por CeF | Editorial Casals | 14 Jul, 2010 | Catequesis Noticias
Palabra y Vida es el nuevo curso de Religión católica publicado por la Editorial Casals para América, con orientaciones para la catequesis familiar.
El proyecto ha sido coordinado por Pedro de la Herrán y Luis Fabregat, a los que se suman como autores María Vicente, Blanca Ybarra y Juan Luque. Todos estos materiales han sido aprobadospor la jerarquía de la Iglesia.
Es un proyecto que refuerza la Fe y la moral católica del alumnado a la luz de las nuevas y oportunas indicaciones del Documento elaborado en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Nuestra Señora Aparecida (2007).
El proyecto Palabra y Vida desarrolla una síntesis básica y global del mensaje cristiano, priorizando en los primeros cursos la preparación de los niños a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y a la santificación del Día del Señor.
Sigue una metodología lúdica y motivadora a través de una gran variedad de actividades.
Ofrece en cada libro, como recursos pedagógicos, CD-ROM con materiales interactivos (actividades multimedia, canciones) o DVD con películas.
Facilita a los papás materiales apropiados para una buena catequesis familiar.
Libro y CD-ROM del alumno

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Índice
1. La Creación
2. Dios es nuestro Padre
3. Dios me conoce y me ama
4. La Virgen María
5. Jesús nace en Belén
6. Jesús Niño
7. El camino del Cielo
8. Jesús hace milagros
9. Jesús nos perdona
10. La última Cena y la Cruz
11. Jesús ha resucitado
12. Nuestra Madre del Cielo
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Índice
1. Somos cristianos
2. Dios nos ha hablado
3. Dios es nuestro Creador y Padre
4. Los hombres se apartaron de Dios
5. La primera Navidad
6. Jesús es Dios y hombre
7. Los amigos de Jesús
8. Jesús celebra la Eucaristía
9. Jesús muere en la Cruz
10. Jesús ha resucitado
11. Participamos en la Eucaristía
12. La Virgen María es nuestra Madre
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Índice
1. Una gran familia: la Iglesia
2. Nuestros primeros padres
3. Los Diez Mandamientos
4. Los Jueces y los Reyes
5. Jesús nace en Belén
6. El Bautismo de Jesús
7. El Mandamiento del Amor
8. El amor de Dios
9. El amor a los demás
10. El pecado y la conversión
11. El sacramento de la Penitencia
12. La Resurrección y la Vid
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Índice
1. Abraham, nuestro padre en la fe
2. Los profetas, mensajeros de Dios
3. Celebramos la Navidad
4. Los Mandamientos y las Bienaventuranzas
5. Jesús nos habla en parábolas
6. Jesús nos enseña a orar
7. Jesús perdona los pecados
8. «Yo soy el pan de vida
9. Pasión y muerte de Jesús
10. La Resurrección de Jesús
11. Cómo participar en la Eucaristía
12. Somos Iglesia
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Jesús «Familia y valores»
Índice
1. Los orígenes
2. Los Patriarcas
3. La Tierra Prometida
4. La Alianza del Sinaí
5. Reyes y Profetas
6. La llegada del Mesías
7. Jesús, maestro y amigo
8. Jesús, el hijo de Dios
10. Pasión y muerte de Jesús
11. ¡Ha resucitado!
12. María, la madre de Jesús
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La Misa, «Familia y valores»
Índice
1. Los primeros cristianos
2. Jesús es el camino
3. Hacer el bien y evitar el mal
4. La lucha cristiana
5. Dios en primer lugar
6. El amor a los demás
7. La dignidad de la persona
8. Las cosas materiales
9. Los medios para caminar
10. La fuerza para continuar
11. La misericordia de Dios
12. El final del camino
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Libros del alumno del 1 al 4
Estructura de los temas

Página inicial
Cada aventura introduce didácticamente los contenidos que se tratan en el tema.

Palabra de Dios
En c ada tema hay una breve narración de la Biblia, que invita a reflexionar sobre la Palabra de Dios.
Liturgia
Presenta cómo la Palabra de Dios es celebrada en la liturgia de la Iglesia y en la vida de los cristianos.
Cantamos
Como continuación del apartado anterior, se ofrece una canción que ayuda a recibir con alegría esa Palabra.

Mi respuesta a Dios
Se explica cómo los niños pueden aplicar la Palabra de Dios en su vida.
Aprendo y recuerdo
Como síntesis doctrinal del tema, el niño aprende de memoria algunas fórmulas de Fe.
Relatos de la Biblia/Fiestas y Santos
C ada tema se cierra con unas viñetas que cuentan la historia de una fiesta litúrgica o la vida de un santo que es modelo de los valores cristianos ya tratados.

Catequesis en familia
Contiene las oraciones, canciones y actividades para llevar a cab o la catequesis familiar.
Libros del alumno del 5 y 6
Estructura de los temas

Páginas de entrada
Presentación del tema.

Palabra de Dios
En cada tema hay una breve narración de la Biblia, que invita a reflexionar sobre la Palabra de Dios.

Esta es nuestra fe
Presenta cómo la Palabra de Dios es celebrada en la liturgia de la Iglesia y en la vida de los cristianos.
Celebramos
Como continuación del apartado anterior, se explica cómo los cristianos recibimos la Palabra con alegría.

Mi respuesta a Dios
Se explica cómo los niños pueden aplicar la Palabra de Dios a su vida.
Actividades
Actividades para cada uno de los apartados para asegurar un óptimo aprendizaje.

Amigos de Dios
Biografías ejemplares de personajes que conocieron a Jesús.

Actividades
Actividades para comprobar que se han alcanzado los principales objetivos.
Materiales para el profesor/ra

Propuestas didácticas
Un libro por curso que contiene las programaciones, las orientaciones metodológicas, los solucionarios del libro del alumno/a y referencias a materiales didácticos complementarios
Disponibles tambiém online en la web en:
eCasals.net
Si desea realizar alguna consulta o encargo de libros, póngase en contacto con la editorial a través de la página web en:
www.editorialcasals.com
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por ewtn.com | 12 Jul, 2010 | Confirmación Vida de los Santos
El Carmelo es una cadena montañosa de Israel que, partiendo de la región de Samaria, acaba por hundirse en el Mar Mediterráneo, cerca del puerto de Haifa.
Esta altura tiene un encanto peculiar. Es diferente del Monte Nebo, en Jordania, del macizo del Sinaí y del Monte de los Olivos en Jerusalén.
Todas las montañas palestinas tienen sus recuerdos teofánicos (es decir de las manifestaciones de Dios), que las convierten en cumbres sagradas y místicas. Pero ninguna tan sugestiva como el Monte Carmelo. ¿Por qué San Juan de la Cruz lo tomó como el símbolo de la ascensión mística? Seguramente se le sugirió el nombre de su propia Orden Carmelitana. Pero sin duda había alguna intención más profunda que la hacía simpatizar con el misterio de la sagrada montaña del profeta Elías.
Una tradición piadosa sostiene que, desde los días de los profetas Elías y Eliseo, hubo en aquella zona hombres de oración que vivían en soledad la búsqueda de Dios. En el período de los Cruzados surgió entre los cristianos el deseo de vivir sobre aquella montaña de vida de entrega al Señor. Así surgió en el Carmelo la vida carmelita. El convento del Monte Carmelo tiene un nombre evocador: Stella Maris (Estrella del Mar). Es un hermoso edificio cuadrangular a 500 metros de altura sobre el nivel del Mar Mediterráno en la ciudad de Haifa.
El centro del convento lo ocupa el santuario de la Virgen del Carmen. En el altar mayor de esta hermosa iglesia en cruz griega se venera la estatua de la Virgen del Carmen, obra de un escultor italiano en 1836.
Debajo del altar se ve la gruta del profeta Elías. Según la tradición, éste era el lugar donde se refugiaba el profeta. Una estatua recuerda al celoso defensor de la religión de Yahwéh.
Nos cuentan los Padres Carmelitas que no ha sido fácil la permanencia católica sobre esta montaña. Bien es verdad que, en la época de los Cruzados, el patriarca latino de Jerusalén, San Alberto, pudo dar a los ermitaños del Monte Carmelo una regla religiosa el año 1212. Se cuenta que el carmelita san Simón Stock pasó por aquí antes de su célebre visión del escapulario carmelita.
También subió en peregrinación a esta santa montaña el rey San Luis de Francia en el año 1254 en acción de gracias por haberse salvado de un naufragio.
Con la caída de la ciudad de San Juan de Acre en 1291 vino la persecusión árabe que causó el martirio de no pocos religiosos. Después de una larga interrupción de la vida monacal en la montaña que dio ocasión para la expansión del ideal carmelitano por el Occidente, regresaron los religiosos del Carmen al Monte Carmelo por el siglo XVII.
La estrella del Mar
Los marineros antes de la edad de la electrónica confiaban su rumbo a las estrellas. De aquí la analogía con La Virgen María quien como, estrella del mar, nos guía por las aguas difíciles de la vida hacia el puerto seguro que es Cristo.
Por la invasión de los sarracenos, los Carmelitas se vieron obligados a abandonar el Monte Carmelo. Una antigua tradición nos dice que antes de partir se les apareció la Virgen mientras cantaban el Salve Regina y ella prometió ser para ellos su Estrella del Mar. Por ese bello nombre conocían también a la Virgen porque el Monte Carmelo se alza como una estrella junto al mar.
Los Carmelitas y la Virgen del Carmen se difunden por Europa
La Virgen Inmaculada, Estrella del Mar, es la Virgen del Carmen, es decir la que desde tiempos remotos allí se le venera. Ella acompañó a los Carmelitas a medida que la orden se propagó por el mundo. A los Carmelitas se les conoce por su devoción a la Madre de Dios, ya que en ella ven el cumplimiento del ideal de Elías. Llegaron incluso a llamárseles: «Los hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo». En su profesión religiosa se consagraban a Dios y a María, y tomaban el hábito en honor ella, como un recordatorio de que sus vidas le pertenecían a ella, y por ella a Cristo.
Nuestra Señora, bajo la advocación del Carmen, es la Patrona de Chile.
por ALFREDO ALONSO-ALLENDE YOHN | 4 Jul, 2010 | Confirmación Narraciones
— Mañana comienza el curso otra vez.
— Sí. Se acabó la buena vida…
— Ha sido un verano alucinante, pero no puede acabar así, sin nada que hacer.
— ¿Se te ocurre algo para aprovechar la tarde?…
Juan Pablo y Alejandro —estudiantes de bachillerato desde el pasado año, amigos desde críos y getxotarras de toda la vida— se encontraban en el acantilado de punta Galea reclinados sobre el manillar de sus motos, muy cerca del faro. Allí se habían detenido, justo al borde del acantilado, y, cuando se plantearon qué hacer aquella tarde, llevaban ya un buen rato charlando acerca de los sucesos más sobresalientes de los últimos días. De su conversación se traslucía la típica sensación de nostalgia de quienes comprueban que todo lo bueno pasa, que el tiempo nunca se detiene y que lo vivido jamás vuelve atrás.
— No se me ocurre nada, dijo Juan Pablo con displicencia. Y seguidamente añadió: Voy a echar mucho de menos a Marta.
— Y yo a Nekane.
— Marta vale un riñón y estoy supercolao, tío… ¿Y tú?
— Yo creo que también. Y hasta Navidades no les veremos…
Eran las cuatro de la tarde. El sol lucía esplendente a su izquierda, por encima de los montes de Triano. Soplaba una leve brisa. En toda la bóveda celeste no se veía una sola nube y la mar, adornada por algunos veleros que navegaban plácidamente, se mostraba sosegada y tranquila. Abajo, en la reducida playa que Juan Pablo y Alejandro tenían a sus pies, el agua se limitaba a acariciar la arena, una y otra vez, con un delicado y paciente ir y venir. Tan solo de vez en cuando, el murmullo que producían algunas olas al chocar contra la base del acantilado, alteraba el calmoso silencio que inundaba de paz y de serenidad aquella tarde.
— Tenemos que hacer algo, comentó Juan Pablo.
— ¿Por qué no vamos al cine?
— ¿Al cine? ¿Con la tarde que hace? Si me meto en un sitio cerrao a estas horas, un día como hoy, seguro que me entra la depre.
— La verdad es que a mí tampoco me apetece nada encerrarme…
Las miradas de los dos amigos deambulaban de un lado para otro, a su aire, sin más pretensiones que la de ir cambiando las imágenes que se imprimían momentáneamente en las retinas de sus ojos y, aunque hablaban y hablaban, sus mentes trabajaban al ralentí, como si se mantuvieran en un obligado punto muerto. Y así transcurrieron unos cuantos minutos más hasta que, de pronto, mientras los ojos de Juan Pablo realizaban uno de aquellos movimientos inconscientes, la mirada se le quedó prendada y fija sobre una de las paredes grisáceas del acantilado. Una pared imponente que se alzaba desde el mar hasta la altura a la que ellos se estaban y que terminaba no muy lejos del lugar en el que ellos se encontraban, justo a su derecha. Es una bonita pared. Y se podría subir. No parece difícil, pensó Juan Pablo para sí. Pero no tenemos material aquí y sería una locura intentarlo con esta vestimenta…
— Aleks, ¿qué te parece si subimos esa pared?
— ¿Cuál de ellas?
— Aquella. La que está agrietada. La que tiene multitud de ranuras horizontales y verticales. La que parece que ha sido construida con muchos adoquines.
— Pero es muy vertical y no tenemos botas, ni nada de material. Además, hace mucho calor. El sol tiene que pegar fuerte ahí abajo. Da de plano…
Poco después Juan Pablo y Alejandro arrancaron las motos y a las cinco se encontraban ya de nuevo al borde del acantilado con sus botas de monte, un par de sombreros y una pequeña máquina de fotos, de las de usar y tirar. Luego, tras unir las motos y los cascos con sus respectivos candados, guardaron las llaves con cuidado en lo más hondo de los bolsillos de sus pantalones y se acercaron hasta el mismo borde del acantilado. Allí se quedaron extasiados, en silencio, durante un buen rato. Observando la pared. El aburrimiento y el desencanto habían desaparecido ya del rostro de ambos amigos y en los dos se palpaba ahora un estado de ánimo especial, algo así como una amalgama de sensaciones encontradas. Por una lado, la ilusión por lograr el atrayente objetivo que se habían propuesto y, por otro, un naciente e incómodo nerviosismo que se resistían a aceptar y, menos aún, a reconocer. Pero era evidente que sus corazones latían ahora un poco más deprisa que cuando tomaron la decisión de conquistar la pared.
— Le llamaremos la escalada Parasol. Por la marca de los sombreros, dijo Juan Pablo mientras se ajustaba el suyo.
— Yo me encargo de la máquina. ¿Por dónde llegamos hasta la base de la pared?
— Por ahí hay un sendero que baja hasta la playa.
— Te sigo…
El camino que tomaron serpentea por una zona en la que las rocas se alternan con tramos de barro pisado y con hierba a medio crecer, y por él descendieron con cautela hasta el nivel del mar. Luego, atravesando la playa en diagonal, se dirigieron hacia la base de la pared mientras realizaban comentarios jocosos sobre la acogida que su hazaña tendría entre sus compañeros de clase al día siguiente. No se lo van a creer, decía. Va a ser flipante, tío. Pero, a medida que se acercaban a ella y la iban examinando con mayor detenimiento, se fue instalando en sus espíritus, junto al natural respeto por la escalada que iban a realizar, un molesto y manifiesto recelo. Advirtieron entonces, con especial claridad, que la arena de la playa crujía y se quejaba bajo la suela de sus botas, y que sus cuellos y sus espaldas acusaban ya el poderoso impacto de los rayos del sol.
— No es totalmente vertical, dijo Juan Pablo para animarse. Y desde aquí abajo parece menos alta que desde arriba, aunque impone lo suyo. Yo creo que podemos subirla.
— Espera a que estemos más cerca, porque yo todavía no lo tengo muy claro.
— Podríamos iniciar la escalada por el mismo centro de la pared y tratar de alcanzar el pequeño rellano que se ve hacia la mitad de la subida.
— ¿Y luego? ¿Por dónde seguimos?
— Ya veremos si se puede continuar por la directa. O en diagonal hacia la derecha, por aquellas lajas inclinadas.
— Habrá que ver cómo se encuentra la piedra, porque parece que está bastante suelta.
— Sí. Y es posible que, cuando estemos a media pared, nos tengamos que bajar.
— Eso me temo yo. Y ya sabes tú que bajar suele ser mucho más difícil que subir…
Cuando llegaron a la base miraron hacia arriba con el gesto serio y el ceño fruncido y, durante unos momentos, mientras cada uno estudiaba los detalles de la pared con renovado interés, permanecieron en silencio. Palpaban la roca y escrutaban el murallón de arriba abajo y de derecha a izquierda, siguiendo con su imaginación todas las rutas que les parecían teóricamente practicables. Rutas que no sabían si algún otro ser humano las había diseñado y recorrido antes pero que, en sus jóvenes mentes, aparecían como posibles, como la solución al reto que se habían propuesto aquella última tarde del verano.
La mole de piedra que intentaban subir es imponente vista desde cualquier lugar. Se eleva unos treinta o cuarenta metros por encima de la playa, pero ninguno de los dos amigos se atrevió a manifestar, en aquellos momentos, la profunda turbación que le provocaba el inminente asalto. La parte superior del muro que pretendían trepar la veían lejos, muy lejos, allá arriba, pero fascinante, recortada con nitidez sobre el luminoso y lejano azul del cielo.
— Habrá que decidirse, comentó Juan Pablo, que era quien solía tomar la iniciativa cuando se enfrentaban con situaciones comprometidas.
— Espera un momento, que quiero sacar un par de fotos antes de empezar.
— Saca alguna con el mar al fondo. Para que la línea del horizonte sirva de referencia a la verticalidad de la pared.
— Ponte por ahí y mira hacia donde yo estoy, para que el sol te ilumine la cara…
Alejandro sacó varias fotos y, tras comprobar y comentar que habían quedado chulas, muy chulas, se guardó la cámara en el bolsillo superior de su vieja camisa de monte, se ajustó bien el sombrero y se apretó de nuevo, con fuerza, los cordones de las botas. Después se acercó hasta donde estaba Juan Pablo y comenzaron los dos a subir por la pared con cuidado, despacio. Juan Pablo iba por delante, abriendo la vía. Alejandro por detrás, siguiendo sus presas. Juan Pablo parecía seguro, concentrado en lo que hacía. Alejandro, sin embargo, notó en aquellos momentos una molesta e inquietante sensación a la altura del estómago…
— Las presas no están muy claras y la piedra no es de fiar. Ten cuidado que está muy rota, comentó Juan Pablo en voz alta mientras trepaba y ganaba altura metro a metro.
— Pues sube despacio y asegura bien cada paso. Siempre tres presas seguras.
— Aleks, ten cuidado con los mechones de hierba. Se salen. No te fíes de ninguno de ellos. Coge piedra.
— Debiéramos haber traído una cuerda. Y algunas clavijas para asegurarnos…
Juan Pablo, que se encontraba ya a unos quince metros del suelo, pensaba lo mismo que Alejandro, pero no quiso decírselo. Su ímpetu, su entusiasmo y sus ganas de vivir, le arrastraban con cierta frecuencia a situaciones excesivamente arriesgadas, a situaciones cuyas consecuencias no había previsto y analizado con la suficiente reflexión. Pero era de natural optimista y no gustaba de lamentarse. Era de esas personas a las que les cuesta mucho dar marcha atrás cuando se proponen alcanzar una meta y toman la decisión de llegar hasta ella. Bien es verdad que, aunque a veces pecaba de precipitado, tenía a su favor que era valiente y tenaz, muy tenaz. Y siempre se las ingeniaba para sacarle el máximo partido a las circunstancias en las que se encontraba. No era de los que pierden el tiempo con lamentaciones estériles acerca de lo que podría haber sido o de lo que se podría haber hecho. Además, ya era tarde para volver en busca de una cuerda y unas clavijas.
— Ya estoy llegando a la repisa. Hay sitio para los dos.
— Pues espera ahí quieto que yo quiero descansar antes de seguir.
— Yo ya estoy. Me he puesto de espaldas a la pared… Aleks, el panorama es espectacular… Y tenemos compañía. Hay gente mirando hacia aquí.
— Seguro que alguno pensará que estamos locos.
— Seguro. Sube con cuidado hasta aquí, porque hay mucha piedra suelta.
— Tú quieto. Ya voy…
Alejandro se reunió poco después con Juan Pablo y, tras ponerse también de espaldas a la pared y asentar sus dos pies lo mejor que pudo sobre la pequeña repisa, se limpió, con la manga derecha, las gotas de sudor que corrían por su frente. Luego se puso a mirar hacia la línea del horizonte, intentando relajar las piernas. Después dirigió la vista hacia el camino por el que habían descendido y miró hacia abajo, hacia la playa, con cierta prevención. Entonces pudo comprobar que la altura que habían alcanzado era ya respetable y que, efectivamente, dos grupos de personas se dedicaban a observarles. Cuatro individuos se encontraban situados enfrente, al borde del acantilado —unos cuantos metros por encima de ellos—, y tres más, allá abajo, sobre la misma arena de la playa de donde habían partido. Alejandro no se encontraba nada a gusto en aquella situación, pero como Juan Pablo le sugirió que sacara alguna foto —para la Historia, le dijo— él, con el único fin de satisfacer a su amigo, extrajo con cuidado la cámara de fotos del bolsillo de la camisa y se preparó para sacarlas.
Poco después, tras sacar varias fotos, Alejandro sintió que el sudor le brotaba de nuevo, esta vez con anormal intensidad y por distintas partes del cuerpo. Y que la tensión de sus muslos, en vez de relajarse, iba a más. Advirtió también entonces, con asombro y estupor, que las dos piernas le comenzaron a temblar al unísono, de manera autónoma y de una forma tal que le pareció que no podría controlarlas. Por un momento pasó por su mente la idea de gritar, y de pedir socorro, pero se contuvo y, dirigiéndose a su amigo, le dijo con voz entrecortada:
— Juanpa, estoy acojonado…
— Yo también tengo cierto canguelo, reconoció su amigo… Tenemos un buen patio aquí abajo… Pero no te preocupes que de esta salimos. Seguro que salimos. ¿Cómo ves…
— Nos hemos metido en un buen lío, le interrumpió Alejandro, que continuaba esforzándose por controlar el movimiento involuntario de sus piernas.
— Lo mejor será que nos tranquilicemos, y que busquemos una salida segura…
Juan Pablo se dedicó entonces a intentar que Alejandro se tranquilizara, y a que recobrara el control de las piernas. Luego, cuando le pareció que la situación de Alejandro había mejorado, se giró de nuevo hacia la pared para dejar de mirar al vacío y para buscar alguna salida a la comprometida situación en la que se encontraban. Desde la nueva postura miró hacia lo alto del acantilado y advirtió con sorpresa que, hacia arriba, la inclinación era mayor aún que la que habían superado desde la base hasta el lugar en el que estaban detenidos.
— La salida por arriba parece posible, pero es bastante arriesgada, comentó entonces Juan Pablo con un tono de voz que pretendía disimular su desazón. La pared se pone casi vertical. ¿Cómo lo ves tú?
— Por abajo la cosa está muy mal. No se ve bien donde habría que poner los pies. Y las presas para las manos son malas, muy malas.
— Yo tampoco veo claro un desplazamiento lateral por mi lado, hacia la derecha, añadió Juan Pablo. ¿Cómo está la pared por tu costado?
— Por la izquierda la pared acaba colgada sobre el mar. Y en la parte de abajo hay rocas. No me gusta nada…
El verano se les había pasado volando a los dos amigos, pero aquellos momentos se les estaban haciendo eternos. La situación en la que se encontraban había provocado que el nivel de adrenalina de sus cuerpos estuviera muy por encima de lo habitual y ello contribuía a que cada instante que pasaba lo percibieran con especial intensidad. A los dos, por primera vez en sus cortas vidas, les pareció que el tiempo reducía, ostensiblemente, su natural ligereza.
— No dejemos que cunda el pánico y vamos a pensar en la mejor salida.
— Ya te he dicho que por abajo está imposible.
— Pues tendremos que salir por arriba.
— Tú verás lo que haces, pero antes de moverte de aquí piénsalo bien…
Juan Pablo miró de nuevo hacia lo alto de la pared. Pensó que ese camino era la mejor salida, la opción menos mala. Quizás la única salida. Pero que tenía que concentrarse al máximo en la operación, porque era evidente que se estaban jugando la vida. Buscó entonces con detenimiento todos los salientes, recovecos y rendijas que ofrecía la pared por encima de su cabeza, hasta los más pequeños. Y, tras repasar, una y otra vez, todas las vías posibles hasta donde alcanzaba su vista, se decidió a subir.
— Aleks, no te muevas todavía. Voy a intentarlo por arriba. Yo te aviso en cuando llegue.
— Vale, tío. Pero ten cuidado.
— Descuida…
Juan Pablo tragó saliva y respiró hondo. Antes de reanudar el ascenso repasó, un par de veces, cada uno de los movimientos que había pensado realizar. Luego se decidió a abandonar la relativa seguridad de la repisa. Poco a poco, palmo a palmo, armonizando manos y pies, como si fuera un autómata, como si fuera un robot programado única y exclusivamente para adherirse a las rocas y escalar, fue ganando altura. Subía en silencio, con todas las neuronas de su joven cerebro dedicadas a sacarle el máximo partido a las posibilidades que le ofrecía la roca para adherirse a ella e ir venciendo a la implacable gravedad. Escrutaba cada saliente, lo palpaba como hace un ciego para reconocer con sus dedos los detalles de un objeto que ha llegado a sus manos, y luego tensaba sus músculos con extrema suavidad, progresivamente, sin realizar ningún movimiento brusco. Y así ascendía. Ascendía sin pensar en otra cosa que no fuera ascender pegado a la roca. Parecía que su cerebro le transmitía en todo momento las instrucciones precisas. Tranquilo. Con seguridad. Sin prisas….
— ¡Juanpa! ¿Cómo te va?, le preguntó Alejandro sin mirar hacia arriba y en un momento en el que Juan Pablo se encontraba atascado, intentando superar un paso especialmente difícil.
— ¡Juanpa! ¿Me oyes?, volvió a gritar Alejandro ante la ausencia de una respuesta de su amigo…
Juan Pablo se esforzó por no distraerse aunque, por un instante, pensó en Alejandro, en lo nervioso que estaría, solo, unos metros más abajo, en la repisa. Aguantará, dijo para sí, Aleks aguantará. Y continuó, sin responderle, concentrado en su delicada labor de superar el complicado paso que le había detenido en su ascenso. Tres presas seguras siempre. Por lo menos tres presas. Y mientras se repetía, una y otra vez, la misma idea, iba cambiando y probando: Los dos pies y la mano derecha. No, no vale… Los dos pies y la izquierda. No, así no puedo, porque aquí no hay ninguna presa… Las dos manos y el pie izquierdo bien asentados y subo un poco el derecho. Tampoco, esa presa para el pie no aguantará…
— ¡Juanpa! ¡Juanpa!, volvió a gritar Alejandro con más fuerza desde la repisa.
— ¿Qué quieres?
— ¿Cómo vas?
— Bien, voy bien. Espera tranquilo, enseguida te explico…
Ánimo, que puedes. Insiste, se dijo Juan Pablo a sí mismo. Y siguió intentándolo con aquella tenacidad inquebrantable que había manifestado desde muy pequeño y que, en buena parte, había heredado de su madre. Unos cuantos metros más abajo, Alejandro se encontraba cada vez más nervioso y ahora, sin la cercanía de su amigo, le era más difícil controlar el temblor de sus piernas. ¿Por qué tardará tanto? ¡Joder! Me estoy cansando…
Juan Pablo insistió una vez más y, tras elegir el movimiento que le pareció más idóneo para superar el atasco en el que se encontraba, levantó su pierna izquierda un par de palmos, presionó con fuerza la puntera de la bota contra una pequeña hendidura, tensó lentamente sus dos largos brazos y, con toda la suavidad de la que fue capaz, retiró su pie derecho del pequeño saliente sobre el que se apoyaba. Poco tiempo después pudo gritar con júbilo y con toda la potencia de sus dos pulmones:
— ¡Aleks! ¡Ya está!… ¡¡Estoy arriba!!… ¿¡¡Alejandro!!?…
Ni sus gritos de alborozo, ni su llamada, encontraron respuesta. Juan Pablo volvió a gritar y se concentró después en escuchar. Pero no oyó nada. Su amigo Alejandro no respondía. Pasaron así unos segundos que se le hicieron interminables y durante los cuales su alborozo había dejando paso a la extrañeza y al temor. Se quedó como en suspenso, con su mente inundada por el desconcierto y la preocupación. Y pensó en lo peor, en que su amigo se había caído. Pero no recordaba haber oído nada: ningún grito, ningún golpe. Antes de asomarse para intentar ver algo, volvió a gritar con fuerza:
— ¡Aleks! ¿Me oyes?…
En aquellos momentos Alejandro no podía responderle. No había sido capaz de esperar a que Juan Pablo terminara su escalada y se había decido a subir por su cuenta. Y, en aquel instante, en aquel preciso instante, se encontraba en el mismo paso, en el mismo delicado paso que, poco antes, había detenido el ascenso de Juan Pablo. Alejandro no podía emplear ni un átomo de atención en contestarle.
— ¡Aleks! ¿Estás ahí?…
Mientras continuaba llamándole, Juan Pablo se acercó reptando hasta el borde del acantilado y, al asomarse, pudo ver a su amigo bloqueado y sudoroso en el mismo lugar que tanto le había hecho sufrir a él. Enseguida se percató de la seriedad de la situación y, concentrándose y reuniendo todos los recursos de que fue capaz para ponerse en la piel de su amigo, le fue diciendo: Tranquilo, Aleks. Puedes hacerlo… Es más fácil de lo que parece… Busca con tu pie izquierdo una pequeña hendidura a unos dos palmos por encima de donde lo tienes. Despacio. No hay prisa… Bien, vas bien. Por ahí… Cuando la tengas, presiona fuerte y carga el peso sobre la puntera. Y cuando tengas el pie bien asentado álzate despacio. Y verás luego una buena presa para la mano, a tu izquierda… Ahora, tensa un poco los brazos y sube el pie derecho medio metro…
Alejandro fue siguiendo, paso a paso, cada una de las indicaciones que le transmitía su amigo. Se fiaba de él. Sabía que Juan Pablo era de los que se tomaba la vida en serio en los momentos importantes. Y fue ascendiendo poco a poco, sin mirar hacia abajo y sin permitir que su mente se detuviera a pensar, ni un solo segundo, en el peligro que corría. Y trepó un metro, y otro, y otro más, hasta que, por fin, llegó al lugar en donde estaba Juan Pablo con el brazo derecho bien extendido y la mano abierta.
— ¡Ánimo, que ya estás!
— ¡Joder, tío! ¡Ha sido fuerte!… ¡Muy fuerte!
— Sí. Ha sido la leche. Respira hondo y recupérate.
— Lo hemos logrado, pero…
Juan Pablo y Alejandro se fundieron entonces en un fuerte y sostenido abrazo. Luego, con las manos de cada uno sobre los hombros del otro, se miraron derechamente a los ojos, resoplaron ostensiblemente un par de veces y se dedicaron a sonreír y a realizar gestos y muecas variados que pretendían resumir, inútilmente, todo lo que habían pasado y sentido juntos en aquella pared. Después se sentaron más arriba, alejados del borde del acantilado, sobre un cercano montículo cubierto de hierba. Necesitaban recuperarse del trance vivido y disfrutar de aquel momento histórico con la mayor tranquilidad y seguridad posibles. Y encendieron un par de pitillos…
La tarde seguía preciosa. El sol aún brillaba en lo alto. Ahora sobre el Serantes. La mar se mantenía tranquila. Cerca del horizonte se divisaba, con toda nitidez, la silueta de un enorme carguero que navegaba plácidamente mostrando al sol su costado de estribor…
— Este final de verano ha sido único, comentó Juan Pablo.
— Demasiado emocionante para mí en su recta final, aseguró Alejandro mirándole sonriente, pero con cierto aire de reproche mientras soltaba al aire una nube de humo.
— Perdona el susto, pero me hacía mucha ilusión subir esta pared.
— La verdad es que nos hemos librado de una buena por muy poco.
— Mi padre suele decir —continuó Juan Pablo— que hay que tener las maletas preparadas, que hay que estar siempre preparado.
— ¿Preparado para qué?, le preguntó Alejandro con extrañeza.
— ¿¡Para qué va a ser!? Para el salto. Para el gran salto final, le contestó su amigo.
— Ah, ya… Algún día tendrá que llegar, pero parece que hoy no era nuestro día.
Entonces, Alejandro, cambiando el tono de su voz, añadió:
— ¡Juanpa! ¡A los jefes ni mú!
— Descuida Aleks, ni mú.
— Y a las tías tampoco.
— Tampoco. Esto queda entre tú y yo.
— ¿Y las fotos? ¿Qué hacemos con las fotos?
— Pásalas a papel y las borramos de la memoria. Luego las guardamos en lugar seguro, para la historia…
por Eduardo Arquer | 1 Jul, 2010 | Postcomunión Historias de la Biblia
El santo patriarca Abraham es el padre del pueblo escogido por Dios; en él comienza la historia de la intervención amorosa de Dios para la salvación de la humanidad entera de las tremendas consecuencias del pecado original cometido por nuestros primeros padres Adán y Eva.
Su nombre era Abrám y procedía de la ciudad de Ur de Caldea, situada a la derecha del río Eúfrates, en donde se adoraba a la luna bajo el nombre de diosa “Sim”
El Señor se fijó en Abrám de un modo muy especial y le eligió para realizar una misión importantísima. Todo empezó un día cuando le dijo estas palabras: “Sal de tu tierra, de la casa de tu padre y de tus parientes, y ve a una tierra que yo te mostraré. Yo te haré padre de un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra”
Abrám, obedeciendo a Dios, tomó a su mujer que se llamaba Sarai y a su sobrino que se llamaba Lot, así como al resto de su familia y todos sus rebaños y ganado. Salieron para la tierra de Canaán, muy lejos de donde él vivía. Cuando llegaron, dijo Dios a Abrám: “Esta es la tierra que daré a tus descendientes”
Pero un hambre muy grande en aquel lugar obligó a Abrám a marchar a Egipto, en donde consiguió mejorar en ganado y riquezas. Luego regresó a Canaán y dio gracias a Dios.
Su sobrino Lot también se había enriquecido en Egipto e igualmente tenía rebaños, ganado y tiendas.
Se dieron cuenta Abrám y Lot de que no podían vivir juntos por ser mucha su hacienda, así que acordaron repartirse el territorio. Abrám, generosamente, dejó que Lot eligiera primero y este escogió lo que a primera vista parecía mejor: toda la vega del Jordán que era fértil como el Paraíso. Abrám se dirigió hacia el lado contrario.
Lot asentó su campamento cerca de la ciudad de Sodoma, cuyos habitantes eran muy malos y pecadores ante Dios.
Después, dijo Dios a Abrám: “Alza tus ojos desde donde estás y mira hacia todas partes. Toda esa tierra que ves te la daré yo a ti y a tu descendencia para siempre, y haré tu descendencia tan incontable como el polvo de la tierra” Y Abrám creyó en El Señor y se instaló allí agradecido a Dios por esta gran promesa.
Pero los reyes de otros pueblos cercanos presentaron batalla contra los reyes de Sodoma y Gomorra, los cuales fueron vencidos fácilmente. También Lot fue hecho prisionero con todos sus bienes. Cuando Abrám se enteró, reunió enseguida a todos los hombres a su servicio capaces de luchar con la espada y consiguió trescientos dieciocho hombres, saliendo al rescate de su querido sobrino. Pronto los encontró y, esperando que llegara la noche, ordenó el ataque y los cogió por sorpresa logrando rescatar a Lot con todos sus bienes y con su familia. Al regresar triunfante, le salieron al encuentro para felicitarle el rey de Sodoma y el rey de Salem —Z— , que era sacerdote y se llamaba Melquisedec; este realizó una ofrenda de pan y vino al Señor en acción de gracias, y bendijo a Abrám diciendo: “Bendito Abrám del Dios altísimo, el Dueño de los cielos y la tierra, y bendito el Dios altísimo que te ha dado la victoria” Abrám, agradecido a Dios, entregó a este sacerdote la décima parte del botín que había conseguido con esta victoria.
En las lecturas de La Santa Misa se recuerda la ofrenda de Melquisedec cuando el sacerdote ofrece el pan y el vino que serán el cuerpo y la sangre de Cristo.
Como Abrám, más adelante el pueblo de Israel, tomaría la costumbre de ofrecer a Dios una parte del botín obtenido tras las batallas victoriosas.
Después habló Dios a Abrám en otra visión y le dijo: “No temas Abrám; yo soy tu escudo; tu recompensa será muy grande” Abrám le contestó: “¿Qué vas a darme Señor? No tengo hijos que puedan heredar mis bienes; serán mis criados quienes reciban la herencia” Pero enseguida Dios lo sacó fuera en la noche y le dijo: “Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas; así de numerosa será tu descendencia” Y Abrám creyó.
Al ver Sarai, la mujer de Abrám, que no tenía hijos le dijo un día: “Como Dios me ha hecho estéril toma a mi esclava egipcia, Agar, a ver si por medio de ella puedo tener hijos” Abrám así lo hizo y Agar concibió un hijo en su seno. Orgullosa, miraba con desprecio a su ama Sarai, pero esta se lo manifestó a Abrám el cual le dio permiso para que la corrigiera.
En aquellos tiempos tan antiguos, Dios permitía que si uno no tenía hijos, pudiera tomar a una esclava para asegurar su descendencia, pero la verdadera mujer seguía siendo la primera. Hoy no podemos admitir que haya esclavos porque Jesucristo nos enseñó que todos los hombres somos hijos de Dios, e iguales en dignidad.
Agar fue corregida por Sarai, pero se molestó muchísimo y huyó al desierto. Allí un ángel del Señor se le apareció y le dijo: “Vuélvete a tu señora y humíllate bajo su mano, Yo multiplicaré tu descendencia que por lo numerosa no podrá contarse. Tendrás un hijo y le llamarás Ismael”
Más adelante, Dios dijo a Abrám que no solo le haría padre de un pueblo, sino de una muchedumbre de pueblos, y le cambió el nombre de Abrám, que significa “mi Dios es excelso” por el de Abraham, que significa “padre de la muchedumbre” El Señor le dijo también: “Yo establezco contigo y con tus descendientes mi pacto eterno de ser vuestro Dios, y os daré en posesión para siempre, este país, la tierra de Canaán. Tú y tu descendencia guardad mi pacto: circuncidad todo varón y esa será la señal de mi pacto entre Mí y vosotros”.
Desde entonces la circuncisión quedó como la señal externa de pertenencia al pueblo escogido por Dios (Israel).
Y añadió: “Y Sarai, tu mujer, se llamará Sara, pues la bendeciré y te daré de ella un hijo a quien llamarás Isaac. También bendeciré a Ismael, el hijo de la esclava Agar y a sus descendientes, pero mi pacto lo estableceré con Isaac, el que te nacerá de Sara el año que viene por este tiempo”.
Ismael cuando fue mayor tomó por mujer a una egipcia y tuvo 12 hijos.
Otro día en que estaba Abraham sentado a la puerta de su tienda se le apareció Dios en forma de tres personajes varones que se detuvieron delante de él. Uno de ellos era Dios y los otros eran dos ángeles. Abraham se postró ante ellos e hizo preparar una comida digna de tan honorables huéspedes, y se sentó con ellos mientras comían. Entonces Dios le recordó que su mujer, Sara, tendría un hijo para el año siguiente. Pero Sara, que estaba dentro de la tienda oyendo la conversación, se rió porque pensaba que eso para ella era imposible pues era bastante vieja. Dios preguntó a Abraham: “¿Por qué se ha reído Sara? ¿Hay algo imposible para Mí?” Sara temerosa dijo: “No me he reído” Pero Dios le dijo: “Sí te has reído” (a Dios no se le puede engañar porque lo sabe todo).
Después, los visitantes se dirigieron hacia Sodoma y Abraham quiso acompañarles un trecho.
Cuando se acercaban a Sodoma le dijo Dios: “El clamor de Sodoma y Gomorra ha crecido mucho y su pecado se ha hecho extremadamente grave, voy a bajar para comprobar si sus obras son tan malas y es cierto este clamor que ha llegado hasta mí”
Los dos ángeles se encaminaron a Sodoma mientras Abraham permanecía de pié delante de Dios que esperaba. Entonces, temiendo que Dios enviara un terrible castigo a estas ciudades, se atrevió a preguntarle: “¿Pero vas a exterminar a la vez al justo con el malvado? Si hubiera 50 justos en la ciudad ¿no perdonarías al lugar por los 50 justos? Lejos de ti obrar así, matar al justo con el malvado y tratar a los dos igual. El juez de toda la tierra ¿no va a hacer justicia?”
Y le dijo Dios: “Si encuentro 50 justos en Sodoma perdonaría por ellos a todo el lugar”
Prosiguió Abraham y dijo: “No te enojes mi Señor, si de los 50 justos faltaran 5 ¿destruirías la ciudad?”
Y le contestó: “No la destruiría si hallo 45 justos”
Insistió Abraham todavía y dijo: “¿Y si se hallasen allí 40?”
Contestó Dios: “”También lo haría por 40”
Volvió a insistir Abraham:” No te incomodes, Señor, si hablo todavía: “¿Y si se hallasen allí 30 justos?”
Dios repuso: “Tampoco lo haría si se hallasen 30”
Volvió a insistir: “Señor, ya que comencé: ¿y si hubiera 20 justos?”
“No lo destruiría por los 20”
Abraham bajó todavía más hasta llegar a 10, pero no había ni 10 justos en aquellas ciudades.
Vocabulario
Botín: Despojo que se concedía a los soldados tras la victoria
Clamor: Grito, voz, queja.
Concebir: Engendrar en su vientre
Excelso: Muy elevado, muy alto.
Hacienda: Conjunto de bienes y riquezas que tiene una persona.
Heredar: Recibir los bienes y derechos que pertenecían a los padres o a otras personas.
Huésped: Persona que es recibida o alojada en una casa ajena.
Humillarse: Someterse a otro.
Muchedumbre: Abundancia, multitud de personas.
Pacto: Compromiso, alianza entre personas.
Patriarca: Padre venerable de una gran familia
Vega: Tierra baja bien regada y fértil.
Para la catequesis
- ¿Qué virtudes aprecias en Abraham?: (La fe: Cree siempre en lo que le dice Dios. La obediencia: Hace lo que Dios le pide. La generosidad: Deja lo mejor para su sobrino Lot. La valentía: Acude al rescate de su sobrino Lot arriesgando su vida y la de sus hombres. La compasión: Pide misericordia para Sodoma…)
por Luis M. Benavides | 1 Jul, 2010 | Catequesis Metodología
Decididamente en el tema de la iniciación en la oración de los niños pequeños, los padres y demás familiares cercanos desempeñan un papel fundamental. Hasta diría que sin su participación, los intentos de iniciarlos en el camino de la fe son muy arduos; sobre todo, en los primeros años de vida.
Toda la familia, especialmente, los papás, tienen un rol y un protagonismo indelegable, ya que para muchos de los niños, ellos son un reflejo de la imagen de Dios. Muchos papás sienten que sus hijos son un especial regalo que Dios les confió. La base de la oración de los niños está dada más por una relación personal con su Dios que por fórmulas u oraciones; relación que se palpa y contagia desde pequeños por la actitud de sus padres.
Al comienzo, los padres podrán —nada más y nada menos — que rezar por sus hijos. Al poco tiempo de nacidos, paulatinamente tendrán ocasiones de ir iniciando a sus hijos en el camino de la oración, hasta que los niños ya estén capacitados para compartir la oración con los adultos y hacer por ellos mismos oración.
Desde la concepción hasta la llegada del bebé a casa
Hay muchas parejas que, en sus deseos de tener hijos, incluso antes de haber concebido alguno, oran por el niño que va a venir. Es muy gratificante y formativo que esta oración por el niño que va a venir sea compartida por todos los miembros de la familia: hermanos, abuelos, primos, etc.; aprovechando las distintas ocasiones en que la familia se reúne.
El embarazo puede convertirse en una hermosa ocasión para rezar por el niño que está por nacer, especialmente las mamás que sienten la vida nueva en su seno, incluso tratándose de embarazos no deseados. Esta oración sincera, sanadora y plenificante, asocia al bebé a esa misma plegaria. Muchos papás tienen la bella costumbre de orar colocando las manos sobre el vientre de la mamá y elevando juntos sus plegarias. La gestación, el embarazo y hasta el parto son para la mamá experiencias únicas, susceptibles de originar un intenso contacto con Dios (aunque sea para ofrecer a Dios los dolores del parto por su hijo o por alguien que necesite de oración). Es hermosa y emocionante la sensación de saber que se espera a un hijo de Dios.
Todo niño que nace (cualquiera sean las circunstancias de su nacimiento) es un regalo de Dios y un motivo para orar, aun en situaciones difíciles; por ejemplo, pidiendo fuerzas para aceptar y sobrellevar lo que se presenta. En ese sentido, la presencia orante silenciosa, auxiliadora y siempre atenta de la Virgen María puede ser un motivo de consuelo y fuerzas para seguir adelante.
Asimismo, la oración de la pareja en favor de su hijo tiene repercusiones sobre las relaciones que ellos mantienen con Dios y sobre su propia oración. Estos momentos de oración personal y familiar, se enriquecen extraordinariamente cuando participan los hermanos y hermanas. Es muy importante que los hermanos, de acuerdo a su edad y sin forzarlos, puedan expresar sus oraciones por el hermanito/a que está por nacer. Estas oraciones pueden ser espontáneas o dirigidas por los papás. Pueden enriquecerse con otras formas de expresión, que tanto gustan a los niños, como el dibujo, el modelado, el canto, los gestos.
¡Qué gratificante es ver a un niño haciendo oración de agradecimiento a Dios —a través de un dibujo — por su hermanito que va a venir, para ofrecérselo a Dios, en algún templo o directamente en su casa frente a una imagen! Así, podemos ir ideando formas creativas y sencillas de rezar en familia, junto a nuestros niños. La llegada de los hijos es una fuente de bendiciones y alegría para todos los miembros de la familia.
«Los padres de familia son los primeros educadores en la fe. Junto a los padres, sobre todo en determinadas culturas, todos los componentes de la familia tienen una intervención activa en orden a la educación de los miembros más jóvenes. Conviene determinar, de modo más concreto, en qué sentido la comunidad cristiana familiar es “lugar” de catequesis…
»La familia como “lugar” de catequesis tiene un carácter único: transmite el Evangelio enraizándolo en el contexto de profundos valores humanos. Sobre esta base humana es más honda la iniciación en la vida cristiana: el despertar al sentido de Dios, los primeros pasos en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación en el sentido cristiano del amor humano, concebido como reflejo del amor de Dios Creador y Padre. Se trata, en suma, de una educación cristiana más testimonial que de la instrucción, más ocasional que sistemática, más permanente y cotidiana que estructurada en períodos. En esta catequesis familiar resulta siempre muy importante la aportación de los abuelos. Su sabiduría y su sentido religioso son, muchas veces, decisivos para favorecer un clima verdaderamente cristiano.»
Directorio General para la Catequesis, n. 255
(De la Serie «Iniciación en la oración», columna 2.ª)
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por Chiara Lubich | 20 Jun, 2010 | Novios Artículos temáticos
Cuando Dios creó el género humano plasmó una familia. Cuando el Autor sagrado quiso manifestar el ardor y la fidelidad del amor de Dios hacia el pueblo elegido, se sirvió de símbolos o analogías familiares. Cuando Jesús se encarnó, se rodeó de una familia y cuando comenzó su misión en Caná, estaba en las bodas de una nueva familia.
Son sencillas constataciones que revelan lo importante y valiosa que es la familia en el pensamiento de Dios. Él no solo le ha dado una gran dignidad, sino que ha querido que sea “a Su imagen”, entrelazándola con el misterio de Su misma vida, que es Unidad y Trinidad de Amor.
Por lo tanto, un gran designio sostiene la familia y la pone tras las huellas de la Santa Familia de Nazaret. La familia, lugar de un amor que va y vuelve, de comunión, de fecundidad y ternura, es signo, símbolo y tipo de cualquier otra forma de humanidad asociada.
No es retórico afirmar que la familia es el primer bien social. En la gratuidad cotidiana que da sentido y valor a sus funciones de generación y educación, la familia introduce en el tejido social ese bien insustituible que es el capital humano, poniéndose de esa manera come recurso eficaz de la humanidad. Pero no solo esto. La familia sabe abrir casa y corazón a los dramas que sufre la sociedad y sabe llevar el calor familiar allí donde las estructuras e instituciones, aun con toda la buena voluntad, no pueden llegar.
Pero si es grande su designio, igualmente grande tiene que ser el compromiso para llevarlo a cabo. Hoy, más que nunca, vemos que la familia manifiesta al mundo su fragilidad. Vemos esposos que, ante las primeras dificultades de la vida en pareja, dejan de creer en el amor que se tenían. Vemos hijos que, privados de la cercanía de unos padres unidos, encuentran dificultad para alzar el vuelo hacia un futuro comprometido. Vemos ancianos que, alejados del núcleo familiar, han perdido su ciudadanía y su identidad.
Hoy más que nunca la familia tiene que ser amada, protegida y sostenida. Es necesario, no dejar de acudir nunca, al designio originario de la familia, que la ve unida caen un ‘para siempre’ que la consolida y la realiza. Es necesario llenar de significado la vivencia familiar con una espiritualidad de comunión, inherente a la familia, pequeña comunidad de amor. Son necesarias corrientes de opinión fundadas sobre los valores, y políticas familiares adecuadas.
Este es el ardiente deseo que pongo en las manos de María Santísima, sede de la sabiduría y ama de casa, para el bien de la familia hoy y para la realización de toda la familia humana.
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Mensaje de Chiara Lubich por la celebración de la familia
Madrid, 30 diciembre 2007
por Producciones Valivan | Mi casita sobre roca | 20 Jun, 2010 | Despertar religioso Historias de la Biblia
Presentamos la parábola de la oveja perdida en el capítulo de la serie audiovisual «Mi casita sobre la Roca». Las canciones, marionetas y personajes hacen de este un material idóneo para niños en sus primeros pasos de iniciación cristiana y en la preparación de su Primera Comunión.
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La parábola de la oveja perdida – Primera parte
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La parábola de la oveja perdida – Segunda parte
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Texto de la parábola en los evangelios sinópticos (Mateo 18, 12-14)
¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.
Texto de la parábola en los evangelios sinópticos (Lucas 15, 3-7)
Entonces les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido.»» Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.
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Mi casita sobre la roca – Producciones Valivan
por Alfredo Alonso-Allende Yohn | 20 Jun, 2010 | Primera comunión Cuentos
Os presentamos este precioso cuento con el que pueden tratarse los valores de amistad, desprendimiento y generosidad. Aunque lo incluimos en la sección de Primera comunión, es muy adecuado también para poscomunión y confirmación.
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I
Verano de 2005. Mundaka.
Son las cuatro de la tarde del viernes 12 de agosto de 2005 y, como todas las tardes a la misma hora, don Antonio Orobengoa sale del puerto de Mundaka en su pequeño bote de madera. Don Antonio frisa ya los ochenta y rema siempre con todo el cuerpo –piernas, espalda, brazos y manos- con un ritmo lento y cadencioso, procurando que la proa de su bote ataque bien las olas y enfile en todo momento hacia isla de Izaro. Siempre va hacia la isla porque allí se encuentra el caladero por el que suelen andar y cebarse los chipirones.
Don Antonio, que lleva ya muchos años veraneando en Mundaka, conoce muy bien los secretos de la Ría de Mundaka en cuya bocana se encuentra el pequeño pueblo pesquero que le da nombre. Y es bien sabido en el pueblo que él es de los que más saben sobre la vida y las costumbres de los chipirones. Chipirones que, año tras año, se acercan en verano hasta las templadas y claras aguas que bañan la isla de Izaro.
Don Antonio también conoce y disfruta con la pesca de anzuelo, y la practica con frecuencia, pero él siempre ha preferido el engaño sutil de la potera. De la potera tradicional, la de plomo con forma de huso, la que suele estar recubierta con hilos de colores vistosos y unida por uno de sus extremos al sedal que sujeta el pescador. Del otro extremo, del que queda más cerca del fondo, surgen unas finas púas de acero que salen juntas del huso como los chorros de agua de una fuente y se abren y curvan luego hacia el cuerpo de la potera, hacia arriba, de forma que sus puntas quedan siempre mirando hacia la superficie de las aguas cuando el plomo cuelga del sedal.
A don Antonio le gusta más la pesca con potera porque es más sutil y menos violenta que la pesca con anzuelo. La pesca con potera es un arte difícil de aprender. Requiere un talante especial. Un talante paciente, delicado y atento. Y gran capacidad de concentración. Y requiere también experiencia, mucha experiencia, porque para atraer a los chipirones hay que aprender a mover la potera tirando del sedal con soltura, arriba y abajo, a un lado y a otro, con un ritmo siempre nuevo, siempre cambiante, pero con suavidad, sin brusquedades, y con una bien estudiada elegancia, para seducirlos así con mimo, con delicadeza, sin asustar nunca a ninguno de los chipirones que puedan merodear cerca del engaño. En esta pesca hay que estar siempre muy atento para notar enseguida ese ligero aumento de resistencia en el sedal que se produce cuando el bicho atrapa con sus tentáculos el engaño de colores, se cuelga y se engancha en las púas. Porque si al chipirón no se le sube enseguida, en cuanto se cuelga y engancha, él mismo se zafa de las púas y suelta una nube de tinta negra muy densa y huye, se larga lejos, volando. Volando y dejando tras de sí unos regueros de tinta que sus congéneres advierten enseguida y emprenden también la huida. Y, cuando esto ocurre, cuando se escapa un chipirón de la potera y suelta su chorro de tinta, hay veces en las que no se acerca ningún otro chipirón en todo el día. Un verdadero desastre.
Todos los días del verano, Don Antonio se entretiene, descansa y disfruta con la pesca del chipirón. Pesca con la mente centrada en la potera, como si la estuviera viendo moverse en los fondos marinos, pero deja siempre que su mirada divague, distendida y serena, por los relieves de la costa y por la superficie del mar. Y allí, en la mar, él solo, mientras procura atraer a los chipirones moviendo el aparejo con suavidad, arriba y abajo, siente un placer especial. Un placer que adquiere un matiz de peculiar emoción cada vez que algún chipirón entra al engaño y él nota que el bicho se ha colgado. Placer que va creciendo mientras recoge el sedal y sube la pieza con una estudiada velocidad, sin parones, que harían que el chipirón se soltara. Placer que se convierte en sonriente satisfacción cuando, por fin, tras una última y bien calculada brazada, alcanza la potera con los dedos índice y pulgar de su mano derecha y los introduce, potera y chipirón, dentro del bote para, sin solución de continuidad y mediante un habilidoso giro de muñeca, depositar al cefalópodo con sumo cuidado en la cesta de pesca. Allí el animal se queda como aplanado, pegado al mimbre, y muere enseguida, porque sus afanes por aspirar el agua de mar son siempre escasos e inútiles.
Don Antonio también disfruta después, al anochecer, cuando llega a casa con sus chipirones recién pescados. Allí los limpia concienzudamente en la cocina y prepara una salsa densa y sabrosa con la tinta que extrae de su interior. Él siempre añade a la tinta aceite de oliva, algo de ajo y un poco de harina, para darle consistencia, suele decir. Y lo macera todo muy bien en una especie de crisol de barro que hace tiempo que hizo suyos los colores de la tinta. Y, obviamente, después de hacer los chipirones, don Antonio disfruta degustándolos durante la cena, bien acompañados de un Rioja y pan de hogaza. Porque, a pesar de su edad o, quizás por ello, don Antonio tiene un paladar muy fino y, gracias a Dios, todavía goza de buenas digestiones. Cuando pesca suficientes chipirones, don Antonio siempre se hace una cazuelilla por las noches pero, sí saca más de los que necesita para su cazuela o alguno especialmente grande, los utiliza como carnada para las corvinas.
Porque a don Antonio también se le dan bien las corvinas. Conoce, y muy bien por cierto, el carácter, las costumbres y los gustos de estos grandes peces. Las busca cuando se desperezan y salen de sus cuevas para comer, a última hora de la tarde, mientras cae el sol. Y utiliza como carnada las barbas de los chipirones recién sacados del mar, o trozos de sus cuerpos cortados en pequeñas tiras. Lo hace siempre así porque tiene bien experimentado que la corvina grande entra siempre al chipirón fresco. Y lo hace con irresistible voracidad. Sabe también don Antonio que la corvina es un pez astuto, que sabe latín –dice-, porque con mucha frecuencia se acerca al anzuelo y se lleva la carnada con los labios sin apenas rozar el anzuelo. Es un pez fuerte y, cuando se engancha, se resiste con tal poderío y con tanto denuedo, que no es nada fácil dominarlo e izarlo hasta el bote. Si a la corvina no se la trabaja bien y no se la iza con suficiente cuidado, fácilmente rompe el aparejo o se desgarra la boca, y escapa.
II
Hoy viernes hace calor en la mar y los chipirones no han acudido a la potera de don Antonio como otros días. A media tarde, al llegar la hora de las corvinas, sólo ha conseguido sacar cinco y de los pequeños, de un tamaño como su dedo pulgar. Y al bueno de don Antonio se le ha planteado un serio dilema: Me vuelvo al puerto ya y me hago una cazuelita con los cinco o los utilizo e intento pescar una corvina para Paco.
Paco es un viejo marinero amigo suyo con el que se encuentra todos los días cuando vuelve de pescar. De él aprendió casi todo lo que sabe sobre la mar y sobre la pesca. Y sabe que está delicado, muy delicado, que tiene una enfermedad progresiva e incurable, y que su estómago apenas acepta un poco de pescado blanco, pollo hervido, jamón de York y compota de manzana. Los médicos le han dicho que se cuide, que no se mueva mucho, pero él sigue acercándose al puerto con notable esfuerzo, todos los días, al caer la tarde, para ver a los pescadores que regresan. Le gusta cruzar con todos ellos algunas palabras. Y don Antonio siempre le regala la mejor corvina que coge.
III
Don Antonio se decidió por su amigo Paco. Le sacaré una bonita corvina para su cena. Y se acercó entonces a la zona donde las pesca y echó el ancla por allí. Cogió luego uno de los chipirones recién pescados y le arrancó las barbas con cuidado. Y cortó también el cuerpo con su navaja en varias tiras. Después ensartó la carnada minuciosamente en un anzuelo y lo dejó caer suavemente junto a la borda de su bote mientras soltaba el sedal con desenfadada maestría, como quien hace algo rutinario y bien sabido.
Mas esa tarde tampoco le fue propicia a don Antonio con los peces, porque las corvinas entraban, pero no se enganchaban y le robaban la carnada. Y pronto tuvo que utilizar, con pena, un segundo chipirón. Y, más tarde, un tercero. ¡Adiós cazuela! -pensó don Antonio-. Pero insistió. El que insiste vence. Me quedan dos chipirones y tengo que sacar al menos una corvina para Paco.
Las corvinas continuaron picoteando nerviosas. Tocaban el aparejo o robaban el cebo, pero ninguna se enganchaba. Era casi de noche, y apenas le quedaban dos tiras del último chipirón, cuando notó que algo grande, muy grande, había mordido y enganchado el anzuelo. Concentró entonces don Antonio todos sus sentidos en la operación y fue tirando y aflojando el sedal con sumo cuidado, con la maestría que le había dado la experiencia. Y se encomendó a todos los santos para que le ayudaran a sacar la pieza que intuía que era mayor de lo normal. Y al final, tras una larga y concienzuda pelea, don Antonio pudo sonreír satisfecho. Había sacado una hermosa corvina. ¡Menudo bicho! Debe pesar más casi cinco kilos. Y se ha tragado el anzuelo hasta dentro. Seguro que tenía atemorizadas y nerviosas a todas las demás.
IV
Tras recoger los aparejos e izar el ancla, don Antonio enfiló su bote hacia la bocana del puerto de Mundaka con la grata sensación de haber cumplido con creces un deber de amistad. Mientras remaba y se acercaba al puerto giraba la cabeza cada poco tiempo, sin dejar de remar, para ver si descubría la silueta de su amigo Paco junto a las escaleras, sentado en el banco de piedra, donde solía encontrarlo todos los días. Más de una vez pensó que quizás era tarde para Paco, y que se habría ido a casa.
Pero Paco sabía que don Antonio no había regresado de la mar y allí estaba él, en el banco, como todos los días, esperándole.
¿Qué tal, don Antonio? ¿Cómo ha ido el día?… Así, así. Te traigo una corvina preciosa… Gracias, muchas gracias. ¿Cuántos chipirones han caído hoy?… Pocos. Justo para una cazuela pequeña. Ha sido un día raro… Sí. Demasiado calor. Y la presión ha subido mucho. ¿Tendrás hambre, no?… A estas horas siempre tengo un hambre de lobo… Pues vamos pa casa que es tarde… Vamos… Yo -dijo Paco mientras se dirigían al pueblo- en cuanto llegue, le daré la corvina a Lucía para que me la prepare… Tu nieta Lucía vale mucho. Es una joya. ¡Y es guapa como pocas!… Si, vale mucho, repitió Paco. Y añadió: Y me quiere mucho… Y a mí, exclamó don Antonio. Y, la verdad es que yo también la quiero a ella…
Los dos pescadores, como todos los días, caminaron lentamente de vuelta a casa y, mientras charlaban acerca de ellos y de los sucesos de la jornada que estaba terminando, don Antonio, como solía hacer, con cierta frecuencia, desde hacía ya unos meses, le preguntó a su amigo Paco: ¿Cómo va lo tuyo?… Así, así, le contestó. Hoy, en cuanto termine de cenar, me voy a la cama, porque la verdad es que no me encuentro muy católico.
V
Pero Paco no se pudo acostar tan pronto como le pedía el cuerpo porque su nieta Lucía, al abrir la corvina para limpiarla, lanzó un grito de asombro que se oyó por toda la casa: ¡¡Abuelo!! ¡Ven! ¡Mira! ¡Mira lo que he encontrado dentro del pez!… ¡Parece un rubí!…
Y efectivamente, era un rubí. Pero no un rubí cualquiera, sino un rubí enorme, precioso, un rubí por el que algunas personas pagarían millones de euros. ¡Somos ricos, abuelo, somos ricos!, dijo la nieta mientras daba brincos de alegría alrededor de su abuelo.
Más Paco, el viejo Paco, que también sintió el tirón del rubí, se quedó un momento en silencio y luego comentó: No, Lucía. No es nuestro. La piedra esa es de don Antonio. Le pertenece a él. Él ha pescado la corvina y me la ha regalado, pero el rubí le pertenece a él.
Paco, tras dejar bien clara su decisión y luego de comentar el extraño suceso con su nieta se fue a su cuarto, dejó el rubí encima de la mesilla de noche y se dedicó a cavilar durante un buen rato. Y llegó a la conclusión de que había que devolverle la piedra preciosa a su amigo cuanto antes, no fueran a caer en la tentación de quedársela. Pero no podía devolvérsela directamente, porque sabía que don Antonio no se la iba a aceptar. Así que pensó que podía meter el rubí en el interior de uno de los pollos que le traían sus hijos cuando venían a verle todos los fines de semana, y llevárselo luego a don Antonio antes de comer, como hacía todos los sábados. Mañana es sábado y vendrán con los pollos…
VI
Aquella noche del viernes, tras guardar el rubí con cuidado en el cajón de la mesilla, Paco se acostó. Se acostó tarde pero sereno, muy sereno, y especialmente contento. Una gran paz y una placentera sensación de felicidad le inundaba todo su ser en aquellos instantes. Y concilió el sueño muy pronto, y durmió divinamente. Y el sábado, a eso de las ocho, se despertó descansado y con una percepción nueva de su cuerpo. Una percepción nueva y muy agradable. No le dolía nada el estómago y se notaba con mucha más vitalidad de la habitual. Y con hambre, con mucha hambre. Y con enormes ganas de vivir.
Paco era un hombre realista y práctico, y pronto superó el lógico desconcierto que le produjo su nuevo estado de salud. Así que decidió levantarse de la cama, se aseó canturreando con alegría y salió de casa para asistir a la Misa de nueve, como hacía siempre a diario cuando estaba sano. Y allí, en la iglesia, dio gracias a Dios por lo que parecía una radical mejoría en su estado de salud. Luego se desayunó en casa con mucho apetito, le comentó a Lucía que se encontraba bien y le ayudó a recoger y ordenar la cocina. Después sacó su silla hasta la puerta y se quedó allí sentado esperando a que llegaran sus hijos con los nietos y los pollos.
Y, por fin llegaron. Llegaron sus hijos con toda la chiquillería. Y, tras los saludos y besos de rigor, a peques y a mayores, Paco preguntó por los pollos con más interés e ilusión que otras veces. Se le veía expectante y nervioso mientras seguía a su hija Elena camino del coche. Y en cuanto su hija le dio los pollos y los tuvo en sus manos, tras darle las gracias casi sin mirarle pero con mayor sentimiento que el habitual, se dirigió rápido a la cocina y allí los miró todos, despacio, y escogió el mejor, el que le pareció más sabroso. Lo agarró luego por las patas, lo acercó con resolución hacia su cuerpo, como si quisiera evitar que alguien se lo arrebatara y se lo llevó a su dormitorio mientras decía a Lucía que guardase los demás en el frigorífico.
Ya en su cuarto, con sumo cuidado, introdujo el rubí en el interior del pollo y salió para decirle a Lucía que por favor se lo llevara pronto, cuanto antes, a su amigo Antonio.
VII
Cuanto volvió Lucía, se fueron todos juntos de paseo y acabaron almorzando en un restaurante al aire libre. Y Paco comió como uno más, con muy buen apetito, como una corvina pensaba él, y todos -hijos, hijos políticos y nietos- estaban asombrados del cambiazo que había dado el abuelo en tan poco tiempo. Especialmente Lucía, que se dedicaba a cuidarle desde que enfermó hacía ya un par de años. No acababan de creerse lo que veían. ¿No será esa mejoría la que suele darse en muchas personas enfermas poco antes de la muerte? Ayer por la tarde estaba fatal.
Pero Paco no daba ninguna sensación de estar fatal. Todo lo contrario. Parecía más bien el fornido y afable marinero de antaño. Con buen color, dicharachero y guasón, sin ofender nunca a nadie, hablaba con todos y se preocupaba por cada uno. Y mostraba una habilidad especial para percatarse y hablar de lo que les interesaba a cada uno de sus nietos cada vez que se acercaban hasta él.. Y tenía ingeniosos detalles de cariño para con sus hijos, yernos y nueras. El abuelo es, otra vez, el de antes. ¿Te encuentras bien abuelo? ¿Quieres algo? ¿Qué te apetece? Nada, hijos nada. No quiero nada. Estoy muy bien con vosotros. Viéndoos a todos juntos, sanos y en armonía, yo soy feliz. Contadme cosas. ¿Cómo ha ido la semana? ¿Qué habéis hecho?
Y cada uno fue contando sus historias entre bromas y veras hasta que, a media tarde, Paco carraspeó, se puso un poco serio, interrumpió la conversación y les hizo una petición que parecía casi una orden: Ahora, cuando volvamos a casa, me dejáis, por favor, en el puerto. Quiero estar allí antes de que don Antonio regrese de pescar.
VIII
Don Antonio también era un hombre honrado, que hacía ya tiempo que había dejado la presidencia de varias empresas y optado por una vida sencilla, sin las complicaciones y las inquietudes que traen consigo la avaricia y las riquezas, y, en cuanto abrió el pollo aquel sábado a mediodía y se encontró el rubí en su interior, pensó que él no debía quedárselo, que el rubí le pertenecía a su amigo Paco. Y que, además, le vendría muy bien, porque sabía que andaba muy justo con su pensión. Y pensó en cómo devolvérselo, porque sabía que Paco no aceptaría el rubí si se lo entregaba directamente. Así que estuvo dándole vueltas a la cabeza hasta que se le ocurrió introducirlo en una de las corvinas que pescara aquella misma tarde. La que pescaría para Paco.
Y por la tarde, como todas las tardes, don Antonio salió temprano, a las cuatro, a pescar. Salió en busca de los chipirones con el rubí bien protegido y guardado en uno de los bolsillos del pantalón. Y sacó muchos chipirones, bastantes más que otros días. Y en cuanto el sol comenzó a declinar, se trasladó con prisa hasta la zona de las corvinas. Y, una vez allí, echó el ancla, preparó la carnada, la ensartó en el anzuelo y se dispuso para la faena. Y sacó también muchas corvinas, muchas más que las que sacaba habitualmente. Y, cuando llegó la hora de volver, recogió los aparejos con mayor rapidez que la habitual, eligió luego con esmero la corvina más hermosa e introdujo el rubí en su interior con sumo cuidado. Lo introdujo primero con los dedos, delicadamente, y después lo empujó con suavidad, despacio, una y otra vez, mediante una pequeña pieza de madera, hasta que se convenció de que el rubí se quedaba bien fijo en el fondo de la corvina. Después subió el ancla rápidamente y regresó al puerto en busca de Paco.
IX
Paco, mientras esperaba, estuvo pensando en cuál habría sido la reacción de su amigo Antonio al encontrarse el rubí dentro del pollo. Porque seguro que se lo ha encontrado. Todos los sábados, siempre que le regalo un pollo, lo abre, lo limpia bien y lo trocea. Y se lo fríe luego con cebolla y tomate. Y después se lo come a mediodía acompañado con pimientos del piquillo. Porque Antonio siempre ha sido un tipo de morro fino.
Cuando don Antonio se acercó a la escalerilla se asombró de que Paco estuviera de pie, charlando amigablemente con los que habían llegado al puerto antes que él. Y le preguntó: pero Paco, ¿qué has hecho? Te veo con muy buen aspecto… ¿Yo? Nada. ¡La Providencia, que tiene sus caprichos y parece que me da una prórroga! Gracias a Dios hoy me encuentro muy bien. Estupendamente. Y a ti, ¿cómo te ha ido?… Bien, muy bien. Seis docenas de chipirones y veintitrés corvinas. Tengo una preciosa para ti. Ahora te la paso…
Pero cuando don Antonio desembarcó tras amarrar el bote y se acercó hacia a su amigo con la corvina en la mano, Paco le habló así: Oye, Antonio… ¿Qué quieres?… ¿Puedo pedirte un favor?… Tú dirás… Tú no te vas a comer todos los chipirones ¿verdad?… No. Sólo una cazuela. Los demás los regalo… ¿Te importaría darme una docena, en vez de la corvina?…
Con un desconcierto que se sumaba al que le había producido el buen aspecto de su amigo, don Antonio no pudo negarse a la propuesta, pero insistió, una y otra vez, en que se llevara también la corvina. Y Paco, aunque intentó no quedársela para no abusar de su amigo, tampoco pudo negarse al ofrecimiento y aceptó también la corvina diciendo: De acuerdo Antonio pero, si te parece bien, se la daré a Lucía de tu parte. Y entonces, don Antonio, que mantenía la cabeza y el corazón en plena forma, se sonrió para sus adentros y dijo: Bien. Me parece bien, Paco. Haz como a ti te parezca…
X
Ya en casa, Paco ayudó a su nieta a preparar los chipirones. Lucía no salía de su asombro y le insistía en que debía cuidarse: Pero abuelo, ¡no seas así! No los pongas todos. ¡Que te van a sentar mal! ¡Que hace mucho que no los comes!… Tú no te preocupes hija, que estoy muy bien. De verdad. Me encuentro superbien. Estoy como antes. Tú cómete la corvina, que yo hoy voy a disfrutar con la cazuela.
Y ocurrió que, mientras hablaban entre ellos y se iban haciendo los chipirones, Lucía abrió cuidadosamente la corvina para limpiarla y, como era de esperar, se encontró con el rubí. El segundo descubrimiento del rubí la dejó muda, sin habla, con la mente en blanco, casi paralizada. Sólo pudo balbucear a duras penas: Abu, abu, ¡abuelo!… ¿Qué te pasa, hija? ¿Qué quieres?… Mi, mi, ¡mira!…
Y Paco miró y vio la joya en el vientre de la corvina, y con los reflejos mentales que siempre tuvo cuando estaba sano, comprendió en ese instante casi todo lo que había pasado con el rubí. No todo, porque le faltaba un dato, pero sí lo suficiente. Y se sonrió placenteramente. Y fijó después sus ojos en los de su nieta y, con un tono de voz que no daba lugar a dudas, le dijo cariñosamente, pero con cierto aire de misterio en el semblante: Lucía, la corvina te la hemos regalado don Antonio y yo. Con el rubí y todo. El rubí es para ti… Por todo lo que haces por nosotros… ¡Eh!, y para que nunca te olvides de tus viejos, añadió…
* * *
por Fernando Sebastián Aguilar, Arzobispo Emérito de Pamplona y Tudela | 18 Jun, 2010 | Catequesis Artículos
Antes de comenzar mi exposición os quiero decir que no pretendo hablar de forma académica, sino pastoral. Vamos a ocuparnos de una cuestión que está en el meollo de nuestros problemas pastorales. La podríamos plantear así: ¿qué ocurre cuando en una Iglesia tradicional y ampliamente implantada, las familias cristianas dejan de ser capaces de educar cristianamente a sus hijos?
Esta es una situación muy nueva en España que está trastornando gravemente nuestra vida eclesial y que requiere urgentemente una reflexión y unas medidas pastorales lúcidas y valientes.
Un dato puede servirnos de alerta. El año pasado 8000 niños pidieron el bautismo en España con una edad de entre 8 y 10 años. Tanto se multiplican estos casos últimamente que la Conferencia Episcopal Española está preparando urgentemente unas Orientaciones pastorales para preparar a los adolescentes que piden el bautismo. Esta situación nos está obligando a pensar en el papel de la familia cristiana en la transmisión de la fe, es decir en el ejercicio de la misión central de la Iglesia.
La fe implica una decisión personal absolutamente intransferible. Supone un cambio interior, y una movilización de las facultades del alma, un asentimiento libre en el que cada sujeto define profundamente los caracteres de su propia vida. Así aparece claramente en este texto de la Const. Dei Verbum (n.5).
«Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el “homenaje total de su entendimiento y voluntad”» asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad». La fe es, ciertamente, don de Dios. Es Él Quien se hace asequible, quien nos invita a creer en Él y mueve nuestras facultades interiores para que le aceptemos como apoyo y centro de nuestra vida. Pero a la vez, con esa inicial ayuda de Dios, la fe es respuesta del hombre, decisión personalísima por la cual cada uno define su propia vida. Podemos decir que la fe es el don de responder amorosamente a la revelación y al ofrecimiento de Dios.
Por lo cual, es preciso reconocer que no se puede hablar de una verdadera «transmisión de la fe», como se habla de transmisión de una enfermedad, de unas cualidades hereditarias, y ni siquiera de unos conocimientos. La fe es algo mucho más personal, mucho más libre y autodefinitorio de lo que cada uno de nosotros queremos ser. La fe nace en cada persona, de lo más profundo del ser personal, como una decisión profundamente libre, preparada por la acción creadora de Dios, por la acción del Espíritu Santo que nos ilumina, nos atrae y nos seduce para que creamos filialmente en Dios.
Sin embargo algo queremos decir cuando señalamos la dificultad actual en la transmisión pacífica de la fe. Queremos decir que se han alterado los medios habituales de colaborar al surgimiento de la fe en las nuevas generaciones. Medios habituales que son básicamente la familia cristiana y la cultura cristianizada. En una sociedad suficientemente cristianizada, la Iglesia ejerce misión de ayudar a creer en el Dios de Jesucristo, fundamentalmente, por medio de las familias cristianas y de la influencia mentalizadora del ambiente cultural y social en el que vivimos.
I. Los diferentes momentos en la propagación de la fe
La doctrina católica nos presenta el acto de creer en Dios como un acto esencialmente libre y profundamente personal. No se trata solo de una fe que consiste en el asentimiento a unas verdades reveladas, ni menos en creer lo que no se ve. La doctrina bíblica y la moderna filosofía de la religión están de acuerdo en señalar que el elemento más profundo de la fe es el acto libre de entrega personal a la realidad personal de Dios en cuanto verdadera, fuente de verdad y de vida, garantía y fundamento de la vida verdadera por el amor.
Creer, en general, es aceptar el ser del otro como fundamento, garantía y fuente de la propia vida. En el caso de la fe cristiana, creer es aceptar libremente la fundamentalidad del Dios de Jesucristo, en la existencia, el crecimiento y la plenitud de la propia vida.
Lo dice hermosamente nuestro Xavier Zubiri: «Fe es la entrega o adhesión personal, firme y opcional, a una realidad personal en cuanto verdadera. En última instancia, fe es simplemente hacer nuestra la atracción con que la verdad personal de Dios nos mueve hacia Él». Esta relación interpersonal supone o suscita una verdadera causalidad personal, en virtud de la cual la vida personal del creyente se ve afectada por la vida y el ser personal de aquel en quien se cree, en nuestro caso, la vida y la acción de la Trinidad Santa.
La fe en Dios tiene un proceso determinado que conviene recordar. En realidad coincide con lo que los teólogos exponen como análisis del acto de fe.
1. Para creer en Dios hay que comenzar por recibir y escuchar la revelación del mismo Dios. Esta escucha de la revelación de Dios requiere la voluntad personal de atender a la verdad y de vivir de acuerdo con ella; supone, al menos, la buena voluntad fundamental de querer vivir de acuerdo con la realidad y la verdad de nuestro ser y del ser del mundo.
«Creer en Dios es aceptar la atracción con la cual Él nos lleva hacia Sí ineludiblemente como realidad fundante» (X. Zubiri, en El hombre y Dios).
2. Para ello, el hombre tiene que haber sentido de alguna manera la necesidad, las carencias, las aspiraciones que nos preparan desde nuestra propia condición humana para entender y apreciar las promesas y los dones de Dios. En esta preparación prerreligiosa ya está presente la gracia de Dios.
3. La combinación de estos elementos, junto con la gracia impulsante de Dios, nos lleva a aceptar libremente la verdad de lo que se nos propone como camino de salvación, como don de vida verdadera y eterna.
4. Esta realidad creída no son «cosas» aisladas o inanimadas sino que se refieren todas a Dios. Creer es aceptar la realidad de Dios y la salvación que Él nos propone juntamente con los medios que nos ofrece para conseguirla, por su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado, presente y actuante en la Iglesia y por la Iglesia.
5. Por lo cual, la aceptación de la llamada y las promesas de Dios afecta a la visión del mundo en el cual nos situamos libremente, y por eso mismo a la configuración de nuestro ser personal, de tal forma que el creyente al aceptarla, se siente movido a organizar y regir su vida de acuerdo con la realidad creída. De este carácter comprometedor de la fe proviene la posibilidad de la resistencia y del rechazo, cuando no hay en el corazón las disposiciones necesarias de desprendimiento, humildad, rectitud y obediencia.
6. Esta aceptación de la realidad de Dios y de su intervención salvadora en nuestra vida, no tiene por qué ser una decisión rupturista ni rectificadora de la vida, necesariamente iniciada al margen de la fe, sino que puede ser asimilada por el sujeto gradualmente a la vez que descubre los demás niveles de la realidad y se instala adecuadamente en ellos mediante la fe interpersonal y el ejercicio de sus facultades espirituales.
II. La función de la familia cristiana en la educación cristiana de los hijos
Tengo la impresión de que los católicos no hemos valorado suficientemente la intervención de la familia en el servicio a la fe de las nuevas generaciones. Durante siglos la fe ha ido pasando pacíficamente de padres a hijos sin que cayéramos en la cuenta de la importancia que tenía esa transmisión en la vida de la Iglesia. Ahora, que ese proceso se ha alterado, comenzamos a echarlo de menos y valorarlo en lo que vale.
Comencemos por hacernos una pregunta apelando a nuestra propia experiencia. Pensad: ¿quién nos ha enseñado a rezar?, ¿cuándo y dónde y cómo hemos aprendido a creer en Dios, en Jesucristo, a invocar a la Virgen María?, ¿quién nos ha enseñado a distinguir el bien del mal?, ¿dónde hemos ido aprendiendo a vivir como cristianos?
Una sencilla observación sobre nuestra propia vida, nos hace caer en la cuenta de que la mayoría de nosotros hemos nacido a la fe gracias a la ayuda de nuestra familia. Ellos nos llevaron al bautismo y ellos se encargaron de que creciera en nosotros personalmente la fe recibida.
En la mayoría de las familias cristinas, con la primera educación y las primeras ayudas para despertar en nosotros la vida consciente, se nos ofrecían las realidades de la fe, invitándonos a aceptarlas y tenerlas en cuenta con plena naturalidad. De este modo hemos recibido el anuncio y la presentación de las realidades divinas desde el inicio de nuestra vida consciente, junto con las demás aperturas hacia la realidad. Nunca recibimos una visión del mundo como algo cerrado, a la cual tuviéramos que añadirle más tarde la presencia de un Dios sobrevenido y casi postizo, sino que recibimos desde el primer momento una visión del mundo ya iluminada y transformada por la fe, en la que Dios estaba presente y actuante desde el principio, el mundo era criatura de Dios, todos éramos criaturas de Dios, los hombres éramos hermanos, la Iglesia ocupaba un lugar importante en la vida, existía un código de comportamiento universalmente vigente y aceptado que era de hecho el que provenía de la fe en Dios y en Jesucristo.
Es posible que una fe personal así nacida y crecida, en tan estrecha familiaridad con el «universo cristiano», tenga sus limitaciones, comienza siendo una fe infantil, poco fundamentada intelectualmente, no expresamente afirmada en un acto reflejo de libertad. Una fe que necesitará ser reafirmada posteriormente, en la adolescencia, en la juventud, en la madurez y quizás de nuevo en la vejez. La fe es un acto y un estado de la persona que hay que ir renovando y readaptando en cada etapa de la vida.
Pero a la vez, la fe así adquirida tiene unas características muy positivas que difícilmente se pueden adquirir de otra manera. El niño, en su relación con los padres y los hermanos, adquiere la imagen de su universo dentro del cual está Dios, Jesús, la Virgen María, el cielo y el infierno, el bien y el mal, la Iglesia y los sacramentos. Todo eso forma parte del mundo original en el cual situamos nuestra existencia. Y todo ello queda avalado por el testimonio de los padres, participando de los mismos sentimientos de confianza, cercanía, amabilidad que nuestros padres nos inspiran. Dios, Jesús, los santos forman parte del mundo familiar que configura nuestra más radical identidad.
Así ha sido hasta ahora y así tendría que seguir siendo. Los padres cristianos saben que son colaboradores de Dios en la generación de sus hijos, colaboradores en la atención a sus necesidades y especialmente colaboradores en la apertura de sus hijos al mundo de la redención. Si ellos reciben a los hijos como don de Dios, ¿cómo podrían no enseñarles a conocer a su Padre del cielo? Si ellos se aman con amor cristiano, ¿cómo podrían no darles a conocer al Cristo que es el origen del amor que le ha dado la vida? Si ellos han recibido la consagración de la Iglesia, ¿cómo podrían no incorporar a sus hijos a la comunidad de los santos donde ellos viven la fe y reciben el don del Espíritu de Dios, fuente del amor y de la vida? «La familia cristiana es una comunidad apostólica abierta a la misión». Los hijos de los matrimonios cristianos son los primeros candidatos para la evangelización. El hecho de nacer en una familia cristiana es ya una primera conexión con la realidad histórica y social de la Iglesia que permite y aconseja el bautismo de párvulos, con la esperanza real de que esos niños crezcan en un ambiente cristiano que les ayude a entrar casi naturalmente en la vida de la fe y de la comunión eclesial.
Sin embargo ahora no es así. Si en países como el nuestro el 80% y casi el 90% de los niños son bautizados, solamente el 70% reciben la primera comunión y no más del 40% ó 50% reciben la confirmación, que es tanto como el acabamiento y la aceptación del bautismo, un momento importante en la aceptación personal de la fe recibida en el bautismo. Y lo que es todavía más significativo y más grave, solamente el 4% ó el 5% de los jóvenes entre 15 y 30 años participan asiduamente en la Misa dominical.
¿Qué es lo que ha pasado en el camino? Hoy la mayoría de los padres cristianos quieren bautizar a sus hijos y de hecho los bautizan. Pero ya son bastantes menos los que saben que el gesto de bautizar a sus hijos supone el compromiso de ayudarles a descubrir y vivir personalmente la fe recibida, educándolos cristianamente, en toda la amplitud y riqueza del término.
Tenemos que reconocer que el medio de transmisión de la fe, más normal y más efectivo durante siglos se ha desmoronado en pocos años. Esta es una de las novedades más graves y más preocupantes de la situación de la Iglesia en la España actual. Donde este fenómeno comenzó antes, las familias actuales ya son mayoritariamente paganas, ya no se puede hablar de familias cristianas incapaces de educar cristianamente a sus hijos, sencillamente porque ya no son familias verdaderamente cristianas. En muchos países de larga tradición cristiana son minoría las familias que forman parte activa de la Iglesia. Esta puede ser la situación en España dentro de muy pocos años.
III. Incapacidad educadora de muchas familias cristianas
En casi todas nuestras familias, la fe crecía en las nuevas generaciones por la influencia del ambiente familiar, por los ejemplos de los mayores, por el apoyo de una cultura (configuración social y espiritual) que incorporaba las referencias religiosas con toda normalidad. Menciones de Dios, frecuencia sacramental, ritmo semanal, calendarios festivos, etc.
Hoy esto se da en muy pocos casos. La familia ya no es capaz de introducir a los niños en un mundo transformado por la presencia y la actuación de Dios. Lo más frecuente, por desgracia, es que los niños y los jóvenes adquieran una visión del mundo privada de referencias religiosas, en la que Dios, Jesucristo, la Iglesia, la vida eterna y las características de una vida cristiana y santa, se dejan a un lado como realidades de segundo orden, «opcionales», no necesarias, ni plenamente reales, cuando no inexistentes y hasta perjudiciales.
El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente, sino que en realidad la familia, los padres, han perdido buena parte de su capacidad educadora en general. En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres. No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir los temas de interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente sin tener apenas en cuenta la especial función de la madre en la vida familiar, sin una suficiente atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos. Tanto el padre como la madre tienen sus tareas específicas, además de las comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la maduración afectiva y personal de los hijos. Puede ser que las de los dos no estén siendo suficientemente respetadas por el modelo de vida vigente en nuestra sociedad.
Sobre estas carencias pedagógicas crece la gran carencia de la pedagogía cristiana: En muchos casos las familias no tienen vigor ni autenticidad religiosa para educar cristianamente a sus hijos mediante la experiencia doméstica compartida de una vida cristiana efectiva, con hechos, símbolos, y prácticas religiosas, engastadas en la realidad de la vida cotidiana, personal y social, intelectual y moral. No se vive en un mundo iluminado y transformado por la presencia de un Dios creído. Donde no hay una fe efectiva ya no es posible ayudar a los niños y jóvenes a desarrollarse, a crecer y vivir como cristianos.
Y sin embargo, una buena pedagogía de la fe, nos dice que como mejor se aprende a creer en Dios es conviviendo y practicando las manifestaciones de la fe con personas creyentes que nos inspiren admiración y confianza. Por eso, para un niño o para un joven, no hay mejor forma de aprender a vivir como cristiano que practicando la fe con sus padres. En los años de la infancia quien mejor puede influir es la madre, en los años de adolescencia y juventud es necesario que se sume el ejemplo y la influencia del padre, de otros familiares, de los amigos de la familia. Se aprende a creer viviendo con quienes creen. Eso no se puede hacer en ninguna parte como en la propia familia. Aquí está una de las dificultades mayores para la evangelización de nuestros jóvenes.
Aunque el 75% de los matrimonios que se celebran en España sean matrimonios sacramentales, nadie sabe el porcentaje de ellos que se celebran sin las mínimas condiciones de fe y con un proyecto de vida verdaderamente cristiano. En estos matrimonios los hijos nacen tarde y escasos. En Navarra el índice de natalidad está en un 1,2 por mujer fértil. El más bajo de España, de Europa, del mundo entero. La práctica sacramental de las familias jóvenes es muy bajo. Los párrocos y los catequistas se quejan del desinterés de los padres por la educación cristiana de sus hijos en la parroquia, en la catequesis. Muchos quieren bautizar a sus hijos, la mayoría desean que hagan la primera comunión, pero no perciben la necesidad de que esas celebraciones sacramentales vayan acompañadas de las correspondientes actitudes religiosas que ellos tendrían que despertar y desarrollar en sus hijos. Los aturden a regalos, pero se desentienden del necesario apoyo al trabajo de los catequistas o de los profesores de religión. Dan mucha importancia a la comunión «primera», pero ya no se preocupan de la «segunda».
Debilidad interior de la Iglesia
Esta debilidad cristiana de las familias es parte de una situación muy generalizada en nuestras Iglesias, como consecuencia de una cultura dominante, fuertemente influyente y determinante, que actúa sobre las conciencias de los cristianos, y que influye profundamente en niños y jóvenes en cuanto asoman la cabeza fuera del recinto de su vida familiar. Los niños y adolescentes que vienen —o no vienen— hoy a nuestras catequesis son los hijos de los jóvenes que abandonaron la Iglesia en la crisis de los años setenta, los jóvenes de los últimos años del franquismo, los lectores del libro rojo de Mao, los admiradores de la Unión Soviética, los jóvenes antifranquistas y antivaticanistas del final de los setenta. Aquellos jóvenes contestatarios y soñadores tienen hoy 50 ó 60 años, sus hijos son los jóvenes matrimonios crecidos lejos de la Iglesia, y sus nietos crecen ya en un ambiente plácidamente pagano.
Estas generaciones viven tranquilamente en un mundo donde no hay Dios, ni Cristo, ni Iglesia, ni mandamientos, ni esperanza de la vida eterna. La verdad es que nuestra cultura es una cultura politeísta, cuyos verdaderos dioses son el bienestar, el dinero, la libertad, una sociedad en la que cada uno es «dios» para sí mismo. Nuestra cultura nos conduce, casi sin darnos cuenta, a vivir centrados en nosotros mismos, confinados en nuestros propios deseos, como límite último de la realidad, como centro del mundo, en adoración y contemplación del propio ser temporal y de las pequeñas satisfacciones que el hombre puede alcanzar en su vida terrena, sensorial y material. Así no se puede creer en Dios. Es exactamente lo contrario.
Por la fuerza de estos factores, con la complicidad de nuestros propios errores, la secularización ha entrado dentro de la misma Iglesia, con las apariencias y falsos prestigios de querer ser cristianos modernos y dialogantes, que saben situarse y moverse en el mundo actual. Pero esto, muchas veces, termina en aquello de «poner una vela a Dios y otra al diablo».
«La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha producido una «gradual secularización de la salvación», debido a lo cual se lucha ciertamente a favor del hombre, pero de un hombre a medias reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndolos a los admirables horizontes de la filiación divina». Con frecuencia hemos aplicado tácticas pastorales equivocadas que debilitan el testimonio de los cristianos y su poder convincente (diálogo en igualdad, métodos concesionistas, adaptaciones seculares del evangelio y de la vida cristiana, recortes doctrinales y morales). No hemos sabido resistir la seducción de un aparente progresismo que lleva en el fondo la añoranza de las antiguas concordancias entre sociedad e Iglesia y valora más el beneplácito del mundo que la fidelidad al evangelio.
Estas tentaciones se ven con frecuencia apoyadas por los MCS y otras fuerzas difícilmente identificables que quieren una Iglesia no disidente, una Iglesia «bien adaptada», es decir una Iglesia espiritualmente sometida, mundanizada, que deje de ser fermento, sal, fuerza crítica, liberadora transformadora. Nos critican cuando disentimos, nos alaban cuando coincidimos. Pero la regla de la autenticidad cristiana no es el gusto de los poderosos, sino la cruz y el amor de Cristo.
Tratándose de países que han sido intensamente cristianos, como es el caso de España, tenemos que tener en cuenta que nos movemos en una situación sumamente confusa. Nuestra sociedad no es ingenuamente pagana.
En el origen de la paganía actual puede haber una explicable reacción contra un pasado excesivamente controlado por la Iglesia, aunque la verdad es que esa situación queda ya bastante lejana. A estas alturas de la historia, lo que algunos rechazan es más creación literaria que realidad conocida y vivida. El agnosticismo comienza siendo una rebeldía y se convierte en una moda y casi en una rutina. Ahora, lo más frecuente, no es el rechazo explícito y razonado, sino el descuido, la dejadez, la aceptación pasiva de las tendencias dominantes, de lo más fácil y placentero.
No se trata tanto de negaciones formales como de abandonos prácticos, encubiertos, más por la vía de la omisión que de la acción. Valoramos tanto las cosas de este mundo, nos vemos tan absorbidos por las ocupaciones o las aspiraciones inmediatas, que terminamos por ver las cosas de la fe, la Iglesia, la vida cristiana y el mismo Dios, como realidades inoperantes, sin ningún interés, realidades de otros tiempos que se van alejando de nosotros, o nosotros de ellas, y terminan siendo irreales para nosotros. A la fe débil sucede la indiferencia.
Asusta pensar lo que será nuestra sociedad dentro de 20 ó 30 años, cuando una segunda generación surja y madure sin las conexiones que todavía tienen los jóvenes actuales con muchas ideas y muchos valores cristianos.
Contra la pretensión de implantar una cultura secular, laica y laicista, que haga vivir a los mismos cristianos en una sociedad sin Dios, tenemos que afirmar que la evangelización no es completa hasta que los cristianos, una vez convertidos, no lleguemos a crear y hacer vigente una visión alternativa de la vida y de la cultura, en la que Dios ocupe su lugar, en la que la fe en el Dios vivo y la esperanza de la vida eterna no influyan en el conjunto de los valores, criterios morales y modelos de vida que configuran la existencia humana por dentro y por fuera. Algo de esto irá siendo verdad a medida que haya familias cristianas que se reúnan, que creen ambientes, actividades, modelos e instituciones sociales donde la presencia de Dios por Cristo y la vigencia del evangelio sean un hecho real y práctico.
En nuestra Iglesia de España existe ya conciencia de la gran tarea de evangelización que tenemos por delante. No vemos todavía con suficiente claridad qué tenemos que hacer para iniciarla. Hay experiencias maduras que señalan direcciones y abren caminos. Sería lamentable que en esta etapa de reflexión y renovación apostólica no tuviéramos en cuenta la misión y las grandes posibilidades de las familias cristianas. Sin duda habrá que recurrir a métodos diversos, pero es indispensable contar con las familias cristianas como la parte de la Iglesia más directamente vinculada a las nuevas generaciones, las primeras responsables y los agentes más adecuados para enseñar a vivir cristianamente a los hombres y mujeres de los próximos años.
IV. Recomendaciones y sugerencias
En grandes líneas es evidente que hoy la acción pastoral de la Iglesia en España necesita intensificar el anuncio de la palabra, la llamada a la fe, el desarrollo de unas disposiciones subjetivas adecuadas a la celebración y recepción de los sacramentos. Los cristianos, herederos de los usos de épocas anteriores, se muestran interesados por la recepción de los sacramentos de mayor relieve social. Pero no siempre acuden a estas celebraciones con la suficiente preparación ni con unas disposiciones personales suficientemente claras y sinceras para vivir el sacramento como una verdadera celebración de la gracia de Dios, acogida con fe como principio de una nueva vida. Por eso, hoy la urgencia primera es intensificar el anuncio de la salvación de Dios, despertar y fortalecer la fe, aumentar la estima de la vida sobrenatural y de los bienes del Reino, despertar los deseos de vivir cristianamente en los fieles que se acercan a la celebración de los sacramentos.
El Papa nos convoca insistentemente a una nueva evangelización. «Se abre ante nosotros una etapa apasionante de renovación pastoral». La evangelización es el fenómeno de una Iglesia en expansión. Para eso hace falta una Iglesia más fuerte, más segura, más creativa en su interior que la sociedad circundante. La fe vivida por los cristianos tiene que ser más clara, más firme y operante que las fes y las ideas a las cuales tiene que enfrentarse en la cabeza y el espíritu de los oyentes.
Sin embargo, la sensación dominante en la Iglesia no es esa. En cualquier reunión de sacerdotes o de fieles cristianos comprometidos en la vida y misión de la Iglesia, surge siempre el mismo malestar y la misma pregunta. ¿Por qué los jóvenes se alejan de la Iglesia en cuanto terminan su proceso de iniciación cristiana?, ¿qué podemos hacer para que niños y jóvenes descubran, estimen y vivan con seriedad y alegría la vida cristiana? Para responder a estas preguntas hay que contar con la misión insustituible de las familias cristianas. Veamos ahora unos cuantos pasos indispensables.
a) Algunas consideraciones generales
1. Darnos cuenta de la gravedad de la situación
Pienso que en las naciones de occidente el problema es tan grave, tan agudo, que no basta con buscar recetas de índole pastoral o pedagógica. Hay que descubrir las raíces de la situación que estamos viviendo y recurrir a soluciones fundamentales.
El problema básico de nuestra sociedad está en la tendencia a la indiferencia religiosa favorecida por el establecimiento de unos modelos de vida cada vez más desconectados y más difícilmente compatibles con el reconocimiento efectivo de la soberanía y la paternidad de dios. Vivimos en un ambiente cultural que implica y propaga la infravaloración y el menosprecio de la religión como algo impropio de los tiempos, sin base racional, sin utilidad práctica, con gran riesgo de autoritarismo y fanatismo. Sobre la religión ha caído la sospecha de ser una actitud humana precientífica, incompatible con el desarrollo científico de la sociedad, enemiga de la felicidad humana, disfrutada en una sociedad verdaderamente libre y placentera. Sin preocuparse demasiado para comprobar sus fundamentos y su veracidad, la gente va asimilando la idea de que para vivir a gusto es mejor prescindir de la religión y de la moral objetiva, relativizar mucho las enseñanzas de la Iglesia y la importancia de Dios en nuestra vida. Influenciados por esta mentalidad, unos dejan de considerarse cristianos, y muchos otros, que quieren seguir siéndolo, aligeran la importancia de su religiosidad reduciéndola a unas vagas notas más de índole social y cultural que verdaderamente religiosa y moral. Con mayor o menor claridad, lo cierto es que vivimos un conflicto de culturas, una con Dios y otra sin Dios, una en la cual Dios es el centro del hombre, otra en la cual el hombre es el centro y como el «dios» de sí mismo, de su vida, de su historia, de su organización, su desarrollo, progreso y felicidad. Sin necesidad de ningún salvador exterior.
En muchos aspectos, nuestra situación es parecida a la de los cristianos del siglo II y III. Vivimos inmersos en una sociedad no cristiana, que trata de asimilarnos culturalmente. Somos un islote de resistencia a la cultura liberal, capitalista, progresista, hedonista y mundana. Izquierdas y derechas tienen unas creencias comunes que hacen de la Iglesia, con más o menos agresividad, un fenómeno residual y molesto. Con actitudes y tácticas diferentes, todos intentan colonizarnos y ajustarnos a los patrones de la nueva cultura. Si nosotros queremos evangelizar y modificar la sociedad circundante en vez de ser digeridos por ella, tendremos que ser una comunidad más unida, más fuertes, más consciente y satisfecha de su patrimonio específico, más vigorosa espiritualmente, más efectiva en la configuración de la vida.
La situación es parecida pero de dirección inversa. Entonces era una sociedad pagana que se desmoronaba, dentro de la cual surgía una nueva sociedad cristiana pujante. Ahora es una sociedad más o menos cristiana la que se desmorona asfixiada por la expansión de una cultura atea que remodela la vida de los mismos cristianos hacia un ateísmo egoísta y satisfecho.
Volviendo a nuestra reflexión sobre la misión evangelizadora de la familia tendremos que preguntarnos ¿qué tenemos que hacer para volver a contar con unos padres cristianos capaces de educar cristianamente a sus hijos?
2. Una Iglesia renovada, único punto de partida real
La respuesta de Perogrullo es decir que necesitamos contar con familias verdaderamente cristianas, cuya visión del matrimonio y cuyo proyecto familiar sea verdaderamente cristiano. Pero el problema está precisamente en esto ¿cómo promover en la práctica el crecimiento de estas familias cristianas?
Una cosa es cierta. La primera condición para la transmisión o la difusión de la fe en la sociedad actual es la existencia de una comunidad cristiana renovada, espiritualmente vigorosa, unida y consciente del tesoro que posee y de la misión que le incumbe. Una Iglesia misionera tiene que ser una Iglesia de santos y de mártires. Esta es la conclusión evidente de un razonamiento serio y responsable. Por eso, a la hora de pensar en la transmisión de la fe y la cristianización de las nuevas generaciones, la primera condición requerida es la conversión de la Iglesia, la conversión de los cristianos, nuestra propia conversión. Así lo ha proclamado insistentemente el Papa Juan Pablo II. La necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente, es la necesidad de contar con evangelizadores creíbles, gracias a un testimonio personal y colectivo de vida santa. Para ello necesitamos poner en pie unas comunidades cristianas verdaderamente entusiasmadas con Cristo, conscientes de su significación como Hijo de Dios encarnado para salvar la humanidad entera. Comunidades que se sientan felices por haber conocido a Cristo, verdaderamente arraigadas y centradas en Él, conscientes de su responsabilidad y de sus posibilidades como testigos de Cristo y portadores de una palabra de salvación que ilumine los corazones y configure realmente la vida de las personas, de las familias, de las comunidades cristianas, grandes o pequeñas. Este paso no sería realista si no tuviéramos en cuenta los muchos cristianos sinceros que hay en la Iglesia. Es preciso llamarlos, convocarlos, hacerlos verdadera comunidad, en las parroquias, en la Iglesia local, dentro de la comunión católica.
Esta tiene que ser en buena parte la aportación de los Nuevos Movimientos. Si no podemos renovar la Iglesia en su conjunto, comencemos por crear pequeñas comunidades realmente convertidas, realmente practicantes, que vivan con fuerza y alegría la vida cristiana en plenitud. Claro que uno puede preguntarse… y entonces ¿qué hacemos con las parroquias, con los fieles ordinarios? ¿Cómo extendemos el fervor de los Movimientos al conjunto del Pueblo de Dios?
Algunos tienen miedo a este lenguaje porque temen que el número de los cristianos disminuya. En el fondo seguimos pretendiendo que la Iglesia abarque a todos, que todos sigan siendo Iglesia, aunque sea a costa de rebajar el ideal cristiano de santidad y someternos a los gustos y opiniones dominantes del mundo. Olvidamos que la Iglesia es «sal», «levadura». Es decir «minoría transformadora». Entre cantidad y calidad, nuestra opción tiene que estar siempre a favor de la calidad. El que respondan muchos o pocos no es asunto nuestro. Pero sí es nuestra la obligación de presentar el evangelio completo, la vida cristiana en su plenitud, sin perder el horizonte de la perfección, del juicio de Dios y de la vocación a la vida eterna. Las crisis históricas siempre han sido superadas por la fuerza de algunos hombres y algunas minorías vigorosas, operantes, atractivas y influyentes.
Se impone lo que yo llamaría una pastoral de la autenticidad.
Anunciemos el evangelio en su integridad, busquemos ante todo la conversión a Jesucristo por medio de la fe, fomentemos la aspiración sincera y realista de los fieles cristianos a la santidad, vivamos intensamente la comunión eclesial, local y universal, seamos capaces de presentar ante el mundo con fuerza la llamada de una alternativa de vida visible, autorizada y convincente.
Este es el punto de partida indispensable para desarrollar una acción evangelizadora capaz de producir una verdadera replantatio Ecclesiae. Todo ello está claramente expresado en lo que se puede considerar el párrafo central de la Carta apostólica Tertio Millennio Adveniente: «Todo deberá centrarse en el objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado».
3. Vivir con realismo la comunión eclesial
Mirando nuestra situación concreta es indispensable llamar la atención sobre la necesidad de la unidad. No puede haber vigor espiritual, personal ni comunitario, sino en la unidad. Si las divisiones históricas entre cristianos han sido y siguen siendo un gran inconveniente para la misión es evidente que la actual división entre católicos, el disentimiento habitual, el olvido y menosprecio del magisterio del Papa y de los Obispos, están debilitando gravemente cualquier empeño evangelizador a largo alcance.
Con frecuencia, hablando de evangelización, complicamos demasiado las cosas, buscamos demasiados requisitos previos, revisiones, programaciones, formulaciones. Tengo la impresión de que a veces la abundancia de lo accidental nos entretiene demasiado y nos oculta la necesidad de lo que es verdaderamente decisivo. Cuando sus discípulos le preguntaron al Señor qué tenían que hacer para participar en las obras de Dios, su respuesta fue directamente a lo fundamental. «La obra de Dios es que vosotros creáis en Aquel que Él ha enviado» (Jn 6, 28-29).
b) Otras sugerencias más concretas
Dando esto por supuesto, podemos sugerir algunas pistas de actuación.
Vaya por delante mi convicción de que el problema es tan grave que ya no valen las sugerencias de buena voluntad. Tendríamos que promover un estudio con especialistas, que investigaran qué pasos son los más adecuados para provocar un cambio en la tendencia y en la situación ambiental de nuestros cristianos.
Otra observación digna de ser tenida en cuenta es que sin una renovación espiritual, eclesial, doctrinal y apostólica de los sacerdotes podremos hacer muy poco. Las divisiones entre nosotros, la pastoral del mínimo esfuerzo, las ligerezas doctrinales, la comodidad y el temor a los conflictos no son las mejores ayudas para inaugurar una época de renovación pastoral y eclesial. Una Iglesia misionera en el momento presente y en la sociedad actual necesita contar con sacerdotes bien preparados intelectualmente, profundamente entregados al servicio de Cristo y de su Iglesia, entusiasmados con el valor y la importancia de su ministerio, dispuestos a dar la vida día a día en una diligente disponibilidad y en un exigente servicio al cuidado espiritual de la comunidad y de los fieles cristianos. Unidos todos con el Obispo en una viva conciencia de unidad, de la grandeza de su misión y de la gravedad de su responsabilidad.
He aquí una serie de preocupaciones y líneas de actuación que, a mi juicio, no pueden faltar en una pastoral evangelizadora sincera y efectiva.
1.º Convocar a los fieles de la parroquia o de la comunidad, y especialmente a aquellos matrimonios capaces de comprender y de vivir este ideal. Aprovechar la capacidad evangelizadora de las familias verdaderamente cristianas que haya en nuestras parroquias y comunidades, identificarlas, invitarlas, reunirlas, concienciarlas, apoyarlas. Construir con ellas una verdadera comunidad catecumenal y litúrgica. Hay que intentar que las parroquias sean verdaderas comunidades catecumenales con capacidad de engendrar cristianos nuevos hasta que el núcleo de la parroquia sea una comunidad de cristianos convertidos, orantes, convivientes y actuantes, cuya institución más importante sea el Catecumenado de niños y adultos como matriz vigorosa de los nuevos cristianos. Los Movimientos tienen que integrarse sin reservas en esta comunidad fundante y operante, sintiéndose llamados a colaborar en esta renovación espiritual, comunitaria y apostólica de las parroquias y de la Iglesia local entera. Para ello tiene que darse una clara y fuerte convergencia entre Movimientos y Parroquias que ahora no se da. Esta necesidad de acercamiento real entre parroquias y movimientos aparece claramente formulado en la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa.
2.º En esta renovación espiritual y comunitaria de nuestras parroquias, la Eucaristía dominical tiene que adquirir el papel central que le corresponde en la vida de la Iglesia y en la vida espiritual de los cristianos. A partir de la Eucaristía, junto con la confesión sacramental frecuente y el asesoramiento personal del pastor a cada uno de los fieles, habrá que recuperar la conciencia de la llamada a la perfección de cada persona, de cada matrimonio, de cada familia. Esto requiere una dedicación plena y constante del pastor al cuidado espiritual de cada fiel, sean catequistas o catecúmenos, personas aisladas o familias. La renovación espiritual de las comunidades cristianas requiere la renovación de la vida sacramental en general, desde el Bautismo hasta la Unción de los enfermos, todo centrado en la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación y la celebración global del Día del Señor.
3.º En esta perspectiva, un paso decisivo tiene que ser dedicar especial atención a aumentar la autenticidad y fructuosidad del bautismo de párvulos celebrados tan frecuentemente en nuestras parroquias. Desde hace mucho tiempo la situación de nuestras Iglesias está pidiendo una revisión de la disciplina bautismal. Es cierto que el bautismo de párvulos es una riqueza de las Iglesias establecidas y evangelizadas. Pero ¿es esta ahora nuestra situación? ¿No comienza a ser alarmante el número de niños bautizados que no llegan nunca a ser personalmente creyentes? ¿No hay aquí un grave desajuste entre la celebración de los sacramentos y las disposiciones espirituales con que los celebramos? Con estos interrogantes no quiero decir que haya que prescindir del bautismo de párvulos. Quiero decir simplemente que a los padres que quieren bautizar a sus hijos en los primeros meses de vida, hay que pedirles una mayor responsabilidad en su educación cristiana No se trata tanto de negarles la celebración del sacramento como de pedirles, cuando sea necesario, que se tomen un tiempo de reflexión y preparación a fin de renovar su vida cristiana y ponerse en condiciones de educar cristianamente al hijo que pretenden bautizar. En la parroquia o en los arciprestazgos tendría que haber cursillos o convivencias para facilitar a estos padres la ayuda necesaria para comprender el verdadero sentido del bautismo de sus hijos y los compromisos que supone para ellos.
4.º Simultáneamente en las parroquias habrá que buscar el modo de acercarse a los matrimonios jóvenes. Un grupo de seglares tendría que encargarse de tener al corriente el censo de la parroquia, conectar con las familias nuevas que llegan, enterarse cuando en alguna familia esperan un hijo, visitarles una o dos veces durante el embarazo, ir preparando poco a poco el futuro bautismo, ofrecerles algún encuentro de preparación, algún librito que les ayude a prepararse para recibir al nuevo hijo y acompañarle debidamente en su incorporación a la Iglesia. Resulta imprescindible promover en las parroquias una pastoral de acercamiento a las familias jóvenes, a pesar de todas las dificultades que se presentan. Mucho puede ayudar un equipo de visitadores y un buen trabajo de informática que tiene el censo al día, que lleva la cuenta de los aniversarios, los enfermos, los cumpleaños y todas las demás fechas en las que es oportuno un acercamiento de la parroquia a las familias que la componen. Hay muchas iniciativas que tendrían que ponerse en marcha en las parroquias o en los arciprestazgos, bendición de las futuras mamás, visitas a domicilio, convocatorias en los aniversarios, visitas a los enfermos y ancianos, etc. Lo difícil es pasar de un estilo de parroquia que se sitúa a la espera de que los feligreses se acerquen por allí, a otro estilo de parroquia más activa, mejor organizada, que toma la iniciativa y ofrece atenciones y oportunidades para encontrarse con todos sus feligreses y de forma especial con las familias jóvenes.
5.º De esta manera habría que ir incorporando poco a poco a los padres al trabajo parroquial y al proceso de iniciación y crecimiento en la fe de sus hijos.
Esto hay que hacerlo de forma diversa en las distintas etapas de la vida del niño y en los diferentes pasos de la iniciación cristiana. En los primeros años los protagonistas de la educación religiosa tienen que ser los padres y desde la parroquia hay que trabajar con ellos despertando su responsabilidad y ayudándoles del mejor modo posible para que lo hagan con oportunidad y con acierto. Cuando los niños comienzan su catequesis hay que buscar la manera de que los padres intervengan desde el principio pidiendo ese servicio de la parroquia y asumiendo sus propios compromisos, es preciso mantenerlos informados del comportamiento y aprovechamiento de sus hijos, invitarles a algunos encuentros para ayudarles a preparar en casa el acontecimiento y la celebración de la primera comunión, pedirles que colaboren para que sus hijos sigan en el proceso de una catequesis continuada, informarles a tiempo acerca del momento más oportuno para celebrar la confirmación de sus hijos, según las disposiciones de cada uno, ayudándoles a comprender la naturaleza de este sacramento e invitándoles de nuevo a colaborar con el trabajo de la parroquia en la preparación y celebración de este sacramento.
6.º En el marco de semejante planteamiento hay que ofrecer a los niños y jóvenes una mejor preparación para el matrimonio. Existe una preparación remota que consiste básicamente en una adecuada educación afectiva y sexual de los adolescentes, lo que ha sido siempre la educación de la castidad, que es absolutamente indispensable y que hay que ofrecer en los colegios y parroquias, también con la necesaria información y colaboración de los padres, hecha con criterios positivos, bien fundados espiritualmente y antropológicamente. En las catequesis de confirmación no pueden faltar los temas referentes a la comprensión cristiana de la sexualidad, del matrimonio, de la moral matrimonial y familiar, hechos en perfecta concordancia con las enseñanzas de la Iglesia y las sugerencias de una recta antropología debidamente actualizada.
En casi todas las Diócesis funcionan los cursillos prematrimoniales que constituyen una preparación mínima que habría que consolidar y mejorar en sus contenidos y métodos. Junto a estos cursillos comunes, habría que ofrecer una preparación más amplia, en forma de curso catequético o catecumenal ordenado expresamente a la preparación del futuro matrimonio que se podría ofrecer a los jóvenes durante su noviazgo o simplemente a partir de los 18 o 20 años aunque no tengan a la vista la celebración del matrimonio. Es muy importantes ofrecer a los jóvenes diversas oportunidades para recibir una buena educación para el amor, mediante programas específicos de preparación para el matrimonio, que les ayuden a llegar a su celebración con las debida preparación intelectual, espiritual y moral, viviendo en castidad.
Hoy la falta de disposiciones espirituales adecuadas en la celebración de muchos matrimonios es una auténtica cruz para muchos sacerdotes. Hay en ello un problema teórico y otro práctico. Teórico porque según la doctrina tradicional, entre cristianos el matrimonio sacramental es el único matrimonio válido posible. Práctico porque nadie dice con claridad qué se debe hacer con unos cristianos bautizados que piden en la Iglesia el matrimonio en situación práctica de incredulidad o de grave indiferencia e insensibilidad religiosa.
¿Negarles el sacramento? ¿Retrasarlo y pedirles un tiempo de preparación? ¿Concedérselo sin entrar en el fondo del problema?
No tenemos unos planteamientos adecuados. Sufrimos las consecuencias de la multiplicación de una figura anómala que no está considerada sistemáticamente en la disciplina ni en los ordenamientos pastorales vigentes.
Me refiero al cristiano bautizado no creyente. No hay por qué endurecer ni ensombrecer la situación. Es muy posible que quienes se acercan a la Iglesia para pedir el matrimonio canónico, aun no siendo practicantes, tengan alguna fe elemental y sincera en el fondo de su corazón. También es cierto que los signos externos hacen pensar con frecuencia en la existencia de graves lagunas y deficiencias, tanto en el grado de adhesión a la verdad de la salvación, como en el conocimiento y aceptación de sus contenidos fundamentales.
Resulta indispensable un análisis sincero de esta situación y la formulación de unos criterios de actuación que respetando todo lo que haya que respetar y tener en cuenta, inicie prudentemente un camino de evangelización y fortalecimiento de la autenticidad de fe y del fruto santificante de los matrimonios que celebramos en nuestras parroquias. No es un asunto fácil. Será preciso un tiempo de reflexión, una gran prudencia en la actuación, un gran esfuerzo de unidad y disciplina para actuar siempre con respeto a los fieles y provecho espiritual del Pueblo de Dios. Creo sinceramente que todavía estamos a tiempo. Hay muchas familias deseosas de esta reacción. Tendría que ser una reacción a la vez prudente y vigorosa, respetuosa y efectiva, capaz de hacer pensar, que sacudiera el conformismo de muchos cristianos y avivara en ellos la estima de su vocación y el deseo de vivir con mayor intensidad los bienes de la salvación.
7.º De esta manera, con un trabajo serio y continuado, mantenido comunitariamente, sin decaimientos ni disensiones, llegaremos poco a poco, con la ayuda del Señor, a poder contar con grupos de matrimonios cristianos que vivan su vida esponsal y familiar como un verdadero camino hacia la perfección cristiana, de acuerdo con las orientaciones y exhortaciones de la Iglesia, utilizando rectamente los medios de santificación que la Iglesia les ofrece. A la vez que el fruto de una pastoral bien programada y mantenida con perseverancia, ellos serán en adelante los principales colaboradores de la ampliación creciente de esta labor.
8.º En la programación y ejecución de este trabajo pastoral, será preciso centrarse en aquellas cuestiones especialmente necesarias para que exista una pastoral verdaderamente evangelizadora, aquellos puntos de la revelación, de las enseñanzas de la Iglesia y de las prácticas cristianas que fundamentan y favorecen más directamente el surgimiento de la fe, que consolidan la fe de los cristianos dubitantes, que avivan el dinamismo espiritual y apostólico de los cristianos. La atención a las familias jóvenes no puede desconocer las exigencias generales de una pastoral verdaderamente evangelizadora, como son, por ejemplo, las siguientes:
- Ayudar a descubrir la condición de creatura, la importancia y necesidad de Dios para una existencia personal, libre, responsable y verdaderamente humana.
- Conseguir un conocimiento de Cristo, muerto y resucitado, que sea suficiente para poner en Él el fundamento de la fe personal.
- Desarrollar los aspectos más hondamente religiosos y teologales de la vida cristiana, favoreciendo una vida de adoración, amor, obediencia y confianza en el Dios de Jesucristo, sin quedarnos en la utilización mundana de la religión. Presentar con claridad el momento definitivo del juicio de Dios, la necesidad y primacía de su salvación, prevista, aceptada, vivida como punto de apoyo, criterio y fuerza decisiva para la vida presente. Todo esto ofrecido y vivido con humildad, con realismo, con paciencia, con perseverancia y con unidad.
Conclusión
De ninguna manera querría provocar con lo dicho una sensación de pesimismo ni de angustia. Es verdad que vivimos en nuestro país una profunda crisis en la aceptación de la fe y en la perseverancia de los cristianos. Y es también verdad que ha disminuido notablemente el vigor religioso en muchas de las familias cristianas. Por eso mismo vivimos tiempos difíciles para la transmisión a las nuevas generaciones y para el mantenimiento de unas comunidades cristianas florecientes. Pero también es verdad que los factores objetivos profundos juegan más a favor de la fe que de la increencia.
El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, para vivir y convivir con Él. Dios nos habla por la verdad de las cosas, mediante la verdad profunda de nosotros mismos, vivimos envueltos por su gracia, de manera que nunca podemos prescindir definitivamente de las promesas. Las dolorosas consecuencias de nuestros propios pecados, más pronto o más tarde, nos hacen añorar la casa y el amor del Padre del Cielo.
Ni el ateísmo, ni el agnosticismo, ni la indiferencia religiosa son situaciones naturales del hombre, ni pueden ser tampoco situaciones definitivas para una sociedad. No es natural la actual desconfianza frente a Dios, a la Iglesia y a la moral cristiana, que es también humana, reclamada por las aspiraciones más profundas de nuestro corazón. Una cultura que niega a Dios y diviniza los bienes terrenos, lleva dentro los gérmenes del dolor y de su propia disolución.
Los hombres vivimos religados al poder inevitable de lo real, vinculados de manera absoluta e ilimitada a la realidad, que nos induce a preguntarnos sobre la existencia de Dios y la esperanza de su salvación. El orgullo del hombre rico de occidente es más débil de lo que parece. La debilidad de la fe es más fuerte que la fuerza aparente del ateísmo y de la indiferencia.
Más tarde o más temprano, los hombres volverán a percibir que la fe en Dios no es amenaza para su libertad, sino que la comunión espiritual con Él es fuente y garantía de la libertad verdadera, de una libertad que arraigada en la verdad que se afirma en el amor del bien y el ejercicio de la justicia. Muchos cristianos viven el momento actual angustiados, desconcertados, atormentados por la duda. Este es el tiempo de la fe, el tiempo de la confianza, el tiempo del testimonio y de la esperanza. Para nosotros están dichas aquellas palabras recogidas por el Apóstol san Pablo: «Te basta mi gracia. La fuerza se consuma en la debilidad. Cuando somos débiles y nos acogemos a la fuerza de Cristo entonces somos verdaderamente fuertes» (cf. II Co 12, 7-10).
Es posible que por medio de los sufrimientos de esta época de empobrecimiento y creciente debilidad, Dios nos está pidiendo una mayor autenticidad, una purificación de nuestro orgullo colectivo y una recuperación de la fe en Él como principio de vida y de salvación. Es cierto que el evangelio de Dios es para todos y todos lo necesitamos para nuestra salvación. No podemos renunciar a anunciarlo a «toda creatura». Pero el renocimiento de la fe y el crecimiento de la Iglesia vendrá cuando y como Dios quiera y será, sin duda, por medio de la colaboración fiel y generosa de unos pocos cristianos, pocos en número pero grandes en la verdad de su palabras y en la fuerza creadora de su caridad. El número siempre ha sido consecuencia de la calidad. Y no al revés. Son los santos y los mártires los que impulsan la expansión de la fe y el crecimiento de la Iglesia.
Querría que mis últimas palabras fueran una llamada a la esperanza. Nada mejor que repetir las palabras de Jesús: «En el mundo os tocará sufrir. Pero no os apuréis. Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
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Fernando Sebastián Aguilar
Arzobispo Emérito de Pamplona y Tudela