Año tras año, las costumbres populares nos insertan dentro de algunas celebraciones que, si bien no son estrictamente catequísticas, poseen una índole mágica-religiosa que muchas veces pueden generarnos cierta confusión como, por ejemplo, los festejos en torno a la Navidad. Por supuesto que no se trata aquí de “pinchar” o “desencantar” fantasías infantiles disfrutadas por generaciones. Lo único que creemos aconsejable hacer es orientar a los niños para que rescaten los elementos esenciales de tales sucesos religiosos.
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La Navidad
Existe gran variedad de costumbres y leyendas, de acuerdo con las zonas geográficas y países en torno a la Navidad. Los grandes, y mucho más los pequeños, esperan ansiosamente esta época por los regalos, las fiestas, las comidas, la venida de Papá Noel o Santa Claus, el nacimiento de Jesús, los ángeles y pastores, los Reyes Magos, el árbol de Navidad, etc. Esta época que recuerda el nacimiento de Nuestro Salvador está rodeada de figuras y acontecimientos mágico-prodigiosos. Todo un mundo maravilloso, tan diverso del cotidiano, que cautiva a los niños.
Lo que ocurrió hace más de 2000 años en Belén es recordado por los cristianos mediante gestos cuyo significado se ha transmitido de una generación a otra por vía oral o escrita. El hecho fundamental que se recuerda y se celebra es el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. La historia de los hombres tiene un antes y un después, a partir del nacimiento de Jesús. En Navidad celebramos el día en que Dios se hizo hombre; el encuentro definitivo del Creador con sus creaturas; lo que conocemos como el misterio de la Encarnación. La Navidad debe transformarse en un tiempo de encuentros y reencuentros. Un tiempo de oración, de alegría y paz. La oración, el gesto, el canto religioso, la participación en la liturgia; todo debe crear un clima de preparación a la venida del Salvador.
Esta es la razón por la que debemos rescatar todos aquellos gestos y momentos de oración en familia, del encuentro frente al pesebre, de alegría familiar compartida. La mejor manera de preparar un lugar para Jesús en la Navidad es abriendo nuestro corazón a nuestros hermanos, especialmente los más necesitados.
Incluso el armado del pesebre con los chicos puede ser una buena ocasión para realizar una catequesis sobre la navidad. Privilegiemos el pesebre, esto es a Jesús, María y José, antes que a los regalos, las guirnaldas, el árbol de la navidad, etc. Todo esto puede acompañar, pero el lugar central lo tiene que ocupar Jesús.
Símbolos y signos navideños que se pueden explicar a los niños
El pesebre o Belén. Es la representación del nacimiento de Jesús por medio de figuras vivientes o no. San Francisco de Asís fue el que instituyó esta costumbre hacia el año 1223.
La estrella de Belén. Una estrella adorna nuestro belén y, a menudo, la cima del árbol de Navidad. Representa a la estrella de Belén que guió a los Reyes Magos desde Oriente hasta el pesebre donde nació Jesús. Las estrellas simbolizan la esperanza y siempre nos muestran el camino hacia Jesús.
La comida navideña. El espíritu navideño convoca a familiares y amigos a reunirse en torno a la mesa para celebrar el nacimiento de Jesús. Es así que esta comida fraterna se expresa en un menú variado y vistoso, que se ha ido modificando según las diferentes tradiciones familiares, locales y culturales de cada región o pueblo.
Noches de luz. El hábito de adornar los árboles y otros lugares de la casa con luces de colores o blancas, en jardines particulares o lugares públicos, expresan la “iluminación” obtenida por el nacimiento de Jesucristo.
Las velas. Las velas llevan acumulada la carga cultural y simbólica de la luz que rompe las tinieblas y las vence ocupando su lugar; del triunfo del día sobre la noche; de la victoria del bien sobre el mal. Simbolizan la purificación y su llama se entiende como la representación de Cristo, la luz del mundo, quien derrotó definitivamente al mal con su muerte y resurrección.
El árbol de Navidad. Los orígenes del arbolito, que según la costumbre se arma junto al pesebre cada 8 de diciembre, se remontan a una celebración pre-cristiana de la zona de Alemania. Los antiguos germanos, al finalizar cada año, celebraban la renovación de la vida, eligiendo un árbol y adornándolo con antorchas. San Bonifacio reemplazó el árbol por un pino y lo adornó con manzanas y con velas, que representaban la luz mundo, Jesucristo. Costumbre que rápidamente se extendió por otros países.
Villancicos. Desde que se estableció la fiesta de la Navidad en el siglo II, las canciones que acompañaban las celebraciones relataban los hechos ocurridos en torno al nacimiento de Jesús. Estos temas musicales, conocidos como villancicos porque sus primeros autores e intérpretes vivían en aldeas o villas, pasaron a formar parte de la liturgia en el siglo XVI. Entre ellos se destaca Noche de Paz, escrita en 1818 por el Padre Joseph Mohr y con música de Franz Gruber, en Austria.
Las Campanas. Purifican y son símbolo de alegría y júbilo navideño. Con su bello y atrayente sonido llaman la atención de quienes las escuchan y predisponen a estar atentos y escuchar todo lo que viene de lo alto; o sea todo lo que viene de Dios.
Coronas. Simbolizan la dignidad y el poder, sobre todo el del Jesús. Poseen un valor simbólico y suelen ser elaboradas con plantas como el acebo o el muérdago, adornando los hogares en Navidad.
En las próximas columnas analizaremos los elementos constitutivos de las Celebraciones de la Palabra para niños.
Estos son, entonces, algunos factores que considero indispensables y que forman parte integrante de toda celebración de la Palabra.
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Celebración de la palabra: elementos indispensables
1. La Palabra de Dios
Toda celebración supone un encuentro comunitario en torno a la Palabra de Dios, para expresar juntos la fe y para celebrar la vida, también algo que ha sucedido o se ha aprendido en catequesis.
No es un mero teatro o representación sino que es un verdadero encuentro: Dios se hace presente, se revela a los hombres a través de su Palabra (Jn1, 1-14). Las Sagradas Escrituras dan fe de la actuación de Dios en la vida de los hombres. Dios actuó en favor de su pueblo y se introdujo en su historia. La Biblia es el principal modo como la Iglesia ha interpretado, reconocido y conservado la Revelación de Dios.
Por todo lo expuesto, una celebración donde falte la Palabra de Dios carece totalmente de sentido. En nuestro caso, por tratarse de niños, el texto de la Palabra de Dios debe ser breve y elocuente, pero nunca estará ausente.
2. La comunidad o asamblea
Otro elemento importante que hay que tener en cuenta en una celebración es la asamblea o comunidad, la gente que quiere celebrar algo.En nuestro caso, los niños son los verdaderos protagonistas. Si no logramos que participen plenamente, se transformarán en meros espectadores. Todo debe estar pensado en función de ellos.
Los niños deben sentirse convocados, invitados, llamados en nombre del Señor a participar con todos sus sentidos en lo que van a realizar y celebrar.
3. Motivo o tema
Siempre existe un motivo para celebrar, cualquier tema puede ser celebrado: un hecho ocurrido, por el que queremos dar gracias a Dios, un acontecimiento, una experiencia que hayamos vivido o un tema aprendido en la catequesis… Lo importante es que la celebración tenga que ver con lo que el niño vive y aprende.
Todos los temas de la catequesis pueden ser celebrados. Al concluir cada eje o núcleo catequístico convendría realizar una celebración. Las fiestas litúrgicas como la Pascua, Pentecostés, Navidad, la Epifanía, el Santo patrono…, son ocasiones privilegiadas para tener una celebración especial.
Al tratarse de niños, todo debe girar en torno a una sola idea, clara, concisa y sencilla. Cada celebración debe presentar un solo tema. Hay que evitar esa tendencia a desarrollar varios temas en una sola celebración, cosa que confunde a los niños y los dispersa.
4. El gesto sacramental
El gesto sacramental es un signo actuante y eficaz de la acción salvífica de Dios. No es un rito mágico ni supersticioso. Solo produce su efecto si la persona está bien dispuesta y preparada para recibirlo.
Todo encuentro con Dios se expresa por y a través de gestos rituales o gestos sagrados (hacer la señal de la cruz, saludar, encender un cirio, arrodillarse, darse la paz, extender los brazos, besar una imagen, rociar con agua bendita, etc.).
Las celebraciones de los niños tendrán gran variedad y riqueza de gestos. Es imprescindible que los niños conozcan bien el significado de los gestos que realizarán durante la celebración. De cuando en cuando será necesario volver a profundizar el significado de los mismos, ya que la rutina puede transformar un gesto valioso en una práctica ritual y sin sentido.
Os presentamos, en estas fechas tan señaladas, un interesante testimonio de conversión, de práctica católica en el mundo del cine. Se trata del actor mexicano Eduardo Verástegui, primera figura en el panorama cinematográfico norteamericano y uno de los «Don Juanes» con más aprecio entre el público. Sus palabras repasan su vida y la importancia de su propia familia en la aceptación del Evangelio. Su ejemplo es un claro exponente de cómo se puede ser católico, con todo su significado, en cualquier ámbito de la actividad humana.
Testimonio de fe de Eduardo
Entrevista durante la JMJ 2011
Eduardo Verástegui en la Jornada Mundial de la Juventud
Queremos hacer este trabajo, como un complemento de otro referido al matrimonio y a la familia, porque, en la mayoría de los casos, el fracaso matrimonial comienza en el noviazgo. Toda la razón de ser del noviazgo católico, consiste en su ordenación al futuro matrimonio. No hablamos de la amistad entre jóvenes de ambos sexos, que puede ser muy santa; ni tampoco de quienes juegan con los sentimientos en el flirteo, que no es más que “simular una relación amorosa por coquetería o por puro pasatiempo”; lo que no es nada santo. Nos referimos a aquellos jóvenes que creen amarse y piensan formalizar su relación a través del casamiento.
Conocimiento mutuo
¿Cuál es la característica de esta relación particular, que es el noviazgo? Su rasgo definitorio radica en poder llegar al convencimiento de que ambos “están hechos el uno para el otro” y que, consecuentemente, han de llevar de manera normal y plena, su vida matrimonial el día de mañana, con la convicción irreversible de que sabrán realizar sobre todo, la educación de sus futuros hijos. Digo sobre todo porque mediante la experiencia en el trato con tantos novios, he podido observar que el pensamiento puesto en los hijos, es el factor que los hace concientizar más la realidad. Muchas jovencitas creen estar enamoradas, pero se dan cuenta de que deben cortar ese noviazgo cuando, al pensar en la descendencia futura, advierten que el joven en cuestión no está capacitado para ser un buen padre. Otra forma de evitar el capricho subjetivo, tan propio de quienes no aman de verdad al otro, sino que están enamorados del amor, o sea, de lo que ellos sienten y, por tanto, caen en juicio erróneo acerca de la idoneidad de la otra persona para poder emprender, con un mínimo de seriedad, la gran empresa de formar “un nido para los dos” y para los que vengan, es tener presente la opinión de los padres sobre la persona de que se trata. En general, no hay amor más desinteresado que el de los padres y, por consiguiente, nadie más adecuado para dar un sabio y prudente consejo a quien, por la edad y por ver todo color de rosa, muchas veces no está capacitado para valorar justamente la idoneidad o no de otra persona para unirse de por vida a la misma. Además, no hay que olvidarse que la experiencia de los padres es mucho mayor: ellos antes ya pasaron por esto y además conocen cientos de casos de noviazgo de familiares, amigos y conocidos. Los novios han de tener bien claro que el fin del noviazgo es este conocimiento mutuo en orden al matrimonio, conocimiento que es causa del amor, ya que nadie ama lo que no conoce, pues “el amor requiere la aprehensión del bien que se ama”.
Dicho de otra manera, el noviazgo es un estado preliminar al matrimonio en el que debe darse cierta familiaridad y conversación continuada entre un hombre y una mujer a fin de prepararse al futuro matrimonio. Al decir preliminar, afirmamos que no es un estado definitivo (conocemos el caso de un noviazgo de más veinte años en el que la novia preparó cinco veces el ajuar, y el novio se murió sin casarse), y que todavía no son esposo ni esposa.
Conocimiento limitado
Reafirmando lo anterior, creo que rara vez —por graves motivos— resulta aconsejable un matrimonio sin la bendición de los padres. Generalmente, a la corta o a la larga, los que se casan sin la aquiescencia paterna, fracasan en su vida conyugal, y la excepción, que puede haber, hace a la regla.
Ahora bien, el conocimiento mutuo durante el noviazgo es relativo, ya que de algún modo, solo podrá ser absoluto y total, recién en el matrimonio. Muchos, con la excusa de conocerse más, fomentan las relaciones prematrimoniales de funestísimas consecuencias. Es decir que en el noviazgo se da el “ya, pero todavía no”: ya se deben amor, pero no todavía como en el matrimonio. El conocimiento mutuo debe ser tal durante el noviazgo que cause el amor mutuo, uno de cuyos efectos es la unión espiritual entre el amante y el amado, ya que no serán dos, sino uno solo en el matrimonio, y deben ir aprendiendo a buscar cada uno el bien del otro como el suyo propio. En el noviazgo debe madurarse la unión de las almas de los novios, y solo cuando se de esta unión espiritual —y como consecuencia de esta unión— han de unirse, en el matrimonio los cuerpos, consumándose así la perfecta unidad entre ambos. De lo contrario el resultado es nefasto. Si fuera del matrimonio se busca la unión corporal no hay amor verdadero que quiere el bien del otro desinteresadamente, sino búsqueda egoísta de sí mismo. Si se busca la unión corporal solamente, ¿en qué se diferencia de la de los animales? El amor humano ha de ser amor de la voluntad racional, que ordena las inclinaciones del apetito concupiscible y debe ser imperado por la caridad.
El hecho de no estar unidos por el sacramento del matrimonio, hace que el noviazgo sea disoluble. Por ello, hay que tener la valentía de cortar esta relación si se ve que no lleva a buen término. Aún después de comprometidos, hasta el momento de dar el “sí” en el templo, se puede y se debe —si hay razones— decir “no”. ¡Cuántos fracasan desastrosamente en el matrimonio por no haber tenido el coraje de decir “no” en el momento debido! A propósito, conozco un caso realmente fuera de serie protagonizado por una joven heroica: sus padres desaconsejaban tenazmente la boda, el novio era un muchacho haragán y muy irascible; el día del enlace nupcial, el novio la tomó del brazo para conducirla al altar, ella tropezó con su vestido largo y él, de muy malos modos, recriminó a su prometida en estos términos: “ ¡Vos sos siempre la misma tonta”. Llegado el momento del consentimiento, lo dio el novio y cuando el sacerdote preguntó a la novia: “ ¿Fulana, quieres por esposo a Fulano? ”, se oyó clara y serena la voz de ella: “No quiero”, respuesta que repitió ante la nueva pregunta del sacerdote, en medio del asombro de todos. En la actualidad, está casada, con otro, tiene varios hijos que, cuando se enteren de lo que hizo su madre, no dejarán de agradecérselo por los siglos de los siglos.
Conocimiento respetuoso
Muy extendida y criminal es la creencia de algunos en el sentido de que los esposos no se deben respeto en el matrimonio. Algunos, especialmente hombres, suponen que todo está permitido durante la relación conyugal y eso es matar el amor, que siempre debe estar regulado por la razón y subordinado a la caridad, que nos manda cumplir con todos los mandamientos de la Ley de Dios. San Agustín, Doctor de la Iglesia, reprende a los cónyuges depravados que intentan frustrar la descendencia y, al no obtenerlo, no temen destruirla perversamente, diciéndoles: “En modo alguno son cónyuges si ambos proceden así, y si fueron así desde el principio no se unieron por el lazo conyugal, sino por estupro; y si los dos no son así, me atrevo a decir: o ella es en cierto modo meretriz del marido, o él adúltero de la mujer”. Pues bien, si no aprenden a respetarse desde novios, menos se respetarán en el matrimonio, con las consecuencias previsibles. Si no lo hacen durante el momento de los grandes sueños e ideales, no lo harán cuando los devore la rutina. Parafraseando a un conocido autor, podemos afirmar que: “A noviazgo regular corresponde matrimonio malo; a noviazgo bueno, matrimonio regular; solo a noviazgo santo, corresponde un matrimonio santo”.
A modo de consejo, yo diría que nadie debe casarse, sin haber encontrado en el otro, al menos, diez defectos. Porque los defectos necesariamente, en razón de la naturaleza caída, existen. Si no se ven en el noviazgo, no hay verdadero conocimiento. No es amor el no querer ver los defectos ajenos. Sí el ayudar a que se superen. Si no se advierten en el noviazgo, aparecerán más tarde, tal vez cuando sea demasiado tarde para poner remedio. Sería vano y tonto el pretender que el otro fuese “perfecto”. Habría que casarse recién en el cielo. Debe quedar bien en claro que en el amor verdadero no es todo color de rosa. La realidad es otra. El amor verdadero es crucificado, porque exige el olvido de sí mismo en bien del otro. Sin cruz no hay amor verdadero. El ejemplo nos lo dio nuestro único Maestro, Cristo. El noviazgo —y el matrimonio— no consiste en una adoración mutua, sino en una ascención en común que, como toda ascención, es dificultosa: “no es el mirarse el uno al otro, sino el mirar juntos en la misma dirección”. Hablábamos de noviazgo santo y esto nos lleva como de la mano a lo que constituye el peligro más frecuente para los novios. Y donde resbalan más frecuentemente.
Las afectuosidades
Siendo jóvenes y briosos, con el bichito del amor en el corazón, mentalizados por toda una propaganda pansexualista y, a veces, incluso por algún —como los llama el P. Cornelio Fabro— “pornoteólogo”, es evidente que en la manifestación del amor mutuo se muestren demasiado efusivos. Hay toda una moda, a la que no muchos se sustraen, en bailes, atrevimientos en el caminar juntos, prendidos como ventosas en apasionados e interminables besos, colgados uno de otro como sobretodos del perchero; nuestro lunfardo caracteriza esto con una palabra: “franeleros”. En lengua culta se los llama sobadores. A muchos jóvenes les han hecho creer que la esencia del noviazgo consiste en pasarse horas sobándose y sobándose más que cincha de mayordomo. Esos coqueteos, manoseos y besuqueos de los novios y novias sobadores que se adhieren entre sí como hiedra a la pared y que no llegan a una relación sexual completa se realiza, en el fondo, por razón de que los placeres imaginarios son más vivos, más fascinantes, más duraderos, más íntimos, más secretos, y más fuertes que los placeres y deleites del cuerpo. Es mucho más excitante y más “espiritual”, para algunos, el hacer todo como para llegar a la relación sexual, pero quedarse en el umbral. Aún fuera del aspecto moral, esas efusividades desmedidas son de muy deplorables consecuencias:
Son causa muchas veces de frigidez, sobre todo en la mujer, ya que por un lado siente cierto placer y al mismo tiempo miedo de que las cosas pasen a mayores, por lo que busca reprimir aquello que siente.
Según me aseguran algunos médicos, puede ser, en algún caso, causa de infecundidad en el matrimonio: el dolor que luego de grandes efusividades sienten en sus órganos genitales ambos novios, es indicio innegable de que la naturaleza protesta por un uso indebido.
Generalmente, esas prácticas empujan a la masturbación y al joven, además, al prostíbulo (donde lo masturban ya que no es un acto de amor lo que allí hace con una prostituta). Lo más grave aún, es que quien está habituado a la masturbación, aún casado lo sigue haciendo, en consecuencia el mismo acto matrimonial deviene en una masturbación de dos. El egoísmo del que cae habitualmente en el pecado solitario es tan crónico que, por resultante, concluye siendo impotente de realizar el acto sexual por amor, como Dios manda. A ello empujan las novias que muy sueltas de cuerpo excitan al novio creyendo que así, ellos las van a amar más. No dudo en afirmar que esta es la causa principal de tantas desgracias familiares. Cuando ella o él descubre que el otro lo usa como “objeto”, es decir, por egoísmo, la muerte del amor es casi inevitable y de allí, las peleas, rupturas y separaciones. Porque, es preciso decirlo con toda claridad: generalmente, cuando en un matrimonio anda bien lo sexual, todo otro problema encuentra solución fácilmente.
No hay que olvidarse de que “aunque todas las potencias del alma estén inficionadas por el pecado original —enseña Santo Tomás— especialmente lo está (entre otras facultades)… el sentido del tacto”, que, como todos sabemos, se extiende por todo el cuerpo.
Tratándose de seres normales, es muy poco lo que les puede provocar excitación; entonces, hay que evitar completamente todo aquello que pueda producirla. Querer evitar excitaciones y no evitar las efusividades, es como pretender apagar un incendio con nafta. Los novios en el tema de la pureza tienen las mismas obligaciones que los solteros. A la pregunta siempre repetida: “Padre, ¿hasta dónde no es pecado? ”, algunos responden con la consabida fórmula que se puede encontrar en cualquier buen manual de moral: “mientras no haya consentimiento en ningún placer desordenado”. Pero este principio por más que los jóvenes lo tengan grabado en su alma con letras de fuego, pierde toda eficacia cuando se enciende la llama de la pasión; de ahí que lo más prudente es aconsejar a los novios, como se hacía antaño: “Trátense como hermanos”. Percibimos la sonrisa sobradora de algunos que se pasan todo el día hablando de “hermanos” (no refiriéndose a esto), mas la experiencia nos dice que eso es lo efectivo e innumerables novios y novias nos lo han agradecido de todo corazón y viven, ahora, un muy feliz matrimonio. Todos los sacrificios que se hagan durante el noviazgo para respetarse mutuamente, son nada comparados con los tan grandes y dichosos frutos que, por esos sacrificios, se tendrá en el matrimonio. Todo lo que los jóvenes hagan en este sentido no terminarán de agradecerlo el día de mañana, porque redundará en la felicidad del cónyuge, en la felicidad de los hijos y en la felicidad de quienes los rodeen. Y, por el contrario, lo que no hagan en este sentido, dejándose arrastrar por el torbellino de la pasión, será causa de amarga tristeza, de grandes desilusiones y frustraciones. El fruto del egoísmo no puede ser la alegría ni la paz. La alegría es la expresión de aquel “a quien ha caído en suerte aquello que ama”.
En el caso de esa profanación anticipada del sacramento del matrimonio que son las relaciones prematrimoniales, la mujer lleva la peor parte:
pierde la virginidad;
se siente esclavizada al novio que busca tener relaciones cada vez con mayor frecuencia;
no puede decirle que no, porque tiene miedo que él la deje, reprochándole que ella ya no lo quiere;
vive con la gran angustia de que sus padres se enteren de sus relaciones;
participa de las molestias del acto matrimonial, sin tener la seguridad y la tranquilidad del matrimonio…
El novio, por el contrario, no tiene apuro en concretar la boda, ya que obtiene beneficios como si estuviera casado, sin estarlo, y además, el hombre no queda embarazado —por lo menos hasta ahora—; la mujer sí, y este es un peligro demasiado real como para que ella no lo tema.
Si ocurre el embarazo, generalmente se empuja a la mujer al aborto —“crimen abominable” lo llama el Concilio Vaticano II— que es la muerte injusta de un ser humano inocente, indefenso y sin bautismo, y es la mujer quien conservará toda la vida el remordimiento del cobarde acto cometido.
Además si ya en el noviazgo se ha derribado toda barrera, ¿qué le quedará a la mujer cuando en el matrimonio —¡si es que llega!— sea solicitada sin arreglo a la razón o a la moral? Si no supo respetarse y hacerse respetar en el noviazgo, será imposible, salvo excepción, que se la respete en el matrimonio. Si llega a la boda, lo hará sin alegría, sin ilusión, sin esperar recibir nada ni poder dar nada nuevo. Y luego, muchas veces, al tener alguna discusión en su matrimonio, escuchará con dolor el reproche de su marido que no dejará de recordarle su vergonzoso pasado. Por eso la novia debe —amablemente— poner las cosas en su lugar antes de que la pasión hable más fuerte que la razón.
La Iglesia católica, al defender a capa y espada la santidad matrimonial no ha hecho otra cosa, durante ya casi veinte siglos, que defender a la mujer, “que es un vaso más frágil” (I Pe 3, 7) y a los hijos que son los que sufren cuando se alteran las leyes divinas que rigen al matrimonio. Desde el siglo I, la Iglesia es la mayor defensora de la familia, al haber luchado siempre para que la mujer no fuese convertida en un mero objeto de placer, ni los niños en meros hijos de incubadora.
La frecuencia en el trato
Una de las más funestas costumbres que se han ido imponiendo en el noviazgo, es la gran frecuencia con que se encuentran. Ello es generalmente nocivo, porque, muchas veces, hace perder frescura al amor, los somete a la rutina y va matando la ilusión. En gran parte, se debe a que los hombres nos hemos olvidado del sentido profundo de los ritos y del sentido profundo de la fiesta. Sobre el primero escribe admirablemente Saint-Exupèry:
—Hubiese sido mejor venir a la misma hora —dijo el zorro—. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agotado e inquieto: ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a que hora preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.
—¿Qué es un rito?— dijo el principito.
—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran un día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones”.
Respecto de la fiesta dice también, magistralmente, Hans Wirtz: “El hábito, la costumbre, es la escarcha del amor. Lo que vemos, oímos y tenemos a diario, pierde su matiz de inusitado y raro, deleitoso. Al final llegamos a beberlo sin apreciarlo, sin sentir su sabor, como si fuera agua. Los novios no pueden cometer mayor error, que el estar juntos con excesiva frecuencia. Cuanto más escaso, tanto más apreciado. Pensar siempre uno en otro; anhelar continuamente la presencia del otro, pero… Estar juntos lo menos posible. El encuentro ha de ser siempre una fiesta”. Y no pueden celebrarse fiestas todos los días.
¡Cómo aburren esos pretendientes de todos los días a todo el resto de la familia! Muchas veces se pierde la intimidad del hogar: los padres no pueden ver televisión tranquilos, aumentan los gastos de comida, incluso la novia deja de arreglarse convenientemente, a veces no terminan sus estudios y, lo que es más grave, pierden el trato con sus propios amigos. La relación entre los novios debe ser gradual, paulatina, debe dejar tiempo para el conocimiento mutuo, maduro y serio. Por eso los novios han de comenzar siendo compañeros, luego amigos, más tarde pretendientes, y recién cuando se eligen, “filo” (como se decía antes, del italiano popular filare: galantear, cortejar). Hasta aquí no hay ninguna decisión. Más tarde novios, cuando entran en la casa para “pedir la mano” de la joven, realizándose la mutua promesa de fidelidad y de matrimonio futuro, una vez conocido el carácter y las dotes (físicas, psicológicas, morales, culturales y religiosas) del otro, para ver si se pueden adaptar a su modo de ser. “Pedir la mano” es una hermosa expresión que significa que el joven varón pretende hacer esposa a determinada mujer.
Una palabra para quienes se frecuentan en lugares solitarios y, las más de las veces, oscuros: enseña la palabra de Dios: “Huye del pecado como de la serpiente” (Ecl 21, 2) a lo que comenta San Isidoro: “Imposible estar cerca de la serpiente y conservarse largo tiempo sin mordeduras”.
Ciertamente que “quien ama el peligro, perecerá en él” (Ecl 3, 27) ya que la ocasión hace al ladrón; y si se frecuentan los novios —hablo de los normales— en lugares solitarios y oscuros, eso es ponerse en ocasión de pecado y como dice San Bernardo: “ ¿No es mayor milagro permanecer casto exponiéndose a la ocasión próxima que resucitar a un muerto? No podéis hacer lo que es menos (resucitar a un muerto) ¿y queréis que yo crea de vosotros lo que es más? ”. Hay que tener bien en claro que en el noviazgo no hay ningún derecho a los actos carnales, los cuales, consumados o no, son pecado. No así en el matrimonio.
Preocupación de los padres
Los padres deben aconsejar a sus hijos respecto de sus novios, procurando informarse acerca del candidato y su familia, controlando discretamente sus tratos, espaciando las visitas, recordándoles la obligación de sus deberes de estado, no quitándoles su ilusión pero haciéndoles tomar contacto con la realidad.
Dice con mucha gravedad San Alfonso María de Ligorio: “Habrá padres y madres necios que verán a sus hijos con malas compañías, o a sus hijas con ciertos jóvenes, o frecuentando reuniones de doncellas, o hablando a solas unos con otras, y los dejarán seguir así con el pretexto de que no quieren pensar mal. ¡Tontería insigne! En tales casos están obligados a sospechar que puede surgir algún inconveniente, y por esto deben corregir a sus hijos, en previsión de algún mal futuro”.
Y ello no porque desconfíen de sus hijos, sino porque conocen la naturaleza humana caída por el pecado original y porque saben que sus hijos no conocen todo y no pueden, por tanto, defenderse de los peligros que los acechan.
Edad
«Padre, ¿a qué edad hay que ponerse de novio?», es una pregunta que escuchamos con frecuencia a la que siempre respondemos invariablemente:
El amor no tiene edad: conocemos matrimonios muy felices que se pusieron de novios de muy jóvenes, y también, de aquellos que se conocieron siendo más grandes.
En general, es desaconsejable el noviazgo de muy jóvenes, por varias razones:
No tienen la madurez que dan los años.
No tienen plena responsabilidad.
La perspectiva de un noviazgo, necesariamente largo, es siempre peligrosa, el amor puede enfriarse con el excesivo transcurso del tiempo.
Pierden —literalmente— los mejores años de la juventud, incluso el trato con sus amigos o amigas que es de gran importancia para la vida.
Muchas veces decae el interés por la carrera o la formación profesional.
El conocimiento del campo de elección del novio o la novia es, necesariamente, muy estrecho cuando jovencitos. Con los años, normalmente se amplía el círculo de conocidos y de amistades y la elección puede hacerse mejor.
Es totalmente enfermiza la preocupación de niñas de catorce años por conseguir novio porque de lo contrario, piensan que van a quedar solteras: ¡Es el efecto de tanta telenovela y radioteatro de color rosa! ¡Todavía no terminaron de jugar a las muñecas y ya hasta las mismas madres, a veces, las empujan al noviazgo!
Debe respetarse la naturaleza de las cosas. En el noviazgo pasa como con los frutos, necesitan tiempo para madurar, pero si no se sacan a tiempo, caen y se echan a perder; si no se da el tiempo necesario al noviazgo, el matrimonio está verde todavía; pero si está maduro y no se realiza, generalmente, se corrompe. Por consiguiente, conviene no apurar demasiado el casamiento, pero tampoco dejar pasar el tiempo oportuno, que es lo que les acaece a los que inician el noviazgo muy jóvenes.
Finalmente hay que destacar que las grandes diferencias entre los novios, de nivel económico, de cultura, de edad, de religión, son generalmente un obstáculo que conduce al fracaso en el matrimonio. Los cónyuges deben ser, en cierto modo, semejantes, ya que es la semejanza la causa del amor. En efecto, enseña Santo Tomás de Aquino que dos son semejantes en cuanto poseen en acto una misma cosa y por esto mismo son uno en esa cosa. Por eso el afecto de uno tiende al otro, como a sí mismo, y quiere el bien del otro como el de sí mismo. Solo si es así el amor entre los novios serán felices en el matrimonio, y se realizarán los efectos del amor: la unión; la mutua inhesión, esto es, que el amado esté en el amante y viceversa; el éxtasis, es decir, el salir de sí mismo procurando el bien del otro (es lo opuesto al egoísmo, que es cerrarse sobre sí mismo); el celo (no el celo envidioso, sino el que busca apartar todo lo que es obstáculo del amor). El amor causa una herida en el que ama, que lo impele a obrar siempre movido por el amor.
La dimensión religiosa del noviazgo
¿Cuál es la señal más evidente por la que se puede tener la certeza de que los novios se aman de verdad? La señal indubitable es el crecimiento en el amor a Dios. Noviazgo en el que no se ame a Dios, es señal de seguro fracaso en el matrimonio; noviazgo en que el amor a Dios sea un excusa para amarse ellos, señal de futuro matrimonio inestable y quebradizo, noviazgo en el que se ame a Dios sobre todas las cosas, señal de que realizarán un sólido matrimonio “fundado sobre roca” (Mt 7, 25): caerá la lluvia de las dificultades, vendrán los torrentes de sacrificios, soplarán los vientos de calumnias, pero el matrimonio permanecerá enhiesto. La falta de este amor a Dios, “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas” (Mc 12, 30), es la primera y principalísima causa de los fracasos matrimoniales. Cuando Dios es el “convidado de piedra” en el hogar, poco a poco se volverán “de piedra” (cfr Ez 26, 26) también los corazones de sus miembros. En cambio cuando todos los integrantes de la familia cumplen ese “primer y mayor mandamiento” (Mt 22, 38),
no hay problema sin solución,
no hay día sin alegría,
no hay obra sin mérito,
no hay cruz sin consuelo,
no hay trabajo sin satisfacción.
Muchos son desgraciados porque no han seguido la voluntad de Dios. Dios los llamaba a algo más grande, más sublime, pero se hicieron los sordos y siguieron su propio gusto y no terminan de encontrar consuelo a su penoso extravío. Por ello, quien quiera de verdad que Dios reine en su noviazgo y luego en su matrimonio, antes debe estar dispuesto a seguir la vocación que Dios quiere. Si Dios quiere a un joven como sacerdote, jamás será feliz casándose y lo que es más, ni su esposa ni sus hijos serán felices. Si una joven no sigue el llamado de Cristo a ser su esposa, andará siempre muy alejada de la felicidad. Todos se dan cuenta de que si Dios llama al matrimonio no se puede ser feliz como monje, pero muy pocos alcanzan a ver que al revés, tampoco. Sabido que Dios nos quiere en el matrimonio, tenemos que elegir a la otra parte según Él: para esto debemos rezar siempre pidiendo por la esposa o el esposo que Dios nos tenga destinados, como así también por los hijos.
Además los novios deben formarse examinando en común la verdadera concepción del matrimonio, sus deberes y derechos; deben conocer la doctrina católica sobre el mismo, leyendo los documentos pontificios sobre el tema, tales como las Encíclicas Casti Connubii de Pío XI, la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, nn. 46-52, Humanae Vitae de Pablo VI, Familiaris Consortio de Juan Pablo II, etc. Buenos libros, como Casados ante Dios de Fulton Sheen, Cristo en la Familia de Raúl Plus, Amor y responsabilidad de Karol Wojtyla, etc. Deberían también aprender a cultivarse gustando de la buena música, del teatro culto, de la buena literatura argentina y universal, de la pintura… Deberían comprometerse en el trabajo apostólico, incluso asociativamente, en parroquias, capillas o movimientos, dando a los demás tanto que han recibido de Cristo y, ¿por qué no?, en la medida de lo posible, en alguna obra de caridad, como visitar hospitales, sanatorios, cotolengos… O sea, cultivar la inteligencia adhiriéndose a la verdad, la voluntad practicando la caridad —que los ayuda a salir de sí mismos— y la sensibilidad gustando de la belleza.
En fin, mantener siempre bien altos los sueños dorados y las juveniles ilusiones de formar un hogar único en el mundo. Sabiendo que el mismo Dios asocia a los esposos como cocreadores en su gran obra. Entendiendo que Jesucristo los necesita como maestros, guías y sacerdotes en esa “Iglesia doméstica”, que es la familia católica. Comprendiendo que están destinados a una de las obras más santas, laudables y meritorias, como es la de engendrar hijos para la Iglesia, ciudadanos para la Patria, y santos para el Cielo. Amasando su noviazgo con oración, frecuencia de sacramentos, participación en la Santa Misa dominical, tierna devoción a la Santísima Virgen María, lectura de la Palabra de Dios, fidelidad a la Iglesia de siempre, con un trato familiar a los santos de su devoción y así irse santificando más y más cada día. Aquí podemos decir que “novios que rezan unidos, forman un matrimonio unido”.
Los sacerdotes católicos tienen la dicha inmensa de conocer jóvenes de ambos sexos que son modelo de castidad. Algunos —más de lo que la gente o los Kinsey’s Report dicen— que jamás han manchado sus almas con ningún pecado carnal conservando su inocencia bautismal, que son los que forjarán los más sólidos, fecundos y felices hogares. Una propaganda diabólica busca llevar a la impureza a los jóvenes, diciéndoles inclusive, que “todos son igual” o que “todas son igual”, eso es falso de toda falsedad. Puedo asegurar a los jóvenes que hay muchos que serán grandes padres de familias y muchas heroínas en su hogar, por vivir ejemplarmente la castidad; en fin, que por la gracia de Dios conoceremos todavía padres y madres, esposos y esposas amantísimos que como bellas flores han de brillar aun en los peores pantanos morales, para honra y prez de la Iglesia y de la Patria.
Jesucristo, “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8) y siempre suscitará novios y novias santas que con todo amor y fidelidad lo seguirán a él, porque es el único que “tiene palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
De estirpe regia y de santos. Por parte de padre emparenta con la realeza inglesa y por parte de madre con la de Hungría. Los santos son, por parte de padre, san Eduardo —llamado el «Confesor»— que era su bisabuelo y, por parte de madre, san Esteban, rey de Hungría.
Nació del matrimonio habido entre Eduardo y Agata, en Hungría, con fecha difícil de determinar. Su padre nunca llegó a reinar, porque al ser llamado por la nobleza inglesa para ello, resulta que el normando Guillermo el Conquistador invade sus tierras, se corona rey e impone el juramento de fidelidad; al poco tiempo murió Eduardo de muerte natural.
Pero esta situación fue la que hizo que Margarita llegara a ser reina de Escocia por casarse con el rey. Su madre había previsto y dispuesto que la familia regresara al continente al quedarse viuda tras la muerte de su esposo y, bien sea por necesidad de puerto a causa de tempestades, bien por la confianza en la buena acogida de la casa real escocesa, el caso es que atracaron en Escocia y allí se enamoró el rey Malcon III de Margarita y se casó con ella.
Es una mujer ejemplar en la corte y con la gente paño de lágrimas. Se la conoce delicada en el cumplimiento de sus obligaciones de esposa; esmerada en la educación de los hijos, les dedica todo el tiempo que cada uno necesita; sabe estar en el sitio que como a reina le corresponde en el trato con la nobleza y asume responsabilidades cristianas que le llenan el día. Señalan sus hagiógrafos las continuas preocupaciones por los más necesitados: visita y consuela enfermos llegando a limpiar sus heridas y a besar sus llagas; ayuda habitualmente a familias pobres y numerosas; socorre a los indigentes con bienes propios y de palacio hasta vender sus joyas. Lee a diario los Libros Santos, los medita y lo que es mejor ¡se esfuerza por cumplir las enseñanzas de Jesús! De ellos saca las luces y las fuerzas. De hecho, su libro de rezos, un precioso códice decorado con primor —milagrosamente recuperado sin sufrir daño del lecho del río en que cayó— se conserva en la biblioteca bodleiana de Oxford (Inglaterra).
También se ocupó de restaurar iglesias y levantar templos, destacando la edificación de la abadía de Dunferline.
Puso también empeño en eliminar del reino los abusos que se cometían en materia religiosa y se esforzó en poner fin a las abundantes supersticiones; para ello, convocó concilios con la intención de que los obispos determinaran el modo práctico de exponer todo y sólo lo que manda la Iglesia y las enseñanzas de los Padres.
«Gracias, Dios mío, porque me das paciencia para soportar tantas desgracias juntas». Esta fue su frase cuando le comunicaron la muerte de su esposo y de su hijo Eduardo en una acción bélica. Fue cuando marcharon a recuperar el castillo de Aluwick, en Northumberland, del que se había apoderado el usurpador Guillermo. Ella soportaba en aquellos momentos la larga y penosísima enfermedad que le llevó a la muerte el año 1093, en Edimburgo.
Es la reina Margarita la patrona de Escocia, canonizada por el papa Inociencio IV en el año 1250. Pero no pueden venerarse sus reliquias por desconocerse el lugar donde reposan. Por la manía que tenían los antiguos de desarmar los esqueletos de los santos, su cráneo —que perteneció a María Estuardo— se perdió con la Revolución francesa, porque lo tenían los jesuitas en Douai y, desde luego, no salieron muy bien parados sus bienes. El cuerpo tampoco se pudo encontrar cuando lo pidió Gelliers, arzobispo de Edimburgo, a Pío XI, aunque se sabe que se trasladó a España por empeño de Felipe II quien mandó tallar un sepulcro en El Escorial para los restos de Margarita y de su esposo.
Aunque les duela esa carencia de reliquias a los escoceses, tienen sin embargo el orgullo de disfrutar en su historia de las grandes virtudes de una mujer que supo primar su condición cristiana a su condición de reina. O mejor, que ser reina no fue dificultad para vivir hasta lo más hondo su responsabilidad de cristiana. O aún más, supo desde la posición más alta ser testigo de Cristo. Y eso es mucho en cualquier momento de la Historia. ¿No será la gente como ella los que se llaman pobres de espíritu?
«Puesto que la vida plenamente cristiana no se puede pensar sin la participación en las acciones litúrgicas en la que los fieles congregados en uno celebran el Misterio Pascual, la iniciación religiosa de los niños no debe ser ajena a ese fin. La Iglesia, que bautiza a los niños, confiada en los dones que este Sacramento da, debe cuidar que los bautizos crezcan en la comunión con Cristo y los hermanos, de cuya comunión es signo y prenda la participación en la mesa eucarística, a la cual se preparan los niños o en cuya significación son Introducidos más profundamente. La cual formación litúrgica y eucarística no es lícito separar de la educación universal, humana y cristiana, más aún, sería nociva sí la formación eucarística careciera de tal fundamento…»
Sagrada Congregación para el Culto Divino: Directorio Litúrgico para las Misas con Participación de Niños n. 8
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Dadas las características de los niños, es imprescindible tener en cuenta algunas apreciaciones particulares al momento de pensar y realizar una Celebración de la Palabra.
1. Ante todo las celebraciones deben ser breves, simples, con ritmo, alegres y vividas intensamente.
2. Conviene cuidar mucho los cantos dramatizados con todo el cuerpo, los gestos vividos, los cortos y profundos momentos de oración, la proclamación solemne de la Palabra de Dios, la participación de los padres y familiares y el aire de fiesta propio de toda celebración catequética.
3. El tema de la celebración debe ser cuidadosamente elegido, respondiendo no solo a las necesidades e intereses de los niños, sino también, en la medida de lo posible a los temas catequísticos que se están tratando en la catequesis y a los tiempos litúrgicos.
4. Se ha de procurar una gran ilación entre los cantos, los gestos, la Palabra de Dios, el compromiso; es decir, la celebración debe girar en torno a un solo tema, claro y concreto. No es cuestión de recargar la celebración con gestos complicados ni con extensas explicaciones. Los niños son simples y sencillos. No les compliquemos las cosas.
5. Es muy importante respetar el propio ritmo de los niños. No hay que desanimarse ni apurarse. No siempre las cosas salen como uno quisiera, porque en el fondo los niños son los verdaderos protagonistas y eso vale mucho en la celebración catequística.
6. Pensar muy bien la ubicación, la participación de los niños durante la celebración; de manera que todos los niños y niñas se sientan partícipes y convocados durante la misma.
7. Es muy importante buscar y explicar el significado de los gestos que realizamos. En este sentido los gestos, la valorización, el cuidado y la oportunidad de los mismos son un vehículo privilegiado para la celebración de la fe. El niño entra en el mundo de la liturgia cargado de signos. La catequesis debe cargar de contenido al gesto para que no resulte vacío.
8. Desafortunadamente, la rutina o la falta de conocimiento terminan por anular el sentido de los gestos que, en otros tiempos fueron muy valiosos. Con los niños, continuamente hay que detenerse en los gestos sagrados que utilizamos. Nos tomaremos el tiempo que sea necesario para que los interioricen y, si es necesario, los recreen permanentemente. Muchas veces, podrán inventarse gestos junto con los niños; lo importante es que les ayuden a expresar mejor la fe y, por tanto, el amor de Dios.
9. Es importantísimo que nosotros primero conozcamos el sentido de dichos gestos y los hagamos con detenimiento; luego, se los transmitiremos lentamente y con gran dignidad. Nosotros debemos siempre hacer y vivir los gestos con los niños. El gesto es, para el niño, un medio mucho más significativo que la palabra. Además, el gesto permite al niño expresar lo que no puede decir con palabras o dar más fuerza al sentido de las mismas.
10. Lo que interesa es que los niños vivan la fiesta porque Dios los ama. Qué la celebración sea para ellos la fiesta del encuentro con sus amigos y con Dios. En resumen, qué la celebración sea una forma de vivir y de expresar la propia fe.
11. Lo central sigue siendo es espíritu celebrativo, la búsqueda del misterio insondable de Dios, a través de los gestos y signos sagrados, a través de los cantos, a través de los momentos de oración personal y comunitaria; esencialmente, a través de la escucha de la Palabra de Dios en comunidad.
(De la Serie «Los niños y la Liturgia», columna 5.ª)
La parábola del Buen Samaritano es idónea para desarrollar diversas dinámicas de catequesis familiar, especialmente con los más pequeños y aquellos que preparan su Primera Comunión. En este artículo ofrecemos a padres y catequistas una serie de dibujos para colorear para que los más pequeños se diviertan coloreando y aprendiendo la parábola.
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Dibujos para colorear
Parábola del buen samaritano en el Evangelio según san Lucas
Lc 10, 25–37
25 Un maestro de la Ley, que quería ponerlo a prueba, se levantó y le dijo: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» 26 Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la Escritura? ¿Qué lees en ella?» 27 El hombre contestó: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» 28 Jesús le dijo: «¡Excelente respuesta! Haz eso y vivirás.» 29 El otro, que quería justificar su pregunta, replicó: «¿Y quién es mi prójimo?» 30 Jesús empezó a decir: «Bajaba un hombre por el camino de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo despojaron hasta de sus ropas, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto. 31 Por casualidad bajaba por ese camino un sacerdote; lo vió, dio un rodeo y siguió. 32 Lo mismo hizo un levita que llegó a ese lugar: lo vio, dio un rodeo y pasó de largo. 33 Un samaritano también pasó por aquel camino y lo vio, pero éste se compadeció de él. 34 Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino y se las vendó; después lo montó sobre el animal que traía, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo. 35 Al día siguiente sacó dos monedas y se las dio al posadero diciéndole: «Cuídalo, y si gastas más, yo te lo pagaré a mi vuelta.» 36 Jesús entonces le preguntó: «Según tu parecer, ¿cuál de estos tres se hizo el prójimo del hombre que cayó en manos de los salteadores?» 37 El maestro de la Ley contestó: «El que se mostró compasivo con él.» Y Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo.»
Señor y Padre mío, que te conozca y te haga conocer, que te ame y te haga amar; que te sirva y te haga servir; que te alabe y te haga alabar por todas las criaturas.
Oración Apostólica de San Antonio María Claret
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Su vida ejemplar y su ímpetu misionero hacen de san Antonio María de Claret y Clará un modelo idóneo para los aires de la Nueva Evangelización.
Sobre su vida y misión, mariología.org presenta una serie de dinámicas catequéticas de gran interés para catequistas, profesores de religión y padres cristianos.
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Primera parte. Autobiografía
1. Soy Antonio María Claret y Clará
Nací el quinto de once hermanos en la villa de Sallent (Barcelona) el 23 de diciembre de 1807. Mis padres se llamaban Juan Claret y Josefa Clará, casados, honrados y temerosos de Dios y muy amantes de la Eucaristía y de la Virgen María. Fui bautizado a los pocos días de mi nacimiento, el día 25 de diciembre, en la pila bautismal de la parroquia de Santa María de Sallent. Me pusieron por nombre Antonio. Yo después añadí el de María por mi amor a la Virgen.
De los recuerdos de la infancia me llega a la memoria uno que tenía a los cinco años. Yo siempre he sido poco dormilón, y pensaba en la eternidad; pensaba: siempre, siempre, siempre, tendrán que sufrir aquellas personas que mueran alejadas de Dios. Esto me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo. Esta idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar para que nadie muera alejado de Dios.
No puedo ver una desgracia, una miseria que no socorra, me quitaré el pan de la boca para darlo a quien lo necesite. Pues si las necesidades corporales me afectan tanto, cuánto más las necesidades espirituales. Si un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que sin más le maltratan, ¿no le defendería?.
Pues ¿qué debo hacer yo para defender a mi Padre Dios? ¿Callar? No sería un buen hijo.
Me acuerdo que en la guerra de la Independencia, cuando aún tenía cinco años, huía del pueblo a pie cuando avisaban de la llegada de los franceses, y ayudaba a mi abuelo Juan. Cuando era de noche, le advertía de los tropiezos con tanta paciencia y cariño, que mi abuelo estaba muy consolado al ver que yo no le dejaba, ni huía con los demás hermanos y primos.
Apenas tenía seis años cuando mis padres me mandaron a la escuela. En esos primeros años, el maestro, el sacerdote del pueblo y mis padres, trataban de formar mi entendimiento con la enseñanza de la verdad, y mi corazón con el cuidado de los valores cristianos.
Otras fechas importantes de mi vida son las siguientes:
1818 A los diez años recibí la primera comunión.
1816 Me gustaba ir a la iglesia, rezar y ayudar a los demás.
1819 Comienzo a trabajar en el pequeño taller textil de mi padre.
1820 A los doce años, Dios me llamó, yo oí, y me ofrecí.
1825 Me instalé en Barcelona para perfeccionar mis conocimientos en la industria textil.
1826 A los dieciocho años la Virgen María me libró de morir ahogado en el mar.
1829 Fui admitido en el Seminario de Vic (Barcelona).
1835 El 13 de junio fui ordenado sacerdote en Solsona (Lérida).
1839 Viajé a Roma para ofrecerme como misionero. Durante unos meses fui novicio jesuita.
1841 Fui nombrado Misionero Apostólico y evangelicé en Cataluña y en Canarias.
1849 El 16 de julio, en el Seminario de Vic, con otros cinco sacerdotes, fundé la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. El 4 de agosto fui nombrado Arzobispo de Santiago de Cuba.
1855 Fundé con Madre Antonia París las Religiosas de María Inmaculada.
1856 El 1 de febrero fui herido gravemente en un atentado en Holguín (Cuba).
1857 Fui nombrado confesor de la reina Isabel II. Me trasladé a la corte de Madrid, donde prediqué, confesé, escribí libros, visité enfermos en los hospitales, aconsejé y apoyé iniciativas eclesiales.
1858 Fundé la Academia de San Miguel, asociación de artistas, escritores y hombres de ciencia al servicio de la evangelización.
1859 Fui nombrado presidente del Real Monasterio de El Escorial.
1861 El 26 de agosto recibí la gracia de conservar las especies sacramentales en mi cuerpo.
1864 Fundé las bibliotecas populares y parroquiales.
1868 Tras la revolución de septiembre acompañé a la Reina en su destierro a Francia.
1869 Participé en el Concilio Vaticano I que tuvo lugar en Roma.
2. Los días de mi conversión
Cumplidos los diecisiete años, deseoso de adelantar en los conocimientos de la fabricación textil, dije a mi padre que me llevase a Barcelona. Con mis manos ganaba lo que necesitaba para comida, vestidos, libros y maestros. Me puse a estudiar dibujo, gramática castellana y francesa. Se extendió por Barcelona la fama de la habilidad que el Señor me había dado para la fabricación y algunos empresarios contactaron con mi padre para que entrara en sus negocios. Esto le halagó muchísimo porque le venía muy bien a su fábrica de Sallent. Yo le dije a mi padre que todavía era muy joven. En ese tiempo se cumplió en mí aquello del Evangelio de que las espinas habían sofocado el buen trigo. El continuo pensar en máquinas y telares y en composiciones me tenían tan absorto que no acertaba a pensar en otra cosa. Todo mi afán era la fabricación textil. Es verdad que acudía los domingos a misa, pero tenía más máquinas en la cabeza que santos había en el altar.
En medio de esta barahunda de cosas, estando oyendo la Santa Misa, me acordé de haber leído desde muy niño aquellas palabras del Evangelio: ¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si finalmente pierde su alma?. Esta frase me causó una profunda impresión… fue para mí una flecha que me hirió el corazón; yo pensaba y discurría qué haría, pero no acertaba.
Me hallé como san Pablo en el camino de Damasco. Me faltaba un Ananías que me dijese lo que había de hacer. Me dirigí a la Casa de san Felipe Neri, di una vuelta por los claustros, vi un cuarto abierto, pedí permiso y entré, y hallé a un Hermano llamado Pablo y le conté lo que me pasaba. Y el buen Hermano me oyó con mucha paciencia y me condujo al P. Amigó. Me oyó mi deseo de cambiar y me sugirió el camino a seguir.
Se despertaron en mí los deseos de volver a Dios y comprendí que los peligros por los que había pasado en mi estancia en Barcelona habían servido para espabilar mi corazón. Entre ellos, está el accidente que tuve en la playa de la Barceloneta cuando me hallaba paseando por la orilla, y una ola me metió mar adentro estando a punto de ahogarme al no saber nadar. Invoqué a la Virgen María y me vi en la playa sin saber cómo. También me acuerdo de la pasión que tenía por mí la dueña de la casa donde vivía un amigo mío, una mujer joven.
Entonces me gustaba vestir bien y ser muy elegante. Un día que él no estaba en casa, la dueña dijo que le esperase, y al poco, ella manifestó sus intenciones con palabras y acciones. Inmediatamente salí corriendo de su casa y nunca jamás quise volver. Y por último, recuerdo la traición de mi mejor amigo. Ambos teníamos bastante suerte en la lotería y jugábamos a medias. En cierta ocasión nos tocó un gran premio. Mi amigo, sintiéndose rico y sin decirme nada, apostó todo el dinero en juegos, lo perdió y se empeñó. Para pagar sus deudas, me robó mis libros, mi dinero y mi ropa. Como no le llegaba para saldar su deuda, robó unas joyas en una casa, siendo detenido. Cogieron al ladrón, confesó su delito, y fue condenado. No es posible explicar el golpe que me dio este percance, no tanto por la pérdida de dinero, que era mucho, cuanto por la confusión y vergüenza que me daba. No me atrevía a salir por la calle. Me parecía que todos me miraban y que decían: Ahí va el amigo del que está en la cárcel.
¡Cuánto tengo que agradecer a Dios que me haya abierto los ojos a la vida con aquellos desengaños!. Es verdad que entonces me sentí desengañado, fastidiado y aburrido de la mentira de algunos, pero ello me despertó en ansia de buscar lo que de niño siempre quise: Ser misionero.
Mi padre se enteró por mí de mi deseo de dejar la fabricación. Fue grande su pena porque truncaba su sueño y mi futuro como empresario, pero como era buen cristiano, me dijo que acataba la voluntad de Dios por más que la sentía en su corazón.
Salí de Barcelona después de haber estado cuatro años llenándome del viento de la vanidad, de elogios y aplausos. A primeros de septiembre de 1829 salí de Barcelona y volví a Sallent. A finales de mes, el día de san Miguel, mi padre me acompañó a Vic donde estudié la carrera eclesiástica como seminarista externo, acogido por el Obispo D. Pablo de Jesús Corcuera. Recuerdo aquel viaje por la tristeza del andar con lluvia y el silencio de mi padre.
La dirección del Obispo Corcuera y el buen ambiente del Seminario me ayudaron a entrar en un contacto profundo con la Palabra de Dios y a fundamentar mi opción de vida por Cristo en aquellos días en los que las Cortes aprobaban la supresión de todos los Institutos religiosos, se encautaron y subastaron los bienes de la iglesia y se azuzó al pueblo para la quema de conventos y matanza de religiosos. Los días de los comienzos de las guerras carlistas.
A lo largo de siete años, la guerra asoló vidas, tierras y riqueza. Dividió pueblos y familias, dejando un rastro de odio, venganza y desolación. Cataluña fue un escenario importante en esta guerra. Yo viví todos estos acontecimientos muy de cerca. Mi primer destino como sacerdote fue mi pueblo, Sallent, durante cuatro años. Mi trabajo personal se centraba en la atención a los enfermos y a los pobres, la predicación, la catequesis y los sacramentos.
La meditación de la Palabra de Dios y las lecturas de la vida de los Santos me ayudaban. Eran muchos los pasajes de la Biblia, pero en especial estos:
“Yo te elegí y no te abandoné” (Is 41, 9).
“No temas, que yo estoy contigo; no te acobardes, porque yo soy tu Dios” (Is 41, 10).
“Yo el Señor tu Dios te tomo de la mano y te digo: No temas” (Is 41, 13).
“Hijo de hombre: yo te he puesto de centinela en la casa de Israel” (Ez 3).
“El Espíritu del Señor está sobre mí. El Señor me envió para llevar la Buena Noticia a los pobres y sanar a los contritos de corazón” (Is 61,1).
En otras muchas partes de la Biblia sentía la voz del Señor que me llamaba y me invitaba a dedicarme sólo a evangelizar. Lo mismo me ocurría cuando hacía la oración.
3. Mi vocación, misionero apostólico
Sallent se me quedaba pequeño y decidí marchar a Roma para ser enviado a países de misión. Al llegar a Roma, me preparé con unos ejercicios espirituales y el director de los ejercicios me sugirió que ingresara en la Compañía de Jesús, donde podría realizar mejor mi propósito. A los pocos meses del noviciado, una enfermedad misteriosa hizo que abandonara el Noviciado y regresara a Cataluña. Allí, el Obispo me consiguió de Roma el nombramiento de Misionero Apostólico y comencé la predicación por las tierras catalanas. Cuando las circunstancias políticas hicieron imposible la predicación, viajé a Canarias donde recorrí las islas predicando. Allí me conocían por el nombre de Padrito. Y más tarde, como Arzobispo de Cuba y confesor de la Reina Isabel II, no dejé de vivir y de ser un misionero apostólico por los lugares donde pasaba.
Yo me digo a mi mismo: Un hijo del Inmaculado Corazón de María es un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa; que desea eficazmente y procura por todos los medios encender a todo el mundo en el fuego del divino amor. Nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los trabajos; abraza los sacrificios; se complace en las calumnias y se alegra en los tormentos. No piensa sino cómo seguirá e imitará a Jesucristo en trabajar, sufrir y en procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación de los hombres.
San Antonio María Claret, muere en la abadía cisterciense de Fontfroide (Francia) el 24 de octubre de 1870. Tenía 63 años. Raymond Carr le ha llamado Apóstol de España y la liturgia le canta como Apóstol de fuego. Apóstol de palabra hablada y escrita. De su libro escrito a los treinta años, el Camino recto, se han hecho más de trescientas ediciones. En 1847 fundó la Librería Religiosa para poner al alcance de todos la Palabra de Dios y los libros buenos para toda clase de personas. Y como misionero, no faltaron en todas las etapas de su ministerio apostólico las persecuciones.
Azorín dijo de él que no hubo otro en la historia contemporánea de España a quien persiguieran más.
Dios le mantuvo con su gracia y con el amor a la Virgen María, “mi madre, mi maestra y mi madrina; mi todo después de Jesús”.
Sobre la lápida de su sepultura grabaron esta frase del Papa Gregorio VII: “Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso muero en el destierro”.
El 7 de mayo de 1950 es canonizado por el Papa Pío XII, quien dijo de él: Alma grande, nacida para ensamblar contrastes. Pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante. Fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de la actividad y de la penitencia. Siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su prodigiosa actividad exterior.
Calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y entre tantas maravillas, como una luz que todo lo ilumina, su devoción a la Madre de Dios.
Segunda parte: Actividades. Cinco sugerencias
1. Carta vocacional
Material: Carta fotocopiada para cada uno de los miembros del grupo con su nombre.
A __________________ , Un amigo en quien confío.
Hola.
Me dirijo a ti porque necesito sacar del coco ideas y sentimientos que me están hirviendo dentro desde hace algún tiempo. Y, como dicen que al escribir se piensa dos veces… me he lanzado a ponértelo por escrito para ver si me aclaro un poco.
La verdad es que no sé por dónde empezar. Lo haré por lo que está más cerca de mí: YO MISMO. Ser alguien… ser algo… proyecto de vida… Parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para repetirnos una y otra vez la misma cantinela: ¿qué vas a hacer en el futuro?
Lo que veo es que yo no tengo nada claro por dónde tirar. Cuando me pregunto a solas ¿qué tipo de persona quiero ser? Me contesto que quiero ser legal, auténtico, abierto a la vida, a los otros… pero sé que con estas palabras no digo nada. Porque me miro a mí mismo, miro mi vida y encuentro cosas que no me gustan un pelo. A veces me doy asco, no me veo “auténtico”. Son esos defectos que tú bien conoces y que más de una vez me has reprochado, como buen amigo que eres. Te lo agradezco. De verdad, me gustaría cambiar.
Lo que poco a poco voy teniendo más claro es a quién no quiero parecerme. Tú sabes a quien me refiero. Pero hay que ir a lo positivo.
Menos mal que voy vislumbrando día a día algunas actitudes y cualidades que me gustaría tener y desarrollar. Pero… (¡maldita sea!… ¿por qué siempre tiene que haber un pero…?) No sé cómo ir asimilándolas. Me parece que me voy fijando y me voy quedando con un rasgo de uno (por ejemplo, la responsabilidad de mi padre o la ternura de mi madre o…), con una actitud de otro o de otra (me gusta la sinceridad con la que se relaciona con los demás Maribel y la generosidad de Toni). Pero, aunque esto me ayuda a clarificarme algo, veo que no avanzo. Quizás necesite a alguien en quien mirarme para aprender de él –aun siendo yo mismo- el modo de ser, la forma de vivir.
Luego viene lo del “sentido de la vida”. Y me pasa como antes, que me vienen frases hechas: “ser feliz y hacer felices a los que quiero: a mis padres, a Mónica, a ti, a los amigos, incluso a más gente”. Y, también sé que con esta respuesta no he dicho nada. En mí y a mi alrededor veo cosas que no me hacen feliz… y encima están los agoreros que dicen que la felicidad es imposible. Yo no lo creo porque siento la llamada a ser feliz y a hacer felices a otros. Sin embargo, siento que no estoy haciendo todo lo que podría hacer, y me voy comiendo el coco con preguntas como éstas: ¿Tengo derecho a seguir viviendo como estoy viviendo?… ¿no soy demasiado egoísta dedicando mi tiempo libre a lo que lo dedico?…
A veces mi vida… ¡me parece tan vacía!. Además siento que algunos esperan más de mí, que de alguna manera me necesitan y que no puedo montármelo al margen de ellos. Creo que tengo que cambiar… que tengo que dar otro SENTIDO A MI VIDA.
De vez en cuando, veo en la TV o leo en alguna revista lo que otros están haciendo… esos que, sin hacer ruido, han encontrado el sentido a su vida en la entrega. Incluso por aquí andan gentes generosas que me llaman la atención. Pero… ¿cómo lo han logrado?… Ellos no se han hecho por generación espontánea; ellos y ellas no han salido de la caja mágica de las sorpresas, ni del frasco de las esencias. Pero me digo: “si ellas y ellos –que son de carne y hueso como yo, lo han conseguido ¿por qué yo no?. Creo que ayudas no han de faltarme, cuento contigo, con José Mari, con Mónica, con Isabel…
Y me ocurre otra cosa, que a la vez me da alegría y miedo. Me refiero a algunos textos del Evangelio; textos que compartimos en grupo los viernes por la tarde. No sé qué te dirán a ti, pero a mí me dan “mucha caña” –y no precisamente de cerveza, sino de la otra; ya ves por dónde voy. Ellos me dan luz. Comprendo que no puedo construir mi proyecto de vida al margen de ellos. Sé que no es fácil; pero dejándolos de lado, mi vida difícilmente va a merecer la pena.
Y ahora aparece otro follón. Bueno, vale todo lo anterior está muy bien.
Pero…. ¿CON QUIÉN VIVIRLO?. De solterones no vamos a ir por la vida (lo hemos comentado muchas veces). Tú sabes lo que yo siento por Mónica: “me muero por sus huesitos y por los que los rodean”. Vivirlo con alguien que tenga tus inquietudes sería maravilloso. También me pregunto si no hay otra manera de enfocar la vida fuera de la pareja. El caso es que muchos lo hacen y son gentes normales, y parecen felices.
Creo que es hora de ir terminando. Aún quedan otras cosillas , pero no quiero darte más la vara. Ya está bien de rollo. Perdona que te haya escogido para hacerte estas “confesiones”… pero yo no tengo la culpa de que seas mi mejor amigo. ¿La tienes tú?. GRACIAS.
¡Ah! Y si conoces a Alguien –quizás un… (olvídalo)-, sencillamente a alguien que pueda orientarme porque conoce bien la vida y todos estos líos… suéltalo. ¿vale?.
Hasta pronto y, un abrazo.
Ángel.
Subraya aquello con lo que estés de acuerdo o tú mismo/a hayas vivido.
¿Qué pistas le darías tú a este amigo?.
¿Qué te ha llamado la atención?. ¿Hay algo en lo que no estés de acuerdo?.
2. La vid y los sarmientos
Material: Una cartulina por grupo en la que esté dibujada una vid con al menos cinco sarmientos.
Lluvia de ideas sobre lo que más ha llamado la atención de la vida del Padre Claret. En la cara A de la cartulina –donde está dibujada la vid y los sarmientos- se escribe lo más sugerente para la puesta en común de los grupos en cada uno de los sarmientos.
Sobre la cara B de la cartulina, –procurando que las manos compongan la forma de la vid de la cara A- cada uno de los presentes dibuja el contorno de su mano abierta y en el espacio en blanco de la palma de la mano, escribe algo que puede hacer para dar en su vida un fruto bueno como Claret.
Puesta en común de los grupos.
3. Eel discofórum
Material: Un reproductor de audio, una canción del momento que presente algún problema de hoy, y letra de la canción.
Audición de la canción.
Subrayado del texto de la canción donde se presente el problema.
Lectura de Lucas 4,40: Poniendo sobre ellos las manos, los curaba.
Debate: ¿Qué podemos hacer nosotros para poner remedio a la situación que describe la canción.
4. El Manifiesto de la Caridad Cristiana
Material: un pliego de papel Din-A3 preparado en forma de pergamino.
El P. Claret tuvo un corazón compasivo y puso de su parte lo que pudo para ayudar a los demás. Vamos a confeccionar un manifiesto sobre la CARIDAD.
Lectura de la Primera carta a los Corintios, capítulo 13.
Lluvia de ideas sobre la caridad –con resonancias a la solidaridad de la vida del misionero-.
Cada uno del grupo elige una idea y escribe un párrafo sobre él con lenguaje de denuncia.
Se leen las composiciones y se pasan al Dina 3 las aportaciones más sugerentes.
5. Mural de la esperanza
Material: Periódicos de los últimos días, cartulina, tijeras y pegamento.
Búsqueda de noticias que hablen de compromisos personales o sociales con los demás.
Puesta en común de las noticias recortadas y elección de las tres más interesantes.
Son respuestas solidarias de personas o grupos de hoy que apuntan a la construcción del Reino de Dios por parte de la Iglesia.
¿Qué podemos hacer nosotros?
Tercera parte. Celebración y oración para concluir la catequesis
I. Celebración para concluir la catequesis
Preparar dos carteles: Uno con el acróstico de la palabra “Misionero/a”, y otro con la oración final.
MONICION DE ENTRADA.
Guía de la celebración: Amigos. Después de haber reflexionado sobre la vocación misionera de san Antonio María Claret, venimos ante Dios para orar sobre lo que hemos vivido.
Diremos a Jesús que queremos seguirlo…
Pediremos a Dios que envíe misioneros… que nos envíe,
Y daremos gracias por la vida de los misioneros.
Guía de la celebración: Amigos, en un instante de silencio orad conmigo.
“Señor Jesús, aquí estamos cerca de tí… míranos a los ojos… despierta en nosotros un sueño bello; el de seguirte, el de anunciarte como te siguieron y te anunciaron tantos y tantos misioneros en todo el mundo.
Tú eres nuestro Amigo, y nosotros sabemos que nos amas.
Enséñanos y ayúdanos a vivir contigo esta celebración”.
Todos: Amén.
Se coloca delante el acróstico Misionero.
M. MUNDO ENTERO.
I. IDEAL.
S. SEGUIMIENTO.
I. ILUSION
O. ORACION.
N. NEGACION DE UNO MISMO.
E. ENVIO. ENTREGA.
R. RIQUEZA.
O/A OFRENDA/AMOR.
Guía de la celebración: Aquí tenemos un acróstico de la palabra misionero. Con él vamos a dar gracias a Dios por los misioneros seguidores de Jesús. Yo diré cada letra… vosotros gritaréis la palabra o palabras que tiene esa letra y luego daremos gracias. Así una tras otra.
Guía de la celebración: M
Todos: Mundo Entero.
Chico: Te damos gracias por los misioneros/as que han respondido a su vocación y están extendidos por el mundo entero y porque ellos miran y aman al mundo entero.
Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS , SEÑOR.
Guía de la celebración: I
Todos: Ideal
Chica: Por los misioneros/as que tienen como ideal su vocación universal, haciendo felices a los demás, como lo hizo Jesús. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS SEÑOR.
Guía de la celebración: S
Todos: Seguimiento.
Chico: Por los misioneros/as que han seguido a Jesús y siguen con Él a pesar de las dificultades. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: I
Todos: Ilusión
Chica: Por la ilusión con que los misioneros/as viven su vocación; y por la ilusión que ellos trasmiten a los pobres y desesperados. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: O
Todos: Oración
Chico: Por la oración que hacen los misioneros/as para alabar a Dios y para interceder por las gentes de su misión. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: N
Todos: Negación de si mismo.
Chica: Por todos los misioneros/as que han sabido olvidarse de sí mismos, negarse a sí mismos, para seguir a Cristo, hasta dar sus vidas por las gentes de su misión, incluso hasta el martirio. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: E
Todos: Envío – Entrega
Chico: Por los misioneros/as que han acogido con alegría el “envío misionero” y se han entregado en cuerpo y alma a la tarea encomendada. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: R
Todos: Riqueza
Chica: Por los misioneros/as que no han puesto su corazón en las riquezas de este mundo, sino que han hecho de la Palabra de Dios y de sus hermanos más pequeños y humildes su riqueza y su verdadero tesoro. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Guía de la celebración: O/A
Todos: Ofrenda – Amor
Chico: Por los misioneros/as que han ofrecido a Dios todo cuanto eran y tenían para amar a toda la humanidad con libertad de corazón y luchar por ella cada día de sus vidas. Te damos gracias, Señor.
Todos: TE DAMOS GRACIAS, SEÑOR.
Canto: CRISTO NACE CADA DÍA.
La Re La
Habrá tierra que sembrar,
Re La
habrá mies que recoger,
Re
por muchos años que pasen,
Do#m Re
no cambiará nuestra fe,
La Mi
la vida es de los que luchan
La
por su propio yo vencer.
Habrá veces que pescar y manos para faenar, no importará la tormenta pues Cristo la calmará, seguiremos en la lucha por un mundo de hermandad.
CRISTO NACE CADA DÍA
Re Mi La La7
EN LA CARA DEL OBRERO CANSADO
Re Mi La
EN EL ROSTRO DE LOS NIÑOS QUE RÍEN JUGANDO
Re Mi La
EN CADA ANCIANO QUE TENEMOS AL LADO.
CRISTO NACE CADA DÍA
Y POR MUCHO QUE QUERAMOS MATARLO
NACERÁ DÍA TRAS DÍA, MINUTO A MINUTO
EN CADA HOMBRE QUE QUIERE ACEPTARLO.
Hay mucha tierra sembrada, el tiempo traerá su fruto, ya vendrá quien lo recoja, de momento trabajemos y si el mundo se acobarda nosotros no callaremos.
Todos: LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS – Señor la misión es bellísima… pero aunque sea difícil
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS.
– Señor, aunque algunos crean que ser misioneros es cosa de locos.
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS.
– Señor, porque aún se necesitan muchos más misioneros.
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS
– Señor, para reemplazar a cuántos misioneros de Madrid han fallecido.
T .- LLÁMANOS Y HAZNOS TUS MISIONEROS/AS.
Guía de la celebración: Señor, con el gran misionero que fue S. Antonio María Claret te decimos:
G. Que te conozcamos
T. Y te hagamos conocer
G. Que te amemos
T . Y te hagamos amar.
G. Que te sirvamos
T. Y te hagamos servir.
G. Que te alabemos
T. Y te hagamos alabar de todas las criaturas y por todo el mundo.
G. Haz, Señor que todos tus seguidores nos convirtamos a ti, que nos pongamos a la escucha de tu pregunta para descubrir nuestra vocación misionera y responder a ella con confianza y alegría.
Te lo pedimos por la intercesión de S. Antonio María Claret, fiel misionero de tu Hijo Jesucristo.
T. Amén.
II. Oración para concluir la catequesis
(Si no concluye con la celebración).
TU LLAMADA ENTRE NOSOTROS Tú, Jesús sigues llamando personalmente a cada uno de nosotros, y nos vas incorporando a trabajar en tu mies.
Nos sentimos convocados a compartir, tu vida, tu Reino, tus proyectos…
como hijos obedientes del Padre, como hermanos solidarios de los hombres.
Como tus discípulos, te pedimos: “enséñanos”.
Queremos oír la voz de Dios, convertirnos en Palabra tuya, tener apertura de corazón y mente, sencillez y rectitud de vida, no encerrarnos en nuestra propia carne y dilatar tu Reino.
Pon en nuestros labios las palabras de invitación para que nuevos jóvenes te conozcan, experimenten y busquen en ti “camino, verdad y vida”.
AQUÍ ESTAMOS, SEÑOR.
Con gozo respondemos a la llamada que en tu Hijo nos diriges y alentados por la fuerza del Espíritu te decimos confiados “Queremos hacer tu voluntad”.
Danos una mirada limpia, una inteligencia abierta y un corazón ardiente para poder captar y comprender el designio de amor que tienes sobre nuestra comunidad y sobre la misión que nos has encomendado.
Advertimos las profundas y constantes exigencias, las debilidades y dificultades, conviértalas en estímulo para la acción, la caridad y el fulgor de nuestras vidas.
Aumenta en nosotros la generosidad y la esperanza y ábrenos a las necesidades más urgentes de los hombres.
Que acertemos a expresar en nuestra vida el amor universal de Jesucristo, su incondicional entrega y su donación radical.
Confírmanos en la verdad, danos sed de tu justicia y haznos útiles instrumentos para proclamar el Evangelio, discerniendo en todo tiempo lo que te agrada, lo bueno, lo que es justo y lo que construye tu Reino entre los hombres.
Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Bibliografía
Antonio María Claret: Autobiografía. Editorial Claret, 1975.
Antonio María Claret: Escritos autobiográficos. BAC, Madrid, 1981.
Antonio María Claret: Escritos autobiográficos. BAC, Madrid, 1985.
Agustín Cabré: Evangelizador de dos mundos. Claret, Barcelona, 1983.
Jesús Álvarez: Misioneros Claretianos. P. Claretianas, Madrid, 1993.
Atilano Aláiz: No puedo callar. San Pablo, Madrid, 1995.
Emilio Vicente Mateu: San Antonio María Claret, Misionero Apostólico. Folleto. Edición revisada por Juventino Rodríguez. Sevilla, 1997.
Ángel Sanz: Apóstol de fuego. San Antonio María Claret. Folleto. Ediciones Iris de Paz, 2000.
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida.
Este empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud».1 Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado.2 Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,3 con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis,4 realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que esta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca».5 Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla».6 Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Esta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios,7 para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»,8 consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza».9 Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».10
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, «santo, inocente, sin mancha» (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación «en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios», anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz».11
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».12 El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.13 Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza».14 Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada,15 y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».16
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «»Creo»: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. «Creemos»: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. «Creo», es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: «creo», «creemos»».17
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor.18
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre».19 Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido.20 La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial… Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial».21
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.22
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe»» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, esa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
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Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.
1 Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
2 Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
3 Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
4 Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
5 Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
6 Ibíd., 198.
7 Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del «Año de la fe» (30 junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.
8 Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
9 Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
10 Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
11 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
12 De utilitate credendi, 1, 2.
13 Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
14 Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
15 Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
16 Sermo 215, 1.
17 Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
18 Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
19 Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
20 Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
21 Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
22 Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.