por Cef | 20 Abr, 2018 | La Biblia
Juan 6, 60-69. Sábado de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. La Iglesia se consolida, camina y crece en el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo.
Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?». Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 9, 31-42
Salmo: Sal 116(115), 12-17
Oración introductoria
Dios mío, no quiero ser de los que traicionan, porque ¿a quién iría? Sólo Tú me puedes dar la luz y fuerza que necesito para dejar mi autosuficiencia y mi egoísmo. Creo, espero y te amo, permite que pueda tener un encuentro contigo en esta oración.
Petición
Dios mío, no permitas que las preocupaciones del mundo me distraigan en mi oración.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Oremos hoy al Señor —concluyó el Pontífice— por la Iglesia: para que el Señor la libre de cualquier interpretación ideológica y abra el corazón de la Iglesia, de nuestra madre Iglesia, al Evangelio sencillo, a aquel Evangelio puro que nos habla de amor, que lleva al amor, y es ¡tan bello! Y también nos hace bellos con la belleza de la santidad».
Se trata de una Iglesia formada por cristianos libres de la tentación de murmurar contra un Jesús «demasiado exigente», pero sobre todo libres «de la tentación del escándalo»; una Iglesia que se consolida, camina y crece por el camino indicado por Jesús, como indicó el Papa Francisco el 20 de abril, en su homilía, comentando el Evangelio de Juan (6, 60-69) y el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (9, 31-42), que «nos relata una escena de la Iglesia que estaba en paz. Estaba en paz en toda la región de Judea, Galilea y Samaria. Un momento de paz. Y dice esto también: “se consolidaba, caminaba y crecía”». Se trataba de una Iglesia que había padecido la persecución pero que en aquel período se fortalecía, seguía adelante y crecía. Pero —se preguntó el Pontífice— ¿cómo se consolida, camina y crece? «En el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo». «Caminar en el temor del Señor. Es un poco el sentido de la adoración, de la presencia de Dios, ¿no? ?—observó—. La Iglesia camina de esta manera y cuando estamos en presencia de Dios no hacemos cosas malas ni tomamos malas decisiones. Estamos delante de Dios. También con la alegría y la felicidad. Este es el consuelo del Espíritu Santo, es decir, el don que el Señor nos ha dado. Este consuelo nos hace seguir adelante».
Santo Padre Francisco
Meditación del día 20 de abril de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
«¿También vosotros queréis marcharos?»… Esta provocadora pregunta no se dirige sólo a los interlocutores de entonces, sino que llega a los creyentes y a los hombres de toda época. También hoy no pocos se «escandalizan» ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece «dura» , demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta «adaptar» su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor.
«¿También vosotros queréis marcharos?»... Esta inquietante provocación resuena en nuestro corazón y espera de cada uno una respuesta personal; es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida «en su pensar y en su querer». Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente.
«¿También vosotros queréis marcharos?»… A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los Apóstoles, de los creyentes de todos los siglos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (vv. 68-69). Queridos hermanos y hermanas, también nosotros podemos y queremos repetir en este momento la respuesta de Pedro, ciertamente conscientes de nuestra fragilidad humana, de nuestros problemas y dificultades, pero confiando en la fuerza del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, confianza libre y total del hombre en Dios; la fe es escucha dócil de la palabra del Señor, que es «lámpara» para nuestros pasos y «luz» en nuestro camino (cf. Sal 119, 105). Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por él, podemos experimentar también nosotros, como por ejemplo el santo cura de Ars, que «nuestra única felicidad en esta tierra es amar a Dios y saber que él nos ama».
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 23 de agosto de 2009
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I Cristo, palabra única de la Sagrada Escritura
101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum,103,4,1).
103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
104 En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Delicadeza y alegría para darle todo a Dios, y dárselo en el amor.
Diálogo con Cristo
Jesús mío, quiero seguirte día a día y servirte en los demás. No quiero marcharme ni quedarme atrás, quiero caminar al paso que necesita la Iglesia. Cumplir con mis deberes de estado y con mi apostolado de extender tu Reino por medio de la caridad. Por eso te doy gracias por este momento de oración que puede transformar mis deseos en una hermosa realidad.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
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por Santiago de la Vorágine, Leyenda Áurea | 19 Abr, 2018 | Confirmación Vida de los Santos
En cierta ocasión llegó san Jorge a una ciudad llamada Silca, en la provincia de Libia. Cerca de la población había un lago tan grande que parecía un mar donde se ocultaba un dragón de tal fiereza y tan descomunal tamaño, que tenía atemorizadas a las gentes de la comarca, pues cuantas veces intentaron capturarlo tuvieron que huir despavoridas a pesar de que iban fuertemente armadas. Además, el monstruo era tan sumamente pestífero, que el hedor que despedía llegaba hasta los muros de la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban de acercarse a la orilla de aquellas aguas. Los habitantes de Silca arrojaban al lago cada día dos ovejas para que el dragón comiese y los dejase tranquilos, porque si le faltaba el alimento iba en busca de él hasta la misma muralla, los asustaba y, con la podredumbre de su hediondez, contaminaba el ambiente y causaba la muerte a muchas personas.
Al cabo de cierto tiempo los moradores de la región se quedaron sin ovejas o con un número muy escaso de ellas, y como no les resultaba fácil recebar sus cabañas, celebraron una reunión y en ella acordaron arrojar cada día al agua, para comida de la bestia, una sola oveja y a una persona, y que la designación de ésta se hiciera diariamente, mediante sorteo, sin excluir de él a nadie. Así se hizo; pero llegó un momento en que casi todos los habitantes habían sido devorados por el dragón. Cuando ya quedaban muy pocos, un día, al hacer el sorteo de la víctima, la suerte recayó en la hija única del rey. Entonces éste, profundamente afligido, propuso a sus súbditos:
—Os doy todo mi oro y toda mi plata y hasta la mitad de mi reino si hacéis una excepción con mi hija. Yo no puedo soportar que muera con semejante género de muerte.
El pueblo, indignado, replicó:
—No aceptamos. Tú fuiste quien propusiste que las cosas se hicieran de esta manera. A causa de tu proposición nosotros hemos perdido a nuestros hijos, y ahora, porque le ha llegado el turno a la tuya, pretendes modificar tu anterior propuesta. No pasamos por ello. Si tu hija no es arrojada al lago para que coma el dragón como lo han sido hasta hoy tantísimas otras personas, te quemaremos vivo y prenderemos fuego a tu casa.
En vista de tal actitud el rey comenzó a dar alaridos de dolor y a decir:
—¡Ay, infeliz de mí! ¡Oh, dulcísima hija mía! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo alegar? ¡Ya no te veré casada, como era mi deseo!
Después, dirigiéndose a sus ciudadanos les suplicó:
—Aplazad por ocho días el sacrificio de mi hija, para que pueda durante ellos llorar esta desgracia.
El pueblo accedió a esta petición; pero, pasados los ocho días del plazo, la gente de la ciudad trató de exigir al rey que les entregara a su hija para arrojarla al lago, y clamando, enfurecidos, ante su palacio decían a gritos:
—¿Es que estás dispuesto a que todos perezcamos con tal de salvar a tu hija? ¿No ves que vamos a morir infestados por el hedor del dragón que está detrás de la muralla reclamando su comida?
Convencido el rey de que no podría salvar a su hija, la vistió con ricas y suntuosas galas y abrazándola y bañándola con sus lágrimas, decía:
—¡Ay, hija mía queridísima! Creía que ibas a darme larga descendencia, y he aquí que en lugar de eso vas a ser engullida por esa bestia. ¡Ay, dulcísima hija! Pensaba invitar a tu boda a todos los príncipes de la región y adornar el palacio con margaritas y hacer que resonaran en él músicas de órganos y timbales. Y ¿qué es lo que me espera? Verte devorada por ese dragón. ¡Ojalá, hija mía, —le repetía mientras la besaba— pudiera yo morir antes que perderte de esta manera!
La doncella se postró ante su padre y le rogó que la bendijera antes de emprender aquel funesto viaje. Vertiendo torrentes de lágrimas, el rey la bendijo; tras esto, la joven salió de la ciudad y se dirigió hacia el lago. Cuando llorando caminaba a cumplir su destino, san Jorge se encontró casualmente con ella y, al verla tan afligida, le preguntó la causa de que derramara tan copiosas lágrimas.
La doncella le contestó:
—¡Oh buen joven! ¡No te detengas! Sube a tu caballo y huye a toda prisa, porque si no también a ti te alcanzará la muerte que a mí me aguarda.
—No temas, hija –repuso san Jorge—; cuéntame lo que te pasa y dime qué hace allí aquel grupo de gente que parece estar asistiendo a algún espectáculo.
—Paréceme, piadoso joven –le dijo la doncella— que tienes un corazón magnánimo. Pero, ¿es que deseas morir conmigo? ¡Hazme caso y huye cuanto antes!
El santo insistió:
—No me moveré de aquí hasta que no me hayas contado lo que te sucede.
La muchacha le explicó su caso, y cuando terminó su relato, Jorge le dijo:
—¡Hija, no tengas miedo! En el nombre de Cristo yo te ayudaré.
—¡Gracias, valeroso soldado! –replicó ella— pero te repito que te pongas inmediatamente a salvo si no quieres perecer conmigo. No podrás librarme de la muerte que me espera, porque si lo intentaras morirías tú también; ya que yo no tengo remedio, sálvate tú.
Durante el diálogo precedente el dragón sacó la cabeza de debajo de las aguas, nadó hasta la orilla del lago, salió a tierra y empezó a avanzar hacia ellos. Entonces la doncella, al ver que el monstruo se acercaba, aterrorizada, gritó a Jorge:
—¡Huye! ¡huye a toda prisa, buen hombre!
Jorge, de un salto, se acomodó en su caballo, se santiguó, se encomendó a Dios, enristró su lanza, y, haciéndola vibrar en el aire y espoleando a su cabalgadura, se dirigió hacia la bestia a toda carrera, y cuando la tuvo a su alcance hundió en su cuerpo el arma y la hirió. Acto seguido echó pie a tierra y dijo a la joven:
—Quítate el cinturón y sujeta con él al monstruo por el pescuezo. No temas, hija; haz lo que te digo.
Una vez que la joven hubo amarrado al dragón de la manera que Jorge le dijo, tomó el extremo del ceñidor como si fuera un ramal y comenzó a caminar hacia la ciudad llevando tras de sí al dragón que la seguía como si fuese un perrillo faldero. Cuando llegó a la puerta de la muralla, el público que allí estaba congregado, al ver que la doncella traía a la bestia, comenzó a huir hacia los montes dando gritos y diciendo:
—¡Ay de nosotros! ¡Ahora sí que pereceremos todos sin remedio!
San Jorge trató de detenerlos y de tranquilizarlos.
—¡No tengáis miedo! –les decía—. Dios me ha traído hasta esta ciudad para libraros de este monstruo. ¡Creed en Cristo y bautizaos! ¡Ya veréis cómo yo mato a esta bestia en cuanto todos hayáis recibido el bautismo!
Rey y pueblo se convirtieron y, cuando todos los habitantes de la ciudad hubieron recibido el bautismo San Jorge, en presencia de la multitud, desenvainó su espada y con ella dio muerte al dragón, cuyo cuerpo, arrastrado por cuatro parejas de bueyes, fue sacado de la población amurallada y llevado hasta un campo muy extenso que había a considerable distancia.
Veinte mil hombres se bautizaron en aquella ocasión. El rey, agradecido, hizo construir una iglesia enorme, dedicada a Santa María y a San Jorge. Por cierto que al pie del altar de la citada iglesia comenzó a manar una fuente muy abundante de agua tan milagrosa que cuantos enfermos bebían de ella quedaban curados de cualquier dolencia que les aquejase.
Igualmente, el rey ofreció a Jorge una inmensa cantidad de dinero que el santo no aceptó, aunque sí rogó al monarca que distribuyese la fabulosa suma entre los pobres.
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por Jesús Marti Ballester | 19 Abr, 2018 | Confirmación Vida de los Santos
Con motivo del día de san Jorge de Capadocia, patrón de las Comunidades de Aragón y de Castilla y León, el día 23 de abril, os presentamos su biografía..
Leyenda
En la Edad Media fue inmensa su popularidad que fue causa de su veneración incluso entre los musulmanes. El origen de la leyenda de san Jorge data del siglo IV. Nació en una familia cristiana de finales del siglo III. Su padre Geroncio, de Capadocia, era oficial en el ejército romano. Su madre Policromía quedó viuda y regresó con su joven hijo a su ciudad natal, Lydda, luego Diospolis, y en la actualidad Lod, en Israel. Dio una buena educación a su hijo, que al llegar a la mayoría de edad se alistó en el ejército, la carrera de su padre. Ascendió muy pronto de grado, y llegó a ser tribuno y comes y destinado a Nicomedia como miembro de la guardia personal del emperador romano Diocleciano.
ersecución de los cristianos
En 303, Diocleciano decretó la persecución cruel de los cristianos en todo el imperio, que fue continuada por Galerio. San Jorge recibió órdenes de participar en la persecución, pero prefirió profesar su religión y se atrevió a criticar la decisión del emperador, por lo que Diocleciano reaccionó ordenando la tortura y ejecución del traidor. Tras diversos tormentos, Jorge fue decapitado frente a las murallas de Nicomedia el 23 de abril del 303. Su ejemplo facilitó a los testigos de sus sufrimientos convencer a la emperatriz Alejandra y a una sacerdotisa pagana para que se convirtieran al cristianismo, y fueron también martirizadas como san Jorge, cuyo cuerpo fue enterrado en Lydda.
Su veneración como mártir
Su biografía es dudosa. Pero su veneración como mártir comenzó muy pronto. Se tienen noticias de peregrinos de una iglesia construida en su honor en Dióspolis, la antigua Lydda, en el reinado de Constantino I, que se convirtió en el centro del culto oriental a san Jorge. El archidiácono y bibliotecario Teodosio relata que Diospolis era el centro del culto de san Jorge. Un peregrino de Piacenza afirma lo mismo hacia el 570. Aquella iglesia fue destruida y más tarde reconstruida por los cruzados. En el 1191 y durante la Tercera Cruzada (1189-1192), fue destruida otra vez por las fuerzas de Saladino. Una nueva iglesia fue erigida en 1872 y aún se mantiene en pie. En el siglo IV su veneración se extendió desde Palestina al resto del Imperio Romano de Oriente. En el siglo V su popularidad llegó a la parte occidental del imperio. Fue canonizado en 494 por el papa Gelasio I.
El Palimpsesto
El texto más antiguo sobre la vida del santo se encuentra en el Acta Sanctórum, identificado por estudiosos como un palimpsesto del siglo V. El abad irlandés Adomnanus, de la abadía de la isla de Iona, relata algunas leyendas orientales de san Jorge recogidas por el obispo galo Arkulf recogidas en su peregrinaje a Tierra Santa en el año 680. En los comienzos del Islam, a través del sincretismo religioso y cultural, san Jorge fue unido al profeta judío Elías, al predicador judío samaritano Pineas y al santo islámico al-Hadr para formar una figura religiosa que era y es todavía venerada en las tres grandes religiones monoteístas.
Protección de san Jorge a la Corona de Aragón
En 1096, en Alcoraz, cerca de Huesca, las huestes del rey Sancho Ramírez de Aragón asediaban la ciudad musulmana. Tras recibir ayuda desde Zaragoza, los asediados consiguieron matar al rey, pero perdieron la batalla de Alcoraz, gracias a la aparición de San Jorge. Más tarde el rey Pedro I de Aragón conquistó Huesca habiendo invocado la ayuda del santo.
Leyendas
A partir del siglo XIII surgen otras leyendas y apariciones en el reino. Jaime I el Conquistador cuenta que en la conquista de Valencia se apareció el santo. así lo testifica el monarca: «Se apareció san Jorge con muchos caballeros del paraíso, que ayudaron a vencer en la batalla, en la que no murió cristiano alguno. El mismo rey Jaime cuenta que en la conquista de Mallorca «según le contaron los sarracenos, éstos vieron entrar primero a caballo a un caballero blanco con armas blancas», que él rey identificó con san Jorge. El patrocinio de san Jorge sobre los reyes de Aragón y, sobre toda la Corona de Aragón se reconoce oficialmente en el siglo XV con la creación de una festividad. El santo es muy venerado en Alcoy, Banyeres, Benejama y Bocairente del Reino de Valencia, en cuyas ciudades celebran en su honor las célebres fiestas patronales de «moros y cristianos».
En 1969, el papa Pablo VI sacó a san Jorge del santoral de la iglesia católica, aunque lo mantuvo a nivel opcional, pero no por eso su devoción ha decaído.
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Fuente original: www.ciberia.es
por Cef | 19 Abr, 2018 | La Biblia
Juan 6, 52-59. Viernes de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. «Eucaristía» significa «acción de gracias». El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia.
Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?». Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente». Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaúm.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 9, 1-20
Salmo: Sal 117(116), 1-2
Oración introductoria
Jesús mío, ¡gracias!, por estar presente en la Eucaristía y por darme la posibilidad de poder recibirte en mi interior. Yo solo no puedo corresponder a tanto amor y misericordia, por eso te pido que me muestres el camino que he de seguir para poder recibirte dignamente en mi corazón.
Petición
Jesús, no soy digno de que vengas a mí, pero una palabra tuya bastará para sanarme. ¡Ven Señor!
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.
Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.
Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo… Tomad, bebed, ésta es mi sangre».
El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.
Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.
Santo Padre Francisco: Catequesis sobre la Eucaristía
Audiencia General del miércoles 5 de febrero de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia
1362 La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.
1363 En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos.
1364 El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado» (1Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3).
1365 Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que «derramó por muchos […] para remisión de los pecados» (Mt 26,28).
1366 La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto:
«(Cristo), nuestro Dios y Señor […] se ofreció a Dios Padre […] una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) la redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, «la noche en que fue entregado» (1 Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) […] donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día (Concilio de Trento: DS 1740).
1367 El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: «La víctima es una y la misma. El mismo el que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el que se ofreció a sí mismo en la cruz, y solo es diferente el modo de ofrecer» (Concilio de Trento: DS 1743). «Y puesto que en este divino sacrificio que se realiza en la misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz «se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento»; […] este sacrificio [es] verdaderamente propiciatorio» (Ibíd).
1368 La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas alas generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.
En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.
1369 Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico:
«Que sólo sea considerada como legítima la Eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de quien él ha señalado para ello» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Smyrnaeos 8,1).
«Por medio del ministerio de los presbíteros, se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador. Este, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que el Señor venga» (PO 2).
1370 A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el Sacrificio Eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.
1371 El Sacrificio Eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos «que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados» (Concilio de Trento: DS 1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
«Enterrad […] este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os acordéis de mí ante el altar del Señor» (San Agustín, Confessiones, 9, 11, 27; palabras de santa Mónica, antes de su muerte, dirigidas a san Agustín y a su hermano).
«A continuación oramos (en la anáfora) por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima […] Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores […], presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mistagogicae 5, 9.10).
1372 San Agustín ha resumido admirablemente esta doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía:
«Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal […] por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza […] Tal es el sacrificio de los cristianos: «siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo» (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma (San Agustín, De civitate Dei 10, 6).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Revisar y mejorar mis relaciones con los demás.
Diálogo con Cristo
Señor, ayúdame a saber compartirte, que mi vida eucarística nunca se centre sólo en mi persona sino que sea el pan que me dé la fuerza para convivir en el amor con los demás.
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por JULIÁN ALAMEDA, OSB | 17 Abr, 2018 | Confirmación Vida de los Santos
El relato de la vida de San Anselmo ha llegado hasta nosotros de la manera más auténtica y fidedigna, por medio de un discípulo suyo, compañero en sus viajes y testigo de la mayor parte de las cosas que cuenta u oyó contar a su maestro. Tal es Eadmero. Su biografía es un modelo, porque no se contenta con narrar los hechos externos o los milagros del Santo al estilo de un San Gregorio Magno en su Vida de San Benito, o del monje Grimaldo en su Vida de Santo Domingo de Silos, sino que, adelantándose a su época, se adentra en su alma, nos describe su carácter, sus costumbres, su modo de gobierno, sus virtudes, en una palabra, su psicología, resultando una biografía amena al par que instructiva y edificante, y realizando el aforismo de Horacio: Miscuit utile dulci.
Nació nuestro Santo el año 1034 en Aosta, ciudad de Toscana, situada en un valle muy ameno, rodeado de montañas y colinas, en cuyas faldas crecen viñedos y frutales, y que en aquel entonces pertenecía al reino de Borgoña. Aún se conserva una casa con una habitación llamada de San Anselmo.
Su padre, Gondulfo, que era pariente de la gran condesa Matilde, era vivo, apasionado, amante del boato y derrochador. Su madre, por nombre Emerbenga, más pobre quizá pero más piadosa y distinguida, era el prototipo de la madre cristiana, instruida y consciente de su misión, que supo instruir y elevar el corazón de su hijo con auxilio de imágenes encantadoras. Así, para enseñarle lo bueno que es Dios, cuán grande y poderoso, le mostraba las cumbres de los Alpes en el punto en que recortaban el azul del cielo, y le decía: «¿Ves? Ahí comienza el reino de Dios». (Entonces, para el niño, Dios se convertía en el «Señor de los cielos», mientras que los compañeros turbulentos y sin corazón, de los desórdenes paternos, son los señores de «este mundo perverso».)
Muy pronto sintió deseos de aprender. Se le confió a un maestro austero, arisco, que le encerró en una fría soledad y le inculcó sus sombrías lecciones. Anselmo enfermó, se le volvió a casa, y, ante su fisonomía pálida, sus ojos distraídos y sus movimientos nerviosos, sus padres cayeron en la cuenta de que estaba como embrutecido. Había que proporcionarle distracciones, juegos, rostros amables, libertad de movimientos. En efecto, muy pronto volvió a ser el niño alegre, amable y expansivo de siempre. Entonces su madre le puso en manos de otros maestros más comprensivos, los benedictinos, que acababan de fundar una casa en Aosta, los cuales comprendieron muy bien su naturaleza tan amante y tan inteligente, y en ella desarrollaron la piedad y la ciencia hasta el punto de dejarles admirados por sus progresos. Con razón dirá él más tarde: «Todo lo que soy se lo debo a mi madre y a los monjes benedictinos».
A los quince años intentó entrar en el noviciado de San Benigno de Fruttuaria, cerca de Aosta, pero la oposición de su padre y el haber caído enfermo se lo impidieron. Obligado a volver al mundo, es en él admirado y amado, «y, aunque nunca ha faltado a la modestia ni por una sola mirada», dice Eadmero, sin embargo, se siente atraído por los esplendores engañosos de sus fiestas. Pero su madre vela por él y le impide que se deje fascinar. Muy pronto, sin embargo, Dios la llama a sí, cuando sus consejos le eran más necesarios.
Después de esta muerte prematura, dice Eadmero, «El navío de su corazón, como si hubiera perdido su gobernalle, vino a ser el juguete de las olas». Quizá hubiera naufragado sin la dureza de la autoridad paterna, que contuvo ásperamente sus desórdenes nacientes. Esa dureza se convirtió muy pronto en exasperación, lo que obligó a Anselmo a abandonar la casa paterna (renunciando a su patria y a sus bienes).
Toma consigo un criado, y, acompañado de un asno que le lleva su bagaje y algunas provisiones, atraviesa el monte Cenis en camino hacia Francia. Durante tres años recorre la Borgoña, llega a Avranches, allí oye hablar del célebre Lanfranco de Pavía, su compatriota, que (después de haber explicado allí admirables lecciones) se ha hecho monje en la abadía de Bec en Normandía, recién fundada por el venerable Herluino. Allí se dirige y, ganado por sus explicaciones luminosas no menos que por su bondad paternal, se decide a hacerse religioso, siendo muy pronto el modelo de todos. Tenía entonces veintisiete años (1061). Tres años más tarde Lanfranco era nombrado abad de San Esteban de Caen por el duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, y entonces Herluino confió a Anselmo el cargo de prior. Finalmente, a la muerte de Herluino, el fundador, fue elegido abad de Bec (1078).
Una diligente administración, una dirección sabia, una vida de caridad y de estudio llevada a alto grado, fueron las tareas de su nuevo cargo. A causa de los intereses que su comunidad poseía en Inglaterra tuvo que visitar esta nación, y con tal motivo fue conocido y estimado por los reyes Guillermo el Conquistador y su hijo Guillermo el Rojo, el cual había de causar a nuestro Santo grandes disgustos, como veremos.
Entretanto, su amigo Lanfranco, que en 1071 había sido elevado a la sede primacial de Cantorbery, moría en 1087, amargado por los disgustos que le causara Guillermo el Rojo, y Anselmo, que parecía predestinado por la Providencia para seguir sus pasos, fue nombrado para sucederle. «Cuando llegó al Santo la noticia faltó poco para que se desmayase, pero de nada le sirvió su resistencia; por unanimidad fue aclamado y llevado en triunfo, aunque no sin violencia por su parte, hasta la próxima iglesia. Ocurría esto en el año 1093 el 6 de marzo, primer domingo de Cuaresma.»
Muy pronto sus temores e inquietudes se convirtieron en realidad. La lucha con el rey comenzó por la cuestión de las investiduras. Es sabido que en los primeros siglos el clero y el pueblo designaban los obispos, mientras que el rey no gozaba más que de un simple derecho de confirmación. En el siglo X esta confirmación se transformó en un nombramiento puro y simple, la investidura laica reemplaza a la eclesiástica. Tal innovación llevaba consigo consecuencias graves. Con frecuencia los reyes y señores, poseedores de obispados y abadías, los consideraban como bienes de alquiler y no los daban mas que al mejor postor. El prelado designado se compensaba vendiendo a su vez los cargos inferiores, sin tener en cuenta las cualidades de los candidatos, Es la simonía con todas sus consecuencias. Gregorio VII quiso cortar el mal por lo sano con su famoso decreto dado en el sínodo romano del 24 de febrero de 1075. «Todo el que en lo sucesivo reciba de la mano de un laico un obispado o una abadía no será contado entre los obispos y abades. Igualmente, si un emperador, duque, marqués, conde, se atreviese a dar la investidura de un obispado o cualquiera otra dignidad eclesiástica, sepa que le prohibimos la comunión con el bienaventurado Pedro.»
Hay que advertir que, bajo el reinado del primer Guillermo, este decreto apenas tuvo aplicación, pero con su sucesor cambió la situación. Locamente derrochador, buscaba llenar las arcas vacías con bienes eclesiásticos. Como durante la vacancia las rentas del obispado pertenecían legalmente al rey, dejaba inocupadas durante largos años las sedes, y cuando por fin las cubría las entregaba al mejor postor. Finalmente, según él, la investidura real colocaba a los prelados en tal sujeción que no podían dar un solo paso, y menos comunicar con Roma, sin su permiso. En estos dos últimos puntos Guillermo entró en conflicto con Anselmo. Le echaba aquél en cara el no haber querido darle un obsequio suficiente por la confirmación al ser nombrado arzobispo; por otra parte, con pretexto de que él no se había decidido aún entre Urbano II y su rival, quiso prohibir al primado su viaje a Roma para pedir el pallium. Traicionado por las asambleas de Rockinghara y Winchester, que no se atrevieron a enfrentarse con el rey, San Anselmo abandonó Inglaterra. Asistió a los concilios de Bari y de Roma, y a la muerte de su perseguidor volvió a Inglaterra.
El nuevo rey Enrique Beauclerc era en el fondo más peligroso que su predecesor. Exigió que San Anselmo le rindiese homenaje y consagrase los obispos nombrados por él. Ambos acudieron a Roma, pero los acontecimientos se volvieron contra el rey. Roma le excomulgó, su hermano Roberto se rebeló. Entonces creyó conveniente reconciliarse con Anselmo, terminándose con un arreglo cuyos términos fueron dictados por el Papa. Los antiguos beneficiarios nombrados por el rey no serían inquietados, pero en lo futuro los obispos habían de ser elegidos libremente. De esta manera San Anselmo retardó en cinco siglos la separación de Inglaterra con la Santa Sede. Murió el 21 de abril de 1109, extendido sobre un cilicio y ceniza, como había pedido.
Pero esta semblanza de San Anselmo quedaría incompleta si no dijésemos que, además de un gran santo y defensor de los derechos de la Iglesia, fue un gran sabio como filósofo y teólogo. A él pertenece el mérito de haber inaugurado la ciencia teológica propiamente dicha. Hasta entonces la teología se contentó con apoyar las verdades en la revelación y en los textos de los Padres. San Anselmo las organiza, las somete al análisis, las diseca por decirlo así, y busca nuevos argumentos en la metafísica y en la dialéctica, creando el sistema escolástico y la filosofía del dogma, que Santo Tomás había de llevar dos siglos más tarde a su perfección. El es quien rompió el fuego y preparó el camino a la gran síntesis que es la Suma Teológica. Si San Anselmo no la realizó ya es porque no entraba en su intento, pues su teología es más bien afectiva, pero, a pesar de todo, en sus obras aparecen las principales cuestiones filosóficas y teológicas. Para darse cuenta de ello bastará con analizar brevemente esas obras.
El Monologio y el Proslogio, que viene a ser como su complemento, son como el primer tratado de Deo uno et Trino. En ellos se encuentra el famoso argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios, y que puede resumirse así: Desde el momento en que es considerado como posible un ser al cual no puede haber nada superior, ese ser tiene que existir, porque, de lo contrario, ya no sería el ser por encima del cual no puede existir nada superior, puesto que le faltaría la existencia. Luego tiene que existir. Ahora bien, ese ser es Dios.
De grammatico es un tratado de pura dialéctica. De veritate tiene páginas muy hermosas sobre la verdad de los sentidos. De libero arbitrio es más bien de carácter teológico y considera a la libertad en su relación con el acto moral. Casu Diaboli fue compuesto, como los anteriores, en el tiempo de su profesorado en Bec. En él estudia el origen del mal. La Epístola de Incarnatione Verbi va dirigida contra el nominalista Roscelin. El Cur Deus homo es su obra maestra, en la que pretende demostrar la necesidad, por lo menos relativa, de la Encarnación. De conceptu virginal et originali peccato tiene como tema básico la concepción virginal del Salvador, quien no hubiera sido concebido en el pecado aun cuando su madre, siempre virgen, hubiera sido manchada por el pecado original. Pero para que su origen humano fuese digno de Dios era necesario que su madre fuese tal que no se pueda concebir una criatura mayor fuera de Dios. En estas palabras va incluida implícitamente su creencia en la Inmaculada Concepción. De processione Spiritus Sancti es como el discurso en el que defendió contra los representantes de la Iglesia griega la procesión del Espíritu Santo también del Hijo, en el concilio de Barl. De concordia praescientiae, praedestinationis et gratiae cum libero arbibitrio es de los primeros que trataron esta cuestión a fondo. Finalmente, han llegado hasta nosotrosOraciones y meditaciones, así como numerosas Cartas, que nos permiten conocer los diversos aspectos de su vida y de su doctrina espiritual.
Esto nos lleva a decir unas palabras sobre algunas de las características de su santidad o espiritualidad. Entre sus virtudes destaquemos únicamente, para no pasar los límites de esta semblanza, su humildad y su caridad. Ante todo su humildad. Ya hablamos de la resistencia que opuso a su nombramiento como arzobispo de Canterbury. No fue menor la que presentó al ser elegido abad de Bec, como se ve por estas palabras que nos cuenta Eadmero: «Viendo Anselmo que con sus palabras no podía cambiar el parecer de sus monjes, acudió a los ruegos y, reunida la comunidad, les pidió de rodillas, con lágrimas y gemidos, por el nombre de Dios omnipotente, que, si conservaban un poco de misericordia, tuviesen compasión de él y desistiesen de sus pretensiones».
Admirable es también su bondad y caridad en el gobierno de sus monjes, que le llevó a hacer de enfermero con un anciano paralítico. «Se le veía sentado a su lado con un racimo en la mano, apretando las uvas para hacer caer su jugo gota a gota sobre los labios secos del enfermo.»
Su alma estaba tan llena de Dios y tan acostumbrada a leer sus perfecciones en la naturaleza, que desbordaba y hacía convergir todo para provecho de las almas. Servíase para ello de símiles, comparaciones y analogías entre lo visible y lo invisible, lo corporal y lo espiritual. La vista de unas mariposas le hace pensar en los que buscan los honores del mundo, que son como niños que caen en el precipicio por seguir tras de bagatelas. La vista de un castillo le sugiere una hermosa alegoría: es el cristianismo. En lo más alto del castillo está el torreón, que es la vida religiosa. La llama de un incendio le recuerda la del amor de Dios. La contemplación de un jardinero, el jardín del alma donde debemos plantar las flores de las virtudes, El cazador que va por los montes en busca de su presa, al demonio a caza de almas que perder, y otros muchos ejemplos que pueden verse en el libro De similitudinibus, atribuido a Eadmero, pero que recoge las enseñanzas y muchas veces hasta las palabras del mismo San Anselmo.
Este deseo del conocimiento y del amor de Dios es el que explica todas sus obras y el que vibra a través de sus páginas, convirtiéndolas en efusiones ardientes de su corazón. Para dar una idea de ello al lector creemos que no hay nada mejor que poner ante sus ojos algunos ejemplos, siquiera sea a trueque de transcribir algunos párrafos. Véase con qué magníficos arranques místicos se eleva hasta Dios en el Proslogio: «Excita, pues, alma mía, y levanta todo tu pensamiento, y medita cuanto puedas en lo grande que es aquel bien [Dios]. Porque, si todos los bienes son agradables, cuánto más no lo será aquel que contiene el placer de todos los bienes… Porque, si buena es la vida creada, ¿cuánto más lo será la creadora? Si es amable la sabiduría por el conocimiento que da de las cosas creadas, ¿cuánto más amable es la sabiduría que todo lo creó de la nada?… El que disfrute de este bien, ¿qué tendrá y qué no tendrá? Con toda certeza tendrá lo que quiera, y lo que no quiera no tendrá, porque allí estarán los bienes del cuerpo y del alma. Y entonces ¿por qué andas ansioso, hombrecillo, buscando por doquiera los bienes del cuerpo y del alma? Ama el verdadero bien, en el cual están todos los bienes, y basta. Desea el bien absoluto, que es el bien total, y basta. Porque ¿qué es lo que amas, cuerpo mío, alma mía? Ahí está, sí; ahí está lo que amáis, lo que deseáis.»
Al principio del mismo libro se excita al conocimiento de Dios con estas palabras: «Vamos, hombrecillo, huye algún tanto de tus ocupaciones, apártate un instante de tus engorrosos asuntos, deja detrás de ti esos cuidados que te rinden, ocúpate un poco de Dios y descansa en Él. Di ahora, ¡oh corazón mío!, di ahora a Dios: Busco tu rostro, Señor, ¿dónde te buscaré, oh Dios ausente? ¿Qué hará este servidor tuyo atormentado por el amor y alejado lejos de tu rostro?… Arde en deseos de encontrarte y no sabe dónde estás, quisiera encontrarte y no conoce tu rostro. Señor, Tú eres mi Dios y mi Señor, y nunca te vi. Tú me has hecho y rehecho, me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. En fin, he sido hecho para verte y todavía no he hecho aquello para lo cual he sido hecho. ¡Oh, qué desgracia la del hombre en haber perdido aquello para lo cual fue hecho! ¡Oh dura y cruel caída! ¿Qué ha perdido y qué ha encontrado, qué se le ha quitado y qué le ha quedado?
Enséñame a buscarte y muéstrate a mí cuando te busco, porque no puedo buscarte si no me instruyes, que te busque deseándote, que te desee buscándote, que te encuentre amándote, que te ame encontrándote.»
Estos extractos nos ponen de manifiesto una de las características más peculiares de la espiritualidad anselmiana, fuertemente apoyada en los principios teológicos y en la aplicación de la razón al estudio y análisis de las verdades de la fe, de donde le venía espontáneamente la admiración, el deseo, el amor y la unión con Dios, al contrario del método empleado por los místicos del siglo XII, que apoyaban su contemplación en la autoridad y enseñanzas de la Sagrada Escritura más bien que en los discursos de la propia razón (como el mismo San Bernardo, que gustaba poco de la especulación y daba sus preferencias a la ciencia práctica, al arte de conocer a Dios y a la práctica de la virtud.)
por Cef | 16 Abr, 2018 | La Biblia
Juan 6, 30-35. Martes de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. La comunión eucarística nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia.
Y volvieron a preguntarle: «¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo». Jesús respondió: «Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo». Ellos le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les respondió: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 7, 51-60; 8, 1a
Salmo: Sal 31(30),3-8.17.21
Oración introductoria
Señor Jesús, al igual que hiciste con el apóstol Pedro, hoy me preguntas si realmente te amo… Y yo te digo que ¡te quiero y te amo más que nada en el mundo! Tú lo sabes porque me conoces y siempre me estás buscando para mostrarme el camino que me puede llevar a la santidad.
Petición
Señor, acrecienta mi amor por medio de este momento de oración.
Meditación del Santo Padre Francisco
18. La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada en los diversos usos que hace san Juan del verbo credere. Junto a « creer que » es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las locuciones « creer a » Jesús y « creer en » Jesús. « Creemos a » Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn 6,30). « Creemos en » Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).
Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.
Santo Padre Francisco
Carta Encíclica Lumen Fidei sobre la fe
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.
¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.
¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana.
Santo Padre Benedicto XVI
Homilía del Domingo, 11 de septiembre de 2011
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
III. La Eucaristía en la economía de la salvación
Los signos del pan y del vino
1333 En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él, hasta su retorno glorioso, lo que Él hizo la víspera de su pasión: «Tomó pan…», «tomó el cáliz lleno de vino…». Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto «del trabajo del hombre», pero antes, «fruto de la tierra» y «de la vid», dones del Creador. La Iglesia ve en en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que «ofreció pan y vino» (Gn 14,18), una prefiguración de su propia ofrenda (cf Plegaria Eucaristía I o Canon Romano, 95; Misal Romano).
1334 En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El «cáliz de bendición» (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz.
1335 Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo.
1336 El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: «Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de escándalo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67): esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.
La institución de la Eucaristía
1337 El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, «constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento» (Concilio de Trento: DS 1740).
1338 Los tres evangelios sinópticos y san Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, san Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (cf Jn 6).
1339 Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre:
«Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; [Jesús] envió a Pedro y a Juan, diciendo: «Id y preparadnos la Pascua para que la comamos»[…] fueron […] y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los Apóstoles; y les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios» […] Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío». De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros»» (Lc 22,7-20; cf Mt 26,17-29; Mc 14,12-25; 1 Co 11,23-26).
1340 Al celebrar la última Cena con sus Apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.
«Haced esto en memoria mía»
1341 El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras «hasta que venga» (1 Co11,26), no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los Apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre.
1342 Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones […] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).
1343 Era sobre todo «el primer día de la semana», es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para «partir el pan» (Hch 20,7). Desde entonces hasta nuestros días, la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia.
1344 Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús «hasta que venga» (1 Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante «camina por la senda estrecha de la cruz» (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Hacer una visita a Cristo Eucaristía para agradecerle su comprensión, misericordia y amor.
Diálogo con Cristo
Señor, no permitas nunca que te llegue a negar. Que ante todos y ante cualquier circunstancia sepa ser fiel a mi fe. Para lograrlo no me canso de pedirte que me llenes con tu amor, para que siempre pueda responderte con generosidad y firmeza, especialmente en los momentos de más dificultad.
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por Antonio Orozco-Delclós | 15 Abr, 2018 | Confirmación Narraciones
Camino de Emaús es uno de los capítulos del libro de Antonio Orozco-Delclós, Resurrección (Rialp, Madrid 1970, agotado). El autor finge estar presente en el diálogo entre Jesús y los dos discípulos que en la tarde del Día de la Resurrección mantuvieron camino de Emaús. Éstos no tienen hasta el final noticia del hecho de la resurrección, por eso no se ha podido dar aún una explicación completa, ni siquiera resumida, del misterio pascual.
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Camino de Emaús
Mientras el sol, lejano, trata de ocultarse un día más, abandonando el límpido cielo para descansar tranquilo más allá de las lomas, la incredulidad, la tristeza, el temor, la angustia abandonan ya nuestra alma, descansándola. El sentimiento es ahora el de los niños, que, perplejos y asombrados, contemplan con avidez las nuevas maravillas que se muestran por primera vez a sus ojos, pequeños y torpes para captar los matices de las cosas. Es la esperanza que regresa cuando -perdida la fe- se va atisbando otra vez el sentido positivo de la realidad. Y aunque la luz no se halle en el cenit todavía y proyecte perfiladas sombras sobre todas las cosas, hay luz, y con ella, el relieve, la profundidad y la altura, color y calor y vida en el propio mundo. Se hace preciso en estos momentos en que nuevas perspectivas se nos manifiestan, abrir bien los ojos, guardando el cuidado de no cerrarlos, porque son de Dios aquellas luces -premio a la buena voluntad y deseos sinceros de ver- y podrían apagarse para siempre si las despreciáramos. Se hace menester, por tanto, asombrarse del mundo que aparece y preguntar -como los niños- el qué y el porqué de lo inmediato.
Qué es el hombre. Cuál es su fin. Qué debe hacer para conseguirlo. Quién es Dios. Qué tengo que ver yo con Él. Las preguntas así formuladas, con sencillez de corazón y con ánimo sereno, son de fácil y objetiva respuesta.
El hombre es un ser frágil y contingente. Tan pobre que le resulta imposible regalarse un solo cabello. Bastante rico como para superar con un destello de su mente al universo entero. El hombre nace del limo de la tierra, y sin embargo, viene de allá lejos, más lejos de donde brillan las estrellas. Es palabra de Dios pronunciada en la nada. Es nada y es de Dios. Ahí están toda su indigencia y toda su riqueza. Lo que es al hombre la palabra, es el hombre para Dios. Cuando se piensa y pronuncia, es; cuando dejamos de pensarla y decirla, se desvanece en la nada.
El hombre nace, pues, en una convivencia íntima con el Creador, Dios, que es y no puede ser otra cosa que Amor. A ser en el Amor —a convivir con el Amor— está llamado el hombre desde el seno de su madre. Amor que le piensa y dice constantemente, y le ama a un tiempo. Si dejara de pensarle y amarle se desvanecería la criatura en la nada. Su destino es, pues, un destino de Amor.
Sin embargo, el hombre renunció a la amorosa convivencia, creyendo que en ello se cifraba su libertad. Y se sumió de este modo en el odio que es la nada. Pero tan impotente es el hombre que ni siquiera es capaz de aniquilarse sin el consentimiento de la Palabra que lo dice. Y la Palabra no calló. Y el Amor siguió amando a escondidas el fruto de su decir. Y se las arregló de tal modo que aquella nada pudiera rectificar y gritar pidiendo socorro. Para lo cual el Amor prestó su Palabra, que descendió a la nada. Muchas nadas no se han unido todavía a aquel Grito, pero el Grito está ya en el aire. Y todas aquellas nadas que en algún momento deseen ser en el Amor podrán unirse al Grito que salva.
¿Cómo podrán unirse, sin embargo, al Grito, si no tienen habla las nadas?
¿Nos revelará nuestro amigo tan misterioso secreto? La noche comienza a invadirlo todo y el añil va tomando un color muy intenso. Llegamos a la aldea y el aún desconocido hace ademán de seguir adelante. Le instamos: «Quédate con nosotros, puesto que ya anochece». Deja convencerse y le invitamos a que siga su discurso en nuestro propio hogar.
Nos enseña que nuestro Padre-Dios ha previsto maravillosamente todas las cosas y que las ha ordenado de tal manera que nada hemos ya de temer. No habrá más temor para quienes no quieran estar solos. Del árbol -viejo en su savia- de la Humanidad ha brotado como por ensalmo un germen de vida nueva. El árbol es una gran familia de noble y vejada estirpe. Es único y con muchedumbre de ramas y frutos con vida propia y personal. Todos bebían hasta ahora de la raíz única que procreó todos los hombres. Y los frutos crecían, en el mejor de los casos, incoloros, insípidos. Pero el nuevo germen, injertándose en el árbol, trajo savia divina de lo Alto para inundar de vida nueva la planta toda. Las hojas, ya marchitas, ocres, reverdecerán y todo el árbol se hará fecundo en frutos sanos, sabrosos, bellos. La savia de la vieja raíz ya no tendrá vigor frente a la enorme vitalidad del nuevo germen, que será ahora la fuente única de toda vida y fuerza que en el árbol se halle.
Quisiéramos saber, pues, cómo es posible que las hojas viejas y agostadas revivan en su frescor original. Y el Amigo nos indica que el nuevo germen es el Amor que baja de lo Alto y quiere nacer de la tierra. Misteriosamente el Amor se hace tierra y en la tierra pone el Amor. Y siendo él mismo Amor y tierra, levanta la tierra hasta el Amor.
—Amigo, explícanos la parábola, le rogamos.
—Aquel a quien llamábamos Señor y Maestro, es el Amor que se hizo hombre. Siendo Amor vio al hombre en su angustioso bregar y sintió pena. Y estuvieron en él -tal como en el amor vive la vida de lo amado- los hombres, con sus angustias nacidas de flaqueza e iniquidad. Y, movido por el amor, tanto deseó nuestra propia suerte que adoptó para sí la naturaleza humana. Quiso con ella ser en todo igual que nosotros, aunque no pudo dejar de ser inmaculado, purísimo. Pero como era nacido en el seno de la gran familia de los humanos y tenía en sí la más grande dignidad y alteza, pudo erigirse ante el gran Ofendido como nuevo Cabeza de familia, asumiendo la responsabilidad de todos los miembros. De este modo —cargando con el pecado, siendo inocente— se presentó ante el Padre Dios, del que recibió la condena que merecía todo el linaje. La muerte del gran Inocente era el precio establecido para la restauración de la vieja estirpe, el grito necesario para el socorro y el perdón de toda la familia. Y el Padre se conmovió al ver que le llegaba de parte de la Humanidad un acto de Amor perfecto. Así hemos sido liberados de aquella condena eterna, ya que todo el linaje se comprendía bajo la sentencia, el castigo y la absolución del Juez. Porque, en cierto modo, todo el linaje —todo el árbol, todo el Cuerpo— murió en la Cruz al morir la Cabeza. Nuestro Amigo recaba la atención sobre los misteriosos vínculos que unen a los humanos, hijos de un mismo Padre, configurándolos como una sola cosa, como frutos de un mismo árbol, como miembros de un mismo cuerpo. Lo que afecta a un miembro, y especialmente a la Cabeza, afecta a todo el cuerpo. Y al morir el Cristo, nueva Cabeza del Cuerpo de la Humanidad, morimos también todos los miembros. Si uno ha muerto por todos, luego todos hemos muerto.
Vamos comprendiendo. Si logramos ahora hacernos un solo corazón y una sola alma -sentir, vibrar, sufrir, amar- con el Crucificado, se podrá decir que, de alguna manera, morimos con Él en nuestro corazón y en espíritu. Y el espíritu y el corazón nuestros habrán sido redimidos.
Al Amor, el Amor le compensa la ofensa, y aunque sólo es amor (minúsculo, con minúscula) el dolor nuestro, en unión con el de Aquel que se entregó en la Cruz, consigue llegar a ser Amor redentor. Nos imaginamos a la Sabiduría omnisciente de Dios en su eternidad conociendo, ya en el comienzo de los siglos, a todos los que hasta el término de los tiempos habrán querido unirse de esa manera íntima al Hijo suyo tan amado, ofrecido en holocausto sobre el madero. Y allí —en aquel momento y lugar supremos— los habrá visto el Padre procurando imitar al Hijo que dolorosamente moría, y abrazar las mil y una cruces de cada jornada con constante y renovado amor, con una unión progresivamente más lograda con Cristo crucificado, con una conciencia cada vez mas dolorida por el conocimiento de la propia culpa.
Unión, dolor, amor: muerte mística, heroica en la continuidad del sacrificio cotidiano, anticipada sacramental, misteriosamente, por la eternidad y beneplácito divinos en la Cruz soberana del Gólgota; gracias a la dimensión de eternidad del ser —humano, espiritual— que lo realiza: estos deben de ser los misteriosos fundamentos de la redención personal, la de cada uno en particular.
Nuestro amigo, hombre sabio, nos habla ahora de un modo maravilloso de unirnos a Jesús, de tomar parte en su sacrificio y alcanzar los frutos que de él se han desprendido. Nos recuerda aquellas palabras pronunciadas en uno de los momentos más entrañables de nuestra vida junto al Maestro: «Este es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Esta es mi Sangre derramada por muchos». «Tomad y comed». Y de nuevo admiramos el misterio de la inagotable vida que se entrega ya antes de ser entregada: el dominio absoluto hasta del tiempo. Nos damos cuenta de que el pan y el vino por las palabras de Jesús, pronunciadas por hombres elegidos, se convertirán en Cuerpo y Sangre que evocaran realísimamente la Humanidad de Cristo padecida, torturada, flagelada, crucificada, agradecida, amorosa, expiadora y suplicante. Al comerla nos haremos ella misma y seremos uno con Cristo. Y este será el modo y no habrá otro. Infinitas gracias y misericordias bajaran a la tierra para los hijos de los hombres a través del Gran sacramento que guardará para siempre, bajo el aspecto de pan y vino, lo acontecido en aquel momento cumbre de la Historia de la Humanidad.
No habrá hombre capaz de alabar o dar gracias o suplicar o reparar a Dios de una manera digna y proporcionada sino a través de la unión con Cristo, en la comunión con su cuerpo y su sangre presentes sobre el ara, bajo las apariencias de pan y vino. Al comer ese Cuerpo y al beber la Sangre —alimento de los fuertes y de los débiles que quieran serlo— conseguiremos en nosotros el aumento de Dios. Desde, ahora ya no es otro el fin del hombre sino el de que Dios vaya invadiendo su ser. Hasta suplantar toda la miseria humana y sustituirla por las riquezas de la vida divina. Este es el fin, que no término, ya que el término acaba y el fin es eterno.
Ya no es preciso gritar, lo adivinamos. Tendremos a Dios muy cerca. De corazón a corazón hablaremos con la voz del alma, en intimidad lograda por un Amor infinito que llega a esconderse en apariencias de pan, para que nosotros lleguemos a ser realmente como Dios.
Todo esto es algo muy grande. Y nuestro Amigo nos pide que no caigamos en la incredulidad de aquellos que no creen porque dicen ¡es demasiado!, pues poderoso es Dios para hacer que abundéis en más de lo que pedís o imagináis. No es el de Dios un corazón pequeño y mezquino como el nuestro. No podemos juzgarle con nuestras categorías o medidas. El mundo de la Gracia y de la generosidad divinas no tiene límites. Presentimos que al meternos por caminos de vida cristiana, llegaremos más lejos de lo quo nunca soñábamos. Podremos descubrir las riquezas de los misterios profundos de la Divinidad, comprendiendo con todos los santos cuál es la anchura y longitud y la altura y la profundidad de lo que excede a todo conocimiento humano: la caridad de Cristo, capaz de esconderse, humilde, amorosamente, en el pan y en el vino que ahora nos disponemos a comer y a beber.
En este punto, con los ojos abiertos como lunas, miramos a nuestro personaje que toma el pan que bendice. Absortos escuchábamos la voz llena de autoridad y de fuerza, cálida y penetrante, cuando descubrimos lo que de familiar resultaba en ella, y en la mirada del hombre y en el elegante gesto, discreto y amable, que acompañaba siempre a sus palabras: ies Él! ¡es Jesús de Nazaret! Es increíble, murió y fue sepultado. Pero esta aquí. ¡Oh, Señor, que alegría verte y escucharte aunque sólo fuera un sueño…!
Y al levantarnos con precipitación para postrarnos a los pies del Maestro, y abrazarlos y besarlos, su figura se desvanece, quedando de nuevo solos. Solos, pero no ya con nuestra sola nada sino con la alegría grande que ha abierto el encuentro misterioso con Jesús resucitado. ¿Acaso no ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino y nos descubría el sentido de las Escrituras?…
Habrá que escribir de nuevo esta página; nuevas e intensas luces se han encendido.
* * *
Artículo original en iglesia.org
por Cef | 11 Abr, 2018 | La Biblia
Juan 3, 31-36. Jueves de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. El Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros.
En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 5, 27-33
Salmo: Sal 34(33), 2.9.17-20
Oración introductoria
Padre mío, creo en tu Hijo Jesucristo, creo en su testimonio y sé que me amas, por eso confío en que me darás tu gracia para que esta oración me lleve a crecer en la fe y en la esperanza para así poder, también, corresponder a tu amor amando a los demás.
Petición
Señor y Dios mío, que la gracia de Cristo resucitado me haga creer con una fe viva y operante.
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El tiempo pascual que estamos viviendo con alegría, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cf. Jn 3, 34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
Pero, ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que nos adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es «Kyrios», Señor. Esto significa que Él es verdaderamente Dios como lo es el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, en efecto, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.
Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es el manantial inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que madure y crezca hasta su plenitud. El hombre es como un peregrino que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva fluyente y fresca, capaz de saciar en profundidad su deseo profundo de luz, amor, belleza y paz. Todos sentimos este deseo. Y Jesús nos dona esta agua viva: esa agua es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús derrama en nuestros corazones. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante», nos dice Jesús (Jn 10, 10).
Jesús promete a la Samaritana dar un «agua viva», superabundante y para siempre, a todos aquellos que le reconozcan como el Hijo enviado del Padre para salvarnos (cf. Jn 4, 5-26; 3, 17). Jesús vino para donarnos esta «agua viva» que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, animada por Dios, nutrida por Dios. Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y obra según Dios, según el Espíritu Santo. Pero me pregunto: y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? ¿O nos dejamos guiar por otras muchas cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de nosotros debe responder a esto en lo profundo de su corazón.
A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos plenamente? Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella sacia la sed, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El «agua viva», el Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos, que son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues… habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «Abba, Padre». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos también glorificados con Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de Dios, vida de auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, contemplados como hermanos y hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, ¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de verdad a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es amor, Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de verdad y esto lo dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al Espíritu Santo y sigamos adelante por este camino del amor, de la misericordia y del perdón. Gracias.
Santo Padre Francisco
Audiencia General del miércoles, 8 de mayo de 2013
Propósito
Rezar tres padrenuestros para que toda mi familia crezca en la fe y amor a Cristo.
Diálogo con Cristo
Jesús, gracias por el don de la fe. Ayúdame a ejercitarme en esta virtud a través de todos los acontecimientos ordinarios de la vida y a manifestar en mis palabras y obras mi fe en Ti. Porque quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno para su vida, corre a compartirlo por doquier, lo hace sin temor alguno, porque sabe que, así como ha recibido un gran regalo, recibirá también los medios para compartir este don con los demás.
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por Cef | 10 Abr, 2018 | La Biblia
Juan 3, 16-21. Miércoles de la 2.ª semana del Tiempo de Pascua. El árbol de la Cruz nos lleva a la salvación, a la salud, y perdona el pecado. Este es el itinerario de la historia del hombre; un camino que permite encontrar a Jesucristo Redentor, quien da su vida por amor.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 5, 17-26
Salmo: Sal 34(33), 2-9
Oración introductoria
Jesús, pongo toda mi libertad en tus manos para que Tú me guíes hacia esa luz que me aleje de las tinieblas. Dedico tiempo al radio, a la música, a la televisión, a los mensajes que me llegan por internet, etc., en vez de buscar con ahínco más y mejor tiempo para mi oración.
Petición
Dios mío, haz que me dé cuenta que lo primero que tengo que buscar en mi día y en mi corazón es tu luz, tu verdad, tu voz de suave y firme Pastor.
Meditación del Santo Padre Francisco
Este es el camino de la historia del hombre: un camino para encontrar a Jesucristo, el Redentor, que da la vida por amor. En efecto, Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él. Este árbol de la Cruz nos salva, a todos nosotros, de las consecuencias de ese otro árbol, donde comenzó la autosuficiencia, el orgullo, la soberbia de querer conocer —nosotros—, todo, según nuestra mentalidad, de acuerdo con nuestros criterios, incluso de acuerdo a la presunción de ser y de llegar a ser los únicos jueces del mundo. Esta es la historia del hombre: desde un árbol a otro.
En la cruz está la historia de Dios, para que podamos decir que Dios tiene una historia. Es un hecho que Dios ha querido asumir nuestra historia y caminar con nosotros: se ha abajado haciéndose hombre, mientras nosotros queremos alzarnos, y tomó la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte en la Cruz, para levantarnos: ¡Dios hace este camino por amor! No hay otra explicación: solo el amor hace estas cosas…
Santo Padre Francisco: El árbol de la Cruz
Homilía del sábado, 14 de septiembre de 2013
Catecismo de la Iglesia Católica CEC
I. La misericordia y el pecado
1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
1847 Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).
1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Que mi testimonio de vida, coherente con la Palabra de Dios, ilumine el camino de los demás.
Diálogo con Cristo
Gracias, Señor, por darme la luz para saber tomar el camino que me lleve a la santidad. Ciertamente ese camino no es el más fácil, ni ante los ojos humanos el más bonito o agradable. Es más, hay un temor interno que no me deja abandonarme totalmente en tu providencia, un espíritu controlador que no logro dominar fácilmente. Pero qué maravilla saber que Tú, a pesar de mis apegos, me sigues amando, perdonando, realmente quiero corresponder a tanto amor.
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