. No importa. Esta misma ignorancia suya será una de las pruebas de que no se trata de nada que haya sido fingido. Ahora ya se sabe quién se aparece: la Santísima Virgen, a quien poco tiempo antes el Papa ha declarado solemnemente libre del pecado original desde el mismo instante de su concepción.

La serie de apariciones se va a cerrar rápidamente. El 7 de abril, doce días después de la Anunciación, tiene lugar la decimoséptima aparición, y el 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, la decimoctava. Bernardita no volverá a ver a la Santísima Virgen mientras esté en la tierra.

El demonio no podía contemplar lo que estaba sucediendo sin intentar algo por desacreditarlo. Ya en una de las primeras apariciones, exactamente en la cuarta, unos diabólicos aullidos fueron apagados instantáneamente por una mirada severa de la Santísima Virgen. Era sólo el comienzo. Poco tiempo después, una epidemia de visionarios se produce en la pequeña ciudad pirenáica. Ahora son unas mujeres que dicen haber visto extrañas apariciones; luego unos niños momentáneamente delirantes y posesos; más tarde extravagantes hombres, que aparecen como portadores de extraños mensajes, y tienen que ser retirados por alucinados. Es cierto que nunca tan sacrílegas mascaradas llegan a poder utilizar la misma gruta. Pero sus alrededores son manchados con esta clase de manifestaciones. Es notable: el contraste con la serena majestad, con la humildad y dulzura de Bernardita es tal, que puede decirse que esta clase de manifestaciones, lejos de servir para oscurecer su gloria, sirvió, por contraste, para enaltecerla más y más. La diferencia entre la única vidente verdadera y las burdas falsificaciones diabólicas, apareció siempre manifiesta y clara.

Con todo, no iba a ser fácil la realización de lo que la Virgen había pedido. Durante no poco tiempo la gruta misma iba a estar cerrada, y el acceso a la misma prohibido. Se conserva todavía el cuaderno en el que el guarda jurado fue apuntando, con pintoresca ortografía, los nombres de los contraventores. Un día fue la señora del almirante Bruat, aya de los hijos del emperador. El mismo día, Luis Veuillot, el temible polemista. Estas visitas producen una cierta emoción en la ciudad. Hasta que, por orden del emperador Napoleón III, desaparecen las barreras y se decreta de nuevo que el acceso a la gruta es enteramente libre. Fue un día de inmensa alegría en Lourdes.

Pero ¿hasta qué punto se podía hablar de apariciones verdaderas? El obispo de Tarbes había mantenido hasta entonces una actitud sumamente prudente. Casi al mismo tiempo que se decretaba la libertad para ir a la gruta, monseñor Laurence daba, por su parte, otro decreto constituyendo una comisión de información sobre los hechos ocurridos en Massabielle. Y la comisión comenzaba inmediatamente, de manera concienzuda, sus informaciones. Estas habrían de tardar más de dos años. Por fin, entregaba sus conclusiones al señor obispo. Este quiso presidir personalmente la sesión final, que tuvo lugar en la sacristía de Lourdes.

La asamblea era impresionante. En torno al señor obispo, todas las personalidades que formaban parte de la comisión. En medio, Bernardita, tocada con su capuchón, calzada con zuecos, hablaba con absoluta sencillez, pero con una autoridad sorprendente. Sobre todo, como siempre solía ocurrir, cuando llegó el momento en que reprodujo el gesto de la Virgen, juntó sus manos, alzó su mirada y dijo: «Yo soy la Inmaculada Concepción», y pareció envuelta de una gracia tan celestial, que un escalofrío circuló por toda la reunión. El anciano obispo sintió cómo se le humedecían las mejillas, y dos gruesas lágrimas resbalaron por su rostro. Apenas salió la niña, exclamó movido por la emoción: «¿Han visto ustedes esta niña?»

Sólo faltaba proclamar la verdad. El sábado 18 de enero de 1862 el obispo firmaba la «Carta pastoral con el juicio sobre la aparición que tuvo lugar en la gruta de Lourdes». Después de haber expuesto los antecedentes, declaraba con toda solemnidad: ‘Juzgamos que la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, se apareció realmente a Bernardetta Soubirous el 11 de febrero de 1858 y días siguientes, en número de dieciocho veces, en la gruta de Massabielle, cerca de la ciudad de Lourdes; que tal aparición contiene todas las características de la verdad y que los fieles pueden creerla por cierto… Para conformarnos con la voluntad de la Santísima Virgen, repetidas veces manifestada en su aparición, nos proponemos levantar un santuario en los terrenos de la gruta».

Las dificultades no iban a ser, sin embargo, pequeñas. Unas veces nacerían del criterio restrictivo del ministerio de cultos, que había de dar su autorización para el nuevo santuario. Otras serían minúsculas cuestiones locales, como un pleito que hoy se nos antoja ridículo, entre el cabildo de Tarbes y la prefectura a propósito de la construcción de unos almacenes y unas cuadras en terreno de ésta, otras veces se mezclarían miras puramente humanas en lo que debiera ser única y exclusivamente sobrenatural. No importa: pese a tantas dificultades, el santuario de Lourdes habría de ser un hecho, y rápidamente, Massabielle cambiaría de fisonomía: ya el 22 de enero de 1862 escribía el párroco al señor obispo que Ia nivelación del terreno le da un aspecto grandioso». El arquitecto diocesano concibió un proyecto atrevido, que en un principio se creyó irrealizable: dar por corona gigantesca a la roca de la aparición un edificio que armonizase con el círculo de las graciosas colinas y cuya flecha ostentaría la cruz a una altura de cien metros sobre el nivel del Gave. De esta forma la gruta continuaría de la misma manera que cuando la consagraron las visiones de Bernardetta, abierta siempre sobre el río y su murmullo, bajo el cielo azul y las estrellas. No a todos gustó este proyecto, y se conserva la airada carta de un cura español al obispo de Tarbes, amenazándole con toda suerte de castigos del cielo si se llegaba a realizar. Pero a pesar de todo fue el que se llevó a cabo, y hoy los peregrinos agradecen tan feliz idea.

la_cancion_de_bernadette-553621368-largeEl 14 de octubre de 1862 se dio el primer golpe de pico para poner los cimientos de la futura capilla. Entre los sesenta obreros que trabajaban, se contaba Francisco Soubirous, padre de Bernardita, orgulloso de cooperar, desde puesto tan humilde, a tan grandiosa obra. El 4 de abril de 1864 se colocaba la estatua que todos los peregrinos conocen, en la gruta. Rápidamente Lourdes fue tomando el aspecto que hoy presenta. El 19 de mayo de 1866, vigilia de Pentecostés, quedaba consagrada la cripta, que había de ser el cimiento de la futura capilla. Su inauguración quedó señalada para dos días después, lunes de Pentecostés, en presencia de una inmensa multitud. Todavía pudo asistir a ella Bernardita. Pero le costaba reconocer el terreno. Estaba todo muy cambiado.

En 1873 se inician las grandes peregrinaciones francesas. En 1876 es solemnemente consagrada la basílica y coronada la estatua de la Virgen. Los veinticinco años de las apariciones se celebran con afluencia de una inmensa multitud, y colocando la primera piedra de la iglesia del Rosario, para suplir la insuficiencia, de la primitiva basílica. Seis años más tarde era inaugurada esta iglesia, que fue solemnemente consagrada en 1901. Todavía con la marcha del tiempo habría de resultar insuficiente, y el 25 de marzo de 1958, el cardenal Roncalli, futuro papa Juan XXIII, consagraba una nueva y más inmensa basílica subterránea, dedicada a San Pío X.

No todas estas construcciones llenan por completo las exigencias del buen gusto. Lourdes es, en su aspecto artístico, fruto de una época de indecisión estilística. Aún sin admitir la tesis extrema de Huysmans, que sostiene que el mal gusto es la venganza que el demonio se ha tomado por el triunfo de la Santísima Virgen, sí que hay que reconocer que tiene una parte de razón. Pero no importa mucho. Es más, creo que todos los peregrinos protestarían si la fisonomía de Lourdes se alterara. Hay un algo maravilloso que flota en el ambiente, que penetra hasta lo más profundo del alma y que hace que Lourdes sea un sitio único para saciar la devoción cristiana.

Y en primer lugar, como lugar de oración. La ciudad, con sus tiendas de recuerdos, sus hoteles y fondas, suele causar una impresión desagradable al peregrino. Una multitud tan inmensa exige todo eso. Pero desilusiona un poco ese contraste entre la finalidad espiritual del viaje y estas exigencias de la naturaleza humana. Todo cesa, sin embargo, desde el momento en que se entra en el dominio de la gruta. Hay un ambiente sobrenatural de oración, de silencio, de recogimiento. Los hombres descubiertos, las mujeres como en la iglesia, y dominando todo el rumor de los cánticos que brotan de las iglesias o de la gruta.

Al llegar a ésta, se olvida todo. No cabe más que dejarse envolver por el silencio, apenas turbado por el rumor del río y el paso de los trenes que ponen como una nota lejana de recuerdo, de que todavía existe un mundo que se afana y corre. Allí todo es calma. La muchedumbre, de rodillas, en silencio, ora sin cansarse.

Sin embargo, no todo es paz y calma. Las peregrinaciones se suceden, ateniéndose todas a un mismo reglamento. Entran en la ciudad, se dirigen a la gruta, se lee allí la sencilla narración de las apariciones. Se realizan una serie de actos piadosos, misas cantadas, de comunión, vía crucis, etcétera, para partir después y dejar su sitio a otras que le seguirán. Todo en medio de un orden admirable.

Hay, sin embargo, todos los días dos actos cumbres, a los que concurren todas las peregrinaciones presentes en la ciudad: la procesión con el Santísimo y la de las antorchas.

Exactamente a las cuatro de la tarde se pone en marcha la procesión con el Santísimo. Avanza triunfal la Custodia, entre las filas de los peregrinos. Llega a la explanada y allí es esperada por la multitud de los enfermos. Es necesario haber contemplado aquel espectáculo para captar toda su significación.

El Señor ha entrado en la plaza y, oculto bajo las especies eucarísticas, comienza a recorrer las filas de camillas y carritos en que se encuentran los enfermos. Y una voz se alza penetrante, llena de vibración y energía: «¡Señor, creemos en ti!» La muchedumbre contesta al unísono: «¡Señor, creemos en ti!»

Son miles y miles de gargantas, Toda una generación trabajada por la escuela laica, acosada por unas costumbres corruptoras, influenciada por un ambiente de escepticismo… hace el acto de fe más emocionante, más lleno de sentido que puede imaginarse. Las lágrimas pugnan por salir, mientras las invocaciones, de evangélicas resonancias, se van sucediendo. Hace más de mil novecientos años que salieron de otros labios. Ahora, el mismo Señor, oculto bajo las especies eucarísticas, vuelve a escucharlas: «¡Señor, si quieres, puedes curarme!» «¡Señor, que vea «¡Señor, aquel que Tú amas, está enfermo!»

Por la noche, en cambio, el espectáculo es diferente. Los treinta, cuarenta o cincuenta mil peregrinos presentes en la ciudad, cantan acompasadamente la melodía sencilla, monótona, sin especial valor, pero devotísima del Ave, recorriendo un largo trayecto por todo el dominio de la gruta. Al final van agrupándose, ordenadamente, en la gran plaza, que se transforma en ascua de oro y de fuego, ante la confluencia de tantos miles de antorchas. Y entonces surge potente, arrollador, el canto del Credo. Venidos de los puntos más diversos del orbe, cantan, sin embargo, al unísono todos los peregrinos, proclamando a una voz su única fe. Espectáculo maravilloso y conmovedor.

Hay que decir algo, sin embargo; otro espectáculo, también consustancial con Lourdes: el de los enfermos. Sacudidos por un viaje interminable, heridos de muerte por sus enfermedades, incómodamente instalados en sus carritos…, son ellos los sembradores de una suavísima sensación de paz y consuelo. La tienen ellos, y la van derramando por doquier a su paso. Cada uno de ellos, cada mirada enfebrecida, cada llaga purulenta, cada mano retorcida, inflamada y monstruosa, va dejando en el alma del peregrino una gota de la más sobrehumana y deleitosa paz. Es ésta una de las grandes paradojas de Lourdes. Uno de sus milagros permanentes.

De vez en cuando, sin someterse a ley alguna, se produce el milagro. Unas veces ante la gruta, otras durante la procesión del Santísimo, otras en el viaje de vuelta. No hay ley alguna, lo repetimos. En medio de la multitud o lejos de ella, en Lourdes, o a muchos kilómetros de allí, la Santísima Virgen viene operando maravillas a centenares, a millares. Algunas de ellas llegan a comprobarse científicamente, con un rigor que no deja nada que desear. Otras, no. El alivio que ha recibido el enfermo, o su curación, no podrán comprobarse, porque no había lesión orgánica, o por falta de datos previos, pero eso no importará nada: quien recibió el beneficio disfrutará de él. De vez en cuando, en una prosa helada, que en su misma frialdad es el mejor argumento de la veracidad del hecho, Le Journal de la Grotte dará la noticia de que en esta o aquella diócesis se ha reconocido canónicamente la realidad de un milagro. Pero el más colosal milagro es el que todos los días se realiza en Lourdes: el de que una inmensa multitud de enfermos que ha peregrinado allí pidiendo su salud, se retire consolada, alegre, con dulce resignación. Y el de que la multitud que le rodea, en contacto permanente con el dolor, viendo con sus propios ojos aquel espectáculo de sufrimiento que presentan los enfermos, no haga de Lourdes una ciudad triste, sino todo lo contrario. Todos los peregrinos os dirán que Lourdes es una ciudad en la que ellos han pasado días de paz, de bienestar, de profunda e íntima alegría.

No ha faltado el sello oficial de la Iglesia. En 1869, Pío IX, por un breve de 4 de septiembre, proclamaba la luminosa evidencia de los hechos. León XIII autorizó un oficio especial y una misa en memoria de la aparición, que San Pío X, su sucesor, extendió por decreto de 13 de noviembre de 1907 a la Iglesia universal. Todos los Romanos Pontífices han rivalizado en dar muestras de benevolencia a este santuario mariano, Es digna de destacarse la preciosa encíclica Le pélerinage, de Pío XII, con motivo del grandioso centenario de las apariciones. Con tales testimonios de la Iglesia, el fiel cristiano puede invocar con seguridad a la Virgen de Lourdes y descansar tranquilo en su maternal regazo. Ella visitó la tierra y se digno alegrarla con su presencia. La Iglesia de una parte, y los continuos milagros de otra, nos lo aseguran así.

Lamberto de Echevarría en mercaba.org

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Películas sobre Santa Bernadette y las apariciones de la Virgen en Lourdes

Lourdes, un milagro en la Tierra

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Ficha de la película

Titulo Original: Lourdes

Duración: 180 min

Producción: RAI

Año de producción: 2001

Pais: Francia, Italia, Luxemburgo

Dirección: Lodovico Gasparini

Guión:  Alessandra Caneva, Mario Falcone, Alessandro Jacchia

Música: Carlo Siliotto

Fotografía: Fabio Zamarion

Reparto: Angèle Osinsky, Florence Darel, Roger Souza, Sydne Rome, Helmut Griem, Andréa Ferréol

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La canción de Bernadette

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Ficha de la película

Titulo Original: The song of Bernadette

Duración: 156 min

Producción: 20th Century Fox

Año de producción: 1943

Pais: Estados Unidos

Dirección: Henry King

Guión:  George Seaton sobre la novela homónima de Franz Werfel

Música: Alfred Newman

Fotografía: Arthur Miller

Reparto: Jennifer Jones, William Eythe, Charles Bickford, Vincent Price, Gladys Cooper, Anne Revere, Lee J. Cobb, Linda Darnell, Patricia Morison, Roman Bohnen

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Colorea a Jesucristo con los enfermos

Colorea a Jesucristo con los enfermos

Con motivo de la Jornada Mundial del enfermo os proponemos esta catequesis que consiste en:

  • Hacer una lectura del evangelio
  • Colorear una lámina a elegir

Para la lectura podéis leer los pasajes directamente de la Sagrada Escritura (curación de un paralítico Lc 5, 17-26—; resurrección de la hija de Jairo Mc 5, 21-43), pero os recomendamos la lectura de este artículo de la Biblia más Infantil.

Para colorear que cada niño escoja una lámina de las cuatro que os ofrecemos en esta catequesis. Podéis acceder a las láminas en tamaño real pulsando sobre los títulos de cada imagen y sobre las propias imágenes.

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Colorea a Jesucristo con los enfermos

Paralítico

Lámina 1

Hija de Jairo

Lámina 1

Paralítico Lámina 1 Hija de Jairo Lámina 1

Paralítico

Lámina 2

Hija de Jairo

Lámina 2

Paralítico Lámina 2 Hija de Jairo Lámina 2


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Catequesis sobre el Sacramento de la Unción de los enfermos

Catequesis sobre el Sacramento de la Unción de los enfermos

Cristo dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera muy especial, a los que sufren enfermedades o tienen una discapacidad, a través de la gracia de la Unción de los Enfermos. Para cada uno, el sufrimiento es siempre un extraño. Su presencia nunca se puede domesticar. Por eso es difícil de soportar y, más difícil aún como lo han hecho algunos grandes testigos de la santidad de Cristo— acogerlo como ingrediente de nuestra vocación o, como lo ha formulado Bernadette, aceptar «sufrir todo en silencio para agradar a Jesús». Para poder decir esto hay que haber recorrido un largo camino en unión con Jesús. Desde ese momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia de Dios tal como se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos. Bernadette misma, durante una vida a menudo marcada por la enfermedad, recibió este sacramento en cuatro ocasiones. La gracia propia del mismo consiste en acoger en sí a Cristo médico. Sin embargo, Cristo no es médico al estilo de mundo. Para curarnos, Él no permanece fuera del sufrimiento padecido; lo alivia viniendo a habitar en quien está afectado por la enfermedad, para llevarla consigo y vivirla junto con el enfermo. La presencia de Cristo consigue romper el aislamiento que causa el dolor. El hombre ya no está solo con su desdicha, sino conformado a Cristo que se ofrece al Padre, como miembro sufriente de Cristo y participando, en Él, al nacimiento de la nueva creación.

Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado. Al recibir la Unción de los Enfermos, no queremos otro yugo que el de Cristo, fortalecidos con la promesa que nos hizo de que su yugo será suave y su carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los que recibirán la Unción de los Enfermos durante esta Misa a entrar en una esperanza como ésta.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Santa Misa con los enfermos. Homilía del lunes 15 de septiembre de 2008

Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Lourdes

Viaje apostólico a Francia con ocasión del 150 Aniversario de las apariciones de Lourdes

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Curso sobre los sacramentos. La Unción de los Enfermos

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Catequesis sobre el Sacramento de la Unción de los enfermos


¿Qué es la unción de los enfermos?

Dios Padre nos ama tanto que ha querido dejarnos un sacramento especial para cuando nos acercamos a esos momentos tan difíciles para cualquier persona: la enfermedad grave y la muerte. La unción de los enfermos es el sacramento que da fuerza, ánimo y consuelo a una persona enferma y la prepara, si es necesario, para una santa muerte.


¿Cuándo empezó la unción de los enfermos?

Durante su vida, Jesús siempre mostró un gran amor por aquellos que padecían algún mal, que tenían alguna enfermedad o dolor. Recuerda que el Evangelio nos cuenta cómo Jesús curó a paralíticos, ciegos y otros enfermos.

Esta preocupación por los enfermos, el Señor, la comunica a sus discípulos. Jesús, en dos momentos del Evangelio, les decía lo que debían hacer con los enfermos: 

  • «(…) y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo» (Mc.6,13).
  • «(…) impondrán las manos sobre los enfermos, y los curarán» (Mc.16,18).

El apóstol Santiago nos cuenta la costumbre que ya existía entre los primeros cristianos con estas palabras: «Si alguno entre ustedes está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración que nace de la fe salvará al enfermo, el Señor lo aliviará, y si tuviera pecados, le serán perdonados» (Sant 5, 14-15).


¿Qué piensa Jesús sobre el dolor?

Jesús nunca se quejó, nunca se rebeló ante el sufrimiento, ante el dolor del alma o del cuerpo. Con su propia vida él nos enseñó que el dolor tiene un sentido. Desde que él lo asumió libremente, dio UN SENTIDO NUEVO AL DOLOR.

Desde entonces el cristiano sabe que la enfermedad no es una maldición, sino que puede ser un MEDIO DE SANTIFICACIÓN, un medio para acercarse más a Dios. Pero ¿cómo? Desde que Jesús ofreció su dolor para la salvación de todos nosotros, cualquier persona puede ofrecer su enfermedad por su salvación o por la de los demás. La enfermedad y el dolor, adquieren así un valor que en si mismo no poseía.

Además, la enfermedad puede también ayudarnos a que nos preparemos mejor para nuestro encuentro con el Señor de nuestra vida.

Jesús, en una muestra más de amor, quiso dejarnos el SACRAMENTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS para vivir mejor estos momentos.


¿Cuándo se recibe el Sacramento de la Unción de los enfermos?

La Unción se recibe cuando se comienza a estar en peligro de muerte por causa de enfermedad o por la vejez. Es importante no esperar a que la persona esté agonizando. En esto la familia es muy importante, ya que son ellos, los que sin miedo, tienen que llamar al Sacerdote cuando la persona no lo puede hacer por si misma.

Este Sacramento se puede volver a recibir, luego de unos meses, si la enfermedad se agrava. En el caso de que se lo haya recibido por vejez, y no haya enfermedades graves, también puede volver a recibirse cada dos años.


¿Cómo se hace la unción de los enfermos?

Primero debes saber que solo el SACERDOTE puede dar este sacramento. En el caso de que la persona no pueda ir a la Parroquia, los familiares más directos, llaman al padre para que vaya a donde se encuentra el enfermo o el anciano. El padre unge con el Óleo de los enfermos (el óleo es un aceite de oliva que es bendecido por el Obispo el jueves santo) la frente y las manos del enfermo y dice la siguiente oración: 

«Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad».

Recordemos una vez más que no es bueno pensar que este sacramento debe darse cuando la persona ya esta muriendo, pues la Iglesia recomienda que se de al comienzo de la enfermedad, para que la persona lo reciba con lucidez (o sea que sé de cuenta) y fervor, ya que la unción ayuda también, si así Dios lo quisiere, para curar la enfermedad.

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Fuente original: Parroquia Inmaculada Concepción de Monte Grande


Si Dios es tan bueno, ¿por qué permite el mal? (catequesis audiovisual)

Si Dios es tan bueno, ¿por qué permite el mal? (catequesis audiovisual)

La realidad del mal y del sufrimiento presente bajo tantas formas en la vida humana constituye para muchos la dificultad principal para aceptar la verdad de la Providencia Divina. En algunos casos, esta dificultad asume una forma radical, cuando incluso se acusa a Dios del mal y del sufrimiento presentes en el mundo llegando hasta rechazar la verdad misma de Dios y de su existencia (esto es, hasta el ateísmo). De un modo menos radical y sin embargo inquietante, esta dificultad se expresa en tantos interrogantes críticos que el hombre plantea a Dios. La duda, la pregunta e incluso la protesta nacen de la dificultad de conciliar entre sí la verdad de la Providencia Divina, de la paterna solicitud de Dios hacia el mundo creado, y la realidad del mal y del sufrimiento experimentada en formas diversas por los hombres.

San Juan Pablo II

Audiencia General del miércoles 4 de junio de 1986

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Si Dios es tan bueno, ¿por qué permite el mal?

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