Camino de Emaús es uno de los capítulos del libro de Antonio Orozco-Delclós, Resurrección (Rialp, Madrid 1970, agotado). El autor finge estar presente en el diálogo entre Jesús y los dos discípulos que en la tarde del Día de la Resurrección mantuvieron camino de Emaús. Éstos no tienen hasta el final noticia del hecho de la resurrección, por eso no se ha podido dar aún una explicación completa, ni siquiera resumida, del misterio pascual.
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Camino de Emaús
Mientras el sol, lejano, trata de ocultarse un día más, abandonando el límpido cielo para descansar tranquilo más allá de las lomas, la incredulidad, la tristeza, el temor, la angustia abandonan ya nuestra alma, descansándola. El sentimiento es ahora el de los niños, que, perplejos y asombrados, contemplan con avidez las nuevas maravillas que se muestran por primera vez a sus ojos, pequeños y torpes para captar los matices de las cosas. Es la esperanza que regresa cuando -perdida la fe- se va atisbando otra vez el sentido positivo de la realidad. Y aunque la luz no se halle en el cenit todavía y proyecte perfiladas sombras sobre todas las cosas, hay luz, y con ella, el relieve, la profundidad y la altura, color y calor y vida en el propio mundo. Se hace preciso en estos momentos en que nuevas perspectivas se nos manifiestan, abrir bien los ojos, guardando el cuidado de no cerrarlos, porque son de Dios aquellas luces -premio a la buena voluntad y deseos sinceros de ver- y podrían apagarse para siempre si las despreciáramos. Se hace menester, por tanto, asombrarse del mundo que aparece y preguntar -como los niños- el qué y el porqué de lo inmediato.
Qué es el hombre. Cuál es su fin. Qué debe hacer para conseguirlo. Quién es Dios. Qué tengo que ver yo con Él. Las preguntas así formuladas, con sencillez de corazón y con ánimo sereno, son de fácil y objetiva respuesta.
El hombre es un ser frágil y contingente. Tan pobre que le resulta imposible regalarse un solo cabello. Bastante rico como para superar con un destello de su mente al universo entero. El hombre nace del limo de la tierra, y sin embargo, viene de allá lejos, más lejos de donde brillan las estrellas. Es palabra de Dios pronunciada en la nada. Es nada y es de Dios. Ahí están toda su indigencia y toda su riqueza. Lo que es al hombre la palabra, es el hombre para Dios. Cuando se piensa y pronuncia, es; cuando dejamos de pensarla y decirla, se desvanece en la nada.
El hombre nace, pues, en una convivencia íntima con el Creador, Dios, que es y no puede ser otra cosa que Amor. A ser en el Amor —a convivir con el Amor— está llamado el hombre desde el seno de su madre. Amor que le piensa y dice constantemente, y le ama a un tiempo. Si dejara de pensarle y amarle se desvanecería la criatura en la nada. Su destino es, pues, un destino de Amor.
Sin embargo, el hombre renunció a la amorosa convivencia, creyendo que en ello se cifraba su libertad. Y se sumió de este modo en el odio que es la nada. Pero tan impotente es el hombre que ni siquiera es capaz de aniquilarse sin el consentimiento de la Palabra que lo dice. Y la Palabra no calló. Y el Amor siguió amando a escondidas el fruto de su decir. Y se las arregló de tal modo que aquella nada pudiera rectificar y gritar pidiendo socorro. Para lo cual el Amor prestó su Palabra, que descendió a la nada. Muchas nadas no se han unido todavía a aquel Grito, pero el Grito está ya en el aire. Y todas aquellas nadas que en algún momento deseen ser en el Amor podrán unirse al Grito que salva.
¿Cómo podrán unirse, sin embargo, al Grito, si no tienen habla las nadas?
¿Nos revelará nuestro amigo tan misterioso secreto? La noche comienza a invadirlo todo y el añil va tomando un color muy intenso. Llegamos a la aldea y el aún desconocido hace ademán de seguir adelante. Le instamos: «Quédate con nosotros, puesto que ya anochece». Deja convencerse y le invitamos a que siga su discurso en nuestro propio hogar.
Nos enseña que nuestro Padre-Dios ha previsto maravillosamente todas las cosas y que las ha ordenado de tal manera que nada hemos ya de temer. No habrá más temor para quienes no quieran estar solos. Del árbol -viejo en su savia- de la Humanidad ha brotado como por ensalmo un germen de vida nueva. El árbol es una gran familia de noble y vejada estirpe. Es único y con muchedumbre de ramas y frutos con vida propia y personal. Todos bebían hasta ahora de la raíz única que procreó todos los hombres. Y los frutos crecían, en el mejor de los casos, incoloros, insípidos. Pero el nuevo germen, injertándose en el árbol, trajo savia divina de lo Alto para inundar de vida nueva la planta toda. Las hojas, ya marchitas, ocres, reverdecerán y todo el árbol se hará fecundo en frutos sanos, sabrosos, bellos. La savia de la vieja raíz ya no tendrá vigor frente a la enorme vitalidad del nuevo germen, que será ahora la fuente única de toda vida y fuerza que en el árbol se halle.
Quisiéramos saber, pues, cómo es posible que las hojas viejas y agostadas revivan en su frescor original. Y el Amigo nos indica que el nuevo germen es el Amor que baja de lo Alto y quiere nacer de la tierra. Misteriosamente el Amor se hace tierra y en la tierra pone el Amor. Y siendo él mismo Amor y tierra, levanta la tierra hasta el Amor.
—Amigo, explícanos la parábola, le rogamos.
—Aquel a quien llamábamos Señor y Maestro, es el Amor que se hizo hombre. Siendo Amor vio al hombre en su angustioso bregar y sintió pena. Y estuvieron en él -tal como en el amor vive la vida de lo amado- los hombres, con sus angustias nacidas de flaqueza e iniquidad. Y, movido por el amor, tanto deseó nuestra propia suerte que adoptó para sí la naturaleza humana. Quiso con ella ser en todo igual que nosotros, aunque no pudo dejar de ser inmaculado, purísimo. Pero como era nacido en el seno de la gran familia de los humanos y tenía en sí la más grande dignidad y alteza, pudo erigirse ante el gran Ofendido como nuevo Cabeza de familia, asumiendo la responsabilidad de todos los miembros. De este modo —cargando con el pecado, siendo inocente— se presentó ante el Padre Dios, del que recibió la condena que merecía todo el linaje. La muerte del gran Inocente era el precio establecido para la restauración de la vieja estirpe, el grito necesario para el socorro y el perdón de toda la familia. Y el Padre se conmovió al ver que le llegaba de parte de la Humanidad un acto de Amor perfecto. Así hemos sido liberados de aquella condena eterna, ya que todo el linaje se comprendía bajo la sentencia, el castigo y la absolución del Juez. Porque, en cierto modo, todo el linaje —todo el árbol, todo el Cuerpo— murió en la Cruz al morir la Cabeza. Nuestro Amigo recaba la atención sobre los misteriosos vínculos que unen a los humanos, hijos de un mismo Padre, configurándolos como una sola cosa, como frutos de un mismo árbol, como miembros de un mismo cuerpo. Lo que afecta a un miembro, y especialmente a la Cabeza, afecta a todo el cuerpo. Y al morir el Cristo, nueva Cabeza del Cuerpo de la Humanidad, morimos también todos los miembros. Si uno ha muerto por todos, luego todos hemos muerto.
Vamos comprendiendo. Si logramos ahora hacernos un solo corazón y una sola alma -sentir, vibrar, sufrir, amar- con el Crucificado, se podrá decir que, de alguna manera, morimos con Él en nuestro corazón y en espíritu. Y el espíritu y el corazón nuestros habrán sido redimidos.
Al Amor, el Amor le compensa la ofensa, y aunque sólo es amor (minúsculo, con minúscula) el dolor nuestro, en unión con el de Aquel que se entregó en la Cruz, consigue llegar a ser Amor redentor. Nos imaginamos a la Sabiduría omnisciente de Dios en su eternidad conociendo, ya en el comienzo de los siglos, a todos los que hasta el término de los tiempos habrán querido unirse de esa manera íntima al Hijo suyo tan amado, ofrecido en holocausto sobre el madero. Y allí —en aquel momento y lugar supremos— los habrá visto el Padre procurando imitar al Hijo que dolorosamente moría, y abrazar las mil y una cruces de cada jornada con constante y renovado amor, con una unión progresivamente más lograda con Cristo crucificado, con una conciencia cada vez mas dolorida por el conocimiento de la propia culpa.
Unión, dolor, amor: muerte mística, heroica en la continuidad del sacrificio cotidiano, anticipada sacramental, misteriosamente, por la eternidad y beneplácito divinos en la Cruz soberana del Gólgota; gracias a la dimensión de eternidad del ser —humano, espiritual— que lo realiza: estos deben de ser los misteriosos fundamentos de la redención personal, la de cada uno en particular.
Nuestro amigo, hombre sabio, nos habla ahora de un modo maravilloso de unirnos a Jesús, de tomar parte en su sacrificio y alcanzar los frutos que de él se han desprendido. Nos recuerda aquellas palabras pronunciadas en uno de los momentos más entrañables de nuestra vida junto al Maestro: «Este es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Esta es mi Sangre derramada por muchos». «Tomad y comed». Y de nuevo admiramos el misterio de la inagotable vida que se entrega ya antes de ser entregada: el dominio absoluto hasta del tiempo. Nos damos cuenta de que el pan y el vino por las palabras de Jesús, pronunciadas por hombres elegidos, se convertirán en Cuerpo y Sangre que evocaran realísimamente la Humanidad de Cristo padecida, torturada, flagelada, crucificada, agradecida, amorosa, expiadora y suplicante. Al comerla nos haremos ella misma y seremos uno con Cristo. Y este será el modo y no habrá otro. Infinitas gracias y misericordias bajaran a la tierra para los hijos de los hombres a través del Gran sacramento que guardará para siempre, bajo el aspecto de pan y vino, lo acontecido en aquel momento cumbre de la Historia de la Humanidad.
No habrá hombre capaz de alabar o dar gracias o suplicar o reparar a Dios de una manera digna y proporcionada sino a través de la unión con Cristo, en la comunión con su cuerpo y su sangre presentes sobre el ara, bajo las apariencias de pan y vino. Al comer ese Cuerpo y al beber la Sangre —alimento de los fuertes y de los débiles que quieran serlo— conseguiremos en nosotros el aumento de Dios. Desde, ahora ya no es otro el fin del hombre sino el de que Dios vaya invadiendo su ser. Hasta suplantar toda la miseria humana y sustituirla por las riquezas de la vida divina. Este es el fin, que no término, ya que el término acaba y el fin es eterno.
Ya no es preciso gritar, lo adivinamos. Tendremos a Dios muy cerca. De corazón a corazón hablaremos con la voz del alma, en intimidad lograda por un Amor infinito que llega a esconderse en apariencias de pan, para que nosotros lleguemos a ser realmente como Dios.
Todo esto es algo muy grande. Y nuestro Amigo nos pide que no caigamos en la incredulidad de aquellos que no creen porque dicen ¡es demasiado!, pues poderoso es Dios para hacer que abundéis en más de lo que pedís o imagináis. No es el de Dios un corazón pequeño y mezquino como el nuestro. No podemos juzgarle con nuestras categorías o medidas. El mundo de la Gracia y de la generosidad divinas no tiene límites. Presentimos que al meternos por caminos de vida cristiana, llegaremos más lejos de lo quo nunca soñábamos. Podremos descubrir las riquezas de los misterios profundos de la Divinidad, comprendiendo con todos los santos cuál es la anchura y longitud y la altura y la profundidad de lo que excede a todo conocimiento humano: la caridad de Cristo, capaz de esconderse, humilde, amorosamente, en el pan y en el vino que ahora nos disponemos a comer y a beber.
En este punto, con los ojos abiertos como lunas, miramos a nuestro personaje que toma el pan que bendice. Absortos escuchábamos la voz llena de autoridad y de fuerza, cálida y penetrante, cuando descubrimos lo que de familiar resultaba en ella, y en la mirada del hombre y en el elegante gesto, discreto y amable, que acompañaba siempre a sus palabras: ies Él! ¡es Jesús de Nazaret! Es increíble, murió y fue sepultado. Pero esta aquí. ¡Oh, Señor, que alegría verte y escucharte aunque sólo fuera un sueño…!
Y al levantarnos con precipitación para postrarnos a los pies del Maestro, y abrazarlos y besarlos, su figura se desvanece, quedando de nuevo solos. Solos, pero no ya con nuestra sola nada sino con la alegría grande que ha abierto el encuentro misterioso con Jesús resucitado. ¿Acaso no ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino y nos descubría el sentido de las Escrituras?…
Habrá que escribir de nuevo esta página; nuevas e intensas luces se han encendido.
Juan 3, 31-36. Jueves de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. El Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros.
En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 5, 27-33
Salmo: Sal 34(33), 2.9.17-20
Oración introductoria
Padre mío, creo en tu Hijo Jesucristo, creo en su testimonio y sé que me amas, por eso confío en que me darás tu gracia para que esta oración me lleve a crecer en la fe y en la esperanza para así poder, también, corresponder a tu amor amando a los demás.
Petición
Señor y Dios mío, que la gracia de Cristo resucitado me haga creer con una fe viva y operante.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El tiempo pascual que estamos viviendo con alegría, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es «Kyrios», Señor. Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.
Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que madure y crezca hasta su plenitud. El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad su deseo profundo de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva: esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante», nos dice Jesús (Jn 10, 10).
Jesús promete a la Samaritana dar un «agua viva», superabundante y para siempre, a todos aquellos que le reconozcan como el Hijo enviado del Padre para salvarnos (cf. Jn 4, 5-26; 3, 17). Jesús vino para donarnos esta «agua viva» que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, animada por Dios, nutrida por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y obra según Dios, según el Espíritu Santo. Pero me pregunto: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? ¿O nos dejamos guiar por otras muchas cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de nosotros debe responder a esto en lo profundo de su corazón.
A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos plenamente? Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella sacia la sed, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El «agua viva», el Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos, que son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues… habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «Abba, Padre». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos también glorificados con Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de Dios, vida de auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, contemplados como hermanos y hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de verdad a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es amor, Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de verdad y esto lo dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al Espíritu Santo y sigamos adelante por este camino del amor, de la misericordia y del perdón. Gracias.
Rezar tres padrenuestros para que toda mi familia crezca en la fe y amor a Cristo.
Diálogo con Cristo
Jesús, gracias por el don de la fe. Ayúdame a ejercitarme en esta virtud a través de todos los acontecimientos ordinarios de la vida y a manifestar en mis palabras y obras mi fe en Ti. Porque quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno para su vida, corre a compartirlo por doquier, lo hace sin temor alguno, porque sabe que, así como ha recibido un gran regalo, recibirá también los medios para compartir este don con los demás.
Juan 3, 16-21. Miércoles de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. El árbol de la Cruz nos lleva a la salvación, a la salud, y perdona el pecado. Este es el itinerario de la historia del hombre; un camino que permite encontrar a Jesucristo Redentor, quien da su vida por amor.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios».
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 5, 17-26
Salmo: Sal 34(33), 2-9
Oración introductoria
Jesús, pongo toda mi libertad en tus manos para que Tú me guíes hacia esa luz que me aleje de las tinieblas. Dedico tiempo al radio, a la música, a la televisión, a los mensajes que me llegan por internet, etc., en vez de buscar con ahínco más y mejor tiempo para mi oración.
Petición
Dios mío, haz que me dé cuenta que lo primero que tengo que buscar en mi día y en mi corazón es tu luz, tu verdad, tu voz de suave y firme Pastor.
Meditación del Santo Padre Francisco
Este es el camino de la historia del hombre: un camino para encontrar a Jesucristo, el Redentor, que da la vida por amor. En efecto, Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él. Este árbol de la Cruz nos salva, a todos nosotros, de las consecuencias de ese otro árbol, donde comenzó la autosuficiencia, el orgullo, la soberbia de querer conocer —nosotros—, todo, según nuestra mentalidad, de acuerdo con nuestros criterios, incluso de acuerdo a la presunción de ser y de llegar a ser los únicos jueces del mundo. Esta es la historia del hombre: desde un árbol a otro.
En la cruz está la historia de Dios, para que podamos decir que Dios tiene una historia. Es un hecho que Dios ha querido asumir nuestra historia y caminar con nosotros: se ha abajado haciéndose hombre, mientras nosotros queremos alzarnos, y tomó la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte en la Cruz, para levantarnos: ¡Dios hace este camino por amor! No hay otra explicación: solo el amor hace estas cosas…
1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
1847 Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).
1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).
Que mi testimonio de vida, coherente con la Palabra de Dios, ilumine el camino de los demás.
Diálogo con Cristo
Gracias, Señor, por darme la luz para saber tomar el camino que me lleve a la santidad. Ciertamente ese camino no es el más fácil, ni ante los ojos humanos el más bonito o agradable. Es más, hay un temor interno que no me deja abandonarme totalmente en tu providencia, un espíritu controlador que no logro dominar fácilmente. Pero qué maravilla saber que Tú, a pesar de mis apegos, me sigues amando, perdonando, realmente quiero corresponder a tanto amor.
Hay algo de cómico en aquella actitud admirativa de los reyes bárbaros ante la cultura y las instituciones del Imperio romano: se esfuerzan por comprenderlas, las estudian, las recogen, las adoptan con mejor buena voluntad que éxito. No podemos ver la corte de Teodorico el Grande sin pensar en la de Justiniano. Imitador de Teodorico fue en España Leovigildo, que, entendiendo el Imperio a la manera de Constantino o de Teodosio, intenta reproducirle en el manto de púrpura, en la corona de oro, en la jerarquía palaciega, en las pompas cortesanas y en aquel título de Flavio con que se adornarán todos los reyes toledanos. Toledo había quedado convertido en una pequeña Bizancio.
Todo esto, sin embargo, no era más que un barniz exterior. Más importancia tenía la cuestión religiosa, pero en este punto los visigodos seguían fieles a las doctrinas de sus mayores. Arriano y bárbaro eran todavía dos términos sinónimos. Precisamente fue Leovigildo el que dirigió en España la última lucha entre el arrianismo y la ortodoxia. Hábil político, guerrero afortunado, hombre de altos pensamientos y de voluntad firme, aspiraba tenazmente a la unidad. Preparó la unidad política, sometiendo a los vascones y destruyendo el reino de los suevos; favoreció la unidad de razas en su obra legislativa y puso todo su empeño para conseguir la unidad religiosa. El fin era bueno, pero se equivocó de camino. Empeñóse en imponer a todos sus súbditos el arrianismo de su casa. A pesar de su penetración natural, no supo ver que arrianismo era lo mismo que división, desunión, individualismo; que ese sistema estaba desprovisto de aquella fuerza educadora y civilizadora, propia de la Iglesia católica, que por un milagro incesante renueva los individuos y los pueblos. Quería unión, quería cultura, y se proponía conseguirlas por medio de la barbarie.
La oposición se manifestó en aquel mismo palacio toledano, orgulloso con las magnificencias. Vivía en él una princesa, llamada Ingunda, que, como hija de los reyes francos, estaba firmemente unida a la religión católica. Ingunda era esposa de Hermenegildo, el hijo mayor del rey, mancebo afable y valiente, en quien se concentraba la esperanza de los pueblos. Pero en el palacio había, además, otra mujer, una vieja de aire altanero, de genio avinagrado y de espíritu intransigente. Era Gosvinda, la mujer del rey, suegra y madrastra a la vez: suegra de Ingunda y madrastra de Hermenegildo. Arriana hasta el fanatismo; envidiosa, además, de la Juventud y la belleza de su nuera, Gosvinda se ponía furiosa ante la actitud de la princesa franca. Las discusiones eran diarias en el palacio. De las palabras se pasó a la violencia: hubo amenazas, injurias y golpes. Se intentó rebautizar a Ingunda por la fuerza; pero ella permanecía firme como la roca, repitiendo una y otra vez «que le bastaba haber sido lavada una vez del pecado original en las aguas regeneradoras del bautismo, y que confesaba a la Santísima Trinidad en igualdad indivisa». Esta respuesta irritó de tal modo a la vieja, que, arrojándose sobre Ingunda, la asió de los cabellos, la arrojó en tierra, la golpeó hasta hacerle sangre, y habiéndola despojado de sus vestidos, mandó que la sumergiesen en una piscina arriana.
Leovigildo, que, por naturaleza, no era tiano, ni opresor, ni fanático, presenciaba con dolor aquella tragedia doméstica, y para acabar con ella dio a su hijo el gobierno de Sevilla, con el título de rey. Tal vez en esta decisión influyó el temor de un conflicto armado con los francos; pero es un hecho que en la primavera del año 579 los jóvenes esposos residían ya en la capital de la Botica. Allí les espiaba la gracia, que venía ahora envuelta en la palabra elocuente de un gran obispo, San Leandro. Esposo amante y corazón recto, Hermenegildo abjuró la herejía, y como si quisiese borrar hasta el sello de su bárbaro linaje, tomó el nombre de Juan.
Cunde en Toledo la alarma; Gosvinda grita furiosa; Leovigildo, viendo su corona en peligro, se dispone para la lucha. Carácter tenaz, se niega a desistir de su campaña religiosa. Reúne en Toledo un concilio de obispos arrianos (580) y hace decretar que en adelante no será necesaria la rebautización para pasar al arrianismo. Como esto no bastaba para atraer a los católicos, redactóse una nueva profesión de fe, que creyó propia para unir a los dos partidos. Él mismo dio ejemplo de la civilización, presentándose, juntamente con las gentes del pueblo, a venerar las reliquias de los mártires. Todo fue inútil. Los hispanorromanos resistían heroicamente: unos sufrieron el tormento, otros la cárcel, y los obispos más egregios fueron arrojados de sus sedes. Entre tanto, Hermenegildo se preparaba a la defensa; muchas ciudades y castillos se habían declarado en su favor; dos ejércitos de Toledo habían sido derrotados, y los embajadores del príncipe negociaban en las cortes de los suevos, de los francos y de los bizantinos. También Leovigildo se preparaba para combatir. A fines del año 582 reunía su gente, sitiaba y ganaba a Cáceres y Mérida, separaba de la alianza de Hermenegildo a los suevos y los imperiales, y se presentaba delante de Sevilla. Los sevillanos amaban al joven rey, y se le amaba en toda la Botica. El epígrafe de un templo de Alcalá de Guadaira nos ha transmitido la inquietud de los católicos en aquellos días y el eco del amor que a Hermenegildo profesaban. Dice así: «Cristo. En el nombre del Señor. En el año felizmente segundo del reinado de nuestro señor Hermenegildo rey, a quien persigue su padre el rey Leovigildo en la ciudad de Sevilla.» Fue una defensa heroica que duró cerca de dos años, hasta que el pan empezó a faltar, los defensores se quedaron sin armas y el Betis se alejó de la ciudad, cambiado su curso por los sitiadores. Entonces Hermenegildo tuvo un gesto hermoso: puso en salvo a su mujer en territorio bizantino, y se dirigió a Córdoba, dispuesto a defender su causa hasta el fin. Allí se le presentó su hermano Recaredo, ofreciéndole perdón y olvido: «Acércate, hermano mío —le decía—; póstrate a los pies de nuestro padre y te perdonará todo.» Poco después llegaba Leovigildo también. «¡Padre, padre, padre!», clama el príncipe al verle venir; luego, arrojándose a sus pies, se los regaba con las lágrimas.
Leovigildo le alzó del suelo, le besó en el rostro y con palabras cariñosas le condujo al campamento. El pobre príncipe había caído en el lazo. Poco después le despojaban de las vestiduras reales, le cubrían con un saco de infamia y le cargaban de cadenas. Lleváronle de Córdoba a Toledo, de Toledo a Valencia y de Valencia a Tarragona. Vivía hundido en un mísero calabozo, atado de pies y manos, bajo la custodia de un carcelero cruel, digno emisario de la vengativa Gosvinda. Se hicieron esfuerzos inauditos para obligarle a apostatar; pero el permanecía inmóvil en su fe. Una noche—era la noche que precedía a la Pascua—apareció en la prisión un obispo arriano que venía a darle la comunión y a ofrecerle la gracia paterna. Hermenegildo le rechazó indignado, rehusando comunicar con los herejes. Unos días después el verdugo segaba su cabeza.
Así murió aquel príncipe desgraciado, y, ¡caso extraño!, ningún escritor español de aquel tiempo tuvo una palabra de conmiseración para él. Los mismos perseguidos de su padre le trataron con crueldad. Juan Biclarense le llama tirano y rebelde; San Isidoro dice que tiranizó a su patria, y Gregorio de Tours, que nos describe el gesto magnífico del mártir en la prisión, llega a llamarle miserable. Ni en el tercer Concilio de Toledo, donde triunfaban las ideas por las cuales había derramado su sangre, hubo para él el menor recuerdo. Pero tal vez no era éste el sentir del pueblo: unos peregrinos que llegaron por aquellos días a Roma contaron los sucesos a San Gregorio Magno, le hablaron de la arrogancia, del valor, del heroísmo del príncipe, y el gran Pontífice nos dejó de él un elogio entusiasta.
San Estanislao, nació en Szczepanow, cerca de Cracovia el día 26 de julio de 1030. Fue hijo único. Su nacimiento puede considerarse como un prodigio, pues vino al mundo después de treinta años de casados sus padres.
Los padres, Wielislaw y Bogna, de noble alcurnia, llevaban vida austera y piadosa, siendo muy estimados por sus grandes virtudes.
En el hogar paterno Estanislao recibió una esmerada cultura, tanto moral como intelectual; sus estudios superiores los realizó en Cracovia y en París.
Fue ordenado sacerdote por el obispo de Cracovia, Lamberto, siendo elegido sucesor de esta sede el día 2 de febrero de 1072. Gobernó valientemente la diócesis durante ocho años, al cabo de los cuales fue martirizado.
El día 17 de septiembre de 1253 quedó canonizado en Asís por el papa Inocencio IV. El papa Clemente VIII extendió su culto para toda la Iglesia en el año 1605.
La muerte de San Estanislao en el pensamiento polaco significa lo mismo que la muerte de los valores con los cuales él vivía, por los que luchaba y por los que murió como mártir. Con la muerte de estos valores desaparecía también Polonia; por el contrario, con el desarrollo de estas virtudes se reavivaron las almas de los polacos, y sus méritos colmaban la nación de beneficios especiales.
Esta idea tan acertada —es un lema de la existencia de Polonia— y de actualidad siempre en la vida del pueblo polaco, el papa Pío XII la subrayó en una carta dirigida al cardenal primado de Polonia, monseñor Esteban Wyszynski, el día 16 de julio de 1953.
No cabe duda. La figura del Santo constituye para todo el pueblo polaco, en su marcha histórica, ideológica y natural, un magnífico ejemplar y seguro guía.
Por otra parte, la grandeza de San Estanislao consiste en saber vivir y realizar el ideal de nuestra religión, tantas veces subrayado por San Pablo: christianus sum. Este ideal le hizo hombre de gran virtud, fundada en la confianza en Dios, que por honrarle, por la religión verdadera, por la justicia, por la libertad y salvación de su pueblo, llegaba a despreciar todas las penas, dificultades, cruces y sufrimientos, guardando siempre en los momentos más importantes y duros de su vida el equilibrio de su espíritu, su fervorosa piedad y un alma inquebrantable.
No es cierto que San Estanislao fuera un hombre duro y de un temperamento rencoroso y terco que le llevara al conflicto con el rey Boleslao y, en consecuencia, a la muerte. Es una opinión falsa y sin fundamento, porque los motivos de su actuación que causaron su martirio eran altamente cristianos, dignos de un obispo católico.
El primer biógrafo y famoso historiador polaco, Jan DIugosz, confirma esta opinión diciendo: «Estanislao era de carácter dulce y humilde, pacífico y púdico; era muy cuidadoso en reprimir sus propias, faltas antes de hacerlo con sus prójimos; era un alma que jamás mostró soberbia ni se dejó llevar por la ira, muy atento, de naturaleza afable y humano, de gran ingenio y sabiduría, y dispuesto siempre a ayudar a quien necesitaba ayuda alguna. Odiaba la adulación e hipocresía, mostrándose siempre sencillo y de corazón abierto».
En una palabra, el obispo de Cracovia era un hombre serio, templado y de verdadera santidad.
Todo lo contrario le ocurría al rey polaco Boleslao. Era un gran guerrero, muy valiente y audaz; pero también era figura de grandes vicios y de muy débil voluntad, defectos que le oscurecieron la inteligencia y le llevaron a la mayor catástrofe de su vida. Agravaron esta situación suya los éxitos políticos y militares, hasta tal punto que en su soberbia Boleslao llegó a creer que a él, el rey, le estaba permitido todo; su conducta se manifestó entonces totalmente amoral, dando paso a sinnúmero de crueldades y abusos que clamaron al cielo.
San Estanislao, viendo un mal tan grande y pecados tan notorios, no pudo quedarse tranquilo; callar en esta situación significaba lo mismo que aprobar la conducta del rey. Decidió entonces intervenir. Varios eran los motivos que tenía San Estanislao para amonestar al soberano. En primer lugar era el obispo de la capital de Polonia, vivía cerca de la corte del rey, era el obispo de la Iglesia de Cristo, que no podía quedarse mudo frente a un pecador público; era un cristiano que debía amonestar a un hermano suyo que estaba errando. Además, Estanislao era un alto dignatario de la Corona y por esto quería demostrar su disconformidad con los tímidos cortesanos.
Sin embargo, la empresa no era fácil ni sin grandes peligros, pues Gallus Anonimus, la auténtica historia polaca de aquella época, llama al rey Boleslao «rex ferox». Se debía, por tanto, emplear la máxima prudencia.
San Estanislao, en el cumplimiento de este deber suyo, se mostró a su debida altura. Amonestaba al rey pidiendo y rogándole que cambiase su postura, que frenase su inmoralidad, el terror y toda la ilegalidad. Actuaba paternal y pacíficamente, sin ira y sin faltar al respeto a un soberano.
Sin embargo, todos sus esfuerzos fueron vanos. Según Jan Dlugosz, el efecto era contrario. El rey, en vez de prestar atención a los consejos de su obispo, se llenaba de furia y contestaba con amenazas, olvidándose de su propio honor. Boleslao no quiso ver en la persona del obispo de Cracovia sino a un audaz enemigo que se atrevía a reprimir al rey. En consecuencia, la justa postura del obispo de Cracovia quedó juzgada falsamente y, herido el corazón del rey, decidió su muerte. Aprovechando la ocasión de que el obispo celebraba una misa en las afueras de la ciudad, en la iglesia llamada «Na Skalce”, invadió el templo con su cuadrilla y le mató personalmente durante el santo sacrificio.
La leyenda que siempre acompaña a hechos tan extraordinarios dice que el rey se detuvo ante la puerta de la misma iglesia, mandando entrar a sus soldados y dar la muerte al santo obispo. Estos, intentando cumplir la orden, tres veces llegaron hasta el altar y tres veces, aterrorizados por el miedo, huyeron del templo. Fue entonces cuando el furibundo rey penetró y, yéndose hasta el altar, personalmente mató al ilustre prelado. Cometido el crimen, mandó sacar el cadáver fuera de la iglesia y machacarlo con las espadas.
Satisfecho de su éxito dejó los restos a la intemperie para que fueran pasto de las fieras. Sin embargo, era Dios mismo, prosigue la leyenda, quien se preocupó por estos santos restos mortales de un obispo mártir. En el lugar del sacrilegio aparecieron cuatro grandes águilas reales que volaron sobre estas reliquias durante el tiempo que tardó en integrarse el cuerpo de nuevo y hasta que Ilegaron los sacerdotes para recogerlo.
Esta leyenda tiene mucha aceptación en Polonia, pues su símbolo profético era, y es, muy vivo. La maldad desmembró el cuerpo del obispo Estanislao, la santidad lo unió milagrosamente de nuevo. En la vida histórica de la nación varias veces la maldad desmembró a Polonia, pero era la santidad, la penitencia del pueblo, sus sacrificios y la perseverancia en sus altos valores lo que unía a Polonia de nuevo y la resucitaba. Siempre que Polonia defendía el reinado de Dios, la Verdad, la justicia y el bien de las almas era nación grande e invencible; si traicionaba estos valores caía desmembrada.
Los amigos del rey justificaban al soberano divulgando que el castigo era justo porque el obispo de Cracovia era un traidor. Hoy día esta canción la cantan también los enemigos de Polonia. Y surge la pregunta: ¿A quién debía obedecer el obispo de Cracovia? ¿A Dios o al rey? ¿Debía, acaso, traicionar su fe y a su Dios y servir a un rey que ha traicionado todo? San Estanislao se mostró un obispo intrépido, un magno defensor de los derechos de Dios, de la moral y de la justicia. He aquí su gloria y su ejemplo para todos los cristianos.
Dios, justo y santo, honró esta postura, pues tanto durante su vida como después de su muerte muchos milagros —el proceso de canonización revisó 36 de primera clase— glorificaron la santidad de este intrépido obispo de Cracovia.
San Estanislao era uno de estos seres a quienes Dios, queriendo manifestar su omnipotencia, y para que sirvan de ejemplo a los demás hombres, les concede bienes sobrenaturales, con el fin de que, por ellos, la verdad de la fe y de la religión brille para la salvación y confortación de los creyentes.
Mateo 13, 44-52. Decimoséptimo Domingo del Tiempo Ordinario. Quien encuentra el Reino de Dios no tiene dudas, siente que es eso que buscaba, que esperaba y que responde a sus aspiraciones más auténticas. Y es verdaderamente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús: ¡este es el gran tesoro!
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?». «Sí», le respondieron. Entonces agregó: «Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo».
Primera lectura: Primer Libro de los Reyes, 1 Re 3, 5.7-12
Salmo: Sal 119(118), 57.72.76-77.127-130
Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 8, 28-30
Oración introductoria
Señor, dame la gracia de saber vivir de cara a la eternidad. Creo en Ti, eres mi compañía y mi fuerza. Creo que diariamente me buscas, pidiéndome que dependa más de Ti y no de las creaturas. Espero en Ti como el Único capaz de llenar mi deseo de amar y ser amado. Te amo en este momento con mi oración y mi deseo de ser fiel y generoso en lo que hoy quieras pedirme.
Petición
Señor, te pido tu gracia para ser dócil a tu voluntad, para poder abrirme a tu gracia, para ponerte siempre en el primer lugar en mi vida.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las breves semejanzas propuestas por la liturgia de hoy son la conclusión del capítulo del Evangelio de Mateo dedicado a las parábolas del reino de Dios (13, 44-52). Entre ellas hay dos pequeñas obras maestras: las parábolas del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor. Ellas nos dicen que el descubrimiento del reino de Dios puede llegar improvisamente como sucedió al campesino, que arando encontró el tesoro inesperado; o bien después de una larga búsqueda, como ocurrió al comerciante de perlas, que al final encontró la perla preciosísima que soñaba desde hacía tiempo. Pero en un caso y en el otro permanece el dato primario de que el tesoro y la perla valen más que todos lo demás bienes, y, por lo tanto, el campesino y el comerciante, cuando los encuentran, renuncian a todo lo demás para poder adquirirlos. No tienen necesidad de hacer razonamientos, o de pensar en ello, de reflexionar: inmediatamente se dan cuenta del valor incomparable de aquello que han encontrado, y están dispuestos a perder todo con tal de tenerlo.
Así es para el reino de Dios: quien lo encuentra no tiene dudas, siente que es eso que buscaba, que esperaba y que responde a sus aspiraciones más auténticas. Y es verdaderamente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús: ¡este es el gran tesoro!
Cuántas personas, cuántos santos y santas, leyendo con corazón abierto el Evangelio, quedaron tan conmovidos por Jesús que se convirtieron a Él. Pensemos en san Francisco de Asís: él ya era cristiano, pero un cristiano «al agua de rosas». Cuando leyó el Evangelio, en un momento decisivo de su juventud, encontró a Jesús y descubrió el reino de Dios, y entonces todos sus sueños de gloria terrena se desvanecieron. El Evangelio te permite conocer al verdadero Jesús, te hace conocer a Jesús vivo; te habla al corazón y te cambia la vida. Y entonces sí lo dejas todo. Puedes cambiar efectivamente de tipo de vida, o bien seguir haciendo lo que hacías antes pero tú eres otro, has renacido: has encontrado lo que da sentido, lo que da sabor, lo que da luz a todo, incluso a las fatigas, al sufrimiento y también a la muerte.
Leer el Evangelio. Leer el Evangelio. Ya hemos hablado de esto, ¿lo recordáis? Cada día leer un pasaje del Evangelio; y también llevar un pequeño Evangelio con nosotros, en el bolsillo, en la cartera, al alcance de la mano. Y allí, leyendo un pasaje encontraremos a Jesús. Todo adquiere sentido allí, en el Evangelio, donde encuentras este tesoro, que Jesús llama «el reino de Dios», es decir, Dios que reina en tu vida, en nuestra vida; Dios que es amor, paz y alegría en cada hombre y en todos los hombres. Esto es lo que Dios quiere, y esto es por lo que Jesús entregó su vida hasta morir en una cruz, para liberarnos del poder de las tinieblas y llevarnos al reino de la vida, de la belleza, de la bondad, de la alegría. Leer el Evangelio es encontrar a Jesús y tener esta alegría cristiana, que es un don del Espíritu Santo.
Queridos hermanos y hermanas, la alegría de haber encontrado el tesoro del reino de Dios se transparenta, se ve. El cristiano no puede mantener oculta su fe, porque se transparenta en cada palabra, en cada gesto, incluso en los más sencillos y cotidianos: se trasluce el amor que Dios nos ha donado a través de Jesús. Oremos, por intercesión de la Virgen María, para que venga a nosotros y a todo el mundo su reino de amor, justicia y paz.
2816 En el Nuevo Testamento, la palabra basileia se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios es para nosotros lo más importante. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
«Incluso […] puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 13).
2817 Esta petición es el Marana Tha, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:
«Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición , dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?” (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!» (Tertuliano, De oratione, 5, 2-4).
2818 En la Oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo” (cf Plegaria eucarística IV, 118: Misal Romano).
2819 “El Reino de Dios […] [es] justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):
«Solo un corazón puro puede decir con seguridad: “¡Venga a nosotros tu Reino!” Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: “Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal” (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: “¡Venga tu Reino!”» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae 5, 13).
2820 Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf GS 22; 32; 39; 45; EN 31).
2821 Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).
Empecemos por nuestro corazón y por nuestra casa. Que cada día Dios sea lo más imprtante en mi vida, buscar que el Reino de Dios viva en mi corazón, a través de la oración y la caridad a los demás.
Diálogo con Cristo
Jesús, ni el trabajo, ni el estudio, ni las ocupaciones cotidianas, deben ser un obstáculo para estar unido a Ti. Sólo dejando que gobiernes y ordenes mi vida, podrá venir a mí tu Reino. Reconociéndote hoy como mi Rey y Señor, todo mi día se convertirá en un medio para alabarte, para glorificarte y amarte, por medio de mi amor y servicio a los demás.
Juan 11, 19-27. Memoria litúrgica de santa Marta. Cristo es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera… que derrumba el muro de la muerte; en Cristo habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna.
Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo».
Dios mío, Tan grande es tu amor que no dejas de compadecerte de mí, a pesar de mis debilidades, porque digo y no hago, ofrezco y no cumplo. ¡Ven a iluminar mi oración! Dame la gracia que me hará crecer en amor y en fidelidad.
Petición
Señor, quiero ser todo para Ti, concédeme olvidarme de mis preocupaciones para poder escucharte.
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
[…] la muerte representa para nosotros como un muro que nos impide ver mas allá; y sin embargo nuestro corazón se proyecta mas allá de este muro y, aunque no podemos conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en el destierro, lejos de la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará regresar a su tierra, para descansar en paz en ella (cf. Ez 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto a sus padres es anhelo de una «patria» que lo acoja al final de sus fatigas terrenas. Esta concepción no implica aún la idea de una resurrección personal de la muerte, pues esta sólo aparece hacia el final del Antiguo Testamento, y en tiempos de Jesús aún no la compartían todos los judíos. Por lo demás, incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna con frecuencia va acompañada de muchas dudas y mucha confusión, porque se trata de una realidad que rebasa los límites de nuestra razón y exige un acto de fe. En el Evangelio de hoy —la resurrección de Lázaro—, escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice: «Tu hermano resucitará», ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día» (Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una nueva realidad, una «nueva tierra», finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios. Por este motivo, san Pablo escribe: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11). Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa de esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 11, 27), a descubrir que él es verdaderamente nuestra salvación.
«Manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra» (Prefacio de los Santos I, Misal Romano; cf. «Doctor de la gracia» San Agustín, Enarratio in Psalmum, 102, 7).
2006 El término “mérito” designa en general la retribución debida por parte de una comunidad o una sociedad a la acción de uno de sus miembros, considerada como obra buena u obra mala, digna de recompensa o de sanción. El mérito corresponde a la virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la rige.
2007 Frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito por parte del hombre. Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador.
2008 El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente. Por otra parte, el mérito del hombre recae también en Dios, pues sus buenas acciones proceden, en Cristo, de las gracias prevenientes y de los auxilios del Espíritu Santo.
2009 La adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho del amor, que nos hace “coherederos” de Cristo y dignos de obtener la herencia prometida de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1546). Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf Concilio de Trento: DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido […] Los méritos son dones de Dios” (San Agustín, Sermo 298, 4-5).
2010 “Puesto que la iniciativa en el orden de la gracia pertenece a Dios, nadie puede merecer la gracia primera, en el inicio de la conversión, del perdón y de la justificación. Bajo la moción del Espíritu Santo y de la caridad, podemos después merecer en favor nuestro y de los demás gracias útiles para nuestra santificación, para el crecimiento de la gracia y de la caridad, y para la obtención de la vida eterna. Los mismos bienes temporales, como la salud, la amistad, pueden ser merecidos según la sabiduría de Dios. Estas gracias y bienes son objeto de la oración cristiana, la cual provee a nuestra necesidad de la gracia para las acciones meritorias.
2011 La caridad de Cristo es en nosotros la fuente de todos nuestros méritos ante Dios. La gracia, uniéndonos a Cristo con un amor activo, asegura el carácter sobrenatural de nuestros actos y, por consiguiente, su mérito tanto ante Dios como ante los hombres. Los santos han tenido siempre una conciencia viva de que sus méritos eran pura gracia.
«Tras el destierro en la tierra espero gozar de ti en la Patria, pero no quiero amontonar méritos para el Cielo, quiero trabajar sólo por vuestro amor […] En el atardecer de esta vida compareceré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que cuentes mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de ti mismo» (Santa Teresa del Niño Jesús, Acte d’offrande á l’Amour miséricordieux: Récréations pieuses-Priéres).
Hacer una visita al Santísimo Sacramento para escuchar lo que Dios me quiere decir hoy y dejarlo entrar en nuestra vida.
Diálogo con Cristo
Señor, sé, como decía san Agustín, que las aflicciones y tribulaciones que a veces sufrimos nos sirven de advertencia y corrección, y que si tuviera la fe debida, no temería a nada ni a nadie, porque todo pasa para nuestro bien, si sabemos poner todo en tus manos. Pero bien conoces mi debilidad, mi necesidad de sentir tu consuelo y tu presencia, ven a mi corazón, que quiere resucitar contigo, para poder experimentar el amor de Dios.
Mateo 13, 18-23. Viernes de la 16.ª semana del Tiempo Ordinario. Por favor, dejen que Cristo y su Palabra entren en su vida, dejen entrar la simiente de la Palabra de Dios, dejen que germine, dejen que crezca. Dios hace todo pero ustedes déjenlo hacer, dejen que Él trabaje en ese crecimiento.
Escuchen, entonces, lo que significa la parábola del sembrador. Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno».
Señor, la semilla de tu Palabra siempre produce buenos frutos. No permitas que las distracciones me arrebaten lo que en esta oración quieres revelarme. ¡Ven, Espíritu Santo!
Petición
Señor, dame tu gracia para tu semilla de amor se multiplique en mi vida.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos jóvenes
Al verlos a ustedes, presentes hoy aquí, me viene a la mente la historia de San Francisco de Asís. Ante el crucifijo oye la voz de Jesús, que le dice: «Ve, Francisco, y repara mi casa». Y el joven Francisco responde con prontitud y generosidad a esta llamada del Señor: repara mi casa. Pero, ¿qué casa? Poco a poco se da cuenta de que no se trataba de hacer de albañil para reparar un edificio de piedra, sino de dar su contribución a la vida de la Iglesia; se trataba de ponerse al servicio de la Iglesia, amándola y trabajando para que en ella se reflejara cada vez más el rostro de Cristo.
También hoy el Señor sigue necesitando a los jóvenes para su Iglesia. Queridos jóvenes, el Señor los necesita. También hoy llama a cada uno de ustedes a seguirlo en su Iglesia y a ser misioneros. Queridos jóvenes, el Señor hoy los llama. No al montón. A vos, a vos, a vos, a cada uno. Escuchen en el corazón qué les dice. Pienso que podemos aprender algo de lo que pasó en estos días: cómo tuvimos que cancelar por el mal tiempo la realización de esta vigilia en el Campus Fidei, en Guaratiba. ¿No estaría el Señor queriendo decirnos que el verdadero campo de la fe, el verdadero Campus Fidei, no es un lugar geográfico sino que somos nosotros? ¡Sí! Es verdad. Cada uno de nosotros, cada uno ustedes, yo, todos. Y ser discípulo misionero significa saber que somos el Campo de la Fe de Dios. Por eso, a partir de la imagen del Campo de la Fe, pensé en tres imágenes, tres, que nos pueden ayudar a entender mejor lo que significa ser un discípulo-misionero: la primera imagen, la primera, el campo como lugar donde se siembra; la segunda, el campo como lugar de entrenamiento; y la tercera, el campo como obra de construcción.
1. Primero, el campo como lugar donde se siembra. Todos conocemos la parábola de Jesús que habla de un sembrador que salió a sembrar en un campo; algunas simientes cayeron al borde del camino, entre piedras o en medio de espinas, y no llegaron a desarrollarse; pero otras cayeron en tierra buena y dieron mucho fruto (cf. Mt 13,1-9). Jesús mismo explicó el significado de la parábola: La simiente es la Palabra de Dios sembrada en nuestro corazón (cf. Mt 13,18-23). Hoy, todos los días, pero hoy de manera especial, Jesús siembra. Cuando aceptamos la Palabra de Dios, entonces somos el Campo de la Fe. Por favor, dejen que Cristo y su Palabra entren en su vida, dejen entrar la simiente de la Palabra de Dios, dejen que germine, dejen que crezca. Dios hace todo pero ustedes déjenlo hacer, dejen que Él trabaje en ese crecimiento.
Jesús nos dice que las simientes que cayeron al borde del camino, o entre las piedras y en medio de espinas, no dieron fruto. Creo que con honestidad podemos hacernos la pregunta: ¿Qué clase de terreno somos, qué clase de terreno queremos ser? Quizás a veces somos como el camino: escuchamos al Señor, pero no cambia nada en nuestra vida, porque nos dejamos atontar por tantos reclamos superficiales que escuchamos. Yo les pregunto, pero no contesten ahora, cada uno conteste en su corazón: ¿Yo soy un joven, una joven, atontado? O somos como el terreno pedregoso: acogemos a Jesús con entusiasmo, pero somos inconstantes ante las dificultades, no tenemos el valor de ir a contracorriente. Cada uno contestamos en nuestro corazón: ¿Tengo valor o soy cobarde? O somos como el terreno espinoso: las cosas, las pasiones negativas sofocan en nosotros las palabras del Señor (cf. Mt 13,18-22). ¿Tengo en mi corazón la costumbre de jugar a dos puntas, y quedar bien con Dios y quedar bien con el diablo? ¿Querer recibir la semilla de Jesús y a la vez regar las espinas y los yuyos que nacen en mi corazón? Cada uno en silencio se contesta. Hoy, sin embargo, yo estoy seguro de que la simiente puede caer en buena tierra. Escuchamos estos testimonios, cómo la simiente cayó en buena tierra. No padre, yo no soy buena tierra, soy una calamidad, estoy lleno de piedras, de espinas, y de todo. Sí, puede que por arriba, pero hacé un pedacito, hacé un cachito de buena tierra y dejá que caiga allí, y vas a ver cómo germina. Yo sé que ustedes quieren ser buena tierra, cristianos en serio, no cristianos a medio tiempo, no cristianos «almidonados» con la nariz así [empinada] que parecen cristianos y en el fondo no hacen nada. No cristianos de fachada. Esos cristianos que son pura facha, sino cristianos auténticos. Sé que ustedes no quieren vivir en la ilusión de una libertad chirle que se deja arrastrar por la moda y las conveniencias del momento. Sé que ustedes apuntan a lo alto, a decisiones definitivas que den pleno sentido. ¿Es así, o me equivoco? ¿Es así? Bueno, si es así hagamos una cosa: todos en silencio, miremos al corazón y cada uno dígale a Jesús que quiere recibir la semilla. Dígale a Jesús: Mira Jesús las piedras que hay, mirá las espinas, mirá los yuyos, pero mirá este cachito de tierra que te ofrezco, para que entre la semilla. En silencio dejamos entrar la semilla de Jesús. Acuérdense de este momento. Cada uno sabe el nombre de la semilla que entró. Déjenla crecer y Dios la va a cuidar.
2. El campo, además de ser lugar de siembra, es lugar de entrenamiento. Jesús nos pide que le sigamos toda la vida, nos pide que seamos sus discípulos, que «juguemos en su equipo». A la mayoría de ustedes les gusta el deporte. Aquí, en Brasil, como en otros países, el fútbol es pasión nacional. ¿Sí o no? Pues bien, ¿qué hace un jugador cuando se le llama para formar parte de un equipo? Tiene que entrenarse y entrenarse mucho. Así es nuestra vida de discípulos del Señor. San Pablo, escribiendo a los cristianos, nos dice: «Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible» (1 Co 9,25). Jesús nos ofrece algo más grande que la Copa del Mundo; ¡algo más grande que la Copa del Mundo! Jesús nos ofrece la posibilidad de una vida fecunda y feliz, y también un futuro con él que no tendrá fin, allá en la vida eterna. Es lo que nos ofrece Jesús. Pero nos pide que paguemos la entrada. Y la entrada es que nos entrenemos para «estar en forma», para afrontar sin miedo todas las situaciones de la vida, dando testimonio de nuestra fe. A través del diálogo con él, la oración – «Padre, ahora nos va hacer rezar a todos, ¿no?» –. Te pregunto, pero contestan en su corazón, ¡eh! No en voz alta, en silencio. ¿Yo rezo? Cada uno se contesta. ¿Yo hablo con Jesús? O le tengo miedo al silencio. ¿Dejo que el Espíritu Santo hable en mi corazón? ¿Yo le pregunto a Jesús: Qué querés que haga? ¿Qué querés de mi vida? Esto es entrenarse. Pregúntenle a Jesús, hablen con Jesús. Y si cometen un error en la vida, si se pegan un resbalón, si hacen algo que está mal, no tengan miedo. Jesús, mirá lo que hice, ¿qué tengo que hacer ahora? Pero siempre hablen con Jesús, en las buenas y en las malas. Cuando hacen una cosa buena y cuando hacen una cosa mala. ¡No le tengan miedo! Eso es la oración. Y con eso se van entrenando en el diálogo con Jesús en este discipulado misionero. Y también a través de los sacramentos, que hacen crecer en nosotros su presencia. A través del amor fraterno, del saber escuchar, comprender, perdonar, acoger, ayudar a los otros, a todos, sin excluir y sin marginar. Estos son los entrenamientos para seguir a Jesús: la oración, los sacramentos y la ayuda a los demás, el servicio a los demás. ¿Lo repetimos juntos todos? «Oración, sacramentos y ayuda a los demás» [todos lo repiten en voz alta]. No se oyó bien. Otra vez [ahora más fuerte].
3. Y tercero: El campo como obra de construcción. Acá estamos viendo cómo se ha construido esto aquí. Se empezaron a mover los muchachos, las chicas. Movieron y construyeron una iglesia. Cuando nuestro corazón es una tierra buena que recibe la Palabra de Dios, cuando «se suda la camiseta», tratando de vivir como cristianos, experimentamos algo grande: nunca estamos solos, formamos parte de una familia de hermanos que recorren el mismo camino: somos parte de la Iglesia. Estos muchachos, estas chicas no estaban solos, en conjunto hicieron un camino y construyeron la iglesia, en conjunto hicieron lo de San Francisco: construir, reparar la iglesia. Te pregunto: ¿Quieren construir la iglesia? [todos: «¡Sí!»] ¿Se animan? [todos: «¡Sí!»] ¿Y mañana se van a olvidar de este sí que dijeron? [todos: «¡No!»] ¡Así me gusta! Somos parte de la iglesia, más aún, nos convertimos en constructores de la Iglesia y protagonistas de la historia. Chicos y chicas, por favor: no se metan en la cola de la historia. Sean protagonistas. Jueguen para adelante. Pateen adelante, construyan un mundo mejor. Un mundo de hermanos, un mundo de justicia, de amor, de paz, de fraternidad, de solidaridad. Jueguen adelante siempre. San Pedro nos dice que somos piedras vivas que forman una casa espiritual (cf. 1 P 2,5). Y miramos este palco, vemos que tiene forma de una iglesia construida con piedras vivas. En la Iglesia de Jesús, las piedras vivas somos nosotros, y Jesús nos pide que edifiquemos su Iglesia; cada uno de nosotros es una piedra viva, es un pedacito de la construcción, y si falta ese pedacito cuando viene la lluvia entra la gotera y se mete el agua dentro de la casa. Cada pedacito vivo tiene que cuidar la unidad y la seguridad de la Iglesia. Y no construir una pequeña capilla donde sólo cabe un grupito de personas. Jesús nos pide que su Iglesia sea tan grande que pueda alojar a toda la humanidad, que sea la casa de todos. Jesús me dice a mí, a vos, a cada uno: «Vayan, hagan discípulos a todas las naciones». Esta tarde, respondámosle: Sí, Señor, también yo quiero ser una piedra viva; juntos queremos construir la Iglesia de Jesús. Quiero ir y ser constructor de la Iglesia de Cristo. ¿Se animan a repetirlo? Quiero ir y ser constructor de la Iglesia de Cristo. A ver ahora… [todos «¡Sí!»]. Después van a pensar lo que dijeron juntos…
Tu corazón, corazón joven, quiere construir un mundo mejor. Sigo las noticias del mundo y veo que tantos jóvenes, en muchas partes del mundo, han salido por las calles para expresar el deseo de una civilización más justa y fraterna. Los jóvenes en la calle. Son jóvenes que quieren ser protagonistas del cambio. Por favor, no dejen que otros sean los protagonistas del cambio. Ustedes son los que tienen el futuro. Ustedes… Por ustedes entra el futuro en el mundo. A ustedes les pido que también sean protagonistas de este cambio. Sigan superando la apatía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes sociales y políticas que se van planteando en diversas partes del mundo. Les pido que sean constructores del futuro, que se metan en el trabajo por un mundo mejor. Queridos jóvenes, por favor, no balconeen la vida, métanse en ella, Jesús no se quedó en el balcón, se metió; no balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús. Sin embargo, queda una pregunta: ¿Por dónde empezamos? ¿A quién le pedimos que empiece esto? ¿Por dónde empezamos? Una vez, le preguntaron a la Madre Teresa qué era lo que había que cambiar en la Iglesia, para empezar: por qué pared de la Iglesia empezamos. ¿Por dónde – dijeron –, Madre, hay de empezar? Por vos y por mí, contestó ella. ¡Tenía garra esta mujer! Sabía por dónde había que empezar. Yo también hoy le robo la palabra a la madre Teresa, y te digo: ¿Empezamos? ¿Por dónde? Por vos y por mí. Cada uno, en silencio otra vez, pregúntese si tengo que empezar por mí, por dónde empiezo. Cada uno abra su corazón para que Jesús les diga por dónde empiezo.
Queridos amigos, no se olviden: ustedes son el campo de la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes son los constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor. Levantemos nuestros ojos hacia la Virgen. Ella nos ayuda a seguir a Jesús, nos da ejemplo con su «sí» a Dios: «Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). Se lo digamos también nosotros a Dios, junto con María: Hágase en mí según tu palabra. Que así sea.
101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum,103,4,1).
103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
104 En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).
Poner un medio concreto para crecer en la virtud que me lleve a dominar mi defecto dominante.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, aunque creo que Tú eres lo más importante de toda mi vida, tristemente tengo que reconocer que fácilmente dejo que otras cosas ocupen el lugar que sólo a Ti te corresponde. Dejo que tu semilla se ahogue entre las espinas de mi debilidad al permitir que mis sentimientos gobiernen mis acciones, en vez de mi fe y convicciones. Ayuda mi voluntad para que mi vida sea esa tierra buena donde la semilla de tu amor crezca y dé frutos abundantes.
Mateo 13, 10-17. Jueves de la 16.ª semana del Tiempo Ordinario. Las parábolas, por su naturaleza, requieren un esfuerzo de interpretación, interpelan la inteligencia pero también la libertad.
Los discípulos se acercaron y le dijeron: «¿Por qué les hablas por medio de parábolas?». Él les respondió: «A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: «Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán, Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure». Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron».
Primera lectura: Libro de Éxodo, Éx 19, 1-2.9-11.16-20b
Salmo (tomado del Libro de Daniel): Dan 3, 52-56
Oración preparatoria
Jesús, la fe, esperanza y caridad son los bienes espirituales que me has regalado en mi bautismo. Cuando ejercito mi fe, mi esperanza y mi amor, tu gracia se multiplica y me enriquece. En esta oración, además de agradecerte estos dones, que son la dicha de mi vida, te suplico me permitas ver y oír lo que me quieres decir hoy.
Petición
Señor, dame más fe, esperanza y amor, para corresponder mejor a tu gracia.
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
«¿Por qué les hablas en parábolas?», preguntan los discípulos (Mt 13, 10). Y Jesús responde poniendo una distinción entre ellos y la multitud: a los discípulos, es decir, a los que ya se han decidido por él, les puede hablar del reino de Dios abiertamente; en cambio, a los demás debe anunciarlo en parábolas, para estimular precisamente la decisión, la conversión del corazón; de hecho, las parábolas, por su naturaleza, requieren un esfuerzo de interpretación, interpelan la inteligencia pero también la libertad. Explica san Juan Crisóstomo: «Jesús pronunció estas palabras con la intención de atraer a sí a sus oyentes y solicitarlos asegurando que, si se dirigen a él, los sanará» (Com. al Evang. de Mat., 45, 1-2). En el fondo, la verdadera «Parábola» de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, oculta y al mismo tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en él, sino que nos atrae hacia sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: de hecho, el amor respeta siempre la libertad.
65 «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra […]; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).
Comprometerme con Dios al aplicar, a mi propia vida, las enseñanzas de las parábolas del Evangelio.
Diálogo con Cristo
Se puede ver y oír el mundo y sus acontecimientos con la pura razón o, además de ésta, con fe, esperanza y caridad. Así se puede ver un mundo limitado, pasajero temporal, o, un mundo ilimitado de posibilidades y realizaciones, perdurables y eternas. También, puedo reducir mi conocimiento de Cristo sólo a mi razón o buscar experimentar su presencia y su amor. Ayúdame, Espíritu Santo, dame la gracia para crecer en la fe, la esperanza y el amor para ver y oír a Cristo, al mundo y a los demás, como Tú quieres que los vea.