Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del Colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa «el Señor ha dado su gracia». Estaba arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús lo llamó junto a su hermano (cf. Mt 4, 21; Mc 1, 19).
Juan siempre forma parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (cf. Mc 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro a la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, a cuya hija resucitará (cf. Mc 5, 37); lo sigue cuando sube a la montaña para transfigurarse (cf. Mc 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando, ante el imponente templo de Jerusalén, pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo (cf. Mc 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de Getsemaní se retira para orar al Padre, antes de la Pasión (cf. Mc 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para enviarles a preparar la sala para la Cena, les encomienda a él y a Pedro esta misión (cf. Lc 22, 8).
Esta posición de relieve en el grupo de los Doce hace, en cierto sentido, comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda en el Reino (cf. Mt 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió preguntándoles si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo estaba a punto de beber (cf. Mt 20, 22). Con estas palabras quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirlos en el conocimiento del misterio de su persona y anticiparles la futura llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre. De hecho, poco después Jesús precisó que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los «hijos de Zebedeo» pescando junto a Pedro y a otros discípulos en una noche sin resultados, a la que sigue, tras la intervención del Resucitado, la pesca milagrosa: «El discípulo a quien Jesús amaba» fue el primero en reconocer al «Señor» y en indicárselo a Pedro (cf. Jn 21, 1-13).
Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. De hecho, Pablo lo incluye entre los que llama las «columnas» de esa comunidad (cf. Ga 2, 9). En realidad, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, lo presenta junto a Pedro mientras van a rezar al templo (cf. Hch 3, 1-4. 11) o cuando comparecen ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (cf. Hch 4, 13. 19). Junto con Pedro es enviado por la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que habían aceptado el Evangelio en Samaria, orando por ellos para que recibieran el Espíritu Santo (cf. Hch 8, 14-15). En particular, conviene recordar lo que dice, junto con Pedro, ante el Sanedrín, que los está procesando: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Precisamente esta valentía al confesar su fe queda para todos nosotros como un ejemplo y un estímulo para que siempre estemos dispuestos a declarar con decisión nuestra adhesión inquebrantable a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo o interés humano.
Según la tradición, Juan es «el discípulo predilecto», que en el cuarto evangelio se recuesta sobre el pecho del Maestro durante la última Cena (cf. Jn 13, 25), se encuentra al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20, 2; 21, 7).
Sabemos que los expertos discuten hoy esta identificación, pues algunos de ellos sólo ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos ahora con sacar una lección importante para nuestra vida: el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto sólo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por esto, Jesús dijo un día: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. (…) No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 13. 15).
En el libro apócrifo titulado «Hechos de Juan», al Apóstol no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de comunidades ya constituidas, sino como un comunicador itinerante de la fe en el encuentro con «almas capaces de esperar y de ser salvadas» (18, 10; 23, 8).
Todo lo hace con el paradójico deseo de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental lo llama simplemente «el Teólogo», es decir, el que es capaz de hablar de las cosas divinas en términos accesibles, desvelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.
El culto del apóstol san Juan se consolidó comenzando por la ciudad de Éfeso, donde, según una antigua tradición, vivió durante mucho tiempo; allí murió a una edad extraordinariamente avanzada, en tiempos del emperador Trajano. En Éfeso el emperador Justiniano, en el siglo VI, mandó construir en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y sigue gozando de gran veneración. En la iconografía bizantina se le representa muy anciano y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.
En efecto, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: «Juan se halla en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los «silenciosos» conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende» (O. Clément, Dialoghi con Atenagora, Turín 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a entrar en la escuela de san Juan para aprender la gran lección del amor, de manera que nos sintamos amados por Cristo «hasta el extremo» (Jn 13, 1) y gastemos nuestra vida por él.
Antes de las vacaciones comencé a esbozar pequeños retratos de los doce Apóstoles. Los Apóstoles eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús, y su camino con Jesús no era sólo un camino exterior, desde Galilea hasta Jerusalén, sino un camino interior, en el que aprendieron la fe en Jesucristo, no sin dificultad, pues eran hombres como nosotros. Pero precisamente por eso, porque eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús que en un camino no fácil aprendieron la fe, son también para nosotros guías que nos ayudan a conocer a Jesucristo, a amarlo y a tener fe en él.
Un tema característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón decidí comenzar mi primera carta encíclica con las palabras de este Apóstol: «Dios es amor (Deus caritas est) y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Es muy difícil encontrar textos semejantes en otras religiones. Por tanto, esas expresiones nos sitúan ante un dato realmente peculiar del cristianismo.
Ciertamente, Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del amor. Dado que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los escritores del Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero, si ahora nos detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque trazó con insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues, reflexionaremos sobre sus palabras.
Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto, filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento caracterizado por tres momentos.
El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios, llegando a afirmar, como hemos escuchado, que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que «Dios es Espíritu» (Jn 4, 24) o que «Dios es luz» (1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que «Dios es amor». Conviene notar que no afirma simplemente que «Dios ama» y mucho menos que «el amor es Dios». En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad divina, sino que va hasta sus raíces.
Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios, para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y, por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el amor: todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.
Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y «pagó» personalmente. Como escribe precisamente san Juan, «tanto amó Dios al mundo, —a todos nosotros— que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en el amor de Jesús mismo.
San Juan escribe también: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). En virtud de este amor oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como escribe asimismo san Juan: «Hijos míos, (…) si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2, 1-2; cf. 1 Jn 1, 7).
El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este «exceso» de amor, no puede por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.
Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una respuesta de amor. San Juan habla de un «mandamiento». En efecto, refiere estas palabras de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34).
¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que leemos también en los otros Evangelios: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre («como a ti mismo»), mientras que, en el mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de nuestro amor su misma persona: «Como yo os he amado».
Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.
Las palabras de Jesús «como yo os he amado» nos invitan y a la vez nos inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a seguir caminando hacia esa meta.
Ese áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media titulado La imitación de Cristo escribe al respecto: «El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana (…), porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien» (libro III, cap. 5).
¿Qué mejor comentario del «mandamiento nuevo», del que habla san Juan? Pidamos al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.
Crear una tarjeta digital navideña con los más pequeños es una bonita y sencilla manera de pasar un rato agradable con los hijos y sorprender a papá o mamá enviándosela por correo electrónico. Para ello os presentamos una manera muy fácil de crear una tarjeta navideña mediante una simple técnica de composición gráfica que los más pequeños aprenderán rápida e intuitivamente.
Descargar la imagen de vuestra elección (pulsando sobre la imagen o sobre el título obtendréis la imagen en tamaño real para seguidamente «Guardarla como»).
Abrir el programa de Windows: Paint.
Abrir la imagen desde Paint.
Seleccionar el comanto «Texto» y las propiedades de vuestra elección.
Escribir el texto de vuestra elección.
Colocar y ajustar el texto en la imagen.
Y ya está… simplemente enviar la imagen por correo desde Paint (comando «Enviar en correo electrónico».
Un ejemplo podría ser el siguiente:
Por último, recordad que los derechos de las ilustraciones pertenecen al gran Fano, por lo que os rogamos que déis a las imágenes un uso privado y en ningún caso comercial.
Hoy ha salido al público el esperado vídeo ‘El Credo: La Fe de la Iglesia’, que expresa en imágenes originales el mensaje del Año de la Fe convocado por el Papa. Los pedidos iniciales de este DVD han desbordado las previsiones, obligando a la productora Goya Producciones a preparar de inmediato una segunda edición.
El DVD, que contiene 15 novedosos vídeos de cinco minutos explicando cada uno un artículo del Credo, ha suscitado comentarios diversos en el mundo católico.
Para el arzobispo de Santiago de Compostela, Julián Barrio, este vídeo «ayudará sin duda a revitalizar la fe, confesarla, celebrarla y testimoniarla, dando razón de ella a través de la caridad que se fundamenta en la esperanza».
El arzobispo de Valencia, Carlos Osoro, opina que este DVD, elaborado como aportación al Año de la Fe, «es una herramienta que puede ser utilizada tanto en el trabajo pastoral como en el ámbito educativo».
Por su parte, el arzobispo de Tarragona, Jaume Pujol, considera que los vídeos que integran El Credo: la Fe de la Iglesia «pueden ser muy útiles para la catequesis de adultos y también de jóvenes».
El Credo – La Fe de la Iglesia – Trailer
La fuerte demanda de este DVD, tanto de España como de América Latina se explica, según el director de Goya Producciones, Andrés Garrigó, «porque venía siendo indispensable disponer de un buen audiovisual para explicar qué propone la Iglesia como verdades eternas».
Los 15 vídeos de cinco minutos del DVD ‘El Credo: La Fe de la Iglesia’ empiezan con una rápida encuesta a pie de calle, y responden enseguida con imágenes a los interrogantes que se plantean sobre Dios, el hombre y la eternidad. El punto de partida es el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica. Un folleto dentro del DVD explica cómo presentarlo a grupos de personas.
El DVD «El Credo: La Fe de la Iglesia» esta ya a la venta en librerías y también se puede adquirir en la web www.encristiano.com.
Año tras año, las costumbres populares nos insertan dentro de algunas celebraciones que, si bien no son estrictamente catequísticas, poseen una índole mágica-religiosa que muchas veces pueden generarnos cierta confusión como, por ejemplo, los festejos en torno a la Navidad. Por supuesto que no se trata aquí de “pinchar” o “desencantar” fantasías infantiles disfrutadas por generaciones. Lo único que creemos aconsejable hacer es orientar a los niños para que rescaten los elementos esenciales de tales sucesos religiosos.
Papá Noel
La leyenda de Papa Noel, Santa Claus o San Nicolás (como se lo llama en muchos países) se remonta a fines del siglo III. Nicolás nació en una familia rica de la región del sur de Turquía (Asia Menor). Cuando fue adulto se convirtió al cristianismo. Posteriormente, fue elegido obispo y tomó la costumbre de recorrer su pueblo repartiendo regalos en las casas, para la época de la Navidad, especialmente entre los niños y adolescentes carenciados. Menos de 100 años después, Nicolás fue canonizado por sus obras de caridad. Fue enterrado en la ciudad de Bari, Italia, razón porque se lo recuerda como San Nicolás de Bari. Su nombre dio origen a Santa Claus (contracción de Sanctus Nicolaus, en latín).
Con respecto a la figura actual de Papá Noel y toda la parodia que se representa en torno a su imagen y los regalos, conviene no abusar demasiado de ello. Muchos niños quedan atemorizados y, más adelante defraudados, frente a la “mentira” de Papá Noel. Con las figuras de nuestros cuentos y representaciones no se debe explotar la buena fe de los niños ni mucho menos, realizar advertencias moralizantes en función de tales historias o personajes. Por ejemplo: “tienes que portarte bien porque si no, Papá Noel no va a traerte ningún regalo…” o “el Niño Jesús está muy enojado con lo que hiciste…”
El encuentro con Papá Noel podría transformarse —y en muchos lados se está haciendo así — en una representación alegre y entretenida en la cual toda la familia participa. Los regalos los traen los padres y se intercambian entre todos y se reparten. A los mismos chicos les gusta mucho disfrazarse o ver a sus familiares disfrazados de Santa Claus (entre paréntesis, qué lindo sería poder rescatar el nombre de San Nicolás que más tiene que ver con nuestra cultura…). De esta manera, no se finge ante los niños ni se los mantiene en la incertidumbre y todos disfrutarán mejor de la jornada navideña.
De todos modos, no habría que perder de vista el hecho central de la presencia de Papá Noel o Santa Claus y las circunstancias que dieron origen a su leyenda: homenajear el nacimiento de Jesús atendiendo de corazón a nuestros hermanos necesitados.
En todos los casos es muy importante diferenciar siempre con los chicos entre las leyendas sobre Papá Noel, Santa Claus, etcétera, y el hecho real del nacimiento de Jesús. El nacimiento de Jesús es un hecho real y verdadero. No podemos ni debemos reducir el sentido de la Navidad a un momento alegre del año, donde todos renovamos nuestras esperanzas de un mundo mejor y deseos de prosperidad.
A la celebración material añadamos la celebración espiritual. Que al centro de las celebraciones, esté el celebrado, Jesús y que no nos olvidemos del festejado en su fiesta. Por esta razón, prestemos más atención a todos los signos y gestos que nos refieren a Jesús: el armado del pesebre junto a los chicos, la preparación espiritual, la oración durante el Adviento, la oración en familia en la Nochebuena, la visita a los pesebres en los templos, asistir a un pesebre viviente.
Lo importante es la actitud interior de oración, recogimiento y alabanza a Dios por las maravillas que ha hecho al enviarnos a su Hijo Único, Jesús y que recordamos en Navidad. Y, como en todas las cosas, el ejemplo y devoción de los padres es la mejor enseñanza para los chicos.
David tuvo dos hijos, Absalón y Salomón. Absalón no era bueno, y se peleó con su padre porque quería ser el rey. Perdió y, cuando salía huyendo de la ciudad a caballo, se le enredó el pelo en un árbol, pues lo tenía muy largo, y le cogieron prisionero.
«Que no me pelee con nadie»
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El rey Salomón
Cuando David murió, Salomón fue el nuevo rey. Dios, como estaba muy contento con él porque era bueno, le dijo: «Pídeme lo que quieras». Salomón contestó: «Quiero saber mandar bien a tu pueblo». A Dios le gustó que Salomón no fuera egoísta y no pidiera cosas para él. Entonces, además de hacerle sabio, le dio riquezas y le hizo muy poderoso.
«Ayúdame a no ser egoísta»
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El Arca de la Alianza
Salomón hizo el reino muy grande. Construyó el templo de Jerusalén y puso allí el Arca de la Alianza y rezaba ante ella. Y Dios estaba contento porque era obediente. Además, como era muy sabio, hacía justicia muy bien.
«Quiero rezar muy bien y tenerte siempre contento»
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El juicio de Salomón
Había dos mujeres que vivían juntas y tenían cada una un niño recién nacido. Uno se murió, y su madre le quitó el niño a la otra. Empezaron a discutir, porque las dos decían que el niño era suyo. Las llevaron delante de Salomón, que dijo: «Traed la espada, partid al niño por la mitad y dadle un trozo a cada mujer». Una de ellas dijo enseguida: «¡No! ¡Que no maten a mi hijo! Que se lo den a la otra». Entonces Salomón supo que ésta era la verdadera madre e hizo que le entregaran al niño. Cuando la gente se enteró de lo sucedido, daban gracias a Dios por haberles dado un rey tan sabio.
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De La Biblia más infantil, Casals, 1999. Páginas 55 a 58