De la filosofía al martirio: este es el camino que recorrió, siguiendo a Jesús, una de las mayores personalidades católicas del siglo XX, cuya fiesta celebramos en el aniversario de su asesinato en el campo de concentración de Auschwitz, cada 9 de agosto.
«Nos inclinamos profundamente ante el testimonio de la vida y la muerte de Edith Stein, hija extraordinaria de Israel e hija al mismo tiempo del Carmelo, sor Teresa Benedicta de la Cruz; una personalidad que reúne en su rica vida una síntesis dramática de nuestro siglo. La síntesis de una historia llena de heridas profundas que siguen doliendo aún hoy…; síntesis al mismo tiempo de la verdad plena sobre el hombre, en un corazón que estuvo inquieto e insatisfecho hasta que encontró descanso en Dios». Estas palabras fueron pronunciadas por el Papa Juan Pablo II con ocasión de la beatificación de Edith Stein en Colonia, el 1 de mayo de 1987.
¿Quién fue esta mujer?
Cuando Edith Stein, la última de once hermanos, nació en Breslau el 12 de octubre de 1891, la familia festejaba el Yom Kippur, la mayor fiesta hebrea, el día de la expiación. «Esto hizo, más que ninguna otra cosa, que su madre tuviera una especial predilección por la hija más pequeña». Precisamente esta fecha de su nacimientó fue para la carmelita casi un vaticinio.
El padre, comerciante de maderas, murió cuando Edith no había cumplido aún dos años. La madre, una mujer muy religiosa, solícita y voluntariosa, una persona verdaderamente admirable, al quedarse sola, debió hacer frente tanto al cuidado de la familia como a la gestión de la gran hacienda familiar; pero no consiguió mantener en los hijos una fe viva. Edith perdió la fe en Dios. «Con plena conciencia y por libre elección dejé de rezar».
Obtuvo brillantemente la reválida en 1911 y comenzó a estudiar germanística e historia en la Universidad de Breslau, más para tener una base de sustento en el futuro que por auténtica pasión. Su verdadero interés era la filosofía. Le interesaban también los problemas de la mujer. Entró a formar parte de la organización «Asociación Prusiana para el Derecho Femenino al Voto». Más tarde escribía: » como bachiller y joven estudiante, fui una feminista radical. Perdí después el interés por este asunto. Ahora voy en busca de soluciones puramente objetivas».
En 1913, la estudiante Edith Stein se fue a Gottinga para asistir a las clases universitarias de Edmund Husserl, de quien llegó a ser discípula y asistente, consiguiendo con él el doctorado. Por aquellos tiempos, Edmund Husserl fascinaba al público con un nuevo concepto de verdad: el mundo percibido no solamente existía de forma kantiana, como percepción subjetiva. Sus discípulos entendían su filosofía como un viraje hacia lo concreto. «Retorno al objetivismo». Sin que él lo pretendiera, la fenomenología condujo a no pocos discípulos y discípulas suyos a la fe cristiana. En Gottinga Edith Stein se encontró también con el filósofo Max Scheler y este encuentro atrajo su atención sobre el catolicismo. Pero todo esto no la hizo olvidar el estudio con el que debía ganarse el pan en el futuro y, en 1915, superó con la máxima calificación el examen de Estado. No obstante, no comenzó el periodo de formación profesional.
Al estallar la primera guerra mundial escribía: «ahora ya no tengo una vida propia». Siguió un curso de enfermería y prestó servicio en un hospital militar austríaco. Fueron tiempos difíciles para ella. Atendía a los ingresados en la sección de enfermos de tifus y prestaba servicio en el quirófano, viendo morir a hombres en la flor de su juventud. Al cerrar el hospital militar en 1916, siguió a Husserl a Friburgo en Brisgovia, donde obtuvo el doctorado «summa cum laude» con una tesis «Sobre el problema de la empatía «.
Por aquel tiempo le ocurrió un hecho importante: observó cómo una aldeana entraba en la Catedral de Frankfurt con la cesta de la compra, quedándose un rato para rezar. «Esto fue para mí algo completamente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes que he frecuentado los creyentes acuden a las funciones. Aquí, sin embargo, una persona entró en la iglesia desierta, come si fuera a conversar en la intimidad. No he podido olvidar lo ocurrido». En las últimas páginas de su tesis de doctorado escribió: «ha habido personas que, tras un cambio imprevisto de su personalidad, han creído encontrar la misericordia divina». ¿Cómo llegó a esta afirmación?
Edith Stein tenía gran amistad con el asistente de Husserl en Gottinga, Adolf Reinach y su esposa. Adolf Reinach muere en Flandes en noviembre de 1917. Edith va a Gottinga. Los Reinach se habían convertido al Evangelio. Edith tenía cierta renuencia ante el encuentro con la joven viuda.
Con gran sorpresa encontró una creyente. «Este ha sido mi primer encuentro con la cruz y con la fuerza divina que transmite a sus portadores… Fue el momento en que se desmoronó mi irreligiosidad y brilló Cristo». Más tarde escribirá: «lo que no estaba en mis planes estaba en los planes de Dios. Arraiga en mí la convicción profunda de que -visto desde el lado de Dios- no existe la casualidad; toda mi vida, hasta los más mínimos detalles, está ya trazada en los planes de la Providencia divina y, ante los ojos absolutamente clarividentes de Dios, presenta una coherencia perfectamente ensamblada».
En otoño de 1918, Edith Stein dejó la actividad de asistente de Edmund Husserl porque deseaba trabajar independientemente. La primera vez que volvió a visitar a Husserl después de su conversión fue en 1930. Tuvo con él una discusión sobre la nueva fe de la que la hubiera gustado que participara también él. Tras ello escribió una frase sorprendente: «Después de cada encuentro que me hace sentir la imposibilidad de influenciar directamente, se agudiza en mí el impulso hacia mi propio holocausto».
Edith Stein deseaba obtener la habilitación para la libre docencia, algo que, por aquel entonces, era inalcanzable para una mujer. A este respecto, Husserl se pronunciaba así en un informe: «Si la carrera universitaria se hiciera accesible a las mujeres, la podría recomendar encarecidamente más que a cualquier otra persona para el examen de habilitación». Más tarde, sin embargo, se le negaría la habilitación a causa de su origen judío.
Edith Stein vuelve a Breslau. Escribe artículos en defensa de la psicología y de las humanidades. Pero lee también el Nuevo Testamento, Kierkegaard y el opúsculo de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. Se da cuenta de que un escrito como este no se le puede simplemente leer, sino que es necesario ponerlo en práctica.
En el verano de 1921 fue durante unas semanas a Bergzabern (Palatinado), a la finca de la Señora Hedwig Conrad-Martius, una discípula de Husserl. Esta señora, junto con su esposo, se había convertido al Evangelio. Una tarde Edith encontró en la biblioteca la autobiografía de Teresa de Ávila. La leyó durante toda la noche. «Cuando cerré el libro, me dije: esta es la verdad».
Considerando retrospectivamente su vida, escribía más tarde: «mi anhelo por la verdad era ya una oración».
En enero de 1922 Edith Stein se bautizó. Era el día de la Circuncisión de Jesús, la acogida de Jesús en la estirpe de Abraham. Estaba erguida ante la fuente bautismal, vestida con el blanco manto nupcial de Hedwig Conrad-Martius, que hizo de madrina. «Había dejado de practicar mi religión hebrea y me sentía nuevamente hebrea solamente tras mi retorno a Dios». Ahora tendrá siempre conciencia, y no solo intelectualmente, sino de manera tangible, de pertenecer a la estirpe de Cristo. En la fiesta de la Candelaria, una fiesta cuyo origen se remonta también al Antiguo Testamento, fue confirmada por el Obispo de Espira en su capilla privada.
Después de su conversión, lo primero que hizo fue volver a Breslau. «Mamá, soy católica». Las dos lloraron. Hedwig Conrad-Martius escribió: «mira, dos israelitas y en ninguna de ellas hay engaño» (cf. Jn 1, 47).
Inmediatamente después de su conversión, Edith Stein aspira a entrar en el Carmelo, pero sus consejeros espirituales, el Vicario general de Espira y el Padre Przywara, S.J., le impiden dar este paso. Acepta entonces un empleo de profesora de alemán e historia en el Instituto y seminario para maestros del Convento dominico de la Magdalena de Espira hasta Pascua de 1931. Por insistencia del Archiabad Raphael Walzer, del convento de Beuron, hace largos viajes para dar conferencias, sobre todo sobre temas femeninos. «Durante el período inmediatamente precedente y también bastante después de mi conversión… creía que llevar una vida religiosa significaba renunciar a todas las cosas terrenas y vivir solamente con el pensamiento puesto en Dios. Gradualmente, sin embargo, me he dado cuenta de que este mundo exige de nosotros otras muchas cosas…, creo, incluso, que cuanto más se siente uno atraído por Dios, más debe «salir de sí mismo», en el sentido de dirigirse al mundo para llevar allí una razón divina para vivir». Su programa de trabajo es enorme. Traduce las cartas y los diarios del período precatólico de Newmann y la obra Quaestiones disputatae de veritate de Tomás de Aquino, en una versión muy libre por amor al diálogo con la filosofia moderna. El Padre Erich Przywara, S.J., la incitó a escribir también obras filosóficas propias. Aprendió que es posible «practicar la ciencia al servicio de Dios… solo por tal motivo he podido decidirme a comenzar una serie de obras científicas». Encuentra siempre las fuerzas necesarias para su vida y su trabajo en el convento benedictino de Beuron, al que va para pasar allí las fiestas más importantes del año eclesiástico.
En 1931 termina su actividad en Espira. Intenta de nuevo obtener la habilitación para la libre docencia en Breslau y Friburgo. Todo en vano. Compone entonces una obra sobre los principales conceptos de Tomás de Aquino: «Potencia y acción». Más tarde hará de este ensayo una obra mayor, desarrollándola bajo el título de Endliches und ewiges Sein (Ser finito y Ser eterno) en el convento de las Carmelitas de Colonia. No fue posible imprimir esta obra durante su vida.
En 1932 se le asigna una cátedra en una institución católica, el Instituto de Pedagogía científica de Münster, donde tiene la posibilidad de desarrollar su propia antropología. Aquí encuentra la manera de unir ciencia y fe, y de hacer comprensible esta cuestión a otros. Durante toda su vida solo quiso ser «instrumento de Dios». «Quien viene a mí, deseo conducirlo a Él «.
En 1931 la noche se cierne sobre Alemania. «Había oído ya antes algo sobre las severas medidas contra los judíos. Pero ahora comencé de pronto a entender que Dios había puesto una vez más su pesada mano sobre su pueblo y que el destino de este pueblo era también el mío». El artículo de la ley de los nazis sobre la raza ariana hizo imposible que continuara su actividad docente. «Si aquí no puedo continuar, en Alemania ya no hay posibilidades para mí «. «Me había convertido en una extranjera en el mundo».
El Archiabad Walzer, de Beuron, ya no le impidió entrar en un convento de Carmelitas. Durante el tiempo que estuvo en Espira había hecho ya el voto de pobreza, castidad y obediencia. En 1933 se presenta a la Madre Priora del Monasterio de Carmelitas de Colonia. «Solamente la pasión de Cristo nos puede ayudar, no la actividad humana. Mi deseo es participar en ella».
Una vez más Edith fue a Breslau para despedirse de su madre y de la familia. El 12 de octubre fue el último día que pasó en su casa, el día de su cumpleaños y, a la vez, la fiesta hebrea de los tabernáculos. Edith acompaña a su madre a la sinagoga. Fue un día nada fácil para las dos mujeres. «¿Por qué la has conocido (la fe cristiana)? No quiero decir nada contra Él. Habrá sido un hombre bueno. Pero ¿por qué se ha hecho Dios? » . Su madre lloró. A la mañana siguiente Edith tomó el tren para Colonia. «No podía tener una alegría arrebatadora. Era demasiado tremendo lo que dejaba atrás. Pero yo estaba tranquilísima, en el puerto de la voluntad de Dios». Cada semana escribirá después una carta a su madre. No recibirá respuesta. Su hermana Rosa le mandará noticias de casa.
El 14 de octubre Edith Stein entra en el monasterio de las Carmelitas de Colonia. En 1934, el 14 de abril, tuvo lugar la ceremonia de toma de hábito. El Archiabad de Beuron celebró la misa. Desde aquel momento Edith Stein llevará el nombre de Sor Teresa Benedicta de la Cruz.
Escribe en 1938: «bajo la Cruz entendí el destino del pueblo de Dios que entonces (1933) comenzaba a anunciarse. Pensaba que entendiesen que se trataba de la Cruz de Cristo, que debían aceptarla en nombre de todos los demás. Es verdad que hoy entiendo mejor estas cosas, lo que significa ser esposa del Señor bajo el signo de la Cruz. Aunque ciertamente nunca será posible comprender todo esto, puesto que es un secreto». El 21 de abril de 1935 hizo los votos temporales. El 14 de septiembre de 1936, en el momento de renovar los votos, murió su madre en Breslau. «Hasta el último momento mi madre ha permanecido fiel a su religión. Pero, puesto que su fe y su firme confianza en su Dios… fue lo ultimo que permaneció vivo en su agonía, confío en que haya encontrado un juez muy clemente y que ahora sea mi más fiel abogada, para que también yo pueda llegar a la meta».
En el recordatorio de su profesión perpetua, el 21 de abril de 1938, hizo imprimir las palabras de San Juan de la Cruz, al que dedicará su última obra: «que ya solo en amar es mi ejercicio «.
La entrada de Edith Stein en el convento de las Carmelitas no fue una huida. «Quien entra en el Carmelo no se pierde para los suyos, sino que le tienen aún más cercano; y esto porque nuestra profesión es la de dar cuenta de todos a Dios «. Dio cuenta a Dios sobre todo de su pueblo.
«Pienso continuamente en la reina Ester, que fue sacada de su pueblo para dar cuenta ante el rey. Yo soy una pequeña y débil Ester, pero el Rey que me ha elegido es infinitamente grande y misericordioso. Esto es un gran consuelo » (31.10.1938).
El 9 de noviembre de 1938 se puso de manifiesto ante todo el mundo el odio que tenían los nazis a los judíos. Arden las sinagogas, se siembra el terror entre las gentes judías. La Madre Superiora de las Carmelitas de Colonia hace todo lo posible para llevar al extranjero a Sor Teresa Benedicta de la Cruz. La noche de fin de año de 1938 cruza la frontera de los Países Bajos y la llevan al monasterio de Carmelitas de Echt, en Holanda. Allí redacta su testamento el 9 de junio de 1939.
«Ya desde ahora acepto con gozo, en completa sumisión y según su santísima voluntad, la muerte que Dios me haya destinado. Ruego al Señor que acepte mi vida y muerte… de manera que el Señor sea reconocido por los suyos y que su Reino venga con toda su magnificencia para la salvación de Alemania y la paz del mundo… «.
Ya en el monasterio de Carmelitas de Colonia, a Edith Stein se le había dado permiso para dedicarse a las obras científicas. Allí había escrito, entre otras cosas, De la vida de una familia judía. «Deseo narrar simplemente lo que he experimentado al ser hebrea». Ante «la juventud que hoy es educada desde la más tierna edad en el odio a los judíos…, nosotros, que hemos sido educados en la comunidad hebrea, tenemos el deber de dar testimonio».
En Echt, Edith Stein escribirá a toda prisa su ensayo sobre Juan de la Cruz, el místico doctor de la Iglesia, con ocasión del cuatrocientos aniversario de su nacimiento, 1542-1942. En 1941 escribía a una religiosa con quien tenía amistad: «una scientia crucis (la ciencia de la cruz) sólamente puede ser entendida si se lleva todo el peso de la cruz. De ello estaba convencida ya desde el primer instante y de todo corazón he pronunciado: Ave, Crux, Spes unica (te saludo, Cruz, única esperanza nuestra)». Su estudio sobre San Juan de la Cruz lleva como subtítulo: » La ciencia de la Cruz «.
El 2 de agosto de 1942 llega la Gestapo. Edith Stein se encuentra en la capilla con las otras Hermanas. En cinco minutos debe presentarse, junto con su hermana Rosa, que se había bautizado en la Iglesia Católica y prestaba servicio en las Carmelitas de Echt. Las últimas palabras de Edith Stein que se oyen en Echt están dirigidas a Rosa: «Ven, vayamos, por nuestro pueblo».
Junto con otros muchos otros judíos convertidos al cristianismo, las dos mujeres son llevadas al campo de concentración de Westerbork. Se trataba de una venganza contra el comunicado de protesta de los obispos católicos de los Países Bajos por los progromos y las deportaciones de los judíos. «Jamás había pensado que los seres humanos pudieran llegar a ser así, y tampoco podía pensar que mis hermanas y hermanos debieran sufrir así… cada hora rezo por ellos. ¿Oirá Dios mi oración? En todo caso, oye ciertamente sus lamentos». El Prof. Jan Nota, cercano a ella, escribirá más tarde: «para mí, ella es, en un mundo de negación de Dios, una testigo de la presencia de Dios».
Al amanecer del 7 de agosto sale una expedición de 987 judíos hacia Auschwitz. El 9 de agosto Sor Teresa Benedicta de la Cruz, junto con su hermana Rosa y muchos otros de su pueblo, murió en las cámaras de gas de Auschwitz.
Con su beatificación en Colonia el 1 de mayo de 1987, la Iglesia rindió honores, por decirlo con palabras del Sumo Pontífice Juan Pablo II, a «una hija de Israel, que durante la persecución de los nazis ha permanecido, como católica, unida con fe y amor al Señor Crucificado, Jesucristo, y, como judía, a su pueblo «.
En este enlace te ofrecemos una breve biografía de la santa emitida en diocesisTV el 9 de agosto de 2007 en el programa «Los números uno», presentado por Encarni Llamas.
Selección de textos de la santa
Para tomar conciencia del amor de Dios hacia uno mismo
«Yo me sé sostenido y este sostén me da calma y seguridad. Ciertamente no es la confianza segura de sí misma del hombre que, con su propia fuerza, se mantiene de pie sobre un suelo firme, sino la seguridad suave y alegre del niño que reposa sobre un brazo fuerte, es decir, una seguridad que, vista objetivamente, no es menos razonable. En efecto, el niño que viviera constantemente en la angustia de que su madre le dejara caer, ¿sería razonable?.» (Ser finito y ser eterno, p. 75)
Cómo actuar frente al amor de Dios
«Ser como un niño y poner la vida con toda la investigación y cavilación en las manos del Padre. Si todavía uno no logra esto: pedir, pedir al Dios puesto en duda y desconocido que sea él quien le ayude. Ahora míreme asombrado, que no tengo miedo de presentarme ante usted con tan sencilla sabiduría de niño. Es sabiduría, porque es sencilla y esconde en sí misma todos los secretos. Y es un camino, que conduce con total garantía a la meta.» (Autorretrato epistolar, p. 60)
Consejo para vivir cada día en las manos de Dios
«Y cuando llega la noche y la revisión del día nos muestra que muchas de nuestras obras fueron fragmentarias y otras, que también nos habíamos propuesto, quedaron sin hacer y se despierta en nosotros una suerte de vergüenza y arrepentimiento, en ese momento habremos de tomar las cosas tal cual son, hemos de ponerlas en las manos de Dios y abandonarlas a Él. De esa manera se puede descansar en Él para, después de recuperarnos verdaderamente, comenzar el nuevo día como si fuera una nueva vida.» (La Mujer)
Oración al Espíritu Santo
¿Quien eres tú, dulce luz que me llenas e iluminas la oscuridad de mi corazón? Me conduces igual que una mano materna y si me dejas libre, así no sabría ni dar un paso. Tú eres el espacio que envuelve todo mi ser y lo encierra en sí, abandonado de tí cae en el abismo de la nada, donde tú lo elevas al Ser. Tú, más cercano a mí que yo misma y más íntimo que mi intimidad, y aún inalcanzable e incomprensible, y que todo nombre haces explotar: Espíritu Santo, ¡Amor Eterno! ¿No eres Tú el dulce maná que del corazón del Hijo en el mío fluye, alimento de los ángeles y de los santos? Él, que de muerte a vida se elevó, Él me ha despertado también a mí a nueva vida, del sueño de la muerte. Y nueva vida me da, día tras día. Y un día su abundancia me sumergirá vida de tu vida, sí, Tú mismo: Espíritu Santo, ¡Vida Eterna! ¿Eres Tú el rayo que desde el Trono del Juez eterno cae e irrumpe en la noche del alma, que nunca se ha conocido a sí misma? Misericordioso e inexorable penetra en lo escondido de las llagas. Se asusta al verse a sí misma, concede lugar al santo temor, principio de toda sabiduría que viene de lo alto, y en lo Alto con firmeza nos ancla: tu obra, que nos hace nuevos, Espíritu Santo, ¡Rayo impenetrable!
Narración de la vida de Santo Domingo de Guzmán, contada a los niños con libertad y fantasía, cuya fiesta celebramos el día 8 de agosto.
El Cachorrito de la Antorcha
Caleruega es un pueblo pequeño, pero importante. Tiene una bella iglesia, una torre fortaleza y la mansión señorial del Gobernador del Rey de Castilla. Este se llama Don Félix de Guzmán.
Aquella mañana, familiares y deudos llaman ruidosamente a las puertas. Felicitan al Gobernador de la Plaza porque le ha nacido un hijo al que llaman Domingo. En las almenas de la torre cuadrangular suenan los tambores y trompetas de los soldados. Los cocineros vigilan los sabrosos y abundantes guisados de sus calderas. Hoy es fiesta para todos y fiesta grande.
También la mamá rebosa alegría y ternura mientras contempla al niño. Es de tamaño mediano, piel suave y ojos bellos. Mirando con emoción al niño, recuerda un extraño y misterioso sueño. Meses atrás soñó llevar en sus entrañas un cachorrito blanco y negro que sujetaba en la boca una antorcha encendida.
Juana de Aza no podía saber entonces que su hijo sería el primer dominico vestido de blanco y negro. Los cachorros defienden las casas con sus ladridos y con los dientes si es necesario. Domingo, que ahora es un bebé feliz en los brazos de mamá, defenderá a la iglesia con la antorcha luminosa de su palabra.
Moros y cristianos
Domingo crece entre el sonido y el brillo de las espadas. España está en guerra contra el moro invasor. Los soldados se adiestran ante los ojos fascinados de los niños. En las largas noches de invierno, junto al fuego de las chimeneas, las hazañas y proezas de los grandes capitanes y guerreros animan las veladas. Los niños escuchan a los mayores y se imaginan que visten ya el pesado traje de los cruzados.
Domingo tiene otros sueños. Quiere ser soldado de Cristo en otra forma. Con sus amigos sube a la cima de la colina inmensa. Detrás de las lomas hay otros pueblos, hombres que sufren, gentes en guerra, cristianos que se pudren en las mazmorras, hombres y mujeres que no conocen a Cristo. Todos ellos son hijos de Dios y no han nacido para odiarse… ¡Si él pudiera predicarles el Evangelio…!
En esas tardes de juegos y sueños infantiles sobre el vecino montículo, mientras sus compañeros entrecruzan sus espadas de madera jugando a moros y cristianos, el pequeño Domingo decide ser MISIONERO. Un predicador que enseñará a todos los hombres a amarse como hermanos, a ayudarse unos a otros.
Las pieles muertas
A los seis años ya hay que estudiar. Al pequeño Domingo lo sientan frente a unos libros grandotes y misteriosos. No hay imprentas y tampoco papel en esa época. Los pocos que existen están escritos a mano sobre pieles de distintos animales. Un libro en 1177 es un tesoro con más valor que el oro y la plata.
Los años pasan para Domingo entre lecturas y oraciones. Primero junto a un tio sacerdote en Gumiel. Después en las escuelas de la floreciente universidad de Palencia. A unas pieles siguen otras. A unos libros enormes suceden otros más gruesos. La carrera ha sido larga entre las pieles muertas que guardaban la sabiduría humana y divina del siglo XII.
Cuando llega a ser un hombre, la sabiduría de Domingo es mucha pero su corazón está intranquilo. Conoce mejor las miserias y la pobreza de la gente. Quiere ayudar a que sea feliz. Los libros le parecen tristes e inútiles si no sirven para sacar a los hombres de sus errores y aliviarlos en sus necesidades. Cuando una viejita le pide limosna para pagar el rescate de su hijo esclavo entre los moros, vende sus pergaminos y le entrega la plata diciendo: «No quiero estudiar más sobre pieles muertas, mientras los hombres vivos mueren de hambre».
Desde aquel día los pies del misionero Domingo empezaron a andar los caminos del mundo haciendo el bien a todos.
En busca de una princesa
En la primavera de 1203 Domingo tiene 33 años. Es un hombre lleno de sabiduría y de virtudes. Famoso ya por sus predicaciones del Evangelio.
El Rey de Castilla está buscando una esposa para su hijo. Ha puesto sus ojos en una lejana princesa de la brumosa corte de Dinamarca. Para concertar el matrimonio envía como embajadores al Obispo de Osma y al ya célebre sacerdote Domingo de Guzmán. La comitiva real parte a caballo con regalos y presentes para la novia.
El matrimonio real no llegó a celebrarse nunca porque la princesa muere sin conocer a su prometido. Pero el viaje sirve a Domingo para conocer su campo de trabajo: el sur de Francia. La región estaba enferma de gravedad. Las herejías apartan de la Iglesia a miles de cristianos. Como una enfermedad maligna y contagiosa se extienden las malas doctrinas envenenando el corazón y la fe de las gentes sencillas.
Domingo contempla con desconsuelo el panorama. Reza al buen Dios por aquellos cristianos equivocados y decide quedarse entre ellos. Dedicará su vida a sacar de sus errores a los herejes hasta conducirlos de nuevo al seno de la Iglesia.
La joven princesa ha muerto sin ser reina de Castilla, pero miles de almas vivirán por la predicación de Domingo, el misionero de la verdad.
Con los pies descalzos
Las costumbres de la época hacían de los predicadores unos impresionantes personajes. Aparecían como grandes príncipes respaldados por la autoridad del Papa. Marchaban en caballos magníficamente enjaezados, rodeados de enormes comitivas y precedidos siempre por las insignias y estandartes pontificios. Los pueblos los temían y criticaban, pero pocas veces se convertían a sus razonamientos.
Domingo rechaza este lujo principesco y vuelve sus ojos a la predicación de los Apóstoles. Sabe que la buena doctrina llega al corazón de las personas cuando va respaldada con ejemplos de humildad y sencillez. Recorre los pueblos cantando por los caminos con un hábito pobre, con los pies descalzos y pidiendo a las puertas la comida y la bebida para su sustento. Todo su equipaje es el Evangelio y las epístolas. No descansa. Quiere anunciar la Palabra de Dios de día y de noche, en las iglesias y en las plazas, por los campos y en los caminos. ¡Incansable misionero!
Las gentes se sienten atraídas por sus palabras y su santidad. Le siguen de pueblo en pueblo olvidándose hasta del descanso y la comida. Los mismos que rechazaban a los predicadores pontificios siguen ahora a Domingo con devoción y entusiasmo. Aquellas andanzas de Fray Domingo las recuerda Sor Sonrisa:
Dominique, nique… nique pobremente por ahí, va él cantando amor. Y lo alegre de su canto solamente habla de Dios, de la Palabra de Dios.
La prueba del fuego
Las predicaciones de Domingo ganan cada día simpatías y nuevos seguidores. Las conversiones se multiplican y eso no agrada a los jefes de la herejía que hacen de Domingo el blanco de sus ataques y rencores.
Por aquellos días toda cuestión dudosa se esclarece en duelos, justas caballerescas o con la prueba del fuego. La razón la tiene el que vence. La verdad o la honradez de una persona o doctrina la determina las lanzas o las llamas de una hoguera. Es «el juicio de Dios» que estará siempre de parte del inocente.
A esta prueba someten los herejes a fray Domingo. Le piden que escriba sus predicaciones en un libro y ellos ponen en otro sus doctrinas. El fuego decidirá dónde está la verdad. Domingo acepta el desafío confiando en Dios más que en el método brutal y primitivo de aclarar la verdad. De todas formas no puede negarse porque en la plaza pública se elevan las llamas. El pueblo entero se congrega expectante. Cuando los libros son arrojados a la hoguera, Domingo no mira, reza al Buen Dios. Por los aires salta un libro. Es devuelto al fuego una segunda y tercera vez. Y otras tantas sale intacto de las llamas como impulsado por un resorte mágico. La muchedumbre grita de entusiasmo y se arrodilla aceptando el «juicio de Dios». El libro de Domingo está en medio de la plaza. El de los herejes se retuerce crepitante entre las llamas. Dios ha hablado por el fuego y el pueblo entero sigue al santo.
Las queridas Hermanas
Un grupo de mujeres convertidas de la herejía siguen constantemente a Domingo en sus correrías apostólicas. Se sienten contagiadas del espíritu misionero del santo y procuran imitarle y ayudarle. Son las primeras hijas espirituales y él las ama y aconseja como a tales. En ellas ve una buena semilla de santidad y vida cristiana. Las reúne a todas en el monasterio de Prouille formando la primera comunidad de Hermanas Dominicas. La semilla puesta en tierra crece y se multiplica pronto. Por donde pasa Domingo deja sembrado uno de estos oasis de oración y de paz.
De primera intención las Hermanas Dominicas nacen para la oración y el canto de las alabanzas divinas. Con el tiempo se hacen presentes en todas las necesidades de la Iglesia. Hoy los hábitos blancos de las Hermanas están en las selvas y en los hospitales, en los claustros silenciosos y en los bulliciosos patios de los colegios, sobre las nieves polares y junto a las palmeras de los trópicos.
Todas son hijas de Domingo. Nacieron en su corazón y en él aprendieron su amor a la verdad y su abnegada entrega al servicio de la Iglesia.
Fray Domingo que adivinaba esta hermosa cosecha de santas, mártires, profesoras y misioneras las llamaba con agradecida ternura «las queridas hermanas».
Campeones de la Fe
Los largos años de fervorosa predicación, las noches de oración y penitencia, los incontables caminos recorridos empiezan a dar su cosecha. Para Domingo el agotamiento, las arrugas de los años y las enfermedades. Para la Iglesia, una nueva generación de predicadores del evangelio.
Un grupo de discípulos han ido naciendo en torno al santo, formados con sus palabras y maravillosos ejemplos. Son dieciséis en total. Es el revelo, los hijos que continuarán la obra por todo el mundo. Una visión llena al santo de alegría. Estaba en oración en la gran basílica romana y vio que se le acercaban los apóstoles San Pedro y San Pablo. El primero le entrega un báculo y el segundo un libro, mientras le dicen: Vete y predica porque Dios te ha elegido para este ministerio. Entonces Domingo contempla a todos sus hijos esparcidos por el mundo, yendo de dos en dos a predicar por los pueblos la palabra divina.
El Papa confirma estos sueños y nace la Orden de los Hermanos Predicadores. Domingo mismo se encarga de enviar a sus frailes a los centros más importantes del mundo. La pequeña antorcha del cachorrito crece hasta hacerse una lumbrera que ilumina a la Iglesia y al mundo con profesores, sacerdotes, mártires, misioneros, predicadores incansables del Evangelio. El canto de amor y de verdad que entonaba Domingo por los caminos, lo siguen elevando hoy sus hijos desde todos los rincones del mundo.
Las Campanas de Santa María
La vida es como un camino y Dios está al final. Para Domingo ese final estaba en la pequeña iglesia de Santa María del Monte, que se alza, solitaria y tranquila, sobre una colina. Al fondo se distingue la ciudad de Bolonia.
Las campanas de la iglesia tañen a intervalos cortos esp antando a las palomas que revolotean con el aire caluroso de agosto. En el interior de la iglesia yace Domingo gravemente enfermo. Le rodean sus frailes y las hermosas figuras de los Apóstoles pintadas en los muros. Corre el año 1221. Tan solo cincuenta años atrás los soldados del Gobernador de Caleruega anunciaban con el alegre redoble de sus tambores, el nacimiento de Domingo.
Es la hora del abrazo con el Buen Dios a quien ha servido en todo momento. El corazón del santo está en paz y en su rostro se dibuja una serena tranquilidad.
21La tristeza está solo en sus hijos que le rodean emocionados y en las campanas que suenan religiosas y solemnes. Domingo los mira a todos con cariño y manda que recen.
A los doce años de su muerte, el Papa Gregorio IX le declara santo. Desde el cielo bendice a los que le aman y recuerdan, mientras sus hijos continúan su gran obra misionera.
«Contagió a todos los niños de su gran amor a Dios; y a sus hermanos piadosos en su Orden los fundió» Dominique, nique… nique…
Os presentamos el cuento de El gigante egoísta, una bonita historia para que los niños aprendan el valor de la generosidad.
El gigante egoísta
Todas las tardes al salir de la escuela los niños tenían la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante.
Era un jardín grande y bello, con suave y verde hierba. Acá y allá, sobre la hierba, brotaban preciosas flores semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros que en primavera se cubrían de delicadas flores color rosa y perla, y que en otoño daban sabroso fruto.
Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan melodiosamente que los niños dejaban de jugar para escucharles.
—¡Qué felices somos aquí! —se gritaban unos a otros.
Un día regresó el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, y se había quedado con él durante siete años. Al cabo de los siete años había agotado todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar, vio a los niños que estaban jugando en el jardín.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —gritó con voz muy bronca.
Y los niños se escaparon corriendo.
—¡Mi jardín es mi jardín! —exclamó el gigante—; cualquiera puede entender eso, y no permitiré que nadie más que yo juegue en él.
Así que lo cercó con una alta tapia, y puso este letrero:
SE PERSEGUIRÁ A LOS TRANSGRESORES
Era un gigante muy egoísta.
Los pobres niños no tenían ya dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero la carretera estaba muy polvorienta y llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían dar vueltas alrededor del alto muro cuando terminaban las clases y hablaban del bello jardín que había al otro lado.
—¡Qué felices éramos allí! —se decían.
Luego llegó la primavera y todo el campo se llenó de florecillas y de pajarillos.
Solo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. A los pájaros no les interesaba cantar en él, ya que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. En una ocasión una hermosa flor levantó la cabeza por encima de la hierba, pero cuando vio el letrero sintió tanta pena por los niños que se volvió a deslizar en la tierra y se echó a dormir. Los únicos que se alegraron fueron la nieve y la escarcha.
—La primavera se ha olvidado de este jardín —exclamaron—, así que viviremos aquí todo el año.
La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco, y la escarcha pintó todos los árboles de plata. Luego invitaron al viento del Norte a vivir con ellas, y acudió. Iba envuelto en pieles, y bramaba todo el día por el jardín, y soplaba sobre las chimeneas hasta que las tiraba.
—Este es un lugar delicioso —dijo—. Tenemos que pedir al granizo que nos haga una visita.
Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba sobre el tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego corría dando vueltas y más vueltas por el jardín tan deprisa como podía. Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo.
—No puedo comprender por qué la primavera se retrasa tanto en llegar —decía el gigante egoísta cuando sentado a la ventana contemplaba su frío jardín blanco—. Espero que cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegaba nunca, ni el verano. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
—Es demasiado egoísta —decía.
Así es que siempre era invierno allí, y el viento del Norte y el granizo y la escarcha y la nieve danzaban entre los árboles.
Una mañana, cuando estaba el gigante en su lecho, despierto, oyó una hermosa música. Sonaba tan melodiosa a su oído que pensó que debían de ser los músicos del rey que pasaban. En realidad era solo un pequeño pardillo que cantaba delante de su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar a un pájaro en su jardín que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su cabeza, y el viento del Norte dejó de bramar, y llegó hasta él un perfume delicioso a través de la ventana abierta.
—Creo que la primavera ha llegado por fin —dijo el gigante.
Y saltó del lecho y se asomó. ¿Y qué es lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha de la tapia, los niños habían entrado arrastrándose, y estaban sentados en las ramas de los árboles. En cada árbol de los que podía ver había un niño pequeño. Y los árboles estaban tan contentos de tener otra vez a los niños, que se habían cubierto de flores y mecían las ramas suavemente sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban y gorjeaban de gozo, y las flores se asomaban entre la hierba verde y reían. Era una bella escena.
Solo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y había en él un niño pequeño; era tan pequeño, que no podía llegar a las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía enteramente cubierto de escarcha y de nieve, y el viento del Norte soplaba y bramaba sobre su copa.
—Trepa, niño —decía el árbol—, e inclinaba las ramas lo más que podía.
Pero el niño era demasiado pequeño. Y el corazón del gigante se enterneció mientras miraba. —¡Qué egoísta he sido! —se dijo—; ahora sé por qué la primavera no quería venir aquí. Subiré a ese pobre niño a la copa del árbol y luego derribaré la tapia, y mi jardín será el campo de recreo de los niños para siempre jamás.
Realmente sentía mucho lo que había hecho.
Así que bajó cautelosamente las escaleras y abrió la puerta principal muy suavemente y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se escaparon todos corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Solo el niño pequeño no corrió, pues tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio llegar al gigante. Y el gigante se acercó a él silenciosamente por detrás y le cogió con suavidad en su mano y le subió al árbol. Y al punto el árbol rompió en flor, y vinieron los pájaros a cantar en él; y el niño extendió sus dos brazos y rodeó con ellos el cuello del gigante, y le besó.
Y cuando vieron los otros niños que el gigante ya no era malvado, volvieron corriendo, y con ellos llegó la primavera.
—El jardín es vuestro ahora, niños —dijo el gigante.
Y tomó un hacha grande y derribó la tapia.
Y cuando iba la gente al mercado a las doce encontró al gigante jugando con los niños en el más bello jardín que habían visto en su vida.
Jugaron todo el día, y al atardecer fueron a decir adiós al gigante.
—Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero —preguntó él—, el niño que subí al árbol? Era al que más quería el gigante, porque le había besado.
—No sabemos —respondieron los niños—; se ha ido.
—Tenéis que decirle que no deje de venir mañana —dijo el gigante.
Pero los niños replicaron que no sabían dónde vivía, y que era la primera vez que le veían; y el gigante se puso muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar con el gigante. Pero al pequeño a quien él amaba no se le volvió a ver. El gigante era muy cariñoso con todos los niños; sin embargo, echaba en falta a su primer amiguito, y a menudo hablaba de él.
—¡Cómo me gustaría verle! —solía decir.
Pasaron los años, y el gigante se volvió muy viejo y muy débil. Ya no podía jugar, así que se sentaba en un enorme sillón y miraba jugar a los niños, y admiraba su jardín.
—Tengo muchas bellas flores —decía—, pero los niños son las flores más hermosas.
Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno, pues sabía que era tan solo la primavera dormida, y que las flores estaban descansando. De pronto, se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró.
Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado.
Bajó corriendo las escaleras el gigante con gran alegría, y salió al jardín.
Atravesó presurosamente la hierba y se acercó al niño. Y cuando estuvo muy cerca su rostro enrojeció de ira, y dijo: —¿Quién se ha atrevido a herirte? Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y las señales de dos clavos estaban asimismo en sus piececitos.
—¿Quién se ha atrevido a herirte? —gritó el gigante—; dímelo y cogeré mi gran espada para matarle.
—¡No! —respondió el niño—; estas son las heridas del amor.
—¿Quién eres tú? —dijo el gigante, y le embargó un extraño temor, y se puso de rodillas ante el niño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo: —Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron corriendo los niños aquella tarde, encontraron al gigante que yacía muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.
* * *
Para la catequesis familiar
Este maravilloso cuento de Óscar Wilde plantea, en lenguaje sencillo y con preciosas imágenes literarias, el tema de la generosidad. En las dos partes del cuento aparece el protagonista, el gigante, adornado por un vicio —el egoísmo— y su virtud contraria —la generosidad—. El gigante egoísta está enfadado y oscurece todo lo que tiene a su alrededor: la alegría y la luz se alejan de él… solo la lluvia, el granizo y el viento se alían con én; sin embargo, el gigante generoso procura alegría para todos, sabe valorar las cosas sencillas y entrega su vida a hacer el bien a los demás… y, por ello, recibe el más fabuloso premio, el Paraíso.
Estas preguntas pueden servirte para hacer catequesis con tus hijos:
¿Por qué crees que al gigante no le gusta que los niños jueguen en su jardín? ¿Es que acaso lo quiere todo para él solo?
¿Es feliz el gigante con su solitario jardín?
¿Por qué crees que el invierno acampa en el jardín y la primavera no quiere entrar en él?
¿Qué hace cambiar de actitud al gigante para que permita que los niños jueguen en su jardín?
¿Quién es el niño amiguito del gigante? ¿Es también amigo tuyo?
¿Quiere el gigante a su amiguito? ¿También tú?
¿Sabes por qué son heridas de amor las que tiene el amiguito del gigante?
¿Sabes qué es el Paraíso? ¿Por qué el Niño se lleva al gigante a ese lugar?
Y tú, ¿cómo eres… avinagrado como el gigante egoísta o dichoso como el gigante generoso?
Como continuación de la columna anterior, presento una serie de oraciones por el niño que ha de nacer, que pueden ser compartidas en familia. Para realizar estar oraciones con los niños es conveniente hacerlas en un momento de serenidad y paz. Sin prisas y con la devoción necesaria para que sean un reflejo de lo que pasa en el interior. Al empezar, realizar siempre una lenta y ceremoniosa señal de la cruz, lo mismo que al terminar. Pueden intercalarse canciones religiosas apropiadas para niños, intenciones libres y momentos de silencio para la oración silenciosa o personal.
Todas estas oraciones pueden ir acompañadas de gestos sencillos y profundos como colocar las manos sobre la panza de las embarazadas, hacer la señal de la cruz sobre la panza, sobre el corazón, imponer las manos, contemplar una imagen de la Virgen embarazada, tirar besos a una imagen, utilizar agua bendita para bendecir y bendecirnos, llevar una flor o un dibujo a la Virgen María, etc. Algunas podrán rezarse en pareja, otras las mamás solas y otras, con los hermanitos.
Asimismo, se podrán elaborar oraciones propias, entre todos los miembros de la familia. El hecho pensarlas y escribirlas entre todos, ya en sí mismo es un momento muy significativo. Los más grandes podrán ayudar en la redacción, los más chicos podrán colorear las oraciones y adornarlas. Una vez terminada la oración, además de rezarla en familia, se podrán intercambiar copias entre otras familias conocidas que estén esperando un bebé y así ir generando una corriente positiva de oración y enriquecimiento mutuo. A veces, suele, realizarse una especie de “cuaderno viajero” con las oraciones, dibujos, fotos, comentarios, intenciones, elaborados entre diferentes familias con ocasión de nacimiento de un nuevo miembro.
Oración de las embarazadas
María, madre del amor hermoso, dulce muchacha de Nazareth, Tú que proclamaste la grandeza del Señor y diciendo que “sí”, te hiciste madre de nuestro Salvador y madre nuestra: atiende hoy las súplicas que te hago.
En mi interior, una nueva vida está creciendo: un pequeño que traerá alegría y gozo, inquietudes y temores, esperanzas y felicidad a mi hogar. ¡Cuídalo y protégelo mientras yo lo llevo en mi seno!
Y que, en el feliz momento del nacimiento, cuando escuche sus primeros sonidos y vea sus manos chiquitas, pueda dar gracias al Creador por la maravilla de este don, que Él me regala.
Que, siguiendo tu ejemplo y modelo, pueda acompañar y ver crecer a mi hijo. Ayúdame e inspírame para que él encuentre en mí un refugio donde cobijarse y, a la vez, un punto de partida para tomar sus propios caminos.
Además, dulce Madre mía, fíjate especialmente en aquellas mujeres que enfrentan este momento solas, sin apoyo o sin cariño. Que puedan sentir el amor del Padre y que descubran que cada niño que viene al mundo es una bendición.
Que sepan que la decisión heroica de acoger y nutrir al hijo les es tenida en cuenta. ¡Nuestra Señora de la Dulce Espera, danos tu consuelo y valor! ¡Amén!
Oración de los esposos que esperan un hijo
Virgen María, Madre de Dios, que cobijaste en tu seno al Salvador, te pedimos que nos protejas en este momento, en que confiadamente esperamos un hijo, para que podamos aceptarlo con amor; y educarlo de modo que “crezca en sabiduría, estatura y gracia ante los ojos de Dios y de los hombres”; y conducirlo con nuestro ejemplo a la casa del Padre. ¡Amén!
(Si la devoción de la Virgen de la Dulce Espera no está difundida en algún país, reemplazar por alguna advocación más apropiada, como la Inmaculada Concepción, etc.)
Oraciones de los padres por el bebé
¡Dios Padre y Creador, te pedimos que nos ayudes a encarnar en nuestras vidas la presencia de tu Hijo, Jesús, como lo hizo María. Te pedimos que nuestro amor sea cada vez más pleno para gloria tuya y de los que nos rodean. En este momento te rogamos especialmente por: ___________ ¡Virgen de la Dulce Espera, te rogamos que nos enseñes a amar cada día más, como tu Hijo! ¡Te lo pedimos por el mismo Jesús, el Amor de los amores! ¡Qué así sea! ¡Por siempre! ¡Amén!
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¡Señor! Te pedimos por esta vida que llega para que vos te hagas presente en ella y así todos vayamos creciendo como familia en tu presencia, guiándonos con la luz de tu amor. Virgen de la Dulce Espera, te rogamos por los bebés que están por nacer y los ya nacidos, especialmente por: ____________ para que crezcan sanos física, psíquica y espiritualmente. Para que, iluminados por tu amor, sepamos guiarlos y conducirlos a tu Reino. ¡Por tu Hijo Jesucristo, Nuestro Señor! ¡Amén!
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¡Señor! Así como la Virgen María creyó en el amor de Dios y fue elegida para que su vientre fuera habitado, te pedimos por todas las mujeres que llevan un hijo en su seno, especialmente por: _____________ ¡Qué puedan crecer con salud, sabiduría, amor a los demás y fe en Dios! Y que su embarazo sea una bendición para toda su familia y aquellos que la rodean. ¡Te lo pedimos, por la maternal intercesión de María; Nuestra Señora de la Dulce Espera! ¡Amén!
* * *
¡Nuestra Señora de la Dulce Espera! Tú que viviste la maternidad como un regalo de Dios, te pedimos que afiances nuestro amor y que el hogar que proyectamos se concrete pronto con llegada de nuestro hijo. Con tu corazón de madre, intercede ante tu Hijo, el Señor de la Vida, para que nos conceda la gracia que aquí te solicitamos: ____________ y podamos crecer como familia atenta a los designios de Dios. ¡Por tu Hijo, Jesucristo, que vive y reina, por los siglos de los siglos! ¡Amén!
Oraciones por el hermanito que está por nacer
¡Querido Dios! Te pedimos por _________________, nuestro(a) hermanito(a) que va a nacer. Que crezca sano en la panza de mamá y que pronto podamos tenerlo jugando con nosotros, para quererlo y ayudarlo a crecer como hijo tuyo. ¡Gracias por todo lo que nos das y por querernos tanto! ¡Amén! ¡Aleluya!
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¡Querido Dios! Estamos muy contentos con la llegada de nuestro(a) hermanito(a) que va a nacer en ____________ (días, semanas o meses). ¡Gracias por que con _________________ nuestra familia se va a llenar de alegría con sus muecas, sus sonrisas, sus caprichos, sus primeras palabras y, también, sus llantos… Pero, sobre todo, ¡te agradecemos porque su presencia es un regalo tuyo! ¡Muchas gracias, Señor! ¡Aleluya!
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¡Querido Jesús! Te pedimos por este(a) hermanito(a) que pronto va a formar parte de nuestra familia. Ayúdanos a crecer juntos en armonía, con alegría y en el amor, como tú lo hiciste en la Sagrada Familia de Nazareth. ¡Bendícenos y protégenos siempre! ¡Que así sea, por siempre!
Oraciones de los abuelos por el nieto por nacer
¡Señor! Te pedimos por ___________________, a quien estamos esperando, y que ya forma parte de nuestras vidas, quien nos ayudará a dar sentido a nuestra existencia; transformando nuestra vejez con la tierna palabra de abuelos. ¡Que crezca en amor y sabiduría ante tus ojos y sea un motivo de bendición para todos los que lo rodean! ¡Que así sea!
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¡Señor! Te pedimos que protejas a nuestro(a) nieto(a) _______________ que está por venir, anticipo del cielo en nuestras vidas, para que lo guíes y lo cuides en su largo camino hacia Ti. Te rogamos que podamos verlo crecer sano, en cuerpo y alma, y que nunca se aleje de la palma de tu mano. ¡Por Jesucristo, Nuestro Señor! ¡Amén!
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¡Señor! Te pedimos por nuestros hijos ______________ y _____________ que se convertirán pronto en papás, para que los acompañes e ilumines, en esta comprometedora y maravillosa experiencia de engendrar vida, como lo hicieron María y José con Jesús. ¡A ti, que vives y reinas, por los siglos de los siglos! ¡Amén!
Oración a Nuestra Señora de la Dulce Espera
Nuestra Señora de la Dulce Espera, en la experiencia de tu maternidad protegida por el Espíritu Santo, has compartido nuestra esperanza, así como nuestras penas y alegrías. Ya que reinas gloriosa junto a tu Hijo Jesucristo, Salvador y Señor Nuestro, sabemos que quieres venir en nuestra ayuda. Atiende esta súplica y protégenos en el momento en que confiadamente esperamos un hijo, para que podamos aceptarlo con amor, educarlo en la fe católica, y conducirlo con nuestro ejemplo hasta la casa de Dios Padre. ¡Amén!
Oración a Nuestra Señora de la Dulce Espera
¡Bendita seas María, Virgen y Madre, el Señor te llenó de gracia y alegría en la Dulce espera de Jesús!
Te rogamos por los esposos que desean el don de un hijo, ayúdalos en esta esperanza y a apoyarse en el camino de la vida.
Acuérdate de los que han abierto su corazón a la adopción, mantenlos en la alegría de su generosidad.
También únete a quienes han recibido los hermosos nombres de padre y madre, para que con vos den gracias a Dios por su grandeza manifestada en el niño recién nacido.
Finalmente, recógenos a todos en el gran abrazo del Espíritu Santo, para que mostremos al mundo que podemos vivir como hermanos, porque todos somos Hijos de Dios. ¡Amén! ¡Qué así sea!
(De la Serie «Iniciación en la oración», columna 3.ª)
Os presentamos el siguiente vídeo que aborda la parábola del sembrador. Se trata de un programa de la realización televisiva «Mi casita sobre la Roca» en el que se aborda la parábola del sembrador. Las canciones, marionetas y personajes hacen de este un material idóneo para niños en sus primeros pasos de iniciación cristiana y en la preparación de su Primera Comunión.
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La parábola del sembrador: vídeo del programa Mi casita sobre la roca
Párabola del sembrador: Evangelio según san Lucas 8, 4-15
En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente, y viniendo a él de todas las ciudades, dijo en parábola: Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al sembrar, una parte cayó al borde del camino, fue pisada, y las aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre terreno pedregoso, y después de brotar, se secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado. Dicho esto, exclamó: El que tenga oídos para oír, que oiga. Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola, y él dijo: A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y, oyendo, no entiendan. La parábola quiere decir esto: La simiente es la Palabra de Dios. Los del borde del camino, son los que han oído; después viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra, no sea que crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, la reciben con alegría; pero éstos no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de la prueba desisten. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que en buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia.
Parábola del sembrador: Evangelio según san Marcos 4, 1-20
Y otra vez se puso a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Les decía en su instrucción: «Escuchad. Una vez salió un sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino; vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó en seguida por no tener hondura de tierra; pero cuando salió el sol se agostó y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; crecieron los abrojos y la ahogaron, y no dio fruto. Otras partes cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto; unas produjeron treinta, otras sesenta, otras ciento». Y decía: «Quien tenga oídos para oír, que oiga». Cuando quedó a solas, los que le seguían a una con los Doce le preguntaban sobre las parábolas. El les dijo: «A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone». Y les dice: «¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderéis todas las parábolas? El sembrador siembra la Palabra. Los que están a lo largo del camino donde se siembra la Palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la Palabra sembrada en ellos. De igual modo, los sembrados en terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, al punto la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumben en seguida. Y otros son los sembrados entre los abrojos; son los que han oído la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento».
El Camino de Santiago es una de las principales rutas de peregrinación del mundo cristiano. Es un recorrido físico y espiritual que puede realizar cualquier persona: hombres y mujeres, niños y niñas… familias enteras con un afán de mejora espiritual y de conversión.
Toda actividad realizada en familia fuera del hogar, sobre todo cuando supone la colaboración de todos, padres e hijos, para vivir una aventura, ayuda a que los pequeños demuestren sus mejores valores y valoren con más cercanía y claridad el ejemplo de sus padres.
En una ruta tan larga como el Camino de Santiago, para hacerlo con niños, hay que tener una serie de consideraciones tanto de planeamiento (recorridos, paradas, etc.) como de fundamento espititual. Para dotaros de este material hemos seleccionado dos magníficos enlaces:
Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: «Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir». Él les dijo: «¿Qué quieren de mí?» Respondieron: «Concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando estés en tu gloria». Jesús les dijo: «Vosotros no sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que Yo estoy bebiendo o estar bautizados como Yo estoy bautizado?» Ellos contestaron: «Sí, podemos».
Mc 10, 35-39
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Santiago es uno de los doce Apóstoles de Jesús; hijo de Zebedeo. El y su hermano Juan fueron llamados por Jesús mientras estaban arreglando sus redes de pescar en el lago Genesaret.
Recibieron de Cristo el nombre «Boanerges», significando hijos del trueno, por su impetuosidad.
Los Hechos de los Apóstoles relatan que éstos se dispersaron por todo el mundo para llevar la Buena Nueva. Según una antigua tradición, Santiago el Mayor se fue a España. Primero a Galicia, donde estableció una comunidad cristiana, y luego a la cuidad romana de César Augusto, hoy conocida como Zaragoza. La Leyenda Aurea de Jacobo de Voragine nos cuenta que las enseñanzas del Apóstol no fueron aceptadas y solo siete personas se convirtieron al Cristianismo. Estos eran conocidos como los «Siete Convertidos de Zaragoza».
Las cosas cambiaron cuando la Virgen Santísima se apareció al Apóstol en esa ciudad, aparición conocida como la Virgen del Pilar. Desde entonces la intercesión de la Virgen hizo que se abrieran extraordinariamente los corazones a la evangelización de España.
En los Hechos de los Apóstoles descubrimos fue el primer apóstol martirizado. Murió asesinado por el rey Herodes Agripa I, el 25 de marzo de 41 despues de Cristo (día en que la liturgia actual celebra La Anunciación). Según una leyenda, su acusador se arrepintió antes que mataran a Santiago por lo que también fue decapitado. Santiago es conocido como «el Mayor», distinguiéndolo del otro Apóstol, Santiago el Menor.
La tradición también relata que los discípulos de Santiago recogieron su cuerpo y lo trasladaron a Galicia (extremo noroeste de España). Sus restos mortales están en la basílica edificada en su honor en Santiago de Compostela. En España, Santiago es el más conocido y querido de todos los santos y su patrón. En América hay numerosas ciudades dedicadas al Apóstol en Chile, República Dominicana, Cuba y otros países.
Santiago y la Virgen María
Santiago Apóstol preparó el camino para la Virgen María en España y también preparó su llegada al Nuevo Mundo. Él es el Apóstol de la Virgen María, también es conocido como el Apóstol de la Paz.
En 1519, Cortes llegó a Veracruz, y en Lantigua construyó la primera Iglesia dedicada a Santiago Apóstol en el continente Americano. También en 1521, cuando México fue conquistada, Cortes construyó una Iglesia en las ruinas de los Aztecas que al igual fue dedicada a Santiago Apóstol. A esta Iglesia era que Juan Diego se dirigía el 9 de diciembre de 1531, para recibir clases de catecismo y oír la Santa Misa, ya que era la fiesta de la Inmaculada Concepción.
En 1981, se reportó el comienzo de las apariciones de Nuestra Señora en Medjugorie bajo el titulo «Reina de la Paz». Ya Santiago Apóstol se había hecho presente. Unos años antes, se había construido una Iglesia en ese lugar dedicada a Santiago Apóstol. Santiago siendo el Apóstol de la Paz, lleva en sus manos las llaves para abrir la puerta que traería la paz a Medjugorie.
Santiago Apóstol ha preparado el camino para que el mundo reconozca a la Virgen Santísima como «Pilar» de la Iglesia. En los evangelios se relata que Santiago tuvo que ver con el milagro de la hija de Jairo. Fue uno de los tres Apóstoles testigos de la Transfiguración y luego Jesús le invitó, también con Pedro y Santiago, a compartir más de cerca Su oración en el Monte de los Olivos.
Las oraciones escritas por san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, tienen un gran predicamento en todo el mundo católico, especialmente en el de habla española. San Ignacio vivía profundamente su fe, comprometido con Evangelio y entregado sin fisuras a la voluntad de Dios.
Sus oraciones son indicadas para cualquier edad, y son muy adecuadas para que los niños empiecen a meditar con algo más de profundidad sobre las oraciones que recitan. Estas de san Ignacio —impetuosas, llenas de vivas imágenes que expresan complicadas verdades de fe— son fáciles de comprender para el preadolescente que comienza a sentir individualmente su fe. La bravura, la generosidad y la entrega de san Ignacio son virtudes que los niños admiran y comprenden.
De todos los escritos, recopilamos cinco de sus más bellas oraciones.
Oración de entrega
(Especialmente recomendada para la oración matinal y para la acción de gracias tras comulgar.)
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad; todo mi haber y mi poseer.
Vos me disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es Vuestro: disponed de ello según Vuestra Voluntad.
Dadme Vuestro Amor y Gracia, que éstas me bastan. Amén.
Alma de Cristo
(Especialmente recomendada para la oración matinal y para la acción de gracias tras comulgar.)
Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti. Para que con tus santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén.
Hacer oración
(Para antes de hacer un rato de oración mental)
Señor, de verdad deseo prepararme bien para este momento, deseo profundamente que todo mi ser esté atento y dispuesto para Ti.
Ayúdame a clarificar mis intenciones. Tengo tantos deseos contradictorios… Me preocupo por cosas que ni importan ni son duraderas. Pero sé que si te entrego mi corazón haga lo que haga seguiré a mi nuevo corazón.
En todo lo que hoy soy, en todo lo que intente hacer, en mis encuentros, reflexiones, incluso en las frustraciones y fallos y sobre todo en este rato de oración, en todo ello, haz que ponga mi vida en tus manos.
Señor, soy todo tuyo. Haz de mí lo que Tú quieras. Amén.
Señor, Tú me conoces
Señor, Tú me conoces mejor de lo que yo me conozco a mí mismo. Tu Espíritu empapa todos los momentos de mi vida.
Gracias por tu gracia y por tu amor que derramas sobre mí. Gracias por tu constante y suave invitación a que te deje entrar en mi vida.
Perdóname por las veces que he rehusado tu invitación, y me he encerrado lejos de tu amor.
Ayúdame a que en este día venidero reconozca tu presencia en mi vida, para que me abra a Ti. Para que Tú obres en mí, para tu mayor gloria.
Amén.
Oracion para rezar en todo momento
Ayúdame a clarificar mis intenciones. purifica mis sentimientos, santifica mis pensamientos y bendice mis esfuerzos, para que todo en mi vida sea de acuerdo a tu voluntad.
Tengo tantos deseos contradictorios… Me preocupo por cosas que ni importan ni son duraderas. Pero sé que si te entrego mi corazón haga lo que haga seguiré a mi nuevo corazón.
En todo lo que hoy soy, en todo lo que intente hacer, en mis encuentros, reflexiones, incluso en las frustraciones y fallos, y sobre todo en este rato de oración, en todo ello, haz que ponga mi vida en tus manos.
Señor, soy todo tuyo. Haz de mí lo que Tú quieras.
Agradezco la invitación que me habéis hecho para intervenir en este encuentro, y hablar sobre la familia en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei.
Estoy seguro de que conocéis bien esas líneas maestras, puesto que no resultan ajenas al origen mismo de la Universitat Internacional de Catalunya. En efecto, quienes promovieron esta institución —algunos se hallan hoy aquí, otros nos han precedido en el camino del Cielo—, son padres de familia que se han sentido movidos por las grandes sugerencias trazadas por san Josemaría, en puntos tan importantes como la santificación del trabajo profesional, el sentido vocacional del matrimonio y la familia, el espíritu de servicio y la responsabilidad por el bien común de la sociedad. Con estas luces —contenidas en el Evangelio—, habéis comprendido con hondura vuestros deberes en la educación de los hijos y en el papel que corresponde a la familia para la recta ordenación social.
Vuestro sentido de cristianos coherentes, de ciudadanos honrados, os llevó, en primer lugar, a actuar variadas iniciativas de orientación y formación, encaminadas a ayudar a los padres en su tarea de atender a sus hijos conforme a los auténticos ideales humanos y también cristianos. De esta libérrima actuación vuestra, a la que incansablemente animó san Josemaría a personas del mundo entero, ha nacido la Universitat Internacional de Catalunya, que ahora cumple su primera década de existencia.
Quienes sacáis adelante esta Alma Máter, que tiene un carácter plenamente civil, deseáis difundir —junto con el conocimiento de las disciplinas que se imparten—, la luz de la fe cristiana y el espíritu apostólico que, por providencia divina, san Josemaría Escrivá de Balaguer predicó por el mundo entero. A petición vuestra, la Prelatura del Opus Dei os ofrece la ayuda de sus sacerdotes para la asistencia pastoral de los estudiantes y profesores, del personal no docente, de los colaboradores y antiguos alumnos, dejando a todos la máxima libertad de participar.
La inspiración cristiana y la importancia que lógicamente se atribuye a la familia —características originarias de esta institución docente—, constituyen un acicate para desarrollar una rigurosa labor de investigación y una alta excelencia académica. Muy grabado lleváis en vuestra mente que una Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye —sino que exige— las demás dimensiones.
Pertenecen estas palabras a unas declaraciones de san Josemaría, hace poco más de cuarenta años. En aquella ocasión, el Fundador del Opus Dei mencionaba también otro elemento, que resulta imprescindible y dota de un sentido pleno tanto a la Universidad como a la familia: la vocación de servicio a los demás.
Se expresaba así:
«Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad».
1. Un mensaje para todos: santidad en la vida ordinaria
También en la década de los años sesenta del pasado siglo, en el campus de la Universidad de Navarra, san Josemaría dirigió una homilía en la que se condensa de modo particularmente paradigmático su enseñanza constante. Tuvo lugar durante una Misa —verdadero centro y raíz de la vida cristiana— celebrada a cielo abierto ante millares de personas.
En aquella memorable ocasión, san Josemaría se detuvo a explicar un punto central del mensaje que Dios le había confiado el 2 de octubre de 1928: que el mundo es bueno, porque ha salido de las manos de Dios; y es ahí, en las circunstancias en las que nos ha tocado vivir, donde Dios nos espera cada día.
Lo recordó con gran fuerza el papa Juan Pablo II, durante la canonización de san Josemaría, que tuvo lugar en Roma, el 6 de octubre de 2002. El Santo Padre subrayó que el Fundador del Opus Dei «no cesaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios, y la vida familiar, profesional y social, hecha de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia “santa y llena de Dios”. «A ese Dios invisible —escribió—, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» (Conversaciones, n. 114).
La familia se enmarca en este conjunto de realidades que —como el trabajo, o la vida de relación social y cívica— componen nuestra existencia ordinaria, que un cristiano coherente sabe que ha de santificar, buscando al mismo tiempo la santificación propia y la de los demás. La cotidianidad, la existencia de cada día, es el ámbito en el que Dios llama —a cada una y a cada uno— a la santidad, a una íntima relación con Él, que no se quede en meras palabras, sino que se traduzca en un esfuerzo constante por imitar a Cristo y gastar la vida en su servicio, siendo sembradores de paz y de alegría entre quienes nos rodean.
En aquella homilía del campus de Pamplona, san Josemaría mencionó explícitamente el matrimonio y la familia.
«El amor humano, afirmaba, no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos. Y añadía, como remachando la idea: El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano».
Esta visión trascendente de las comunes realidades diarias, que impulsa a la persona a materializar la vida espiritual, forma parte del mensaje del Evangelio. Se trata de enseñanzas perennes de la Iglesia: san Josemaría, con su predicación y con sus escritos, y —sobre todo— con el ejemplo de su conducta cotidiana, nos ayuda a profundizar en ese tesoro y a hacerlo carne de nuestra carne, programa de nuestra tarea de mujeres y hombres de fe, en todas las ocupaciones honradas.
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.
El espacio vital de la familia es pues, ante todo, lugar de encuentro con Dios, ámbito propicio para una existencia alegre de servicio y donación a los demás basada en la conciencia activa y permanente de nuestra condición de hijos de Dios. De la maravillosa realidad de nuestra filiación divina en Cristo, se desprenden muy variadas consecuencias para la conducta personal, para nuestras familias, para la sociedad.
El papa Benedicto XVI ha explicado repetidamente que:
«Matrimonio y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Por el contrario, la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y solo puede encontrar su respuesta a partir de esta. Es decir, no puede separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿quién es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿Cuál es verdaderamente su rostro?
»La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es Amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama». Y en su visita pastoral a Valencia, el Santo Padre definió la familia como «el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y a recibir amor».
La familia, en efecto, nace como comunidad querida por Dios, fundada y edificada sobre el amor. En el hogar se hace posible un aprendizaje que resulta imprescindible: la necesidad de contar con los demás en nuestra vida, respetando y desarrollando los vínculos que nos entrelazan a unos con otros. Comprender que he de darme gustosamente cada día, viviendo con una sana atención y servicio a las personas que me rodean, es uno de los grandes tesoros que las familias cristianas, consecuentes con su fe, brindan a sus propios miembros y a toda la sociedad. En la escuela del amor que caracteriza a la familia —que, insisto, tiene como condición irrenunciable el olvido de sí—, se adquieren hábitos que necesariamente repercuten en beneficio del tejido social, a todos los niveles.
Escuchemos de nuevo a san Josemaría:
«Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad».
Estas palabras nos servirán de guía para repasar algunas de sus muchas enseñanzas sobre el matrimonio y la familia. Lo haremos siguiendo los tres puntos que nos señala: la fundación de la familia en el matrimonio, la educación de los hijos y la irradiación cristiana de la familia en la sociedad.
2. La fundación de la familia
La familia es escuela de amor, en primer lugar, para la mujer y para el hombre que deciden contraer matrimonio. Consideraba el Fundador del Opus Dei:
«Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido».
«El matrimonio entraña una vocación», nos dice san Josemaría en este texto, recogiendo ideas que venía predicando desde los primeros momentos de la fundación del Opus Dei. Con la ayuda de Dios, que nunca faltará, esposa y esposo pueden perseverar en el amor y, a través de ese amor, les resulta posible y amable el propio crecimiento como cristianos, que es también mejorar como personas.
Vivido con estas disposiciones, el matrimonio se manifiesta verdaderamente como una vocación, una senda de encuentro con Dios. De modo semejante a todo camino, no faltarán dificultades. A veces surgirán diferencias, modos de pensar distintos entre el marido y la mujer; quizás el egoísmo intentará ganar terreno en sus almas. Hay que estar prevenidos y no sorprenderse. San Josemaría era muy sobrenatural y, al mismo tiempo, muy humano; por eso, previendo estas naturales dificultades en el matrimonio, solía comentar:
«Como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco. Y después, los dos han de reconocer que tienen la culpa, y decirse uno a otro: ¡perdóname!, y darse un buen abrazo… ¡Y adelante!»
La relación entre los esposos se convierte, así, en una constante oportunidad de ejercitarse en la entrega mutua. Se trata de un aprendizaje mediante el que los cónyuges toman conciencia, en la cotidianidad de su caminar terreno, de que se deben el uno al otro. En ese estupendo ambiente de confianza, de lealtad, de sinceridad y cariño, ¡de verdadera entrega!, se mostrarán dispuestos a recibir los hijos que Dios quiera confiarles, fruto al mismo tiempo de su amor.
Si uno desea sinceramente llevar a la práctica este ideal, resulta imprescindible vivir delicadamente la castidad, también en el estado matrimonial. En ningún caso el ejercicio de la sexualidad —es algo querido por Dios, bueno y bello— debe perder su noble y original sentido. Con palabras de san Josemaría os recuerdo que cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo.
Ordinariamente, el amor matrimonial —como cualquier cariño humano limpio— se manifestará también en cosas pequeñas. San Josemaría habló en innumerables ocasiones de la importancia de lo que parece pequeño —que es grande si se realiza por amor— en los distintos aspectos de la existencia del cristiano. Promovía, por ejemplo, un trato personal e íntimo con Dios, en las circunstancias normales de la vida. Porque la relación con Dios tiene el carácter de trato de familia: somos sus hijos, y Él, nuestro Padre. De este modo, lo que le resultaba útil para meditar en el amor divino, san Josemaría lo aplicaba también al amor humano, a la existencia de nuestras familias; y al revés. De intento lo repito, haciendo mías unas palabras suyas para subrayar que cada pequeño detalle tiene sentido. Afirmaba:
«El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz».
Invitaba a tomar como modelo a la Sagrada Familia y también a esforzarse —con la entrega diaria— para convertir el ambiente de familia en un anticipo del cielo. Todavía me parece oír el eco de unas afirmaciones del Fundador del Opus Dei: en Nazaret nadie se reserva nada: todo allí se puso al servicio de los planes de Dios, con un desvelo continuo de unos por otros. Con renovada frecuencia, san Josemaría meditó las escenas que los Evangelios recogen de la Sagrada Familia. Le gustaba introducirse en aquel hogar con la imaginación, como un habitante más de la casa, y pensar en el trato habitual entre Jesús, María y José. De esta costumbre sacaba valiosas enseñanzas para los fieles del Opus Dei y para todas las personas que acudían a pedirle consejo.
3. Educación de los hijos
En sus reuniones con padres de familia, el Fundador del Opus Dei quiso resaltar muchas veces la importancia del cariño y la entrega mutua de los esposos, precisamente para mejorar la educación de los hijos. No se le escapaba que la conducta, el ejemplo, se demuestra cauce eficacísimo y primordial de esa formación. Por eso insistía en que conviene que los hijos —ya desde pequeños— vean, contemplen, que sus padres están unidos y se quieren de veras.
La educación corresponde principalmente a los padres. En esa tarea, nadie puede sustituirlos: ni el Estado, ni la escuela, ni el entorno. Supone una gran responsabilidad, un reto estupendo, de cuyo ejercicio consecuente dependen el presente y el futuro de los propios hijos y de la sociedad.
A quienes sois madres y padres de familia, os animo a afrontar con valentía y con optimismo esta tarea que el Señor ha puesto en vuestras manos. Dejadme que os repita, con san Josemaría, que la educación de los hijos es el mejor negocio de vuestras vidas. En esta tierra catalana se valora mucho la eficiencia y el rendimiento —también económico— del trabajo; por eso, estoy seguro de que os dais cuenta de la profunda verdad de esa afirmación, y de que estáis dispuestos a invertir generosamente todas vuestras energías en la buena educación de las criaturas que el Señor os ha confiado, acogiendo con generosidad las obligaciones que comporta; y que también, cuando resulte preciso, sabréis defender unos derechos que os corresponden como madres y padres de familia, como ciudadanos libres.
Corresponde igualmente a los padres y madres enseñar a sus hijos toda la belleza y toda la exigencia que se contiene en el gran tesoro de la libertad personal: el don natural más preciado que Dios ha otorgado al hombre. Un don que ha de usarse con responsabilidad, para emprender el camino del bien y avanzar por esa senda.
En consecuencia, al tratar con sus hijas e hijos, los padres han de procurar que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben recordar que Dios mismo ha querido que se le ame y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras decisiones personales: dejó Dios al hombre —nos dice la Escritura— en manos de su albedrío (Si 15, 14).
Por eso, me ha llenado de alegría conocer que la Universitat Internacional de Catalunya ha resumido su ideario en una frase de Jesucristo recogida en el Evangelio de san Juan: veritas liberabit vos (Jn 8, 32), la verdad os hará libres. Amar la verdad significa amar y defender la libertad, pues se alzan como actitudes inseparables. Para ser verdaderamente libres, resulta preciso buscar sinceramente la verdad y, en el caso de los educadores —entre los que en primer lugar destacado se encuentran los padres—, exige un empeño diario por educar a los niños y a los jóvenes en los bienes auténticos.
Los padres han de enseñar a sus hijos a distinguir el bien del mal, y a escoger libremente el bien. Pero ¿cómo compaginar, en la práctica, el respeto de su libertad con el desvelo para que opten por el bien? San Josemaría nos responde: «no es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable».
La amistad con los hijos requiere tiempo y empeño constante por atenderlos, estar interesados por sus cosas, compartir con ellos afanes y proyectos. Resulta importantísimo que esas criaturas vuestras lleguen a considerar al padre y a la madre como verdaderos amigos, es decir, personas a las que confiar sus preocupaciones y dificultades.
Afirmaba san Josemaría:
«Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. Unas veces prestarán esa ayuda con su consejo personal; otras, animando a sus hijos a acudir a otras personas competentes: a un amigo leal y sincero, a un sacerdote docto y piadoso, a un experto en orientación profesional.
»Pero el consejo —continuaba el Fundador del Opus Dei— no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y —más de una vez— en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal.
»Si hay verdadero cariño en la familia, esto resulta hacedero. Y así, todas las circunstancias que jalonan la vida ordinaria harán que el hogar se convierta en una constante y efectiva escuela de virtudes. La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria».
Los padres cristianos procuran dar a sus hijos, también, lo mejor que poseen: la fe. Han de acompañarlos en el camino del conocimiento y del trato con Dios, aprender juntos las verdades del Evangelio y el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas. De manera semejante, en este punto, san Josemaría recomendaba optar por el ejemplo y por la libertad. Así lo explicaba en una de sus catequesis: no les obliguéis a nada, pero que os vean rezar: es lo que yo he visto hacer a mis padres, y se me ha quedado en el corazón. De modo que cuando tus hijos lleguen a mi edad, se acordarán con cariño de su madre y de su padre, que les obligaron solo con el ejemplo, con la sonrisa, y dándoles la doctrina cuando era conveniente, sin darles la lata.
Poned interés en hacerles entender las oraciones que les enseñáis —pocas, cuando son pequeños—, y esmeraos en que lleguen bien preparados para recibir los sacramentos. Resulta indispensable ayudarles a tomar conciencia de su dignidad de hijos de Dios, ya que sepan responder generosamente a los dones que reciben de su Padre del cielo, orientando su existencia a horizontes generosos y trascendentes.
Junto a la gozosa realidad de esta vida de libertad, como hijos de Dios, afanaos en enseñarles las obligaciones que corresponden a su situación como personas y como cristianos. Se trata, en definitiva, de acompañarlos en el empeño por alcanzar la santidad, a la que todos estamos llamados. Os recuerdo esta exhortación de san Josemaría:
«Vosotros, madres y padres cristianos, sois un gran motor espiritual, que manda a los vuestros fortaleza de Dios para esa lucha, para vencer, para que sean santos. ¡No les defraudéis!».
Recientemente, Benedicto XVI resumía todas estas recomendaciones cuando pedía a los padres:
«Que permanezcáis siempre firmes en vuestro amor recíproco: este es el primer gran don que necesitan vuestros hijos para crecer serenos, para ganar confianza en sí mismos y confianza en la vida, y para aprender ellos a ser a su vez capaces de amor auténtico y generoso. Además, el bien que queréis para vuestros hijos debe daros el estilo y la valentía del verdadero educador, con un testimonio coherente de vida y también con la firmeza necesaria para templar el carácter de las nuevas generaciones, ayudándoles a distinguir con claridad entre el bien y el mal y a construir a su vez sólidas reglas de vida, que las sostengan en las pruebas futuras. Así enriqueceréis a vuestros hijos con la herencia más valiosa y duradera, que consiste en el ejemplo de una fe vivida diariamente».
4. La familia, configuradora de la sociedad
La familia, en la medida en que cada uno de sus miembros pone un serio empeño en llevar a cabo la misión que le corresponde, es el entorno más adecuado para el crecimiento de las personas. Pero no acaba en ese ámbito —en el de la propia familia— su función. Se requiere que toda esa riqueza redunde en favor de la sociedad.
Esta dimensión natural de la familia —como ocurre en otros campos— se esclarece aún más a la luz de la fe. Todos somos hijos de Dios, hermanos entre nosotros. Con este sentido de viva fraternidad, ningún afán de los demás puede resultarnos indiferente. Los retos de la sociedad a la que pertenecemos merecen, entonces, toda nuestra atención.
En la década de los 60 del siglo XX, en momentos de particular intensidad en la historia del mundo y de la Iglesia, el Señor dio a entender con fuerza a san Josemaría que, al ser los padres los primeros responsables de la educación de sus hijos, debían ser ellos mismos quienes sin dilación emprendieran y se hicieran cargo de muchos nuevos centros de enseñanza, en los que se educara a los hijos en los valores humanos y cristianos. Doctrina antigua, que repetidamente había puesto por escrito y había predicado. Pero en aquellos años 60, caracterizados por fuertes convulsiones sociales, esa luz se hizo más fuerte y operativa.
Su intensa oración por esta intención concreta, y una incansable catequesis, removieron la conciencia de muchos padres y madres de familia en los cinco continentes. Desde entonces, han florecido por todas partes centros de enseñanza a todos los niveles, cuya promoción, gestión y desarrollo recae sobre los padres de los alumnos, que prestan así un gran bien a la familia, a la sociedad y a la Iglesia.
En una ocasión, san Josemaría dirigía estas palabras a los padres de uno de esos colegios:
«El primer negocio es que vuestros hijos salgan como deseáis; por lo menos tan buenos y, si es posible, mejor que vosotros. Por tanto, ¡insisto: esta clase de Colegios, promovidos por los padres de familia, tienen interés, en primer término, para los padres de familia; luego, para el profesorado, y después para los estudiantes. Y me diréis: ¿este trabajo será útil? Lo estáis viendo: cada uno tiene experiencia personal, a través de la de sus hijos. Si no van mejor, es por culpa vuestra: porque no rezáis y porque no venís por aquí.
»Vuestra labor es muy interesante, y vuestros negocios no se resentirán por esta dedicación que os pide el Colegio. Con palabras del Espíritu Santo, os digo: electi mei non laborabunt frustra (Is 65, 23). Os ha elegido el Señor, para esta labor que se hace en provecho de vuestros hijos, de las almas de vuestros hijos, de las inteligencias de vuestros hijos, del carácter de vuestros hijos; porque aquí no solo se enseña, sino que se educa, y los profesores participan de los derechos y deberes del padre y de la madre».
No puedo acabar este recorrido —necesariamente breve— por algunas enseñanzas de san Josemaría sobre el matrimonio y la familia, sin señalar que se inscriben perfectamente en la doctrina social de la Iglesia, que concibe la institución familiar como vertebradora de la sociedad. La familia es, en efecto, «célula fundamental de la sociedad» y «escuela del más rico humanismo». Tiene, sin lugar a dudas, una misión insustituible: los hijos educados en su seno serán el día de mañana cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad.
San Josemaría acudía con frecuencia al ejemplo de los primeros cristianos. Le gustaba referirse a aquellas familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído.
Paz y alegría. Ante algunos sucesos, ante algunas modas culturales y legislaciones deshumanizadoras, que se alejan del ideal cristiano —que es también el auténticamente humano— de matrimonio y familia, alguno podría tener la tentación de quedar abatido. Si así le ocurriera, estoy seguro de que san Josemaría le replicaría que, aunque se trate de momentos fuertes para las personas, son tiempos de optimismo, de trabajar y rezar, de rezar y trabajar, con la firme seguridad de la fe y con la fuerza perenne de la familia. Ha llegado el momento, por tanto, de hacer una extensa labor positiva, ahogando el mal en abundancia de bien. Un bien que, por otro lado, repartiremos a manos llenas y con alegría en todos los ambientes. Las familias cristianas tienen un gran tesoro que transmitir a los demás, un servicio preciosísimo que prestar a la sociedad.
Conferencia del Prelado del Opus Dei en la clausura del Congreso Internacional sobre Familia y Sociedad en la Universitat Internacional de Catalunya (Barcelona, 17 de mayo de 2008).