San Raimundo de Peñafort, con recursos audiovisuales

San Raimundo de Peñafort, con recursos audiovisuales

Nunca es tarde para responder al llamado del Señor. ¡Raimundo respondió a los 40 años! y Dios le compensó su entrega, concediéndole servir a la Iglesia hasta que cumplió los 100 años. Así a veces son los caminos del Señor.

Nació el año 1175, en Peñafort, cerca de Barcelona, España. Tenía una inteligencia extraordinaria y a los 20 años ya es profesor de filosofía en Barcelona y a los 30, se doctora y enseña en la famosa Universidad de Bolognia en Italia. El testimonio de los dominicos, Orden recientemente fundada por Santo Domingo de Guzmán, le cuestiona y decide desprenderse de todo y formar parte de estos frailes predicadores.

 

Raimundo estaba turbado en su interior. ¡Cuanto se había vanagloriado por su inteligencia! Pide por ello a sus nuevos hermanos que le asignaran los cargos más humildes de la comunidad. Pero el Plan de Dios era otro para él. Le piden investigue como podían responder los confesores a los casos más difíciles de moral. Raimundo se pone a trabajar en este proyecto cuyo resultado es el famoso libro: «Summa de casibus paenitentialibus», la primera obra de su género.

Paralelamente a su trabajo intelectual se dedica a la predicación, la catequesis y a la confesión. Recorre las provincias españolas de Aragón, Castilla y Cataluña, logrando una gran cantidad de conversiones.

En 1230 el Papa Gregorio IX llama a Raimundo a Roma y le pide que sea su confesor. Además, conocedor de sus dotes intelectuales, le pide que reúna todos los decretos dados por los Papas y los Concilios. Esta segunda misión la completa el santo en tres años de intensa investigación, al cabo de los cuáles, publicó su famosísimo libro de 5 volúmenes titulado Decretales, que sirvió a los canonistas durante cerca de 800 años, pues recién en 1917 se publica un nuevo Código de Derecho Canónico.

Cuando tenía 60 años, el Papa lo nombra obispo de Tarragona a pesar suyo. Al poco tiempo enferma y el Papa lo liberó del cargo a condición de que Raimundo propusiera un buen candidato. Cómo era común en esos tiempos, los médicos le recomiendan volver a su tierra para recuperar la salud. Allí, recuperado de su enfermedad, es muy solicitado por los reyes y el Papa, quienes le consultan sobre diversos asuntos.

Muerto el segundo superior general de los Dominicos, San Jordán de Sajonia, el capítulo general lo elige general de la Orden, otra vez a pesar suyo. Visita a pie muchos conventos dominicos y ayuda a definir las Constituciones de su comunidad, a la que sirve por dos años más como general, pues aduce que su edad ya no le permite cumplir ducha función de servicio.

Preocupado por la evangelización de los musulmanes, que aún eran fuertes en su natal España y de los judíos; pide a Santo Tomás de Aquino (dominico también) que escribiera la Summa contra Gentiles y consiguió que se enseñara árabe y hebreo en varios conventos de su Orden. Fundó un convento en Túnez y otro en Murcia, contribuyendo a la impresionante conversión de más de 10.000 musulmanes.

San Raimundo murió en Barcelona el 6 de enero de 1275, a los 100 años de edad, rodeado por el cariño de sus hijos y el reconocimiento de la gente que lo aclamó como santo. Fue canonizado en 1601.

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Enlaces a diversas biografías de san Raimundo

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Recursos audiovisuales

San Raimundo de Peñafort, en apostleshipofprayer.org (inglés)

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San Raimundo de Peñafort, en Comunidade Católica El Shaddai (portugués)

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San Raimundo de Peñafort, por Encarni Llamas en DiócesisTV (español)

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Los niños y la Liturgia: Elementos de una celebración de la Palabra (II)

Los niños y la Liturgia: Elementos de una celebración de la Palabra (II)

Esta columna es contiuación de la anterior dedicada a los elementos de celebración de la palabra con niños.


E. El clima festivo

Una celebración es algo muy diferente de una ceremonia aburrida y pesada. ¡Cuánto más si los que participan son niños! La celebración para el niño significa siempre fiesta y alegría. Incluso para los adultos, una fiesta implica algo extraordinario; todo el ambiente luce distinto: el aseo y la limpieza, la decoración, la música, los cantos, la vestimenta, etc.

Para lograr ese clima festivo es importante cuidar que el marco físico sea digno y diferente. Todo el ambiente debe hablar de algo distinto. Se pueden disponer de almohadones, láminas, alfombras, flores, velas, guirnaldas, alguna imagen religiosa, música de fondo, etc.

En cada celebración se usarán símbolos distintos y variados, pero buscando no poner demasiados signos por celebración, ya que puede dispersar a los niños.

El lugar para una celebración con niños debe elegirse cuidadosamente, de acuerdo a lo que se celebra. Preparar el lugar para la celebración, puede ser una hermosa ocasión para un trabajo en conjunto con niños y padres.

Evidentemente, lo más importante de un clima festivo es la disposición interior de los niños (que en esta edad se logra a través de gestos, cantos, aplausos, etc.), y no solamente con objetos externos.


F. La oración

Toda celebración deberá conducir al encuentro con Dios, que será personal y comunitario. En cualquier celebración que hagamos con los niños, debe existir un espacio, aunque sea breve, para la oración personal, para la oración silenciosa.

Los niños tienen que acostumbrarse poco a poco, a lograr espacios de silencio interior; y del mismo modo, deben tener sus primeras experiencias de oración comunitaria. Los niños saben que la comunidad, la familia, los amigos, los demás también están para rezar con uno, para compartir alegrías y dolores, para rezar juntos por una intención personal. Un niño, por ejemplo, que pide a sus amigos que recen por su gatito enfermo está generando un acto salvífico del amor de Dios.

Es muy importante que los niños puedan hacer oración y expresar en voz alta sus propias preocupaciones, sus propias intenciones. Estas oraciones espontáneas de petición, de alabanza y de agradecimiento, muy queridas por los niños y, estoy convencido, que por Dios también, van a ir despertando el sentido comunitario de la oración. Es de lamentable constatar que a medida que pasan los años, más nos vamos alejando de la oración comunitaria, compartida desde la vida.


G. El compromiso personal y comunitario

El compromiso personal y comunitario es el fruto normal de la celebración, que se ha de dar en cada niño. A veces, será propuesto por el catequista, pero respetando la forma de expresión de cada uno.

Este compromiso debe ser muy concreto, por ejemplo, compartir una golosina con mi compañero en la próxima merienda, ayudar a mamá a ordenar mis juguetes, etc.; evaluable, es decir, que el niño y el catequista puedan saber si se cumplió o no; y cercano, o sea, no muy lejano en el tiempo.

Muchas veces, en los niños, el compromiso se manifiesta a través de expresiones corporales como: acompañar los cantos con todo el cuerpo, dibujar el compromiso o exteriorizarlo con una dramatización, un signo, una postura, un póster o un gesto comunitario.

De esta manera, teniendo presentes los componentes esenciales de una Celebración de la Palabra con participación de niños, podremos adentrarnos en su preparación. Es importante aclarar que estos elementos deberán estar presentes tanto en una celebración sencilla, que bien puede ser familiar como en una celebración más grande, como puede ser una celebración en la parroquia, escuela o barrio. Lo que habrá que variar será la profundidad y extensión, pero todos estos elementos deberán estar presentes, de alguna manera u otra.


(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 7.ª)

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Todas las catequesis de Luis María Benavides

Catequesis en camino – Sitio web de Luis María Benavides


María, la primera en recibir la Luz de Cristo

María, la primera en recibir la Luz de Cristo

En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Esta bendición fue confiada por Dios, a través de Moisés, a Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir sobre sí su Nombre y permanecer bajo el cono de luz que parte de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.

Esta es también la experiencia que han tenido los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy. Han tenido la experiencia de encontrarse en la presencia de Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, delante de un gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Ese niño, precisamente, irradia una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tt 3,4).

María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de esta bendición. Ella es, como la saluda santa Isabel, «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está bajo la luz del Señor, en radio de acción del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y es ella quien lleva la bendición; es la mujer que ha acogido en ella a Jesús y lo ha dado a luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).

María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que esparce por el mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra los hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo no se puede dar por sí mismo y que es tan necesaria siempre, o más que el pan.

Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, como la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos. Así pues, llevando en el corazón este deseo profundo, me alegra acogeros y saludaros a todos los que habéis venido a esta Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la Paz: Señores Cardenales; Embajadores de tantos países amigos que, como nunca en esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el compromiso por la promoción de la paz en el mundo; el Presidente del Consejo Pontificio «Justicia y Paz», que junto al Secretario y los colaboradores trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás Obispos y Autoridades presentes; los representantes de Asociaciones y Movimientos eclesiales y todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, de modo particular los que trabajáis en el campo de la educación de los jóvenes. En efecto, como ya sabéis, en mi Mensaje de este año he seguido la perspectiva educativa.

«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más consciente de ello, como lo demuestra, por una parte declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra, la consolidación en los últimos decenios entre los mismos jóvenes de muchas y diferentes formas de compromiso social en este campo. Para la Comunidad eclesial, educar para la paz forma parte de la misión que ha recibido de Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación. ¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo instruir sino educar no se puede presuponer, sino que es una opción; en segundo lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía educar? Y, después, ¿educar para qué?

Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad y en los valores fundamentales, significa mirar al futuro con esperanza. En este compromiso por una educación integral, entra también la formación para la justicia y la paz. Los muchachos y las muchachas actuales crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque no siempre dirigidos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar siempre y solo contando con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se desarrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el respeto del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando supone sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.

En esta labor educativa de las nuevas generaciones, una responsabilidad particular corresponde también a las comunidades religiosas. Todo itinerario de formación religiosa auténtica acompaña a la persona, desde su más tierna edad, a conocer a Dios, a amarlo y hacer su voluntad. Dios es amor, es justo y pacífico, y quien quiere honrarlo debe sobre todo comportarse como un hijo que sigue el ejemplo del padre. Un salmo afirma: «El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos … El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 103,6.8). Como Jesús nos ha demostrado con el testimonio de su vida, justicia y misericordia conviven en Dios perfectamente. En Jesús «misericordia y fidelidad» se encuentran, «la justicia y la paz» se besan (cf. Sal 85,11). En estos días la Iglesia celebra el gran misterio de la encarnación: la verdad de Dios ha brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo, la tierra ha dado su fruto (cf. Sal 85,12.13). Dios nos ha hablado en su Hijo Jesús. Escuchemos lo que nos dice Dios: Él «anuncia la paz» (Sal 85,9). La Virgen María hoy nos lo indica, nos muestra el camino: ¡Sigámosla! Y tú, Madre Santa de Dios, acompáñanos con tu protección. Amén.

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Santo Padre emérito Benedicto XVI: Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

Homilía del domingo, 1 de enero de 2012

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Nace Jesús – Carta de san Juan Pablo II a los niños

Nace Jesús – Carta de san Juan Pablo II a los niños

¡Queridos niños!

Dentro de pocos días celebraremos la Navidad, fiesta vivida intensamente por todos los niños en cada familia. Este año lo será aún más porque es el Año de la Familia. Antes de que este termine, deseo dirigirme a vosotros, niños del mundo entero, para compartir juntos la alegría de esta entrañable conmemoración.

La Navidad es la fiesta de un Niño, de un recién nacido. ¡Por esto es vuestra fiesta! Vosostros la esperáis con impaciencia y la preparáis con alegría, contando los días y casi las horas que faltan para la Nochebuena de Belén.

Parece que os estoy viendo: preparando en casa, en la parroquia, en cada rincón del mundo el nacimiento, reconstruyendo el clima y el ambiente en que nació el Salvador. ¡Es cierto! En el período navideño el establo con el pesebre ocupa un lugar central en la Iglesia. Y todos se apresuran a acercarse en peregrinación espiritual, como los pastores la noche del nacimiento de Jesús. Más tarde los Magos vendrán desde el lejano Oriente, siguiendo la estrella, hasta el lugar donde estaba el Redentor del universo.

También vosotros, en los días de Navidad, visitáis los nacimientos y os paráis a mirar al Niño puesto entre pajas. Os fijáis en su Madre y en san José, el custodio del Redentor. Contemplando la Sagrada Familia, pensáis en vuestra familia, en la que habéis venido al mundo. Pensáis en vuestra madre, que os dio a luz, y en vuestro padre. Ellos se preocupan de mantener la familia y de vuestra educación. En efecto, la misión de los padres no consiste solo en tener hijos, sino también en educarlos desde su nacimiento.

Queridos niños, os escribo acordándome de cuando, hace muchos años, yo era un niño como vosotros. Entonces yo vivía también la atmósfera serena de la Navidad, y al ver brillar la estrella de Belén corría al nacimiento con mis amigos para recordar lo que sucedió en Palestina hace 2000 años. Los niños manifestábamos nuestra alegría ante todo con cantos. ¡Qué bellos y emotivos son los villancicos, que en la tradición de cada pueblo se cantan en torno al nacimiento! ¡Qué profundos sentimientos contienen y, sobre todo, cuánta alegría y ternura expresan hacia el divino Niño venido al mundo en la Nochebuena! También los días que siguen al nacimiento de Jesús son días de fiesta: así, ocho días más tarde, se recuerda que, según la tradición del Antiguo Testamento, se dio un nombre al Niño: llamándole Jesús.

Después de cuarenta días, se conmemora su presentación en el Templo, como sucedía con todos los hijos primogénitos de Israel. En aquella ocasión tuvo lugar un encuentro extraordinario: el viejo Simeón se acercó a María, que había ido al Templo con el Niño, lo tomó en brazos y pronunció estas palabras proféticas: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc2, 29-32). Después, dirigiéndose a María, su Madre, añadió: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). Así pues, ya en los primeros días de la vida de Jesús resuena el anuncio de la Pasión, a la que un día se asociará también la Madre, María: el Viernes Santo ella estará en silencio junto a la Cruz del Hijo. Por otra parte, no pasarán muchos días después del nacimiento para que el pequeño Jesús se vea expuesto a un grave peligro: el cruel rey Herodes ordenará matar a los niños menores de dos años, y por esto se verá obligado a huir con sus padres a Egipto.

Seguro que vosotros conocéis muy bien estos acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús. Os los cuentan vuestros padres, sacerdotes, profesores y catequistas, y cada año los revivís espiritualmente durante las fiestas de Navidad, junto con toda la Iglesia: por eso conocéis los aspectos trágicos de la infancia de Jesús.

¡Queridos amigos! En lo sucedido al Niño de Belén podéis reconocer la suerte de los niños de todo el mundo. Si es cierto que un niño es la alegría no solo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la sociedad, es cierto igualmente que en nuestros días muchos niños, por desgracia, sufren o son amenazados en varias partes del mundo: padecen hambre y miseria, mueren a causa de las enfermedades y de la desnutrición, perecen víctimas de la guerra, son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas de violencia y de abuso por parte de los adultos. ¿Cómo es posible permanecer indiferente ante al sufrimiento de tantos niños, sobre todo cuando es causado de algún modo por los adultos?


Jesús da la Verdad

El Niño, que en Navidad contemplamos en el pesebre, con el paso del tiempo fue creciendo. A los doce años, como sabéis, subió por primera vez, junto con María y José, de Nazaret a Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua. Allí, mezclado entre la multitud de peregrinos, se separó de sus padres y, con otros chicos, se puso a escuchar a los doctores del Templo, como en una «clase de catecismo». En efecto, las fiestas eran ocasiones adecuadas para transmitir la fe a los muchachos de la edad, más o menos, de Jesús. Pero sucedió que, en esta reunión, el extraordinario Adolescente venido de Nazaret no solo hizo preguntas muy inteligentes, sino que él mismo comenzó a dar respuestas profundas a quienes le estaban enseñando. Sus preguntas y sobre todo sus respuestas asombraron a los doctores del Templo. Era la misma admiración que, en lo sucesivo, suscitaría la predicación pública de Jesús: el episodio del Templo de Jerusalén no es otra cosa que el comienzo y casi el preanuncio de lo que sucedería algunos años más tarde.

Queridos chicos y chicas, coetáneos del Jesús de doce años, ¿no vienen a vuestra mente, en este momento, las clases de religión que se dan en la parroquia y en la escuela, clases a las que estáis invitados a participar? Quisiera, pues, haceros algunas preguntas: ¿cuál es vuestra actitud ante las clases de religión? ¿Os sentís comprometidos como Jesús en el Templo cuando tenía doce años? ¿Asistís a ellas con frecuencia en la escuela o en la parroquia? ¿Os ayudan en esto vuestros padres?

Jesús a los doce años quedó tan cautivado por aquella catequesis en el Templo de Jerusalén que, en cierto modo, se olvidó hasta de sus padres. María y José, regresando con otros peregrinos a Nazaret, se dieron cuenta muy pronto de su ausencia. La búsqueda fue larga. Volvieron sobre sus pasos y solo al tercer día lograron encontrarlo en Jerusalén, en el Templo. «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando » (Lc 2, 48). ¡Qué misteriosa es la respuesta de Jesús y cómo hace pensar! « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Era una respuesta difícil de aceptar. El evangelista Lucas añade simplemente que María «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (2, 51). En efecto, era una respuesta que se comprendería solo más tarde, cuando Jesús, ya adulto, comenzó a predicar, afirmando que por su Padre celestial estaba dispuesto a afrontar todo sufrimiento e incluso la muerte en cruz.

Jesús volvió de Jerusalén a Nazaret con María y José, donde vivió sujeto a ellos (cf. Lc 2, 51). Sobre este período, antes de iniciar la predicación pública, el Evangelio señala solo que «progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).

Queridos chivos, en el Niño que contempláis en el nacimiento podéis ver ya al muchacho de doce años que dialoga con los doctores en el Templo de Jerusalén. El es el mismo hombre adulto que más tarde, con treinta años, comenzará a anunciar la palabra de Dios, llamará a los doce Apóstoles, será seguido por multitudes sedientas de verdad. A cada paso confirmará su maravillosa enseñanza con signos de su potencia divina: devolverá la vista a los ciegos, curará a los enfermos e incluso resucitará a los muertos. Entre ellos estarán la joven hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naim, devuelto vivo a su apenada madre.

Es justamente así: este Niño, ahora recién nacido, cuando sea grande, como Maestro de la Verdad divina, mostrará un afecto extraordinario por los niños. Dirá a los Apóstoles: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis», y añadirá: «Porque de los que son como estos es el Reino de Dios» (Mc 10, 14). Otra vez, estando los Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá en medio de ellos a un niño y dirá: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18, 3). En aquella ocasión pronunciará también palabras severísimas de advertencia: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18, 6).

¡Qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el «Evangelio del niño».

En efecto, ¿qué quiere decir: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos»? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros. Solo estos pueden encontrar en Dios un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de Dios.

¿No es este el mensaje principal de la Navidad? Leemos en san Juan: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (1, 14); y además: «A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (1, 12). ¡Hijos de Dios! Vosotros, queridos niños, sois hijos e hijas de vuestros padres. Ahora bien, Dios quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante la gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría de la Navidad, de la que os escribo ya al término del Año de la Familia. Alegraos por este «Evangelio de la filiación divina». Que, en este gozo, las próximas fiestas navideñas produzcan abundantes frutos, en el Año de la Familia.


Jesús se da a sí mismo

Queridos amigos, la Primera Comunión es sin duda alguna un encuentro inolvidable con Jesús, un día que se recuerda siempre como uno de los más hermosos de la vida. La Eucaristía, instituida por Cristo la víspera de su pasión durante la Ultima Cena, es un sacramento de la Nueva Alianza, más aún, el más importante de los sacramentos. En ella el Señor se hace alimento de las almas bajo las especies del pan y del vino. Los niños la reciben solemnemente la primera vez -en la Primera Comunión- y se les invita a recibirla después cuantas más veces mejor para seguir en amistad íntima con Jesús.

Para acercarse a la Sagrada Comunión, como sabéis, se debe haber recibido el Bautismo: este es el primer sacramento y el más necesario para la salvación. ¡Es un gran acontecimiento el Bautismo! En los primeros siglos de la Iglesia, cuando los que recibían el Bautismo eran sobre todo los adultos, el rito se concluía con la participación en la Eucaristía, y tenía la misma solemnidad que hoy acompaña a la Primera Comunión. Más adelante, al empezar a administrar el Bautismo principalmente a los recién nacidos -es también el caso de muchos de vosotros, queridos niños, que por tanto no podéis recordar el día de vuestro Bautismo- la fiesta más solemne se trasladó al momento de la Primera Comunión. Cada muchacho y cada muchacha de familia católica conoce bien esta costumbre: la Primera Comunión se vive como una gran fiesta familiar. En este día se acercan generalmente a la Eucaristía, junto con el festejado, los padres, los hermanos y hermanas, los demás familiares, los padrinos y, a veces también, los profesores y educadores.

El día de la Primera Comunión es además una gran fiesta en la parroquia. Recuerdo como si fuese hoy mismo cuando, junto con otros muchachos de mi edad, recibí por primera vez la Eucaristía en la Iglesia parroquial de mi pueblo. Es costumbre hacer fotos familiares de este acontecimiento para así no olvidarlo. Por lo general, las personas conservan estas fotografías durante toda su vida. Con el paso de los años, al hojearlas, se revive la atmósfera de aquellos momentos; se vuelve a la pureza y a la alegría experimentadas en el encuentro con Jesús, que se hizo por amor Redentor del hombre.

¡Cuántos niños en la historia de la Iglesia han encontrado en la Eucaristía una fuente de fuerza espiritual, a veces incluso heroica! ¿Cómo no recordar, por ejemplo, los niños y niñas santos, que vivieron en los primeros siglos y que aún hoy son conocidos y venerados en toda la Iglesia? Santa Inés, que vivió en Roma; santa Agueda, martirizada en Sicilia; san Tarsicio, un muchacho llamado con razón el mártir de la Eucaristía, porque prefirió morir antes que entregar a Jesús sacramentado, a quien llevaba consigo.

Y así, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, no han faltado niños y muchachos entre los santos y beatos de la Iglesia. Al igual que Jesús muestra en el Evangelio una confianza particular en los niños, así María, la Madre de Jesús, ha dirigido siempre, en el curso de la historia, su atención maternal a los pequeños. Pensad en santa Bernardita de Lourdes, en los niños de La Salette y, ya en este siglo, en Lucía, Francisco y Jacinta de Fátima.

Os hablaba antes del «Evangelio del niño», ¿acaso no ha encontrado este en nuestra época una expresión particular en la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús? Es propiamente así: Jesús y su Madre eligen con frecuencia a los niños para confiarles tareas de gran importancia para la vida de la Iglesia y de la humanidad. He citado solo a algunos universalmente conocidos, pero ¡cuántos otros hay menos célebres! Parece que el Redentor de la humanidad comparte con ellos la solicitud por los demás: por los padres, por los compañeros y compañeras. El siempre atiende su oración. ¡Qué enorme fuerza tiene la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total quiere decir rezar como los niños saben hacerlo.

Llego ahora a un punto importante de esta Carta: al terminar el Año de la Familia, queridos amigos pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los problemas de vuestra familia y de todas las familias del mundo. Y no solo esto, tengo también otras intenciones que confiaros. El Papa espera mucho de vuestras oraciones. Debemos rezar juntos y mucho para que la humanidad, formada por varios miles de millones de seres humanos, sea cada vez más la familia de Dios, y pueda vivir en paz. He recordado al principio los terribles sufrimientos que tantos niños han padecido en este siglo, y los que continúan sufriendo muchos de ellos también en este momento. Cuántos mueren en estos días víctimas del odio que se extiende por varias partes de la tierra: por ejemplo en los Balcanes y en diversos países de África. Meditando precisamente sobre estos hechos, que llenan de dolor nuestros corazones, he decidido pediros a vosotros, queridos niños y muchachos, que os encarguéis de la oración por la paz. Lo sabéis bien: el amor y la concordia construyen la paz, el odio y la violencia la destruyen. Vosotros detestáis instintivamente el odio y tendéis hacia el amor: por esto el Papa está seguro de que no rechazaréis su petición, sino que os uniréis a su oración por la paz en el mundo con la misma fuerza con que rezáis por la paz y la concordia en vuestras familias.


¡Alabad el nombre del Señor!

Permitidme, queridos chicos y chicas, que al final de esta Carta recuerde unas palabras de un salmo que siempre me han emocionado: ¡Laudate pueri Dominum! ¡Alabad niños al Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre del Señor! (cf. Sal 113/112, 1-3). Mientras medito las palabras de este salmo, pasan delante de mi vista los rostros de los niños de todo el mundo: de oriente a occidente, de norte a sur. A vosotros, mis pequeños amigos, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad, os digo: ¡Alabad el nombre del Señor!

Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante todo con su vida, no olvidéis lo que Jesús muchacho dijo a su Madre y a José en el Templo de Jerusalén: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). El hombre alaba al Señor siguiendo la llamada de su propia vocación. Dios llama a cada hombre, y su voz se deja sentir ya en el alma del niño: llama a vivir en el matrimonio o a ser sacerdote; llama a la vida consagrada o tal vez al trabajo en las misiones… ¿Quién sabe? Rezad, queridos muchachos y muchachas, para descubrir cuál es vuestra vocación, para después seguirla generosamente.

¡Alabad el nombre del Señor! Los niños de todos los continentes, en la noche de Belén, miran con fe al Niño recién nacido y viven la gran alegría de la Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el nombre del Señor. De este modo se difunde por toda la tierra la sugestiva melodía de la Navidad. Son palabras tiernas y conmovedoras que resuenan en todas las lenguas humanas; es como un canto festivo que se eleva por toda la tierra y se une al de los Angeles, mensajeros de la gloria de Dios, sobre el portal de Belén: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes El se complace» (Lc 2, 14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre nosotros como un recién nacido; en torno a El los niños de todas las Naciones de la tierra sienten sobre sí mismos la mirada amorosa del Padre celestial y se alegran porque Dios los ama. El hombre no puede vivir sin amor. Está llamado a amar a Dios y al prójimo, pero para amar verdaderamente debe tener la certeza de que Dios lo quiere.

¡Dios os ama, queridos muchachos! Quiero deciros esto al terminar el Año de la Familia y con ocasión de estas fiestas navideñas que son particularmente vuestras.

Os deseo unas fiestas gozosas y serenas; espero que en ellas viváis una experiencia más intensa del amor de vuestros padres, de los hermanos y hermanas, y de los demás miembros de vuestra familia. Que este amor se extienda después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo el mundo, gracias a vosotros, queridos muchachos y niños. Así el amor llegará a quienes más lo necesitan, en especial a los que sufren y a los abandonados. ¿Qué alegría es mayor que el amor? ¿Qué alegría es más grande que la que tú, Jesús, pones en el corazón de los hombres, y particularmente de los niños, en Navidad?

¡Levanta tu mano, divino Niño,

bendice a estos pequeños amigos tuyos,

bendice a los niños de toda la tierra!

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San Juan Pablo II: Nace Jesús (carta a los niños)

Ciudad del Vaticano, 13 de diciembre de 1994


Corre caballito (villancico clásico venezolano)

Corre caballito (villancico clásico venezolano)

Os presentamos, para esta Navidad, un maravilloso villancico: Corre Caballito. Es uno de los aguinaldos clásicos venezolanos y fue dado a conocer por la agrupación Serenata Guayanesa. Corre caballito evoca toda aquella inocencia de nuestra infancia donde un simple palo de escoba se convertía en nuestra imaginación en un brioso caballo que nos llevaba a mundos de fantasía y que mejor momento que la navidad para ir cabalgando a ese Belén de cerros de papel, casitas de cartón y corcho, pozos de espejos llenos de paticos nadando para ver al niño Jesús.

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Corre caballito – Vídeo en Youtube

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Corre caballito – Letra con acordes

corre_caballitoRE                                      LA7

Corre caballito, vamos a Belén,

.                SOL LA7            RE

a ver a María y al Niño también.

RE                                    LA7

Corre caballito, vamos a Belén,

.                SOL LA7            RE

a ver a María y al Niño también.

RE7           SOL MI7            LA

Al Niño también dicen los pastores:

SOL                     RE      LA          RE

que ha nacido un niño cubierto de flores,

SOL                     RE     LA          RE

que ha nacido un niño cubierto de flores.


El ángel Gabriel anunció a María,

que el Hijo Divino de ella nacería.

El ángel Gabriel anunció a María,

que el Hijo Divino de ella nacería.

De ella nacería dicen los pastores:

que ha nacido un niño cubierto de flores,

que ha nacido un niño cubierto de flores.


Los tres Reyes Magos vienen del Oriente,

y le traen al Niño hermosos presentes.

Los tres Reyes Magos vienen del Oriente,

y le traen al Niño hermosos presentes.

Hermosos presentes dicen los pastores:

que ha nacido un niño cubierto de flores,

que ha nacido un niño cubierto de flores.


San José y la Virgen, la mula y el buey,

fueron los que vieron al Niño nacer.

San José y la Virgen, la mula y el buey,

fueron los que vieron al Niño nacer.

Al Niño nacer dicen los pastores:

que ha nacido un niño cubierto de flores,

que ha nacido un niño cubierto de flores.


Corre caballito, vamos a Belén,

a ver a María y al Niño también.

Corre caballito, vamos a Belén,

a ver a María y al Niño también.

Al Niño también dicen los pastores:

que ha nacido un niño cubierto de flores,

que ha nacido un niño cubierto de flores.

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Los niños y la Navidad

Los niños y la Navidad

Año tras año, las costumbres populares nos insertan dentro de algunas celebraciones que, si bien no son estrictamente catequísticas, poseen una índole mágica-religiosa que muchas veces pueden generarnos cierta confusión como, por ejemplo, los festejos en torno a la Navidad. Por supuesto que no se trata aquí de “pinchar” o “desencantar” fantasías infantiles disfrutadas por generaciones. Lo único que creemos aconsejable hacer es orientar a los niños para que rescaten los elementos esenciales de tales sucesos religiosos.

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La Navidad

Existe gran variedad de costumbres y leyendas, de acuerdo con las zonas geográficas y países en torno a la Navidad. Los grandes, y mucho más los pequeños, esperan ansiosamente esta época por los regalos, las fiestas, las comidas, la venida de Papá Noel o Santa Claus, el nacimiento de Jesús, los ángeles y pastores, los Reyes Magos, el árbol de Navidad, etc. Esta época que recuerda el nacimiento de Nuestro Salvador está rodeada de figuras y acontecimientos mágico-prodigiosos. Todo un mundo maravilloso, tan diverso del cotidiano, que cautiva a los niños.

Lo que ocurrió hace más de 2000 años en Belén es recordado por los cristianos mediante gestos cuyo significado se ha transmitido de una generación a otra por vía oral o escrita. El hecho fundamental que se recuerda y se celebra es el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. La historia de los hombres tiene un antes y un después, a partir del nacimiento de Jesús. En Navidad celebramos el día en que Dios se hizo hombre; el encuentro definitivo del Creador con sus creaturas; lo que conocemos como el misterio de la Encarnación. La Navidad debe transformarse en un tiempo de encuentros y reencuentros. Un tiempo de oración, de alegría y paz. La oración, el gesto, el canto religioso, la participación en la liturgia; todo debe crear un clima de preparación a la venida del Salvador.

Esta es la razón por la que debemos rescatar todos aquellos gestos y momentos de oración en familia, del encuentro frente al pesebre, de alegría familiar compartida. La mejor manera de preparar un lugar para Jesús en la Navidad es abriendo nuestro corazón a nuestros hermanos, especialmente los más necesitados.

Incluso el armado del pesebre con los chicos puede ser una buena ocasión para realizar una catequesis sobre la navidad. Privilegiemos el pesebre, esto es a Jesús, María y José, antes que a los regalos, las guirnaldas, el árbol de la navidad, etc. Todo esto puede acompañar, pero el lugar central lo tiene que ocupar Jesús.

Símbolos y signos navideños que se pueden explicar a los niños

  • El pesebre o Belén. Es la representación del nacimiento de Jesús por medio de figuras vivientes o no. San Francisco de Asís fue el que instituyó esta costumbre hacia el año 1223.
  • La estrella de Belén. Una estrella adorna nuestro belén y, a menudo, la cima del árbol de Navidad. Representa a la estrella de Belén que guió a los Reyes Magos desde Oriente hasta el pesebre donde nació Jesús. Las estrellas simbolizan la esperanza y siempre nos muestran el camino hacia Jesús.
  • La comida navideña. El espíritu navideño convoca a familiares y amigos a reunirse en torno a la mesa para celebrar el nacimiento de Jesús. Es así que esta comida fraterna se expresa en un menú variado y vistoso, que se ha ido modificando según las diferentes tradiciones familiares, locales y culturales de cada región o pueblo.
  • Noches de luz. El hábito de adornar los árboles y otros lugares de la casa con luces de colores o blancas, en jardines particulares o lugares públicos, expresan la “iluminación” obtenida por el nacimiento de Jesucristo.
  • Las velas. Las velas llevan acumulada la carga cultural y simbólica de la luz que rompe las tinieblas y las vence ocupando su lugar; del triunfo del día sobre la noche; de la victoria del bien sobre el mal. Simbolizan la purificación y su llama se entiende como la representación de Cristo, la luz del mundo, quien derrotó definitivamente al mal con su muerte y resurrección.
  • El árbol de Navidad. Los orígenes del arbolito, que según la costumbre se arma junto al pesebre cada 8 de diciembre, se remontan a una celebración pre-cristiana de la zona de Alemania. Los antiguos germanos, al finalizar cada año, celebraban la renovación de la vida, eligiendo un árbol y adornándolo con antorchas. San Bonifacio reemplazó el árbol por un pino y lo adornó con manzanas y con velas, que representaban la luz mundo, Jesucristo. Costumbre que rápidamente se extendió por otros países.
  • Villancicos. Desde que se estableció la fiesta de la Navidad en el siglo II, las canciones que acompañaban las celebraciones relataban los hechos ocurridos en torno al nacimiento de Jesús. Estos temas musicales, conocidos como villancicos porque sus primeros autores e intérpretes vivían en aldeas o villas, pasaron a formar parte de la liturgia en el siglo XVI. Entre ellos se destaca Noche de Paz, escrita en 1818 por el Padre Joseph Mohr y con música de Franz Gruber, en Austria.
  • Las Campanas. Purifican y son símbolo de alegría y júbilo navideño. Con su bello y atrayente sonido llaman la atención de quienes las escuchan y predisponen a estar atentos y escuchar todo lo que viene de lo alto; o sea todo lo que viene de Dios.
  • Coronas. Simbolizan la dignidad y el poder, sobre todo el del Jesús. Poseen un valor simbólico y suelen ser elaboradas con plantas como el acebo o el muérdago, adornando los hogares en Navidad.

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Todas las catequesis de Luis María Benavides

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Los niños y la Liturgia: Elementos de una celebración de la Palabra (I)

Los niños y la Liturgia: Elementos de una celebración de la Palabra (I)

En las próximas columnas analizaremos los elementos constitutivos de las Celebraciones de la Palabra para niños.

Estos son, entonces, algunos factores que considero indispensables y que forman parte integrante de toda celebración de la Palabra.

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Celebración de la palabra: elementos indispensables

Liturgia_elementos_indispensables


1. La Palabra de Dios

    Toda celebración supone un encuentro comunitario en torno a la Palabra de Dios, para expresar juntos la fe y para celebrar la vida, también algo que ha sucedido o se ha aprendido en catequesis.

    No es un mero teatro o representación sino que es un verdadero encuentro: Dios se hace presente, se revela a los hombres a través de su Palabra (Jn1, 1-14). Las Sagradas Escrituras dan fe de la actuación de Dios en la vida de los hombres. Dios actuó en favor de su pueblo y se introdujo en su historia. La Biblia es el principal modo como la Iglesia ha interpretado, reconocido y conservado la Revelación de Dios.

    Por todo lo expuesto, una celebración donde falte la Palabra de Dios carece totalmente de sentido. En nuestro caso, por tratarse de niños, el texto de la Palabra de Dios debe ser breve y elocuente, pero nunca estará ausente.


    2. La comunidad o asamblea

      Otro elemento importante que hay que tener en cuenta en una celebración es la asamblea o comunidad, la gente que quiere celebrar algo. En nuestro caso, los niños son los verdaderos protagonistas. Si no logramos que participen plenamente, se transformarán en meros espectadores. Todo debe estar pensado en función de ellos.

      Los niños deben sentirse convocados, invitados, llamados en nombre del Señor a participar con todos sus sentidos en lo que van a realizar y celebrar.


      3. Motivo o tema

        Siempre existe un motivo para celebrar, cualquier tema puede ser celebrado: un hecho ocurrido, por el que queremos dar gracias a Dios, un acontecimiento, una experiencia que hayamos vivido o un tema aprendido en la catequesis… Lo importante es que la celebración tenga que ver con lo que el niño vive y aprende.

        Todos los temas de la catequesis pueden ser celebrados. Al concluir cada eje o núcleo catequístico convendría realizar una celebración. Las fiestas litúrgicas como la Pascua, Pentecostés, Navidad, la Epifanía, el Santo patrono…, son ocasiones privilegiadas para tener una celebración especial.

        Al tratarse de niños, todo debe girar en torno a una sola idea, clara, concisa y sencilla. Cada celebración debe presentar un solo tema. Hay que evitar esa tendencia a desarrollar varios temas en una sola celebración, cosa que confunde a los niños y los dispersa.


        4. El gesto sacramental

          El gesto sacramental es un signo actuante y eficaz de la acción salvífica de Dios. No es un rito mágico ni supersticioso. Solo produce su efecto si la persona está bien dispuesta y preparada para recibirlo.

          Todo encuentro con Dios se expresa por y a través de gestos rituales o gestos sagrados (hacer la señal de la cruz, saludar, encender un cirio, arrodillarse, darse la paz, extender los brazos, besar una imagen, rociar con agua bendita, etc.).

          Las celebraciones de los niños tendrán gran variedad y riqueza de gestos. Es imprescindible que los niños conozcan bien el significado de los gestos que realizarán durante la celebración. De cuando en cuando será necesario volver a profundizar el significado de los mismos, ya que la rutina puede transformar un gesto valioso en una práctica ritual y sin sentido.

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          El artículo continúa en:

          Los niños y la Liturgia: Elementos de una celebración de la Palabra (II)


          (De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 6.ª)

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          Eduardo Verástegui: testimonio de fe

          Eduardo Verástegui: testimonio de fe

          Os presentamos, en estas fechas tan señaladas, un interesante testimonio de conversión, de práctica católica en el mundo del cine. Se trata del actor mexicano Eduardo Verástegui, primera figura en el panorama cinematográfico norteamericano y uno de los «Don Juanes» con más aprecio entre el público. Sus palabras repasan su vida y la importancia de su propia familia en la aceptación del Evangelio. Su ejemplo es un claro exponente de cómo se puede ser católico, con todo su significado, en cualquier ámbito de la actividad humana.





          Testimonio de fe de Eduardo

          Entrevista durante la JMJ 2011

          Eduardo Verástegui en la Jornada Mundial de la Juventud

          Eduardo Verástegui en la JMJ 2011, con su grupo de jóvenes

          El noviazgo católico

          El noviazgo católico

          Queremos hacer este trabajo, como un complemento de otro referido al matrimonio y a la familia, porque, en la mayoría de los casos, el fracaso matrimonial comienza en el noviazgo. Toda la razón de ser del noviazgo católico, consiste en su ordenación al futuro matrimonio. No hablamos de la amistad entre jóvenes de ambos sexos, que puede ser muy santa; ni tampoco de quienes juegan con los sentimientos en el flirteo, que no es más que “simular una relación amorosa por coquetería o por puro pasatiempo”; lo que no es nada santo. Nos referimos a aquellos jóvenes que creen amarse y piensan formalizar su relación a través del casamiento.

          Conocimiento mutuo

          ¿Cuál es la característica de esta relación particular, que es el noviazgo? Su rasgo definitorio radica en poder llegar al convencimiento de que ambos “están hechos el uno para el otro” y que, consecuentemente, han de llevar de manera normal y plena, su vida matrimonial el día de mañana, con la convicción irreversible de que sabrán realizar sobre todo, la educación de sus futuros hijos. Digo sobre todo porque mediante la experiencia en el trato con tantos novios, he podido observar que el pensamiento puesto en los hijos, es el factor que los hace concientizar más la realidad. Muchas jovencitas creen estar enamoradas, pero se dan cuenta de que deben cortar ese noviazgo cuando, al pensar en la descendencia futura, advierten que el joven en cuestión no está capacitado para ser un buen padre. Otra forma de evitar el capricho subjetivo, tan propio de quienes no aman de verdad al otro, sino que están enamorados del amor, o sea, de lo que ellos sienten y, por tanto, caen en juicio erróneo acerca de la idoneidad de la otra persona para poder emprender, con un mínimo de seriedad, la gran empresa de formar “un nido para los dos” y para los que vengan, es tener presente la opinión de los padres sobre la persona de que se trata. En general, no hay amor más desinteresado que el de los padres y, por consiguiente, nadie más adecuado para dar un sabio y prudente consejo a quien, por la edad y por ver todo color de rosa, muchas veces no está capacitado para valorar justamente la idoneidad o no de otra persona para unirse de por vida a la misma. Además, no hay que olvidarse que la experiencia de los padres es mucho mayor: ellos antes ya pasaron por esto y además conocen cientos de casos de noviazgo de familiares, amigos y conocidos. Los novios han de tener bien claro que el fin del noviazgo es este conocimiento mutuo en orden al matrimonio, conocimiento que es causa del amor, ya que nadie ama lo que no conoce, pues “el amor requiere la aprehensión del bien que se ama”.

          Dicho de otra manera, el noviazgo es un estado preliminar al matrimonio en el que debe darse cierta familiaridad y conversación continuada entre un hombre y una mujer a fin de prepararse al futuro matrimonio. Al decir preliminar, afirmamos que no es un estado definitivo (conocemos el caso de un noviazgo de más veinte años en el que la novia preparó cinco veces el ajuar, y el novio se murió sin casarse), y que todavía no son esposo ni esposa.

          Conocimiento limitado

          Reafirmando lo anterior, creo que rara vez —por graves motivos— resulta aconsejable un matrimonio sin la bendición de los padres. Generalmente, a la corta o a la larga, los que se casan sin la aquiescencia paterna, fracasan en su vida conyugal, y la excepción, que puede haber, hace a la regla.

          Ahora bien, el conocimiento mutuo durante el noviazgo es relativo, ya que de algún modo, solo podrá ser absoluto y total, recién en el matrimonio. Muchos, con la excusa de conocerse más, fomentan las relaciones prematrimoniales de funestísimas consecuencias. Es decir que en el noviazgo se da el “ya, pero todavía no”: ya se deben amor, pero no todavía como en el matrimonio. El conocimiento mutuo debe ser tal durante el noviazgo que cause el amor mutuo, uno de cuyos efectos es la unión espiritual entre el amante y el amado, ya que no serán dos, sino uno solo en el matrimonio, y deben ir aprendiendo a buscar cada uno el bien del otro como el suyo propio. En el noviazgo debe madurarse la unión de las almas de los novios, y solo cuando se de esta unión espiritual —y como consecuencia de esta unión— han de unirse, en el matrimonio los cuerpos, consumándose así la perfecta unidad entre ambos. De lo contrario el resultado es nefasto. Si fuera del matrimonio se busca la unión corporal no hay amor verdadero que quiere el bien del otro desinteresadamente, sino búsqueda egoísta de sí mismo. Si se busca la unión corporal solamente, ¿en qué se diferencia de la de los animales? El amor humano ha de ser amor de la voluntad racional, que ordena las inclinaciones del apetito concupiscible y debe ser imperado por la caridad.

          El hecho de no estar unidos por el sacramento del matrimonio, hace que el noviazgo sea disoluble. Por ello, hay que tener la valentía de cortar esta relación si se ve que no lleva a buen término. Aún después de comprometidos, hasta el momento de dar el “sí” en el templo, se puede y se debe —si hay razones— decir “no”. ¡Cuántos fracasan desastrosamente en el matrimonio por no haber tenido el coraje de decir “no” en el momento debido! A propósito, conozco un caso realmente fuera de serie protagonizado por una joven heroica: sus padres desaconsejaban tenazmente la boda, el novio era un muchacho haragán y muy irascible; el día del enlace nupcial, el novio la tomó del brazo para conducirla al altar, ella tropezó con su vestido largo y él, de muy malos modos, recriminó a su prometida en estos términos: “ ¡Vos sos siempre la misma tonta”. Llegado el momento del consentimiento, lo dio el novio y cuando el sacerdote preguntó a la novia: “ ¿Fulana, quieres por esposo a Fulano? ”, se oyó clara y serena la voz de ella: “No quiero”, respuesta que repitió ante la nueva pregunta del sacerdote, en medio del asombro de todos. En la actualidad, está casada, con otro, tiene varios hijos que, cuando se enteren de lo que hizo su madre, no dejarán de agradecérselo por los siglos de los siglos.

          Conocimiento respetuoso

          Muy extendida y criminal es la creencia de algunos en el sentido de que los esposos no se deben respeto en el matrimonio. Algunos, especialmente hombres, suponen que todo está permitido durante la relación conyugal y eso es matar el amor, que siempre debe estar regulado por la razón y subordinado a la caridad, que nos manda cumplir con todos los mandamientos de la Ley de Dios. San Agustín, Doctor de la Iglesia, reprende a los cónyuges depravados que intentan frustrar la descendencia y, al no obtenerlo, no temen destruirla perversamente, diciéndoles: “En modo alguno son cónyuges si ambos proceden así, y si fueron así desde el principio no se unieron por el lazo conyugal, sino por estupro; y si los dos no son así, me atrevo a decir: o ella es en cierto modo meretriz del marido, o él adúltero de la mujer”. Pues bien, si no aprenden a respetarse desde novios, menos se respetarán en el matrimonio, con las consecuencias previsibles. Si no lo hacen durante el momento de los grandes sueños e ideales, no lo harán cuando los devore la rutina. Parafraseando a un conocido autor, podemos afirmar que: “A noviazgo regular corresponde matrimonio malo; a noviazgo bueno, matrimonio regular; solo a noviazgo santo, corresponde un matrimonio santo”.

          A modo de consejo, yo diría que nadie debe casarse, sin haber encontrado en el otro, al menos, diez defectos. Porque los defectos necesariamente, en razón de la naturaleza caída, existen. Si no se ven en el noviazgo, no hay verdadero conocimiento. No es amor el no querer ver los defectos ajenos. Sí el ayudar a que se superen. Si no se advierten en el noviazgo, aparecerán más tarde, tal vez cuando sea demasiado tarde para poner remedio. Sería vano y tonto el pretender que el otro fuese “perfecto”. Habría que casarse recién en el cielo. Debe quedar bien en claro que en el amor verdadero no es todo color de rosa. La realidad es otra. El amor verdadero es crucificado, porque exige el olvido de sí mismo en bien del otro. Sin cruz no hay amor verdadero. El ejemplo nos lo dio nuestro único Maestro, Cristo. El noviazgo —y el matrimonio— no consiste en una adoración mutua, sino en una ascención en común que, como toda ascención, es dificultosa: “no es el mirarse el uno al otro, sino el mirar juntos en la misma dirección”. Hablábamos de noviazgo santo y esto nos lleva como de la mano a lo que constituye el peligro más frecuente para los novios. Y donde resbalan más frecuentemente.

          Las afectuosidades

          Siendo jóvenes y briosos, con el bichito del amor en el corazón, mentalizados por toda una propaganda pansexualista y, a veces, incluso por algún —como los llama el P. Cornelio Fabro— “pornoteólogo”, es evidente que en la manifestación del amor mutuo se muestren demasiado efusivos. Hay toda una moda, a la que no muchos se sustraen, en bailes, atrevimientos en el caminar juntos, prendidos como ventosas en apasionados e interminables besos, colgados uno de otro como sobretodos del perchero; nuestro lunfardo caracteriza esto con una palabra: “franeleros”. En lengua culta se los llama sobadores. A muchos jóvenes les han hecho creer que la esencia del noviazgo consiste en pasarse horas sobándose y sobándose más que cincha de mayordomo. Esos coqueteos, manoseos y besuqueos de los novios y novias sobadores que se adhieren entre sí como hiedra a la pared y que no llegan a una relación sexual completa se realiza, en el fondo, por razón de que los placeres imaginarios son más vivos, más fascinantes, más duraderos, más íntimos, más secretos, y más fuertes que los placeres y deleites del cuerpo. Es mucho más excitante y más “espiritual”, para algunos, el hacer todo como para llegar a la relación sexual, pero quedarse en el umbral. Aún fuera del aspecto moral, esas efusividades desmedidas son de muy deplorables consecuencias:

          1. Son causa muchas veces de frigidez, sobre todo en la mujer, ya que por un lado siente cierto placer y al mismo tiempo miedo de que las cosas pasen a mayores, por lo que busca reprimir aquello que siente.
          2. Según me aseguran algunos médicos, puede ser, en algún caso, causa de infecundidad en el matrimonio: el dolor que luego de grandes efusividades sienten en sus órganos genitales ambos novios, es indicio innegable de que la naturaleza protesta por un uso indebido.
          3. Generalmente, esas prácticas empujan a la masturbación y al joven, además, al prostíbulo (donde lo masturban ya que no es un acto de amor lo que allí hace con una prostituta). Lo más grave aún, es que quien está habituado a la masturbación, aún casado lo sigue haciendo, en consecuencia el mismo acto matrimonial deviene en una masturbación de dos. El egoísmo del que cae habitualmente en el pecado solitario es tan crónico que, por resultante, concluye siendo impotente de realizar el acto sexual por amor, como Dios manda. A ello empujan las novias que muy sueltas de cuerpo excitan al novio creyendo que así, ellos las van a amar más. No dudo en afirmar que esta es la causa principal de tantas desgracias familiares. Cuando ella o él descubre que el otro lo usa como “objeto”, es decir, por egoísmo, la muerte del amor es casi inevitable y de allí, las peleas, rupturas y separaciones. Porque, es preciso decirlo con toda claridad: generalmente, cuando en un matrimonio anda bien lo sexual, todo otro problema encuentra solución fácilmente.
          4. No hay que olvidarse de que “aunque todas las potencias del alma estén inficionadas por el pecado original —enseña Santo Tomás— especialmente lo está (entre otras facultades)… el sentido del tacto”, que, como todos sabemos, se extiende por todo el cuerpo.
          5. Tratándose de seres normales, es muy poco lo que les puede provocar excitación; entonces, hay que evitar completamente todo aquello que pueda producirla. Querer evitar excitaciones y no evitar las efusividades, es como pretender apagar un incendio con nafta. Los novios en el tema de la pureza tienen las mismas obligaciones que los solteros. A la pregunta siempre repetida: “Padre, ¿hasta dónde no es pecado? ”, algunos responden con la consabida fórmula que se puede encontrar en cualquier buen manual de moral: “mientras no haya consentimiento en ningún placer desordenado”. Pero este principio por más que los jóvenes lo tengan grabado en su alma con letras de fuego, pierde toda eficacia cuando se enciende la llama de la pasión; de ahí que lo más prudente es aconsejar a los novios, como se hacía antaño: “Trátense como hermanos”. Percibimos la sonrisa sobradora de algunos que se pasan todo el día hablando de “hermanos” (no refiriéndose a esto), mas la experiencia nos dice que eso es lo efectivo e innumerables novios y novias nos lo han agradecido de todo corazón y viven, ahora, un muy feliz matrimonio. Todos los sacrificios que se hagan durante el noviazgo para respetarse mutuamente, son nada comparados con los tan grandes y dichosos frutos que, por esos sacrificios, se tendrá en el matrimonio. Todo lo que los jóvenes hagan en este sentido no terminarán de agradecerlo el día de mañana, porque redundará en la felicidad del cónyuge, en la felicidad de los hijos y en la felicidad de quienes los rodeen. Y, por el contrario, lo que no hagan en este sentido, dejándose arrastrar por el torbellino de la pasión, será causa de amarga tristeza, de grandes desilusiones y frustraciones. El fruto del egoísmo no puede ser la alegría ni la paz. La alegría es la expresión de aquel “a quien ha caído en suerte aquello que ama”.

          En el caso de esa profanación anticipada del sacramento del matrimonio que son las relaciones prematrimoniales, la mujer lleva la peor parte:

          • pierde la virginidad;
          • se siente esclavizada al novio que busca tener relaciones cada vez con mayor frecuencia;
          • no puede decirle que no, porque tiene miedo que él la deje, reprochándole que ella ya no lo quiere;
          • vive con la gran angustia de que sus padres se enteren de sus relaciones;
          • participa de las molestias del acto matrimonial, sin tener la seguridad y la tranquilidad del matrimonio…

          El novio, por el contrario, no tiene apuro en concretar la boda, ya que obtiene beneficios como si estuviera casado, sin estarlo, y además, el hombre no queda embarazado —por lo menos hasta ahora—; la mujer sí, y este es un peligro demasiado real como para que ella no lo tema.

          Si ocurre el embarazo, generalmente se empuja a la mujer al aborto —“crimen abominable” lo llama el Concilio Vaticano II— que es la muerte injusta de un ser humano inocente, indefenso y sin bautismo, y es la mujer quien conservará toda la vida el remordimiento del cobarde acto cometido.

          Además si ya en el noviazgo se ha derribado toda barrera, ¿qué le quedará a la mujer cuando en el matrimonio —¡si es que llega!— sea solicitada sin arreglo a la razón o a la moral? Si no supo respetarse y hacerse respetar en el noviazgo, será imposible, salvo excepción, que se la respete en el matrimonio. Si llega a la boda, lo hará sin alegría, sin ilusión, sin esperar recibir nada ni poder dar nada nuevo. Y luego, muchas veces, al tener alguna discusión en su matrimonio, escuchará con dolor el reproche de su marido que no dejará de recordarle su vergonzoso pasado. Por eso la novia debe —amablemente— poner las cosas en su lugar antes de que la pasión hable más fuerte que la razón.

          La Iglesia católica, al defender a capa y espada la santidad matrimonial no ha hecho otra cosa, durante ya casi veinte siglos, que defender a la mujer, “que es un vaso más frágil” (I Pe 3, 7) y a los hijos que son los que sufren cuando se alteran las leyes divinas que rigen al matrimonio. Desde el siglo I, la Iglesia es la mayor defensora de la familia, al haber luchado siempre para que la mujer no fuese convertida en un mero objeto de placer, ni los niños en meros hijos de incubadora.

          La frecuencia en el trato

          Una de las más funestas costumbres que se han ido imponiendo en el noviazgo, es la gran frecuencia con que se encuentran. Ello es generalmente nocivo, porque, muchas veces, hace perder frescura al amor, los somete a la rutina y va matando la ilusión. En gran parte, se debe a que los hombres nos hemos olvidado del sentido profundo de los ritos y del sentido profundo de la fiesta. Sobre el primero escribe admirablemente Saint-Exupèry:

          —Hubiese sido mejor venir a la misma hora —dijo el zorro—. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agotado e inquieto: ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a que hora preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.

          —¿Qué es un rito?— dijo el principito.

          —Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran un día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones”.

          Respecto de la fiesta dice también, magistralmente, Hans Wirtz: “El hábito, la costumbre, es la escarcha del amor. Lo que vemos, oímos y tenemos a diario, pierde su matiz de inusitado y raro, deleitoso. Al final llegamos a beberlo sin apreciarlo, sin sentir su sabor, como si fuera agua. Los novios no pueden cometer mayor error, que el estar juntos con excesiva frecuencia. Cuanto más escaso, tanto más apreciado. Pensar siempre uno en otro; anhelar continuamente la presencia del otro, pero… Estar juntos lo menos posible. El encuentro ha de ser siempre una fiesta”. Y no pueden celebrarse fiestas todos los días.

          ¡Cómo aburren esos pretendientes de todos los días a todo el resto de la familia! Muchas veces se pierde la intimidad del hogar: los padres no pueden ver televisión tranquilos, aumentan los gastos de comida, incluso la novia deja de arreglarse convenientemente, a veces no terminan sus estudios y, lo que es más grave, pierden el trato con sus propios amigos. La relación entre los novios debe ser gradual, paulatina, debe dejar tiempo para el conocimiento mutuo, maduro y serio. Por eso los novios han de comenzar siendo compañeros, luego amigos, más tarde pretendientes, y recién cuando se eligen, “filo” (como se decía antes, del italiano popular filare: galantear, cortejar). Hasta aquí no hay ninguna decisión. Más tarde novios, cuando entran en la casa para “pedir la mano” de la joven, realizándose la mutua promesa de fidelidad y de matrimonio futuro, una vez conocido el carácter y las dotes (físicas, psicológicas, morales, culturales y religiosas) del otro, para ver si se pueden adaptar a su modo de ser. “Pedir la mano” es una hermosa expresión que significa que el joven varón pretende hacer esposa a determinada mujer.

          Una palabra para quienes se frecuentan en lugares solitarios y, las más de las veces, oscuros: enseña la palabra de Dios: “Huye del pecado como de la serpiente” (Ecl 21, 2) a lo que comenta San Isidoro: “Imposible estar cerca de la serpiente y conservarse largo tiempo sin mordeduras”.

          Ciertamente que “quien ama el peligro, perecerá en él” (Ecl 3, 27) ya que la ocasión hace al ladrón; y si se frecuentan los novios —hablo de los normales— en lugares solitarios y oscuros, eso es ponerse en ocasión de pecado y como dice San Bernardo: “ ¿No es mayor milagro permanecer casto exponiéndose a la ocasión próxima que resucitar a un muerto? No podéis hacer lo que es menos (resucitar a un muerto) ¿y queréis que yo crea de vosotros lo que es más? ”. Hay que tener bien en claro que en el noviazgo no hay ningún derecho a los actos carnales, los cuales, consumados o no, son pecado. No así en el matrimonio.

          Preocupación de los padres

          Los padres deben aconsejar a sus hijos respecto de sus novios, procurando informarse acerca del candidato y su familia, controlando discretamente sus tratos, espaciando las visitas, recordándoles la obligación de sus deberes de estado, no quitándoles su ilusión pero haciéndoles tomar contacto con la realidad.

          Dice con mucha gravedad San Alfonso María de Ligorio: “Habrá padres y madres necios que verán a sus hijos con malas compañías, o a sus hijas con ciertos jóvenes, o frecuentando reuniones de doncellas, o hablando a solas unos con otras, y los dejarán seguir así con el pretexto de que no quieren pensar mal. ¡Tontería insigne! En tales casos están obligados a sospechar que puede surgir algún inconveniente, y por esto deben corregir a sus hijos, en previsión de algún mal futuro”.

          Y ello no porque desconfíen de sus hijos, sino porque conocen la naturaleza humana caída por el pecado original y porque saben que sus hijos no conocen todo y no pueden, por tanto, defenderse de los peligros que los acechan.

          Edad

          «Padre, ¿a qué edad hay que ponerse de novio?», es una pregunta que escuchamos con frecuencia a la que siempre respondemos invariablemente:

          El amor no tiene edad: conocemos matrimonios muy felices que se pusieron de novios de muy jóvenes, y también, de aquellos que se conocieron siendo más grandes.

          En general, es desaconsejable el noviazgo de muy jóvenes, por varias razones:

          1. No tienen la madurez que dan los años.
          2. No tienen plena responsabilidad.
          3. La perspectiva de un noviazgo, necesariamente largo, es siempre peligrosa, el amor puede enfriarse con el excesivo transcurso del tiempo.
          4. Pierden —literalmente— los mejores años de la juventud, incluso el trato con sus amigos o amigas que es de gran importancia para la vida.
          5. Muchas veces decae el interés por la carrera o la formación profesional.
          6. El conocimiento del campo de elección del novio o la novia es, necesariamente, muy estrecho cuando jovencitos. Con los años, normalmente se amplía el círculo de conocidos y de amistades y la elección puede hacerse mejor.

          Es totalmente enfermiza la preocupación de niñas de catorce años por conseguir novio porque de lo contrario, piensan que van a quedar solteras: ¡Es el efecto de tanta telenovela y radioteatro de color rosa! ¡Todavía no terminaron de jugar a las muñecas y ya hasta las mismas madres, a veces, las empujan al noviazgo!

          Debe respetarse la naturaleza de las cosas. En el noviazgo pasa como con los frutos, necesitan tiempo para madurar, pero si no se sacan a tiempo, caen y se echan a perder; si no se da el tiempo necesario al noviazgo, el matrimonio está verde todavía; pero si está maduro y no se realiza, generalmente, se corrompe. Por consiguiente, conviene no apurar demasiado el casamiento, pero tampoco dejar pasar el tiempo oportuno, que es lo que les acaece a los que inician el noviazgo muy jóvenes.

          Finalmente hay que destacar que las grandes diferencias entre los novios, de nivel económico, de cultura, de edad, de religión, son generalmente un obstáculo que conduce al fracaso en el matrimonio. Los cónyuges deben ser, en cierto modo, semejantes, ya que es la semejanza la causa del amor. En efecto, enseña Santo Tomás de Aquino que dos son semejantes en cuanto poseen en acto una misma cosa y por esto mismo son uno en esa cosa. Por eso el afecto de uno tiende al otro, como a sí mismo, y quiere el bien del otro como el de sí mismo. Solo si es así el amor entre los novios serán felices en el matrimonio, y se realizarán los efectos del amor: la unión; la mutua inhesión, esto es, que el amado esté en el amante y viceversa; el éxtasis, es decir, el salir de sí mismo procurando el bien del otro (es lo opuesto al egoísmo, que es cerrarse sobre sí mismo); el celo (no el celo envidioso, sino el que busca apartar todo lo que es obstáculo del amor). El amor causa una herida en el que ama, que lo impele a obrar siempre movido por el amor.

          La dimensión religiosa del noviazgo

          ¿Cuál es la señal más evidente por la que se puede tener la certeza de que los novios se aman de verdad? La señal indubitable es el crecimiento en el amor a Dios. Noviazgo en el que no se ame a Dios, es señal de seguro fracaso en el matrimonio; noviazgo en que el amor a Dios sea un excusa para amarse ellos, señal de futuro matrimonio inestable y quebradizo, noviazgo en el que se ame a Dios sobre todas las cosas, señal de que realizarán un sólido matrimonio “fundado sobre roca” (Mt 7, 25): caerá la lluvia de las dificultades, vendrán los torrentes de sacrificios, soplarán los vientos de calumnias, pero el matrimonio permanecerá enhiesto. La falta de este amor a Dios, “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas” (Mc 12, 30), es la primera y principalísima causa de los fracasos matrimoniales. Cuando Dios es el “convidado de piedra” en el hogar, poco a poco se volverán “de piedra” (cfr Ez 26, 26) también los corazones de sus miembros. En cambio cuando todos los integrantes de la familia cumplen ese “primer y mayor mandamiento” (Mt 22, 38),

          no hay problema sin solución,

          no hay día sin alegría,

          no hay obra sin mérito,

          no hay cruz sin consuelo,

          no hay trabajo sin satisfacción.

          Muchos son desgraciados porque no han seguido la voluntad de Dios. Dios los llamaba a algo más grande, más sublime, pero se hicieron los sordos y siguieron su propio gusto y no terminan de encontrar consuelo a su penoso extravío. Por ello, quien quiera de verdad que Dios reine en su noviazgo y luego en su matrimonio, antes debe estar dispuesto a seguir la vocación que Dios quiere. Si Dios quiere a un joven como sacerdote, jamás será feliz casándose y lo que es más, ni su esposa ni sus hijos serán felices. Si una joven no sigue el llamado de Cristo a ser su esposa, andará siempre muy alejada de la felicidad. Todos se dan cuenta de que si Dios llama al matrimonio no se puede ser feliz como monje, pero muy pocos alcanzan a ver que al revés, tampoco. Sabido que Dios nos quiere en el matrimonio, tenemos que elegir a la otra parte según Él: para esto debemos rezar siempre pidiendo por la esposa o el esposo que Dios nos tenga destinados, como así también por los hijos.

          Además los novios deben formarse examinando en común la verdadera concepción del matrimonio, sus deberes y derechos; deben conocer la doctrina católica sobre el mismo, leyendo los documentos pontificios sobre el tema, tales como las Encíclicas Casti Connubii de Pío XI, la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, nn. 46-52, Humanae Vitae de Pablo VI, Familiaris Consortio de Juan Pablo II, etc. Buenos libros, como Casados ante Dios de Fulton Sheen, Cristo en la Familia de Raúl Plus, Amor y responsabilidad de Karol Wojtyla, etc. Deberían también aprender a cultivarse gustando de la buena música, del teatro culto, de la buena literatura argentina y universal, de la pintura… Deberían comprometerse en el trabajo apostólico, incluso asociativamente, en parroquias, capillas o movimientos, dando a los demás tanto que han recibido de Cristo y, ¿por qué no?, en la medida de lo posible, en alguna obra de caridad, como visitar hospitales, sanatorios, cotolengos… O sea, cultivar la inteligencia adhiriéndose a la verdad, la voluntad practicando la caridad —que los ayuda a salir de sí mismos— y la sensibilidad gustando de la belleza.

          En fin, mantener siempre bien altos los sueños dorados y las juveniles ilusiones de formar un hogar único en el mundo. Sabiendo que el mismo Dios asocia a los esposos como cocreadores en su gran obra. Entendiendo que Jesucristo los necesita como maestros, guías y sacerdotes en esa “Iglesia doméstica”, que es la familia católica. Comprendiendo que están destinados a una de las obras más santas, laudables y meritorias, como es la de engendrar hijos para la Iglesia, ciudadanos para la Patria, y santos para el Cielo. Amasando su noviazgo con oración, frecuencia de sacramentos, participación en la Santa Misa dominical, tierna devoción a la Santísima Virgen María, lectura de la Palabra de Dios, fidelidad a la Iglesia de siempre, con un trato familiar a los santos de su devoción y así irse santificando más y más cada día. Aquí podemos decir que “novios que rezan unidos, forman un matrimonio unido”.

          Los sacerdotes católicos tienen la dicha inmensa de conocer jóvenes de ambos sexos que son modelo de castidad. Algunos —más de lo que la gente o los Kinsey’s Report dicen— que jamás han manchado sus almas con ningún pecado carnal conservando su inocencia bautismal, que son los que forjarán los más sólidos, fecundos y felices hogares. Una propaganda diabólica busca llevar a la impureza a los jóvenes, diciéndoles inclusive, que “todos son igual” o que “todas son igual”, eso es falso de toda falsedad. Puedo asegurar a los jóvenes que hay muchos que serán grandes padres de familias y muchas heroínas en su hogar, por vivir ejemplarmente la castidad; en fin, que por la gracia de Dios conoceremos todavía padres y madres, esposos y esposas amantísimos que como bellas flores han de brillar aun en los peores pantanos morales, para honra y prez de la Iglesia y de la Patria.

          Jesucristo, “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8) y siempre suscitará novios y novias santas que con todo amor y fidelidad lo seguirán a él, porque es el único que “tiene palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).

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          Autor: Padre Carlos Miguel Buela

          Fundador del Instituto del Verbo Encarnado y del Instituto Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará